No se turbe vuestro corazón

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Apacienta mis corderos


“No importa que interrumpáis vuestros estudios, que posterguéis vuestra carrera o vuestros planes de matrimonio. No importa que ello origine un inconveniente; a menos que exista un serio problema de salud, todo joven Santo de los Últimos Días debe responder al llamado de servir una misión”.

Quisiera dirigirme a mis jóvenes amigos del Sacerdocio Aarónico y comenzar con una parábola. Después os someteré a una pequeña prueba.

Supongamos que somos miembros de un mismo barrio y que nuestro obispo nos ha asignado, a vosotros y a mí, programar un día de campo para todos los miembros. Se trata de planear la mejor actividad que el barrio haya tenido jamás, sin importar cuánto tengamos que gastar.

Reservamos un hermoso lugar en las afueras de la ciudad. Lo tenemos para nosotros solos y nada habrá que interfiera.

Todos los preparativos van saliendo a la perfección. Finalmente llega el día; el clima es ideal y todo está listo. Las mesas están dispuestas en una larga hilera, cubiertas con hermosos manteles y vajilla muy fina. Nunca se ha visto un banquete igual. Las hermanas de la Sociedad de Socorro y de las Mujeres Jóvenes han hecho un trabajo extraordinario. Las mesas están repletas de variados y deliciosos manjares.

Al fin estamos todos sentados, y el obispo pide al patriarca de estaca que ofrezca la bendición sobre los alimentos. Cada uno de los hambrientos jovencitos espera en secreto que sea una oración corta.

Precisamente en ese momento surge una interrupción: un ruidoso automóvil entra en el lugar que tenemos reservado y se detiene bruscamente muy cerca de nosotros. Nos sentimos molestos; ¿acaso no vieron el cartel que indica que el sitio está reservado?

El conductor, preocupado, baja del automóvil y levanta el capó. Un espeso humo sale del motor, y un hermano del barrio, que es mecánico, afirma que, a menos que lo reparen, el vehículo no llegará muy lejos.

Varios niños bajan del automóvil. Están bastante desarreglados, sucios y hacen mucho ruido. La madre sale con una caja de alimentos y la coloca sobre una mesa vacía cerca de las nuestras. Es la hora del almuerzo y los niños tienen hambre. Ella coloca unos pocos restos de comida sobre la mesa y va de un lado para otro tratando de conformarlos con lo poco que tiene para darles.

Por nuestra parte, esperamos impacientemente que hagan un poco de silencio para poder tener la oración y comenzar a disfrutar de nuestro festín.

Entonces, una de las niñitas que había salido del automóvil se acerca a espiar nuestra mesa. Trae de la mano a su hermanito sucio, y ambos se asoman; nos hacemos a un lado, pues están muy desarreglados. La niñita mira la comida, se relame y nos pregunta si está rica.

Todos esperan y se preguntan por qué tuvieron que llegar justo en ese momento tan inoportuno. ¿Por qué tenemos que interrumpir lo que estábamos haciendo y preocuparnos por extraños? ¿Por qué no se les ocurrió detenerse en otro lugar? Nadie los conoce, están sucios, no son como nosotros; simplemente no encajan.

Puesto que el obispo nos ha asignado la actividad, se espera que nos hagamos cargo de la situación de alguna manera. ¿Qué podemos hacer? Por supuesto, se trata simplemente de una parábola. Ahora veamos la prueba. Si esto realmente sucediera, ¿qué haríais?

Os doy tres opciones:

Primero, podríais insistir en que los intrusos mantuvieran a sus niños en silencio mientras hacíamos la oración, y después, sencillamente, podríais hacer de cuenta que no estaban allí, puesto que el lugar estaba reservado únicamente para nosotros.

No creo que decidierais hacer eso. ¿Podríais disfrutar de la comida rodeados de niños hambrientos? No creo que seamos tan insensibles. Esta primera no es una buena opción.

Veamos la siguiente. Hay una mesa adicional y tenemos abundancia de comida. Podríamos tomar un poquito de cada cosa y llevarlo a la otra mesa para que los niños comieran y nos dejaran en paz. Así podríamos disfrutar de nuestro festín sin interrupciones. Después de todo, merecemos todo lo que tenemos. ¿No lo obtuvimos acaso “por (nuestra) industria”, tal como dice el Libro de Mormón? (Alma 4:6).

Espero que tampoco hicierais eso. Hay una opción mejor, y vosotros ya sabéis cuál es.

