Doctrina y Convenios Sección 81

Doctrina y Convenios
Sección 81


Contexto Histórico

El contexto histórico de la Sección 81 de Doctrina y Convenios se sitúa en un período de consolidación organizativa y espiritual en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, poco después de su fundación. La revelación fue dada por medio de José Smith el 15 de marzo de 1832 en Hiram, Ohio, donde el profeta residía temporalmente. Este fue un tiempo de grandes desafíos para los primeros líderes de la Iglesia, ya que enfrentaban persecución externa y la necesidad de establecer una estructura eclesiástica más formal y funcional.

En 1832, la Iglesia todavía estaba en sus primeras etapas organizativas. Aunque José Smith era reconocido como el profeta y líder principal, no se había formado aún una Primera Presidencia formal con consejeros permanentes. La Sección 81 representa un paso importante hacia esa organización, ya que en ella se define el papel de un consejero en la Presidencia del Sumo Sacerdocio. Este grupo se convirtió más tarde en la Primera Presidencia, el cuerpo rector supremo de la Iglesia.

La revelación inicialmente estuvo dirigida a Jesse Gause, un converso reciente que fue llamado para ser consejero de José Smith. Gause sirvió en este rol durante un corto tiempo pero no permaneció fiel en su llamamiento y eventualmente fue excomulgado en diciembre de 1832. Como resultado, su lugar fue ocupado por Frederick G. Williams, quien fue ordenado formalmente como consejero el 18 de marzo de 1833. La revelación establece un patrón para aquellos llamados a posiciones de liderazgo en la Iglesia: ser fieles, prestar apoyo al profeta, proclamar el evangelio y servir a los demás. Estas instrucciones reflejan el énfasis que José Smith y los primeros líderes pusieron en la cooperación y la dedicación personal como pilares de la obra del Señor. Durante esta época, Hiram, Ohio, fue un lugar central en la historia de la Iglesia. José Smith vivía en la casa de John y Alice (Elsa) Johnson, donde recibió muchas revelaciones importantes, incluidas las Secciones 76 y 88. Este fue también un lugar de desafíos, ya que José Smith y Sidney Rigdon fueron víctimas de un ataque violento en marzo de 1832.

La revelación marcó un paso crucial hacia la formalización de la estructura de gobierno de la Iglesia, que incluía la Primera Presidencia como un cuerpo clave para dirigir la obra del Señor en la tierra. Aunque dirigida específicamente a un individuo (primero Jesse Gause y luego aplicada a Frederick G. Williams), la sección contiene principios universales sobre el servicio, la fidelidad y la caridad, como “socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas” (versículo 5). La revelación asegura que los líderes fieles no solo cumplirán un propósito en esta vida, sino que serán recompensados con vida eterna en las mansiones celestiales.

En marzo de 1832, José Smith recibió una revelación en Hiram, Ohio, donde el Señor llamó a Jesse Gause para ser consejero del profeta en la Presidencia del Sumo Sacerdocio, con promesas de bendiciones si era fiel. Sin embargo, Gause no cumplió con su llamado y fue reemplazado por Frederick G. Williams en 1833. Esta revelación estableció el fundamento de la Primera Presidencia, detallando las responsabilidades y atributos que los líderes deben poseer: fe, oración, servicio y proclamación del evangelio. En un tiempo de persecución y prueba, esta sección fortaleció el liderazgo de la Iglesia y subrayó las promesas de inmortalidad y vida eterna para los fieles.

La Sección 81 nos enseña principios atemporales: el liderazgo basado en la autoridad divina, la fidelidad y la oración constante, el servicio desinteresado hacia los demás y la promesa de bendiciones eternas para los fieles. Cada versículo subraya que el liderazgo en la Iglesia no es solo una responsabilidad administrativa, sino una forma de ministerio espiritual y servicio cristiano que bendice tanto a los líderes como a los miembros.


Versículo 2. “A quien he dado las llaves del reino, que siempre corresponden a la presidencia del sumo sacerdocio”.
Este versículo subraya que las llaves del reino, es decir, la autoridad para dirigir la obra del Señor en la tierra, siempre están asociadas con la Presidencia del Sumo Sacerdocio. Este principio refuerza la continuidad y unidad en el liderazgo de la Iglesia. Nos recuerda que el Señor dirige Su Iglesia a través de líderes escogidos, y que esta autoridad es esencial para el gobierno y la administración del evangelio.

