Doctrina y Convenios
Sección 134
la sección 134 nos recuerda que el evangelio no se limita a la esfera privada, sino que ilumina también nuestra responsabilidad como ciudadanos. Nos enseña que la verdadera libertad viene de Dios, que los gobiernos deben reflejar Su justicia, y que los santos tienen el deber de ser discípulos de Cristo y ciudadanos ejemplares. Al honrar la ley, defender la libertad y rechazar toda persecución, nos preparamos para el día en que Cristo reinará como Rey de reyes y toda la tierra se regirá bajo Su justicia perfecta.
Contexto histórico y trasfondo
Resumen breve por Steven C. Harper
A la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se la ha calificado como “típicamente estadounidense”, pero al principio muchos la percibieron como todo lo contrario. Las revelaciones directas a un profeta—en las cuales Cristo se reservaba para sí mismo el poder ejecutivo, legislativo y judicial supremo—parecían antidemocráticas para los vecinos de los santos. Además, las declaraciones controversiales hechas en un periódico de la Iglesia por el editor William Phelps exigieron que la Iglesia aclarara su posición en relación con la esclavitud.
El 17 de agosto de 1835, se convocó en Kirtland, Ohio, una asamblea general de líderes del sacerdocio para escuchar a Oliver Cowdery y Sidney Rigdon presentar el libro de Doctrina y Convenios para su aprobación. Oliver presentó el libro y su contenido a los concilios reunidos, tras lo cual los líderes del sacerdocio testificaron unánimemente de su satisfacción con la obra. Luego, Oliver Cowdery leyó la sección 134, “De los gobiernos y las leyes en general”, que quizá haya sido principalmente, si no es que exclusivamente, producto de su mente y pluma. La asamblea también la “aceptó y adoptó” para su inclusión y, de ese modo, la sección 134, aunque no es una revelación, llegó a ser canonizada como parte de Doctrina y Convenios.
La sección 134 combina principios republicanos de gobierno constitucional y libertades individuales—incluyendo enfáticamente el derecho de la conciencia religiosa—con la preocupación de la Iglesia por sus derechos eclesiásticos. Nada en ella era nuevo u objetable para José. El texto informa a un público mal orientado y en ocasiones hostil que la Iglesia estaba en armonía con los valores predominantes en los Estados Unidos en el momento de su publicación. Al mismo tiempo, distancia a la Iglesia de partidos o causas, excepto la de compartir el evangelio.
José se hallaba en Míchigan cuando la asamblea general tomó estas decisiones. Él no fue el autor de la sección 134, pero la respaldó en abril de 1836. Los principios de esta sección continúan guiando las acciones de la Iglesia en lo relativo a preguntas y controversias políticas. Los principios de los versículos 4 al 6 se expresan de manera más concisa en los Artículos de Fe 11 y 12. Aunque en la sección 134 la Iglesia adoptó una postura pragmática respecto a la esclavitud, el Señor declaró en la sección 101:77–79 que la doctrina del albedrío individual era la razón de Su repudio a la esclavitud.
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
De Doctrine and Covenants Minute
Doctrina y Convenios 134 es una declaración que, junto con el resto del contenido de Doctrina y Convenios, fue presentada por primera vez en una asamblea general de la Iglesia el 17 de agosto de 1835. En esa reunión, Oliver Cowdery y William W. Phelps presentaron dos documentos adicionales para su inclusión en Doctrina y Convenios: primero, una declaración sobre el matrimonio, y segundo, la declaración “que contiene ciertos principios o puntos sobre las leyes en general y el gobierno de la Iglesia [DyC 134].” José Smith y Frederick G. Williams no estuvieron presentes en la reunión, pero fueron mencionados en las actas como parte del comité encargado de supervisar la creación de Doctrina y Convenios.
No sabemos quién fue el autor de la declaración ni qué tan involucrado estuvo José Smith en su creación. La mayoría de los eruditos creen que la declaración fue redactada principalmente por Oliver Cowdery, ya que gran parte de su lenguaje refleja artículos que él escribió cuando fungió como editor de los periódicos de la Iglesia The Evening and the Morning Star y The Northern Times. Aunque desconocemos el grado de participación de José Smith en la redacción de Doctrina y Convenios 134, él sí aprobó la declaración en dos ocasiones distintas. En 1836, José escribió a los élderes de la Iglesia aconsejándoles “examinar el libro de Convenios, en el cual verán la creencia de la Iglesia concerniente a amos y siervos.” Varios años más tarde, José incluyó la declaración completa en una carta enviada al editor del Chester County Register and Examiner. Firmó con su propio nombre al final de la carta y cambió todas las frases de “creemos” por “creo”.
Una parte vital del contexto en torno a Doctrina y Convenios 134 fueron las dificultades constantes que enfrentaba la Iglesia en Misuri. Los santos fueron expulsados por la fuerza de sus hogares en el condado de Jackson en el otoño de 1833. Cuando se redactó Doctrina y Convenios 134, los santos eran refugiados en el cercano condado de Clay, aunque aún albergaban la esperanza de regresar a sus tierras en el condado de Jackson. Daniel Dunklin, gobernador de Misuri, expresó simpatía por la difícil situación de los santos. En ese tiempo la esclavitud era legal en Misuri, y parte de las persecuciones contra los santos se debieron a que el periódico de la Iglesia The Evening and the Morning Star había publicado varios artículos que fueron interpretados como un apoyo al abolicionismo y como un estímulo a la migración de negros libres al estado. Doctrina y Convenios 134 no denuncia el abolicionismo, pero sí anuncia una política de no interferencia en esa cuestión. Esta parte de la declaración quizá fue redactada para calmar los temores de los líderes de Misuri, quienes sospechaban que los santos planeaban intervenir contra los dueños de esclavos (véase Doctrina y Convenios 134:12).
La declaración se incluyó por primera vez en la edición de 1835 de Doctrina y Convenios, y se ha conservado en todas las ediciones posteriores.
Véase “Historical Introduction,” Appendix 4: Declaration on Government and Law, circa August 1835 [DyC 134].
Doctrina y Convenios 134:1
“Dios instituyó los gobiernos para el beneficio del hombre.”
Desde los albores de la humanidad, el Señor estableció el principio del gobierno como una manifestación de Su orden divino. Cuando reveló a Adán una forma perfecta de gobierno, lo hizo para “el beneficio del hombre”, no como un sistema de opresión, sino como una estructura que protegiera la libertad y promoviera la justicia. Con el tiempo, los hombres se apartaron de la guía divina y comenzaron a gobernar según su propio entendimiento, introduciendo la corrupción, el abuso de poder y la inequidad. Sin embargo, aun los gobiernos imperfectos sirven un propósito: mantener el orden y evitar el caos de la anarquía.
El élder Erastus Snow enseñó que incluso un gobierno débil o injusto es preferible a la ausencia total de gobierno, pues la anarquía representa la desintegración del orden y la libertad verdadera. Los gobiernos, aun cuando no sean inspirados directamente por Dios, pueden ser instrumentos mediante los cuales Él restringe el desorden y prepara a las naciones para recibir principios más elevados.
En la actualidad, este principio nos recuerda que los hijos de Dios deben respetar la ley y buscar el bienestar de su nación dentro del marco del orden civil. Aunque los gobiernos humanos sean imperfectos, el discípulo de Cristo trabaja por la justicia, ejerce su influencia para ennoblecer la sociedad y confía en que llegará el día en que el Señor mismo reinará en rectitud. Obedecer las leyes y orar por los gobernantes es, por tanto, una expresión de fe en el gobierno perfecto que algún día será restaurado bajo el Rey de reyes.
Doctrina y Convenios 134:1
“Dios responsabiliza a los hombres por sus actos al decretar las leyes y administrarlas.”
Dios, como Legislador supremo, ha establecido el principio eterno de la responsabilidad moral. Así como el individuo será juzgado por sus pensamientos, palabras y obras, los pueblos y los gobiernos también serán llamados a rendir cuentas por las leyes que decretan y la forma en que las aplican. José Smith enseñó que el Señor juzga a las naciones con perfecta justicia, tomando en cuenta su conocimiento, sus medios para recibir la verdad y su fidelidad en administrar lo que entendieron. No hay acto humano —ni público ni privado— que escape a la mirada divina.
