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El País con Conciencia
Cuando mi esposa y yo vivíamos en Nueva Inglaterra, visitábamos dos lugares históricos con la mayor frecuencia posible. Cada uno inspiraba un profundo sentimiento de reverencia. El primero, el lugar de nacimiento del Profeta José Smith en South Royalton, Vermont; el otro, el Viejo Puente del Norte en Concord, Massachusetts, donde comenzó la lucha interminable por la independencia.
En Concord uno sigue el sendero de batalla a través de los árboles en dirección al puente. A pocos metros, a la izquierda, se encuentra una pequeña marca que la mayoría de los visitantes pasa por alto. Indica la tumba de dos soldados británicos. La pequeña placa dice:
Vinieron tres mil millas y murieron
para mantener el pasado en el trono;
no oída, más allá de la marea del océano,
su madre inglesa lanzó su lamento.
—James Russell Lowell
Desde esta distancia, no ofende el patriotismo sentir una profunda compasión por aquellos que entonces eran los enemigos. El tiempo reorganiza nuestros prejuicios y los enemigos se convierten en aliados.
Pero se requiere tiempo para que los sentimientos se suavicen. Un historiador estadounidense temprano, describiendo la Batalla de Bunker Hill, escribió: “Tres veces, frente al fuego devastador, los cobardes británicos cargaron cuesta arriba.”
Más cerca del puente se encuentra el obelisco conmemorativo. El monumento fue dedicado en 1837. Ralph Waldo Emerson, quien vivía en el vecindario, escribió para la ocasión su famoso Himno de Concord. Al otro lado del puente, donde los granjeros hicieron su resistencia, se erige la estatua del Minuteman, fundida de viejos cañones: un granjero colonial representado dejando su arado, mosquete en mano. Fue dedicada en 1875. El presidente Ulysses S. Grant, su gabinete y los gobernadores de toda Nueva Inglaterra estuvieron presentes. Las palabras de Emerson están grabadas en la base de la estatua. Permitidme recitarlas para vosotros. Bien valen la pena ser memorizadas.
Himno de Concord
Por el tosco puente que arqueaba la corriente,
su bandera al soplo de abril desplegada,
aquí una vez los granjeros en armas se alzaron
y dispararon el tiro oído en todo el mundo.
El enemigo hace tiempo duerme en silencio;
también el conquistador yace en igual silencio;
y el Tiempo el puente arruinado ha barrido
por la oscura corriente que al mar se desliza.
En esta verde orilla, junto a este manso río,
alzamos hoy una piedra votiva:
que el recuerdo redima su hazaña,
cuando, como nuestros padres, se hayan ido nuestros hijos.
Espíritu que hizo a estos héroes atreverse
a morir y dejar a sus hijos libres,
manda al Tiempo y a la Naturaleza que con suavidad
conserven el monumento que levantamos a ellos y a ti.
—Ralph Waldo Emerson
Grandeza Histórica de los Soldados Rasos
George Washington no estuvo en el Puente de Concord, ni tampoco ninguna otra figura célebre que podamos nombrar. Los que estuvieron allí eran los anónimos soldados rasos de los colonos, quienes no llevaban uniformes, no tenían entrenamiento militar y portaban armas diversas que nunca habían sido destinadas para la guerra.
En la dedicación de la estatua del Minuteman, George William Curtis dijo de ellos:
¡El minuteman de la Revolución! Era el anciano, el de mediana edad y el joven. Fue el capitán Miles, de Concord, quien dijo que fue a la batalla como iba a la iglesia. Fue el capitán Davis, de Acton, quien reprendió a sus hombres por bromear durante la marcha. Fue el diácono Josiah Haynes, de Sudbury, de ochenta años, quien marchó con su compañía hasta el Puente del Sur en Concord, luego se unió a la encarnizada persecución hasta Lexington, y cayó tan gloriosamente como Warren en Bunker Hill [a quien tampoco recordamos]. Fue James Hayward, de Acton, de veintidós años, a la vanguardia en esa carrera mortal de Concord a Charlestown, quien alzó su arma al mismo tiempo que un soldado británico, exclamando ambos: “¡Eres hombre muerto!”. El británico cayó, atravesado en el corazón. James Hayward cayó mortalmente herido. “Padre”, dijo, “salí con cuarenta balas, me quedan tres. Nunca hice un trabajo igual en toda mi vida. Decid a mi madre que no llore demasiado; y decid a aquella a quien amo más que a mi madre, que no me arrepiento de haber salido.”
