Doctrina y Convenios Sección 138

Doctrina y Convenios
Sección 138


Contexto histórico y trasfondo
Resumen breve  por Steven C. Harper

Los primeros cristianos creían que las personas no eran salvas ni condenadas en función de cuándo vivían o morían, sino en función de lo que decidieran hacer con la oferta de salvación de Cristo cuando llegaban a conocerla. Con el paso de los siglos, sin embargo, la muerte se convirtió en “una frontera firme de salvación” en el cristianismo occidental.

Basados en las enseñanzas de Pedro y Pablo, los cristianos medievales siguieron creyendo en lo que llamaban el “descenso a los infiernos,” la bajada desencarnada de Cristo al mundo de los espíritus entre su crucifixión y resurrección para redimir a los cautivos. Una rica tradición de drama y arte representa la misión del Salvador de “liberación,” en la cual declaró “libertad a los cautivos que habían sido fieles” (DyC 138:18).

Mil años después, en 1918, el problema de la muerte no había disminuido, y el anciano profeta José F. Smith meditaba en esas mismas enseñanzas de Pedro y Pablo. La Gran Guerra, conocida para nosotros como la Primera Guerra Mundial, arrasaba, cobrando eventualmente más de nueve millones de vidas. Una pandemia mundial de influenza superó esa cifra, cosechando quizás 50 millones de almas o más en todo el mundo. Solo en octubre de 1918 murieron más de 195,000 estadounidenses, el mes más mortífero en la historia de Estados Unidos, el mes en que el Señor reveló la sección 138.

En medio de tanta muerte y agonía estaba José F. Su padre, Hyrum, había sido brutalmente asesinado a tiros cuando él tenía cinco años. “Perdí a mi madre, el alma más dulce que jamás vivió,” escribió José, “cuando era apenas un niño.” Su primera hija, Mercy Josephine, murió a los dos años, dejando a José “vacío, solo, desolado, abandonado.” Su hijo mayor murió inesperadamente en enero de 1918, dejando al presidente Smith con una “abrumadora carga de dolor.” Entre esas muertes, el presidente Smith había enterrado a una esposa y a once hijos más.

El presidente Smith estaba enfermo cuando se acercaba la conferencia general de octubre de 1918. Sorprendió a los santos al asistir el 4 de octubre y hablar brevemente. “He vivido en el espíritu de oración, de súplica, de fe y de determinación; y he tenido mi comunicación con el Espíritu del Señor continuamente.” El día anterior, el Señor le había dado las visiones descritas en la sección 138.

La sección 138 es un testimonio centrado en Cristo de principio a fin. Comienza con el presidente Smith meditando en la expiación del Salvador, continúa con un testimonio del “descenso a los infiernos” de Cristo, prosigue con el evangelio de Jesucristo predicado a los espíritus que habían partido, y concluye en el nombre de Jesús. “Vi” (DyC 138:11), “contemplé” (vv. 15, 57), “entendí” (v. 25), “percibí” (v. 29), “observé” (v. 55), “doy testimonio, y sé que este testimonio es verdadero,” declaró José F. (v. 60).

Usó verbos poderosos para describir cómo buscaba la revelación: “Me senté en mi cuarto reflexionando sobre las Escrituras; y pensando en el gran sacrificio expiatorio que fue hecho por el Hijo de Dios para la redención del mundo” (DyC 138:1–2, énfasis añadido). Intelectualmente se “involucró” en el problema soteriológico [relacionado con la salvación] de la teología cristiana y en las preguntas más terribles de su tiempo, en el que “la cantidad abrumadora de muertes despertó un dolor individual y comunitario en una escala sin precedentes. Con la pérdida surgieron preguntas: ¿Cuál es el destino de los muertos? ¿Continúan existiendo? ¿Hay vida después de la muerte?”

Volvió a pasajes bíblicos que ya conocía bien y “reflexionó sobre estas cosas que están escritas” (v. 11).

Eso resultó en una serie de visiones. José F. vio una innumerable congregación de los muertos justos, aquellos que habían sido cristianos fieles en vida, “regocijándose juntos porque el día de su redención estaba a la mano” (DyC 138:15). Habían estado esperando con ansias que Cristo los liberara de la esclavitud de estar desencarnados, lo que el versículo 23 llama “cadenas del infierno” (cf. DyC 45:17; 93:33). El Salvador llegó y les predicó el evangelio, pero no a los que habían rechazado las advertencias de los profetas en vida.

Esta visión llevó al presidente Smith a preguntarse e indagar más. El milagroso ministerio mortal de tres años de Cristo resultó en pocos conversos. ¿Cómo podía ser eficaz su breve ministerio entre los muertos? ¿Qué quiso decir Pedro al escribir que el Salvador predicó a los espíritus encarcelados que habían sido desobedientes? Estas preguntas trajeron otra revelación: un reconocimiento de “que el Señor no fue en persona entre los inicuos y desobedientes,” sino que envió mensajeros. Reunió un ejército para librar guerra contra la muerte y el infierno. “Organizó sus fuerzas” y los armó “con poder y autoridad, y los comisionó para que fueran y llevaran la luz del evangelio a los que estaban en tinieblas, aun a todos los espíritus de los hombres; y así fue predicado el evangelio a los muertos” (DyC 138:30).

José Smith, Brigham Young y Wilford Woodruff enseñaron que el Salvador abrió la prisión espiritual y proveyó redención para los muertos. Sin embargo, no fue sino hasta la visión de José F. que la humanidad supo cómo Cristo “organizó sus fuerzas,” “designó mensajeros,” y los “comisionó para que fueran” (DyC 138:30). Eso hizo posible que los muertos actuaran por sí mismos, que fueran agentes plenamente responsables de su nuevo conocimiento. La enseñanza cumplió con el justo plan de salvación de Dios, haciendo a cada individuo responsable de recibir o rechazar “el sacrificio del Hijo de Dios” (v. 35).

El presidente Smith vio a “nuestra gloriosa madre Eva, con muchas de sus hijas fieles que habían vivido a través de las edades y adorado al Dios verdadero y viviente” (DyC 138:39). Debió haberle conmovido ver a su padre, Hyrum Smith, junto con su hermano José, “entre los nobles y grandes” (v. 55). Lo más reconfortante para mí es su visión de

“los fieles élderes de esta dispensación, que cuando parten de la vida mortal, continúan sus labores en la predicación del evangelio de arrepentimiento y redención, mediante el sacrificio del Unigénito Hijo de Dios, entre aquellos que están en tinieblas y bajo la servidumbre del pecado en el gran mundo de los espíritus de los muertos.” (v. 57)

Como hijo huérfano y padre afligido, el presidente Smith apreció la confirmación de la visión acerca de “la redención de los muertos, y el sellamiento de los hijos a sus padres” (v. 48).

Un sobreviviente de la pandemia de influenza preguntaba repetidamente: “¿Dónde están los muertos?” La sección 138 “responde a esta pregunta y habla a la gran necesidad mundial que subyace en ella.” El 31 de octubre de 1918, el enfermo presidente Smith envió a su hijo José Fielding Smith a leer la revelación en una reunión de la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles. Ellos “aceptaron y respaldaron la revelación como palabra del Señor.”¹² El Deseret Evening News publicó la revelación aproximadamente un mes después. Mientras tanto, José F. pasó de la vida a la muerte sabiendo mejor que nadie qué podía esperar al llegar.

Contexto adicional por Casey Paul Griffiths

El contexto inmediato de Doctrina y Convenios 138 se da en los primeros once versículos de la sección por el propio presidente José F. Smith. El presidente Smith recibió una visión el 3 de octubre de 1918, el día antes de la conferencia general. Llevaba varios meses con mala salud antes de la conferencia y estaba confinado en gran medida a su habitación, por lo que muchos se sorprendieron cuando apareció en la conferencia al día siguiente. Solo habló una vez en la conferencia, diciendo brevemente:

He estado padeciendo un asedio de una enfermedad muy grave durante los últimos cinco meses. Me sería imposible, en esta ocasión, ocupar el tiempo suficiente para expresar los deseos de mi corazón y mis sentimientos, como quisiera expresárselos a ustedes… No entraré, no me atrevo, a tratar muchos de los asuntos que están reposando en mi mente esta mañana. Y pospondré hasta algún tiempo futuro, si el Señor lo permite, mi intento de contarles algunas de las cosas que están en mi mente y que moran en mi corazón. No he vivido solo en estos cinco meses. He morado en el espíritu de oración, de súplica, de fe y de determinación; y he tenido mi comunicación con el Espíritu del Señor continuamente.

Una combinación de salud debilitada, preocupación por los acontecimientos mundiales y una serie de tragedias personales se unieron para crear uno de los momentos más difíciles y probatorios en la vida del presidente Smith. La revelación en Doctrina y Convenios 138 se recibió apenas treinta y ocho días antes del final de la guerra más devastadora hasta ese momento en la historia. Las estimaciones de bajas militares en la Primera Guerra Mundial superan los treinta y nueve millones, con nueve millones de muertos. La guerra, más larga y sangrienta de lo que nadie había imaginado, estaba llegando a su fin. Pero tras la Gran Guerra surgía otra amenaza: la epidemia de influenza de 1918, que finalmente causaría más del doble de muertes que la guerra. Solo en octubre de 1918 hubo más muertes que en cualquier mes anterior de la historia estadounidense, en gran parte debido a la pandemia. Un aspecto especialmente problemático de esta pandemia fue que esta cepa de influenza afectó de manera desproporcionada a personas entre los veinticinco y treinta y cuatro años, aquellos en la flor de la vida. Particularmente en instalaciones militares y en barcos de tropas, el número de muertos era tan alto que los cadáveres se apilaban como leña en los depósitos de cadáveres. Por ejemplo, de los 116,000 soldados estadounidenses que sirvieron en la Primera Guerra Mundial, más de la mitad murió de la gripe o de la neumonía resultante.

En medio de estos desafíos mundiales que enfrentaban los santos, el presidente Smith sufrió una serie desgarradora de tragedias personales en su propia familia. El 23 de enero de 1918, Hyrum Mack, el hijo mayor del presidente Smith, murió por complicaciones de un apéndice reventado. Hyrum, también miembro del Cuórum de los Doce, tenía solo cuarenta y cinco años. Al recibir la noticia de la muerte de su hijo, el presidente Smith escribió en su diario: “¡Mi alma está hecha pedazos! ¡Mi corazón está roto y late con dificultad por aferrarse a la vida! ¡Oh, mi dulce hijo, mi gozo, mi esperanza!… ¡Oh Dios, ayúdame!” Poco antes de que se recibiera Doctrina y Convenios 138, la viuda de Hyrum Mack, Ida Bowman Smith, murió de un fallo cardíaco el 24 de septiembre, apenas unos días después de dar a luz a un hijo, al que llamó Hyrum en honor a su difunto padre. La muerte de Hyrum e Ida dejó huérfanos a cinco hijos pequeños.

Inmediatamente después de la conferencia general de octubre de 1918, el presidente Smith compartió la visión del 3 de octubre con su hijo José Fielding. José Fielding Smith entonces registró la visión mientras el presidente Smith la dictaba. El texto de la visión se presentó al Cuórum de los Doce y al Patriarca Presidente de la Iglesia el 31 de octubre, y fue aceptada unánimemente por ellos. El presidente Smith falleció el 19 de noviembre. El texto de la visión se publicó por primera vez el 30 de noviembre en el Deseret Evening News con el título Visión de la Redención de los Muertos. También fue publicada en la revista de la Iglesia, The Improvement Era, en la edición de diciembre de 1918. La visión fue bien conocida entre los santos, pero no se incluyó en el canon de las Escrituras hasta 1976, cuando junto con Doctrina y Convenios 137, se añadió a la Perla de Gran Precio. El 6 de junio de 1979, la Primera Presidencia anunció que la visión sería trasladada a Doctrina y Convenios y numerada como sección 138. Apareció por primera vez en la edición de 1981 de Doctrina y Convenios.


Versículos 1–4
Meditación y preparación espiritual del Profeta


La meditación del Profeta sobre la Expiación de Cristo y el amor del Padre y del Hijo como fundamento de la salvación del género humano.

El relato comienza con el profeta José F. Smith en un acto de profunda meditación personal, apartado en su habitación y volviendo su mente a las Escrituras. Este detalle no es menor: el contexto de revelación se origina en un espíritu de estudio, reflexión y apertura espiritual. El Profeta se encontraba ponderando sobre el acontecimiento más sagrado de la historia: el sacrificio expiatorio del Hijo de Dios.

La visión que sigue en los versículos posteriores se enraíza en este momento inicial, en el cual el Profeta reconoce que la expiación de Cristo no fue un hecho aislado, sino la manifestación suprema del amor del Padre y del Hijo. Ambos, en perfecta unidad, obraron para que la humanidad tuviera un camino de regreso a la presencia de Dios. El Padre mostró Su amor al enviar a Su Hijo, y el Hijo lo reveló al ofrecerse voluntariamente como Redentor.

Doctrinalmente, estos versículos subrayan que la salvación no se logra solo por el sacrificio de Cristo, sino también por la obediencia a los principios del evangelio. La gracia divina abre el camino, pero el albedrío humano determina si ese don es aceptado. Así, se enseña una doctrina equilibrada: la expiación es infinita y universal en su alcance, pero personal y condicional en su aplicación.

