“Vivir como hijos de luz”
“Se nos indica que seamos hijos de luz (véase Doctrina y Convenios 106:5). Somos herederos de la vida eterna. El Espíritu da luz a todo hombre y mujer que viene al mundo”.
— El fallecido presidente James E. Faust, entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, Conferencia General de abril de 1987, “¿Seré feliz?”
En Doctrina y Convenios 106:5 el Señor invita a que seamos “hijos de luz”. Esta expresión es profunda, porque no se trata solo de poseer conocimiento, sino de vivir de acuerdo con la luz recibida, hasta reflejarla en nuestras acciones y carácter. Ser hijos de luz significa rechazar la oscuridad del pecado y escoger caminar en la verdad y la rectitud.
— El presidente James E. Faust relaciona esta idea con nuestra condición de herederos de la vida eterna. No somos simplemente viajeros en la mortalidad, sino hijos e hijas de un Padre Celestial que nos ha dado un destino glorioso. Nuestra herencia eterna depende de nuestra disposición a recibir la luz que el Espíritu ofrece y a dejar que esa luz nos transforme.
Doctrina y Convenios 84:46 enseña que “el Espíritu ilumina a todo hombre que viene al mundo”. Esa luz inicial, conocida como la luz de Cristo, nos da discernimiento moral y nos guía hacia lo bueno. A través de ella cada persona puede percibir, aunque sea en grado básico, la diferencia entre la verdad y el error. Cuando respondemos a esa luz, recibimos más, hasta llegar al don del Espíritu Santo, que confirma, santifica y perfecciona.
La invitación, entonces, es no contentarnos con una chispa, sino buscar constantemente más luz. Al hacerlo, nos acercamos a Cristo, quien es “la luz que brilla en las tinieblas” (Juan 1:5). Él es la fuente de toda claridad espiritual. Así, ser “hijos de luz” implica reflejar Su vida en la nuestra, y preparar nuestros corazones para recibir plenamente la herencia prometida: la vida eterna.
“Preparar a un pueblo para el Señor”
“Para afrontar este desafío de enviar más obreros a Su siega de almas, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días está llamando a un número creciente de misioneros a todo el mundo para predicar el evangelio eterno de Cristo a toda nación, tribu, lengua y pueblo.
“El Señor advirtió a Su pueblo: “Y otra vez, en verdad os digo que la venida del Señor está cerca, y sorprende al mundo como ladrón en la noche” (Doctrina y Convenios 106:4)”.
— El fallecido élder Delbert L. Stapley, entonces miembro del Consejo de los Doce, Conferencia General de octubre de 1975, “Preparar a un pueblo para el Señor”
— El élder Delbert L. Stapley enseñó que el envío de un número cada vez mayor de misioneros no es una simple iniciativa de la Iglesia, sino parte del gran plan de Dios para preparar al mundo entero para la venida de Su Hijo. La siega de almas es urgente, pues el evangelio debe llegar a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Cada misionero que parte representa la respuesta a ese llamado profético de anunciar las buenas nuevas antes del regreso glorioso del Salvador.
El Señor mismo advirtió que Su venida sorprenderá al mundo “como ladrón en la noche” (DyC 106:4). Esa imagen nos recuerda que no habrá una advertencia visible para todos, sino que vendrá de manera inesperada para quienes no estén atentos. Por ello, la preparación no puede posponerse: debe ser diaria, constante y sincera.
La obra misional se convierte, entonces, en una doble preparación. Por un lado, prepara a quienes escuchan el evangelio, al invitarlos a arrepentirse, hacer convenios y recibir la luz de Cristo. Por otro, prepara también a quienes comparten el mensaje, pues cada testimonio dado, cada sacrificio hecho y cada acto de servicio los convierte en verdaderos obreros en la viña del Señor.
No solo los misioneros con placa participan de esta gran labor. Cada miembro de la Iglesia tiene la oportunidad y la responsabilidad de contribuir: al compartir su fe con un amigo, al apoyar a los misioneros en su barrio, al vivir de manera que su vida sea un reflejo del evangelio. De ese modo, cada uno se convierte en parte de la siega.
Así, mientras el mundo sigue su curso sin percibir la cercanía del gran día del Señor, los hijos e hijas de Dios que escuchan Su voz se preparan y ayudan a otros a prepararse. El aumento de misioneros, las invitaciones al recogimiento y el fortalecimiento de la fe no son casualidades; son señales de que el reino de Dios avanza y de que el Señor pronto vendrá.
“El poder del sacerdocio”
“Testifico que “el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” (Doctrina y Convenios 107:3) —el Sacerdocio de Melquisedec—, con sus llaves, autoridad y poder, ha sido restaurado en la tierra en estos últimos días. Sé que, aunque no todas las circunstancias resulten como esperamos y oramos, los milagros de Dios siempre vendrán de acuerdo con Su voluntad, Su tiempo y Su plan para nosotros”.
