Doctrina y Convenios Sección 112

Doctrina y Convenios
Sección 112


Resumen breve por Steven C. Harper
De Doctrine and Covenants Contexts

¿Conoces a alguien que solo escucha aquellas partes de una conversación que validan sus pensamientos o acciones? ¿Eres tú esa persona?

La apostasía se extendió entre los santos en Ohio en 1837, incluso entre los apóstoles. Thomas Marsh, presidente del Cuórum de los Doce Apóstoles, trató de reconciliar a los miembros de su cuórum que estaban en dificultades y prepararlos para una misión a Gran Bretaña bajo su liderazgo. Thomas había programado una reunión del cuórum para el 24 de julio de 1837 en Kirtland. Cuando llegó, descubrió que José ya había llamado y enviado a los apóstoles Heber Kimball y Orson Hyde a Inglaterra. Tras consultar con Brigham Young, miembro del cuórum, Thomas acudió a José en busca de consejo y reconciliación. En esa reunión, Thomas escribió la sección 112 mientras José la dictaba.

Ambicioso y lleno de potencial, Thomas, junto con algunos de los apóstoles, se encontraba dividido, insatisfecho y poco valorado. La revelación reconoce que los apóstoles habían recibido las llaves del sacerdocio y la grandeza de su llamamiento, pero también insinúa orgullo, incluso blasfemia y apostasía entre algunos, y la necesidad de que Thomas y su cuórum se arrepintieran y luego predicaran arrepentimiento y bautismo (D. y C. 112:23–26).

Aunque escribió las palabras del Señor tal como José las habló, Thomas Marsh escuchó la sección 112 de manera selectiva. Llevó la revelación a Vilate, la esposa de Heber Kimball, y le dijo que José le había asegurado que la obra misional de su esposo en Inglaterra no sería efectiva hasta que Thomas lo dispusiera. Mientras tanto, Heber y sus compañeros enviaban cartas desde el Atlántico informando de su éxito en la obra. Como expresó Heber: “Todo estaba bien para preparar el camino al hermano Marsh”.

Thomas Marsh tenía un problema de arrogancia. Escuchaba e interpretaba de manera egoísta los pasajes de la revelación que le recordaban su alta posición, la grandeza de su llamamiento, la posesión de poderosas llaves del sacerdocio y su papel impresionante en la difusión del evangelio a las naciones. No escuchó el mandamiento de la revelación de ser humilde (D. y C. 112:10), de “no os exaltéis” ni de “no os rebeléis contra mi siervo José” (v. 15).

Thomas regresó a su hogar en Misuri, como se le mandó en el versículo 5, y continuó sirviendo allí como impresor de la Iglesia. En el otoño de 1838, se exaltó a sí mismo y se rebeló contra José. Repudió públicamente las decisiones de los concilios de la Iglesia para defender a su esposa en una disputa doméstica con otra hermana. Luego firmó una declaración jurada acusando a José Smith de traición, lo que llevó a su encarcelamiento. Thomas fue excomulgado en marzo de 1839 y permaneció alejado de la Iglesia por casi dos décadas.

En mayo de 1857 escribió una humilde carta, nada menos que a Heber Kimball, quien en ese momento servía en la Primera Presidencia. “No merezco lugar alguno entre ustedes en la Iglesia, ni siquiera como el miembro más insignificante”, confesó Thomas, “pero no puedo vivir sin una reconciliación con los Doce y con la Iglesia a quienes he ofendido”. En esa misma carta, Marsh se refirió a su comisión apostólica afirmada en la sección 112: “Se me encomendó una misión y nunca la cumplí, y ahora temo que sea demasiado tarde, pero veo que ha sido cumplida por otro; el Señor puede seguir adelante muy bien sin mí y no ha perdido nada con mi caída; pero ¡oh, qué he perdido yo!”.

No seas esa persona. Sé humilde, no te exaltes, no te rebeles contra los siervos del Señor, y el Señor te guiará de la mano y contestará tus oraciones (D. y C. 112:10).