“A quien he dado las llaves del reino…”
Las llaves del reino representan la autoridad de Dios delegada a los líderes de la Iglesia para administrar Sus ordenanzas y gobernar Su obra en la tierra. Este principio es central en la doctrina de la restauración. Las llaves no son simplemente un símbolo, sino un poder real que incluye la capacidad de sellar en la tierra y en el cielo (Mateo 16:19).
El presidente Boyd K. Packer explicó: “Las llaves del sacerdocio son la autoridad que dirige y gobierna el uso del poder del sacerdocio. Estas llaves están en manos de los líderes de la Iglesia y permiten que la obra del Señor se lleve a cabo con orden y unidad.” (“El poder del sacerdocio en la vida de los hombres”, Conferencia General, abril de 2010).
Esta frase subraya que el poder de las llaves es conferido por Dios mismo, lo que asegura que la obra de la Iglesia se lleve a cabo según Su voluntad y no según la interpretación humana.

“…que siempre corresponden a la presidencia del sumo sacerdocio.”
Esta frase identifica que las llaves del reino son ejercidas colectivamente por la Primera Presidencia, con el profeta como presidente del sumo sacerdocio. Esto asegura que el poder y la autoridad sean administrados con consejo mutuo y bajo la dirección de Jesucristo. El término “siempre” enfatiza la continuidad ininterrumpida de esta autoridad en la tierra desde su restauración.
El presidente Joseph Fielding Smith enseñó: “Cuando se organizó la Primera Presidencia de la Iglesia en esta dispensación, se les confió la autoridad para presidir toda la Iglesia, con todas las llaves necesarias para dirigir la obra del Señor.” (“Doctrina de Salvación”, tomo 3, p. 147).
La presidencia del sumo sacerdocio asegura la unidad y dirección divina de la Iglesia. Incluso si el profeta fallece, las llaves permanecen en la Iglesia y son transferidas al próximo presidente mediante un proceso ordenado y revelado por el Señor.

El versículo 2 de Doctrina y Convenios 81 resalta el principio fundamental de la administración eclesiástica en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: las llaves del sacerdocio como fuente de autoridad divina. Este poder no solo confiere responsabilidad, sino también guía divina en la dirección de la obra del Señor.
El presidente Gordon B. Hinckley comentó sobre la importancia de las llaves en la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce: “El Señor no dejará que nos desviemos. Con estas llaves, las doctrinas y ordenanzas del evangelio permanecerán puras y sin corrupción.” (“Mantener el rumbo”, Conferencia General, octubre de 1993).

Este versículo también destaca que la autoridad en la Iglesia es única y continua, asegurando que el reino del Señor en la tierra esté siempre bajo Su dirección. Esto fortalece nuestra fe en que las decisiones de los líderes de la Iglesia son respaldadas por Jesucristo, el portador de las llaves supremas.


Doctrina y Convenios 81:2

La Primera Presidencia posee las llaves del reino de Dios en la tierra. Es el más alto concilio en la Iglesia y la autoridad final en decisiones sobre asuntos espirituales (D. y C. 107:78-80). El élder Marion G. Romney dijo:

“Hoy el Señor está revelando Su voluntad… sobre los temas de nuestro tiempo a través de los profetas vivientes, con la Primera Presidencia a la cabeza. Lo que ellos dicen como presidencia es lo que el Señor diría si estuviera aquí en persona. Este es el fundamento sobre el cual se sostiene el mormonismo. … Así que repito de nuevo: lo que la presidencia dice como presidencia es lo que el Señor diría si estuviera aquí, y es escritura. Debe ser estudiado, comprendido y seguido, al igual que las revelaciones en Doctrina y Convenios y otras escrituras” (Informe de la Conferencia, abril de 1945, pág. 90).

Que Dios bendiga a los grandes y piadosos hombres de la Primera Presidencia, y que los sigamos como seguiríamos al Salvador.

Esta enseñanza resalta una verdad fundamental en la doctrina de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: la dirección divina actual viene a través de la Primera Presidencia, quienes poseen la autoridad más alta del sacerdocio en la tierra. Doctrina y Convenios 81:2 subraya que este liderazgo no es simbólico ni simplemente administrativo, sino portador de llaves divinas, las cuales permiten ejercer autoridad en nombre de Jesucristo sobre Su Iglesia.

El testimonio del élder Marion G. Romney enfatiza una doctrina profunda: las palabras de la Primera Presidencia, cuando hablan unánimemente, equivalen a las palabras del mismo Señor, y por tanto, deben ser consideradas escritura. Este principio invita a los miembros a buscar guía profética con la misma reverencia con la que se acercan a las Escrituras.

Reflexivamente, esto nos llama a evaluar: ¿Escuchamos y seguimos las enseñanzas de la Primera Presidencia con la misma diligencia con la que leemos el Libro de Mormón o la Biblia? ¿Reconocemos en sus palabras la voz del Señor, adaptada a los desafíos específicos de nuestra época?