En este marco, la introducción de la visión de José F. Smith enseña que toda revelación comienza en el reconocimiento de Cristo como el centro del plan de salvación. La redención se recibe gracias a la unión del amor divino y la obediencia humana.


Doctrina y Convenios 138:1–11
“El meditar sobre el contenido de las Escrituras frecuentemente constituye un requisito para recibir revelación.”


La gran visión del presidente Joseph F. Smith —una de las más luminosas en toda la historia de la Iglesia— comenzó no con un milagro espectacular, sino con algo sencillo y sagrado: la meditación sobre las Escrituras. Mientras reflexionaba sobre las palabras de Pedro acerca de la obra del Señor entre los muertos (véase 1 Pedro 3:18–20; 4:6), el espíritu del profeta se abrió para recibir una revelación gloriosa. Así se cumplió un patrón eterno: la revelación llega a quienes estudian, meditan y buscan con sinceridad el entendimiento espiritual.

Desde los primeros días de la historia sagrada, este principio ha sido constante. Nefi recibió su visión del plan de redención mientras meditaba en las palabras de su padre Lehi (1 Nefi 11:1). José Smith y Sidney Rigdon contemplaron la visión de los tres grados de gloria después de reflexionar profundamente sobre un pasaje del Evangelio de Juan (D. y C. 76:15–19). Y Moroni enseñó que el testimonio del Libro de Mormón llega al alma que lee, medita y ora recordando la misericordia de Dios (Moroni 10:3–5). En cada caso, la revelación fue precedida por la meditación, porque Dios no suele hablar al corazón distraído o a la mente agitada, sino al alma que busca quietud para oír Su voz.

El élder Harold B. Lee relató una experiencia enseñada por el presidente David O. McKay: que las impresiones del Espíritu suelen llegar cuando estamos tranquilos, en momentos de recogimiento o de reflexión —al despertar, en oración o en silencio—. En esa serenidad interior, la voz de Dios puede ser percibida con claridad. Así como una superficie de agua calma refleja con nitidez el cielo, un corazón en paz refleja la luz del Espíritu.
Esta enseñanza tiene poder transformador en la vida diaria. La meditación espiritual no es un ejercicio pasivo, sino un acto de fe: detenerse, ponderar y escuchar. Cuando dedicamos tiempo a leer las Escrituras con el deseo sincero de comprender, el Espíritu nos instruye, aclara dudas, y a menudo nos muestra cosas que no habíamos considerado.

El ejemplo de Joseph F. Smith nos enseña que la revelación no siempre llega en medio de truenos o visiones visibles, sino en el silencio reflexivo del alma que busca. En un mundo saturado de ruido y prisa, el discípulo del Señor aprende a aquietar su mente y a crear un espacio sagrado donde el Espíritu pueda hablar.
Así, al igual que los profetas, nosotros también podemos recibir luz del cielo si nos detenemos a meditar en las cosas de Dios, porque —como dijo el presidente McKay— la influencia del Espíritu del Señor en nuestro espíritu es tan real como cuando levantamos el teléfono para comunicarnos con alguien.


Doctrina y Convenios 138:1–11
 La meditación como preparación para la revelación


Doctrina y Convenios 138:1–11 nos muestra con claridad el proceso mediante el cual una mente y un corazón consagrados pueden ser instruidos por Dios. El profeta José F. Smith no recibió su grandiosa visión del mundo de los espíritus por un mero acto de lectura casual de las Escrituras, sino por un acto más profundo: la meditación reverente. Mientras reflexionaba sobre los pasajes bíblicos referentes a la misión redentora del Salvador, su entendimiento se abrió y contempló, por revelación, las realidades del más allá.

El texto nos enseña que la revelación no es fruto de la curiosidad, sino del recogimiento espiritual. La mente que busca luz debe prepararse con estudio diligente, pero también con una disposición de serenidad interior. En la calma del alma —cuando cesa el ruido del mundo y el corazón se aquieta ante la palabra de Dios— el Espíritu Santo puede hablar con claridad.

A lo largo de las Escrituras, este patrón se repite: Nefi “meditaba” sobre las enseñanzas de su padre antes de ser llevado a una visión del Árbol de la Vida; José Smith y Sidney Rigdon estaban “meditando” sobre un pasaje del Evangelio de Juan antes de recibir la visión de los tres grados de gloria; Moroni enseñó que el lector del Libro de Mormón debe “recordar la misericordia de Dios y meditar en su corazón” antes de orar para recibir un testimonio.

La meditación es, por tanto, la antesala de la revelación. Es el proceso por el cual la mente del hombre se armoniza con la mente de Dios. El Espíritu se comunica de manera más efectiva cuando el alma está quieta, limpia y dispuesta a escuchar. Como enseñó el presidente David O. McKay, las impresiones más puras del Espíritu llegan cuando el cuerpo está descansado y la mente libre de preocupaciones; entonces, la voz del Señor puede sentirse “tan real como cuando levantamos el teléfono para comunicarnos con alguien”.

Doctrina y Convenios 138 revela que la meditación sobre las Escrituras es más que una práctica intelectual: es un acto de adoración. En ella, la palabra escrita se convierte en palabra viva; los pasajes familiares se transforman en revelación personal. El Espíritu amplía el entendimiento, eleva los pensamientos y toca el corazón con certeza espiritual.

En última instancia, meditar sobre las Escrituras no sólo prepara al alma para recibir revelación: es el medio mediante el cual Dios revela Su voluntad. Al estudiar y ponderar Su palabra, invitamos al Espíritu Santo a entrar en nuestro pensamiento, y en ese estado sagrado de quietud, el Señor nos enseña, nos corrige y nos guía “línea por línea, precepto por precepto”.


Versículos 5–10
Inspiración al leer a Pedro


La inspiración del Profeta al leer los escritos de Pedro sobre la predicación de Cristo a los espíritus encarcelados, lo que abre la puerta doctrinal a la redención de los muertos.

Mientras José F. Smith meditaba sobre la expiación, sus pensamientos fueron conducidos hacia los escritos del apóstol Pedro. No fue un movimiento casual: el Espíritu le llevó a las palabras que contenían la clave para comprender cómo la redención de Cristo se extiende más allá de la vida terrenal. Al leer 1 Pedro 3 y 4, el Profeta quedó profundamente impresionado con la doctrina de que Cristo, después de Su muerte, predicó a los espíritus encarcelados.

Este pasaje de las epístolas petrinas había sido objeto de preguntas e interpretaciones durante siglos en el cristianismo. Muchos se preguntaban cómo se podía entender que el Salvador, en un tiempo tan breve entre Su muerte y resurrección, llevara a cabo un ministerio entre los muertos. Para José F. Smith, esas palabras no fueron meras letras antiguas, sino una ventana a la revelación que estaba por recibir.

Doctrinalmente, este bloque enseña que la expiación de Cristo no se limita a los vivos. El alcance de Su sacrificio es universal y eterno, pues incluye a quienes murieron sin conocer el evangelio o que lo rechazaron en su tiempo. Cristo mismo, vivificado en espíritu, descendió para proclamar libertad a los cautivos, cumpliendo con el plan del Padre de ofrecer la salvación a toda la familia humana.

El mensaje es profundamente consolador: Dios es justo y misericordioso a la vez. Nadie queda excluido de la oportunidad de oír el evangelio, ni siquiera aquellos que vivieron en épocas pasadas de desobediencia. De esta manera, se resalta la equidad del plan divino: el juicio de los hombres será completo y justo porque todos tendrán, en vida o después de ella, la posibilidad de aceptar o rechazar la redención ofrecida en Cristo.


Versículos 1–10
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


En medio de las tragedias globales y personales con las que José F. Smith estaba lidiando, recurrió a las Escrituras en busca de consuelo. La declaración del presidente Smith de que “me impresionaron profundamente, más que nunca antes, los siguientes pasajes” (DyC 138:6) sugiere que quizá había leído estos pasajes muchas veces antes. Pero esta vez el Espíritu Santo utilizó este pasaje para mostrarle al presidente Smith su propia visión del mundo de los espíritus. Las declaraciones de 1 Pedro 3:18–20 y 4:6 plantean la posibilidad de una visión más amplia de la misión de Jesucristo, un mensaje que trajo esperanza no solo de una resurrección para toda la humanidad, sino de salvación eterna para todas las personas, sin importar su trasfondo.

La visión del presidente Smith destaca la obra de Jesucristo en los días posteriores a Su muerte pero antes de Su resurrección. Pedro escribe que Cristo fue “muerto en la carne”, lo que significa que había entregado Su cuerpo, “pero vivificado en espíritu”, lo cual indica que Su espíritu seguía vivo o “vivificado” (1 Pedro 3:18). Esta fase de la misión de Cristo es tan vital para comprender Su obra salvadora como lo son el sufrimiento del Salvador en Getsemaní y en la cruz, Su muerte y Su resurrección. Fuera de los escritos de Pedro, Doctrina y Convenios 138 ofrece más entendimiento de esta fase de la misión del Salvador que cualquier otro texto que actualmente tengamos en nuestro poder.

José Smith, el tío de José F. Smith, también meditó sobre el significado de las declaraciones de Pedro acerca de los “espíritus encarcelados” (1 Pedro 3:18–20). En un discurso publicado en Times and Seasons en 1842, enseñó:

Pedro también, al hablar de nuestro Salvador, dice que “fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo fueron desobedientes, cuando una vez la paciencia de Dios esperaba en los días de Noé.” (1 Pedro 3:19–20). Aquí, entonces, tenemos un relato de nuestro Salvador predicando en la prisión; a espíritus que habían estado encarcelados desde los días de Noé. ¿Y qué les predicó? ¿Que debían quedarse allí? Ciertamente no; que Su propia declaración testifique: “Me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón, para pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4:18). Isaías lo dice así: “Para sacar de la cárcel a los presos, y de casa de prisión a los que moran en tinieblas” (Isaías 42:7). Es muy evidente, por tanto, que Él no solo fue a predicarles, sino a libertarlos, o sacarlos de la cárcel.


Doctrina y Convenios 138:7–10
“Los escritos de Pedro.”


El punto de partida de la gloriosa visión de Joseph F. Smith fue su meditación sobre las palabras del apóstol Pedro, quien enseñó que Cristo, después de Su crucifixión, “fue y predicó a los espíritus encarcelados” (1 Pedro 3:19). Estas Escrituras, que a menudo habían sido malinterpretadas a lo largo de los siglos, revelan una de las verdades más sublimes del Evangelio: la obra redentora del Salvador se extiende más allá del velo, alcanzando incluso a los muertos.

José Smith, durante su traducción inspirada de la Biblia, había recibido ya una comprensión más profunda de estos pasajes (véase la Traducción de José Smith de 1 Pedro 3:19–20; 4:6). En sus ajustes inspirados, el Profeta aclaró que Cristo no solo “predicó”, sino que proclamó el Evangelio a los espíritus que estaban en prisión, mostrando que Su poder salvador no se limita a los vivos. Aquella labor divina en el mundo de los espíritus es una manifestación de Su infinita misericordia y de la universalidad de Su expiación.

Cuando, muchos años después, Joseph F. Smith meditó sobre estas mismas palabras, su mente se iluminó por el mismo Espíritu de revelación que había guiado a José Smith. De esa meditación surgió la visión de Doctrina y Convenios 138, donde el presidente Smith vio con claridad el cumplimiento literal de lo que Pedro había escrito: la organización de la gran obra misional entre los muertos, dirigida por el mismo Señor Jesucristo.
El ejemplo de ambos profetas enseña que la meditación sobre las Escrituras no solo despierta la comprensión, sino que puede abrir la puerta a la revelación. Lo que para muchos fue un pasaje oscuro del Nuevo Testamento, para los profetas de esta dispensación se convirtió en una ventana hacia la eternidad.

Pedro, José Smith y Joseph F. Smith fueron testigos en cadena de una misma verdad: que Cristo es el Redentor de todos los hijos de Dios, vivos y muertos. Él no deja a nadie olvidado. La salvación no se detiene ante la tumba, sino que continúa obrando más allá de ella. Y así como el Señor iluminó la mente de Sus profetas al meditar en Su palabra, también puede iluminar la nuestra si nos acercamos a las Escrituras con reverencia, fe y el deseo sincero de comprender Su plan redentor.


Doctrina y Convenios 138:11
“¿Qué quiso decir el presidente Smith al expresar: ‘fueron abiertos los ojos de mi entendimiento’?”


La frase “fueron abiertos los ojos de mi entendimiento” describe una experiencia espiritual profunda y trascendente, una forma de revelación en la cual el espíritu del hombre es iluminado por el Espíritu de Dios para ver más allá del velo de lo mortal. Tal como se explicó en Doctrina y Convenios 137:1, cuando José Smith tuvo visiones de lo celestial, no supo si estaba “en el cuerpo o fuera del cuerpo”, porque el Señor le había permitido ver con los ojos del espíritu —una visión que no depende de los sentidos naturales, sino de la luz del entendimiento espiritual (véase 1 Corintios 2:9–14).

El presidente Joseph F. Smith experimentó algo similar. En el momento de esta revelación, su mente estaba sumergida en meditación y su corazón preparado por la humildad y el Espíritu. En ese estado de quietud espiritual, “fueron abiertos los ojos de su entendimiento”, es decir, su percepción espiritual fue elevada por el poder del Espíritu Santo hasta ver realidades eternas que los ojos mortales no pueden contemplar.

