Conferencia Gemeral Abril 1955


La Oración Marca la Diferencia

Élder John Longden
Ayudante del Consejo de los Doce Apóstoles


Mis queridos hermanos y hermanas, estoy humildemente agradecido al aceptar esta gran responsabilidad y asignación esta mañana, y testifico ante ustedes que, sin la ayuda de mi Padre Celestial, ni siquiera podría estar de pie aquí. Estoy agradecido esta mañana por la fe en el evangelio de Jesucristo. Estoy agradecido esta mañana por la fe en un Dios viviente y divino; en la misión divina de su Hijo, Jesucristo. Estoy agradecido por la fe de que el evangelio de Jesucristo ha sido restaurado en su plenitud, y en este momento medito en las palabras de David, a menudo llamado el salmista David, tal como se registran en el Salmo veintisiete:

Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?
Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? (Salmos 27:1).

No había temor en el corazón y en la mente de David porque creo que él era un hombre de oración. Tenía una fe implícita en Dios, su Padre, y así pudo salir en aquella experiencia cuando se enfrentó al filisteo, el gigante Goliat. Recordarán la gran lección cuando Goliat indicó que cortaría a David en pedazos y lo daría a las aves del cielo y a las bestias del campo (1 Samuel 17:44). David, aunque pequeño de estatura en comparación, tuvo la ayuda de nuestro Padre Celestial y de su Hijo, Jesucristo, y dijo a Goliat:

Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado (1 Samuel 17:45).

Y allí radicaba la fortaleza de David, porque él no había desafiado a Dios. Estaba dispuesto a vivir en sometimiento a las enseñanzas de la rectitud. Estoy seguro de que no había espíritu de arrogancia en la mente de David en ese momento, sino que era un hombre humilde y de oración.

Tenemos una lección sobre la actitud de oración tal como la dio el Maestro en la parábola del fariseo y el publicano. Se nos dice que el fariseo estaba agradecido de no ser un extorsionador. No era adúltero. Pagaba sus diezmos y sus ofrendas. Ayunaba y oraba, y no era como aquel humilde publicano.

Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.

Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (Lucas 18:13–14).

Debemos tener el espíritu de humildad cuando buscamos a Dios por medio de este canal de la oración para darle gracias por todas las bendiciones que son nuestras, especialmente nosotros, como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, al tener membresía en su gran Iglesia—no en la iglesia del hombre, sino en la Iglesia de Jesucristo, porque lleva su nombre.

En cuanto al principio de la oración, el Salvador mismo, el Maestro, fue preguntado por sus discípulos y otros: “Enséñanos a orar, ¿y cómo hemos de orar?” Él respondió:

Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.

Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.

El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.

Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén (Mateo 6:9–13).

Allí tenemos una oración sencilla, una oración que señala el camino hacia el trono de Dios, nuestro Padre Eterno, el Padre de nuestros espíritus. El Salvador enseñó además:

Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.

Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá (Mateo 7:7–8).

Me gustan las palabras de Robert Burns, el gran poeta escocés: Nunca buscaron en vano los que buscaron al Señor debidamente.

Les testifico que estas palabras son verdaderas. Cuando buscamos al Señor debidamente, no le buscaremos en vano. Así lo enseñó Jesús. Él dijo:

¿Y qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente?

¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?

Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lucas 11:11–13).

El Señor ha revelado nuevamente en este día, tal como se registra en Doctrina y Convenios en varias secciones (y recomendaría la lectura de la sección veinte, treinta y una, sesenta y una, sesenta y ocho y noventa y tres, que tratan de este gran poder de la oración), que debemos orar constantemente, fervientemente y sinceramente para que no seamos llevados a la tentación, como tan bellamente se nos ha expuesto esta mañana por el élder Petersen. Se nos dice que debemos enseñar a nuestros hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor (D. y C. 68:28).

Quiero decir a los jóvenes dentro del alcance de mi voz que no es ninguna vergüenza humillarse ante el Señor en oración. No es señal de debilidad. Les testifico que es una señal de gran fortaleza, porque el Señor será su luz y su salvación. Él está siempre listo para ayudarnos a seguir en la senda de la rectitud. Él no nos falla.

