Conferencia General Octubre 1954

“Magnificar Nuestro Llamamiento”

Élder Antoine R. Ivins
Del Primer Consejo de los Setenta


Mis hermanos y hermanas: Si digo algo esta tarde que pueda serles útil, será porque ustedes me brindan su fe y sus oraciones, pues siento profundamente la responsabilidad al ocupar su tiempo.

Yo represento uno de los quórumes del sacerdocio que llamamos las Autoridades Generales de la Iglesia. Ustedes enfrentan a las Autoridades Generales. Nosotros enfrentamos al gran cuerpo del sacerdocio que regula, bajo la dirección de las Autoridades Generales, los asuntos de los barrios, las estacas y las misiones de la Iglesia. Portar ese sacerdocio es una responsabilidad tremenda, y es deber de quienes lo portamos magnificarlo, llegar a comprender —mediante nuestra fe, nuestras oraciones y nuestro servicio— cuáles son las responsabilidades de los diversos oficios, y luego esforzarnos por magnificar nuestro llamamiento.

Cada vez que uno acepta una ordenación en el sacerdocio, creo que existe una promesa implícita, aun si no se expresa en palabras, de que se compromete a magnificar ese llamamiento. Demasiados de nosotros, creo, cuando fallamos, lo atribuimos al hecho de que el diablo nos tienta. Yo pienso que debemos asumir responsabilidad personal, porque cuando somos investidos con el sacerdocio se supone que tenemos acceso a nuestro Padre Celestial y a su Espíritu, el cual nos daría control sobre todas estas debilidades y tentaciones; y si disfrutáramos plenamente del Espíritu de Dios, tendríamos ese control.

Ahora bien, la única manera que conozco para obtener este Espíritu es trabajar por él. El Señor ha dicho que si hacemos las cosas que Él nos ha mandado, sabremos acerca de la doctrina, si es de Dios Juan 7:17 Y debemos esforzarnos, ante todo, por obtener ese testimonio que nos sostendrá y nos ayudará a superar todas las tentaciones y dificultades que puedan aparecer en nuestro camino. Creo que esa es la única manera de saber verdaderamente que el evangelio es verdadero: ponerlo en práctica en nuestra vida. Puede que muchos de nosotros sintamos que el puesto que ocupamos no es demasiado importante, pero me gusta, cuando recorro las estacas y me reúno con el sacerdocio, expresar mi convicción de que, en lo que a mí concierne, el trabajo más importante —si quieren llamarlo trabajo— y la asignación más importante del sacerdocio, es la que yo tengo. Si logro magnificar mi llamamiento, no debería preocuparme por lo que otros, ya sea por encima de mí o a mi lado, puedan hacer. Mi problema, hermanos y hermanas, es magnificar mi llamamiento particular.

Ahora bien, el sacerdocio de los hermanos que están ante nosotros es un gran y maravilloso don. Todos los privilegios grandiosos y gloriosos que disfrutamos como miembros de la Iglesia nos llegan únicamente por medio de los oficios de ese sacerdocio. Deberíamos apreciarlo, hermanos y hermanas; deberíamos amarlo; y deberíamos esforzarnos por magnificarlo.

Este ha sido, desde el principio, el problema de la humanidad: vivir de tal manera que complazcamos a Dios. Debemos esforzarnos por hacerlo.

Algunos de nosotros somos presidentes de quórumes de élderes, otros presidentes de quórumes de setentas, otros presidentes de quórumes de sumos sacerdotes, y algunos tenemos oficios especiales en este sacerdocio. ¿Estamos dispuestos y decididos a aceptar las responsabilidades de estos oficios y magnificarlo?

Hermanos y hermanas, cuando pienso en el hecho de que los privilegios que ustedes y yo disfrutamos se extienden más allá de esta vida y continúan en la eternidad, me siento abrumado ante la idea de que debo dedicar todos mis esfuerzos y todas mis capacidades a magnificar mi llamamiento, para ser digno de una posición elevada y exaltada en lo venidero. Está dentro de las posibilidades de cada hombre hacerlo. Ese fue el designio de Dios, nuestro Padre Celestial: que viniéramos aquí con privilegios iguales. El problema es: ¿estamos dispuestos, y lo haremos? Podemos, si queremos. ¿Saldremos de esta conferencia con una renovada determinación de magnificar nuestros llamamientos y de ayudar a las personas a quienes hemos sido apartados para ayudar —nosotros que somos líderes de la Iglesia— o simplemente pensaremos que hemos pasado un rato agradable y olvidaremos las admoniciones?