Este fue el minuteman de la Revolución: el ciudadano rural formado en la escuela común, en la iglesia y en la reunión del pueblo; quien llevaba una bayoneta que pensaba y cuyo mosquete, cargado con un principio, derribaba no a un hombre, sino a un sistema. (Charles Eliot Norton, ed., Orations and Addresses of George William Curtis [Nueva York: Harper & Brothers, 1894]).
Por más anónimos que sean, siempre son los soldados rasos de la humanidad sobre quienes descansan los grandes momentos de la historia. Fue verdad entonces y lo es ahora.
Permitidme contaros acerca de dos de los cuales nunca antes habéis oído sus nombres.
Peter Francisco
Nadie sabe con certeza de dónde vino Peter Francisco. Se piensa que pudo haber sido secuestrado en la isla de Terceira, en las Azores, por marineros portugueses que esperaban venderlo en las colonias americanas como sirviente por contrato. Si ese era el plan, algo salió mal, porque lo abandonaron en el muelle de Hopewell, Virginia, a unas pocas millas río abajo de Richmond. Tenía cinco años de edad.
Peter fue acogido en el hogar del juez Anthony Winston, un tío de Patrick Henry. Peter estuvo presente cuando se pronunció el famoso discurso “¡Dadme libertad o dadme la muerte!”. Aquel momento marcó profundamente al muchacho. Tenía dieciséis años de edad y una imponente estatura de dos metros (seis pies seis pulgadas) cuando se enlistó en la Compañía Nueve del Décimo Regimiento de Virginia el 10 de octubre de 1776.
La primera batalla de Peter fue la desastrosa Batalla de Brandywine Creek. Allí fue herido en la pierna y llevado a una granja morava para ser atendido. El general Lafayette también estaba allí recibiendo tratamiento por una herida de bala. El general preguntó al muchacho si podía hacer algo por él. Peter pidió una espada lo bastante grande como para estar a la altura de su imponente físico. El general le envió una. Medía un metro y medio de largo.
Peter luchó en Germantown y sufrió los rigores de Valley Forge. En Monmouth recibió una bala de mosquete en el muslo. En la fortaleza británica de Stony Point fue el segundo hombre en escalar la muralla y siguió combatiendo a pesar de una herida de bayoneta de más de veinte centímetros que le atravesó el abdomen.
A los diecinueve años regresó a casa con una bala incrustada en una de sus piernas, la cual le causaría dolor por el resto de su vida. Al cabo de un año se había vuelto a enlistar y combatía con la milicia de Virginia en el sur. En Camden, Carolina del Sur, la milicia fue derrotada. Peter rescató un cañón y a un coronel tras las líneas enemigas.
En Guilford Courthouse un soldado británico le atravesó la pantorrilla con una bayoneta. Poco después, otro le perforó la otra pierna a la altura de la rodilla, cortando hasta el hueso de la cadera antes de que Peter cayera de su caballo. Permaneció consciente el tiempo suficiente para arrastrarse hasta un árbol. Entonces tenía veintiún años.
Hacia el final de la guerra, salió de una taberna en Burkeville, Virginia, y se topó con nueve soldados británicos que merodeaban en busca de suministros. Peter estaba completamente desarmado. Mientras algunos saqueaban la taberna, dos lo mantenían a punta de espada. Uno de ellos se interesó por las hebillas plateadas de sus rodillas. Instantes después, aquel soldado yacía muerto y Peter empuñaba su espada. Los seis británicos sobrevivientes huyeron hacia la guardia avanzada de la Legión de Tarleton. Toda la guardia —cuatrocientos hombres— se retiró, sin saber que la “emboscada” no era más que un solo hombre.