Estoy agradecido por el poder de la oración. El pasado agosto, cuando asistí a la conferencia de MIA en Los Ángeles, me sentí profundamente conmovido al ver la oración en acción. Se preparaba un enorme coro de mil quinientas voces para presentarse en el Hollywood Bowl. Los jóvenes cantantes ya habían tenido su oración y el concierto estaba casi listo para comenzar. Tuve el privilegio de estar detrás del escenario con los maravillosos, humildes y piadosos directores y acompañantes. El propósito de esa pequeña reunión era buscar al Señor por su fortaleza y poder sustentadores. Allí estaban músicos con sus títulos y reconocimientos en música, que aun así confiaban en Dios Todopoderoso, quien siempre está presente para bendecir, animar y edificar. Así salieron a cumplir con su asignación con la humilde seguridad de que no desempeñaban sus deberes solos. Diecisiete mil quinientas personas fueron testigos de una actuación sobresaliente, y yo les testifico que nuestro Padre escuchó y respondió su oración.

En conclusión, quisiera relatarles una experiencia que llegó a mi conocimiento dos días después del fallecimiento de aquel gran profeta de Dios, el élder Matthew Cowley. Me fue contada por un hombre que unos treinta y cinco o cuarenta años antes había sido presidente de distrito de el hermano Cowley allá en Nueva Zelanda, cuando éste servía entre el pueblo maorí. Solo llevaba dos meses y medio en el campo cuando se convocó una conferencia de distrito misional. En una de las sesiones, la sesión de la mañana, el hermano Cowley tuvo la oportunidad de hablar. Según se me relató, habló durante quince o veinte minutos en un maorí fluido, tanto que asombró a los maoríes mayores de la congregación.

Después de la reunión, el presidente de distrito y el hermano Cowley caminaban hacia un hogar maorí para participar de los alimentos entre sesiones, y el presidente de distrito le dijo: “¿Cómo lo hiciste?” El hermano Cowley preguntó: “¿Hacer qué?” “¿Cómo dominaste este idioma maorí en tan poco tiempo?” ¡Un joven misionero de diecisiete años!

El hermano Cowley dijo: “Cuando llegué aquí no conocía ni una palabra de maorí, pero decidí que iba a aprender veinte palabras nuevas cada día, y lo hice. Pero cuando intenté juntarlas, no tuve éxito.” Para entonces ya estaban pasando junto a un campo de maíz, y el hermano Cowley dijo: “¿Ve ese campo de maíz? Fui allí y hablé con el Señor, pero antes de eso, ayuné, y esa noche lo intenté de nuevo, pero las palabras simplemente no se unían. Así que al día siguiente ayuné otra vez y fui al campo de maíz y hablé con el Señor. De nuevo, lo intenté esa noche con un poco más de éxito. Al tercer día ayuné otra vez y fui al campo de maíz y hablé con el Señor. Le dije al Señor que yo creía que su Iglesia y reino se habían establecido sobre la tierra; que los hombres tenían la autoridad para proclamar la plenitud del evangelio de Jesucristo, que se relaciona con la salvación y la exaltación de los hijos de nuestro Padre Celestial. Le dije que yo había sido llamado por esa misma autoridad a cumplir una misión, pero que si esta no era la misión en la que debía servir, que por favor me lo hiciera saber, porque yo quería servir donde pudiera lograr la mayor cantidad de bien.”

Ese era el espíritu del hermano Cowley. Él dijo: “A la mañana siguiente, mientras nos arrodillábamos en la oración familiar en aquel hogar maorí, el cabeza de familia me pidió que oficiara. Traté de hablar en inglés y no pude. Cuando lo intenté en maorí, las palabras simplemente fluyeron, y supe que Dios había contestado mi oración y que era allí donde debía servir.” ¡Un jovencito de diecisiete años!

Hermanos y hermanas, amigos de la audiencia de radio y televisión, les testifico con toda humildad y sinceridad que Dios hoy en día oye y contesta las oraciones si ponemos nuestro corazón y nuestra vida en armonía con su Espíritu y con sus mandamientos.

Ruego humildemente que continuemos ejerciendo y aprovechando esta gran invitación que el Señor nos ha extendido, que nos humillemos en oración, que enseñemos a nuestros hijos a orar, para que puedan tener la fortaleza y la luz de Jesucristo en sus vidas. Les testifico que estas cosas son verdaderas, en el nombre de Jesucristo, nuestro Salvador. Amén.

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