— Élder Shayne M. Bowen, entonces Setenta Autoridad General, Conferencia General de abril de 2024, “Milagros, ángeles y el poder del sacerdocio”
El élder Bowen testificó que el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios, el Sacerdocio de Melquisedec, ha sido restaurado en la tierra. Esta afirmación nos conecta directamente con la esencia de la Restauración: Dios no solo devolvió verdades olvidadas, sino también poder y autoridad divinos para actuar en Su nombre. El sacerdocio no es un símbolo ni una tradición; es la autoridad real de Cristo conferida a Sus siervos en la tierra.
Con ese poder se dirigen Su Iglesia, se administran las ordenanzas de salvación y se otorgan bendiciones que trascienden lo terrenal. Las llaves del sacerdocio aseguran que la obra se realice en el orden correcto, bajo la dirección de profetas vivientes, tal como lo fue en tiempos antiguos.
El élder Bowen también nos recuerda algo vital: el sacerdocio no garantiza que todo suceda como pedimos o planeamos. La fe en el poder de Dios no significa controlar Sus designios, sino someterse a Su voluntad perfecta. Los milagros llegarán, sí, pero conforme a Su tiempo y propósito eterno.
Esto exige confianza. A veces pedimos liberación inmediata y el Señor permite la prueba un poco más; pedimos sanidad y llega en una forma distinta a la que imaginamos; suplicamos un cambio y, en vez de alterar las circunstancias, Él transforma nuestro corazón. El sacerdocio no es una varita mágica, sino un canal del poder de Dios que se manifiesta en armonía con Su plan.
Así, los milagros ocurren: algunos visibles y sorprendentes, otros silenciosos y profundos, pero todos reales. Y lo más grande de todo es que, gracias al sacerdocio restaurado, cada hijo e hija de Dios puede ser bendecido, guiado y fortalecido hasta recibir la promesa suprema: la vida eterna en la presencia del Padre y del Hijo.
“Ser testigos en todo el mundo”
“Cuando fui sostenido como nuevo Setenta de Área, abrí las Escrituras para aprender mis deberes y leí Doctrina y Convenios 107:25, que declara: “Los Setenta también son llamados… a ser testigos especiales a los gentiles y en todo el mundo”. Como podrán imaginar, mis ojos se fijaron en el término “testigos especiales”. Me quedó claro que tenía la responsabilidad de dar mi testimonio —de testificar del nombre de Jesucristo— dondequiera que viajara en el mundo”.
— Élder Brent H. Nielson, entonces Setenta Autoridad General, Conferencia General de abril de 2024, “Un registro de lo que he visto y oído”
Cuando el élder Nielson fue llamado como Setenta de Área, buscó en las Escrituras orientación para comprender sus nuevas responsabilidades. Al leer Doctrina y Convenios 107:25, encontró una descripción clara: los Setenta son llamados a ser “testigos especiales a los gentiles y en todo el mundo”. Esa expresión, “testigos especiales”, resonó en lo más profundo de su corazón y definió el carácter de su ministerio.
Un testigo especial no es simplemente alguien que cree o que simpatiza con el mensaje de Cristo; es alguien que testifica con poder y autoridad del nombre de Jesucristo en todo lugar. Tal testimonio no se limita al púlpito de una capilla o al aula de una clase, sino que acompaña al siervo del Señor en cada conversación, en cada viaje, en cada contacto con personas de todas partes del mundo.
El deber de los Setenta, como se revela en las escrituras y se confirma en la práctica de la Iglesia, es llevar el evangelio más allá de las fronteras familiares, culturales y nacionales, proclamando que Jesucristo vive y que Su Iglesia ha sido restaurada. De ese modo, actúan como prolongación de la voz de los apóstoles, quienes son testigos especiales del Señor mismo.
Sin embargo, el mensaje del élder Nielson no se limita a quienes ocupan un llamamiento general de la Iglesia. También interpela a cada miembro: ¿cómo estoy siendo testigo de Cristo en mi vida diaria? ¿Qué tan dispuesto estoy a proclamar Su nombre, no solo con palabras, sino con acciones que reflejen Su carácter?
Así, el relato del élder Nielson nos enseña que ser testigos de Cristo no es un deber que pertenece solo a unos pocos escogidos, sino un llamado universal para todos los discípulos. Al compartir nuestro testimonio sincero —ya sea en el hogar, en el trabajo, o en un país lejano— contribuimos a la misma misión: dar a conocer al mundo que Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador y Redentor de toda la humanidad.
“Andar con Dios”
“A veces nos impacientamos cuando pensamos que estamos “haciendo todo bien” y aun así no recibimos las bendiciones que deseamos. Enoc anduvo con Dios durante 365 años antes de que él y su pueblo fueran trasladados; 365 años esforzándose por hacer todo bien, y entonces sucedió (véase Doctrina y Convenios 107:49)”.