Hay más, mucho más, pero esto basta. Pregunta: ¿Por qué no se recuerda a Peter Francisco? Respuesta: porque no era general ni siquiera oficial. Se le ofreció una comisión de campo, pero tuvo que rechazarla: se requería saber leer y escribir para obtenerla. Peter Francisco no sabía ni leer ni escribir.
Peter vivió lo suficiente para formar una familia y murió el 16 de enero de 1830, cuando tenía cerca de setenta años.
Hannah Hendee
El 16 de octubre de 1780, aproximadamente en la misma época en que Peter derrotaba a los británicos en la taberna de Burkeville, Robert Havens fue despertado por los ladridos del perro de un vecino: algo rondaba a las ovejas. Semivestido, salió de su casa cerca del río White, en South Royalton, Vermont, y subió la colina. Encontró a las ovejas a salvo. Se detuvo pensativo, mirando hacia atrás mientras la primera luz del alba iluminaba su hogar fronterizo. ¡Algo no estaba bien!
Al girarse para emprender el regreso, vio a un numeroso grupo de indios salir del bosque e irrumpir por la puerta principal de su casa. Dos adolescentes, que se habían levantado para ayudar con las ovejas, se estaban vistiendo. Uno era su hijo, Daniel Havens. El otro, Thomas Pimber, cortejaba a una vecina y se había quedado a dormir en la casa de los Havens.
Los muchachos salieron corriendo por la puerta trasera y huyeron por sus vidas. Daniel tropezó al llegar al arroyo, rodó cuesta abajo y quedó oculto bajo un tronco, sin ser descubierto. Thomas Pimber no tuvo tanta suerte. Minutos después, los indios rugían de júbilo. Su cuero cabelludo tenía un remolino doble. Cortado en dos, valdría el doble de recompensa ante los británicos.
Los indios —trescientos de ellos procedentes de Canadá— y algunos tories estaban comandados por un capitán británico llamado Horton. Los británicos habían ofrecido a los indios ocho dólares por cada hombre cautivo vivo, algo menos por los muchachos y una cantidad menor por las cabelleras. Los británicos no habían puesto recompensa por las mujeres y las niñas; por tanto, ellas eran inmunes a la captura y estaban sujetas a algo menos que la muerte.
Durante aquel incendio de South Royalton, Vermont, ya casi olvidado, los indios avanzaron río abajo capturando a hombres y muchachos y matando a quienes se resistían. Mataron todo el ganado y quemaron las casas y los graneros que contenían la cosecha de la que dependían los colonos para sobrevivir el largo invierno de Nueva Inglaterra.
A cierta distancia río abajo, avisaron a la familia Hendee. El marido salió a pie para advertir a otros más abajo. Hannah Hendee tomó a su hijo de siete años, Michael, y a una hija menor y corrió hacia el bosque. Justo cuando creyó haber alcanzado un lugar seguro, un grupo de indios salió de las sombras y le arrebató al niño. Uno de ellos habló en inglés. Ella exigió saber qué pensaban hacer con su hijo. El indio respondió: “Haremos de él un soldado”.
Mientras los indios arrastraban a su hijo lloroso, ella se dirigió hacia el camino junto al río cargando a su hijita, que gritaba aterrorizada para que su madre mantuviera a los indios alejados.
Cerca del río se encontró con el capitán Horton y le preguntó qué pensaban hacer con los niños. Le dijeron que los marcharían hacia Canadá junto con los hombres. Ella replicó que los muchachos no aguantarían semejante marcha, y le contestaron: “En ese caso, los matarán”.
Salió por el camino rumbo a Lebanon, a dieciséis millas, llevando a su niña. No había avanzado mucho cuando la invadió una oleada de resolución fuera de lo común, una feroz determinación. ¡No debían llevarse a su pequeño!
Regresó río arriba y vio a los británicos y a los indios reuniendo a sus cautivos en la orilla opuesta. Comenzó a cruzar y se habría ahogado si un viejo indio no la hubiera ayudado a llegar a la orilla.