En un mundo lleno de opiniones y ruido, tener una voz autorizada, profética y viva es una bendición incomparable. Nos recuerda que Cristo dirige Su Iglesia hoy, no solo por medio de antiguos registros, sino a través de hombres vivientes investidos con autoridad divina.
Seguir a la Primera Presidencia no es idolatría de líderes, sino una expresión de fe en el Señor que los ha llamado.

Así como los antiguos siguieron a Moisés, Nefi siguió a Lehi, y los discípulos siguieron a Pedro y Pablo, hoy nosotros manifestamos nuestra fidelidad al seguir a los siervos vivientes del Señor.


Versículo 3. “Si eres fiel en consejo, en el oficio al que te he nombrado, en tus oraciones siempre, vocalmente así como en tu corazón, en público y en secreto; y también en tu ministerio de proclamar el evangelio”.
La fidelidad en el servicio abarca tanto acciones públicas como privadas. Este versículo destaca la importancia de la oración continua y sincera como una herramienta para mantener la conexión con el Señor y cumplir el llamado asignado. El consejo y el ministerio no solo son responsabilidades administrativas, sino también espirituales, que requieren dedicación constante y fe.

“Si eres fiel en consejo…”
La fidelidad en consejo implica actuar con integridad, sabiduría y alinearse con la voluntad del Señor al ofrecer dirección o guía. El Señor espera que quienes sirven en posiciones de liderazgo lo hagan con inspiración divina y no con propósitos personales.
El élder D. Todd Christofferson enseñó: “El consejo del Señor viene con amor y claridad. Recibirlo requiere humildad y fe para actuar en conformidad, incluso cuando parezca difícil.” (“El valor del consejo del Señor”, Conferencia General, octubre de 2011).
Este principio refuerza la necesidad de buscar la guía del Espíritu en el cumplimiento de nuestros deberes y tomar decisiones que beneficien a quienes servimos, en lugar de perseguir intereses personales o agendas propias.

“…en el oficio al que te he nombrado…”
Cada llamamiento en la Iglesia es inspirado y representa una oportunidad para servir al Señor y a Sus hijos. Ser fiel en el oficio implica magnificarlo con diligencia, humildad y dedicación.
El presidente Gordon B. Hinckley afirmó: “Cuando recibimos un llamamiento, debemos aceptarlo con humildad y con la firme determinación de magnificar ese llamado, recordando siempre que estamos al servicio del Señor.” (“Magnifiquen su llamamiento”, Conferencia General, abril de 1989).
El oficio asignado no solo es una responsabilidad administrativa, sino un ministerio espiritual. Ser fiel significa cumplir con nuestras responsabilidades de manera que edifique y fortalezca a los demás.

“…en tus oraciones siempre, vocalmente así como en tu corazón, en público y en secreto…”
La oración constante, tanto pública como privada, fortalece la relación con Dios y abre la puerta a la revelación personal y la guía en nuestros deberes. La oración vocal es una expresión de fe comunitaria, mientras que la oración en el corazón refleja la comunión personal con el Señor.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “La oración es una expresión de fe y un acceso directo a la sabiduría de Dios. Tanto en privado como en público, debemos buscar Su guía constante.” (“El poder de la oración personal”, Conferencia General, abril de 2003).
La oración en todas sus formas es una herramienta esencial para quienes sirven en la Iglesia, ayudándoles a discernir la voluntad de Dios y a actuar en armonía con ella.

“…y también en tu ministerio de proclamar el evangelio.”
El ministerio de proclamar el evangelio es una de las responsabilidades principales de todos los discípulos de Cristo. Este deber no solo incluye compartir el mensaje con palabras, sino también con el ejemplo.
El élder Dieter F. Uchtdorf declaró: “El evangelio de Jesucristo no solo se enseña con palabras, sino que se proclama con acciones. Vivir el evangelio es el testimonio más poderoso que podemos dar.” (“Llevar la verdad al mundo”, Conferencia General, octubre de 2013).
Proclamar el evangelio implica vivir los principios del evangelio de manera que otros deseen seguir a Cristo, además de enseñar Sus verdades con claridad y amor.

Este versículo establece un patrón integral para el servicio en la Iglesia. Ser fiel en consejo, magnificar nuestro oficio, orar constantemente y proclamar el evangelio son elementos esenciales de la vida de un discípulo. Cada frase refuerza la necesidad de actuar con humildad, diligencia y dependencia del Señor.
El élder Jeffrey R. Holland resumió este enfoque: “El Señor espera que Sus siervos sean fieles en todos los aspectos de su ministerio. Esto incluye actuar con rectitud, buscar guía divina y trabajar incansablemente para llevar Su obra adelante.” (“La obra y la gloria de Dios”, Conferencia General, abril de 2012).

