Una obra maravillosa
Élder LeGrand Richards
Del Consejo de los Doce Apóstoles
Estoy seguro de que, al llegar a los momentos finales de esta gran conferencia, nuestros corazones están llenos de gratitud al Señor por las bendiciones que ha traído a cada uno de nosotros individualmente y a la Iglesia. Hemos recibido consejos, recomendaciones e instrucciones maravillosos. La música ha sido deliciosa. Las oraciones de estos presidentes de misión nos han emocionado y, en conjunto, estoy seguro de que sentimos en nuestros corazones una nueva consagración de nuestras vidas, de nuestros talentos y de todo lo que tenemos a la edificación del reino de Dios sobre la tierra.
Recuerdo que, hace cincuenta años, junto con los misioneros y el presidente Grant, quien entonces era presidente de la Misión Europea, asistí a una conferencia en Holanda que duró todo un día. A lo largo de aquel día se derramaron muchas lágrimas. Al final de la conferencia, el presidente Grant dijo: “Hoy hemos festinado con manjares suculentos (Isaías 25:6) del Espíritu del Señor. Ahora, hermanos, salgan y entréguenlos. Cuanto más den, más les quedará.” Ese debería ser el sentimiento en el corazón de todo miembro que haya tenido el privilegio de asistir a esta conferencia. Deberíamos llevar su espíritu allí dondequiera trabajemos: en nuestros talleres, en nuestros negocios, en nuestras granjas y en todas nuestras actividades en la Iglesia; y en lo que sea que se nos llame a hacer, deberíamos llevar con nosotros este maravilloso espíritu al mundo.
Estoy agradecido por la presencia aquí de estos presidentes de misión y por la gran obra que están realizando. Son hombres nobles. Tienen una gran responsabilidad. Se les ha confiado a sus muchachos y muchachas, la juventud de Sion, que han salido como misioneros; y cuando nuevos conversos ingresan a la Iglesia, ellos tienen la responsabilidad de velar porque todos sean puestos a trabajar, para que utilicen los dones y talentos con que el Señor los ha dotado para la edificación de Su reino, para el honor y la gloria de Su nombre y para la bendición de Sus hijos, de modo que no haya mano de obra desperdiciada, tal como los obispos de estos barrios comparten también esa gran responsabilidad.
Mientras el élder Bennion y el élder Evans hablaban sobre el gozo y la felicidad, mis pensamientos se dirigieron a las experiencias que he disfrutado durante el año pasado. Ha sido mi privilegio, además de relacionarme con los Santos en las estacas de Sion, ir a cuatro de las misiones de la Iglesia. Recorrí dos de ellas. Allá en Hawái, con el presidente Nelson, celebramos una reunión de testimonios que duró desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, y solo tuvimos un receso de quince minutos. Estábamos todos en ayuno, y ochenta y ocho de nosotros dimos nuestros testimonios, y el Espíritu del Señor se manifestó en gran medida.
Luego recorrí dos misiones e entrevisté individualmente a ochenta y cinco misioneros en una y a sesenta y cinco en la otra. Estuve en otra misión donde un joven dijo: “Obispo, ¿por qué los hermanos no envían a alguien a enseñar el Evangelio a nuestros padres de la misma manera en que nosotros lo enseñamos aquí a esta gente en el campo misional?” Llegué a sentir que, si uno quisiera encontrar a las personas más felices de este mundo, a quienes realmente se les ha tocado el corazón con un gozo divino, debería ir al campo misional. Allí encuentra a estos jóvenes, hombres y mujeres, que están entregando todo su tiempo a la obra del Señor, y uno por uno testificarán que ése es el tiempo más feliz de toda su vida. He pasado horas con los misioneros en el campo, y ellos decían: “Cuando estábamos en casa, oíamos a los misioneros retornados decir que su misión fue la época más feliz de sus vidas, y no les creíamos ni una palabra; ahora sabemos de qué estaban hablando.” Un joven dijo: “No hay corporación ni compañía alguna en este mundo que pudiera pagarme un salario lo bastante grande como para hacerme dejar mi misión.” Otro joven dijo: “No aceptaría un cheque de un millón de dólares a cambio de la experiencia de mi misión.” Y al escuchar tales declaraciones, pensé en las palabras de Alma cuando dijo que desearía tener la voz de un ángel para poder clamar arrepentimiento a todo el mundo. Ciertamente, el Señor es el mejor pagador de todo el mundo. Él sabe cómo hacer felices a Sus hijos cuando están cumpliendo Su gran obra.