Sin reparar en el peligro, exigió la devolución de su hijo. El capitán Horton dijo que no podía controlar a los indios; no era asunto suyo lo que ellos hicieran. Ella lo amenazó: “Tú eres su comandante, y deben y te obedecerán. La maldición caerá sobre ti por cualquier crimen que cometan; toda la sangre inocente que aquí se derrame será hallada en tus faldas cuando se conozcan los secretos de los corazones de los hombres, ¡y clamará por venganza sobre tu cabeza!”
Cuando trajeron a su hijito, lo tomó de la mano y se negó a soltarlo. Un indio la amenazó con un sable y le arrebató el niño. Ella, desafiante, se lo volvió a llevar y dijo que los seguiría paso a paso hasta Canadá; que nunca se rendiría, ¡no le quitarían a su pequeño!
Finalmente, intimidado por su determinación, el capitán Horton le dijo que tomara a su hijo y se marchara. Podía enfrentarse a un ejército de hombres, pero no a una madre impulsada por la emoción más fuerte. Ella había avanzado apenas unos metros cuando la mandaron volver. Horton dijo que debía esperar en el campamento hasta que todos los cautivos estuvieran reunidos y comenzara la marcha hacia el norte.
Durante el día llevaron al campamento a otros niñitos. Se aferraban desesperados a la señora Hendee. Con valentía poco común, ella intercedió por ellos con la misma energía con que había luchado por su propio hijo.
Finalmente, cuando los cautivos quedaron reunidos para la larga marcha a Canadá, la señora Hendee, de algún modo, cruzó el río con su hija y nueve niños pequeños: su hijo Michael; Roswell Parkhurst; Andrew y Sheldon Durkey; Joseph Rix; Rufus Fish y su hermano; Nathaniel Evans; y Daniel Downer.
Dos de los niños fueron cargados en brazos por ella para cruzar. Los demás vadearon el agua con los brazos entrelazados alrededor del cuello del otro, aferrándose a sus faldas. Cuando la fría noche de octubre cayó, la señora Hendee se acurrucó en el bosque con la pequeña multitud empapada que había rescatado de una muerte segura.
Uno de los niños, Daniel Downer, “recibió tal espanto de aquella horrenda turba, que en adelante fue incapaz de valerse por sí mismo, totalmente inepto para los negocios, y vivió durante muchos años vagando de un lugar a otro, testigo solemne, aunque silencioso, de la angustia y el horror de aquella escena espantosa” (Evelyn Wood Lovejoy, History of Royalton, Vermont [Burlington, Vermont: Free Press Printing Co., 1911]).
Hablan del ámbito de la mujer,
como si tuviera un límite:
no hay lugar en la tierra ni en el cielo,
no hay tarea dada al género humano,
no hay bendición ni desdicha,
no hay un susurro de sí o de no,
no hay vida, ni muerte, ni nacimiento
que tenga el peso de una pluma
sin que en ello esté la mujer.
—Autor desconocido
Inspirada por la Causa
Seguramente ni el célebre Patrick Henry, que demandó libertad o muerte, ni el venerado Nathan Hale, que lamentó no tener más que una vida para dar por su patria, ofrecieron más que Hannah Hendee, la madre casi olvidada de South Royalton, Vermont. La señora Hendee estuvo en guerra, inspirada por la mejor de las causas, armada con nada más que una conciencia clara, justificada por los principios más elevados de moralidad.
La guerra es algo terrible, muy terrible, pero hay momentos en que el Dios del cielo justifica a un pueblo en tomar las armas. El Libro de Mormón habla de los nefitas enfrascados en batalla contra un ejército enemigo más poderoso, quienes “lucharon como dragones”.
No obstante —dice el registro—, los nefitas estaban inspirados por una causa mejor, porque no peleaban por la monarquía ni por el poder, sino que peleaban por sus hogares y sus libertades, sus esposas y sus hijos, y todo lo que tenían, sí, por sus ritos de adoración y su iglesia.
Y hacían lo que sentían que era el deber que le debían a su Dios; porque el Señor les había dicho a ellos, y también a sus padres, que: En la medida en que no fuereis culpables de la primera ofensa, ni de la segunda, no os dejaréis matar por las manos de vuestros enemigos.