Contexto adicional por Casey Paul Griffiths

Doctrina y Convenios 112 es una revelación dada a Thomas B. Marsh, el presidente original del Cuórum de los Doce Apóstoles en esta dispensación. Fue recibida en un tiempo de creciente disensión respecto al liderazgo de José Smith en Kirtland, Ohio. Marsh, junto con David W. Patten y William Smith, viajó desde Far West, Misuri, hasta Kirtland para atender inquietudes entre los miembros de los Doce. Cuando Marsh y su grupo llegaron a Kirtland, encontraron que José Smith y la Primera Presidencia habían enviado a Heber C. Kimball y Orson Hyde, otros dos miembros de los Doce, a cruzar el Atlántico y abrir Gran Bretaña a la predicación del evangelio. Marsh creía que era su responsabilidad dirigir a los Doce en la tarea de llevar el evangelio a otras naciones y pudo haberse sentido frustrado por la decisión de enviar misioneros a Inglaterra sin haberlo consultado primero.

Contrario a las expectativas de Marsh, un mes antes José Smith había sentido la inspiración de llamar a Heber C. Kimball a una misión en Inglaterra. Más tarde, Kimball escribió: “El domingo 4 de junio de 1837, el Profeta José Smith vino a mí, mientras yo estaba sentado al frente del púlpito, sobre la mesa de la Santa Cena, en el lado del sacerdocio de Melquisedec del Templo en Kirtland, y susurrándome dijo: ‘Hermano Heber, el Espíritu del Señor me ha susurrado: “Que mi siervo Heber vaya a Inglaterra y proclame mi Evangelio, y abra la puerta de la salvación a esa nación.” Parte de la revelación en Doctrina y Convenios 112 trata sobre la relación entre los Doce y la Primera Presidencia en su obra en la Iglesia.

La revelación también habla de la creciente disensión en la Iglesia en Kirtland. A finales de 1836, el Profeta y otros líderes de la Iglesia organizaron la Kirtland Safety Society, una institución financiera propiedad de la Iglesia, que esperaban aliviara algunas de las preocupaciones económicas de los santos. En lugar de eso, una tormenta perfecta de oposición organizada, inexperiencia, mala administración y un pánico financiero nacional llevó al colapso de la Safety Society en solo unos meses. Las pérdidas económicas y otras preocupaciones generaron discordia entre los Doce; John F. Boynton, Luke y Lyman Johnson, e incluso Parley P. Pratt, se pronunciaron en contra de José Smith. Vilate Kimball reconoció la validez de algunas de las inquietudes de los disidentes, pero cuestionó sus métodos. Escribió a su esposo, Heber: “Ahora, después de todo lo que he dicho sobre este grupo disidente, hay algunos de ellos a quienes amo, y siento gran afecto y compasión; sé que han sido probados hasta el límite; y lo que más me duele de todo es que muchas de las cosas que cuentan, no tengo duda de que son demasiado ciertas. Aun así, no creo que sean justificables en el curso que han tomado”.

Durante estas difíciles circunstancias se recibió Doctrina y Convenios 112. Originalmente fue escrita por el mismo Thomas B. Marsh, aunque esa copia se ha perdido. La revelación fue considerada tan importante que varios miembros de los Doce, incluyendo a Brigham Young y Wilford Woodruff, hicieron copias a mano. Se incluyó por primera vez en la edición de 1844 de Doctrina y Convenios.

Véase “Introducción histórica”, Revelación, 23 de julio de 1837 [D. y C. 112].


Versículos 1–10
Instrucciones a Thomas B. Marsh y a los Doce


El Señor dirige palabras a Thomas B. Marsh, presidente del Quórum de los Doce, recordándole su llamamiento y la gran responsabilidad de guiar con humildad, rectitud y fe. Se le amonesta a no exaltar su corazón y a reconocer su dependencia de Dios.