He dicho, y lo repito aquí: mientras el Señor siga poniendo esa clase de fe, de sentimientos, de satisfacción y de gozo en los corazones de Sus misioneros, simplemente no se puede detener esta obra en la tierra; y agradezco al Señor por la gran obra que se está llevando a cabo en los campos misionales de la Iglesia, no solo en los campos extranjeros, sino también aquí en las estacas de Sion.
El año pasado, según los informes, 18.573 personas decidieron echar su suerte con esta gran Iglesia, dejando las enseñanzas en que habían sido instruidas, gracias a los esfuerzos de los misioneros que les llevaron el evangelio del Señor Jesucristo; y agradezco al Señor por cada uno de ellos y ruego que ellos mismos lleguen a ser unidades laboriosas y testigos de las grandes verdades que el Señor ha establecido en la tierra.
Tenemos una gran responsabilidad, aquellos de nosotros que tenemos el privilegio de estar aquí en Sion. Recuerdan las palabras del profeta Jeremías de la antigüedad cuando dijo:
“Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo; y os tomaré uno de cada ciudad y dos de cada familia, y os introduciré en Sion;
“Y os daré pastores según mi corazón” (Jeremías 3:14–15).
Ahora bien, cuando somos recogidos a Sion, ya sea aquí o en sus estacas o misiones, tenemos una gran responsabilidad. Pienso en las palabras del salmista, quien vio nuestro día. Citando del Salmo cincuenta:
“El Dios de dioses, Jehová, ha hablado y convocado a la tierra, desde el nacimiento del sol hasta donde se pone.
“De Sion, perfección de hermosura, Dios ha resplandecido.” (Salmos 50:1–2)
Ahora bien, les pregunto: ¿cómo ha “resplandecido” el Señor desde Sion, la perfección de hermosura? Él los ha recogido, uno de una ciudad y dos de una familia, y los ha instruido con pastores conforme a Su propio corazón; y luego los envía de nuevo, llamando a la tierra desde donde sale el sol hasta donde se pone; y Dios no puede llamar a la tierra, clamando arrepentimiento para llevar a Sus hijos al conocimiento de la verdad, sin instrumentos que hagan ese llamamiento. Allí radica nuestra gran responsabilidad, y, como ya he indicado, más de 18.000 durante el año han atendido ese llamamiento y han descendido a las aguas del bautismo, naciendo de nuevo, tomando sobre sí el nombre de Cristo; y, como dijo Pablo:
“Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gálatas 3:28)
Eso es lo que sentimos al viajar por las misiones, como lo ha hecho recién el presidente McKay, allá en las islas del Pacífico Sur, y en Centroamérica, donde yo acabo de estar. Entrevisté a algunos misioneros que son conversos de la Iglesia y que nunca han estado aquí en medio de nosotros, y cuando nos dicen que no tenían nada por qué vivir hasta que el Evangelio los encontró, y que ahora realmente tienen algo por qué vivir, y dan testimonio de que el tiempo que han estado en la Iglesia es la época más feliz de todas sus vidas, ello hace que uno se sienta agradecido a Dios de que la Iglesia haya crecido hasta tales proporciones que pueda empezar a extenderse a todos estos campos extranjeros y llevarles el mensaje de la verdad eterna tal como el Señor la ha revelado.
Les dije a aquellas buenas personas allá en esa tierra que, si yo hubiera venido a ellos desde los Estados Unidos con suficiente dinero como para dar a cada uno un millón de dólares, ello no valdría ni una centésima parte de lo que vale para ellos el mensaje que yo traía. Eso representa la importancia de nuestro mensaje. Es lo que Jesús llamó la “perla de gran precio”.
Él dijo que cuando un mercader, buscando buenas perlas, halló la “perla de gran precio”, fue y vendió todo lo que tenía y la compró (véase Mateo 13:45–46). Y cuando uno la ha adquirido, es algo que trae gozo, paz, felicidad y satisfacción al alma, como no puede hallarse de ninguna otra manera en el mundo.