Debemos ir a ellos e invitarles a sentarse con nosotros. Podríamos corrernos un poco para que la niñita se sentara entre nosotros y hacerles lugar a todos para que disfrutaran junto a nosotros. Más tarde, podríamos ayudarles a arreglar el automóvil e incluso darles comida para que llevaran para el viaje.

¿Os imagináis cuán reconfortante sería ver cuánta comida podríamos reunir para los niños? ¿Tendríamos mayor satisfacción que la de postergar nuestros juegos para ayudar a nuestro hermano mecánico a arreglar el vehículo?

¿Es eso lo que haríais? Por cierto, eso es lo que deberíais hacer. Pero disculpadme si me quedan algunas dudas. Permitidme explicar.

Como miembros de la Iglesia, tenemos la plenitud del evangelio. Contamos con toda forma de nutrición espiritual concebible. Todo está comprendido en el menú espiritual, y en él encontramos una fuente inagotable de fortaleza espiritual. Y, como en el caso de la viuda de Sarepta, el aceite de su vasija no disminuirá mientras lo usemos (1 Reyes 17:14).

No obstante, hay personas en todas partes del mundo —entre nuestros amigos e incluso en nuestras familias— que, espiritualmente hablando, están malnutridas; algunas de ellas hasta muriéndose de hambre.

Si nos guardamos todas estas cosas para nosotros, es como saborear manjares frente a quienes tienen hambre. Debemos ir a ellos e invitarles a que se unan a nosotros. Debemos ser misioneros. No importa que interrumpáis vuestros estudios, que posterguéis vuestra carrera o vuestros planes de matrimonio. No importa que ello origine un inconveniente; a menos que exista un serio problema de salud, todo joven Santo de los Últimos Días debe responder al llamado de servir una misión.

Ni los errores ni las transgresiones deben interponerse en el camino. Es imperativo que os hagáis dignos de recibir vuestro llamamiento.

Al principio, los apóstoles de la antigüedad no sabían que el evangelio era para todo el mundo, incluidos los gentiles. Entonces Pedro tuvo una visión en la que vio un lienzo lleno de toda clase de animales, y se le mandó matar y comer. Pedro se rehusó, aduciendo que se trataba de una cosa común e inmunda. Entonces la voz dijo:

“Lo que Dios limpió, no lo llames tú común” (Hechos 10:9–16).

Esa visión, y la experiencia que tuvieron inmediatamente después, los convenció de su deber; tras ello dieron comienzo a la gran obra misional del cristianismo.

Casi todo misionero que acaba de regresar de su misión se preguntará: “Si están hambrientos espiritualmente, ¿por qué no aceptan lo que les ofrecemos?

¿Por qué nos cierran las puertas en las narices?”. Uno de mis hijos, que sirvió como misionero en Australia, fue echado violentamente de una casa por un hombre que rechazó su mensaje.

Mi hijo es lo suficientemente corpulento como para que yo llegue a la conclusión de que debió haber estado dispuesto a permitir que el hombre actuara como lo hizo; de otra manera, el incidente jamás habría tenido lugar.

Sed pacientes si alguien se rehúsa a comer cuando le ofrecéis alimento por primera vez. Recordad que quienes están espiritualmente hambrientos no aceptarán el evangelio de inmediato. Bien sabéis cuánto os cuesta probar algo que nunca habéis comido. Vuestra madre debe insistir mucho antes de que siquiera probéis una pequeña porción para ver si os gusta.

Los niños malnutridos deben ser alimentados con cuidado, y lo mismo acontece con las personas que están mal alimentadas espiritualmente. Algunas de ellas están tan debilitadas por el pecado que hasta rechazan el manjar que les ofrecemos. Deben ser alimentadas con cuidado y poco a poco.

Otras están tan cerca de la muerte espiritual que se les debe dar pequeñas cucharadas del caldo de la amistad, o de nuestras actividades y programas. Como dicen las Escrituras: deben tomar leche antes de recibir carne (1 Corintios 3:2; DyC 19:22). Mas debemos tener cuidado, pues si no, el único alimento que ellos recibirán será ese caldo.

Tenemos que alimentarlos. Se nos manda predicar el evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Ese mandato, mis queridos amigos, aparece en las Escrituras más de ochenta veces.