— Élder Jeremy R. Jaggi, Setenta Autoridad General, Conferencia General de octubre de 2020, “Dejad que la paciencia tenga su obra completa, y tened por sumo gozo”
El élder Jaggi nos recuerda una lección que toca la vida de todo discípulo: la paciencia en el plan de Dios. Con frecuencia sentimos que estamos “haciendo todo bien” —cumpliendo mandamientos, esforzándonos en la oración, sirviendo con fidelidad— y, sin embargo, las bendiciones que anhelamos parecen retrasarse. En esos momentos surge la pregunta: ¿por qué no llega todavía lo que espero?
El ejemplo de Enoc, citado en Doctrina y Convenios 107:49, ofrece una perspectiva poderosa. Este profeta anduvo con Dios durante 365 años antes de que él y su pueblo fueran finalmente trasladados. Tres siglos y medio de fidelidad constante, de perseverar en rectitud, de seguir confiando aun cuando la promesa aún no se cumplía. Y entonces, en el tiempo de Dios y no en el suyo, ocurrió el milagro.
La enseñanza es clara: la espera fiel es parte del proceso de santificación. El Señor no olvida a Sus hijos, ni posterga Sus bendiciones sin propósito. A veces, lo que Él busca no es solo conceder el milagro, sino formar en nosotros un corazón más fuerte, más humilde y más semejante al de Cristo. La paciencia, como lo enseña Santiago en el Nuevo Testamento, “tiene su obra completa” cuando transforma nuestra fe en una confianza inquebrantable en la voluntad divina.
Así, las demoras que enfrentamos no son silencios vacíos de Dios, sino oportunidades para crecer en fe, para aprender a andar con Él día tras día, hasta que llegue el momento señalado. Y cuando las bendiciones finalmente se derraman —en esta vida o en la venidera— descubrimos que valieron cada instante de espera, porque fueron dadas en el tiempo perfecto del Señor.
“El verdadero sostenimiento”
“Estamos acostumbrados a sostener a los líderes de la Iglesia mediante el patrón divino de levantar el brazo derecho en señal de aceptación y apoyo. Lo hicimos hace apenas unos minutos. Pero el verdadero sostenimiento va mucho más allá de este gesto físico. Como se señala en Doctrina y Convenios 107:22, la Primera Presidencia debe ser “sostenida por la confianza, la fe y la oración de la Iglesia”. Llegamos a sostener plena y verdaderamente al profeta viviente cuando desarrollamos el patrón de confiar en sus palabras, tener la fe para actuar en ellas y luego orar por las continuas bendiciones del Señor sobre él”.
— El obispo Dean M. Davies, entonces primer consejero del Obispado Presidente, Conferencia General de octubre de 2018, “Venid, escuchad la voz de un profeta”
El obispo Davies nos recuerda que el sostenimiento de los líderes de la Iglesia no se limita a un acto externo. Levantar la mano en una conferencia es un gesto visible y sagrado, pero no es suficiente para demostrar un apoyo real. El Señor reveló en Doctrina y Convenios 107:22 que la Primera Presidencia debe ser sostenida por la confianza, la fe y la oración de los santos. Ese triple fundamento da profundidad y poder a lo que, de otro modo, sería solo un símbolo vacío.
Confiar en el profeta significa reconocerlo como portavoz de Dios, incluso cuando su consejo pueda desafiar nuestras propias opiniones o preferencias. La fe, por su parte, nos impulsa a actuar de acuerdo con sus palabras, aunque todavía no veamos el resultado completo de la obediencia. Y la oración constante a favor del profeta abre las ventanas de los cielos para que el Señor lo fortalezca, lo inspire y lo proteja en medio de las enormes responsabilidades que lleva.
De esta manera, el verdadero sostenimiento se convierte en una relación viva entre el profeta y el pueblo. No es pasivo, sino participativo. Es confiar, obedecer y orar. Es unir nuestras fuerzas con las suyas para que la obra de Dios avance en la tierra.
Cuando sostenemos así al profeta, no solo lo bendecimos a él, sino que también recibimos bendiciones nosotros mismos. Porque al seguir su voz, que es la voz del Señor, nos colocamos en el camino seguro hacia Cristo. Y en ese proceso, nuestra fe se arraiga más, nuestra obediencia se purifica, y nuestra relación con Dios se fortalece.
“Las bendiciones del sacerdocio”
“Disponibles para cada uno de ustedes, hermanos y hermanas, están las bendiciones que se obtienen mediante el poder del santo Sacerdocio de Melquisedec. Estas bendiciones pueden cambiar las circunstancias de su vida, en asuntos como la salud, la compañía del Espíritu Santo, las relaciones personales y las oportunidades para el futuro. El poder y la autoridad de este sacerdocio contienen las llaves de todas las bendiciones espirituales de la Iglesia (véase Doctrina y Convenios 107:18). Y lo más notable es que el Señor ha declarado que Él sostendrá esas bendiciones, de acuerdo con Su voluntad”.
