Nuestras Invalorables Bendiciones Especiales
Presidente J. Reuben Clark, Jr.
Segundo Consejero de la Primera Presidencia
Mis hermanos y hermanas, y amigos: Doy gracias a nuestro Padre Celestial porque nos ha permitido reunirnos nuevamente, y en particular porque tengo el privilegio de estar con ustedes. Sinceramente invoco la fortaleza de su fe y sus oraciones, para que lo que diga pueda ser de ayuda para ustedes y para mí, y contribuya a darnos fortaleza, valor y determinación para proseguir en la obra del Señor.
Hace años escuché una declaración de un banquero no miembro de la ciudad, la cual siempre me ha impresionado. Se cuenta que él dijo —por supuesto, en broma— que el mormón tiene seis sentidos: los cinco que tienen los mortales comunes y un sexto que le permite creer en el mormonismo.
Estoy más agradecido de lo que puedo expresar por ese sexto sentido. A lo largo de todas las edades ha habido grandes grupos de humanidad que no han podido creer en el evangelio. La propia familia de Adán fue invadida. Su hijo ofreció un sacrificio impropio y luego cometió asesinato. Le fue quitado el derecho a oficiar sacrificios. Fue excluido; perdió su sacerdocio, que nunca ha sido restaurado a sus descendientes Gén. 4:3–13 Pero esa rama así comenzada creció y prosperó en la tierra, y desde ese tiempo en adelante el mundo pagano ha constituido una gran parte de la humanidad. Sabemos que el evangelio se predicó desde el principio; pero los hombres no quisieron escucharlo. Vino el Diluvio y destruyó a los habitantes, salvo unos pocos, y después del Diluvio volvió la iniquidad entre los hombres, y otra vez una gran parte, la mayor parte, rehusó seguir al Señor.
Este evangelio de Cristo es el verdadero camino de salvación y exaltación en el reino de Dios. Ha sido el mismo evangelio desde el principio; no siempre se lo entendió, no siempre se lo predicó, pero ha sido el plan de vida, de salvación y de exaltación desde que se le enseñó a Adán.
Pablo dijo: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” Gál. 1:8
Pues bien, ahora hay lobos en el redil, disfrazados de ovejas. Contra ellos y contra sus enseñanzas debemos todos luchar afirmativamente a favor de las verdades del evangelio.
El Salvador dijo que en los últimos días habría quienes vendrían y dirían: “He aquí, aquí está el Cristo, o allí…
“He aquí, está en el desierto… está en los aposentos; no lo creáis” Mat. 24:23,26
Saben, yo siento que no debemos reducir eso a un mero asunto de lugar. Aquel hombre y aquella mujer que enseñan doctrina falsa como si fuera doctrina de Cristo están clamando: “He aquí el Cristo”, en el sentido en que debe entenderse esta gran declaración del Salvador.
Por ello me siento feliz de que nosotros, los Santos de los Últimos Días, tengamos una bendición y una herencia que nos enseñan las verdades de este evangelio eterno, que ha estado con el mundo desde el comienzo. Estamos maravillosamente bendecidos, y toda bendición conlleva una responsabilidad. Poseyendo esa bendición, la responsabilidad es nuestra de vivir de acuerdo con las verdades que tenemos. Somos bendecidos por saber que la vida tiene un propósito. Somos bendecidos por saber que antes de venir tuvimos una existencia. Somos bendecidos por saber que vinimos a esta tierra, que fue creada con el fin de darnos las experiencias de la mortalidad. Somos bendecidos por saber que si observamos y guardamos los mandamientos del Señor, nuestra salvación y exaltación están aseguradas. Esa es parte del sexto sentido que poseemos.
Somos bendecidos por poder aceptar las Escrituras y por aceptarlas como la palabra de Dios y como una historia de Sus tratos con Su pueblo; específicamente, la Biblia. Y aunque creemos en la Biblia “en tanto esté traducida correctamente” Art. de Fe 1:8, no estamos dispuestos a aceptar estas traducciones modernas, que en gran medida tienden a destruir a Cristo y Su sacrificio, Su resurrección.