En estos primeros versículos, el Señor se dirige directamente a Thomas B. Marsh, quien en ese momento era presidente del Quórum de los Doce Apóstoles. La revelación muestra el peso sagrado de su llamamiento y al mismo tiempo revela la ternura y la firmeza con la que Dios guía a Sus siervos.

El Señor le recuerda a Marsh que su posición no es un título de honor para ensalzarse, sino una responsabilidad santa que requiere absoluta humildad y dependencia de Dios. Le advierte que no permita que su corazón se enorgullezca ni que busque su propia gloria, porque el poder que ejerce proviene únicamente del Señor. La advertencia es clara: si se confía en la fuerza del hombre, el liderazgo se convierte en frágil e ineficaz; pero si se confía en Dios, se convierte en un canal de poder divino.

Doctrinalmente, este pasaje enseña que el liderazgo en la Iglesia está inseparablemente ligado a la obediencia y a la rectitud. No basta con tener una investidura de autoridad; el Señor recalca que la autoridad pierde eficacia cuando el corazón se llena de orgullo. Por lo tanto, la verdadera guía espiritual no proviene de imponer ni de dominar, sino de ser un siervo fiel que actúa con mansedumbre y pureza de intención.

El mensaje también tiene un alcance más amplio: así como Marsh debía recordar su dependencia del Señor, todo discípulo de Cristo debe reconocer que sin Él nada podemos hacer. El Señor confiere dones, llamamientos y oportunidades, pero espera que Sus hijos permanezcan humildes y agradecidos. En la vida de Marsh, estas palabras fueron proféticas, pues poco tiempo después su orgullo y resentimiento lo llevaron a apartarse de la Iglesia. Esto resalta la vigencia del consejo: el orgullo es uno de los mayores peligros en la obra del Señor.

En resumen, los versículos 1–10 nos enseñan que la verdadera autoridad en el reino de Dios solo puede ejercerse cuando el corazón del líder es humilde, cuando reconoce que el Señor es la fuente de todo poder, y cuando dirige no para sí mismo, sino para glorificar a Dios y bendecir a Sus hijos.


Versículos 11–15
Humildad y arrepentimiento de los Doce


El Señor llama a los Doce a arrepentirse, a ser humildes y a fortalecer su fe. Se les advierte contra el orgullo y la rebeldía, recordándoles que el poder y la autoridad vienen del Señor y no de los hombres.

En estos versículos el Señor amplía Su mensaje, ya no solo dirigido a Thomas B. Marsh, sino también a todo el Quórum de los Doce Apóstoles. La amonestación es clara: deben arrepentirse, humillarse y fortalecer su fe. El Señor ve en ellos tanto potencial como peligro; por un lado, han sido escogidos para llevar Su evangelio al mundo, pero, por otro, son hombres sujetos a las mismas debilidades que cualquiera, y el orgullo o la autosuficiencia podrían desviarlos de su misión.

La doctrina aquí es profunda: el poder espiritual no se sostiene en la posición, sino en la pureza del corazón. El Señor recuerda a los Doce que la autoridad que poseen no es humana ni se gana por méritos propios, sino que proviene directamente de Él. Esta verdad establece un principio eterno: la eficacia del sacerdocio y de todo llamamiento en la Iglesia depende de la obediencia y la sumisión al Señor.

El llamado al arrepentimiento muestra la misericordia divina. El Señor no rechaza ni condena a Sus siervos por sus debilidades, sino que los invita a corregirse, a renovar su humildad y a recordar quién es la fuente de su poder. Es un recordatorio de que el arrepentimiento no es solo para los que cometen pecados graves, sino también para los líderes, para los discípulos más cercanos, para quienes están en la primera línea de la obra.

En la práctica, estos versículos nos enseñan que el orgullo y la rebeldía son incompatibles con el servicio divino. Quien confía en su propia fuerza pierde la compañía del Espíritu; pero quien se humilla ante Dios recibe poder y guía. Los Doce, como testigos especiales del Salvador, debían mantener un corazón contrito y dispuesto, porque su obra no era suya, sino del Señor.

