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¡Cuán grande es Su protección!
Después de estar ayer y hoy con el presidente Lee, creo que podréis imaginaros la experiencia que tenemos cuando nosotros, como Autoridades Generales, vamos al templo a recibir dulces consejos junto con él.
Fue en una de estas reuniones, hace algún tiempo, que me vino la inspiración en cuanto al tema que desarrollaré hoy. En dicha reunión cantamos como himno de apertura: “¡Cuán grande la ley de Dios!”. Más tarde, en una oración, el presidente Lee incluyó esta frase del himno: “¡Cuán grande es Su protección, que todos gozarán!” (Himnos de Sión, núm. 150). Luego, reverentemente, dio gracias al Todopoderoso por la seguridad y protección de Sus santos, e imploró en esa oración la continuación de ese cuidado sobre ellos.
Me sentí profundamente lleno de gratitud al saber que, en un mundo caracterizado por la inquietud, e incluso por la violencia, hay un pueblo que se preocupa los unos por los otros.
Pablo dijo a los santos en Éfeso:
“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19).
Ser conciudadanos de los santos tiene un gran significado. Todos pueden recibir esa ciudadanía a través de la ordenanza del bautismo, si se arrepienten y se preparan. Entonces, como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, nunca tendrán por qué estar solos.
En esta Iglesia, el individuo es considerado como hijo o hija de Dios. A los miembros de la familia se les enseña a sostenerse mutuamente, y en tales familias se cumple en parte esta declaración: “¡Cuán grande es Su protección!”. La estructura familiar se acopla maravillosamente en el modelo de la organización de la Iglesia.
Cuando los jóvenes y señoritas se encuentran lejos del círculo familiar, no son abandonados, pues se les sigue cuidando. Cuando contraen matrimonio, el ciclo comienza de nuevo.
Algunos no se casan, pero no son dejados solos.
Cuando los hijos dejan el hogar para formar sus propias familias, los padres —ahora abuelos— afrontan la vida juntos como lo hicieron de recién casados. Esto es lo normal, lo esperado y lo deseable, ya que el plan del Señor es un ciclo eterno. Nunca se les deja solos.
A los hijos se les enseña a honrar a sus padres, aunque a veces vivan a grandes distancias; en cualquier caso, la Iglesia está a su alcance para velar por ellos.
Y cuando uno de los cónyuges fallece, la viuda anciana no queda sola, pues nuevamente la organización de la Iglesia está atenta para velar por sus necesidades —espirituales y temporales, si fuese necesario— a fin de que ella pueda gozar de protección.
El procedimiento es sencillo: dos poseedores del sacerdocio son llamados por su presidente de quórum y asignados por el obispo a visitar regularmente el hogar de cada miembro. Bajo el título de maestros orientadores del sacerdocio, ellos son los guardianes del individuo y de la familia.
Al haber decidido hablar acerca de la orientación familiar del sacerdocio, me doy plena cuenta de que existen algunas actividades en la Iglesia que pueden parecer más emocionantes y otras más interesantes. Quizás la mayoría resulten más atractivas.
Hace algún tiempo me encontraba en una casa después de una reunión sacramental. La madre le preguntó a su hijo adolescente cómo le había ido durante el día. El joven, intrépido en la verdad y sin vacilar, tal como suelen ser los jóvenes, respondió:
—Bien, excepto por la reunión sacramental.
La madre inquirió acerca de dicha reunión, y él contestó:
—¡Qué dichosos seríamos si pudiéramos dejar de oír a los miembros del sumo consejo hablar de la orientación familiar del sacerdocio y del plan de bienestar!
La madre, mortificada, le dijo:
—Pero, David, el élder Packer está encargado de uno de esos programas en toda la Iglesia.
—Lo sé —contestó él—, ¿por qué no hace algo al respecto?
Hijo, en este mismo momento estoy haciendo todo lo que sé al respecto. Permíteme explicarte algo. Quizás descubras que estos dos programas, que están íntimamente relacionados, pueden ser muy interesantes; pero, sean interesantes o no, son vitales para tu seguridad.