En las Escrituras, esta expresión aparece repetidamente cuando los profetas reciben visiones divinas: Moisés vio “por los ojos del espíritu” (Moisés 1:11); Enoc contempló “cosas que el ojo natural no puede ver” (Moisés 6:36); y José y Sidney Rigdon testificaron que “fueron abiertos nuestros ojos e iluminados nuestros entendimientos por el poder del Espíritu” (D. y C. 76:12). En cada caso, la revelación ocurre cuando Dios expande las facultades espirituales del alma para percibir la luz de Su verdad.
El entendimiento espiritual también puede abrirse en la vida de todo discípulo fiel. Cuando meditamos en las Escrituras, buscamos en oración y vivimos dignamente del Espíritu, el Señor puede “abrir los ojos de nuestro entendimiento” para que comprendamos verdades que antes estaban veladas para nosotros. No siempre veremos visiones celestiales, pero podemos recibir iluminación, consuelo y conocimiento revelado.
Así como Joseph F. Smith fue preparado por la meditación y el Espíritu para contemplar la gloria de la redención de los muertos, nosotros también podemos llegar a “ver” —por medio de la fe y la revelación personal— la realidad viva del plan de salvación y la grandeza del amor de Dios por todos Sus hijos.


Versículos 11–15
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


De manera similar a la revelación encontrada en Doctrina y Convenios 76, la sección 138 se basa en una serie de visiones en lugar de una sola visión. La primera visión, vista por el presidente José F. Smith, fue de los “ejércitos de los muertos, tanto pequeños como grandes” (DyC 138:11). El lugar visto en visión por el presidente Smith no era un reino de gloria, al cual los hombres y mujeres son enviados después de ser resucitados, sino el mundo de los espíritus postmortal. En un discurso dado en junio de 1843, José Smith enseñó sobre el mundo de los espíritus postmortal, diciendo:

También se ha dicho mucho acerca de la palabra Infierno, y el mundo sectario ha predicado mucho sobre ello, pero ¿qué es el infierno? Es otro término moderno; proviene de Hades, el griego, o de Sheol, el hebreo, y la verdadera significación es un mundo de espíritus. Hades, Sheol, paraíso, espíritus encarcelados, todo eso es lo mismo, es un mundo de espíritus, los justos y los impíos van al mismo mundo de espíritus.

El presidente Brigham Young enseñó que el mundo de los espíritus nos rodea, pero solo es discernible a través de ojos espirituales:

Cuando los espíritus dejan sus cuerpos… están preparados entonces para ver, oír y comprender las cosas espirituales… ¿Pueden ver espíritus en esta habitación? No. Supongan que el Señor tocara sus ojos para que pudieran ver, ¿podrían entonces ver los espíritus? Sí, tan claramente como ahora ven los cuerpos, como lo hizo el siervo de [Eliseo] [ver 2 Reyes 6:16-17]. Si el Señor lo permitiera, y fuera su voluntad que se hiciera, podrían ver a los espíritus que han partido de este mundo, tan claramente como ahora ven los cuerpos con sus ojos naturales.

En el funeral de Jedediah M. Grant, miembro de la Primera Presidencia, Heber C. Kimball relató una visión compartida por el presidente Grant en su lecho de muerte:

Me dijo, hermano Heber, he estado en el mundo de los espíritus dos noches consecutivas, y de todos los temores que jamás me han invadido, el peor fue tener que regresar a mi cuerpo, aunque tuve que hacerlo. Pero, ¡oh!, dijo él, ¡el orden y el gobierno que había allí! Cuando estuve en el mundo de los espíritus, vi el orden de los hombres y mujeres justos; los vi organizados en sus respectivos grados, y parecía no haber obstáculo para mi visión; podía ver a cada hombre y mujer en su grado y orden. Miré para ver si había desorden allí, pero no lo había; ni vi muerte ni oscuridad, desorden ni confusión. Dijo que la gente que vio allí estaba organizada en capacidades familiares; y cuando los miró, vio grado tras grado, y todos estaban organizados y en perfecta armonía. Iba mencionando un elemento tras otro y decía: “Vaya, es justo como dice el hermano Brigham; es justo como nos lo ha dicho tantas veces.”


Versículos 11–17
La visión de los espíritus justos


La visión de los espíritus justos en el mundo de los muertos, llenos de esperanza en la resurrección y en la redención que Cristo traería.

Mientras José F. Smith meditaba en las Escrituras, se abrió su entendimiento por el poder del Espíritu del Señor. Entonces se le mostró una escena gloriosa: la innumerable compañía de los espíritus de los justos que habían partido de esta vida. Estos no eran espíritus comunes, sino hombres y mujeres que habían sido fieles en su testimonio de Jesucristo, incluso a costa de sacrificios y tribulaciones semejantes a los sufrimientos del propio Redentor.

Doctrinalmente, esta visión enseña que la fidelidad al evangelio no termina con la muerte, sino que asegura la esperanza de una gloriosa resurrección. Los justos esperaban con gozo y anticipación el día de la liberación, sabiendo que la unión eterna de su cuerpo y espíritu estaba próxima. Aquí se reafirma una doctrina esencial: el destino del hombre no es permanecer como espíritu, sino recibir la plenitud de gozo mediante la resurrección, que restituye al ser humano en su totalidad, inmortal e incorruptible.

El gozo que el Profeta describe muestra que para los fieles la muerte no es derrota, sino antesala de triunfo. Aquellos que permanecieron firmes en la fe viven con la certeza de que la gracia del Padre y del Hijo hará posible la restauración perfecta de su ser. Esta visión no solo revela la esperanza de los muertos, sino que también confirma a los vivos que la vida terrenal tiene un propósito eterno: prepararse para la resurrección y la plenitud de gozo que Cristo garantiza a Sus discípulos.


Doctrina y Convenios 138:12–17
“¿Se salvará mucha gente en el reino celestial?”


En su visión gloriosa del mundo de los espíritus, el presidente Joseph F. Smith contempló una “gran compañía innumerable” de almas justas, herederas del reino celestial. Estas multitudes, que habían vivido desde los días de Adán hasta la venida de Cristo, representaban a todos aquellos que habían aceptado al Señor, guardado Sus mandamientos y conservado la fe hasta el fin. Esa escena celestial testifica del inmenso alcance de la misericordia divina y del poder redentor del Evangelio eterno.

A menudo pensamos en términos de porcentajes o proporciones —pocos los escogidos, muchos los llamados—, pero el número de los redimidos será vasto. Aunque la gloria celestial requiere fidelidad y obediencia, la obra del Salvador es tan amplia que alcanzará a millones que se preparen en esta vida o acepten el Evangelio en el mundo de los espíritus. A ellos se suman todos los niños que murieron antes de la edad de responsabilidad, que también heredan la gloria celestial (véase D. y C. 137:10). De modo que, aunque la puerta es estrecha, el amor de Dios hace que su reino esté lleno de incontables hijos e hijas glorificados.

El presidente Spencer W. Kimball destacó este potencial divino al recordar que cada hijo de Dios tiene en sí el germen de la divinidad: “Supongo que estos 225.000 podemos llegar a ser dioses… El Señor sabe cómo hacerlo.” En sus palabras resuena la promesa eterna de la exaltación: que quienes sean fieles heredarán todo lo que el Padre tiene (véase D. y C. 84:38). La visión de Joseph F. Smith no sólo reveló la salvación de los muertos, sino también el vasto alcance del plan de Dios: un universo lleno de seres exaltados, herederos de mundos y de gloria infinita.
Esta revelación nos invita a ver la salvación con los ojos del amor divino y no con la estrechez humana. Dios no busca condenar, sino salvar. Su plan es inclusivo, misericordioso y eterno. Cada alma tiene oportunidad de arrepentirse y progresar, ya sea en esta vida o más allá del velo.

Para nosotros, esta verdad debe inspirar esperanza y responsabilidad. Esperanza, porque todos tenemos la posibilidad de alcanzar la gloria celestial; responsabilidad, porque debemos vivir de modo que ese potencial divino se cumpla en nosotros. La visión de Joseph F. Smith es un recordatorio de que el Evangelio no es un mensaje de exclusión, sino una invitación universal a participar del gozo celestial. Y como enseñó el presidente Kimball, si somos fieles, “vamos a nuestra exaltación”: una herencia infinita, preparada para los hijos e hijas de un Padre eterno.


Doctrina y Convenios 138:15–19, 50
“La separación entre el cuerpo y el espíritu como cautiverio y la necesidad de la redención para una plenitud de gozo.”


En su visión del mundo de los espíritus, el presidente Joseph F. Smith vio a las huestes justas que esperaban con anhelo la redención de la muerte. Aunque estaban en un estado de paz y esperanza, se hallaban aún “en cautiverio” (vers. 50), porque la unión perfecta entre el cuerpo y el espíritu —la condición necesaria para la plenitud de gozo— aún no se había restaurado.

El profeta José Smith explicó que obtener un cuerpo es una de las bendiciones más grandes del plan de salvación: “El gran plan de la felicidad consiste en tener un cuerpo.” (Enseñanzas, pág. 217). El cuerpo físico no es una carga, sino una parte esencial de la identidad eterna del ser humano. Es el templo del espíritu, la vestidura sagrada que permite progresar, sentir, aprender y ejercer dominio. Satanás, al carecer de cuerpo, sufre una privación eterna y busca usurpar, aunque sea temporalmente, lo que él mismo no puede poseer. Por eso, todo ser que posee un cuerpo tiene dominio sobre aquellos que no lo tienen.

Mientras el espíritu está separado del cuerpo, su felicidad es incompleta. El élder Bruce R. McConkie enseñó que “la plenitud de gozo se encuentra solamente entre los seres resucitados y glorificados.” La resurrección, por tanto, no es solo una restauración física, sino una exaltación espiritual: el momento en que el ser humano se convierte en un alma perfecta y eterna (véase D. y C. 93:33–34). Esa unión indisoluble del cuerpo y el espíritu, purificados y glorificados, es la base del gozo celestial.

Además, sólo aquellos que alcancen la exaltación —la más alta gloria del reino celestial— recibirán la plenitud de poderes divinos, incluyendo la capacidad de engendrar hijos espirituales en las eternidades (véanse D. y C. 131:1–4; 132:19–20). El élder McConkie explicó que este privilegio eterno —el de crear, multiplicar y presidir mundos futuros— será otorgado a los justos resucitados que alcancen la condición de dioses. Ellos participarán en la misma obra del Padre: “traer la inmortalidad y la vida eterna de sus hijos” (Moisés 1:39).
Comprender esta doctrina cambia la manera en que vemos la vida, la muerte y la resurrección. Nuestro cuerpo mortal, con todas sus limitaciones, es una bendición sagrada y parte esencial de nuestra exaltación. La muerte no es el final, sino una pausa temporal en la jornada hacia la plenitud. En el mundo de los espíritus, los fieles esperan con esperanza la mañana gloriosa de la resurrección, cuando el cautiverio de la muerte sea roto por el poder de Cristo.

El Salvador —el primogénito del Padre y el primero en resucitar— abrió ese camino para todos. Por Él, cada espíritu será liberado y cada cuerpo restaurado. Por Él, los justos alcanzarán la plenitud de gozo, no solo en sentir la vida eterna, sino en participar activamente en la obra creadora y redentora de Dios.
Así, la promesa de la resurrección no es solo vida después de la muerte, sino vida en su máxima expresión: gloriosa, eterna y llena de propósito divino.


Doctrina y Convenios 138:18–19
“El Hijo de Dios apareció, declarando libertad a los cautivos que habían sido fieles; y allí les predicó el Evangelio eterno, la doctrina de la resurrección y la redención del género humano de la caída, y de los pecados individuales bajo condición de arrepentimiento.”


Isaías profetizó que el Mesías no solo “predicaría buenas nuevas a los mansos”, sino que también “vendaría a los quebrantados de corazón… proclamará libertad a los cautivos, y abrirá la cárcel a los presos” (Isaías 61:1).
En gran medida, Jesús cumplió estas cosas durante su ministerio de tres años en la tierra. Sin embargo, Su ministerio no terminó cuando entregó Su espíritu en la colina del Calvario.
Cuando Su cuerpo físico exhaló su último aliento, Su espíritu entró en el paraíso, la morada de los justos en el mundo espiritual postmortal. Allí enseñó el Evangelio a “una innumerable compañía de los espíritus de los justos” (DyC 138:12) y organizó a los profetas y santos justos para tender un puente entre el paraíso y el infierno (vv. 29–30).

“Y los mensajeros escogidos salieron… a proclamar libertad a los cautivos que estaban sujetos, aun a todos los que se arrepintieran de sus pecados y recibieran el Evangelio” (v. 31).
La justicia y la misericordia de Dios se manifiestan claramente en esto.

Doctrina y Convenios 138:18–19 nos abre una de las escenas más sublimes y conmovedoras del plan de salvación: el ministerio del Salvador en el mundo de los espíritus después de Su crucifixión. Lejos de que la muerte pusiera fin a Su obra redentora, marcó el comienzo de una nueva fase, en la que el poder de Su sacrificio se extendió más allá del velo, alcanzando a los muertos con la misma esperanza que había ofrecido a los vivos.