Tengo gran fe en las palabras de los profetas. Creo, como dijo Isaías (Isaías 46:10), que conocidas son por Dios todas Sus obras desde el principio (Hechos 15:18), y Él ha permitido que Sus profetas hablen de esas cosas; y cuando uno se detiene a analizar lo que la profecía realmente es, ningún hombre mortal, por sí mismo, podría captar, por así decirlo, la inteligencia de Dios y conocer los acontecimientos futuros del mundo y exponerlos al mundo, sino por el poder del Espíritu Santo.
Eso es lo que Pedro quiso decir cuando declaró:
“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones;
“Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada,
“Porque la profecía no fue en los tiempos pasados traída por voluntad de hombre, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” (2 Pedro 1:19–21)
Cuando uno reúne las profecías y ve lo que el Señor permitió que Sus profetas contemplaran, se da cuenta de que vivimos en la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos, a la cual todos los profetas han mirado con anhelo, la mayor dispensación del evangelio que el mundo haya conocido. En palabras del Señor por medio del profeta José Smith, vivimos “a la luz del sol de mediodía”, y ustedes saben que esa es la parte más luminosa de todo el día. Vivimos en el día en que la más brillante luz espiritual está disponible para todos los hombres; y, si el mundo supiera lo que nosotros tenemos, testifico que no hay hombre honrado ni mujer honrada en todo este mundo que realmente ame al Señor, y que estuviera dispuesto a sacrificar amigos y seres queridos con tal de ser identificado con Su Iglesia, que no aceptara el mensaje del evangelio cuando le fuera llevado por los élderes de esta Iglesia, porque es en verdad la verdad eterna de Dios.
Por lo tanto, les dije a las personas en Centroamérica que, si yo pudiera traerles un millón de dólares, no les valdría tanto como el mensaje que tenemos para darles.
Algunos años atrás, se cuenta que uno de nuestros grandes comentaristas hizo esta declaración. Dijo que le preguntaron qué mensaje podría transmitirse al mundo que se considerara de mayor valor que cualquier otro mensaje que pudiera emitirse por el aire. Él dijo que, después de considerar la pregunta, llegó a la conclusión de que el mensaje más grande que podría transmitirse a este mundo sería decir que un hombre que había vivido en la tierra y muerto, había vuelto otra vez con un mensaje de parte de Dios. Si eso es cierto, nosotros tenemos el mensaje más grande que es posible transmitir al mundo. No solo testificamos que un hombre que vivió en la tierra y murió ha regresado con un mensaje de Dios, sino también que Dios, el Padre Eterno, presentó a Su propio Hijo en Su cuerpo resucitado de carne y huesos al joven Profeta José Smith, acontecimiento que celebraremos el próximo domingo, siendo Pascua; y de Él, este joven Profeta, José Smith, supo que no debía unirse a ninguna de las iglesias (José S. H. 1:17–19).
Ahora bien, eso es algo difícil de decirle a la mayoría de las personas, porque piensan que todas las iglesias son buenas. Y hay cosas buenas en ellas, al igual que las hay en el Club Kiwanis, el Club Rotario, el Club Exchange y otras organizaciones cívicas, pero no hay pueblo, ni organización, ni individuo que pueda atribuirse a sí mismo el poder del Santo Sacerdocio, el poder de atar en la tierra y que sea atado en los cielos. Ese poder tiene que venir de Dios, el Padre Eterno.
Cuando vemos lo perfecto de la naturaleza y cuán maravillosas son las obras del Señor, es difícil creer que Él pueda ser el autor de toda la confusión que hay en el mundo hoy en asuntos espirituales. Algunos de nuestros más grandes líderes han dado su testimonio de la necesidad de que el cristianismo vuelva otra vez tal como fue en un principio. Me gustaría leer unas palabras del Dr. Harry Emerson Fosdick, quien, como saben, es uno de nuestros grandes líderes espirituales en los Estados Unidos. Él dijo:
“Hay una reforma religiosa en marcha y, en el fondo, es el esfuerzo por recuperar para nuestra vida moderna la religión de Jesús, en contraste con las vastas, intrincadas, en gran parte inadecuadas y con frecuencia positivamente falsas religiones acerca de Jesús. El cristianismo de hoy en gran medida ha abandonado la religión que Él predicó, enseñó y vivió, y ha sustituido otra clase de religión completamente diferente. Si Jesús pudiera volver a la tierra ahora, oír las mitologías construidas en torno a Él, ver el credalismo, el denominacionalismo y el sacramentalismo llevados a cabo en Su nombre, ciertamente diría: ‘Si esto es el cristianismo, yo no soy cristiano.’”