El presidente John Taylor profundizó este principio al señalar que si cada palabra y acto secreto será traído a juicio, con mayor razón lo serán los hechos públicos de quienes gobiernan. La autoridad civil no exime de responsabilidad ante Dios; al contrario, la multiplica. Quien ejerce poder sobre otros debe hacerlo con rectitud, porque representa, en medida limitada, el poder de Dios sobre Sus hijos.
Este principio nos invita a vivir con integridad, sabiendo que toda influencia —grande o pequeña— conlleva responsabilidad ante el cielo. Los ciudadanos justos deben apoyar leyes que promuevan la equidad y la libertad, y los líderes deben gobernar recordando que el poder político es un préstamo temporal del Creador. En la esfera personal, esto nos motiva a ser justos en nuestras decisiones y a usar cualquier autoridad que tengamos —en el hogar, la Iglesia o la sociedad— con amor, servicio y rendición de cuentas ante Dios.
Versículo 1
Institución divina de los gobiernos
Los gobiernos han sido instituidos por Dios para beneficio del hombre, con el fin de garantizar la libertad y el bienestar de todos.
Este versículo abre la declaración con una afirmación fundamental: los gobiernos han sido instituidos por Dios para el beneficio del hombre. No significa que toda forma de gobierno sea perfecta ni que cada gobernante actúe en rectitud, sino que el principio de gobierno —el orden social que protege los derechos y la libertad— procede de Dios y es parte de Su plan para la humanidad.
La finalidad divina del gobierno es clara: garantizar la libertad y el bienestar de todos. En la visión revelada, un gobierno justo debe salvaguardar tres aspectos esenciales:
- La libertad de conciencia, es decir, la posibilidad de adorar a Dios según los dictados del corazón.
- La vida, porque cada ser humano es hijo de Dios y posee un valor sagrado.
- La propiedad, como parte de la mayordomía temporal que Dios confiere al hombre.
Doctrinalmente, este versículo enseña que la política y el orden social no son ajenos a Dios, sino que forman parte de Su obra en la tierra. Así como Él estableció leyes eternas para el universo, también inspira leyes humanas que protegen la libertad moral y civil, a fin de que Sus hijos puedan escoger, progresar y cumplir con Sus propósitos.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a ver el gobierno con un espíritu de mayordomía: no como un simple sistema humano desligado de lo espiritual, sino como un instrumento divino que, cuando se rige con justicia, refleja el deseo de Dios de que Sus hijos vivan en paz y prosperidad. Nos recuerda también que apoyar gobiernos justos y promover leyes equitativas es parte de nuestro deber como discípulos de Cristo.
Doctrina y Convenios 134:1
“Creemos que los gobiernos fueron instituidos por Dios para el beneficio del hombre; y que Él hace responsables a los hombres por sus actos en relación con ellos, tanto en la creación de leyes como en su administración, para el bien y la seguridad de la sociedad.”
En 1835, por voto unánime en una asamblea general en Kirtland, los Santos adoptaron una declaración de creencias con respecto a los gobiernos y las leyes en general. Esa declaración es ahora Doctrina y Convenios 134:
“Creemos que ningún gobierno puede existir en paz, a menos que tales leyes sean establecidas y mantenidas inviolables, asegurando a cada individuo el libre ejercicio de la conciencia, el derecho y control de la propiedad, y la protección de la vida” (v. 2).
Los gobiernos deben preservar la libertad de conciencia y la libertad de culto, y proteger la vida y la propiedad privada. Debemos sostener tales gobiernos y obedecer la ley. Como Santos de los Últimos Días, “creemos en estar sujetos a reyes, presidentes, gobernantes y magistrados, en obedecer, honrar y sostener la ley” (Artículos de Fe 1:12).
Podemos apoyar a personas honorables en las elecciones, involucrarnos en nuestras comunidades para promover la libertad y fortalecer la familia, y ser ciudadanos ejemplares que obedezcan la ley, enseñando a nuestros hijos a hacer lo mismo.
Doctrina y Convenios 134:1 es una poderosa declaración de principios divinos sobre la relación entre Dios, el hombre y el gobierno. En ella se enseña que los gobiernos no son simples creaciones humanas nacidas del azar o de la conveniencia política, sino instituciones permitidas —y, en su propósito más elevado, inspiradas— por Dios para el beneficio de la humanidad. El Señor, en Su sabiduría, estableció el principio del orden civil como un medio para preservar la libertad, promover la justicia y mantener la paz entre Sus hijos.
Cuando en 1835 los Santos de los Últimos Días adoptaron esta declaración en Kirtland, lo hicieron en un contexto de creciente persecución y desconfianza pública. Habían sido calumniados, expulsados y privados de sus derechos más básicos, y aun así, bajo la guía del Espíritu, proclamaron su lealtad a la ley y su fe en el principio divino del gobierno. No clamaron por anarquía ni venganza, sino por justicia y libertad. Su mensaje era claro: el Evangelio de Cristo no destruye los gobiernos, sino que los ennoblece; no desafía la autoridad legítima, sino que la apoya cuando actúa para el bien del pueblo.
El versículo siguiente (DyC 134:2) resume este ideal con precisión: “Creemos que ningún gobierno puede existir en paz, a menos que tales leyes sean establecidas y mantenidas inviolables, asegurando a cada individuo el libre ejercicio de la conciencia, el derecho y control de la propiedad, y la protección de la vida.” Estas tres libertades —la de conciencia, la de propiedad y la de vida— constituyen el fundamento moral de toda sociedad justa. Cuando un gobierno protege estos derechos, refleja el orden divino; cuando los viola, se aleja del propósito para el cual fue establecido.
El Evangelio restaurado enseña que Dios hace responsables a los hombres por sus actos “en relación con [los gobiernos], tanto en la creación de leyes como en su administración.” Es decir, la política no es ajena a la moral. Quienes legislan o gobiernan están sujetos al mismo juicio divino que cualquier otro hijo de Dios; y quienes votan o participan en el proceso cívico también tienen la responsabilidad de hacerlo con rectitud y discernimiento.
El artículo de fe número 12 reafirma este principio: “Creemos en estar sujetos a reyes, presidentes, gobernantes y magistrados, en obedecer, honrar y sostener la ley.” Los santos no sólo son ciudadanos del Reino de Dios, sino también de sus respectivas naciones, y se espera que actúen con integridad, respeto y diligencia. La obediencia a la ley, cuando ésta no contradice los mandamientos divinos, es una manifestación de fe y gratitud hacia Dios.
Por tanto, los seguidores de Cristo deben ser los mejores ciudadanos: defensores de la libertad religiosa, protectores de la vida y promotores de la familia. Se les anima a participar en la vida pública, a votar con sabiduría, a apoyar a personas honorables y a trabajar por el bienestar de sus comunidades. Su civismo no nace del miedo, sino del amor; no de la conveniencia, sino de la convicción de que la libertad es sagrada.
La visión de los Santos de los Últimos Días sobre el gobierno no es política, sino espiritual. Entienden que la verdadera paz social no se logra mediante la fuerza o la ley por sí sola, sino mediante corazones justos guiados por el Espíritu de Dios. Cuando las leyes son justas y los ciudadanos son virtuosos, el gobierno puede cumplir su propósito divino: garantizar que cada alma tenga el espacio y la libertad necesarios para ejercer su albedrío y buscar la verdad.
En última instancia, esta revelación nos recuerda que el Evangelio no sólo santifica al individuo, sino también a la sociedad. El buen gobierno y la religión verdadera no son enemigos, sino aliados en el propósito de Dios de traer libertad y gozo a Sus hijos. Así, los discípulos de Cristo están llamados no sólo a construir Sion en sus corazones, sino también a edificar comunidades y naciones donde la justicia, la libertad y la fe puedan florecer juntas.
Doctrina y Convenios 134:2
“El gobierno y el albedrío del hombre.”
El principio de gobierno revelado por el Señor tiene como propósito fundamental proteger el albedrío del hombre. Desde el principio, Dios estableció la libertad moral como uno de los dones más sagrados de la existencia terrenal. El élder John A. Widtsoe enseñó que el verdadero gobierno no busca dominar ni coartar la voluntad, sino crear un marco de justicia donde cada persona pueda elegir por sí misma y aceptar las consecuencias de sus decisiones. Esa es la esencia del plan de salvación: la posibilidad de actuar, no ser obligado a actuar.