Isaías lo había profetizado siglos antes: el Mesías no solo predicaría “buenas nuevas a los mansos” y “vendaría a los quebrantados de corazón”, sino que también “proclamaría libertad a los cautivos y abriría la cárcel a los presos” (Isaías 61:1). Esa profecía, parcialmente cumplida durante Su ministerio mortal, halló su plenitud en las horas gloriosas que siguieron a Su muerte. Mientras Su cuerpo yacía en la tumba de José de Arimatea, el Espíritu viviente del Cristo descendía al mundo espiritual para continuar Su misión salvadora.

Pedro testificó de este acontecimiento cuando escribió que Cristo “fue y predicó a los espíritus encarcelados” (1 Pedro 3:19). José F. Smith, en su visión registrada en Doctrina y Convenios 138, vio esta escena con claridad divina: el Hijo de Dios apareció entre los justos, declarando libertad a los cautivos que habían sido fieles. No fue una visita simbólica ni un mero gesto de compasión: fue una proclamación real de redención. El Salvador, que había vencido la muerte y el pecado, se presentó como Libertador universal, llevando el Evangelio eterno a los confines del más allá.

Allí, en el mundo de los espíritus, enseñó la doctrina de la resurrección y la redención, explicando que incluso los pecados individuales podían ser perdonados “bajo condición de arrepentimiento.” El mensaje de Su ministerio fue el mismo que había proclamado en Galilea y Judea: arrepentimiento, fe, renovación y vida eterna. Pero ahora, Su audiencia incluía a los millones que habían muerto sin haberlo conocido.

La revelación describe cómo Cristo organizó a los profetas y santos justos del pasado —Adán, Eva, Noé, Abraham, Moisés y muchos más— para que se convirtieran en mensajeros de salvación. Ellos fueron comisionados a cruzar el gran abismo entre el paraíso y el infierno espiritual, llevando la luz del Evangelio a todos los que “se arrepintieran de sus pecados y recibieran el Evangelio” (v. 31). En ese acto sublime, se cumplió el anhelo de los justos de todas las épocas y se reveló la amplitud del amor divino.

Aquí se manifiestan, con perfecta armonía, la justicia y la misericordia de Dios. La justicia exige que todo hombre tenga la oportunidad de aceptar o rechazar la verdad; la misericordia garantiza que esa oportunidad llegue a todos, incluso a los que murieron sin conocerla. Así, el plan de redención no deja a nadie fuera de su alcance. Ni la muerte, ni la distancia, ni el tiempo pueden impedir el cumplimiento del amor de Cristo.

El Salvador es, en el sentido más literal, el Libertador. Él abre las prisiones de la ignorancia, rompe las cadenas del pecado y disuelve las tinieblas del olvido. Su voz resuena en todos los reinos de la existencia, proclamando que “los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán” (Juan 5:25).

Esta revelación transforma nuestra comprensión de la obra redentora. Nos enseña que el sacrificio de Cristo abarca no sólo a los vivos, sino también a los muertos; que Su gracia alcanza tanto al tiempo como a la eternidad; y que Su Evangelio no conoce fronteras.

El mundo de los espíritus, lejos de ser un lugar de espera pasiva, es un campo misional divino, donde el amor del Redentor sigue obrando, donde las cadenas se rompen y las almas hallan luz. En esa verdad gloriosa se cumple la promesa del Señor: “Proclamaré libertad a los cautivos.” Y, gracias a esa proclamación, el plan de salvación se revela como lo que realmente es: una obra de redención total, una manifestación perfecta del amor de un Dios que nunca olvida a ninguno de Sus hijos.


Versículos 18–24
La aparición del Salvador en el mundo de los espíritus


La manifestación de Cristo en el mundo de los espíritus: proclamación de libertad a los fieles y separación entre justos e inicuos.

José F. Smith contempla cómo, en medio del gozo y la expectación de los justos, se cumple la promesa: el Hijo de Dios mismo aparece en el mundo de los espíritus. No viene como mártir sufriente ni como maestro rechazado, sino como Libertador glorioso. A los fieles declara libertad de las cadenas de la muerte y les predica el evangelio eterno, el cual contiene las doctrinas centrales de la resurrección y de la redención del género humano tanto de la caída de Adán como de los pecados individuales. Sin embargo, esa redención es condicional: requiere arrepentimiento, lo cual subraya la responsabilidad personal incluso en la vida después de la muerte.

A diferencia de los justos, los inicuos no reciben Su visita ni oyen Su voz. El relato muestra una clara división: los rebeldes que rechazaron la verdad en la carne permanecen en tinieblas, privados de la presencia de Cristo. Esta separación no es arbitraria, sino consecuencia de las elecciones hechas en vida. Es un cumplimiento de la ley eterna de justicia: la luz no puede morar con las tinieblas.

El contraste entre ambos grupos es profundo: mientras que en los inicuos reinan las tinieblas, entre los justos hay paz, reverencia y adoración. Ellos doblan la rodilla, reconocen a Cristo como Redentor y su semblante se ilumina con el resplandor de Su gloria. La escena culmina en un cántico de alabanza, revelando que la presencia del Señor no solo libera, sino que transforma e infunde gozo eterno.

Doctrinalmente, este pasaje enseña que la obra de Cristo en el mundo de los espíritus fue selectiva en cuanto a Su manifestación personal, pero universal en cuanto al ofrecimiento de la redención. El evangelio se proclama a todos, pero la plenitud de la presencia del Salvador solo puede ser experimentada por los que Le han sido fieles.


Versículos 16-24
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


La visión del presidente Smith no fue solo de otro lugar (el mundo de los espíritus), sino también de otro tiempo. Vio que los espíritus de los justos “estaban reunidos esperando la llegada del Hijo de Dios al mundo de los espíritus, para declarar su redención de las cadenas de la muerte” (DyC 138:16). El día que el presidente Smith vio fue el día en que el Salvador estaba en la cruz muriendo. Mientras que la muerte del Salvador fue un tiempo de tristeza y dolor para Sus discípulos en la Tierra, Sus discípulos en el mundo de los espíritus estaban “regocijándose en la hora de su liberación,” y “entre los justos había paz” (DyC 138:18, 22). El ministerio de Jesucristo en Palestina tocó corazones y mentes en una pequeña esquina del mundo, pero el ministerio de Cristo en el mundo de los espíritus comenzó una obra que eventualmente alcanzaría cada cultura, país y clima.

Aunque José Smith enseñó que “los justos y los impíos todos van al mismo mundo de los espíritus” , en esta ocasión los justos se congregaron en un solo lugar para presenciar la llegada del Salvador al mundo de los espíritus. Esta parte de la visión está en armonía con la enseñanza de José Smith de que “la misma socialidad que existe entre nosotros aquí existirá entre nosotros allí” (DyC 130:2). Si bien tanto los justos como los impíos van al mismo lugar, los justos y los impíos tienden a congregarse en espacios separados. No se sabe si esta separación es por elección o por diseño en el mundo de los espíritus. Lo que este pasaje deja claro es que, en esta ocasión, los espíritus de los justos miraron con alegría la venida del Salvador, mientras que los impíos permanecieron en tinieblas y no vieron al Salvador durante Su estadía en el mundo de los espíritus (DyC 138:20–22). Según la visión del presidente Smith, entre el grupo de Santos justos que saludaron a Cristo estaban Adán y Eva, junto con “muchas de sus hijas fieles,” y muchos de los siervos fieles del Señor que llegaron al mundo de los espíritus antes que el Salvador (DyC 138:38–52).


Versículos 25–28
Reflexión sobre el ministerio limitado de Cristo en el mundo de los espíritus


La comparación entre el ministerio de Cristo entre los vivos y Su breve ministerio en el mundo de los espíritus, que despierta en el Profeta la admiración y la pregunta sobre cómo pudo realizarse tan grande obra en tan poco tiempo.

José F. Smith reflexiona sobre el ministerio terrenal del Salvador. Durante tres años, Cristo predicó incansablemente el evangelio eterno a los judíos y a la casa de Israel, realizando milagros, obras poderosas y enseñando con autoridad divina. Sin embargo, a pesar de todo ello, solo unos pocos lo escucharon, creyeron en Su palabra y recibieron la salvación de Sus manos. Esta realidad resalta la importancia del albedrío: incluso frente a señales divinas, el hombre es libre de aceptar o rechazar la verdad.

En contraste, el Profeta considera el ministerio del Salvador en el mundo de los espíritus. Ese servicio se limitó a las horas entre Su crucifixión y resurrección. Fue entonces cuando las palabras de Pedro cobraron una nueva dimensión para él: ¿cómo pudo Cristo, en un lapso tan breve, predicar a los espíritus encarcelados que habían sido desobedientes desde los días de Noé?

Doctrinalmente, este pasaje plantea un principio clave: la obra redentora de Cristo es infinita y eterna, pero Su ministerio directo, en ese contexto, fue limitado en el tiempo. De allí surge la pregunta natural del Profeta, que prepara el terreno para la revelación siguiente: Cristo no hizo toda la obra por Sí mismo en ese breve lapso, sino que la organizó y delegó a mensajeros autorizados.

La enseñanza para nosotros es clara: aunque el Salvador es el centro de la redención, Su obra se extiende a través de siervos escogidos y autorizados. Así como en la tierra comisionó apóstoles y discípulos para llevar el evangelio, también en el mundo de los espíritus la obra se organiza y se distribuye. Este principio revela la perfecta armonía de la administración divina: Cristo es el Redentor, pero involucra a Sus hijos fieles en la ejecución de Su plan, lo cual ennoblece a quienes participan de esa obra.


Versículos 25-31
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


Hubo aspectos del gran acto de la Expiación del Salvador que solo Él era capaz de llevar a cabo. El rey Benjamín enseñó: “Él sufrirá tentaciones, y dolor de cuerpo, hambre, sed y fatiga, más que el hombre pueda sufrir, excepto que sea hasta la muerte; porque he aquí, saldrá sangre de cada poro, tan grande será su angustia por la maldad y las abominaciones de su pueblo” (Mosiah 3:7). Un himno muy querido expresa el hecho de manera elocuente: “No hubo otro lo suficientemente bueno como para pagar el precio del pecado, solo Él pudo abrir las puertas del cielo y dejarnos entrar.”⁶ El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “[Jesucristo] aparentemente fue el único lo suficientemente humilde y dispuesto en el concilio premortal para ser predestinado para ese servicio.” Solo Cristo estaba calificado para sufrir en Getsemaní y en la cruz por nuestros pecados, sufrimientos e infirmidades.

Sin embargo, hay otros aspectos de la Expiación del Salvador en los que Él invita activamente a Sus discípulos, tanto a los vivos como a los muertos, a participar como Sus colaboradores. Las escrituras también hablan de “salvadores en el monte de Sion” (Abdías 1:21; Mosiah 15:15-18; DyC 76:66). En su visión, José F. Smith vio que “el Señor no fue en persona entre los impíos y desobedientes que habían rechazado la verdad, para enseñarles” (DyC 138:29). En su lugar, el Señor “organizó sus fuerzas y nombró mensajeros, vestidos con poder y autoridad, y los comisionó para ir y llevar la luz del evangelio a los que estaban en tinieblas, incluso a todos los espíritus de los hombres; y así fue predicado el evangelio a los muertos” (DyC 138:30). El Señor nombró a Sus discípulos del pacto en el mundo de los espíritus para continuar Su obra. Su tiempo en el mundo de los espíritus fue “limitado al breve tiempo que intervino entre la crucifixión y Su resurrección” (DyC 138:27). En lugar de eso, el Salvador pasó Su tiempo limitado en el mundo de los espíritus organizando a los espíritus de los justos en un gran ejército de misioneros, comisionados y enviados para enseñar el evangelio. Esta fuerza misionera incluyó a algunos de los predicadores más venerables y poderosos del evangelio que jamás hayan caminado sobre la tierra (DyC 138:38–49).


Versículos 29–34
La organización de la obra misional entre los muertos


La organización divina de la obra misional en el mundo de los espíritus: Cristo comisiona a mensajeros justos con poder y autoridad para predicar el evangelio a todos los muertos.

En su admiración por el misterio de cómo Cristo pudo predicar a tantos en tan poco tiempo, José F. Smith recibe una revelación aún más profunda: el Señor no fue personalmente entre los inicuos ni los desobedientes. Su ministerio directo estuvo limitado a los justos. Sin embargo, para que la luz del evangelio alcanzara a todos, Cristo organizó a Sus fuerzas y comisionó mensajeros justos, investidos con poder y autoridad, para llevar el mensaje de salvación a los que estaban en tinieblas.

Este detalle revela un principio doctrinal trascendental: la obra de Dios siempre es una obra de orden, delegación y autoridad. Tal como Cristo en la tierra llamó a apóstoles, profetas y discípulos, en el mundo de los espíritus también designó siervos fieles para llevar Su palabra. Así se cumplió lo que Pedro escribió: “se predicó el evangelio a los muertos”.

Los mensajeros proclamaron el día aceptable del Señor, declararon libertad a los cautivos y ofrecieron la oportunidad de arrepentimiento incluso a quienes habían muerto en ignorancia o en transgresión. No se trataba de una proclamación simbólica, sino de una enseñanza concreta de los principios del evangelio: fe en Dios, arrepentimiento, bautismo vicario, el don del Espíritu Santo y todos los demás principios esenciales de salvación.

Doctrinalmente, este pasaje fundamenta la práctica de las ordenanzas vicarias en los templos. Los muertos no quedan excluidos de los convenios salvadores; pueden recibirlos gracias a la obra redentora de Cristo y al ministerio de Sus siervos. El juicio de Dios, por tanto, es perfectamente justo, pues a todos se les da la oportunidad de aceptar el evangelio, ya sea en vida o después de la muerte.