Y además, el Señor había dicho que: Defenderéis vuestras familias aun hasta la efusión de sangre. Por tanto, por esta causa contendían los nefitas con los lamanitas: para defenderse a sí mismos, y a sus familias, y sus tierras, su país, y sus derechos, y su religión (Alma 43:45–47).
Desde aquel día fatídico en el Puente de Concord, pocas generaciones han pasado en esta tierra sin un llamado a las armas. Las amenazas a nuestra independencia han reaparecido con persistente regularidad.
Solo pasaron veintiún años entre el armisticio de 1918, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, y septiembre de 1939, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién fue el que dijo: “Aprendemos de la historia que no aprendemos nada de la historia”?
Con poca vacilación, esta nación ha respondido a las amenazas contra la libertad con acción militar. Hemos luchado no solo para proteger nuestra propia independencia, sino también para asegurársela o protegerla para otras naciones.
Sostenidos por un valor que proviene únicamente de un pueblo moral, hemos luchado por nuestros hogares y nuestras familias, nuestras tierras, nuestro país, nuestros derechos y nuestra religión. “Las cadenas”, dijo el presidente David O. McKay, “son peores que las bayonetas” (Conference Report, abril de 1955, pág. 24).
Aunque los estadounidenses nunca han sido todos “completamente puros” y siempre ha habido algunos de nosotros lo suficientemente malos como para no merecer el título de buen pueblo cristiano y moral, siempre ha habido los suficientes que sí lo han sido como para merecerlo.
El Equilibrio de la Decencia Cambia
La fuerza que proviene de la decencia, de la moralidad, es el ingrediente esencial —el único— requerido para la preservación de la libertad, en verdad, para la preservación de la humanidad. Y hay razones para creer que lo estamos perdiendo.
Algo cambió. Quizá por primera vez desde el Puente de Concord, ese equilibrio de decencia y moralidad se está inclinando más allá del centro. El equilibrio, que mide la moralidad de todos nosotros en conjunto, se inclina lentamente en la dirección equivocada, fatal. Estas líneas, escritas para describir otro tiempo y lugar, parecen ajustarse a nuestra circunstancia actual:
Aquello que jamás habrían de ceder
al poderío militar,
lo desecharon sin darse cuenta
cuando el mal llegó de noche
y esparció cizaña entre el trigo.
No se levantaron para ver
que su fuerza moral fundamental
estaba en peligro mortal.
—Hogar Ancestral”, por Boyd K. Packer, en Donna S. Packer, On Footings from the Past (Salt Lake City: Bookcraft, 1988), pág. 401
La guerra de Vietnam nos hizo algo. Teníamos el poderío militar, las armas, la munición, la mano de obra, los aviones, los barcos y los instrumentos de guerra nunca antes imaginados. ¡Pero no pudimos conquistar!
Lo que ocurrió no ocurrió en Danang ni en Saigón. Solo salió a la superficie allí. Sucedió primero en y a las universidades de Estados Unidos. Ocurrió cuando se protegió a agnósticos y ateos para que enseñaran su filosofía de religión en instituciones públicas de educación superior. Como ellos no afirman pertenecer a ninguna iglesia, se supone que el principio de separación de la Iglesia y el Estado no les aplica. Son libres de enseñar su filosofía sin fe con fondos públicos, de sacudir o incluso destruir la fe de sus estudiantes. Mientras tanto, a los maestros de fe se les restringe y se mantiene a las iglesias fuera de los campus.
Lo que pasó, pasó en y a las escuelas y a las iglesias, a los pueblos y a las ciudades; pasó en los hogares y en los corazones del pueblo estadounidense.
Algunas cosas terribles ocurrieron en Vietnam. Nuestros hombres no tenían estómago para ello mientras lo hacían, y no pudieron superarlo después de haberlo hecho. Muchos lucharon sin la convicción de que lo que hacían tenía un propósito moral fundamental.