La función correcta del gobierno, entonces, no es eliminar la libertad por medio de leyes excesivas o coercitivas, sino asegurar que la libertad de uno no destruya la libertad de otro. De igual modo, el derecho a la propiedad, al igual que la vida y la libertad, son expresiones del albedrío divino. Quien trabaja, crea o produce tiene el derecho natural de disfrutar el fruto de su esfuerzo. Quitarle ese fruto sería, en palabras de Sutherland, “dejarle esclavo”, porque la libertad sin la capacidad de ejercerla en la práctica no es verdadera libertad.
Como discípulos de Cristo, debemos valorar y defender la libertad —espiritual, moral y civil—, no sólo como un derecho, sino como una responsabilidad sagrada. Respetar las leyes justas, ejercer nuestro albedrío con rectitud y honrar los derechos de los demás son formas de reconocer el orden divino. Allí donde se respeta el albedrío, florecen la fe, la responsabilidad y el progreso; donde se suprime, reina la esclavitud y la decadencia. Así, cada ciudadano del reino de Dios está llamado a ser un guardián de la libertad, tanto en su corazón como en su nación.
Versículo 2
Derechos y deberes de los ciudadanos
Se enseña que la ley debe preservar la libertad de conciencia, la vida y la propiedad, y que los ciudadanos deben respetar y sostener los derechos de los demás.
En este versículo se expone la esencia de la vida en sociedad bajo un gobierno justo: la ley debe garantizar que cada persona disfrute de tres derechos fundamentales: la libertad de conciencia, la vida y la propiedad. Estos derechos no son meramente políticos, sino que derivan de la dignidad eterna del ser humano como hijo de Dios. La libertad de conciencia asegura la posibilidad de adorar a Dios según lo dicte el corazón; la vida es el don supremo que hace posible todo progreso; y la propiedad, en el marco del evangelio, es la mayordomía temporal que permite administrar los recursos de manera responsable.
Sin embargo, el pasaje no solo habla de derechos, sino también de deberes. Los ciudadanos deben respetar y sostener los derechos de los demás. Esto establece un principio de equilibrio: nadie puede reclamar libertad para sí mientras la niega a los otros. Así, el respeto mutuo se convierte en la base de una convivencia pacífica y justa.
Doctrinalmente, este versículo enseña que los derechos individuales no son absolutos ni egoístas, sino que están acompañados de responsabilidades. La verdadera libertad no consiste en hacer lo que uno quiera sin límites, sino en usar el albedrío dentro de un marco de justicia y respeto. Este equilibrio refleja el orden celestial, donde la libertad existe en armonía con la ley.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a reflexionar sobre nuestra manera de ejercer la libertad. ¿La usamos para edificar y respetar a los demás, o para buscar solo nuestro propio beneficio? El evangelio nos recuerda que la ciudadanía terrenal es también un campo de discipulado: al respetar los derechos de los demás y cumplir nuestros deberes, mostramos amor al prójimo y contribuimos a un orden social que refleja el Reino de Dios.
Doctrina y Convenios 134:3
“…se debe buscar y sostener… a quienes administren la ley con equidad y justicia.”
El gobierno fue instituido por Dios para proteger el orden y el albedrío, pero su estabilidad y justicia dependen del carácter moral de quienes lo administran. Las leyes, por justas que sean en el papel, se corrompen cuando los hombres que las aplican carecen de integridad. Por eso, el Señor enseña que los ciudadanos deben “buscar y sostener” a líderes que actúen con equidad y rectitud, pues cuando los inicuos gobiernan, el pueblo inevitablemente sufre (véase Proverbios 29:2).
La Primera Presidencia, en 1928, advirtió que sin hombres honestos en los cargos públicos, la sociedad se desmorona. La rectitud de un pueblo se refleja en las decisiones que toma al elegir a sus líderes. Los santos deben ser ciudadanos ejemplares, informados, prudentes y guiados por el Espíritu al participar en los procesos cívicos. El presidente Ezra Taft Benson amplió este principio al enseñar que los discípulos de Cristo deben analizar toda propuesta y candidato según los patrones del evangelio, la Constitución inspirada, las enseñanzas de los profetas y su impacto sobre la libertad y el carácter moral de la nación.
El evangelio no sólo nos enseña a ser buenos creyentes, sino buenos ciudadanos. Participar responsablemente en los asuntos públicos es parte del discipulado. Al buscar y sostener líderes justos, los santos contribuyen a preservar la libertad, la justicia y la paz —condiciones necesarias para el progreso del Evangelio y del bienestar humano—. Cada voto, cada voz y cada acto de civismo pueden reflejar la luz de Cristo en la esfera pública. En última instancia, cuando elegimos la rectitud en los líderes y en nosotros mismos, ayudamos a preparar el mundo para el gobierno perfecto del Señor Jesucristo.
Versículo 3
Libertad religiosa
La religión es un derecho inalienable. Nadie debe ser obligado a adorar de cierta manera; cada uno es responsable ante Dios por sus creencias y prácticas, siempre que no infrinjan los derechos de los demás.
Este versículo proclama con fuerza uno de los principios más sagrados del evangelio y de la vida en sociedad: la libertad religiosa. Declara que la religión es un derecho inalienable, lo que significa que proviene de Dios mismo y no puede ser arrebatado legítimamente por ningún poder humano. Adorar o no adorar, y decidir cómo hacerlo, es parte del albedrío divinamente otorgado a cada persona.
Se enfatiza que nadie debe ser obligado a rendir culto ni a participar en creencias o prácticas que no acepte. La verdadera adoración solo puede nacer de la fe y del corazón; cualquier imposición externa corrompe la religión misma. Al mismo tiempo, este derecho viene con un límite claro: el ejercicio de la religión no debe usarse como excusa para violar los derechos de otros ni causar daño a la sociedad.
Doctrinalmente, este pasaje resalta que la libertad de conciencia es esencial para el plan de salvación. Dios no fuerza a nadie a creer en Él; invita, persuade y enseña, pero nunca obliga. Así también, en la esfera civil, la sociedad justa respeta la diversidad de creencias y protege a cada individuo en su derecho a buscar y adorar a Dios según su entendimiento. Este principio conecta directamente con el artículo de fe número 11: “Pretendemos gozar del mismo privilegio de adorar a Dios conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio”.
En un sentido personal, este versículo nos invita a valorar y defender la libertad religiosa no solo como un derecho para nosotros, sino como una bendición universal. Vivir este principio significa permitir que otros piensen, crean y adoren de manera distinta sin juzgarles ni oprimirles. Al hacerlo, reflejamos el carácter de Dios, quien respeta el albedrío y permite que cada alma camine su propio sendero hacia la verdad.
Doctrina y Convenios 134:4, 9
“La relación entre la religión y las leyes humanas.”
El Evangelio enseña un principio fundamental de convivencia: la religión y el gobierno civil deben coexistir en respeto mutuo, sin que una domine o suprima a la otra. Dios ha dado a los hombres el sagrado don del albedrío, y con él, la libertad de conciencia. El profeta José Smith afirmó que cada persona debe poder adorar “cómo, donde o lo que desee”, sin coerción ni persecución. Esta doctrina no sólo protege la fe verdadera, sino también el derecho universal a buscar la verdad según la luz que cada uno haya recibido.
El presidente Heber J. Grant y el élder John A. Widtsoe subrayaron que el poder civil no debe interferir en los asuntos de fe, salvo cuando una práctica religiosa viole las leyes necesarias para el bienestar común. A su vez, la religión no debe imponer su influencia sobre el gobierno ni buscar privilegios por encima de otros credos. Así se mantiene el equilibrio divino: la religión inspira a los ciudadanos a ser justos, mientras que la ley protege el derecho de todos a vivir conforme a su conciencia.
En un mundo cada vez más polarizado, este principio nos recuerda que la verdadera libertad religiosa florece cuando hay respeto mutuo. Como discípulos de Cristo, debemos defender el derecho de toda persona a creer, practicar o incluso no creer, sin prejuicio ni imposición. La religión auténtica persuade por el ejemplo, no por el poder. Al honrar las leyes civiles y al mismo tiempo vivir plenamente nuestra fe, contribuimos a una sociedad donde la justicia y la paz reflejan el orden del Reino de Dios —donde la libertad de conciencia es sagrada y la verdad se defiende con amor.