En un sentido práctico para los vivos, estos versículos nos recuerdan que la obra misional y la obra del templo son inseparables. Lo que los mensajeros hacen en el mundo de los espíritus se complementa con lo que los santos hacen en la tierra al efectuar las ordenanzas vicarias. Así, ambos mundos trabajan en conjunto bajo la dirección del Salvador en la redención de toda la familia humana.


Doctrina y Convenios 138:27–37, 57
“La obra misional en el mundo de los espíritus.”


En su visión del mundo de los espíritus, el presidente Joseph F. Smith contempló una escena gloriosa y profundamente reveladora: los fieles de todas las dispensaciones, los profetas, apóstoles y santos de Dios, continuaban laborando diligentemente en la predicación del Evangelio a las almas que aún no habían recibido la verdad. En ese mundo intermedio, donde los espíritus esperan la resurrección, la obra misional prosigue con un fervor aún mayor que en la vida mortal.

El presidente Wilford Woodruff explicó que “cada apóstol, cada setenta, cada élder… tan pronto como pasa al otro lado del velo, entra en la obra del ministerio.” La muerte no interrumpe el llamamiento del siervo de Dios; solo lo amplía. En el mundo de los espíritus hay “mil oportunidades más de predicar allá que aquí”, porque innumerables almas esperan escuchar el mensaje de redención. El reino de Dios no conoce fronteras: Su Evangelio es tan infinito como Su amor, y Su obra continúa a ambos lados del velo.

El presidente Joseph F. Smith enseñó que esta obra no está reservada solo a los hombres. En el mundo de los espíritus, las mujeres fieles —que en la tierra sirvieron en los templos, ministraron con pureza y ejercieron su fe bajo la autoridad del sacerdocio— también participan activamente en la predicación del Evangelio a las mujeres. Así como los élderes ministran entre los hombres, las hermanas ministran entre las hijas de Dios que no tuvieron oportunidad de conocer la verdad en la mortalidad. El patrón divino es el mismo aquí y allá: la obra del Señor se lleva a cabo en orden, cooperación y perfecta igualdad espiritual.

Esta doctrina revela la magnitud del plan de salvación. Ninguna alma queda fuera del alcance del poder redentor de Cristo. Las ordenanzas vicarias que realizamos en los templos constituyen la parte terrenal de esta misma obra celestial. Mientras los vivos ofician en favor de los muertos, los espíritus justos predican el Evangelio a sus semejantes en el mundo espiritual. Así se cumple la palabra del Señor: “No podemos perfeccionarnos sin ellos, ni ellos pueden perfeccionarse sin nosotros.”
Esta revelación amplía nuestra visión de la eternidad y nos invita a participar activamente en la obra redentora. La misión no termina con la muerte; continúa con más poder y propósito al otro lado del velo. Cada acto de servicio, cada bautismo por los muertos, cada investidura y cada sellamiento es una contribución directa a esa misma causa.

Saber que los profetas, apóstoles y mujeres fieles de todas las dispensaciones siguen trabajando en la obra de salvación debería inspirarnos a servir con mayor diligencia aquí. Si el cielo está lleno de misioneros, también la tierra debe estarlo. En palabras del presidente Smith, “las cosas por las que pasamos aquí son una semejanza de las cosas de Dios y de la vida venidera.” El Evangelio es una obra sin fin, y los fieles —vivos o muertos— son sus eternos embajadores.


Doctrina y Convenios 138:31
“Los mensajeros… salieron a declarar el día aceptable del Señor, y a proclamar la libertad a los cautivos.”


La expresión “el día aceptable del Señor” tiene un profundo significado profético y redentor. Originalmente pronunciada por Isaías (Isaías 61:1), fue retomada por el mismo Salvador al iniciar Su ministerio terrenal en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:18–19), donde declaró que esa profecía se cumplía en Él. Pero su alcance va mucho más allá del ministerio terrenal de Cristo: abarca también Su obra infinita entre los muertos, donde proclamó libertad a los espíritus que estaban “en prisión” (véase 1 Pedro 3:18–20; 4:6).

El élder Bruce R. McConkie explicó que el “día aceptable” es el momento designado por Dios en Su orden eterno para ejecutar una obra redentora específica. En este caso, se refiere al tiempo en que Cristo, tras Su crucifixión, abrió las puertas de la prisión espiritual, llevando el Evangelio a las almas que habían esperado durante siglos las buenas nuevas de salvación. No se trataba de una liberación física, sino espiritual: la libertad de las cadenas del pecado, de la ignorancia y de la muerte.

El presidente Joseph F. Smith, en su visión, contempló aquel momento glorioso. Vio a los mensajeros escogidos del Señor —profetas, apóstoles y santos fieles— que salían en comisiones divinas para declarar el Evangelio en el mundo de los espíritus, proclamando el mismo mensaje que Cristo había enseñado en la tierra. Era el cumplimiento literal de las palabras de Isaías: la apertura de las prisiones del alma, el anuncio de la redención, y la invitación universal a aceptar la luz del Evangelio.
El “día aceptable del Señor” no pertenece solo al pasado: es también el tiempo presente. Cada vez que el Evangelio se predica, ya sea en la tierra o más allá del velo, se extiende la misma invitación a la libertad espiritual. El Salvador, por medio de Sus mensajeros, continúa ofreciendo redención a los cautivos del pecado, de la ignorancia o del sufrimiento.

Así, este pasaje nos recuerda que la obra de Cristo es continua, expansiva y eterna. Su poder redentor no conoce límites: libera a los encarcelados del alma, sana a los quebrantados de corazón y abre las puertas de la esperanza a todo hijo e hija de Dios. Cuando participamos en la obra del templo y en la obra misional, nos unimos a esos mensajeros del “día aceptable del Señor,” proclamando la misma libertad que Él ofreció: la libertad de la verdad, del perdón y de la vida eterna.


Doctrina y Convenios 138:32
“El estado de los que reciben el evangelio en el mundo de los espíritus.”


En su visión del mundo de los espíritus, el presidente Joseph F. Smith discernió la condición de aquellos que, durante su vida mortal, no tuvieron oportunidad de conocer el Evangelio. Estas almas no se hallaban perdidas ni condenadas, sino en espera —en un estado de aprendizaje, arrepentimiento y esperanza— aguardando el día de su redención.

Doctrina y Convenios 137:7–9 enseña que “los que habrían recibido el Evangelio con todo su corazón si se les hubiese permitido permanecer, serán herederos del reino celestial de Dios.” Este principio revela la perfecta justicia y misericordia del Señor. En el plan divino, cada persona será juzgada no tanto por las circunstancias externas de su vida, sino por los deseos más profundos de su corazón. El Señor, que “ve los pensamientos e intenciones” (Hebreos 4:12), reconoce quién habría aceptado Su palabra si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo.

En cambio, Doctrina y Convenios 76:72–74 aclara que hay otros que “murieron sin ley” y que recibirán la gloria terrestre, así como aquellos que “recibieron el testimonio de Jesús después de esta vida.” Esto nos enseña que incluso quienes rechazaron inicialmente la palabra del Señor no quedan fuera de Su plan redentor. En el mundo de los espíritus, el Evangelio se predica nuevamente, ofreciendo a todos la oportunidad de arrepentirse y progresar de acuerdo con la luz que reciban.

Así, el estado de los que reciben el Evangelio en el mundo espiritual es de progreso, enseñanza y redención. Allí, el arrepentimiento es posible, el aprendizaje continúa y la misericordia de Cristo alcanza incluso a los que vivieron en tinieblas. Sin embargo, el grado de gloria que cada uno recibirá dependerá de su fidelidad y de su disposición para aceptar la verdad cuando se le presente, ya sea aquí o más allá del velo.
Esta doctrina elimina toda idea de injusticia en el plan de Dios. Ningún ser humano será condenado por no haber conocido el Evangelio en la tierra. Todos recibirán una oportunidad justa de escuchar, comprender y aceptar la verdad. Esta revelación también amplía nuestra visión del templo: cada bautismo vicario, cada investidura y cada sellamiento son la extensión visible de esa misericordia invisible que obra en el mundo de los espíritus.

Así, la predicación del Evangelio en el más allá no solo libera a los cautivos, sino que también revela el alcance infinito del amor de Dios, quien “no hace acepción de personas” (Hechos 10:34), sino que ofrece a todos Sus hijos la oportunidad de regresar a Su presencia, conforme a sus obras, su fe y los deseos de su corazón.


Versículos 35–37
La proclamación universal de la redención


La proclamación universal de la redención en el mundo de los espíritus: Cristo instruye a Sus profetas justos para que lleven el mensaje a todos los muertos.

José F. Smith contempla cómo la obra del Salvador en el mundo de los espíritus alcanzó una dimensión universal. Pequeños y grandes, justos e inicuos, todos recibieron el anuncio de que la redención ya había sido cumplida mediante el sacrificio expiatorio de Jesucristo en la cruz. Nadie quedó excluido de esta proclamación: el mensaje de la redención fue dado a conocer a toda la familia humana, viva o muerta.

Sin embargo, el Profeta percibe un matiz esencial: el Redentor no fue personalmente entre los rebeldes e inicuos. En cambio, dedicó Su tiempo a instruir y preparar a los profetas justos —aquellos que ya habían testificado de Él en vida— para que fuesen Sus mensajeros autorizados. Esta organización muestra la coherencia del plan divino: Cristo es el centro y fuente de la redención, pero delega en Sus siervos la tarea de proclamarla a quienes, por su estado, no podían recibir Su presencia directamente.

Doctrinalmente, aquí se manifiesta el principio de que la obra misional trasciende la vida terrenal. Así como los profetas predican en la mortalidad, también en el mundo de los espíritus cumplen una misión asignada por el Salvador. El evangelio llega a todos los hijos de Dios, aun a los que rechazaron la verdad en la carne, para que puedan escucharla de labios de Sus siervos.

Este pasaje también fortalece el entendimiento de que la Expiación de Cristo es central e indispensable: sin ella, la predicación del evangelio a los muertos sería inútil. La obra de los profetas en el mundo de los espíritus no es independiente, sino que depende totalmente del sacrificio del Hijo de Dios, que venció la muerte y abrió las puertas de la salvación para todos.

En un sentido práctico para los santos de hoy, este bloque enseña que Dios ha dispuesto que Su obra se extienda por medio de la cooperación de Sus siervos, vivos y muertos. Nuestra participación en la obra misional y del templo es parte de esa misma cadena de servicio que Cristo inició en el mundo de los espíritus.


Doctrina y Convenios 138:33–34, 58–59
“La obra vicaria por sí sola no garantiza la salvación de los que están en el mundo de los espíritus.”


El presidente Joseph F. Smith, en su visión del mundo de los espíritus, vio que allí también se enseñan los mismos principios fundamentales del Evangelio que conocemos en la tierra: la fe en Jesucristo, el arrepentimiento, el bautismo, el don del Espíritu Santo y la obediencia a los mandamientos. El Evangelio no cambia; su aplicación se extiende a todas las esferas de existencia. En ese ámbito, los espíritus continúan aprendiendo, reflexionando y eligiendo conforme a su albedrío.

El texto revela una verdad doctrinal profunda: las ordenanzas vicarias realizadas en los templos por los muertos no obran automáticamente la salvación. Estas ordenanzas —bautismo, confirmación, investidura y sellamientos— son necesarias, pero deben ser aceptadas por aquellos por quienes se efectúan. La salvación requiere la combinación de dos factores eternos: la obra externa de las ordenanzas y la obra interna del arrepentimiento y la fe. Sin conversión y aceptación sincera del Evangelio, los ritos por sí solos carecen de poder redentor.

El presidente Joseph Fielding Smith explicó que si una persona en vida rehúsa o descuida las oportunidades de recibir las bendiciones del Evangelio, su negligencia puede hacer ineficaz la obra vicaria posterior. La gracia no sustituye el albedrío. Aquellos que, en el mundo espiritual, se arrepientan y se sujeten a la ley del Señor recibirán la plenitud de las bendiciones. En cambio, quienes persistan en su rebeldía o indiferencia permanecerán separados de las glorias mayores, aunque las ordenanzas se hayan efectuado a su favor.

Esta enseñanza refuerza la justicia divina: el Señor no impone la salvación a nadie. Cada alma —viva o muerta— debe ejercer fe y obediencia para ser redimida. Como enseñó el Salvador, “el que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado” (Marcos 16:16). Lo mismo se aplica en el mundo de los espíritus.
Este principio nos invita a valorar el equilibrio perfecto entre la misericordia y la justicia de Dios. La obra vicaria es un acto de amor, pero no de imposición. Es una puerta abierta que cada alma debe decidir cruzar. En el templo ofrecemos a los muertos la oportunidad de recibir las bendiciones del Evangelio, pero su aceptación sigue dependiendo de su fe, humildad y deseo de seguir a Cristo.

Asimismo, esta verdad nos recuerda que debemos aprovechar ahora nuestro tiempo de probación. No debemos posponer el arrepentimiento ni las ordenanzas sagradas, pensando que otro las realizará por nosotros. Como enseñó el presidente Smith, el que descuida las oportunidades de salvación en esta vida “no será digno de ellas”.

El Evangelio de Cristo es eterno y universal, pero también profundamente personal. Cada alma debe aceptar libremente el sacrificio del Salvador y someterse a Su ley, tanto aquí como más allá del velo, para poder heredar la plenitud de la gloria y la vida eterna.