— Presidente Russell M. Nelson, entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, Conferencia General de abril de 2011, “Enfrenten el futuro con fe”
El presidente Nelson enseñó que las bendiciones del Sacerdocio de Melquisedec están disponibles para todos los hijos e hijas de Dios. Este poder sagrado no se restringe a quienes lo portan, sino que se extiende a todo aquel que lo reciba con fe. En su autoridad y llaves se encuentran las bendiciones espirituales más elevadas de la Iglesia: la guía constante del Espíritu Santo, la sanidad del cuerpo y del alma, la fortaleza en las relaciones familiares y personales, y la esperanza en oportunidades que el Señor abre para el futuro.
Doctrina y Convenios 107:18 declara que el sacerdocio “contiene las llaves de todas las bendiciones espirituales de la Iglesia”. Eso significa que todo don, toda promesa y toda ordenanza del evangelio se administra bajo su autoridad. No hay bendición espiritual auténtica que no pase por ese canal. El sacerdocio es, en realidad, el poder mismo de Dios delegado a los hombres para la salvación de la familia humana.
Lo más extraordinario es la promesa del Señor: Él mismo sostendrá esas bendiciones conforme a Su voluntad. No dependemos de la habilidad de los hombres que portan el sacerdocio, sino de la fidelidad de Dios que respalda las ordenanzas y bendiciones pronunciadas en Su nombre. Por eso, cuando una bendición se cumple o cuando se retrasa, podemos confiar en que Su voluntad perfecta está en acción.
Esto nos enseña a mirar el sacerdocio con ojos de fe y confianza. No se trata de un simple rito o una tradición religiosa, sino de una fuente viva de poder celestial que actúa en nuestras vidas. Cada vez que recibimos una bendición, que participamos de una ordenanza, o que escuchamos una oración ofrecida bajo la autoridad del sacerdocio, podemos tener la certeza de que el cielo está cerca y de que Dios nos recordará siempre Sus promesas.
Así, el sacerdocio se convierte en un refugio frente a la incertidumbre del mundo. Al confiar en su poder divino, podemos enfrentar el futuro con fe, seguros de que el Señor cumplirá, en Su manera y en Su tiempo, todas las bendiciones que ha prometido a Sus hijos.
“Acceder al poder del sacerdocio”
“Si usted poseyera la computadora más avanzada y costosa del mundo, ¿la usaría simplemente como un adorno de escritorio? La computadora puede parecer impresionante. Puede tener todo tipo de potencial. Pero solo cuando uno estudia el manual del propietario, aprende a usar el software y enciende la energía, puede acceder a todo su potencial.
“El santo sacerdocio de Dios también tiene un manual del propietario. Comprometámonos a leer las Escrituras y los manuales con más propósito y más concentración. Comencemos por releer las secciones 20, 84, 107 y 121 de Doctrina y Convenios. Cuanto más estudiemos el propósito, el potencial y el uso práctico del sacerdocio, más nos asombraremos de su poder, y el Espíritu nos enseñará cómo acceder a ese poder y usarlo para bendecir a nuestras familias, nuestras comunidades y la Iglesia”.
— Élder Dieter F. Uchtdorf, entonces segundo consejero de la Primera Presidencia, Conferencia General de abril de 2011, “Su potencial, su privilegio”
El élder Uchtdorf ilustró el poder del sacerdocio con una comparación muy clara y actual: una computadora de última generación que, por más costosa e impresionante que sea, no cumple su propósito si no se enciende y se aprende a usar. De la misma manera, el sacerdocio de Dios puede parecer grandioso en su potencial, pero su verdadero poder solo se manifiesta cuando se estudia, se comprende y se aplica bajo la guía del Espíritu Santo.
Las Escrituras, y en particular secciones fundamentales de Doctrina y Convenios como la 20, 84, 107 y 121, funcionan como el manual del propietario. En ellas se describe el origen divino del sacerdocio, sus deberes, sus llaves, su propósito y la manera correcta de ejercerlo. Al estudiarlas con atención, no solo aprendemos principios, sino que descubrimos cómo ese poder puede bendecir nuestra vida diaria, nuestras familias y la Iglesia entera.
El sacerdocio no se nos da para ser una “distinción honorífica” ni un adorno espiritual. Es un llamado al servicio y al sacrificio, al cuidado de los hijos de Dios y a la edificación de Sion. Cuando se ejerce conforme a los principios de rectitud —como lo enseña la sección 121— su influencia se vuelve irresistible, capaz de cambiar corazones, sanar heridas y fortalecer comunidades.
El Espíritu Santo desempeña un papel esencial en este proceso. Sin Su guía, el sacerdocio se reduce a forma externa; con Su influencia, se convierte en poder celestial real. El Espíritu enseña cómo y cuándo actuar, cómo administrar bendiciones, cómo presidir con amor y cómo edificar con mansedumbre.
Así, el mensaje del élder Uchtdorf es un llamado a no conformarnos con poseer el sacerdocio como un título, sino a aprender a usarlo con fe, diligencia y rectitud. Al hacerlo, descubriremos un potencial que nos asombrará: el poder de Dios mismo, obrando en la vida de Sus hijos, para preparar el mundo para la venida de Su Hijo Amado.