En conclusión, el pasaje subraya que la humildad es la clave para preservar la autoridad espiritual. El arrepentimiento constante, la fe renovada y la dependencia del Señor son el camino seguro para que Sus siervos ejerzan con poder las llaves que Él les ha confiado.


Versículos 16–22
La obra de los Doce en las naciones


El Señor declara que los Doce son Sus siervos escogidos para abrir las puertas del evangelio a las naciones. Se les manda ir a predicar con valentía, siendo como heraldos de la salvación. Se profetiza que las llaves dadas a ellos servirán para la salvación de muchos.

En este pasaje el Señor expande la visión de los Doce más allá de los límites de la Iglesia en Kirtland o Misuri. Les recuerda que no han sido llamados únicamente para presidir sobre los santos locales, sino para una obra mundial: abrir las puertas del evangelio a todas las naciones. Son enviados como heraldos de salvación, portadores de las llaves que darán inicio a la gran obra de recogimiento de Israel.

El Señor los llama “mis siervos escogidos”, lo que enfatiza tanto la honra de su llamamiento como la responsabilidad que este conlleva. No se les escoge para posiciones de prestigio, sino para ser instrumentos de Dios en llevar luz a quienes viven en tinieblas. Aquí aparece un principio eterno: los llamados de Dios son puestos para servir, proclamar y salvar, nunca para engrandecerse.

Doctrinalmente, el pasaje enseña que las llaves del sacerdocio confiadas a los Doce tienen un alcance universal. Ellos poseen autoridad para abrir puertas, es decir, para llevar el evangelio a los pueblos y preparar el camino para la venida de Cristo. Estas llaves no son un símbolo vacío, sino un poder real que permite que las ordenanzas salvíficas lleguen hasta lo último de la tierra.

El Señor también los manda a predicar con valentía y decisión, sin temor a la oposición ni a la incredulidad de los hombres. El mensaje es claro: los siervos de Dios deben levantar la voz como trompeta, sin suavizar ni esconder la verdad. De esta manera, la obra avanzará, no porque ellos tengan poder humano, sino porque Dios los respalda.

En la práctica, estos versículos nos enseñan que el evangelio no está destinado a ser una fe local o limitada, sino una causa universal. Los Doce representan a la Iglesia entera en su misión hacia el mundo, y su llamado es un recordatorio de que cada discípulo de Cristo, en su medida, también es enviado a llevar el mensaje de salvación a los demás.

En resumen, los versículos 16–22 muestran cómo el Señor levanta a los Doce como instrumentos de alcance mundial, investidos con llaves divinas para abrir las puertas del evangelio. Su labor, marcada por valentía y humildad, traería salvación a muchos y daría cumplimiento a los propósitos eternos de Dios.


Versículos 23–26
Rechazo y juicio sobre los que se oponen


El Señor anuncia que quienes rechacen el mensaje de Sus siervos recibirán condenación. Se recuerda que el evangelio traerá división y pruebas, y que el Señor juzgará a las naciones de acuerdo con la luz y la verdad que reciban.

En estos versículos el Señor da un tono solemne y de advertencia. Después de confirmar el llamamiento y la misión de los Doce, declara que no todos recibirán el mensaje y que quienes lo rechacen quedarán bajo condenación. El evangelio es un ofrecimiento de gracia y salvación, pero también es una prueba que revela el corazón de cada hombre: aceptar la luz o permanecer en tinieblas.

El Señor advierte que Su evangelio traerá división y pruebas. Esto no porque Su doctrina sea de contienda, sino porque la verdad expone las intenciones de los hombres. Así como Cristo dijo en Su ministerio mortal que no vino a traer paz sino espada (Mateo 10:34–36), aquí también se enseña que el mensaje de salvación divide a los que creen de los que endurecen sus corazones. En otras palabras, el evangelio no deja indiferente: obliga a tomar una posición.