Versículo 4
Relación entre Iglesia y Estado
Se declara que la Iglesia no debe gobernar al Estado, ni el Estado gobernar a la Iglesia; cada uno tiene su propia esfera de autoridad.
En este versículo se establece un principio fundamental para la libertad y el orden de la sociedad: la separación de las esferas de Iglesia y Estado. Se enseña que la Iglesia no debe gobernar al Estado, ni el Estado gobernar a la Iglesia, porque ambos tienen ámbitos distintos de autoridad que se complementan pero no se confunden.
La Iglesia tiene la misión espiritual de guiar a los hombres hacia Dios, enseñar principios eternos y administrar ordenanzas salvadoras. El Estado, por su parte, tiene la misión temporal de garantizar la paz, proteger los derechos de los ciudadanos y hacer cumplir la justicia civil. Cuando cualquiera de los dos invade el terreno del otro, surgen abusos: la tiranía religiosa o la persecución política.
Doctrinalmente, este versículo reafirma la verdad de que Dios es un Dios de orden. Él inspiró tanto principios espirituales como leyes temporales, y en Su plan cada esfera cumple un propósito. El evangelio no niega la necesidad de gobiernos terrenales, y el Estado no debe impedir el ejercicio de la fe verdadera. Este equilibrio asegura que la libertad de conciencia florezca sin caos social, y que la justicia temporal no sofoque las convicciones espirituales.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a vivir como discípulos responsables en ambos ámbitos. Como miembros de la Iglesia, apoyamos a nuestros gobiernos en lo que es justo, sin esperar que ellos dicten nuestra fe. Como ciudadanos, participamos activamente en la vida civil, sin imponer nuestra religión por la fuerza a quienes no la comparten. Así, damos ejemplo de lo que significa ser buenos cristianos y buenos ciudadanos al mismo tiempo.
Versículos 1–4
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
La declaración de que “los gobiernos fueron instituidos por Dios para el beneficio del hombre” no implica que todos los gobiernos hayan sido instituidos por Dios, sino el concepto general de gobierno. En este pasaje también se explican los estándares de un buen gobierno. Los gobiernos deben crear y administrar leyes “para el bien y la seguridad de la sociedad”, y esas leyes deben “asegurar a cada individuo el libre ejercicio de la conciencia, el derecho y control de la propiedad, y la protección de la vida” (DyC 134:1–2). A lo largo de la historia del mundo, muchos gobiernos no han alcanzado estos estándares. Los Santos de los Últimos Días tienen la obligación de sostener estos principios dentro de los gobiernos bajo los que viven. El presidente Dallin H. Oaks aconsejó: “Debemos ser ciudadanos informados que participen activamente en hacer sentir nuestra influencia en los asuntos cívicos.”¹
La afirmación de que “la religión es instituida por Dios” tampoco debe interpretarse como que toda religión proviene de Dios. Hay mucha belleza e inspiración en las diferentes religiones del mundo. Los Santos de los Últimos Días deben usar la perspectiva del evangelio restaurado para medir el valor de los conceptos y enseñanzas religiosas. En muchos casos, la religión ha sido abusada y usada para ejercer dominio injusto y para avivar las llamas del odio y la ira entre hombres y mujeres.
Los estándares de una religión moral también se presentan en Doctrina y Convenios 134:1–4. Las religiones no deben “infringir los derechos y libertades de los demás” (DyC 134:4). Un gobierno correcto no debe imponer reglas de adoración, coartar la conciencia de hombres o mujeres, controlar la conciencia o suprimir la libertad del alma (DyC 134:4).
Cuando una sociedad fomenta una libertad religiosa sólida, los derechos de todas las personas se salvaguardan. El élder Robert D. Hales enseñó:
“El uso fiel de nuestro albedrío depende de que tengamos libertad religiosa. Ya sabemos que Satanás no quiere que esta libertad sea nuestra. Él intentó destruir el albedrío moral en los cielos, y ahora en la tierra se empeña ferozmente en socavar, oponerse y difundir confusión acerca de la libertad religiosa: qué es y por qué es esencial para nuestra vida espiritual y nuestra propia salvación.”
Doctrina y Convenios 134:5
“Sostener y apoyar a los gobiernos respectivos de los países donde residan.”
El Señor enseñó que Sus hijos deben ser ciudadanos leales y obedientes a las leyes de las naciones donde viven. En el duodécimo Artículo de Fe se resume esta actitud con tres verbos poderosos: obedecer, honrar y sostener. El presidente David O. McKay explicó que estos términos representan tres niveles de compromiso moral con la ley. Obedecer va más allá de la simple sumisión; es cumplir la ley por convicción y por amor al orden y la justicia. Honrar la ley implica reverencia por los principios que hacen posible la paz y la convivencia. Sostener la ley significa respaldarla activamente, fortalecerla y nunca hacer nada que la debilite o desacredite.
Este principio no significa obediencia ciega o pasiva. Los Santos deben ser ciudadanos ejemplares, fieles a su país y a sus leyes, pero también conscientes de que su lealtad suprema pertenece a Dios. El élder James E. Talmage enseñó que, si alguna vez existiera un conflicto entre la ley de Dios y la ley humana, el discípulo de Cristo debe “dar a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”, recordando que las leyes terrenales no pueden usurpar la autoridad divina sobre la conciencia. Aun en circunstancias adversas, el creyente puede elevar su voz, apelar por justicia y confiar en el poder soberano de Dios, quien gobierna sobre las naciones.
Los miembros de la Iglesia son llamados a ser ejemplos de integridad cívica: respetar la ley, pagar impuestos, votar responsablemente y trabajar por el bien común. En un mundo donde la corrupción y la indiferencia erosionan las instituciones, el discípulo de Cristo se distingue por su lealtad activa y su espíritu de paz. Obedecer, honrar y sostener la ley no sólo mantiene el orden social, sino que refleja el carácter celestial de quienes viven conforme al Evangelio. Al hacerlo, los Santos preparan el camino para el día en que Cristo gobernará personalmente en justicia sobre todas las naciones.
Doctrina y Convenios 134:5–6
“No convienen la sedición ni la rebelión a ningún ciudadano.”
El Evangelio de Jesucristo enseña orden, paz y sujeción a la ley. La rebelión y la sedición, aun cuando surjan de un aparente deseo de justicia, conducen al caos y a la destrucción moral. El Señor ha establecido que Su pueblo debe ser un ejemplo de respeto y obediencia civil, no de desorden o violencia. El presidente N. Eldon Tanner enseñó que incluso cuando las leyes parezcan injustas o erróneas, los ciudadanos justos deben seguir el consejo de Abraham Lincoln: las leyes deben obedecerse mientras estén en vigor, y buscarse su cambio por los medios legítimos y pacíficos.
La actitud de los Santos de los Últimos Días, por tanto, no es de rebelión, sino de reforma responsable. El presidente Joseph Fielding Smith reafirmó que nadie puede estar en armonía con el Señor si fomenta la desobediencia deliberada contra las autoridades legalmente constituidas. Rechazar el orden civil es rechazar, en parte, el principio divino del orden celestial. Sólo si el Señor, por medio de Sus profetas, mandara actuar en oposición a un gobierno específico —como en los casos históricos en que el pueblo de Dios debió huir o resistir para preservar la fe— podría justificarse tal acción.
En tiempos de tensión social o política, este principio nos llama a ser pacificadores. El seguidor de Cristo no levanta su voz en ira ni en violencia, sino en rectitud, oración y respeto. Los miembros de la Iglesia pueden oponerse a la injusticia, pero deben hacerlo con los medios del Evangelio: la verdad, la persuasión y la ley. El Señor vindicará a los justos y establecerá Su reino de justicia en el debido tiempo. Mientras tanto, los discípulos verdaderos sostienen el orden, promueven la paz y encarnan el espíritu del “Príncipe de Paz”.
Versículo 5
Responsabilidad de los hombres en el gobierno
Los hombres son responsables de sus actos, no la ley o la constitución. Si un gobierno se vuelve tiránico, los hombres deben responder por sus abusos.
Este versículo nos recuerda un principio profundo y muy actual: la responsabilidad moral recae en los hombres, no en las leyes ni en las instituciones. Una constitución o una ley, en sí mismas, no actúan ni pecan; son los gobernantes y ciudadanos quienes, al aplicarlas o distorsionarlas, generan justicia o injusticia.