“Nuestro deber ante el Señor”
“Un pasaje de las Escrituras donde el Señor nos da el modelo se encuentra en la sección 107 de Doctrina y Convenios:
“Por tanto, que todo hombre aprenda su deber, y a obrar en la función a que fuere nombrado con toda diligencia.
“El negligente no será tenido por digno de estar, y el que no aprende su deber y no se aprueba a sí mismo, no será tenido por digno de estar. Así sea. Amén” (Doctrina y Convenios 107:99–100).
Debemos aprender nuestro deber del Señor, y luego obrar con toda diligencia, sin ser nunca perezosos ni negligentes”.
— Presidente Henry B. Eyring, entonces primer consejero de la Primera Presidencia, Conferencia General de abril de 2010, “Obren con toda diligencia”
El presidente Eyring tomó como base uno de los pasajes más directos y exigentes de Doctrina y Convenios 107: la invitación del Señor a que cada hombre aprenda su deber y lo cumpla con toda diligencia. En estas palabras hay un modelo divino para el discipulado y el servicio en la Iglesia: no basta con recibir un llamamiento o una responsabilidad; es preciso aprender lo que el Señor espera y dedicar toda la energía del alma para cumplirlo.
El Señor advierte que la negligencia es incompatible con Su obra. El que no aprende su deber, o el que lo descuida, no puede ser considerado digno de estar en Su servicio. Esta enseñanza refleja una verdad profunda: en el reino de Dios, el compromiso parcial no es suficiente. La obra de la salvación es demasiado sagrada como para realizarla con pereza o indiferencia.
Aprender nuestro deber implica un proceso activo de estudio, oración y búsqueda de revelación. El Señor nos instruye por medio de las Escrituras, de los profetas, y de la voz apacible del Espíritu. Pero ese aprendizaje solo alcanza su plenitud cuando se traduce en acción. La diligencia convierte el conocimiento en servicio, y el servicio en crecimiento espiritual.
El presidente Eyring subraya que esta diligencia debe caracterizar todo esfuerzo en la Iglesia: enseñar una clase, ministrar a una familia, presidir un quórum, cumplir un llamamiento o simplemente ser un discípulo fiel en lo cotidiano. Cada deber cumplido con fidelidad fortalece la obra del Señor y al mismo tiempo fortalece nuestro propio corazón.
La promesa implícita en estas palabras es que, al aprender nuestro deber y obrar con diligencia, el Señor nos considera dignos de estar en Su obra. Y no solo dignos de servir, sino también dignos de recibir Su compañía, Sus bendiciones y Su aprobación.
“Deber y diligencia en el sacerdocio”
“En una revelación sobre el sacerdocio, dada por medio de José Smith, el Profeta, registrada como la sección 107 de Doctrina y Convenios, el “aprender” pasa a ser “hacer”, al leer: “Por tanto, que todo hombre aprenda su deber, y a obrar en la función a que fuere nombrado con toda diligencia” (Doctrina y Convenios 107:99).
“Cada poseedor del sacerdocio que asiste a esta sesión esta noche tiene un llamamiento para servir, para esforzarse al máximo en la labor que se le ha asignado. Ninguna asignación es insignificante en la obra del Señor, porque cada una tiene consecuencias eternas”.
— El fallecido presidente Thomas S. Monson, entonces presidente de la Iglesia, Conferencia General de octubre de 2008, “Aprender, hacer y llegar a ser”
El presidente Monson enseñó con su estilo claro y directo que en la obra del Señor no basta con aprender; el aprendizaje debe transformarse en acción. Doctrina y Convenios 107:99 establece el modelo divino: “Que todo hombre aprenda su deber, y a obrar en la función a que fuere nombrado con toda diligencia”. El conocimiento de nuestras responsabilidades en el sacerdocio carece de valor si no se traduce en servicio diligente y constante.
Cada poseedor del sacerdocio tiene un llamamiento, y en el plan de Dios ninguno es pequeño o insignificante. Puede tratarse de presidir un quórum, de pasar la Santa Cena, de visitar a una familia en ministración, de enseñar a los niños o de presidir la Iglesia en todo el mundo; en cada caso, el servicio fiel influye en la eternidad. Como recordó el presidente Monson, cada asignación tiene consecuencias eternas, porque todas forman parte del propósito supremo del sacerdocio: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de los hijos de Dios.
La invitación es a esforzarse al máximo en la labor que el Señor nos ha confiado. La diligencia en las cosas pequeñas demuestra nuestra disposición a recibir mayores responsabilidades. El servicio consagrado en lo que parece ordinario —una visita, una oración, un acto de bondad— es la base sobre la cual el Señor edifica Su obra.