Doctrinalmente, este pasaje subraya un principio eterno: el juicio de Dios es proporcional a la luz recibida. Quien escucha el testimonio de Sus siervos y lo rechaza, no solo rechaza palabras humanas, sino la voz del mismo Señor que los envía. Por eso la condenación no es un simple castigo, sino la consecuencia de rehusar la verdad cuando ha sido claramente presentada.

El mensaje también recalca que el evangelio es una responsabilidad. Aquellos a quienes llega la luz tienen el deber de responder, pues el Señor juzgará a cada nación y a cada persona según la verdad que hayan recibido. Esto enseña que la justicia de Dios es perfecta: no condena a quienes nunca escucharon, pero sí responsabiliza a quienes, habiendo oído Su voz, la desprecian.

En la práctica, estos versículos invitan a reflexionar en la seriedad de escuchar la palabra del Señor. Rechazar Su mensaje trae consecuencias eternas, mientras que aceptarlo abre las puertas de la salvación. La división y las pruebas que acompañan al evangelio son parte del plan: ponen a prueba la fe, revelan la lealtad y purifican a los verdaderos discípulos.

En conclusión, los versículos 23–26 muestran que la obra de Dios no avanza sin oposición y que el evangelio es una espada que corta hasta las intenciones del corazón. El Señor, en justicia perfecta, juzgará a cada nación y a cada hombre según la luz que haya recibido, confirmando que aceptar o rechazar a Sus siervos equivale a aceptar o rechazarlo a Él mismo.


Doctrina y Convenios 112:32: …de cierto os digo las llaves de la dispensación que habéis recibido han descendido de los padres, y por último, os han sido enviadas desde el cielo.
Durante siglos antes de la venida del Mesías, hombres y mujeres justos esperaban con anhelo el día en que toda la verdad y autoridad serían reunidas en una grandiosa totalidad. Los santos de la antigüedad hablaban de la dispensación del cumplimiento de los tiempos como un día en que todas las cosas serían reunidas en Cristo (Efesios 1:10). Esta dispensación final del evangelio es el océano de verdad revelada y poder en el que han desembocado todos los ríos y arroyos de las dispensaciones pasadas. Adán tenía el evangelio. Nosotros también. Enoc bautizaba y confirmaba. Nosotros también. Noé ordenaba a otros al sacerdocio. Nosotros también. Abraham participaba del matrimonio eterno. Nosotros también. Moisés recibió las más altas bendiciones del sacerdocio. Tal también es nuestro privilegio si permanecemos fieles y verdaderos. Por lo tanto, podemos regocijarnos humildemente de que las llaves del reino de Dios hayan sido confiadas al hombre en la tierra, y desde allí el evangelio se difundirá hasta los fines de la tierra (DyC 65:2).

El Señor declaró en Doctrina y Convenios 112:32: “De cierto os digo: las llaves de la dispensación que habéis recibido han descendido de los padres, y por último, os han sido enviadas desde el cielo.” Esta afirmación revela una profunda verdad sobre la naturaleza y el origen del sacerdocio y la autoridad en la Iglesia de Jesucristo. Las llaves del reino no surgieron de una organización terrenal, ni fueron inventadas por los hombres. Ellas han descendido, como una herencia sagrada, desde los patriarcas de antaño, pasando de dispensación en dispensación, hasta llegar finalmente a nosotros mediante revelación celestial. Esas llaves nos fueron restauradas desde el cielo a través de mensajeros divinos, en cumplimiento de un plan eterno.

Durante siglos, los hombres y mujeres justos miraban hacia el futuro con la esperanza de un día glorioso, en que todo el conocimiento, la autoridad y las bendiciones del Evangelio serían reunidas en un solo cuerpo, bajo la dirección de Cristo. Los antiguos profetas hablaron de ese tiempo como la “dispensación del cumplimiento de los tiempos”, cuando todo sería restaurado y reunido en Cristo, como lo expresó el apóstol Pablo en su carta a los efesios. Vivimos en ese tiempo. Nosotros somos los que hemos heredado la plenitud de la verdad, no por mérito propio, sino por el amor de Dios y su obra de restauración en los últimos días.