Vietnam fue distinto de las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial. En aquel tiempo, debido a la matanza diaria y a la certeza de un horrible incremento de bajas en ambos bandos en caso de una invasión de Japón, se argumentaba —no sin razón— que la pérdida de vidas sería menor si la guerra terminaba mediante el uso de la bomba. Aun así, algo se perdió para la humanidad cuando aquello ocurrió, porque los soldados rasos de la humanidad sufrieron.
También fue distinto en la guerra de Corea, pues allí nuestros motivos estaban más firmemente establecidos. Y lo que después habría de ocurrir al tejido moral de nuestra nación todavía no había sucedido entonces.
El Debilitamiento de la Fibra Moral
Algo le ha sucedido a nuestra conciencia colectiva. Los países tienen conciencia, así como las personas también la tienen. Algo en nuestra conciencia nacional se ha perturbado. Al final, una conciencia oscurecida no puede conquistar. Al final, una conciencia clara no puede ser derrotada.
Algo está debilitando la fibra moral del pueblo estadounidense. Siempre hemos tenido parejas que vivían juntas sin matrimonio, pero nunca lo habíamos honrado como un estilo de vida aceptable. Siempre hemos tenido hijos nacidos fuera del matrimonio, pero nunca lo habíamos hecho respetable. Y nunca antes habíamos considerado a los bebés —concebidos dentro o fuera del matrimonio— como una inconveniencia y destruido a miles de ellos por medio del aborto; y esto mientras hay parejas estériles que anhelan tener un hijo al cual criar.
Siempre hemos tenido algunos que seguían una vida de perversión, pero nunca antes habíamos aprobado leyes para proteger ese estilo de vida por temor a ofender los derechos de un individuo. Nunca habíamos estado tan “liberados”.
Siempre hemos tenido quienes cometían actos criminales, pero no habíamos puesto los derechos del acusado por encima de los derechos de la víctima.
Si un solo alma no desea escuchar por un momento una oración pública —una que no ofende y que incluso agrada a la mayoría—, se nos dice que ahora debemos eliminar por completo la oración de toda la vida pública.
Siempre hemos tenido drogas adictivas, pero no en las variedades que tenemos ahora ni vendidas abiertamente cerca de las escuelas públicas, incluso primarias. Cuando la perversión y la adicción se justifican como expresión de los derechos individuales y convocan a una pestilencia que amenaza incluso a los inocentes, ¿debe acaso el derecho a la privacidad impedir incluso las pruebas individuales que ayudarían a identificar dónde se está propagando? ¿Qué clase de libertad personal es esa, en realidad?
Derechos Individuales y Colectivos
¿Acaso dieron sus vidas nuestros jóvenes por esto? Siempre hemos sostenido que los derechos del individuo son soberanos. Pero nunca antes habíamos colocado los derechos colectivos de la mayoría en subordinación a los derechos individuales de un solo ciudadano.
Cualquier virtud, llevada al extremo, se convierte en vicio: la austeridad se convierte en tacañería, la generosidad en despilfarro, la confianza en uno mismo en orgullo, la humildad en debilidad, y así sucesivamente. Los derechos individuales como ideal no pueden perdurar si no hay respeto por el albedrío de los demás. No hay verdadera libertad sin responsabilidad. La libertad sin restricción se convierte en tiranía de una clase nueva y fatal.
La libertad ciertamente no puede existir bajo un sistema en el cual los ciudadanos son despojados de su individualidad y obligados por un estado despótico a existir como abejas obreras sin rostro en una sociedad sin clases. ¡Eso es esclavitud!
Pero tampoco puede la libertad sobrevivir mucho tiempo en una sociedad donde los derechos del individuo se promueven fanáticamente sin importar lo que le ocurra a la sociedad misma. Los derechos del individuo —ese ideal, esa virtud—, cuando se llevan al extremo, como otras virtudes, pronto se convierten en vicio. A menos que se asegure un equilibrio, los activistas, abogados, legisladores, jueces y tribunales que creen estar protegiendo la libertad individual, en realidad están fabricando un nuevo y sutil y siniestro tipo de dictadura.
Tenemos un ejemplo actual.
Un símbolo es un objeto que representa algo que, aunque igualmente real, no es tangible. La bandera es un símbolo.