Y de paso, joven, puedes incluirme con ese miembro del sumo consejo que habla de los programas básicos del sacerdocio; e incluye también con nosotros a tu entrenador, que habla de disciplina y ejercicio; a tu maestro de música, que insiste en horas de práctica para unos pocos minutos de ejecución; e incluye a tus padres, que insisten en que aprendas a trabajar y a prestar atención a las cosas fundamentales de la vida.
Repito: algunas actividades podrán ser mucho más atractivas, pero no hay ninguna que sea más importante.
Es interesante notar que las cosas que son tan básicas suelen tomarse tan a la ligera. Por ejemplo, tenemos en nuestro interior un abastecimiento de sangre que nutre y sostiene el cuerpo, elimina los materiales de desecho y está armado con defensas contra enfermedades e infecciones. Ese abastecimiento de sangre se mantiene en movimiento por la agitación incesante y segura del corazón. Es vital para la vida.
No obstante, por lo general, una simple astilla en el dedo recibe más atención y preocupación. Nadie presta demasiado interés a la palpitación del corazón hasta que existe la amenaza de que pueda interrumpirse o detenerse; es entonces cuando le prestamos atención.
Es sorprendente que la orientación familiar sea tomada tan a la ligera, que la mayoría de los miembros le presten tan poca atención, participando de manera rutinaria, y algunas veces casi con fastidio. Sin embargo, a través de ella llegan a los miembros de la Iglesia una protección y un cuidado que no se encuentran en ninguna otra parte.
Imaginaos a un hombre que llama a su compañero, generalmente a un adolescente, para pasar una noche visitando los hogares de cinco o seis familias. Llegan para llevar aliento, conocer sus necesidades espirituales y preocuparse por su bienestar, a fin de que todos sepan que hay alguien a quien pueden recurrir en caso de necesidad.
Si azota la enfermedad, pronto llegará ayuda. Se puede cuidar a los niños, se pueden coordinar visitas. En esta fase unimos a los maestros orientadores del sacerdocio con las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro. Muchas veces la aflicción radica en una enfermedad; otras veces es un adolescente con problemas, o un pequeñito que no está yendo por el camino que debería seguir.
A través de este canal de la orientación familiar del sacerdocio puede fluir el poder que sostiene hasta el límite de los recursos de la Iglesia sobre la tierra. Y no solo eso: por este canal puede fluir un poder redentor y espiritual hasta los límites del cielo mismo.
Gracias a la orientación familiar, se han rescatado almas hundidas en la desesperación, se ha provisto lo necesario, se ha mitigado la aflicción; los enfermos han sido sanados mediante la unción. Mientras que esta obra continúa sin ser publicada, es inspirada por el Dios Todopoderoso y constituye la base del sustento espiritual de este pueblo.
Los líderes de la Iglesia ponen un gran esfuerzo en que la orientación familiar del sacerdocio dé resultado. Aunque a menudo se le toma a la ligera, siempre se le ha prestado atención y así será siempre. Sus principios nunca han cambiado, ni con la variación de la sociedad ni con las diversas adiciones a los programas de la Iglesia. Sin ella, la Iglesia muy rápidamente podría dejar de ser lo que es. Y repito nuevamente: aunque algunas actividades puedan ser más atractivas, ninguna es más importante.
Estoy agradecido por los muchos programas de actividades que tenemos; son un condimento, un aderezo o un postre, y hacen la vida interesante, particularmente para nuestros jóvenes. Estoy a favor de ellos y no los descuidaría, ni tampoco se me podría persuadir a renunciar a ellos.
Puedo ver que una Iglesia sin orientación familiar sería para un joven tan insípida como una comida sin condimento ni postre. No obstante, me preocupa cuando nuestros líderes locales se concentran totalmente en un programa de actividades y descuidan la orientación familiar del sacerdocio.