Esta dispensación final es como un gran océano que ha recibido el caudal de todos los ríos de las dispensaciones anteriores. Cada profeta en la historia ha contribuido con su parte del Evangelio. Adán tenía el evangelio. Nosotros también lo tenemos. Enoc bautizaba y confirmaba por la autoridad del sacerdocio. Nosotros también lo hacemos. Noé ordenó a otros al sacerdocio. Hoy seguimos ese mismo patrón. Abraham vivió los convenios del matrimonio eterno. Nosotros también participamos de ellos en los templos sagrados. Moisés recibió las más altas bendiciones del sacerdocio. Ese privilegio también nos ha sido ofrecido, si somos fieles y verdaderos. Esta continuidad no solo demuestra la unidad del plan de Dios, sino también nuestro lugar dentro de ese plan eterno.

Y con esas llaves en nuestras manos, con ese sacerdocio restaurado y esos convenios vigentes, el Señor ha profetizado que el Evangelio rodará hasta los confines de la tierra. Esta es una declaración poderosa de Doctrina y Convenios 65:2. La obra de Dios no se ha detenido; está en movimiento. Nosotros somos parte de esa gran ola de redención que alcanza a los hijos e hijas de Dios en todas las naciones, razas y lenguas. No se trata solo de que poseemos el Evangelio. Se nos ha encomendado la sagrada responsabilidad de compartirlo.

Saber que lo que hoy vivimos y practicamos no es algo nuevo ni aislado, sino una continuación directa de lo que se reveló a Adán, Enoc, Noé, Abraham y Moisés, debe llenarnos de humildad y gratitud. Somos parte de una cadena sagrada de revelación, una familia eterna de creyentes, una obra divina que trasciende el tiempo y la mortalidad. Cada vez que administramos una ordenanza, que sellamos un convenio o que compartimos nuestro testimonio, nos unimos a esa historia eterna de salvación.

Y así, con humildad y gozo, reconocemos que el Señor ha confiado al hombre en la tierra las llaves del Reino. Somos testigos y partícipes de la culminación de siglos de profecía. Como enseñó el presidente Russell M. Nelson, tenemos la sagrada responsabilidad de prepararnos y de preparar al mundo para la venida gloriosa de nuestro Redentor. Esta es nuestra hora. Esta es nuestra misión.


Versículos 27–34
Poder y autoridad del Quórum de los Doce


El Señor reafirma que el Quórum de los Doce tiene la autoridad y las llaves para abrir la puerta del evangelio a todas las naciones. Se les recuerda que deben ser unidos, obedientes y dedicados a Su obra, porque la autoridad que poseen proviene de Él.

En este último bloque de la revelación, el Señor sella Su mensaje con una declaración poderosa sobre la autoridad del Quórum de los Doce. Les recuerda que ellos poseen las llaves del sacerdocio para abrir la puerta del evangelio a todas las naciones, lo cual los coloca en una posición de gran responsabilidad dentro de Su obra. Esta investidura no es simbólica, sino real: significa que tienen la autoridad divina para predicar, organizar la Iglesia y extender el reino de Dios por todo el mundo.

El Señor recalca que estas llaves no son fruto del esfuerzo humano ni de méritos personales, sino que provienen directamente de Él. Doctrinalmente, esto afirma el principio de que toda autoridad en la Iglesia de Jesucristo es delegada; los hombres no gobiernan por derecho propio, sino como representantes autorizados de Cristo. Por eso se requiere de ellos una absoluta lealtad, obediencia y humildad.

