¿Qué han dicho los líderes de la Iglesia acerca de
Doctrina y Convenios 124?
“He estado reflexionando sobre este versículo en Doctrina y Convenios 124. Es el versículo 40, y dice: ‘De cierto os digo, que se edifique esta casa a mi nombre, para que yo revele mis ordenanzas en ella a mi pueblo.’
“He estado pensando mucho en cómo el templo es la casa del Señor. Y Él invita a todos Sus hijos a Su casa, e invita a cada uno de nosotros a tener una relación con Él mediante las ordenanzas que solo se encuentran allí. Les invito a considerar aceptar la invitación del Salvador de venir a Su casa, de ser unidos a Él mediante convenios, y de aprender lo que Él necesita que aprendan para crecer junto a Él.”
— Hermana Tracy Y. Browning, segunda consejera en la presidencia general de la Primaria, en un video publicado en Facebook el 11 de enero de 2024.
Las palabras de la hermana Tracy Y. Browning nos recuerdan que el templo no es solo un edificio sagrado, sino una invitación viva del Salvador a acercarnos más a Él. En el templo, Dios revela Su voluntad, Su plan y Su amor por cada uno de Sus hijos. Allí aprendemos quiénes somos realmente y cuál es nuestro destino eterno. Cada convenio que hacemos dentro de sus muros fortalece nuestra relación con Cristo y nos prepara para regresar a Su presencia.
Aceptar la invitación del Señor de venir a Su casa es aceptar Su llamado a la santidad, al aprendizaje continuo y a la transformación espiritual. Al acudir al templo, no solo participamos de ordenanzas sagradas; también abrimos nuestro corazón para que el Salvador nos enseñe personalmente lo que Él necesita que aprendamos. Así, paso a paso, y convenio tras convenio, llegamos a conocerlo mejor, a ser más como Él y a hallar verdadero gozo en Su compañía eterna.
“Los templos de esta Iglesia son exactamente lo que se proclama que son. Estos edificios sagrados se construyen para nuestro uso, y dentro de sus muros se realizan ordenanzas sagradas y salvadoras. Pero no debe haber duda alguna de quién es realmente esta casa. Al exigir los más altos estándares de construcción hasta en los más pequeños detalles, no solo demostramos nuestro amor y respeto por el Señor Jesucristo, sino que también mostramos ante todos los observadores que honramos y adoramos a Aquel a quien pertenece esta casa.
“En la revelación dada al profeta José Smith para construir un templo en Nauvoo, el Señor instruyó:
‘Venid con todo vuestro oro, y vuestra plata, y vuestras piedras preciosas, y con todas vuestras antigüedades; y con todos los que tengan conocimiento de las antigüedades… y traed… los árboles preciosos de la tierra…
‘Y edificad una casa a mi nombre, para que el Altísimo more en ella’ (Doctrina y Convenios 124:26–27).
“Esto sigue un modelo establecido por el rey Salomón en el Antiguo Testamento cuando edificó un templo al Señor utilizando solo los materiales y la mano de obra más finos (véase 1 Reyes 6–7). Hoy seguimos ese mismo modelo, con la moderación apropiada, al construir los templos de la Iglesia.”
— Élder Scott D. Whiting, Setenta Autoridad General, conferencia general de octubre de 2012, “El estándar del templo”
El testimonio del élder Scott D. Whiting nos invita a mirar más allá de la belleza arquitectónica de los templos y reconocer en ellos una expresión tangible de nuestro amor por el Señor Jesucristo. Cada piedra colocada, cada detalle cuidado, cada sacrificio hecho para construir un templo refleja nuestra devoción y reverencia hacia Aquel a quien realmente pertenece esa casa. Los templos son un testimonio visible de fe invisible.
El Señor no necesita oro ni mármol para manifestar Su gloria, pero nos pide nuestro mejor esfuerzo, nuestros talentos y nuestra consagración, porque el proceso de edificar Su casa nos transforma. Al dar lo mejor de nosotros en Su obra —ya sea en la construcción física de un templo o en la edificación espiritual de nuestra propia vida— mostramos que deseamos que el Altísimo more con nosotros.