El mensaje del presidente Monson nos recuerda que el camino del discipulado consiste en aprender, hacer y llegar a ser. Aprendemos nuestro deber mediante la revelación; lo hacemos al cumplirlo con obediencia y esfuerzo; y llegamos a ser discípulos verdaderos cuando ese patrón transforma nuestro corazón a semejanza de Cristo.
“El poder del sacerdocio en nuestra vida”
“Tengo un firme testimonio del poder del sacerdocio en la vida de todos los miembros de la Iglesia. En Doctrina y Convenios también se nos dice que el Sacerdocio de Melquisedec posee “las llaves de todas las bendiciones espirituales de la iglesia” (Doctrina y Convenios 107:18). Sé que es el poder y la autoridad de Dios en la tierra para bendecir nuestras vidas y ayudarnos a tender un puente entre nuestras experiencias terrenales y la eternidad. Cuando recibimos las bendiciones del sacerdocio, estamos recurriendo al poder y la gracia de Dios”.
— La fallecida hermana Elaine L. Jack, entonces presidenta general de la Sociedad de Socorro, Conferencia General de octubre de 1996, “Participantes de las glorias”
La hermana Elaine L. Jack testificó con firmeza acerca del poder del sacerdocio en la vida de todos los miembros de la Iglesia. Su mensaje subraya una verdad fundamental: el sacerdocio de Melquisedec posee “las llaves de todas las bendiciones espirituales de la Iglesia” (DyC 107:18). No se trata únicamente de una autoridad administrativa o de un conjunto de responsabilidades, sino del poder mismo de Dios delegado a Sus hijos para bendecir a toda la familia humana.
Ese poder no está limitado a quienes portan el sacerdocio; su influencia llega a cada miembro de la Iglesia, hombre o mujer, adulto o niño. Cada vez que recibimos una bendición de salud, participamos de una ordenanza, somos confirmados con el Espíritu Santo, o sellamos nuestras familias en los santos templos, estamos recurriendo al poder del sacerdocio. En esos momentos, la gracia de Dios desciende a nuestra vida y nos permite tender un puente entre lo terrenal y lo eterno.
La imagen de un “puente” es profundamente significativa. Nuestras experiencias mortales, llenas de desafíos y limitaciones, parecen a menudo distantes de la perfección y gloria que el Padre Celestial nos promete. El sacerdocio actúa como el medio que nos conecta con esa plenitud: une lo que somos ahora con lo que podemos llegar a ser en la eternidad.
Este testimonio nos invita a mirar el sacerdocio no solo como una estructura de liderazgo, sino como un canal de gracia divina que transforma la vida cotidiana. Al recibir con fe sus bendiciones, se nos abre el acceso a la compañía del Espíritu, a la fortaleza frente a la enfermedad, a la esperanza en medio de las pruebas, y, finalmente, al gozo de la vida eterna en la presencia de Dios.
La certeza de la hermana Jack es un recordatorio de que todos somos participantes de las glorias del sacerdocio. Y al honrarlo, al recibirlo con fe y al apoyarlo en nuestra vida, descubrimos que no hay bendición espiritual que quede fuera de nuestro alcance, porque todas las promesas del Señor están contenidas en este sagrado poder.
“Dejar que Dios prevalezca”
“Mis amados hermanos y hermanas, nosotros somos quienes podemos comprender mejor la situación de aquellos que toman la decisión de dejar que Dios prevalezca en sus vidas. Esto es parte del convenio que hacemos con nuestro Padre Celestial —específicamente, que fortaleceremos a nuestros hermanos y hermanas en todas nuestras conversaciones, en todas nuestras oraciones, en todas nuestras exhortaciones y en todas nuestras acciones (véase Doctrina y Convenios 108:7)”.
— Élder Thierry K. Mutombo, Setenta Autoridad General, en el artículo de la Liahona de junio de 2022, “Establezcamos Sion entre nosotros”
El élder Mutombo nos recuerda que el convenio con nuestro Padre Celestial no es solamente un compromiso personal de obediencia, sino también una responsabilidad comunitaria: fortalecer a nuestros hermanos y hermanas. Citando Doctrina y Convenios 108:7, se nos insta a hacerlo “en todas nuestras conversaciones, en todas nuestras oraciones, en todas nuestras exhortaciones y en todas nuestras acciones”. Este énfasis en la palabra todas nos enseña que el sostenimiento mutuo no debe ser esporádico ni limitado a ciertos contextos, sino constante, integral y natural en nuestra vida diaria.
“Dejar que Dios prevalezca” implica rendir nuestra voluntad a la Suya. Pero quienes dan ese paso de fe lo hacen muchas veces enfrentando oposición, dudas o soledad. Ahí entra en acción la comunidad del convenio: los santos que comprenden el proceso porque ellos mismos lo viven, y que pueden acompañar, sostener y animar a quienes deciden alinear su vida con la voluntad divina.
Establecer Sion entre nosotros no se logra solo mediante reuniones o programas, sino cuando cada palabra y cada acto reflejan el amor de Cristo. Una conversación que levanta, una oración que incluye a otros, una exhortación hecha con ternura y una acción de servicio sincero son las herramientas con las que se edifica un pueblo unido en el Señor.