Versículos 32-37
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


Las ordenanzas y principios del evangelio son los mismos para los vivos y los muertos. La principal diferencia en la forma en que se enseña el evangelio en la mortalidad y en el mundo de los espíritus es la forma en que se realizan las ordenanzas del evangelio. Para aquellos que han dejado sus cuerpos mortales, una persona viva actúa como sustituto al hacer convenios. Los convenios mismos pueden ser aceptados o rechazados por el difunto, tal como ocurre aquí en la Tierra. El acto de realizar un bautismo por sustitución solo abre la puerta a la salvación para un alma partida; esa alma debe elegir entrar por la puerta por sí misma.

En otra ocasión, el presidente José F. Smith enseñó: “Los mismos principios que se aplican a los vivos se aplican también a los muertos. . . . Y así, nos bautizamos por los muertos. Los vivos no pueden ser perfectos sin los muertos, ni los muertos pueden ser perfectos sin los vivos. Tiene que haber una unión y un soldado entre los padres e hijos y entre los hijos y padres hasta que toda la cadena de la familia de Dios se una en una sola cadena, y todos se conviertan en la familia de Dios y Su Cristo.” El bautismo para la remisión de los pecados se instituyó en los días de Adán (Moisés 6:64-66); sin embargo, José Fielding Smith explica que el bautismo vicario por los muertos solo estuvo disponible después de que el Salvador completó Su visita al mundo de los espíritus,

No había bautismo por los muertos antes de los días del Hijo de Dios y hasta después de que Él resucitó de los muertos, porque Él fue el primero en declarar el evangelio a los muertos. Nadie más predicó a los muertos hasta que Cristo fue a ellos y abrió las puertas, y desde ese momento los élderes de Israel, que han fallecido, han tenido el privilegio de ir al mundo de los espíritus y declarar el mensaje de salvación.


Doctrina y Convenios 138:47
“Plantar en el corazón de los hijos las promesas hechas a los padres.”


Esta expresión, profundamente simbólica, une el pasado, el presente y la eternidad en una sola cadena de redención. En su visión del mundo de los espíritus, el presidente Joseph F. Smith comprendió que la obra de salvación no se limita a los vivos, sino que abarca a todos los hijos de Dios —los que han muerto, los que viven y los que aún han de nacer—.

El presidente Joseph Fielding Smith explicó que las “promesas hechas a los padres” se refieren a los convenios que Dios estableció con los antiguos patriarcas —Adán, Enoc, Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas—, quienes recibieron la promesa de que por su descendencia serían bendecidas todas las familias de la tierra. Esas promesas incluyen la redención de los muertos y la restauración de las ordenanzas eternas mediante el sacerdocio.

Cuando los “hijos” —nosotros— sentimos el deseo de buscar a nuestros antepasados y realizar la obra del templo a su favor, se cumple literalmente la profecía de Malaquías (Malaquías 4:5–6; véase también D. y C. 2:1–3). El corazón de los hijos se vuelve a los padres, y los de los padres a los hijos, porque ambos grupos participan en la misma obra redentora que une los cielos y la tierra. El “plantar” implica más que recordar o investigar nombres; significa sembrar en el alma el compromiso sagrado de la redención familiar, el deseo profundo de sellar generaciones bajo los convenios del Evangelio.

El presidente Spencer W. Kimball amplió esta idea al recordar que en la vida premortal hicimos un convenio solemne de participar en esta obra. Allí prometimos ayudar a llevar las bendiciones del Evangelio a toda la familia humana, especialmente a aquellos que no tendrían la oportunidad en la vida mortal. Así, al cumplir hoy con la obra del templo, no solo honramos a nuestros antepasados: cumplimos un juramento eterno hecho antes de venir a la tierra.
Plantar las promesas en el corazón es, en esencia, una conversión del alma a la obra de los convenios. Es permitir que el Espíritu de Elías —el poder sellador— despierte en nosotros el amor, la gratitud y la responsabilidad hacia nuestros progenitores. Cada búsqueda genealógica, cada nombre llevado al templo, cada oración ofrecida por nuestros muertos, es una expresión viva de esa conversión.

Esta doctrina nos enseña que el Evangelio no es solo individual, sino familiar y generacional. En las casas del Señor, donde se efectúan las ordenanzas de salvación, se cumple el milagro de la unión eterna. Allí, el tiempo y la distancia se disuelven, y las promesas hechas a los padres —de redención, gloria y unión perpetua— echan raíces en los corazones de los hijos.

De este modo, el “plantar” de que habla Doctrina y Convenios 138:47 es una siembra divina: una semilla de amor eterno que, al florecer, da fruto en la forma más sublime de salvación —la salvación familiar—, cumpliendo el propósito eterno del Evangelio de Jesucristo.


Versículos 38–49
Los grandes profetas en la congregación de los justos


La congregación de los grandes profetas y patriarcas en el mundo de los espíritus, reunidos en anticipación de la redención y de la obra que habría de realizarse en los templos para la salvación de los muertos.

José F. Smith contempla en su visión una asamblea grandiosa y sagrada: los grandes y poderosos de todas las dispensaciones, desde Adán y Eva hasta los profetas de Israel y de las Américas. No estaban allí de manera simbólica, sino como testigos vivientes de que la obra de Dios es una cadena ininterrumpida de revelación y redención.

En primer lugar aparecen Adán y Eva, los padres de la humanidad, quienes representan el inicio del plan de salvación. Junto a ellos se hallan sus hijos fieles, como Abel, el primer mártir, y Set, figura de rectitud y poder. Más adelante desfilan Noé, Abraham, Isaac, Jacob y Moisés, cada uno recordado por su papel fundamental en la historia del convenio de Dios con Su pueblo. Los profetas mayores, como Isaías, Ezequiel y Daniel, también están presentes, confirmando que las visiones y promesas que recibieron en vida encuentran ahora su cumplimiento en Cristo.

Especial mención se hace de Elías y Malaquías. El primero, que apareció junto a Moisés en el monte de la Transfiguración, y el segundo, que profetizó que Elías regresaría antes del “grande y terrible día del Señor”. Esta conexión subraya la continuidad de la obra: las llaves de sellamiento y la doctrina de la unión de los hijos con los padres, fundamentales para la redención de los muertos, estaban siendo preparadas para cumplirse en la dispensación de los últimos días.

Doctrinalmente, esta escena enseña que los profetas de todas las edades participan de manera activa en la obra de salvación. No están pasivos en el mundo de los espíritus, sino unidos en espera y anticipación, listos para colaborar con Cristo en la proclamación de la redención. Asimismo, revela que las profecías antiguas sobre la resurrección, la redención y la unión de generaciones se vinculan directamente con la obra de los templos en los últimos días.

En lo práctico para los santos actuales, este bloque conecta el pasado con el presente: los profetas que anunciaron la venida de Cristo y el establecimiento del reino de Dios están ahora asociados con la gran obra de la redención vicaria que nosotros realizamos en los templos. Así, la labor de genealogía y ordenanzas no es un esfuerzo aislado, sino la culminación de un plan divino anunciado desde Adán hasta Malaquías y confirmado en esta visión.


Doctrina y Convenios 138:48
“La tierra será herida con una maldición y quedará enteramente desolada si la redención de los muertos no se ha efectuado.”


Esta solemne advertencia —repetida por Malaquías, el Salvador, Moroni y los profetas modernos— revela una verdad central del plan de salvación: la obra de redención por los muertos no es una obra opcional, sino indispensable para la preservación misma de la tierra.

En Doctrina y Convenios 128:14–18, el profeta José Smith explicó que si la redención de los muertos no se efectuara, “la tierra sería herida con una maldición”, porque el propósito divino de su creación quedaría frustrado. Desde antes de la fundación del mundo, esta tierra fue ordenada como un lugar donde los hijos e hijas de Dios pudieran obtener cuerpos, recibir las ordenanzas del Evangelio, y llegar a ser una familia eterna. Si las generaciones mortales no se unieran entre sí por medio del poder sellador del sacerdocio, la gran cadena de la familia humana se rompería, dejando la creación sin sentido y sin destino eterno.

El presidente Joseph Fielding Smith enseñó que esta maldición no se refiere meramente a destrucción física, sino a una desolación espiritual, un vacío de propósito y gloria. La tierra, que fue santificada para ser un lugar de probación y redención, quedaría “enteramente desolada” porque no habría seres glorificados para habitarla en su estado celestial. En palabras del profeta José Smith:

“Porque no podemos ser perfeccionados sin ellos, ni ellos pueden ser perfeccionados sin nosotros. Esta es la unión que debe existir entre los moradores de la tierra y los de los cielos… porque es necesario que se una la dispensación de las llaves, de los poderes y de la gloria para que todo sea vinculado en un solo conjunto eterno” (D. y C. 128:18).

Por tanto, la maldición es la consecuencia natural de la desconexión entre los vivos y los muertos. Sin la redención vicaria —sin bautismos, investiduras y sellamientos realizados por los vivos en favor de los muertos—, la tierra no cumpliría su propósito de ser un planeta de redención y exaltación. La obra del templo es, entonces, lo que preserva a la tierra del olvido y la condenación.
Cada alma que participa en la obra del templo contribuye a revertir esa maldición profetizada. Cada nombre buscado, cada ordenanza realizada y cada familia sellada reafirman la razón por la cual la tierra fue creada. La redención de los muertos salva no solo a las personas, sino al mundo entero, pues permite que la tierra sea “llena de la gloria del Señor” (Números 14:21) y se prepare para su estado celestial.

Así, cuando el Espíritu de Elías toca nuestros corazones, no es solo genealogía lo que se despierta en nosotros: es la obra misma de la preservación de la creación divina. Si los hijos de Dios no cumplieran con esta sagrada responsabilidad, la tierra se tornaría estéril, vacía de significado y sin gloria eterna. Pero al participar en esta obra redentora, los santos —vivos y muertos— cooperan en la gran restauración que preparará al mundo para recibir al Rey de reyes.

En resumen, la maldición anunciada se transforma en bendición cuando los corazones se vuelven unos hacia otros y la familia humana se une eternamente bajo los convenios de Cristo. Esa es la razón por la cual el templo no solo salva almas: salva mundos.


Doctrina y Convenios 138:51
“El Señor dio a los santos justos el poder de salir en la resurrección.”


La visión del presidente Joseph F. Smith revela una verdad gloriosa y esperanzadora: los justos que murieron en la fe no permanecen para siempre en el estado de los espíritus, sino que recibirán, en el tiempo señalado, el poder de levantarse en la resurrección.
Esta promesa se vincula directamente con la autoridad divina —las llaves del poder de la resurrección—, las cuales pertenecen a Jesucristo y serán conferidas, en el debido momento, a quienes hayan sido preparados para ejercerlas.

El presidente Spencer W. Kimball, citando a Brigham Young, enseñó que esta dispensación es la de la redención y exaltación, pero que la ordenanza de la resurrección no puede efectuarse en la mortalidad. Aquí se nos dan las ordenanzas preparatorias: fe, arrepentimiento, bautismo, investidura y sellamiento; pero la resurrección es una ordenanza reservada para un ámbito posterior, administrada por seres que ya han vencido la muerte. Solo aquellos que hayan recibido su propio cuerpo glorificado podrán, con autoridad divina, llamar a otros de la tumba.

En palabras de Brigham Young, “alguna persona que tenga las llaves de la resurrección, habiendo pasado anteriormente por esa prueba, recibirá el encargo de resucitar nuestros cuerpos.” Así como el Salvador resucitó por el poder de Su Padre y luego trajo vida a otros, también los que alcancen la exaltación recibirán en su momento este mismo poder creador. En ese sentido, la resurrección no es solo un acto milagroso, sino una ordenanza sagrada dentro del plan eterno de Dios.

El presidente Kimball testificó que nadie sobre la tierra tiene hoy ese poder. Ningún profeta o apóstol lo posee todavía, porque tal poder está reservado para un reino más allá del velo. Aun así, el Señor ya ha prometido ese don a Sus siervos fieles, quienes participarán en la gran mañana de la Primera Resurrección.
Esta enseñanza nos invita a comprender que la resurrección no es una simple consecuencia natural de la muerte, sino un acto divino de poder otorgado y delegado por Cristo. Así como los hombres no pueden bautizarse a sí mismos, tampoco pueden levantarse solos de la tumba. Serán llamados por nombre, resucitados por aquellos que poseen las llaves del poder de la vida eterna.

Esta verdad también profundiza nuestro entendimiento del sacerdocio y su naturaleza eterna. Las llaves del sacerdocio que se ejercen en la tierra son preparación para las llaves que regirán en la eternidad. A medida que los hijos de Dios avanzan en gloria y fidelidad, se les concederá participar en las obras más sublimes de la divinidad: dar vida, redimir y, finalmente, resucitar.

En resumen, Doctrina y Convenios 138:51 testifica que la muerte no tiene dominio sobre los justos. El poder de la resurrección —que emana de Cristo— será conferido a Sus santos en la eternidad, para que participen en la redención universal y, como verdaderos “coherederos con Cristo”, lleguen a ser instrumentos del poder creador y vivificador de Dios.


Doctrina y Convenios 138:52
“Y en adelante continuarán sus labores.”