El texto declara que si un gobierno se vuelve tiránico o abusivo, no es la ley la que debe ser culpada, sino los hombres que, por ambición, corrupción o descuido, han manipulado o violado los principios de equidad. En otras palabras, los sistemas pueden ser inspirados por Dios y diseñados para garantizar la libertad, pero cuando los hombres tuercen esos sistemas, ellos mismos deben responder ante Dios y ante la historia.
Doctrinalmente, este versículo enseña que el albedrío no se limita a las decisiones privadas de la fe, sino que también se manifiesta en la esfera pública. Gobernar con justicia es una forma de mayordomía: quienes reciben poder y autoridad serán juzgados por la manera en que lo usen, ya sea para servir o para oprimir. Aquí se refleja un eco de Doctrina y Convenios 121, donde el Señor advierte que “casi todos los hombres, en cuanto reciben un poco de autoridad, enseguida comienzan a ejercer injusto dominio”.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a asumir nuestra propia responsabilidad cívica y moral. No podemos culpar solo a “los sistemas” o a “las leyes” cuando hay injusticia; los hombres y mujeres que las aplican —incluidos nosotros como ciudadanos en nuestras decisiones y votos— tenemos la obligación de actuar con rectitud. Así, este versículo nos enseña que la verdadera justicia social no nace de estructuras impersonales, sino de personas íntegras que eligen ejercer su influencia con rectitud.
Versículo 6
Sostener y obedecer la ley
Se enseña que es deber de los santos honrar, sostener y obedecer la ley, mientras las leyes sean justas y constitucionales.
En este versículo se enseña con claridad el deber de los santos respecto a la sociedad civil: honrar, sostener y obedecer la ley. La obediencia a la ley no se presenta como un acto opcional, sino como un principio de orden que asegura la paz, protege los derechos y garantiza la convivencia justa entre los hombres.
Sin embargo, la declaración agrega un matiz importante: las leyes que deben sostenerse y obedecerse son aquellas que son justas y constitucionales. Esto implica que la obediencia no es ciega ni absoluta. Cuando las leyes reflejan principios de equidad, libertad y justicia, se convierten en una extensión de la voluntad de Dios para el bienestar de Sus hijos. Pero si las leyes se corrompen o se tornan tiránicas, los santos no están obligados a sostener la injusticia, sino que deben buscar el cambio por medios legítimos y pacíficos.
Doctrinalmente, este versículo enseña que la obediencia civil y la obediencia espiritual están vinculadas. Al obedecer leyes justas, los santos dan testimonio de que son un pueblo recto, respetuoso y digno de confianza, lo cual contribuye a la edificación del Reino de Dios en la tierra. La ley terrenal, cuando es justa, armoniza con la ley divina porque ambas protegen el albedrío y fomentan la justicia.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a ser ciudadanos ejemplares. Honrar la ley significa no solo evitar quebrantarla, sino también sostener las instituciones que promueven la justicia y contribuir al bienestar común. Así, la obediencia a la ley deja de ser una mera obligación legal para convertirse en un acto de discipulado: al respetar la justicia terrenal, mostramos lealtad al Dios que es la fuente de toda ley verdadera.
Doctrina y Convenios 134:6–7
“Las leyes humanas… y las leyes divinas… por las cuales el hombre se hace responsable ante su Creador.”
El Señor gobierna el universo mediante leyes eternas, y ha establecido que el hombre viva bajo leyes tanto divinas como humanas. Las leyes humanas regulan la convivencia social y garantizan el orden temporal, mientras que las leyes divinas rigen el corazón y preparan al hombre para la eternidad. Ambas tienen su origen en Dios, y en ambas el ser humano encuentra su responsabilidad ante Él.
Brigham Young enseñó que nadie está exento de rendir cuentas ante el Creador: reyes, gobernadores, padres y ciudadanos por igual serán juzgados conforme a su conducta y la medida de su autoridad. Cuanto mayor sea la posición o el poder que se posea, mayor será también la responsabilidad ante Dios. Los líderes políticos, en especial, tienen el deber sagrado de proteger la libertad de sus súbditos y de garantizar que cada persona pueda ejercer su albedrío moral sin coacción. Wilford Woodruff declaró que ningún gobernante será bendecido si niega a su pueblo los derechos y privilegios que Dios mismo les ha dado; el abuso del poder político se convierte en pecado ante el tribunal celestial.
El principio es claro: toda autoridad —civil, religiosa o familiar— proviene de Dios y será juzgada por Él. Los Santos deben cumplir las leyes humanas con integridad, pero sin olvidar que su obediencia suprema es hacia las leyes eternas del Evangelio. Cada acción, palabra o decisión que afecte a otros tiene un peso moral ante el cielo. Así como los gobernantes serán llamados a rendir cuentas, también cada padre, maestro o líder será responsable de cómo haya usado la autoridad que le fue confiada. El discípulo fiel honra las leyes del país, pero vive de acuerdo con una ley más alta —la del amor, la justicia y la responsabilidad ante Dios—, sabiendo que un día todos compareceremos ante el Gran Legislador del universo.
Versículo 7
Protección de la vida, la propiedad y la libertad
Los gobiernos deben asegurar que toda persona tenga derecho a la vida, la libertad, la propiedad y a la protección de la ley.
Este versículo declara con firmeza que la misión primordial de todo gobierno justo es proteger la vida, la libertad y la propiedad de sus ciudadanos, asegurando que todos gocen de la protección de la ley. No se trata de privilegios otorgados por los hombres, sino de derechos inalienables que provienen de Dios y que ningún gobernante puede legítimamente arrebatar.
El énfasis está en que el gobierno no existe para restringir arbitrariamente ni para imponer cargas indebidas, sino para garantizar que cada individuo pueda ejercer su albedrío dentro de un marco de justicia. Al proteger la vida, se preserva el don más sagrado del hombre. Al proteger la libertad, se asegura la capacidad de escoger, que es esencial en el plan de salvación. Y al proteger la propiedad, se defiende el derecho de cada persona a administrar con responsabilidad lo que se le ha confiado como mayordomía.
Doctrinalmente, este pasaje muestra la íntima conexión entre el evangelio y los principios de libertad. El Señor desea que Sus hijos vivan en sociedades donde puedan escoger libremente a quién adorar, cómo vivir y cómo usar sus recursos, pues solo en un ambiente de libertad puede florecer la verdadera fe y el discipulado. Un gobierno que no protege estos derechos básicos deja de reflejar el orden divino y se convierte en una estructura de opresión.
En un sentido personal, este versículo nos enseña a valorar y defender estos derechos fundamentales no solo para nosotros, sino también para los demás. Como santos de los últimos días, no basta con disfrutar de la vida, la libertad y la propiedad; también debemos abogar porque todos tengan acceso a ellas, sin discriminación ni abuso. Proteger los derechos del prójimo es, en última instancia, un reflejo del mandamiento mayor: amar al prójimo como a uno mismo.
Doctrina y Convenios 134:8
“Todo hombre debe adelantarse y… procurar que se castigue a los que infrinjan las leyes buenas.”
El Evangelio no sólo exige obediencia personal a la ley, sino también responsabilidad cívica para sostener la justicia. El Señor enseñó que no basta con ser un ciudadano pacífico; cada persona tiene el deber de promover la rectitud y oponerse al mal. Las leyes justas existen para proteger la libertad y el orden, y deben ser defendidas activamente por quienes aman a Dios y al prójimo.
El élder James E. Talmage explicó que el amor fraternal no debe convertirse en excusa para encubrir el pecado ni para impedir que se haga justicia. La verdadera fraternidad cristiana nunca se basa en la complicidad con el mal. La Iglesia del Señor no es una sociedad secreta que protege a sus miembros sin importar sus actos, sino un reino de luz donde se exige responsabilidad personal. Encubrir el pecado o tolerar la injusticia debilita el orden divino y profana la santidad de la ley.
Este principio nos llama a ser íntegros incluso cuando hacerlo implique ir contra la corriente. El discípulo de Cristo defiende la verdad, denuncia el mal y respeta los procesos justos. No se deja dominar por la lealtad ciega a personas o grupos, sino por su lealtad suprema a Dios y a la verdad. En una sociedad donde la corrupción y la indiferencia abundan, los santos deben ser defensores activos de la justicia, honestos en su trato y fieles a la ley divina y humana. Así edifican una comunidad donde la verdad prevalece y donde el Señor puede derramar Su Espíritu sobre los que aman la rectitud.