Esta no es una declaración de los mormones, pero en esencia es la misma declaración que el Redentor del mundo hizo a este joven Profeta José Smith, cuando el Padre lo presentó, y el Salvador preguntó a José qué deseaba saber. Él le dijo que no debía unirse a ninguna de las iglesias (José S. H. 1:17–20). El presidente McKay ha hecho referencia aquí a aquella gran promesa de que una obra maravillosa y un prodigio estaban a punto de salir a luz. Esa fue también la declaración hecha hace casi tres mil años y registrada por Isaías cuando dijo:
“Por cuanto este pueblo se acerca a mí con su boca y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado;
“Por tanto, he aquí, procederé a hacer una obra maravillosa entre este pueblo, una obra maravillosa y un prodigio; porque perecerá la sabiduría de sus sabios y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos.” (Isaías 29:13–14)
Me pregunto, en la mente del mundo, cuando leen promesas como ésta, cómo pueden quedarse de brazos cruzados y no creer que algún día el Dios de los cielos cumpliría esta promesa; porque, como dijo Pedro, tenemos la palabra profética más segura (2 Pedro 1:19), y aquí el Señor declaró que sacaría a luz una obra maravillosa y un prodigio. ¿Por qué no ha de abrir el mundo su corazón y estar dispuesto a investigar cuando venimos a anunciarles que el Dios del cielo se ha manifestado, y con Él, Su Hijo Unigénito? Ciertamente, tal conocimiento vale más que todas las riquezas del mundo y es el mensaje más grande que podría transmitirse jamás al mundo.
Tomen las otras profecías de las Escrituras. Pienso en las palabras de Jesús cuando caminaba por el camino y encontró a dos discípulos que iban a Emaús después de Su crucifixión; y al escucharlos, recordarán que dijo:
“¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!
“¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:25–26)
Luego comenzó a explicarles las Escrituras y les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras (véase Lucas 24:27–32).
Así también hoy, si el Salvador estuviera aquí entre nosotros, Él diría a este mundo en el que vivimos:
¿Acaso no he permitido que los profetas les hablen? ¿No les he dado las señales de los tiempos de los últimos días por medio de las cuales deben saber que iba a revelarse una nueva verdad en la tierra, en el día en que los hombres enseñarían como doctrina mandamientos de hombres? (véase Mateo 15:9). ¿Por qué no habrían de estar orando al Dios de Israel para que llegue el mensaje que los profetas han prometido, así como Israel debería haber esperado la venida del gran Redentor del mundo cuando vino en la plenitud de los tiempos?
Hoy somos, según lo han indicado los profetas de la antigüedad—hablando del mundo en general—como aquellos que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, y corazones que no entienden ni comprenden las cosas maravillosas que el Señor ha hecho.
Tenemos el testimonio aquí hoy de que el Padre y el Hijo son Personajes reales con cuerpo. Recuerdan algunos de ustedes el libro escrito por el senador Beveridge, en el cual dedicó un capítulo al joven y el púlpito. Él relató su experiencia entrevistando a ministros y otros durante sus vacaciones, y cómo la gente quería creer. Querían creer que hay un Dios que es un Personaje real; y luego dijo que un gran magnate ferroviario afirmó que daría todas las riquezas de los Estados Unidos por saber que, después de morir, volvería a vivir con identidad consciente, sabiendo quién era él y quiénes eran las demás personas.
Para todo Santo de los Últimos Días, mediante la restauración del evangelio, eso llega a ser una verdad obvia y común en nuestra Iglesia; y, sin embargo, aquí había un hombre que habría dado todas las riquezas de los Estados Unidos por saber esa gran verdad que nosotros tenemos para enseñar.
Quisiera decir unas palabras sobre la venida de Moroni, quien trajo las planchas de las cuales se tradujo el Libro de Mormón. Simplemente no se pueden creer las palabras de los profetas, no se puede creer la Santa Biblia, sin saber que hay un volumen complementario de escritura que ha de acompañarla. ¿Cuánto vale eso? Para algunos de nosotros ha sido una gran inspiración en nuestras vidas.
Oí a un joven soldado, que regresó del servicio militar, hablar en una reunión de jóvenes no hace mucho. Él levantó el Libro de Mormón y dijo: “Este libro me mantuvo limpio y me trajo limpio de vuelta a mis seres queridos. Leí de él todos los días que estuve en el servicio.”
