“Porque quien sea fiel”
Élder ElRay L. Christiansen
Ayudante del Consejo de los Doce Apóstoles
Después de escuchar el oportuno y provechoso mensaje del presidente David O. McKay, hermanos y hermanas, estoy seguro de que sienten, como yo sentí, deseos de decir nuevamente en sus corazones:
Damos gracias, oh Dios, por un Profeta
Que nos guía en la dispensación;
Por el don del divino Evangelio
Que da al alma consolación.
Que expresemos esa gratitud y la manifestemos en una respuesta ferviente y personal a este llamamiento de nuestro gran líder.
Estoy seguro de que lo que diré no será nuevo para ninguno, pero es un asunto al que deberíamos dar seria consideración. Los Santos de los Últimos Días son un pueblo bendecido porque han hecho convenios con el Señor. Así como Él hizo convenios con Israel en la antigüedad, así ha hecho convenios con nosotros, y nosotros hemos hecho convenios personales e individuales con Él.
Un convenio es un vínculo; un acuerdo solemne. Involucra por lo menos a dos personas y, por supuesto, ambas partes deben cumplir con las condiciones del convenio para que este sea válido y vinculante. El evangelio en su plenitud, tal como ha sido restaurado, es el nuevo y sempiterno convenio de Dios. El nuevo y sempiterno convenio abarca todos los convenios, vínculos y obligaciones que el Señor requiere para la paz en el mundo, para la paz en el corazón de los hombres y para la salvación y exaltación del hombre.
En una revelación dada a la Iglesia por medio del Profeta José Smith, el Señor, invitando al pueblo a escuchar Su voz “mientras aún es de día”, les dijo:
“Y así mismo he enviado mi convenio sempiterno al mundo, para ser luz al mundo, y ser estandarte para mi pueblo, y para que los gentiles lo busquen, y para ser mensajero delante de mi faz, a fin de preparar el camino delante de mí.”
¿Por qué hace el Señor, o requiere, convenios y mandamientos y obligaciones y leyes? He oído que algunos preguntan: Si Él nos ama, ¿por qué nos restringe? De la misma manera que cualquier padre restringiría a su hijo si ello fuese una bendición para ese niño, así nuestro Padre nos da estas leyes y ordenanzas y mandamientos y convenios, no para que seamos agobiados o restringidos por ellos, sino para que seamos elevados y hechos libres, para que nuestras cargas sean ligeras; para que, por medio de la obediencia a ellos, podamos perfeccionar más plenamente nuestra vida y así prepararnos para las glorias que aguardan a los que están dispuestos a conformarse a las leyes y ordenanzas del evangelio. Sus leyes no son gravosas; no son una carga.
Los convenios hechos con el Señor son eternos por naturaleza. Los acuerdos hechos entre los hombres terminan cuando esos hombres mueren. Tales acuerdos no son eternos. El Señor dejó muy claro que los convenios que Él hace con los hombres son eternos y que aquellos que son entre hombre y hombre serán sacudidos y destruidos finalmente.
“He aquí, mi casa es una casa de orden, dice el Señor Dios, y no una casa de confusión.
“Y todo cuanto hay en el mundo, sea ordenado por hombres o por tronos, o principados, o potestades, o cosas de nombre, cualesquiera que sean, que no sea de mí o por mi palabra, dice el Señor, será derribado, y no quedará después que los hombres estén muertos, ni en la resurrección, ni después de ella, dice el Señor vuestro Dios.”
Todo miembro de esta Iglesia ha hecho convenios con Dios. Cuando entramos en las aguas del bautismo y fuimos confirmados miembros de la Iglesia, entramos en un convenio con Él. En la sección 22 de Doctrina y Convenios, el Señor se refiere al bautismo como “un nuevo y sempiterno convenio, sí, el que existía desde el principio.” Y en otra revelación dada a José Smith en 1830, el Señor habló concerniente al bautismo y a los convenios relacionados con él (y muchas veces me pregunto si consideramos con la seriedad debida esos convenios y obligaciones que están ligados a nuestro ingreso en las aguas del bautismo y en la condición de miembros de esta Iglesia). Esto fue lo que dijo:
“Todos los que se humillen ante Dios, y deseen ser bautizados, y vengan con corazones quebrantados y espíritus contritos, y testifiquen ante la iglesia que se han arrepentido verdaderamente de todos sus pecados, y están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Jesucristo, teniendo la determinación de servirle hasta el fin, y que demuestren de hecho por medio de sus obras que han recibido del Espíritu de Cristo para la remisión de sus pecados, se recibirán mediante el bautismo en su iglesia.”
Esos requisitos y expectativas son bastante definidos. Las obligaciones y convenios están claramente declarados. Tanto las bendiciones de llegar a ser miembro de la Iglesia como las obligaciones de dicha membresía deben entenderse e inculcarse en todos los candidatos al bautismo y a la membresía en la Iglesia, tanto jóvenes como mayores.