Así como en tiempos de Salomón y de Nauvoo, el Señor sigue llamando a Su pueblo a edificar lugares santos donde Él pueda revelarse y santificar a Su pueblo. Cada templo erigido en la tierra es una señal de que Dios aún desea habitar entre los hombres, y cada corazón dispuesto a servir y a consagrarse se convierte también en un templo donde Su Espíritu puede morar.
“El Señor desea reunir a Sus hijos en esta dispensación y ha revelado ‘cosas que han estado ocultas desde antes de la fundación del mundo, … todas las cosas concernientes a esta casa y al sacerdocio de ella’ (Doctrina y Convenios 124:41–42). Él nos anima a todos a prepararnos para regresar a Su presencia, algo que es posible gracias a Su sacrificio expiatorio.”
— Élder David A. Bednar, del Cuórum de los Doce Apóstoles, en el artículo de Liahona de julio de 2022, “Las ordenanzas del templo: Prepararse para regresar a la presencia de Dios”
Las palabras del élder David A. Bednar nos recuerdan que la obra del templo no es solo una tradición sagrada, sino el corazón mismo del plan de salvación. Desde antes de la fundación del mundo, el Señor preparó un camino para que Sus hijos pudieran regresar a Su presencia, y ese camino pasa por las ordenanzas y convenios del templo. Allí se revelan “cosas ocultas”, verdades eternas que solo pueden entenderse plenamente mediante el Espíritu y la obediencia del corazón.
El templo es, por tanto, una escuela celestial. En él aprendemos quién es Dios, quiénes somos nosotros y cómo podemos llegar a ser como Él. Cada ordenanza, cada símbolo, cada promesa, nos orienta hacia Cristo, cuyo sacrificio expiatorio hace posible todo lo que el templo representa.
Al participar dignamente en las ordenanzas del templo, nos preparamos no solo para un futuro encuentro con el Señor, sino para una comunión diaria con Él. Su deseo de reunirnos no es solo para el día final, sino para ahora: para que, en cada visita a Su casa, sintamos que estamos volviendo a casa, acercándonos un poco más a Su presencia, y renovando la esperanza de que un día estaremos con Él para siempre.
“En los santos templos se reciben otras ordenanzas sagradas y se hacen otros convenios. En los primeros días de la Restauración, el profeta José Smith anhelaba que los Santos pudieran recibir las bendiciones prometidas del templo. El Señor dijo: ‘Que se edifique esta casa a mi nombre, para que yo revele mis ordenanzas en ella a mi pueblo’ (Doctrina y Convenios 124:40). …
“Grandes son las bendiciones que recibimos cuando nos aferramos a nuestros convenios.”
— Hermana Barbara Thompson, entonces segunda consejera en la presidencia general de la Sociedad de Socorro, conferencia general de octubre de 2011, “Aférrense a los convenios”
El mensaje de la hermana Barbara Thompson nos conduce al corazón del propósito del templo: los convenios que nos unen con Dios. Desde los primeros días de la Restauración, el profeta José Smith comprendió que el Señor deseaba otorgar a Su pueblo bendiciones celestiales que solo podían recibirse en Su casa. La promesa de Doctrina y Convenios 124:40 —“para que yo revele mis ordenanzas en ella a mi pueblo”— no fue solo una instrucción de construcción, sino una invitación divina a entrar en una relación más profunda con el Salvador.
Aferrarse a los convenios del templo significa mantener viva esa relación, aun cuando la vida sea difícil o incierta. Los convenios son anclas espirituales que nos sostienen cuando las tormentas de la mortalidad intentan desviarnos. En ellos hallamos dirección, fortaleza y consuelo, porque cada convenio está lleno de la promesa del poder de Cristo.
Cuando honramos esos compromisos sagrados, el templo deja de ser solo un lugar que visitamos y se convierte en una parte viva de nuestro ser. Nos transforma desde adentro, nos recuerda quiénes somos y hacia dónde vamos, y nos asegura que nunca caminamos solos: el Señor está con nosotros, cumpliendo Su promesa de revelarse a Su pueblo dentro —y a través— de Su santa casa.