El pasaje también subraya la necesidad de la unidad. Los Doce no debían actuar de manera independiente ni con ambiciones personales, sino como un cuerpo unido, con un solo corazón y un solo propósito. Esta unidad sería esencial para cumplir la obra mundial que se les encomendaba. La división entre ellos debilitaría la autoridad y el poder del sacerdocio; en cambio, la obediencia y la dedicación los fortalecerían como instrumentos escogidos.

Además, se recalca la dimensión global de su misión. Ellos no eran llamados únicamente a guiar a los santos de un área específica, sino a abrir las puertas del evangelio a todas las naciones, tribus y lenguas. Este mandato universal se conecta con las profecías del recogimiento de Israel y con la preparación para la segunda venida de Cristo.

En la práctica, este pasaje nos enseña que la autoridad divina se sostiene solo mediante la obediencia y la consagración. Los líderes de la Iglesia deben recordar que su poder es prestado, que deben ejercerlo con rectitud y que su deber principal es magnificar el llamamiento que el Señor les ha confiado. Al mismo tiempo, los miembros son invitados a reconocer y sostener esa autoridad, sabiendo que está respaldada por el cielo.

En conclusión, los versículos 27–34 reafirman que el Quórum de los Doce es un quórum de llaves y de autoridad mundial, llamado a abrir las puertas del evangelio a todas las naciones. Su éxito depende de su obediencia, su humildad y su unidad, porque solo así podrán magnificar el poder que proviene del Señor y llevar adelante la gran obra de salvación.


Comentario final

La sección 112 es una de esas revelaciones donde se percibe con claridad la seriedad y la grandeza del llamamiento apostólico. El Señor habla a Thomas B. Marsh, presidente del Quórum de los Doce, y por extensión a todo el quórum, con palabras que son tanto de consuelo como de advertencia.

Desde el principio, el tono es claro: el liderazgo en la Iglesia no es para la exaltación personal, sino para la humildad y el servicio. El Señor recuerda a Marsh que no debe confiar en su propia fuerza ni dejarse llevar por el orgullo. Esta advertencia es profética, porque el desenlace de su vida mostró lo frágil que puede ser un testigo especial de Cristo cuando se aparta de la humildad y del arrepentimiento constante.

Al dirigirse a los Doce, el Señor refuerza la misma enseñanza: su autoridad viene de Él, y si no se arrepienten y se humillan, su ministerio quedará vacío. Es un recordatorio eterno de que la autoridad del sacerdocio no se sostiene sin rectitud, y que incluso los más altos líderes están llamados a vivir un arrepentimiento continuo y sincero.

El corazón de la revelación, sin embargo, va más allá de la corrección personal. El Señor muestra la magnitud de la misión de los Doce: abrir las puertas del evangelio a todas las naciones, ser heraldos de salvación y testigos especiales del Señor Jesucristo. Sus llaves no se limitan a un territorio local, sino que abarcan el mundo entero. La visión es global, profética y preparatoria para la venida del Hijo del Hombre.

A la vez, el Señor advierte que esta obra no será recibida sin oposición. Muchos rechazarán a Sus siervos, y con ello rechazarán al mismo Cristo. La consecuencia de ese rechazo será la condenación, porque Dios juzga a cada persona y nación según la luz que recibe. El evangelio divide, prueba y purifica, revelando la verdadera lealtad de los hombres.

Finalmente, el Señor sella Su mensaje recordando a los Doce que su poder está en la unidad y la obediencia. Solo si permanecen unidos en corazón y voluntad podrán magnificar las llaves que han recibido. La autoridad que poseen es sagrada, y su éxito depende de su dependencia constante del Señor.

En conjunto, la sección 112 nos enseña que la humildad, el arrepentimiento, la obediencia y la unidad son los pilares sobre los que descansa el verdadero liderazgo en la Iglesia. Nos muestra que la obra del Señor es universal, que Sus siervos llevan llaves sagradas para bendecir a todas las naciones, y que cada discípulo de Cristo debe reconocer que la fuente de todo poder y salvación es únicamente el Señor Jesucristo.

Deja un comentario