Asimismo, cuando participamos de la cena del Señor, entramos en convenios con Él. Hacemos convenio de tomar sobre nosotros el nombre del Hijo. Eso significa, me parece, llegar a ser como Él en la mayor medida posible, hacer lo que Él haría, vivir en nuestra vida diaria como Él viviría, ser un verdadero discípulo de Cristo.
Ahora bien, quien toma sobre sí el nombre de Cristo, ciertamente eliminará de su vida cosas tales como el lenguaje profano y vulgar, y los malos pensamientos, “porque”, dice el Señor, “cual es su pensamiento en su corazón, tal es él.”
Seguramente aquellos que toman sobre sí el nombre de Cristo serán honrados y verídicos, castos, benevolentes y virtuosos, y harán el bien a todos los hombres.
Cuando participamos de la Santa Cena, hacemos convenio de guardar Sus mandamientos, todos ellos, y ciertamente de amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro poder y con toda nuestra fuerza, y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Al guardar los mandamientos vinculados con el servicio de la Santa Cena, se promete que Su Espíritu estará con uno para guiarlo, dirigirlo, advertirle y enseñarle. No hay nada más deseable que uno pueda pedir que la compañía del Espíritu de Dios.
Seamos agradecidos por el privilegio que tenemos cada semana de ir a la mesa del sacramento y allí renovar nuestros convenios con el Señor. Salgamos también de la mesa del sacramento con la determinación de guardar el convenio que hacemos allí.
Cuando somos ordenados al sacerdocio entramos en lo que se conoce como el juramento y convenio del sacerdocio. Acordamos magnificar y honrar ese sacerdocio viviendo de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Siempre hay bendiciones prometidas a aquellos que guardan los convenios hechos con el Señor. En la sección 84 de Doctrina y Convenios, el Señor menciona tales promesas cuando dice:
“Porque, quien fuere fiel hasta obtener estos dos sacerdocios de los que he hablado, y magnificare su llamamiento, es santificado por el Espíritu para la renovación de su cuerpo.
“Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón, y la descendencia de Abraham, y la iglesia y el reino, y los escogidos de Dios.
“Por tanto, todos los que reciben el sacerdocio, reciben este juramento y convenio [o entran en él] de mi Padre, el cual no puede quebrantar, ni tampoco puede ser traspasado.”
Wilford Woodruff, hablando sobre esta revelación, hizo notar las maravillosas bendiciones que esperan a los portadores y participantes fieles del sacerdocio; nuestras esposas no quedan excluidas de las mismas bendiciones que llegan a los hombres que portan el sacerdocio. Dijo Wilford Woodruff:
“¿Comprendemos que si guardamos las leyes del sacerdocio llegaremos a ser herederos de Dios y coherederos con Jesucristo? ¿Quién puede comprender que, al obedecer la ley celestial, todo lo que el Padre tiene nos será dado —exaltaciones, tronos, principados, potestades, dominios? ¿Quién puede comprenderlo? Y, sin embargo, aquí está declarado.”
Ahora bien, si guardamos las leyes y convenios del bautismo, y honramos el sacerdocio y sus convenios, entonces se nos permite entrar en el templo del Señor y allí, nuevamente, hacer convenios con Él; convenios que, si se guardan, nos habilitarán para la plenitud de gozo en el reino de nuestro Padre y para ser investidos con poderes, derechos, bendiciones y promesas de bendiciones que pueden embellecer nuestra vida y bendecirnos eternamente y traernos un gozo que va más allá de nuestra capacidad de comprender.
También podemos entrar en ese orden del sacerdocio conocido como el “nuevo y sempiterno convenio del matrimonio.” Aquellos que permanezcan fieles a ese convenio y a todos los demás convenios tienen la promesa del Señor de que saldrán en la resurrección de los justos con sus esposos y esposas como compañeros, y con sus hijos —si estos son fieles y guardan los convenios que harán— para vivir con ellos en un estado de felicidad interminable. ¡Qué esperanza, qué seguridad, qué gozo debería traer eso al corazón de los hombres! El gran gozo y consuelo que proviene de la seguridad divina de que los lazos familiares pueden trascender las fronteras de la muerte y continuar eternamente no tiene precio para todos aquellos que aman a sus familias y a sus amigos.
Somos, en verdad, un pueblo que hace convenios. Espero y ruego que seamos también un pueblo que guarda los convenios. Gozo indecible, bendiciones indescriptibles y asociaciones con aquellos a quienes amamos aguardan a todos los que reciben los convenios de Dios y que perseveran hasta el fin, fieles y verdaderos.
Porque—
“Ojo no vio, ni oído oyó,
Ni han subido al corazón del hombre,
Las cosas que Dios ha preparado
Para los que le aman.”
Y, por supuesto, Él ha dicho que aquellos que le aman guardarán Sus mandamientos.
Que salgamos de esta conferencia más decididos que nunca a hacerlo así, es mi oración en el nombre de Jesucristo, el Señor. Amén.
