Bautismos por los muertos
“Mi esposa y yo entramos a la pila bautismal del [templo] para participar en bautismos por algunos de nuestros propios antepasados. Al levantar mi brazo para comenzar la ordenanza, casi me vi abrumado por el poder del Espíritu. Una vez más comprendí que el verdadero poder del templo se encuentra en las ordenanzas.
“Tal como el Señor ha revelado, la plenitud del sacerdocio de Melquisedec se encuentra en el templo y en sus ordenanzas, ‘porque en ellas están ordenadas las llaves del santo sacerdocio, para que recibáis honor y gloria’ (Doctrina y Convenios 124:34). ‘Por consiguiente, en las ordenanzas de él se manifiesta el poder de la divinidad’ (Doctrina y Convenios 84:20). Esta promesa es para ti y para tu familia.”
— Élder Kent F. Richards, entonces Setenta Autoridad General, conferencia general de abril de 2016, “El poder de la divinidad”
El testimonio del élder Kent F. Richards nos recuerda que el templo no solo es un símbolo de la divinidad, sino el lugar donde Su poder se manifiesta de manera real y personal. En ese momento sagrado, al levantar su brazo en la pila bautismal, él experimentó lo que todos los fieles pueden sentir: que las ordenanzas del templo no son simples rituales, sino canales vivos del poder del sacerdocio, del poder mismo de Dios.
El Señor ha declarado que “en las ordenanzas de él se manifiesta el poder de la divinidad”. Ese poder no se percibe solo en la solemnidad del entorno, sino en la transformación interior que produce en quienes participan dignamente. Cada bautismo vicario, cada investidura, cada sellamiento, es una manifestación de Su gracia y una renovación de nuestra relación con Él.
El templo es el lugar donde la tierra y el cielo se encuentran, donde los mortales pueden actuar en nombre de los inmortales, y donde las familias pueden ser unidas por la eternidad. Comprender que “la plenitud del sacerdocio” se halla en sus ordenanzas nos invita a acudir con reverencia, a servir con gratitud y a salir fortalecidos para vivir con más poder espiritual en el mundo. El templo es, en verdad, el lugar donde el poder de la divinidad desciende para elevar a los hijos e hijas de Dios hacia Su gloria eterna.
“La expiación de Su Hijo Amado permitió que se cumplieran ambos propósitos del Padre. Sin la Expiación, no habría inmortalidad. Sin la Expiación, no habría regreso a la presencia del Padre ni continuación de la familia más allá de la tumba.
“Gracias a la Expiación, estas bendiciones supremas pueden llegar a ser realidad para cada uno de los hijos de Dios que obedezca Sus leyes eternas. A lo largo de las eras, muchos de Sus hijos han tenido acceso a las bendiciones del Evangelio, pero muchos más no lo han tenido. Antes de la fundación del mundo, nuestro Padre Celestial instituyó la ordenanza del bautismo para aquellos que mueren sin el conocimiento del Evangelio (véase Doctrina y Convenios 124:33). Él ama a esos hijos también.”
— El presidente Russell M. Nelson (fallecido), entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de abril de 2010, “Generaciones unidas por el amor”
El mensaje del presidente Russell M. Nelson ilumina el propósito eterno del templo y de la obra vicaria al vincularlo directamente con la Expiación de Jesucristo. Todo lo que sucede en el templo —cada bautismo, cada sellamiento, cada convenio— solo tiene poder y significado gracias a la infinita Expiación del Hijo de Dios. Sin esa expiación, no habría esperanza de resurrección, ni regreso a la presencia del Padre, ni posibilidad de que las familias permanecieran unidas más allá del velo.
El presidente Nelson nos enseña que la Expiación es la fuerza unificadora del plan de salvación. Es lo que hace posible que la misericordia de Dios alcance a todos Sus hijos, incluso a aquellos que murieron sin conocer el Evangelio. La revelación contenida en Doctrina y Convenios 124:33 revela la amplitud del amor del Padre: un amor que trasciende el tiempo, la geografía y la mortalidad.
