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El misterio de la vida
La vida no comienza con el nacimiento. Vivíamos en una dimensión espiritual antes de entrar a esta vida mortal. Somos espiritualmente los hijos de Dios.
Quisiera relataros un incidente que ocurrió hace muchos años. Dos de nuestros hijos, entonces pequeños, estaban jugando a la lucha sobre una alfombra. Dándome cuenta de que habían llegado a ese punto que apenas separa las risas de las lágrimas, con mi pie les separé cuidadosamente y tiré del mayor de ellos hasta sentarlo sobre la alfombra. Al así hacerlo, dije:
“Escuchen, par de monitos, ¿por qué no se tranquilizan?”
Entonces, para mi sorpresa, cruzó sus pequeños brazos, y sumamente herido en sus sentimientos, me contestó: “¡No soy un mono, papá; soy una persona!”
Los años no han borrado el profundo sentimiento de amor que sentí por mis pequeños hijos. Ellos me enseñaron una profunda lección. Muchas han sido las veces en el curso del tiempo que sus palabras han resonado en mi mente: “¡No soy un mono, papá; soy una persona!”
Los cielos de la vida han cambiado algunas cosas, y ahora mis dos hijos tienen hijos propios quienes también les enseñan lecciones. Son ellos quienes ven a sus hijos crecer como nosotros les vimos a ellos. Como padres, están llegando a comprender algo que no se les pudo enseñar como hijos.
Tal vez ahora sepan cuánto les ama su padre. Es de esperar que también sepan por qué la oración comienza “Padre nuestro que estás en los cielos”.
Cuando quieran acordarse sus mismos hijos habrán crecido y tendrán hijos propios; así continúan los interminables cielos de la vida.
En un lugar de la costa del Pacífico, en los Estados Unidos, se levanta una estatua esculpida por Ernesto Gazzeri que representa en mármol esos cielos de la vida. En el monumento se ven niños pequeñitos y otros un poco mayores, adolescentes, jóvenes, además de algunas figuras maduras y otras ya mayores, observando detenidamente a un bebé recién nacido. Sin embargo, en un segundo plano, se perciben dos figuras que se alejan del grupo. Se trata de una pareja de ancianos, apoyados el uno en el otro, apartándose del círculo familiar.
Las personas entran a la vida mediante el nacimiento, y a su debido tiempo desaparecen atravesando el velo de la muerte. La mayoría de ellas ni siquiera se da cuenta de por qué estamos aquí.
Nada resulta más obvio que lo que esa escultura representa, pero su autor la tituló El misterio de la vida.
Hay momentos, como cuando se produce un nacimiento, que nos detenemos llenos de admiración ante lo que la naturaleza tiene para decirnos. Vemos los pasos de la Creación tan ordenados y tan hermosos que despiertan en nosotros sentimientos de respeto y humildad. Y es entonces, cuando apenas descubrimos el significado de la vida, que nos vemos sacudidos por todas las acciones descontroladas que la humanidad perpetra contra sí misma.
¡Son tantas las preguntas sin respuesta! ¿Por qué hay tantas injusticias en la vida?
Hay personas que nadan en la abundancia; mientras que hay otras extremadamente pobres.
Hay quienes gozan de belleza inmensurable mientras que hay otros escondidos detrás de sus deformidades.
Hay algunos con talentos sin igual y otros retardados.
¿Cuál es la razón de la injusticia, de la muerte inesperada, del abandono, de la pena, del dolor?
¿Por qué divorcios, incesto, perversión, abusos y crueldad?
Si existen en la vida orden y propósito, pasan desapercibidos entre lo que los mortales se hacen los unos a los otros y a sí mismos.
Por otro lado advertimos amor y devoción, sacrificio, fe, humildad; vemos manifestaciones extremas de valor y heroísmo.
Cuando al final se resuelva el misterio de la vida, ¿qué nos será revelado?
Conozco a un hombre que estudió para el ministerio. Poco antes de ser ordenado abandonó la carrera a causa de las muchas preguntas para las cuales no tenía respuestas. Se consideraba a sí mismo un devoto, pero también un desilusionado cristiano. Encontró otra profesión, se casó y estaba criando a su familia cuando nuestros misioneros le encontraron.
Llevó a cabo un estudio sumamente superficial de la doctrina de la Iglesia y la halló lo suficientemente tolerable.
Los fundamentos de la cristiandad eran evidentes; pero estaba más interesado en programas y actividades que beneficiarán a su familia.
Fue después de ser bautizado que realizó el gran descubrimiento de su vida. Para su sorpresa encontró, como cimiento de los programas de la Iglesia, una sólida base de doctrina. No tenía ni idea de la profundidad ni de la extensión de nuestra teología. Cuando se desplazó del interés en los programas al estudio del Evangelio de Jesucristo, halló respuestas que explicaban, para su plena satisfacción, las profundas preguntas que le habían impedido aceptar la ordenación al clero.