Versículo 8
Derecho de autodefensa
Se reconoce el derecho de todo hombre a defender su vida y su propiedad, aun por la fuerza si fuese necesario.
En este versículo se reconoce un principio fundamental: todo hombre tiene el derecho natural y divino de defender su vida y su propiedad, incluso recurriendo a la fuerza si fuese necesario. La vida es un don sagrado de Dios, y la propiedad es parte de la mayordomía que Él concede a Sus hijos. Proteger ambos no es un acto de rebeldía, sino de responsabilidad.
El texto no promueve la violencia, sino que la enmarca dentro de la legítima defensa. Se distingue entre agredir injustamente y protegerse contra la agresión. El uso de la fuerza, entonces, no es para oprimir o dominar, sino para resguardar lo que Dios mismo ha dado. Este principio mantiene la armonía entre la justicia terrenal y la ley divina: cuando el gobierno no logra proteger adecuadamente, el individuo conserva el derecho de hacerlo en defensa propia.
Doctrinalmente, este pasaje enseña que la autodefensa está ligada al albedrío y a la dignidad humana. Así como Dios da a Sus hijos la capacidad de elegir el bien y proteger la verdad, también les concede el derecho de preservar su vida y aquello que les permite sostenerla. En este sentido, defender la vida y la propiedad no es solo un derecho, sino una obligación moral hacia uno mismo, la familia y el prójimo.
En un sentido personal, este versículo nos invita a reflexionar sobre cómo equilibramos el mandamiento de ser pacíficos con la necesidad de proteger lo que es sagrado. La autodefensa no contradice el evangelio de Cristo, que llama a amar y a perdonar, porque no se trata de odio ni venganza, sino de preservar la vida y la justicia. La verdadera fortaleza cristiana está en ser mansos sin ser débiles, pacíficos sin ser ingenuos, y firmes en defender lo que Dios nos ha confiado.
Versículos 5–8
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En una carta de 1842 a John Wentworth, editor del Chicago Democrat, José Smith declaró en nombre de la Iglesia: “Creemos en estar sujetos a reyes, presidentes, gobernantes y magistrados, en obedecer, honrar y sostener la ley” (Artículo de Fe 12).³ En todo el mundo, los Santos de los Últimos Días viven bajo diversos sistemas de gobierno. En cada país, se aconseja a los santos ser buenos ciudadanos y vecinos, y trabajar para mejorar tanto a sí mismos como a las naciones en las que habitan.
Una epístola escrita por José Smith y otros líderes de la Iglesia en 1834 ofreció el siguiente consejo a los élderes de la Iglesia:
Todos los gobiernos regularmente organizados y bien establecidos tienen ciertas leyes por las cuales, en mayor o menor medida, se protege a los inocentes y se castiga a los culpables. El hecho admitido de que ciertas leyes son buenas, equitativas y justas debería ser vinculante para el individuo que admite ese hecho, obligándolo a observar de la manera más estricta una obediencia a esas leyes. Estas leyes, cuando son violadas o quebrantadas por ese individuo, deben, en justicia, convencer a su mente con doble fuerza, si es posible, de la magnitud de su crimen; porque no podría presentar como excusa la ignorancia, y su acto de transgresión fue cometido abiertamente contra la luz y el conocimiento.
Doctrina y Convenios 134:9
“La separación entre la Iglesia y el Estado.”
El principio de la separación entre la Iglesia y el Estado es profundamente evangélico y refleja el orden divino en los asuntos humanos. Dios gobierna los reinos celestiales por medio de leyes espirituales, mientras que los gobiernos terrenales administran las leyes temporales necesarias para el bienestar social. Cuando se confunden ambos ámbitos, la libertad —tanto religiosa como civil— corre peligro.
La Primera Presidencia de 1907 afirmó con claridad que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días apoya la separación total entre la religión y el Estado, la independencia del individuo en los asuntos políticos y la igualdad de todas las iglesias ante la ley. Este principio no implica indiferencia hacia los asuntos públicos, sino respeto por la libertad de conciencia. La Iglesia no debe gobernar al Estado, ni el Estado debe limitar la fe o imponer creencias. Cada esfera tiene su lugar bajo la supervisión del Dios de justicia y libertad.
Desde los días del Salvador, el Evangelio ha sostenido la enseñanza: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.” (Mateo 22:21). Cristo no buscó establecer un reino político, sino espiritual. De igual modo, Su Iglesia guía las almas hacia la salvación sin intervenir en el poder civil.
Este principio invita a los santos a participar responsablemente en la vida pública sin convertir la religión en instrumento político. Los miembros de la Iglesia pueden y deben influir para bien —mediante el ejemplo, la rectitud y la verdad—, pero siempre respetando la libertad de otros para creer o no creer. Cuando la Iglesia y el Estado se mantienen separados, ambos prosperan: el Estado preserva la justicia y la libertad, y la Iglesia conserva su pureza espiritual. Así se cumple el propósito divino de que cada hombre y mujer sea libre de adorar, servir y elegir según los dictados de su propia conciencia, bajo la mirada de Dios, el único Legislador perfecto.
Versículo 9
No resistirse a la autoridad legítima
Se enseña que los santos no deben levantarse contra la autoridad legítima, sino buscar siempre el cambio por medios legales y pacíficos.
En este versículo se enseña un principio de orden y paz: los santos no deben levantarse contra la autoridad legítima, sino procurar siempre que los cambios se realicen por medios legales, pacíficos y justos. El evangelio de Jesucristo no se edifica mediante la violencia, la rebelión o la anarquía, sino dentro de un marco de respeto a las instituciones y de confianza en que Dios dirige la historia de los pueblos.
La declaración no justifica la tiranía ni la opresión, pero sí establece que la respuesta del pueblo de Dios debe ser distinta a la del mundo. En lugar de buscar cambios por la fuerza, los santos deben recurrir a los canales apropiados —leyes, tribunales, asambleas y mecanismos civiles— para corregir injusticias. De esta manera, se mantiene el testimonio de ser ciudadanos pacíficos, fieles y obedientes a la verdad.
Doctrinalmente, este pasaje enseña que la rectitud nunca se impone por la violencia. El plan de salvación respeta el albedrío, y los discípulos de Cristo son llamados a ejercer su influencia con persuasión, ejemplo y rectitud, no con imposición o rebelión. Aun en tiempos de persecución, la Iglesia de Jesucristo ha dado testimonio de esta doctrina: soportar con paciencia, buscar la justicia por los cauces legales y mantener la fe en que Dios hará prevalecer Su justicia en el tiempo debido.
En un sentido personal, este versículo nos invita a ser agentes de paz en la sociedad. Cuando enfrentamos injusticias o leyes defectuosas, nuestro deber no es fomentar la violencia ni la desobediencia anárquica, sino trabajar con firmeza y paciencia en los caminos legales y en la influencia moral que el evangelio nos da. Así, damos un ejemplo vivo de que los verdaderos discípulos de Cristo son constructores de paz y defensores de la justicia en la manera que agrada a Dios.
Doctrina y Convenios 134:10
“Toda sociedad religiosa tiene el derecho de disciplinar a sus miembros… si… atañe a su confraternidad y buenos antecedentes.”
El Señor reconoce el derecho de Su Iglesia —y, por extensión, de toda comunidad religiosa— de establecer normas de conducta y de disciplinar a quienes quebranten los principios por los cuales se rige su confraternidad. Sin embargo, este derecho se limita al ámbito espiritual y moral; no sustituye ni invade la jurisdicción del Estado.
El élder John A. Widtsoe enseñó que ningún oficial de la Iglesia posee autoridad fuera de los límites de la institución eclesiástica. La Iglesia no impone sanciones civiles ni castigos temporales: sus medidas disciplinarias —como la suspensión o la excomunión— se relacionan exclusivamente con la comunión espiritual y el buen nombre del miembro dentro del cuerpo de Cristo. De esa manera, la Iglesia defiende su pureza doctrinal y protege a la congregación, al tiempo que respeta la soberanía de los gobiernos civiles para tratar los delitos según la ley de los hombres.
Esta distinción entre la disciplina espiritual y la justicia civil refleja la sabiduría divina: la una busca el arrepentimiento y la restauración del alma; la otra, el orden social y la protección de la comunidad. Ambas, en su propósito justo, pueden coexistir en armonía.