Así, cuando participamos en la obra del templo por los muertos, no solo realizamos un acto de servicio, sino que colaboramos con Cristo en Su obra redentora. Extendemos Su amor sanador más allá de los límites de esta vida y ayudamos a cumplir el propósito central de la Expiación: reunir a toda la familia de Dios en una unidad eterna. En el templo comprendemos que Su amor no tiene fin y que, gracias al sacrificio del Salvador, ningún hijo de Dios está fuera de Su alcance.
“La integridad de su corazón”
“El hermano de José, Hyrum, fue amado por el Señor ‘a causa de la integridad de su corazón’ (Doctrina y Convenios 124:15). Él y José permanecieron fieles hasta el final: fieles a su identidad divina, a la luz y el conocimiento que recibieron, y fieles a la persona en la que sabían que podían llegar a convertirse.”
— Élder Jack N. Gerard, Setenta Autoridad General, conferencia general de abril de 2024, “La integridad: un atributo semejante a Cristo”
La vida de Hyrum Smith nos recuerda que la verdadera grandeza espiritual no se mide por la fama o los logros visibles, sino por la integridad silenciosa del corazón. Su ejemplo muestra que la fidelidad constante —a Dios, a la verdad recibida y al potencial divino que habita en cada uno— es la esencia del discipulado. Al igual que Hyrum, también nosotros podemos cultivar una vida de pureza y coherencia, de manera que nuestras decisiones diarias reflejen nuestra identidad eterna como hijos e hijas de Dios. La integridad no es simplemente evitar el mal, sino vivir de tal forma que el Señor pueda confiar plenamente en nosotros. En un mundo cambiante, ser íntegros es permanecer anclados en Cristo, firmes y verdaderos, sin importar las circunstancias.
“Al reconocer que Dios nos ama perfectamente, cada uno podría preguntarse: ‘¿Qué tan bien amo yo a Dios? ¿Puede Él confiar en mi amor así como yo confío en el Suyo?’ ¿No sería una aspiración digna vivir de tal manera que Dios pueda amarnos no solo a pesar de nuestras debilidades, sino también a causa de lo que estamos llegando a ser? ¡Oh, que Él pudiera decir de ti y de mí, como dijo de Hyrum Smith, por ejemplo: ‘Yo, el Señor, lo amo a causa de la integridad de su corazón’ (Doctrina y Convenios 124:15)!”
— Presidente D. Todd Christofferson, entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de octubre de 2021, “El amor de Dios”
Las palabras del presidente Christofferson nos invitan a transformar nuestra relación con Dios de una simple recepción de Su amor a una correspondencia activa y consciente. Amar a Dios no es solo sentir gratitud por Sus bendiciones, sino vivir de tal manera que Él pueda confiar en nosotros, sabiendo que nuestro corazón le pertenece. Ese es el tipo de amor que nace de la integridad: un amor que se demuestra en la obediencia, la fidelidad y la pureza de intención.
Llegar a ser personas que Dios ama a causa de lo que estamos llegando a ser implica permitir que Su gracia nos moldee, que Su voluntad nos refine y que Su confianza en nosotros crezca. Así como Hyrum Smith vivió de modo que el Señor pudiera declarar Su amor por la integridad de su corazón, también nosotros podemos aspirar a esa aprobación divina. Que cada pensamiento, palabra y acción sea una expresión de nuestro amor sincero por Dios, hasta que Él pueda decir de nosotros: “Yo, el Señor, lo amo, porque su corazón es íntegro ante mí.”
“Me encantan tanto las Escrituras antiguas como las de los últimos días que usan la frase ‘integridad de corazón’ al describir el carácter de una persona justa (véase Doctrina y Convenios 124:15). La integridad, o la falta de ella, es un elemento fundamental del carácter de una persona. Los hombres que tienen ‘integridad de corazón’ son hombres en quienes se puede confiar, porque la confianza se construye sobre la base de la integridad.
“Ser un hombre de integridad simplemente significa que tus intenciones, así como tus acciones, son puras y rectas en todos los aspectos de tu vida, tanto en público como en privado. Con cada decisión que tomamos, o bien merecemos más la confianza de Dios, o bien disminuimos Su confianza en nosotros. Este principio se manifiesta quizás con mayor claridad en nuestras responsabilidades divinamente asignadas como esposos y padres.”