Había una doctrina completamente nueva para él. Aun cuando era un estudioso de la Biblia, no la había encontrado en ella sino hasta que leyó las otras revelaciones. Entonces la Biblia tomó claridad ante sus ojos y entendió.
La doctrina es tan lógica, tan razonable y explica tantas cosas que resulta sorprendente que el mundo cristiano la rechace. Constituye una parte tan esencial de la ecuación de la vida que si la omitimos no nos dará bien el resultado y la vida continuará siendo un misterio.
La doctrina es simplemente ésta: La vida no comienza con el nacimiento. Vivíamos en una dimensión espiritual antes de entrar a esta vida mortal. Somos espiritualmente los hijos de Dios.
Esta doctrina de la vida preterrenal era conocida por los antiguos cristianos. Por casi 500 años se enseñó esta doctrina pero más tarde fue rechazada como herejía por un clero que se había perdido en la obscuridad de la apostasía.
Una vez rechazada esta doctrina, y la doctrina de la redención de los muertos, perdieron la posibilidad de resolver el misterio de la vida. Llegaron a ser como un hombre que trata de enhebrar perlas para hacer un collar con un hilo que es demasiado corto. No hay forma de poder enhebrarlas a todas. ¿Por qué resulta tan extraño el pensar que vivimos como espíritus antes de venir a esta vida? La doctrina cristiana proclama la resurrección, lo cual significa que viviremos después de la muerte física. Si viviremos más allá de la muerte, ¿por qué habría de resultar extraño el que hayamos vivido antes de nacer?
Las Escrituras enseñan esta doctrina de una vida preterrenal. Por razones propias, el Señor proporciona respuestas a algunas preguntas que se hallan en varias partes de las Escrituras. Debemos encontrarlas; debemos ganarlas. Es de esta manera que las cosas sagradas se esconden de aquellos que no son sinceros de corazón.
De entre los muchos versículos que revelan esta doctrina, citaré dos pequeñas frases del testimonio de Juan en la sección 93 de Doctrina y Convenios. La primera, refiriéndose a Cristo, dice sencillamente:
“… El era en el principio, antes que el mundo fuese.” (D. y C. 93:7.)
Y la otra, refiriéndose a nosotros, expresa con idéntica claridad:
“Vosotros también estuvisteis en el principio con el Padre. . .” (D. y C. 93:23.)
Varios son los factores esenciales de nuestra vida preterrenal que han sido revelados. Aun cuando son en algunos casos simples bosquejos, nos ayudan a resolver el misterio de la vida.
Cuando llegamos a comprender la doctrina de la vida preterrenal, comprendemos que somos los hijos de Dios; que vivimos con El en el espíritu antes de nacer en esta tierra.
Sabemos que esta vida constituye una prueba; pero que la vida no comienza en el momento de nacer ni tampoco termina al morir.
Entonces la vida comienza a tener sentido, con un propósito definido aun en medio de los caóticos agravios que la humanidad se autoimpone.
Supongamos que estamos presenciando un partido de fútbol. Los equipos parecen estar integrados en forma pareja. A uno de los equipos se le ha enseñado a jugar conforme a las reglas. Al otro, a hacer lo opuesto. Están totalmente resueltos a trampear y a pasar por alto toda regla de conducta deportiva.
Cuando el partido termina empatado, se determina que debe continuar hasta que haya un ganador.
La cancha se ha transformado en un barrial, lo que hace imposible que los jugadores puedan mantenerse en pie. La mala fe del segundo equipo se transforma en severa brusquedad, ocasionando que algunos jugadores del otro equipo tengan que abandonar el campo en algunos casos severamente lastimados, y otros, con fracturas fatales. El encuentro deja de ser un juego para transformarse en una batalla.
Como espectadores, nos sentimos frustrados y agraviados. “¡Esto no puede continuar así! Ninguno de los dos equipos puede ganar. ¡Que paren el partido!”
Entonces nos apersonamos a la autoridad máxima del encuentro para demandar que ponga punto final a esta batalla trágica y sin sentido. ¿Es que acaso para nada le interesan los jugadores?
Con calma nos responde que no detendrá el juego. Y nos dice que estamos equivocados, que el partido tiene una razón de ser que no entendemos.
Nos dice que no se trata de un deporte para espectadores sino para participantes, y que es por su propio bien que El permite que el juego continúe, pues sacarán gran provecho de las circunstancias que enfrentan.
Entonces señala a los jugadores suplentes, listos para entrar a la cancha. “Una vez que todos hayan podido jugar, una vez que cada uno pueda cristalizar aquello para lo que por tanto tiempo se ha preparado, entonces, y únicamente entonces, haré parar el partido”, dice la autoridad.
Hasta que eso suceda, no importa quién vaya ganando. El tanteador actual no es realmente crucial. Sabido es que dentro de un juego hay varias jugadas y más allá de la suerte que esté corriendo el equipo cada jugador tendrá su oportunidad.