Cuando la Libertad desde su altura montañosa
desplegó al aire su estandarte,
rasgó el azur manto de la noche
y allí colocó las estrellas de la gloria;
mezcló con sus magníficos tintes
la blanca faja láctea de los cielos,
y rayó su puro y celestial blanco
con las vetas de la luz de la aurora.
Entonces, desde su mansión en el sol,
llamó a su portador, el águila,
y puso en su poderosa mano
el símbolo de su tierra escogida.
—Joseph Rodman Drake, en John Bartlett, Familiar Quotations (Boston: Little, Brown and Company, 1968), pág. 578
Destruir ese símbolo es rechazar lo que representa.
La quema de la bandera es un acto que en sí mismo se convierte en símbolo. Simboliza el rechazo al Juramento de Lealtad. La Declaración de Derechos garantiza la libertad de expresión. La expresión se compone de palabras habladas o impresas. Palabras son palabras son palabras. Actos son actos son actos.
La destrucción intencionada de la bandera, que pertenece a todos nosotros, es el acto de un extremista. Una decisión judicial que legalice su destrucción para proteger los derechos de un solo manifestante es igualmente extrema.
Los derechos del individuo, aunque dados por Dios, no pueden ser absolutos, simplemente porque existen muchos individuos. ¿Acaso no nos aconsejó Dios mismo ser templados en todas las cosas? (Alma 7:23; 38:10; DyC 12:8).
La Libertad Requiere una Ciudadanía Virtuosa
La libertad no puede sobrevivir ante este extraño y nuevo despotismo. Pero sí puede sobrevivir en una sociedad sensata, donde los extremos se equilibran. A eso lo llamamos democracia. Vale la pena preservarla. Y ahora se encuentra en un peligro ominoso.
El Libro de Mormón dice algo al respecto:
*Escoged por la voz de este pueblo jueces, para que seáis juzgados según las leyes que han sido dadas por vuestros padres, las cuales son correctas, y las cuales fueron dadas por la mano del Señor.
Y no es común que la voz del pueblo desee algo contrario a lo que es justo; pero es común que la parte menor del pueblo desee lo que no es justo; por tanto, esto habéis de observar y hacerlo vuestra ley: obrar según la voz del pueblo.
Y si llega el tiempo en que la voz del pueblo elija la iniquidad, entonces es cuando los juicios de Dios vendrán sobre vosotros; sí, entonces es cuando él os visitará con grande destrucción, tal como hasta aquí ha visitado esta tierra* (Mosíah 29:25–27).
El Libro de Mormón también nos advierte que estemos atentos durante tiempos de paz y prosperidad:
Sí, y podemos ver que en el mismo tiempo en que él prospera a su pueblo, sí, en el aumento de sus campos, sus rebaños y sus manadas, y en oro, y en plata, y en toda clase de cosas preciosas de toda especie y arte; alargando sus vidas, librándolos de las manos de sus enemigos; ablandando el corazón de sus enemigos para que no les declaren guerras; sí, en fin, haciendo todas las cosas para el bienestar y la felicidad de su pueblo; sí, entonces es cuando endurecen sus corazones y olvidan al Señor su Dios, y hollan bajo sus pies al Santo de Israel; sí, y esto a causa de su comodidad y de su excesiva prosperidad (Helamán 12:2).
Y así vemos que, a menos que el Señor castigue a su pueblo con muchas aflicciones, sí, a menos que los visite con la muerte y con el terror, y con el hambre y con toda clase de pestilencia, no se acordarán de él (Helamán 12:2–3).
Debe haber suficientes entre nosotros que tengan la fe suficiente y la moral suficiente para desear lo que es correcto. Las virtudes, como el amor, la libertad y el patriotismo, no existen en abstracto, existen en lo concreto. Si la moralidad existe en absoluto, existe en el corazón y la mente del ciudadano común y corriente. Tales virtudes no pueden estar aisladas en ningún otro lugar: no en las rocas ni en el agua, no en los árboles ni en el aire, no en los animales ni en las aves. Si existen, existen en el corazón humano. La moralidad florece cuando los hombres comunes y corrientes son libres. Florece donde la conciencia está clara, donde los hombres tienen fe en Dios y obedecen las restricciones que él ha puesto a la conducta humana.