— Élder Richard J. Maynes, entonces Setenta Autoridad General, conferencia general de octubre de 2017, “Ganarse la confianza del Señor y de la familia”
El mensaje del élder Richard J. Maynes nos ofrece una visión profunda y práctica de lo que significa vivir con “integridad de corazón”. En las Escrituras, esta expresión no se refiere solo a la honestidad o a la rectitud exterior, sino a la pureza interior, a la coherencia entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. La integridad es la unión completa del ser con la verdad; es vivir de tal manera que Dios y los demás puedan confiar plenamente en nosotros.
El élder Maynes enseña que cada decisión que tomamos fortalece o debilita la confianza que el Señor deposita en nosotros. Esa confianza divina no se gana con palabras ni con apariencias, sino con una vida de obediencia constante, incluso cuando nadie nos ve. Ser una persona de integridad implica actuar con la misma rectitud en lo íntimo de nuestro hogar que en los lugares públicos, con la misma fidelidad en lo pequeño que en lo grande.
En su enseñanza, el élder Maynes destaca un punto sagrado: la integridad se manifiesta con mayor claridad en el cumplimiento de nuestras responsabilidades familiares. Es en el hogar donde más se pone a prueba nuestro corazón. Un esposo o padre íntegro es aquel que honra sus convenios, ama sin egoísmo, guía con ejemplo y protege con lealtad.
Vivir con integridad de corazón es vivir de tal modo que el Señor pueda confiar en nosotros para cumplir Su obra. Es aspirar a que, como en el caso de Hyrum Smith, Dios pueda decirnos: “Te amo por la integridad de tu corazón.” En esa confianza mutua entre Dios y Sus hijos se halla la verdadera fortaleza del alma y la paz que solo viene de una vida en armonía con Él.
“La participación activa en la Iglesia de Cristo edifica un sólido capital y reservas espirituales. Prestar servicio en una misión de tiempo completo edifica un capital y unas reservas espirituales inquebrantables.
“Leo en Doctrina y Convenios 124:20: ‘Mi siervo … puede ser de confianza a causa de la integridad de su corazón; y por el amor que tiene a mi testimonio’, y añade: ‘Yo, el Señor, lo amo.’”
— Élder Robert E. Wells, entonces Setenta Autoridad General, conferencia general de octubre de 1978, “Las C de la espiritualidad”
El testimonio del élder Robert E. Wells nos recuerda que la fe no se construye de la noche a la mañana; se edifica día a día mediante la obediencia, el servicio y la constancia. Al igual que el ahorro paciente genera un capital financiero, la participación activa en la Iglesia y el servicio fiel acumulan lo que él llama “capital espiritual”: una reserva de fe, testimonio y fortaleza interior que nos sostiene cuando llegan las pruebas.
El versículo citado de Doctrina y Convenios 124:20 revela el fundamento de ese capital espiritual: la integridad del corazón y el amor al testimonio. El Señor confía en quienes son íntegros y los ama por su sinceridad y constancia. Esa integridad no se demuestra solo en los momentos de dificultad, sino en la disciplina diaria de servir, cumplir los compromisos y guardar los convenios, aun cuando el sacrificio sea grande o las recompensas parezcan lejanas.
Prestar servicio en una misión, como enseña el élder Wells, es una de las experiencias más poderosas para edificar reservas espirituales inquebrantables. En el servicio consagrado aprendemos a depender del Señor, a amar a los demás y a fortalecer el testimonio hasta que se convierte en una fuente de poder personal.
Así, la invitación es clara: invertir tiempo, fe y esfuerzo en las cosas del Señor, sabiendo que cada acto de fidelidad deposita algo en el banco eterno del alma. Quienes viven con integridad y amor por el testimonio del Salvador no solo ganan Su confianza, sino también Su amor, y con ello, la paz duradera que proviene de tener reservas espirituales firmes e inagotables.