Con esta expresión sublime, el Señor reveló a José F. Smith una verdad eterna: la obra de Dios no tiene fin, y los justos que heredan la vida eterna continuarán participando en ella.

El propósito declarado de Dios —“llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39)— no es solo una meta divina, sino también el modelo de nuestra propia exaltación. Aquellos que reciban la gloria celestial, que sean coronados de inmortalidad y vida eterna, no entrarán en un reposo ocioso, sino en una eternidad de servicio creador, amor redentor y labor divina.

El “descanso” del Señor, como se explica en Doctrina y Convenios 84:24, no es inactividad, sino la entrada en la plenitud de Su gloria: un estado en el que se obra con sabiduría perfecta, poder pleno y gozo infinito. En ese reposo glorioso, los hijos de Dios participan en las mismas labores que Él realiza: redimir, crear, organizar y elevar a otros seres hacia la perfección eterna.

El presidente Joseph F. Smith entendió que los espíritus justos, incluso antes de la resurrección, “continuaban sus labores” (D. y C. 138:57). Así también lo harán después de ser resucitados y glorificados, porque la exaltación no es un fin, sino el principio de la eternidad activa.

El élder Neal A. Maxwell expresó esta idea con palabras profundas: “La eternidad no es una inactividad sin fin; es una productividad sin fatiga.”
El reposo celestial es el descanso del alma purificada, no del espíritu cansado. Es el gozo de trabajar en perfecta armonía con la voluntad de Dios, sin error, sin dolor y sin límites.
Este versículo redefine nuestra comprensión del propósito de la existencia. Los fieles no se preparan para un “reposo pasivo” después de la muerte, sino para una vida de servicio eterno, donde la creación, la enseñanza, el ministerio y la paternidad divina serán las ocupaciones de los exaltados.

El aprender a trabajar con amor, a servir sin esperar recompensa, a sacrificarse por el bien de otros, es un entrenamiento para la vida celestial. Quienes en la mortalidad hallan gozo en el servicio, hallarán en la eternidad la misma alegría, multiplicada y perfeccionada.

Así, cuando Doctrina y Convenios 138:52 declara que “continuarán sus labores”, nos recuerda que la gloria eterna no consiste en descansar de la obra de Dios, sino en participar plenamente en ella.
El hombre exaltado entra en el descanso del Señor no porque deje de trabajar, sino porque trabaja con el poder, la paz y la perfección de Dios.


Versículos 50–52
Poder para resucitar y continuar la obra


La instrucción y el poder conferido por Cristo a los justos para resucitar y continuar su obra en el reino de Dios, con la promesa de inmortalidad y vida eterna.

José F. Smith observa cómo la separación entre el espíritu y el cuerpo, vivida por los muertos, era considerada por ellos como una forma de cautiverio. La muerte, entonces, no era una liberación, sino un período de espera, una separación temporal de la bendición más grande: la reunificación del cuerpo y el espíritu. Para los justos, esta separación es entendida como un estado intermedio en el cual aguardan la resurrección para ser liberados de la «cautividad» de la muerte.

Cristo, tras Su resurrección, instruyó a estos justos y les dio poder para levantarse. Esta autoridad no era solo para la resurrección física, sino también para entrar en el reino de Su Padre, un reino que es sinónimo de gloria, bendición y eternidad. La resurrección no es solo el regreso al cuerpo físico, sino una transformación gloriosa que lleva a los justos a la inmortalidad y vida eterna, es decir, una vida que nunca será separada de Dios, en comunión perpetua.

Doctrinalmente, esto resalta que la resurrección es la culminación de la obra redentora de Cristo. No solo resucitan los cuerpos, sino que los justos reciben la plena restauración de su estado divino, habiendo superado la caída y alcanzando la perfección prometida por el Padre. Este poder, concedido por Cristo, no solo les garantiza la resurrección, sino que también les permite continuar en su servicio. Su labor no termina con la muerte, sino que se extiende eternamente, como partícipes de todas las bendiciones que Dios ha reservado para aquellos que Le aman.

Este principio no solo se aplica a los justos de la antigüedad, sino a todos los que siguen a Cristo y guardan Sus mandamientos. La resurrección, la vida eterna y la continua participación en la obra de Dios son bendiciones que se ofrecen a todos aquellos que se entregan con amor a Su voluntad. De esta forma, la muerte y la separación no tienen la última palabra. En cambio, la unión perfecta entre espíritu y cuerpo lleva a los fieles a participar en la obra de Dios en Su reino, compartiendo Su gloria y bendiciones eternas.

En el contexto práctico para los santos de hoy, este bloque destaca el propósito eterno del ser humano: servir a Dios y ser partícipes de Su gloria. Nuestra labor no se limita a la vida terrenal; las ordenanzas de la salvación, especialmente la resurrección, son una parte central del plan de redención, y debemos vivir de manera que podamos ser partícipes de esa gloria en la vida futura.


Versículos 38-52
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


Aunque la sección 138 ciertamente no es la última adición al Doctrina y Convenios en nuestros tiempos, los versículos 38–52 sirven como una conmovedora coda para todo el canon escritural. Al presidente José F. Smith se le mostró nuevamente figuras escriturales familiares, comenzando con Adán y Eva. Redimidos de su estado caído (Moisés 5:9–11), la Madre y el Padre de toda la humanidad estuvieron entre su posteridad justa (DyC 138:38–39). Después de todas sus luchas y sacrificios, es maravilloso saber que la historia de su familia continúa de manera gloriosa. Justo detrás de Adán y Eva se encuentran “muchas de [las] hijas fieles de Eva que vivieron a través de las edades y adoraron al verdadero y vivo Dios” (DyC 138:39). Aunque no se mencionan por nombre, este grupo indudablemente incluyó a Sara, Rebeca, Lea, Raquel, Débora, Ana, Rut, Esther, y muchas otras mujeres justas de los milenios anteriores a Jesucristo.

Abel, el primer hijo de Adán y Eva, que fue asesinado por Caín, fue visto junto a Set, el heredero del sacerdocio de la primera familia (DyC 107:42–43). Sem, un hijo de Noé identificado como un “gran sumo sacerdote,” también estaba en el grupo (DyC 138:41). Profetas del Antiguo Testamento, desde Abraham hasta Malaquías, se regocijaron entre la multitud al ver llegar al Redentor al mundo de los espíritus. El profeta Elías, cuya identidad exacta sigue siendo desconocida pero que probablemente es Juan el Bautista, quien apareció en el Monte de la Transfiguración (Mateo 17:1–4, véase también JST Mateo 17:10-14).

El presidente Smith también señala la presencia de “los profetas que habitaron entre los nefitas y testificaron de la venida del Hijo de Dios” (DyC 138:49). Seguramente Lehi, Nefi, Jacob, Enós, el rey Benjamín, Alma el Viejo, Alma el Joven y Helamán se unieron a la congregación de los justos en el mundo de los espíritus. El profeta Abinadí, condenado a una trágica muerte en la Tierra, regresó triunfante al mundo de los espíritus para predicar nuevamente a los espíritus allí. Los hijos de Mosías, entre los mejores misioneros de cualquier dispensación, recibieron un nuevo llamado, esta vez para predicar entre las congregaciones de los impíos en el mundo de los espíritus. El presidente Smith señala que estas almas justas “consideraban la larga ausencia de sus espíritus de sus cuerpos como una esclavitud” (DyC 138:50). Sin embargo, estos hombres y mujeres poderosos sabían que, antes de ser reunidos con sus cuerpos físicos, debían unirse en el gran rescate de los espíritus que permanecían esclavizados al pecado. El Salvador organizó el grupo más grande de misioneros que se haya visto en cualquier lado del velo para la misión a la prisión de los espíritus.


Doctrina y Convenios 138:53–56
“Los grandes líderes del reino del Señor en los últimos tiempos fueron reservados para venir en la dispensación final.”


La visión del presidente Joseph F. Smith ofrece un vistazo glorioso al consejo premortal de Dios, donde los espíritus nobles y grandes fueron apartados para cumplir misiones divinas en la tierra. Así como Abraham fue mostrado en visión entre “los nobles y grandes” y recibió su llamamiento antes de nacer (véase Abraham 3:22–23), también los líderes de esta última dispensación —José Smith, Brigham Young, Wilford Woodruff, y muchos otros— fueron reservados para venir en el tiempo designado del Señor, cuando la obra final de redención habría de extenderse a todas las naciones.

El profeta José Smith enseñó que “todo hombre que recibe el llamamiento de ejercer su ministerio entre los habitantes del mundo, fue ordenado precisamente para ese propósito en el gran concilio celestial antes que este mundo fuese” (Enseñanzas, págs. 453–454). En otras palabras, el liderazgo y los llamamientos divinos no son casuales ni accidentales; son la continuación de compromisos asumidos antes de la mortalidad.

En su visión, el presidente Smith contempló a “los fieles siervos del Señor en esta dispensación” (vers. 53), quienes habían sido preparados por siglos para traer la Restauración del Evangelio, el recogimiento de Israel, la obra del templo y la preparación para la Segunda Venida. Estos “espíritus escogidos” recibieron instrucción en el mundo espiritual antes de su nacimiento, a fin de que pudieran desempeñar sus papeles con sabiduría, fe y poder.

El élder Neal A. Maxwell enseñó: “Vivimos en un tiempo en que se requiere de espíritus fuertes, valientes y fieles. No estamos aquí por casualidad. Hemos sido guardados y preparados para este momento específico del plan de Dios.”
Esta revelación no se limita a los profetas antiguos o a los primeros líderes de la Restauración. También nos incluye a nosotros. Si los grandes líderes de la dispensación final fueron reservados para establecer el reino, los santos fieles de los últimos días fueron reservados para sostenerlo, fortalecerlo y extenderlo. Cada miembro de la Iglesia que guarda los convenios, enseña el Evangelio, edifica su hogar y participa en la obra del templo está cumpliendo promesas hechas antes de nacer.

Comprender esto transforma nuestra perspectiva de la vida mortal. No estamos aquí por azar ni como observadores pasivos de la historia: fuimos enviados con propósito, preparados por el Señor, y asignados a esta época decisiva. En un mundo de confusión, incredulidad y cambio constante, el Señor confía en nosotros para llevar Su luz y Su poder redentor a cada rincón de la tierra.

Así, Doctrina y Convenios 138:53–56 nos recuerda que pertenecemos a una generación profetizada, elegida y preparada. Somos los hijos e hijas del convenio, herederos de una misión eterna. Y, como aquellos nobles espíritus que José F. Smith vio en visión, debemos vivir de tal manera que el cielo reconozca en nosotros la nobleza de la causa para la cual fuimos reservados.


Versículos 53–56
Los líderes de la dispensación de los últimos días en el mundo de los espíritus


La visión de los líderes de la dispensación moderna en el mundo de los espíritus, escogidos desde antes de nacer para establecer la obra de los últimos días y la redención de los muertos.

En su visión, José F. Smith contempla a figuras fundamentales de la restauración del evangelio: el profeta José Smith, su hermano Hyrum, y líderes posteriores como Brigham Young, John Taylor y Wilford Woodruff. Ellos, junto con otros escogidos, habían sido reservados para venir en el cumplimiento de los tiempos y participar en la obra culminante de esta dispensación: la colocación de los cimientos del reino de Dios en los últimos días, la construcción de templos y la realización de las ordenanzas vicarias para los muertos.

El Profeta describe a estos siervos como parte de los “nobles y grandes” vistos por Abraham en visión (véase Abraham 3). Estos espíritus habían sido apartados desde el principio para gobernar y guiar la Iglesia de Dios en esta última dispensación. Antes de nacer, ya habían recibido sus primeras lecciones en el mundo de los espíritus, siendo preparados para cumplir con misiones específicas en la viña del Señor en el tiempo señalado.

Doctrinalmente, este pasaje subraya dos verdades poderosas:

  1. La preordenación: ciertos hombres y mujeres fueron escogidos antes de la fundación del mundo para desempeñar papeles clave en la obra del Señor. Esto no significa predestinación absoluta, pues su fidelidad y elección personal eran igualmente necesarias, pero sí revela que el Señor prepara a Sus siervos con anticipación para las responsabilidades que tendrán en la mortalidad.
  2. La centralidad del templo en la dispensación de los últimos días: el propósito principal de estos líderes escogidos fue abrir el camino para la redención de los muertos mediante la construcción de templos y la restauración de las ordenanzas. La obra vicaria se convierte así en el eje de la gran obra final, conectando a vivos y muertos bajo el mismo convenio eterno.

Este pasaje también nos enseña que nuestra vida terrenal está ligada a un propósito mayor que comienza mucho antes del nacimiento. Así como estos grandes profetas recibieron preparación en el mundo de los espíritus, también cada hijo de Dios trae consigo un potencial y un llamamiento divino que debe desarrollarse en esta vida. La visión nos invita a preguntarnos: ¿qué parte nos toca desempeñar en la viña del Señor para la salvación de las almas?


Versículos 53-56
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


En Doctrina y Convenios 138:53–56, la visión cambia de tiempo para mostrar el mundo de los espíritus en el propio tiempo de José F. Smith. Allí, vio a José Smith, Hyrum Smith, Brigham Young y los demás presidentes de la Iglesia bajo los cuales José F. Smith había servido. No tenemos ninguna duda de que, al igual que los profetas del Antiguo Testamento, muchas de las mujeres fieles de esta dispensación—incluyendo a Emma Smith, Lucy Mack Smith, Mary Fielding Smith, Mary Ann Angel Young, Leonora Taylor, Phebe Woodruff y otras mujeres justas—trabajan junto a sus compañeros en el mundo de los espíritus.