Así, el mensaje del élder Mutombo nos invita a ver el convenio bautismal y del sacerdocio como una misión diaria: ser instrumentos de fortaleza y consuelo. Cuando cumplimos con ese deber, no solo ayudamos a nuestros hermanos y hermanas a dejar que Dios prevalezca en sus vidas, sino que también permitimos que Él prevalezca en la nuestra.
“Fortalecernos unos a otros”
“Edificarse y fortalecerse unos a otros es otra manera importante en la que pueden participar en la edificación del reino. Eso es algo que ustedes pueden hacer muy bien. ¿Qué dice la palabra de Dios acerca de fortalecerse unos a otros? …
“Fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones” (Doctrina y Convenios 108:7).
Abran su corazón y permitan que el Espíritu Santo los llene con el deseo de bendecirse unos a otros, a su familia, a sus compañeros de cuarto, a sus amigos. Hagan cada día algo que les produzca gozo; tal vez solo una sonrisa sea suficiente”.
— La hermana Patricia P. Pinegar, entonces presidenta general de la Primaria, discurso de fogata en la Universidad Brigham Young, marzo de 1999, “Edificar el reino de Dios”
La hermana Pinegar nos invita a reconocer que la edificación del reino de Dios no siempre requiere de actos grandiosos, sino que muchas veces comienza con lo más sencillo: edificarnos y fortalecernos unos a otros. Esta enseñanza conecta directamente con la revelación del Señor en Doctrina y Convenios 108:7, donde se nos manda fortalecer a nuestros hermanos “en todas [nuestras] conversaciones, en todas [nuestras] oraciones, en todas [nuestras] exhortaciones y en todas [nuestras] acciones”.
La revelación subraya la palabra todas, recordándonos que cada aspecto de nuestra vida puede ser un medio para bendecir. Una conversación puede transmitir aliento, una oración puede llevar consuelo, una exhortación puede motivar a seguir adelante, y una acción sencilla puede ser la chispa de luz que alguien necesitaba en su jornada. En este contexto, hasta una sonrisa se convierte en un acto de edificación espiritual.
Edificar el reino no es algo reservado solo para líderes o grandes proyectos. Cada miembro de la Iglesia, cada discípulo de Cristo, tiene la capacidad y la responsabilidad de participar en esa obra al fortalecer a quienes le rodean: su familia, sus amigos, sus compañeros de cuarto o de trabajo. Cuando lo hacemos, nos convertimos en instrumentos del Espíritu Santo, quien llena nuestro corazón con el deseo de bendecir a los demás.
El mensaje de la hermana Pinegar nos recuerda que el reino de Dios se construye ladrillo a ladrillo, acto a acto, sonrisa a sonrisa. Y en esa edificación diaria encontramos gozo, porque en la medida en que bendecimos a otros, también somos fortalecidos nosotros mismos. Así, el mandamiento de fortalecer a nuestros hermanos se transforma en un círculo de amor y servicio que prepara a un pueblo para el regreso del Salvador.
“Fortalecer a tus hermanos”
“También estoy muy agradecido por la bendición de la asociación diaria con las Autoridades Generales de la Iglesia. Prometo a estos hombres dedicados mi lealtad, mi amor y mis incansables esfuerzos en la edificación del reino de Dios. También les prometo que siempre atenderé la amonestación del Señor contenida en Doctrina y Convenios: “Por tanto, fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones” (Doctrina y Convenios 108:7)”.
— Élder Marlin K. Jensen, entonces Setenta Autoridad General, Conferencia General de octubre de 1989, “Un ojo puesto en la gloria de Dios”
El élder Jensen expresó gratitud por servir junto a las Autoridades Generales de la Iglesia, y su promesa de lealtad y esfuerzo en la edificación del reino de Dios refleja el espíritu de consagración que caracteriza a un verdadero discípulo. Sin embargo, lo más revelador de sus palabras es la referencia a la amonestación del Señor en Doctrina y Convenios 108:7: “Fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones”.
Este versículo nos recuerda que la edificación del reino no se logra de manera aislada ni individualista. El Señor espera que Su pueblo viva en un constante esfuerzo por fortalecer a los demás. La obra divina avanza gracias a una red de apoyo, de oraciones ofrecidas unos por otros, de consejos llenos de fe y de actos de servicio sinceros.
La frase “en todas” subraya la naturaleza total del mandamiento. No se trata de momentos ocasionales de bondad, sino de un estilo de vida en el que cada palabra, cada plegaria, cada exhortación y cada acción se convierten en oportunidades para edificar. Así como el élder Jensen se comprometió a sostener a sus compañeros en el liderazgo, cada miembro de la Iglesia puede y debe comprometerse a fortalecer a quienes le rodean, desde la familia y los amigos hasta los líderes y los compañeros en la fe.