“Conviene que yo … acepte sus ofrendas”
“Lo que le importa al Señor no es simplemente si somos capaces, sino si estamos dispuestos a hacer todo lo que podamos para seguirlo como nuestro Salvador.
“Un amigo una vez consoló a un joven misionero que sufría por haber sido liberado antes de tiempo debido a problemas de salud, a pesar de sus sinceras oraciones y su ferviente deseo de servir. Este amigo compartió una escritura en la que el Señor declara que cuando Sus hijos ‘van con todo su poder’ y ‘no cesan en su diligencia’ por cumplir Sus mandamientos, ‘y sus enemigos [que pueden incluir circunstancias adversas en nuestra vida] les impiden realizar esa obra, he aquí, conviene que yo no requiera más esa obra de las manos de esas [personas], sino que acepte sus ofrendas’ (Doctrina y Convenios 124:49).
“Mi amigo testificó a este joven que Dios sabía que él había dado lo mejor de sí al responder al llamamiento de servir. Le aseguró que el Señor había aceptado su ofrenda y que las bendiciones prometidas a todos los misioneros fieles no le serían negadas.”
— Obispo Presidente Gérald Caussé, conferencia general de abril de 2025, “Bendiciones compensatorias”
El mensaje del obispo presidente Gérald Caussé toca una verdad tierna y profundamente consoladora del Evangelio: el Señor no mide nuestro valor por los resultados, sino por la disposición de nuestro corazón. En Doctrina y Convenios 124:49, Él revela un principio divino de misericordia: cuando Sus hijos hacen todo lo que pueden, con toda su fuerza y fidelidad, y aun así las circunstancias les impiden completar la obra, Él acepta su esfuerzo como una ofrenda sagrada.
El joven misionero del relato representa a todos nosotros en algún momento: deseamos servir, dar lo mejor, cumplir con lo que creemos que el Señor espera, y sin embargo, nos vemos limitados por factores fuera de nuestro control. En esos momentos, el adversario intenta susurrarnos que hemos fallado, pero el Señor nos recuerda que Él ve el corazón. Su justicia es perfecta, pero también lo es Su compasión.
El principio de las “bendiciones compensatorias” nos enseña que ninguna ofrenda sincera queda sin respuesta. El Señor no ignora los esfuerzos fieles ni las lágrimas silenciosas; Él convierte cada acto de voluntad consagrada en una fuente de crecimiento y recompensa espiritual.
Así, lo que al mundo podría parecer un final prematuro o una misión inconclusa, para el Señor es una victoria de fe. Lo importante no es cuánto logramos, sino cuánto amamos y cuán dispuestos estamos a seguirlo, aun cuando el camino cambie. En Su infinita bondad, Él acepta nuestras ofrendas y, en Su tiempo, las transforma en bendiciones eternas.
“Escuchad… la voz de mis siervos”
“Cuando pienso en [el profeta], hallo consuelo en las palabras del Salvador cuando dijo: ‘Y si mi pueblo escucha mi voz y la voz de mis siervos a quienes he nombrado para guiar a mi pueblo, he aquí, de cierto os digo, no serán movidos de su lugar’ (Doctrina y Convenios 124:45).
“Escuchar y atender a los profetas vivientes tendrá efectos profundos, incluso transformadores, en nuestra vida. Seremos fortalecidos. Tendremos mayor seguridad y confianza en el Señor. Oiremos la palabra del Señor. Sentiremos el amor de Dios. Sabremos cómo conducir nuestra vida con propósito.”
— Élder Dean M. Davies (fallecido), entonces primer consejero del Obispado Presidente, conferencia general de octubre de 2018, “Venid, escuchad la voz de un profeta”
El mensaje del élder Dean M. Davies es un testimonio sereno y poderoso de la bendición que representa tener profetas vivientes en la tierra. En Doctrina y Convenios 124:45, el Señor promete que aquellos que escuchan Su voz y la voz de Sus siervos “no serán movidos de su lugar”. Esa promesa encierra una profunda seguridad espiritual: permaneceremos firmes, inquebrantables ante la confusión, la duda o la adversidad, si nuestra fe se ancla en las palabras de los profetas del Señor.