Somos bendecidos por creer en Dios, un Ser que se ha manifestado en nuestros días en la gran visión de todos los tiempos, acerca de la cual estos niños cantaron tan hermosamente al comienzo de esta reunión. Somos bendecidos con el testimonio de que el Hijo era a imagen del Padre, y de que nosotros también somos creados a Su imagen. Esa es parte de nuestra bendición.
Somos bendecidos por saber que Dios no solo habló en los tiempos antiguos, sino que también habla hoy, y que lo ha hecho, y lo hace, con la misma claridad y especificidad con que habló a Israel en el monte Sinaí. No habla solamente por parábolas, como enseñó a algunas de las multitudes, recordarán, en Palestina, declarando que les enseñaba así para que no entendieran ni creyeran y Él tuviera que bendecirlos Mat. 13:10–15 Habla con claridad, repito, de modo que todos puedan entender.
La revelación, la revelación continua, viene de nuestro Padre Celestial, y para la Iglesia, viene y solo viene al Presidente de la Iglesia. Cada individuo que viva rectamente puede recibir esa inspiración proveniente de Él, y si no la recibe, corrija su manera de vivir, y la recibirá. La revelación no es intuición, como algunos quisieran sugerir.
Somos bendecidos por la fe que tenemos, la fe viva y activa que no solo nos inspira a vivir como debemos, sino que nos da poder y fortaleza. Nuestro pueblo ha definido la fe como la causa impulsora de toda acción. La fe no es mera confianza; la fe es una fuerza viva, y creo que inteligente, con la cual Dios mismo realiza Su gran obra.
Somos bendecidos porque, junto con esa fe, poseemos el sacerdocio, el Santo Sacerdocio de Dios; la autoridad de ese sacerdocio es la autoridad para actuar en el nombre de nuestro Padre Celestial y ejercer Su poder en la medida en que esa autoridad nos ha sido conferida. Somos bendecidos —como lo saben miles— porque ese sacerdocio, con la fe ejercida por medio de él, sana a nuestros enfermos, nos da paz, nos da consuelo, nos da consuelo en la aflicción, nos ayuda en nuestra labor diaria, día tras día. Somos bendecidos en ello más de lo que puedo expresar, y pienso que hay pocos aquí hoy que no hayan visto una manifestación del ejercicio de la fe mediante las administraciones del sacerdocio.
Somos bendecidos, iba a decir, por encima de todo, por nuestro conocimiento, nuestro testimonio, nuestro testimonio de que Jesús es el Cristo. Y ¡qué responsabilidad trae a nosotros ese conocimiento! Que Él vino a la tierra como sacrificio para responder por la Caída de Adán. Cómo se llevó esto a cabo, el Señor no lo ha revelado. No estoy seguro de que, aunque lo revelara, nuestras mentes finitas pudieran comprenderlo. Parte del problema del mundo de hoy es que los hombres se niegan a creer cosas que no pueden entender. De la gran miríada de cosas que conciernen a la existencia y al universo, ¡qué pocas son las que el hombre puede comprender! Y sin embargo, ¿por qué habríamos de negar el universo y sus maravillas simplemente porque el hombre finito no puede abarcarlo?
Jesús, el Salvador del mundo, nacido de mujer, divino, vivió Su vida, se ofreció como sacrificio, fue al sepulcro, se levantó la mañana del tercer día como Ser resucitado y, después de ello, se movió entre Sus semejantes, en grupos selectos, casi como cuando era mortal: comió con ellos, conversó con ellos, los instruyó. Somos beneficiarios de ese sacrificio, porque mediante Su resurrección trajo la resurrección a todos nosotros; todo hombre y mujer nacidos en la mortalidad sobre la tierra son beneficiarios de ese gran sacrificio. Repito, ese testimonio y ese conocimiento traen a cada uno de nosotros una gran responsabilidad. No se puede ser un cristiano honrado si no se cree y se vive como Cristo lo señaló.