Os digo, obispos: sería lo mismo tratar de formar a un atleta con una dieta de dulces y refrescos gaseosos, que tratar de sostener a nuestros jóvenes solamente con programas de actividades. Quizás se sientan atraídos a ellos, pero no sacarán demasiado provecho. Ningún esfuerzo para redimir a vuestra juventud puede ser más productivo que el tiempo y la atención prestados a la orientación familiar del sacerdocio, ya que el objetivo de ésta es fortalecer el hogar; y como dirían los adolescentes: “Ahí es donde está toda la acción”. ¿No os dais cuenta de que cuando mantenéis abierto este canal hacia el hogar, no solo lo fortalecéis, sino que gozáis de actividades mejores y mucho más animadas?
Existen muchas maneras de edificar a nuestros jóvenes. Tenemos bastante inventiva y parecemos ser capaces de diseñar muchos métodos emocionantes; tarde o temprano lo haremos a la manera del Señor.
Acude a mi mente el recuerdo de un trampero que había ganado una modesta fortuna atrapando zorras. Durante el invierno decidió viajar hacia el sur y dejó sus trampas al cuidado de un joven asistente cuidadosamente entrenado, al que había enseñado exactamente cómo ponerlas y dónde colocar el cebo.
Al regresar en primavera, encontró, para su sorpresa, muy pocas pieles de zorra.
—¿Hiciste exactamente lo que te enseñé? —preguntó el hombre mayor.
—Oh, no —fue la respuesta—. Encontré un método mejor.
Vosotros, los obispos y directores de quórum, os exhorto a dar la debida atención a la orientación familiar del sacerdocio; no relevéis a los maestros orientadores tratando de lograr, por otros medios, lo que ellos debieran hacer. Quizás inventéis mil métodos en un esfuerzo por fortalecer a vuestra juventud, pero tarde o temprano debéis volver a hacerlo a la manera del Señor.
Acude también a mi mente esta declaración de las Escrituras:
“¿Quién soy yo —dice el Señor— para prometer y no cumplir?
“Mando, y los hombres no obedecen; revoco, y no reciben la bendición.
“Entonces dicen en sus corazones: Esta no es la obra del Señor, sus promesas no se cumplen. Pero ¡ay de tales! porque su recompensa viene de abajo y no de arriba” (D. y C. 58:31-33).
Y a vosotros que sois maestros orientadores —vosotros que hacéis la visita rutinaria, considerada no pocas veces como una molestia— no toméis esta asignación a la ligera ni la consideréis una mera rutina. Cada hora que dediquéis, cada paso que deis, cada puerta que toquéis, cada hogar que visitéis, cada aliento que brindéis, constituye una doble bendición.
Existe una verdad interesante que los maestros orientadores descubren con frecuencia en el curso de sus visitas: aun en momentos de sacrificio y servicio, suele surgir la duda de quién se beneficia más, si la familia a la que sirven o ellos mismos.
En mi experiencia, recuerdo una lección muy significativa que aprendí cuando era maestro orientador.
Poco antes de casarme fui asignado, con un compañero mayor, a trabajar como maestro orientador para una anciana que vivía casi siempre recluida. Era algo inválida y, cuando llamábamos a la puerta, a menudo nos indicaba que pasáramos. La encontrábamos incapaz de moverse, y le transmitíamos nuestro mensaje junto a su lecho.
De alguna manera supimos que le gustaba mucho el helado de limón. Con frecuencia, antes de hacer nuestra visita, nos deteníamos en la tienda para comprarle un poco. Al conocer su sabor favorito, había dos razones por las que siempre éramos bien recibidos en aquel hogar.
En una ocasión, mi compañero mayor no pudo acompañarme por razones que ya no recuerdo; fui solo y seguí la costumbre de comprar una caja de helado de limón antes de visitarla.