Escuchar a los profetas no es un acto pasivo; es una expresión de fe activa. Implica prestar atención, buscar entender, aplicar sus enseñanzas y permitir que la palabra viva del Señor moldee nuestro corazón. Como enseñó el élder Davies, al atender su consejo obtenemos dirección, fortaleza y claridad en medio del ruido del mundo. A través de ellos, oímos la voz del Salvador y sentimos Su amor.
Cada mensaje profético, por sencillo que parezca, es una oportunidad para renovar nuestro convenio de confiar en Dios. Los profetas no solo predicen el futuro, sino que nos ayudan a navegar el presente con esperanza y propósito. En un mundo cada vez más incierto, escuchar y seguir la voz profética nos mantiene espiritualmente estables y centrados en Cristo.
Así, la invitación sigue vigente: “Venid, escuchad la voz de un profeta.” Al hacerlo, no solo oímos las palabras de un hombre inspirado, sino la voz del mismo Dios que nos llama, nos guía y nos promete que, si seguimos Su dirección, jamás seremos movidos de nuestro lugar.
“Mi conferencia general”
“En nuestra dispensación, el Salvador Jesucristo se refirió a una reunión de santos como ‘mi conferencia general’ (Doctrina y Convenios 124:88).
“Dondequiera que estemos en este mundo, y sea cual sea la manera en que recibamos estas sesiones, testifico que estamos reunidos en Su conferencia. …
“Las conferencias siempre han sido parte de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Adán reunió a su posteridad y profetizó sobre cosas por venir. Moisés reunió a los hijos de Israel y les enseñó los mandamientos que había recibido. El Salvador enseñó a multitudes reunidas tanto en la Tierra Santa como en el continente americano. Pedro reunió a los creyentes en Jerusalén. La primera conferencia general en estos últimos días se llevó a cabo apenas dos meses después de la organización de la Iglesia, y las conferencias han continuado hasta el día de hoy.
“Estas conferencias siempre están bajo la dirección del Señor, guiadas por Su Espíritu. No se nos asignan temas específicos. Durante semanas y meses, a menudo en noches sin dormir, esperamos en el Señor. Por medio del ayuno, la oración, el estudio y la meditación, aprendemos el mensaje que Él desea que transmitamos.”
— Élder Robert D. Hales (fallecido), entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de octubre de 2013, “Conferencia general: fortalecimiento de la fe y el testimonio”
Las palabras del élder Robert D. Hales nos invitan a contemplar la conferencia general no como un simple evento semestral, sino como una asamblea sagrada dirigida personalmente por el Señor Jesucristo. En Doctrina y Convenios 124:88, el Salvador llama a estas reuniones “mi conferencia general”, recordándonos que Él es el verdadero anfitrión, el centro y la fuente de toda instrucción espiritual que allí se imparte.
Desde los días de Adán hasta nuestros tiempos, las conferencias del pueblo de Dios han sido momentos de revelación y renovación. En cada dispensación, el Señor ha reunido a Sus hijos para enseñarles Su ley, confirmar Sus convenios y fortalecer su fe. Ese mismo patrón continúa hoy: las conferencias generales son una extensión moderna de esos antiguos encuentros sagrados donde la voz profética eleva, corrige y consuela.
El testimonio del élder Hales sobre la preparación de los líderes inspirados —sus noches sin dormir, su ayuno, oración y meditación— nos revela que cada mensaje pronunciado en la conferencia nace de comunión con el cielo. No son discursos preparados por conveniencia o agenda humana, sino mensajes moldeados por la voluntad del Señor, dados para responder a las necesidades espirituales de Su pueblo.
Así, cuando participamos en la conferencia general —sin importar el lugar, el idioma o el medio— estamos realmente reunidos en la conferencia del Salvador. Escuchar con fe, tomar notas con intención y aplicar con humildad transforma esas horas en un encuentro personal con Cristo. Él sigue hablando a Su Iglesia hoy, y quienes escuchan Su voz mediante Sus siervos reciben dirección, consuelo y una renovada fortaleza para perseverar en la fe.



