Este principio tiene un doble efecto: al fortalecer a otros, también nos fortalecemos nosotros mismos. El reino de Dios se edifica mediante relaciones de confianza y servicio mutuo. Cuando cumplimos este mandamiento, nos convertimos en instrumentos de paz y en partícipes activos de la gloria de Dios.
“El poder de ser edificantes”
“Independientemente de la condición de una persona, aquel que es cínico, pesimista o negativo es quien menos progreso, felicidad y prosperidad tiene.
“Por otro lado, la manera del Señor es que el optimista con fe, que es positivo, edificante y alentador, es el individuo —dentro o fuera de la Iglesia— que es más progresivo, feliz y próspero. El Señor dijo:
“Por tanto, fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones” (Doctrina y Convenios 108:7)”.
— El élder Ted E. Brewerton, entonces Setenta Autoridad General, Conferencia General de abril de 1983, “La blasfemia y el jurar”
El élder Brewerton contrastó dos maneras de vivir: la del cínico y pesimista frente a la del optimista con fe. El primero, encerrado en la crítica y la negatividad, termina estancado, sin gozo ni progreso. El segundo, en cambio, alienta, edifica y confía en el Señor; y como consecuencia, progresa, es más feliz y vive con prosperidad espiritual y aun temporal.
La diferencia entre ambos no está solamente en la disposición del ánimo, sino en la obediencia a un mandamiento revelado por el Señor en Doctrina y Convenios 108:7: “Fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones”. El que se esfuerza por ser positivo, edificante y alentador, está cumpliendo con este mandato divino. En vez de desgastar con palabras negativas, eleva con testimonios sinceros; en lugar de sembrar duda, fortalece la fe.
La perspectiva optimista basada en la fe no ignora las dificultades ni minimiza los problemas, pero los enfrenta con confianza en el poder de Dios. Esa actitud transforma la manera en que hablamos, oramos, aconsejamos y actuamos. Es, en esencia, un reflejo del carácter de Cristo, quien siempre fortaleció, alentó y dio esperanza a quienes lo rodeaban.
Así, el mensaje del élder Brewerton no es solo un consejo de motivación humana, sino un llamado espiritual: cultivar un espíritu positivo y lleno de fe es parte de nuestra responsabilidad de edificar a los demás y de preparar nuestro corazón para las bendiciones del Señor. Ser optimistas en Cristo es, en realidad, una forma de discipulado.
“Fortalecer a todos, sin excepción”
“¿Y cuál es su respuesta al encontrarse con un católico, un judío, un musulmán, un hindú, un testigo de Jehová? … He aprendido mucho al reflexionar sobre estas cosas. ¿Cuál sería su respuesta al encontrarse con un hermano o hermana ateo? ¿Podríamos aplicar el consejo dado a Lyman Sherman en Doctrina y Convenios 108:7?
“Por tanto, fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones.”
Siempre me asombra cómo las Escrituras y los profetas usan la palabra “todas”. No deja mucho espacio para excepciones”.
— La fallecida Ann N. Madsen, entonces profesora de Antiguo Testamento en la Universidad Brigham Young, devocional de BYU, julio de 1982, “Diferencias … ‘Conceded a todos los hombres el mismo privilegio’”
La hermana Ann N. Madsen planteó una pregunta que interpela el corazón: ¿cómo respondemos al encontrarnos con alguien cuya fe —o ausencia de fe— difiere de la nuestra? Mencionó católicos, judíos, musulmanes, hindúes, testigos de Jehová, e incluso a los hermanos y hermanas ateos. Su invitación no fue a debatir, juzgar o apartar, sino a aplicar un consejo revelado por el Señor a Lyman Sherman en Doctrina y Convenios 108:7: “Fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todas tus acciones”.
Este mandamiento no establece excepciones. La palabra todas abarca cada interacción, cada relación y cada oportunidad de influencia que tenemos en la vida. El llamado a fortalecer no se limita a quienes comparten nuestra fe, ni siquiera a quienes ya creen en Dios. Se extiende a toda persona que cruza nuestro camino, porque cada ser humano es un hijo o hija de nuestro Padre Celestial.
La aplicación práctica de este principio es sencilla y a la vez exigente: en vez de enfocarnos en lo que nos separa, podemos buscar maneras de edificar, animar y bendecir. Con un amigo católico, eso puede significar compartir nuestra admiración por su devoción; con un hermano ateo, mostrar respeto genuino y amor incondicional. Fortalecer es, en esencia, amar, y ese amor se traduce en palabras amables, oraciones sinceras, consejos llenos de ternura y actos de servicio.
La lección que subraya Ann N. Madsen es que el discipulado de Cristo se mide, en gran parte, por la manera en que tratamos a los demás, sin importar sus creencias. Cuando permitimos que la palabra todas guíe nuestras conversaciones, oraciones, exhortaciones y acciones, nos convertimos en instrumentos del Señor para tender puentes, disipar prejuicios y reflejar Su amor universal.






