Este principio enseña a los Santos a respetar la autoridad de la Iglesia y la del Estado, sin confundir sus fines. La disciplina eclesiástica no es venganza, sino un acto de amor y corrección, destinado a invitar al arrepentimiento y preservar la santidad del Evangelio. Los miembros deben aceptar humildemente las consecuencias espirituales de sus decisiones, sabiendo que la justicia de Dios siempre está acompañada de misericordia. Así como la Iglesia debe ser firme en proteger su integridad moral, también cada discípulo de Cristo debe velar por que su vida sea digna de esa confraternidad santa.
Versículo 10
Responsabilidad de predicar el evangelio
Se declara que los predicadores del evangelio deben enseñar los principios de la verdad y también la obediencia a la ley, dando buen ejemplo como ciudadanos.
Este versículo resalta la doble misión de quienes predican el evangelio: no solo deben enseñar los principios eternos de salvación, sino también instruir a los santos en la importancia de honrar y obedecer las leyes justas. Los predicadores son llamados a ser maestros de verdad espiritual y, al mismo tiempo, modelos de ciudadanía responsable.
La enseñanza no se limita al púlpito. El ejemplo personal del predicador —al respetar la ley, pagar impuestos, participar en la sociedad y ser íntegro en sus tratos— es tan elocuente como sus palabras. En este sentido, el evangelio no se predica únicamente en los sermones, sino también en la manera en que se vive día tras día en la comunidad.
Doctrinalmente, este pasaje muestra que el evangelio de Jesucristo abarca todas las dimensiones de la vida. Ser discípulo de Cristo no significa aislarse de la sociedad, sino vivir dentro de ella como luz y sal de la tierra. Los predicadores del evangelio deben demostrar que la fe verdadera fortalece a los ciudadanos y contribuye a la paz y al bienestar común. De este modo, la religión se presenta no como una amenaza para la sociedad, sino como su mayor apoyo.
En un sentido personal, este versículo nos recuerda que cada miembro, en mayor o menor grado, es un “predicador” del evangelio. Todos enseñamos con nuestro ejemplo. Así, nuestra obediencia a la ley y nuestra participación positiva en la sociedad se convierten en un testimonio silencioso, pero poderoso, de la veracidad del evangelio. Al vivir como ciudadanos ejemplares, abrimos puertas para que otros reciban la palabra de Dios con confianza y respeto.
Versículos 9–10
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
José Smith y otros líderes de la Iglesia enfatizaron con firmeza la importancia de la libertad religiosa y los peligros de la intolerancia religiosa. En 1842, al escribir a John Wentworth, José Smith declaró: “Reclamamos el privilegio de adorar al Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo que deseen” (Artículo de Fe 11). Aunque José Smith y otros procuraban establecer el reino de Dios en la tierra, uno de los valores sostenidos y consagrados dentro de ese reino era la tolerancia hacia quienes tenían diferentes convicciones religiosas.
En una reunión del Concilio de los Cincuenta, un cuerpo destinado a servir como consejo parlamentario sobre el reino, José Smith habló extensamente acerca de la importancia de la tolerancia religiosa. Enseñó:
Dios no puede salvar ni condenar a un hombre sino sobre el principio de que cada uno actúa, escoge y adora por sí mismo; de ahí la importancia de rechazar de nosotros todo espíritu de fanatismo e intolerancia hacia los sentimientos religiosos de los hombres, ese espíritu que ha empapado la tierra con sangre. Cuando un hombre sienta la más mínima tentación a tal intolerancia, debe rechazarla de inmediato. Es nuestro deber, a causa de esta intolerancia y corrupción—siendo el derecho inalienable del hombre pensar como quiera, adorar como quiera, y siendo esta la primera ley de todo lo que es sagrado—guardar ese terreno todos los días de nuestra vida.
En esa misma reunión del Concilio de los Cincuenta, José declaró además:
Cuando he empleado todos los medios a mi alcance para exaltar la mente de un hombre y le he enseñado principios rectos sin resultado—y él sigue inclinado a permanecer en su oscuridad—aun así los mismos principios de libertad y caridad se manifestarían de mi parte como si los hubiera aceptado. Por tanto, en todo gobierno o transacción política las opiniones religiosas de un hombre nunca deben ser puestas en cuestión. Un hombre debe ser juzgado por la ley independientemente de prejuicios religiosos. Por lo tanto, queremos en nuestra constitución aquellas leyes que requieran que todos sus funcionarios administren justicia sin tener en cuenta sus opiniones religiosas, ni que se le aparte de su cargo por ellas.
Doctrina y Convenios 134:11
“Todo hombre queda justificado en defenderse a sí mismo.”
El Evangelio de Jesucristo enseña la paz, pero también reconoce el derecho y el deber del hombre de proteger su vida, su familia, su libertad y sus posesiones de la injusticia o la agresión. El Señor, en Doctrina y Convenios 98:16–48, estableció principios de defensa moralmente justificada: los santos deben primero buscar la paz, soportar las ofensas con paciencia y solo recurrir a la defensa cuando toda otra alternativa haya fallado. En tales circunstancias, el Señor promete que quienes se defienden “no serán condenados” (véase D. y C. 98:31).
El derecho a la defensa personal no surge del deseo de venganza, sino del principio de justicia divina que permite resistir al mal cuando amenaza la vida o la libertad. Defenderse no contradice el mandamiento de amar al prójimo; más bien, honra el valor sagrado de la vida y la dignidad que Dios ha concedido a cada uno de Sus hijos. A lo largo de las Escrituras, el Señor ha aprobado que Su pueblo se proteja de la opresión, siempre que lo haga sin odio, con rectitud de intención y confiando en Su poder.
Este principio nos enseña equilibrio y sabiduría. El seguidor de Cristo busca siempre la paz, evita el conflicto y perdona con generosidad, pero no está llamado a someterse pasivamente a la injusticia o al abuso. En el hogar, en la sociedad o en la nación, el discípulo puede defender con firmeza la verdad, la familia y la libertad, mientras mantiene un corazón lleno de caridad y sin espíritu de venganza. Así se armonizan la justicia y la misericordia, el valor y la fe, el deber de proteger y el llamado divino a ser pacificadores. En última instancia, el Señor, que es “el Príncipe de Paz”, también es un Dios de justicia que defiende a los justos que actúan con rectitud.
Versículo 11
Derechos de las naciones
Cada nación tiene derecho a gobernarse a sí misma, y ningún país debe interferir con otro en sus asuntos internos.
Este versículo enseña un principio de gran valor en las relaciones humanas y políticas: cada nación tiene el derecho de gobernarse a sí misma, sin que otras naciones interfieran en sus asuntos internos. El respeto a la soberanía se presenta aquí no solo como una norma política, sino como un principio moral inspirado por Dios para preservar la paz entre los pueblos.
Se reconoce que, así como los individuos poseen derechos inalienables dados por Dios —la vida, la libertad y la propiedad—, también los pueblos y naciones tienen el derecho de organizar su gobierno, establecer sus leyes y dirigir sus asuntos conforme a su voluntad y circunstancias. La intervención injustificada de una nación en otra genera opresión, conflictos y guerras, contrarias al espíritu del evangelio que busca la paz.
Doctrinalmente, este pasaje nos recuerda que Dios es el Señor de toda la tierra y que cada nación forma parte de Su plan eterno. Así como respeta el albedrío individual, también respeta el albedrío colectivo de los pueblos. Al mismo tiempo, enseña que el verdadero orden internacional debería basarse en la justicia, el respeto mutuo y la cooperación, no en la dominación o explotación.
En un sentido personal, este principio nos invita a extender el mandamiento de amar al prójimo hacia una escala mayor: amar y respetar a los pueblos y culturas del mundo. Como discípulos de Cristo, no somos llamados a imponer nuestras creencias o costumbres por la fuerza, sino a dar testimonio de la verdad con respeto y amor, dejando que cada nación y persona ejerza su albedrío. Solo así el evangelio puede difundirse como un ofrecimiento de paz, no como un instrumento de opresión.
Doctrina y Convenios 134:12
“No… es propio meterse con los esclavos.”