Los integrantes del equipo que observan las reglas no estarán eternamente en desventaja por más que el equipo parezca ir perdiendo.
En la cancha del destino, ningún equipo o jugador estará eternamente en desventaja por observar las reglas. Es posible que se vea arrinconado y aun derrotado por un momento, pero los jugadores de ese equipo, en forma individual, más allá de lo que indique el tanteador, es posible que ya sean triunfadores.
Cada jugador será puesto a prueba conforme a sus necesidades; y según la forma en que cada uno responda, constituirá la prueba.
Cuando el partido por fin termine, se podrá percibir el propósito; y hasta se podrá expresar agradecimiento por haber podido estar en la cancha aun durante los momentos más arduos de la competencia.
No creo que el Señor esté tan desanimado en cuanto a las cosas que suceden en el mundo como nosotros lo estamos. Si quisiera El podría parar este juego en cualquier momento. ¡Pero no lo hará! No hasta que cada jugador haya tenido la oportunidad de pasar por esa prueba para la cual se preparó antes de que el mundo fuese, antes de tomar un cuerpo mortal.
Cuando esa misma prueba se presenta en momentos difíciles, puede surtir efectos opuestos en las personas. Tres versículos del Libro de Mormón, el cual es otro testamento de Cristo, nos enseñan que:
“…Habían tenido guerras, y efusión de sangre, y hambre, y aflicción por el espacio de muchos años.
“Y había habido asesinatos, y contenciones, y disensiones, y toda clase de iniquidades entre el pueblo de Nefi; no obstante, por amor de los justos, sí, a causa de las oraciones de los justos, fueron preservados.
“Mas he aquí, por motivo de la sumamente larga continuación de la guerra entre los nefitas y los lamanitas, muchos se habían vuelto insensibles por motivo de la extremadamente larga duración de la guerra; y muchos se enternecieron a causa de sus aflicciones, al grado de que se humillaron delante de Dios con la más profunda humildad.” (Alma 62:39-41; cursiva agregada.)
Seguramente conoceréis a personas cuyas vidas se han visto plagadas de adversidad, y como consecuencia de ello, se han fortalecido y refinado; mientras que otras que pasaron las mismas pruebas desembocaron en la amargura y en la más absoluta infelicidad.
No hay forma de que la vida tenga sentido si no existe el conocimiento de la doctrina de una vida preterrenal.
La idea de que el nacimiento es el comienzo es totalmente ¡lógica. No hay manera de explicar el propósito de la vida a quien crea tal cosa.
El pensar que la vida termina con la muerte física es totalmente ridículo, y no hay manera de hacer frente a la vida si se cree así.
Cuando llegamos a comprender la doctrina de la vida preterrenal, entonces se arman las piezas del rompecabezas y puede verse el propósito. Entonces llegamos a comprender que los niños no son monitos, ni tampoco lo son sus padres, ni lo fueron los padres de éstos en los comienzos de la generación.
Somos hijos de Dios, creados a su imagen.
Nuestra relación de hijos a padre para con Dios, es clara;
el propósito de la creación de esta tierra es claro;
la prueba que constituye la vida mortal es clara.
La necesidad de un Redentor es clara.
Cuando llegamos a entender ese principio del evangelio, vemos el propósito de un Padre Celestial y de un Hijo; vemos un sacrificio expiatorio y una redención.
También comprendemos por qué las ordenanzas y los convenios son necesarios. Entendemos la necesidad del bautismo por inmersión para la remisión de los pecados. Comprendemos por qué renovamos ese convenio al participar de la Santa Cena.
Mas todas estas palabras apenas si acarician la superficie de la doctrina de la vida preterrenal. En estos breves sermones de conferencia, no podemos hacer más que eso. ¡Cuánto desearía contar con un día entero, o por lo menos una hora para hablaros de estas cosas!
Os aseguro que más allá de los programas y actividades de esta Iglesia, existe una doctrina multidimensional que responde a las preguntas de la vida.
Cuando uno llega al conocimiento del Evangelio de Jesucristo, existen razones para regocijarse. Las palabras gozo y regocijo aparecen repetidamente en las Escrituras. Cuando uno conoce la doctrina, la paternidad se convierte en una sagrada obligación, el engendrar vida es un sagrado privilegio. El aborto ni vendría a la mente. Nadie pensaría en el suicidio y todas las debilidades y problemas del hombre se desvanecerían.
Tenemos razones para regocijarnos y nos regocijamos, y también lo celebramos.
“La gloria de Dios es la inteligencia, o en otras palabras, luz y verdad.” (D. y C. 93:36.)
Que Dios nos bendiga para que nosotros y todos los que oigan su mensaje celebren la luz. De El doy testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.
Discurso pronunciado en la conferencia general octubre de 1983
