Somos bendecidos al saber que, así como a lo largo de la historia los hombres y las mujeres se han descarriado, también sabemos que la Iglesia que el Cristo y los Apóstoles que le siguieron establecieron no permaneció mucho tiempo sobre la tierra. Pasaron unos pocos siglos y ya se había corrompido. Se convirtió en una Iglesia apóstata. Este es nuestro testimonio; este es nuestro testimonio de ello. Esa bendición es una de las bendiciones que acompañan a nuestra creencia en el mormonismo.
Puesto que la verdadera Iglesia había desaparecido, arrastrando en su ruina el sacerdocio de la Iglesia, fue necesario que hubiera una restauración, y a su debido tiempo esa restauración se produjo. Saben, siempre me ha resultado difícil comprender —ignorando totalmente mis creencias, testimonios y testificación del evangelio— cómo pueden algunos decir que durante los primeros siglos, milenios, el Señor enseñó y habló con Sus hijos, los guió y dirigió, les dijo qué hacer en sus tiempos de angustia, y luego decir que al final de la era cristiana cesó la revelación.
Ciertamente, jamás ha estado la humanidad en una condición más angustiosa e incierta que hoy, en el día en que vivimos. ¿Diremos que Dios ha callado Su voz, que ha cerrado Sus oídos a nuestras oraciones, que ya no se preocupa por nosotros ni nos ama? Racionalmente, llegar a la conclusión de que así es sería absurdo. De modo que, en este tiempo nuestro, hace poco más de cien años, Dios vino, Él y Su Hijo Jesucristo, y por medio del Profeta José Smith abrió esta última dispensación, la del cumplimiento de los tiempos. Nosotros, los mormones, somos bendecidos con el testimonio y la seguridad de ello.
También somos bendecidos con el testimonio y la seguridad de que no solo vinieron a José los poderes y la autoridad, sino que él los transmitió, y que hoy el presidente McKay, como profeta, vidente y revelador, representa a la Iglesia como la boca de Dios, y que cuando habla por inspiración del Señor, como lo hará cuando hable a la Iglesia, proclama lo que el Señor desea que sepamos hoy.
Mis hermanos y hermanas, por todas estas bendiciones estoy agradecido. Me alegra poseer ese sexto sentido que me permite no solo creer, sino tener un conocimiento espiritual de que todo lo que he dicho hoy es verdadero, junto con incontables otros principios para los cuales no hay tiempo de mención.
Les testifico que Dios vive, que aún habla, no en términos vagos y místicos, sino directamente. Les testifico que Jesús es el Unigénito del Padre, que vino a la tierra, tomó sobre Sí la mortalidad y dio cumplimiento a las demandas de la justicia al cumplir Su misión, al entregar Su vida en el sacrificio necesario para librarnos de la Caída. Les testifico que Él es el Hijo de Dios, el sacrificio expiatorio, las primicias de la resurrección 1 Cor. 15:20 y que todos seremos resucitados, tal como Él lo fue, y saldremos, así como Él salió, en la imagen en la cual ahora vivimos.
Les testifico nuevamente que la autoridad conferida a José todavía está en la Iglesia, y que el Presidente de la Iglesia, nuestro gran líder, el presidente David O. McKay, es el depositario en este momento de todo el poder y la autoridad que se confirieron a José al comienzo de la dispensación, por medio del ministerio de ángeles y del propio Salvador.
Que Dios aumente este testimonio en mí, y que a ustedes, que poseen el testimonio, les conceda el poder y la fortaleza para vivir de acuerdo con los principios del evangelio, ruego humildemente en el nombre de Jesús. Amén.
