Esta declaración debe entenderse en su contexto histórico. En 1834, cuando se redactó la sección 134, los Santos de los Últimos Días enfrentaban severas acusaciones en Misuri, un estado esclavista. Se les señalaba falsamente como agitadores que intentaban incitar rebeliones de esclavos o socavar las leyes locales. En un esfuerzo por desmentir esas acusaciones y demostrar su lealtad civil, la Iglesia aclaró que no buscaba alterar el orden político o social mediante la rebelión, sino predicar el Evangelio dentro de los límites legales de cada región.
El profeta José Smith enseñó que los misioneros debían respetar la autoridad de los amos de casa —aun cuando estos fueran dueños de esclavos—, y que la predicación debía hacerse sólo con el consentimiento de éstos. Esto no implicaba aprobación de la esclavitud, sino reconocimiento del principio de obediencia civil y de la responsabilidad personal ante Dios. En las décadas siguientes, los líderes de la Iglesia afirmaron con claridad que la esclavitud es contraria a los derechos fundamentales del hombre y al espíritu del Evangelio, que enseña que todos son hijos de Dios, iguales ante Él en valor y potencial eterno.
El principio eterno detrás de este pasaje es que el Evangelio se extiende por medios pacíficos, no por la coerción o la rebelión. Los Santos están llamados a respetar las leyes del país mientras trabajan, con rectitud y paciencia, por establecer la justicia de Dios. Así como los primeros misioneros debían actuar con prudencia en una sociedad esclavista, los discípulos de Cristo hoy deben enseñar la verdad con sabiduría, promoviendo la igualdad, la libertad y la dignidad humana, sin provocar contienda. El Evangelio de Jesucristo sigue siendo la fuerza más poderosa para liberar a toda alma —no por la espada, sino por el Espíritu y la verdad que hacen al hombre verdaderamente libre (véase Juan 8:32).
Versículo 12
Persecución religiosa y defensa de la libertad
Se condena toda persecución religiosa y se proclama que la religión debe gozar de plena libertad bajo la protección de la ley.
Este versículo cierra la declaración con una enseñanza clara y firme: toda persecución religiosa es condenada ante Dios y los hombres. La fe es un derecho inalienable y debe ejercerse en plena libertad, bajo la protección de la ley. Así como los gobiernos existen para proteger la vida, la libertad y la propiedad, también tienen el deber de salvaguardar el derecho de cada persona a adorar —o no adorar— según los dictados de su conciencia.
La historia misma de la Iglesia en los días de José Smith explica la fuerza de esta afirmación. Los santos habían sufrido expulsiones, violencia y pérdida de bienes a causa de su fe. Por ello, este versículo proclama que ninguna nación puede considerarse justa ni civilizada si tolera o fomenta la persecución religiosa. La verdadera libertad no consiste solo en permitir la existencia de una religión mayoritaria, sino en proteger el derecho de todas las religiones y creencias, siempre que no violen los derechos de los demás.
Doctrinalmente, este pasaje reafirma que la libertad de conciencia es central en el plan de Dios. El albedrío es el don que permite a Sus hijos elegir el bien y aceptar el evangelio voluntariamente. La coacción destruye la fe verdadera, porque la adoración solo es válida si nace del corazón. Así, la persecución religiosa no solo es injusta desde la perspectiva humana, sino también contraria a los propósitos eternos del Padre.
En un sentido personal, este versículo nos invita a valorar la libertad religiosa que disfrutamos y a defenderla activamente. No solo se trata de proteger nuestro derecho a practicar el evangelio restaurado, sino también de respetar el derecho de los demás a creer distinto. Al hacerlo, mostramos amor cristiano y damos testimonio de que el evangelio de Jesucristo promueve la paz, la tolerancia y la verdadera libertad.
Versículos 11–12
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
La parte final de la declaración debe considerarse cuidadosamente en el contexto en que fue escrita. La década de 1830 fue una época de intensa división racial en los Estados Unidos. En ese tiempo, muchas personas de ascendencia africana vivían en esclavitud, y existía una gran separación racial entre los estadounidenses blancos y negros. La mayoría de los miembros de la Iglesia provenían del norte de los Estados Unidos, donde la esclavitud no estaba permitida, aunque algunos miembros procedían de estados del sur, donde la esclavitud era legal. Los líderes de la Iglesia reconocieron la realidad de esta situación y aconsejaron a los misioneros actuar con cautela y prudencia al enseñar tanto a los dueños de esclavos como a los esclavos. En una carta dirigida a los misioneros de la Iglesia, los líderes aconsejaron:
“Debe ser deber de un élder, cuando entra en una casa, saludar al amo de esa casa, y si obtiene su consentimiento, entonces puede predicar a todos los que estén en esa casa; pero si no obtiene su consentimiento, que no vaya a sus esclavos o sirvientes, sino que la responsabilidad recaiga sobre la cabeza del amo de esa casa, y las consecuencias de ello; y la culpa de esa casa ya no estará sobre tus faldas.”
Las persecuciones que la Iglesia enfrentó en Misuri fueron un factor que motivó a los líderes a redactar la declaración de Doctrina y Convenios 134. Parte de la intención de la declaración era calmar a los líderes gubernamentales de Misuri, quienes temían que los miembros de la Iglesia pretendieran difundir ideas abolicionistas. Los líderes de la Iglesia también pudieron haber estado preocupados por las acusaciones hechas por el Painesville Telegraph, un periódico cercano a Kirtland, que afirmaba que la Iglesia buscaba ejercer una mayor influencia política.
Cuando José Smith se postuló como presidente de los Estados Unidos en 1844, se opuso abiertamente a la esclavitud y abogó por su fin. En su plataforma presidencial oficial, declaró:
“Peticionen también, vosotros, buenos habitantes de los estados esclavistas, a vuestros legisladores para que abolan la esclavitud para el año 1850, o ahora, y salven al abolicionista del oprobio y la ruina, la infamia y la vergüenza. Rueguen al Congreso que pague a cada hombre un precio razonable por sus esclavos, con el excedente de ingresos provenientes de la venta de tierras públicas y de la deducción del salario de los miembros del Congreso. Rompan las cadenas del pobre hombre negro y contrátenlo para trabajar como a otros seres humanos; porque ‘¡una hora de libertad virtuosa en la tierra vale más que toda una eternidad de esclavitud!’”
Comentario final
La sección 134 no es una revelación, sino una declaración solemne de principios aprobada en conferencia general en Kirtland, en 1835. Sin embargo, posee un peso doctrinal y práctico enorme, porque articula cómo el evangelio de Jesucristo se relaciona con los asuntos civiles, la libertad y la justicia en la tierra.
Desde el inicio, el documento establece que los gobiernos son instituidos por Dios para proteger los derechos fundamentales de Sus hijos: la vida, la libertad de conciencia y la propiedad. Con ello se subraya que la política y la sociedad no son ajenas al plan de salvación, sino que forman parte del escenario en el que los hombres ejercen su albedrío y progresan espiritualmente.
La declaración enseña también que los ciudadanos tienen derechos y deberes. La libertad religiosa es proclamada como un derecho inalienable, pero siempre acompañado de la responsabilidad de no violentar los derechos de los demás. Asimismo, la Iglesia y el Estado son reconocidos como esferas distintas: la primera con autoridad espiritual y el segundo con autoridad temporal. Cuando cada uno cumple su rol, se preserva el orden y se evita la tiranía.
Otro principio central es la responsabilidad moral de los hombres en el gobierno. Las leyes pueden ser inspiradas, pero los abusos provienen de quienes las tuercen o manipulan. Los santos, por su parte, están llamados a obedecer las leyes justas, a sostenerlas con honor y a buscar cambios pacíficos y legales cuando sea necesario, evitando la rebelión y la violencia.
La declaración también reconoce el derecho de autodefensa, recordando que la vida y la propiedad son sagradas y pueden ser protegidas, incluso con la fuerza si fuese indispensable. Y, en un plano más amplio, afirma que cada nación tiene derecho a gobernarse a sí misma, sin interferencia injusta de otras naciones.
Finalmente, la sección culmina con una condena enérgica a toda persecución religiosa, proclamando que la verdadera justicia solo existe cuando todas las creencias gozan de plena libertad bajo la protección de la ley. Este principio reflejaba la experiencia dolorosa de los primeros santos, pero a la vez proyectaba un mensaje universal que resuena hasta hoy.
