Hace algunos años se relató la historia de un élder que fue enviado en una misión. Él escribía cartas al presidente Joseph F. Smith, llamando su atención a esta y aquella declaración del Libro de Mormón, tan maravillosas que él pensaba que la Primera Presidencia de la Iglesia nunca las había leído, solo porque él mismo no las había leído antes.
Me pregunto cuántos ejemplares del Libro de Mormón habrá en nuestras bibliotecas que nunca se leen.
Hace poco apareció un artículo en el periódico en el que se decía que William A. Kennedy se encontraba aquí desde Lima, Perú, para recaudar fondos a fin de establecer una universidad de investigación en Lima, Perú, para estudiar a los primeros habitantes de las Américas, particularmente lo relacionado con las civilizaciones maya e inca. Ese artículo decía que, con los compromisos que tenía, cuando fueran igualados por los pequeños países americanos, como habían prometido, llegarían a más de treinta millones de dólares, con la seguridad de que en cinco años la suma aumentaría a entre sesenta y setenta millones de dólares, y que el presidente Hoover había aceptado servir en esa junta. Nunca he oído qué pasó con eso, pero éste fue el pensamiento que tuve: estaban dispuestos a aportar de sesenta a setenta millones de dólares para aprender algo acerca de los primeros habitantes de aquella tierra, y cuando lo hubieran gastado todo, no sabrían ni una milésima parte de lo que podrían aprender leyendo el Libro de Mormón, que podrían obtener por cincuenta centavos; y, si no tuvieran los cincuenta centavos, les daríamos un ejemplar gratuitamente.
El Libro de Mormón no solo nos relata la historia del pueblo y lo que hicieron, sino que también nos da las palabras de sus profetas; y no solo eso, también nos dice que ésta es una tierra escogida por encima de todas las demás tierras (1 Nefi 2:20). Sobre esta tierra se edificará la Nueva Jerusalén del Señor nuestro Dios (Éter 13:2–3), y es poco probable que encuentren ese dato registrado en alguno de los restos que hallen en esos montículos de Sudamérica y Centroamérica, muchos de los cuales he visto recientemente.
Me sentí emocionado por el testimonio del élder Hunter acerca de esos registros que hacen paralelo con los registros del Libro de Mormón. Nunca he visto esto por escrito, pero oí al presidente Callis hacer esta declaración: que, después de la salida a luz del Libro de Mormón, el Profeta José estaba terriblemente preocupado por lo que diría el mundo, y dijo: “Oh Señor, ¿qué dirá el mundo?” Y la respuesta vino: “No temas; haré que la misma tierra testifique de la verdad de estas cosas.” Y desde ese día hasta ahora—y sólo el Señor sabe lo que aún está por venir—se han ido presentando evidencias externas de la divinidad de ese libro.
Pero más que todo esto está la promesa contenida en el último capítulo de Moroni, de que, si uno lo lee con un corazón dispuesto y en oración, el Señor le manifestará su verdad por el poder del Espíritu Santo (Moroni 10:4).
Cuando yo era niño, dirigía en nuestra Escuela Dominical la recitación del testimonio de los tres testigos (Libro de Mormón, Testimonio de los Tres Testigos), y sus palabras han resonado en mi corazón desde aquel día hasta ahora, cuando esos hombres testificaron que un ángel de Dios descendió del cielo y trajo y puso ante sus ojos las planchas de las cuales se tradujo el Libro de Mormón, y testificó que fue traducido por el don y el poder de Dios.
Les doy ese testimonio hoy. Ojalá hubiera tiempo para hablar de otras cosas maravillosas que el Señor nos ha dado en la restauración del evangelio. Entonces sabrían por qué es el mensaje más grande que se podría transmitir al mundo y por qué vale más que todas las riquezas de este mundo.
Les doy testimonio solemne de que sé que esta obra es de Dios. Sé que el mayor gozo que puede llenar el alma y el pecho humanos es el testimonio del Espíritu de Dios, y les digo, hermanos y hermanas, que debemos salir y compartirlo con nuestros vecinos y amigos; y que Dios bendiga todo esfuerzo que los miembros de esta Iglesia estén realizando en esa dirección, es mi oración, y les dejo mi amor y mi bendición, en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