Hermanos y hermanas, no podemos permitirnos olvidar las buenas resoluciones que hacemos cuando estamos bajo la influencia espiritual de estos hermanos que nos rodean. No podemos desear el éxito; orar ayudará, pero debe haber actividad si queremos magnificar este llamamiento.

Muchos de nosotros, como dije, somos presidentes de quórumes de élderes. El quórum de élderes es el quórum más numeroso en el Sacerdocio de Melquisedec, mayor que la suma de los quórumes de sumos sacerdotes y de setentas. Si deseamos beneficiar y bendecir al Sacerdocio de Melquisedec en general en la Iglesia, parece que ese es el lugar donde debemos poner especial esfuerzo, porque es el grupo más grande y, según las estadísticas de la Iglesia, es el grupo donde nuestra ayuda podría ser más efectiva y más notable. Pero ¿lo hacemos? ¿Nosotros, los presidentes de quórumes de élderes? ¿Nos sentamos con nuestros hermanos, en privado, para conversar sobre sus problemas, esforzándonos por animarlos en su labor? ¿O estamos satisfechos con ponernos de pie ante ellos el domingo por la mañana en la reunión del quórum, anunciar un himno, una oración, un discurso… y dejarlo allí?

El obispo Buehner esta mañana habló sobre la dignidad de la enseñanza del barrio. Creo que la mejor enseñanza del barrio que he escuchado fue la realizada por un amigo mío en la orilla de un canal, con los jóvenes adolescentes de su barrio. La enseñanza del barrio debería llegar a los hogares de las personas y abordar sus problemas personales. No se trata del clima ni de asuntos triviales. Hemos descubierto, en la obra misional de estaca, que en diez años hemos encontrado siete mil niños cuyo bautismo había sido descuidado porque no se les había enseñado su necesidad. Cuando los misioneros de estaca los encontraron, estaban ansiosos por ser bautizados, no solo dispuestos, sino ansiosos. Siempre me ha parecido que, en algún punto del proceso, algún maestro del barrio, así como el padre y la madre, olvidaron un deber. Y lo mismo, creo, se aplica a los quórumes de élderes y de setentas.

El deber de un presidente es comprender la vida privada de cada miembro de su quórum y hacer lo que pueda para aliviar las condiciones adversas y mejorar las buenas. Si pudiéramos hacer eso, hermanos, como presidentes de quórum, como obispos, como presidentes de estaca, como sumos consejeros, piensen qué maravillosa contribución sería para el bienestar de la membresía de la Iglesia. Después de todo, hermanos, quienes estamos aquí pertenecemos principalmente a esa categoría —o a esas categorías—; quienes estamos aquí, a quienes me dirijo, somos principalmente hombres que tienen responsabilidad oficial en este sacerdocio. ¿Y qué estamos haciendo al respecto? Estamos realizando una obra maravillosa, es cierto, pero no estamos cerca de la perfección. Cuando consideramos la gran cantidad de hombres que han pasado de la mayoría de edad y se han casado sin haber recibido jamás ningún sacerdocio, entonces estarán de acuerdo conmigo en que, en alguna parte del proceso, no hemos logrado hacer lo que debíamos hacer.

Cuando se contempla la gran cantidad de sacerdotes que salen del quórum de sacerdotes y nunca llegan al quórum de élderes, nuevamente debemos admitir que, en algún punto, el liderazgo ha fallado.

Ahora, hermanos y hermanas, quienes poseemos el sacerdocio tenemos esa responsabilidad. Quienes ocupamos oficios en él, oficios de presidencia, quizá tenemos la responsabilidad mayor. Y quienes son esposas, ustedes que son esposas —yo no puedo incluirme en eso— tienen la responsabilidad de ayudar a sus esposos a cumplirlo, y demasiadas veces es su falta de cooperación la que impide que un oficial magnifique plenamente su llamamiento.

Mi ruego hoy, hermanos y hermanas, es que quienes tenemos esta responsabilidad hagamos un esfuerzo renovado para comprender nuestros problemas y magnificar nuestro llamamiento, y que las esposas hagan una resolución firme de no interponerse jamás en el desempeño oficial del deber de su esposo.

Que Dios nos bendiga, no solo con entendimiento de nuestros problemas, sino también con el poder para cumplir con ellos, ruego en el nombre de Jesús. Amén.

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