Hay un nivel adicional de emotividad en esta parte de la visión, ya que José F. Smith perdió a su padre, Hyrum Smith, cuando él solo tenía cinco años. El presidente Smith una vez registró en su diario que pensar en su niñez en Nauvoo evocaba “recuerdos sagrados del pasado, hechos doblemente, y al mismo tiempo, Queridos y terribles, por el Sagrado lugar de descanso de los Polvos de mis Padres, y las Terribles Escenas que una vez (y a mi memoria Claras como el día) trajeron tristeza y Horror al mundo honesto y llenaron 10 mil Corazones de dolor y aflicción!”

En su visión, solo unas semanas antes del final de su vida mortal, el presidente Smith vio nuevamente a su padre, junto a su tío, los dos mártires testigos de esta dispensación (DyC 135:5). En la gran visión del presidente Smith, todos los grandes profetas de los tiempos antiguos y modernos se unieron con un propósito: traer salvación a los muertos predicando el evangelio a ellos mediante la construcción de templos del Señor para su obra. Con el fin de su tiempo en la Tierra tan cercano, la visión del presidente Smith de los grandes profetas y misioneros le aseguró que, aunque una fase de su labor estaba a punto de concluir, una nueva fase estaba a punto de comenzar.

Incluso antes de que se recibiera Doctrina y Convenios 138, el presidente Smith expresó su convicción de que la misión de los profetas terrenales no termina con la muerte. Enseñó en otra ocasión:

Este evangelio revelado al profeta José ya está siendo predicado a los espíritus en prisión, a aquellos que han pasado de este escenario de acción al mundo de los espíritus sin el conocimiento del evangelio. José Smith les está predicando ese evangelio. Así lo está haciendo Hyrum Smith. Así lo está haciendo Brigham Young, y así lo están haciendo todos los apóstoles fieles que vivieron en esta dispensación bajo la administración del profeta José. Ellos están allí, habiendo llevado consigo desde aquí el santo Sacerdocio que recibieron bajo autoridad, y que les fue conferido en la carne; están predicando el evangelio a los espíritus en prisión; porque Cristo, cuando su cuerpo yacía en el sepulcro, fue a proclamar libertad a los cautivos y abrió las puertas de la prisión a los que estaban atados. No solo están involucrados en esa obra, sino cientos y miles de otros; los élderes que han muerto en el campo misional no han terminado sus misiones, sino que las están continuando en el mundo de los espíritus.


Doctrina y Convenios 138:57
“Vi que los élderes fieles de esta dispensación, cuando parten de la vida mortal, continúan sus labores predicando el Evangelio del arrepentimiento y la redención… entre los que están en tinieblas y bajo la esclavitud del pecado en el gran mundo de los espíritus de los muertos.”


La obra del Señor avanza a ambos lados del velo, y puede que no importe mucho de qué lado estemos trabajando. Aquellos que dejan esta vida con un conocimiento del Evangelio y han sido valientes en el testimonio de Jesús continúan en la obra de redimir almas, proclamando las verdades de la salvación en la siguiente esfera. Así, nuestros esfuerzos aquí por aprender el Evangelio, aplicar sus principios en nuestra vida y llegar a encarnar sus verdades transformadoras no son sino preparación para lo que nos espera más allá. Tenemos la seguridad de que ninguna persona será privada de la oportunidad de recibir y disfrutar la luz del Evangelio, para que el Todopoderoso iguale las condiciones de la vida, “y que todos sean juzgados según los hombres en la carne, pero vivan en el espíritu conforme a la voluntad de Dios” (JST 1 Pedro 4:6).

Doctrina y Convenios 138:57 nos revela una de las verdades más sublimes y consoladoras de la Restauración: la obra del Señor no tiene fronteras. Su Evangelio avanza con igual poder a ambos lados del velo, uniendo a vivos y muertos en una misma misión redentora. En esta visión inspirada, el presidente José F. Smith contempló que los élderes fieles de esta dispensación, al dejar la vida mortal, no entran en reposo o inactividad, sino que continúan “predicando el Evangelio del arrepentimiento y la redención” en el mundo de los espíritus.

El plan de salvación, por tanto, no termina con la muerte; sólo cambia de escenario. Aquellos que fueron valientes en el testimonio de Jesús —los que consagraron su vida a servir, enseñar y ministrar— hallan en la eternidad la continuación natural de su labor. El servicio misional no es una etapa temporal, sino una extensión de la naturaleza celestial del discípulo. En el mundo de los espíritus, los siervos de Cristo siguen proclamando libertad a los cautivos, esperanza a los desanimados y luz a los que están en tinieblas.

El amor y la obra del Señor son continuos, inquebrantables, infinitos. Las “puertas del infierno” no prevalecen contra Su Iglesia porque la Iglesia no está limitada al mundo físico: su misión trasciende la tumba. En el reino espiritual, los fieles siguen trabajando bajo la dirección del mismo Maestro, llevando el Evangelio a los millones que nunca tuvieron la oportunidad de oírlo en la tierra. Así se cumple la justicia divina, que ofrece a todos la oportunidad de aceptar o rechazar la verdad según su albedrío.

El apóstol Pedro enseñó que “por esto también ha sido predicado el Evangelio a los muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu conforme a Dios” (JST 1 Pedro 4:6). Este pasaje, confirmado y ampliado por la revelación moderna, muestra la armonía entre la justicia y la misericordia: todos los hijos de Dios serán juzgados con equidad, habiendo tenido la oportunidad de recibir la luz del Evangelio.

Esta visión también nos enseña algo profundamente personal: los esfuerzos que realizamos aquí para aprender el Evangelio, aplicar sus principios y desarrollar el carácter de Cristo no terminan con la muerte. Cada acto de amor, cada sacrificio, cada testimonio sincero es parte de nuestra preparación para servir más plenamente en la eternidad. En realidad, esta vida es un adiestramiento misional para la próxima.

De este modo, la obra de redención se convierte en un proyecto familiar y eterno. Los élderes que partieron de esta vida no están lejos ni ociosos; continúan su labor, quizás junto a nuestros antepasados, llevando el mensaje de salvación a los que aún no han recibido la luz. En el gran orden de Dios, no hay separación entre “ellos” y “nosotros”; hay una sola familia, un solo Evangelio y una sola misión: redimir a los hijos e hijas de Dios.

Así, esta revelación amplía nuestra comprensión de la eternidad. Nos enseña que la muerte no detiene la obra del Señor, sino que la expande. Que el servicio a Dios no concluye, sino que progresa. Y que, cuando seamos llamados al otro lado del velo, encontraremos allí no un fin, sino una continuación gloriosa de lo que siempre hemos amado hacer: invitar a las almas a venir a Cristo y participar de Su luz redentora.


Versículos 57–59
La obra misional de los élderes en el mundo de los espíritus


La continuidad de la obra misional en el mundo de los espíritus y la promesa de redención para los muertos que se arrepientan mediante las ordenanzas del evangelio.

La visión de José F. Smith se amplía para mostrar que la obra misional no termina con la muerte. Él contempla que los fieles élderes de esta dispensación, al pasar de la vida mortal, prosiguen en el mundo de los espíritus con la misma labor que desempeñaron en la tierra: predicar el evangelio de arrepentimiento y redención por medio del sacrificio del Hijo de Dios. La muerte no interrumpe la misión divina, sino que la prolonga en otra esfera, mostrando la continuidad perfecta del plan de salvación.

Los destinatarios de esta predicación son aquellos que aún se hallan en tinieblas y bajo la servidumbre del pecado. A ellos también se extiende la misericordia del evangelio, siempre bajo la condición de que se arrepientan y obedezcan los principios y ordenanzas salvadoras. Aquí aparece un aspecto crucial: la redención de los muertos depende de la obediencia a las ordenanzas realizadas en la casa de Dios, lo que fundamenta la práctica del bautismo por los muertos y otras ordenanzas vicarias que se realizan en los templos.

Además, el Profeta aprende que el arrepentimiento en el mundo de los espíritus no exime a los hombres de las consecuencias de sus pecados. Ellos deben padecer cierto castigo, ser lavados y purificados, antes de recibir la recompensa de acuerdo con sus obras. Esto demuestra la perfecta armonía entre la justicia y la misericordia divinas: el Señor ofrece redención a todos, pero no elimina la responsabilidad personal.

En términos prácticos, este bloque nos enseña que la obra misional y la obra del templo son inseparables y eternas. Los élderes fieles continúan su servicio más allá de la tumba, y los santos en la tierra cooperan con ellos mediante las ordenanzas vicarias. La salvación de los muertos no es automática, sino fruto de la misericordia de Cristo y de la obediencia a Su evangelio, lo que garantiza que el juicio de Dios sea absolutamente justo y equitativo.


Versículo 60
Conclusión y testimonio del Profeta


El testimonio solemne de José F. Smith sobre la veracidad de la visión de la redención de los muertos.

El relato concluye con un sello profético: José F. Smith no solo describe lo que vio, sino que da testimonio solemne de la veracidad de la visión. Él afirma que lo recibido no fue una impresión pasajera ni un pensamiento personal, sino una revelación divina otorgada por el Señor Jesucristo. La frase “yo sé que este testimonio es verdadero” lo vincula directamente con el patrón profético de dar fe como testigo especial de Cristo y de Su obra redentora.

Doctrinalmente, este versículo muestra que la visión de la redención de los muertos es una doctrina central y revelada, no una mera interpretación de las palabras de Pedro ni una especulación sobre el destino de los muertos. El profeta asegura que se trata de verdad revelada, confirmada por el Espíritu y sellada por la autoridad que Cristo concede a Sus testigos escogidos.

Este testimonio final une todo el contenido previo: la expiación de Cristo, Su manifestación en el mundo de los espíritus, la organización de la predicación entre los muertos, la participación de los profetas de todas las dispensaciones y la continuidad de la obra misional después de la muerte. La visión completa es presentada como parte del plan divino de salvación universal, en el cual ninguna alma queda olvidada.

Para los santos de los últimos días, estas palabras finales reafirman que la obra vicaria en los templos no es un rito simbólico, sino la aplicación real de una doctrina revelada. Es el modo en que colaboramos con Cristo en la redención de toda la familia humana. El testimonio de José F. Smith invita a recibir estas verdades no solo con el intelecto, sino con fe, compromiso y reverencia, confiando en que Jesucristo es verdaderamente el Salvador de vivos y muertos.


Versículos 57-60
Casey Paul Griffiths (erudito SUD)


No sabemos si los últimos versículos de la visión del presidente Smith (DyC 138:57–60) constituyen una visión separada o una continuación de su visión de los “nobles y grandes” enviados a la Tierra en los últimos días (DyC 138:55). Es posible que la última parte de la visión, en la que él “vio que los élderes fieles de esta dispensación, cuando parten de la vida mortal, continúan sus labores en la predicación del evangelio de arrepentimiento y redención” (DyC 138:57), fuera una referencia a su propio hijo fallecido, Hyrum Mack Smith, quien había muerto solo meses antes. También es probable que él vio a las mujeres fieles de esta dispensación, incluida la esposa de Hyrum Mack, Ida Bowman Smith, quien falleció solo semanas antes de la visión del presidente Smith. Su hijo y nuera fueron reunidos en la muerte y continúan su trabajo juntos, uniéndose a los espíritus que murieron antes que ellos y que están predicando más allá del velo.

La visión del presidente Smith completó una parte vital del plan de salvación. Así como la visión de los tres grados de gloria (DyC 76) explicó el destino final de todos los hombres y mujeres, la visión de José F. Smith de 1918 enseñó que los hombres y mujeres justos pueden esperar continuar sus labores en la predicación del evangelio en la vida venidera. En la mortalidad y en el mundo de los espíritus, la paz para los justos viene al saber que están en el camino hacia la exaltación y la vida eterna. Pero los trabajos de los justos continúan, ya que siguen adelante en la obra de Dios, comprometidos en ayudar en la gran obra y gloria “para traer a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).


Conclusión final 

La visión de Joseph F. Smith revela de manera majestuosa la amplitud del plan de salvación y la infinita misericordia de Cristo. En ella se manifiesta que la expiación no se limita a los vivos, sino que abarca también a los muertos, ofreciendo a todos la oportunidad de recibir el evangelio, arrepentirse y heredar la vida eterna.

El Salvador, aunque no ministró personalmente a los inicuos en el mundo de los espíritus, organizó a los justos y les confirió autoridad para predicar a los que estaban en tinieblas. Así se confirma la continuidad de la obra misional más allá del velo y se destaca la centralidad del templo como lugar donde los vivos efectúan las ordenanzas necesarias para la redención de los muertos.

Además, esta revelación une las dispensaciones al mostrar a Adán, Eva, profetas de Israel, de los nefitas y líderes de la Restauración, todos vinculados en una misma obra. Los fieles de cada época —incluso los élderes de esta dispensación después de la muerte— prosiguen en esa labor sagrada.

En suma, la sección 138 testifica que la expiación de Jesucristo es universal, que la muerte no interrumpe la obra del Señor, y que la redención es ofrecida a cada hijo e hija de Dios mediante la fe, el arrepentimiento, las ordenanzas y la gracia del Salvador. Es un testimonio solemne de esperanza, continuidad y amor divino que trasciende la tumba.

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