Hay una luz, la “luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene al mundo” (Juan 1:9). Esta Luz de Cristo es el ingrediente que une a toda la familia humana y constituye algo así como una conciencia universal. No hay nada correcto que no podamos lograr si nuestra conciencia individual y nacional está limpia.
Vivid Vidas Ordinarias y Decentes
Ahora, ¿qué hemos de hacer? Os lo diré:
Simplemente id a casa y sed personas decentes, cristianos de los que van a las reuniones dominicales. Enseñad a vuestros hijos decencia y honor, cooperación y tolerancia, civismo y patriotismo. Enseñadles a ser buenos. Enseñadles a tener una conciencia limpia. Entonces produciremos una generación que sabrá qué hacer y tendrá el valor de hacerlo.
El diácono Josiah Haynes, de ochenta años, que cayó en Concord, y James Hayward, de veintidós, cuyas últimas palabras a la joven que amaba más que a su madre fueron: “No me arrepiento de haber salido”, ambos tuvieron convicción y el valor de morir por ella. Peter Francisco en Virginia, Hannah Hendee en Vermont: ambos vivieron por ello.
¡Vosotros vivid por ello! Sed simplemente decentes. Cuidad de vuestra familia, de vosotros mismos. No abandonéis esa responsabilidad al gobierno, y no permitáis que os la arrebaten. Id donde se fomenta la virtud, la moralidad y la conciencia limpia. Id a la iglesia, cumplid con vuestra parte, pagad vuestros diezmos y ofrendas, haced vuestras oraciones, leed las Escrituras. Sed ciudadanos: votad; de hecho, orad y luego votad. Entonces, cuando llegue la crisis —y llegará— vosotros y todos nosotros sabremos lo que es correcto y estaremos dispuestos a hacerlo.
Veo que algo más está ocurriendo, algo bueno. Veo un resurgimiento de fe y decencia. Veo a un público inquieto diciendo: “¡Basta ya, nos estamos acercando al límite en algunas cosas!” Veo a los hombres comunes uniéndose para expresar una voluntad colectiva. Les oigo decir: “Ya hemos tenido suficiente de extremos. Queremos una democracia equilibrada, común, sencilla, de todos los días.”
Ha sido profetizado que la Constitución de los Estados Unidos penderá de un hilo y que los élderes de Israel saldrán para salvarla (Brigham Young, Journal History, 4 de julio de 1854; Church News, 15 de diciembre de 1948). En mi opinión, eso no requerirá de unos pocos héroes en cargos públicos impulsando alguna legislación salvadora en los pasillos del Congreso, ni de brillantes líderes militares organizando nuestra defensa contra un ejército invasor. En mi opinión, bien podría lograrse gracias a los hombres y mujeres comunes de fe que veneran la Constitución y creen que la fuerza de la democracia descansa en la familia ordinaria y en cada uno de sus miembros.
Esa fuerza salvadora descansa en los padres y madres comunes que no descuidan el desarrollo espiritual de sus hijos. Descansa en los padres y madres que enviarán a sus hijos e hijas a los cuatro rincones de la tierra para enseñar que, si seguimos su palabra, “entonces seréis en verdad mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31–32).
¡Patrick y Nathan, os necesitamos! ¡George y Abraham, os necesitamos! ¡Necesitamos vuestro heroico patriotismo! Josiah y James, Peter y Hannah, a vosotros os necesitamos más que a nadie. Os necesitamos exactamente donde estáis: en pueblos comunes, viviendo en hogares comunes, yendo a trabajos comunes, enviando a vuestros hijos a escuelas comunes y llevándolos a iglesias comunes para adorar a Dios. Eso nos asegurará la fibra moral de la que brotarán el patriotismo extraordinario y la fe extraordinaria que nos mantendrán libres.
Discurso pronunciado en la conferencia general de abril de 1989.
