La encontré en su cama; me expresó gran preocupación por un nieto que sería sometido a una delicada operación al día siguiente, pidiéndome que me arrodillara al lado de su cama y ofreciera una oración por el bienestar del joven. Después de la oración, pensando quizás en mi cercano casamiento, dijo:
—Esta noche yo te enseñaré.
Expresó su deseo de decirme algo que debía recordar siempre. Luego comenzó la lección que jamás he olvidado; empezó a contarme algo de su propia vida.
Después de algunos años de haberse casado en el templo con un buen joven, cuando apenas comenzaban a enfrentar las responsabilidades de la vida matrimonial y a criar una familia, un día llegó una carta del “Apartado B” (en aquellos días, una carta del “Apartado B” en Salt Lake City era invariablemente un llamamiento misional).
Para su sorpresa, fueron llamados, como familia, a uno de los continentes lejanos del mundo para ayudar a inaugurar el país para la obra misional. Sirvieron fielmente y, después de varios años, regresaron a su hogar para retomar las responsabilidades de criar a su familia.
Entonces, esta mujer me habló de un lunes por la mañana; había habido cierta irritación y desacuerdo, luego algunas palabras ásperas entre marido y mujer. Es interesante notar que ella no pudo recordar cómo había empezado la discusión ni sobre qué asunto había sido.
—Pero nada dio resultado. Cuando se iba, lo seguí hasta la puerta y, mientras se dirigía hacia la calle en camino a su trabajo, tuve que gritarle aquella última frase mordaz y amarga.
Luego, a medida que las lágrimas le brotaban libremente, me habló del accidente que había ocurrido ese mismo día y a causa del cual él ya no regresó.
—Por cincuenta años —sollozó— he vivido en un infierno, sabiendo que las últimas palabras que él oyó de mis labios fueron esa frase mordaz y maligna.
Ese fue el mensaje que dejó a su joven maestro orientador; lo grabó en mí con la responsabilidad de nunca olvidarlo. Me he beneficiado grandemente de aquella enseñanza. Desde entonces he llegado a saber que una pareja puede vivir junta sin que jamás tenga que decirse una palabra hiriente.
Muchas veces he pensado en esas visitas a su hogar, en el tiempo dedicado y en los pocos centavos que gastamos en el helado. Esa querida hermana pasó al otro lado del velo hace mucho tiempo, al igual que mi compañero mayor. Sin embargo, la poderosa experiencia de aquella orientación familiar —donde el maestro orientador fue enseñado— permanece viva en mi memoria. Y he tenido la oportunidad de compartir su mensaje con las jóvenes parejas que se encuentran en el altar y al aconsejar a personas por todo el mundo.
Hay un género espiritual en la orientación familiar del sacerdocio. Cada poseedor del sacerdocio que cumple fielmente su asignación puede salir beneficiado mil veces.
He oído a algunos hombres decir, al responder acerca de su llamamiento en la Iglesia: “Solamente soy maestro orientador.”
¡Únicamente un maestro orientador! Únicamente el guardián de un rebaño; únicamente el vigilante de un redil; únicamente el ministerio que más importa; ¡solamente un siervo del Señor!
Es a causa de vosotros, los maestros orientadores del sacerdocio, que esta estrofa es verdadera:
“¡Cuán gran su protección!
Que todos gozarán;
Sus manos que la vida dan
También nos cuidarán.”
Testifico que Jesús es el Cristo, que esta es Su Iglesia y Su Reino. Poseemos el sacerdocio y la autoridad que Él nos delega. Preside sobre nosotros un profeta que, como hombre, no puede extenderse hasta las lejanías de la tierra, a cada rama, misión o estaca; sin embargo, por la delegación de la autoridad y de las llaves que él posee, puede alcanzar no solamente las estacas, los barrios y las ramas, sino también los hogares, los individuos, y bendecirlos y sostenerlos, a fin de que los santos gocen de protección. En el nombre de Jesucristo. Amén.
Discurso pronunciado en la conferencia general octubre de 1972
