Yo no serví una misión regular hasta que fui llamado a presidir la Misión de Nueva Inglaterra. Cuando tuve la edad de salir como misionero, cuando tenía vuestra edad, no se llamaba a los jóvenes para servir en una misión. Era en medio de la Segunda Guerra Mundial, y tuve que dedicar cuatro años al servicio militar. Pero sí hice obra misional y compartí el evangelio. Tuve el privilegio de bautizar a una de las dos primeras personas japonesas que se unieron a la Iglesia después de que la misión había estado cerrada durante veintidós años. El hermano Elliot Richards bautizó a Tatsui Sato; yo bauticé a su esposa, Chio, y así la obra misional en Japón volvió a abrirse. Les bautizamos en una piscina, entre los escombros de una universidad casi destruida por las bombas.

Poco tiempo después tomé un tren en Osaka con destino a Yokohama, desde donde abordaría un barco que me llevaría de regreso a mi hogar. Los hermanos Sato fueron a la estación para despedirme. Derramamos muchas lágrimas en ese momento de la despedida.

Era una noche sumamente fría. Lo que quedaba de la estación ofrecía un aspecto inhóspito. Como era común en aquellos días en Japón, se veía a niños hambrientos durmiendo en los rincones. Los más afortunados estaban apenas cubiertos con algunas hojas de periódico o viejos trozos de tela.

Poco pude dormir en el tren; de todos modos, las literas eran demasiado pequeñas.

En las opacas y frías horas del alba, el tren se detuvo en cierta estación. Escuché a alguien golpear en la ventana y levanté la cortina. Allí, de pie sobre la punta de los pies en el andén, golpeando la ventana con una lata, me encontré con la figura de un niño. Seguramente era un huérfano y mendigo. La lata en su mano era símbolo de su sufrimiento. A veces llevaban consigo también una cuchara, como diciendo: “Tengo hambre. Dadme de comer”.

Tendría unos seis o siete años. Su frágil cuerpecito denotaba inanición. Apenas llevaba puesto un kimono despedazado que le servía de camisa. Su cabeza estaba cubierta de costras. Una parte de su mandíbula estaba hinchada, tal vez por una infección en una muela. Alrededor de la cara, con un nudo en lo alto de la cabeza, tenía atada una vieja y sucia tira de tela. Ese era todo su patético tratamiento. Cuando vio que me había despertado, comenzó a agitar su lata pidiendo limosna. Lleno de pena pensé: “¿Cómo puedo ayudarle?” Entonces recordé que tenía algo de dinero en moneda japonesa. Rápidamente busqué entre mi ropa y encontré algunos billetes. Traté de abrir la ventana, pero no pude; estaba atascada. Me puse los pantalones y corrí hasta el final del vagón. Allí me esperaba ansiosamente. Al tratar de abrir la compuerta, el tren se puso en marcha y comenzó a alejarse de la estación. A través de las sucias ventanas pude ver al niño, con su lata en alto y el sucio trozo de tela rodeándole las mandíbulas.

Allí estaba yo, un oficial del ejército conquistador, camino a casa, donde me aguardaban mi familia y un futuro. Allí, a medio vestir, con un puñado de billetes japoneses en la mano —los cuales el niño había visto pero no había podido recibir— quise ayudarle, pero no pude. Lo único que me consuela es que en verdad quise ayudarle.

Eso fue hace treinta y ocho años, pero hasta hoy puedo verle como si hubiera sucedido ayer.

Tal vez la experiencia me haya dejado una cicatriz. De ser así, es una cicatriz de la guerra, una digna de tener, de la cual no me avergüenzo, pues me recuerda mi deber.

Mis jóvenes hermanos, puedo escuchar la voz del Señor decir a cada uno de nosotros, tal como dijo a Pedro: “Apacienta mis corderos… pastorea mis ovejas… apacienta mis ovejas” (Juan 21:15–17).

Tengo una confianza y fe ilimitadas en vosotros, mis jóvenes hermanos. Vosotros sois los jóvenes guerreros de la Restauración, y en esta batalla espiritual sois quienes tenéis el deber de saciar el gran hambre espiritual y apacentar a los corderos. No es más que nuestro deber. Tenemos la plenitud del evangelio sempiterno y la obligación de compartirlo con quienes no lo tienen.

Que Dios nos permita honrar esa comisión del Señor y prepararnos para aceptar ese llamamiento, lo pido con humildad en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.


Discurso pronunciado en la reunión del sacerdocio de la conferencia general de abril de 1984.

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