Si cumplimos con estas expectativas, no solo edificaremos a otros, sino que seremos fortalecidos espiritualmente y preparados para las bendiciones eternas prometidas por el Señor.


Versículo 5. “Socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas”.
Este versículo es un llamado universal al servicio cristiano. No solo se dirige al liderazgo de la Iglesia, sino a todos los discípulos de Cristo. La compasión hacia los necesitados, tanto física como espiritualmente, es una manifestación del evangelio en acción. Este principio de caridad y amor fortalece la comunidad y lleva a los líderes y miembros a reflejar el ejemplo de Cristo en sus vidas.

“Socorre a los débiles…”
Socorrer a los débiles es una invitación a extender nuestra ayuda hacia aquellos que enfrentan desafíos, ya sean físicos, emocionales, espirituales o económicos. Este principio refleja el amor y compasión de Cristo hacia todos los hijos de Dios.
El élder Jeffrey R. Holland declaró: “Dios no espera que todos sean fuertes todo el tiempo, pero sí espera que seamos ángeles en la vida de quienes necesitan fortaleza en un momento de debilidad.” (“No estás solo”, Conferencia General, octubre de 2013).
El acto de socorrer no solo implica asistencia material, sino también apoyo espiritual y emocional. Este mandato nos invita a mirar más allá de nosotros mismos y tender una mano a quienes estén en necesidad.

“…levanta las manos caídas…”
Las manos caídas simbolizan el desaliento, la desesperanza o la pérdida de fuerza para continuar. Levantar esas manos implica proporcionar ánimo, esperanza y fortaleza espiritual para que los demás puedan seguir adelante.
El presidente Henry B. Eyring enseñó: “Al buscar a los que necesitan consuelo y apoyo, cumplimos con nuestra obligación de ser las manos del Salvador en Su obra.” (“Fortalecer a los demás espiritualmente”, Conferencia General, abril de 2012).
Levantar las manos caídas requiere sensibilidad y empatía. Es una invitación a estar atentos a las necesidades de quienes nos rodean y actuar como instrumentos del Señor para restaurar la esperanza en sus vidas.

“…y fortalece las rodillas debilitadas.”
Las rodillas debilitadas pueden representar la incapacidad de avanzar debido al temor, la falta de fe o el agotamiento espiritual. Fortalecerlas significa ayudar a otros a recuperar el valor y la fe necesarios para seguir caminando en el sendero del evangelio.
El élder Dieter F. Uchtdorf explicó: “El evangelio de Jesucristo es para todos, y cuando ayudamos a otros a levantarse, fortalecemos nuestras propias rodillas en el proceso.” (“Fortalezcamos nuestras rodillas débiles”, Conferencia General, octubre de 2014).
Fortalecer las rodillas debilitadas no solo ayuda a otros a seguir adelante, sino que también fortalece nuestra propia fe. Al ser instrumentos en las manos del Señor, participamos en Su obra de salvación.

Este versículo encapsula el principio central del servicio cristiano: amar a los demás como Cristo nos ama. Estas acciones de socorrer, levantar y fortalecer reflejan el ministerio del Salvador y son una manifestación práctica de Su evangelio en nuestras vidas.
El presidente Thomas S. Monson declaró: “Cuando extendemos una mano de ayuda a alguien en necesidad, servimos al Señor mismo. Este es el espíritu del verdadero discipulado.” (“El servicio desinteresado al prójimo”, Conferencia General, abril de 2009).

Este versículo nos recuerda que, como discípulos de Cristo, tenemos la sagrada responsabilidad de buscar a los necesitados, ofrecerles apoyo y animarlos en su camino hacia la salvación. Así, no solo cumplimos nuestro propósito en el plan de Dios, sino que nos acercamos más a la naturaleza divina del Salvador.


Doctrina y Convenios 81:5

Como seguidores del Príncipe de Paz, hemos de proclamar la paz —declarar las verdades de la salvación y dar testimonio con el ejemplo de que el Evangelio de Jesucristo transforma el alma humana. Jesús “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Así también debemos hacerlo nosotros. Y así como el Buen Pastor fue en busca de la oveja perdida, nosotros, como pastores menores, estamos llamados a hacer lo mismo.

Jesús llevó las cargas de toda la humanidad. Nosotros hemos sido llamados a “llevar las cargas los unos de los otros,” a “consolar a los que necesitan de consuelo,” y a “ser testigos de Dios en todo tiempo” (Mosíah 18:8–9). Las revelaciones modernas testifican que debemos ser “salvadores de los hombres” (D. y C. 103:9) en el sentido de que servimos, bajo nuestro bendito Maestro, como una influencia que eleva y libera a los hambrientos y a los afligidos.

Como cristianos, estamos llamados tanto a vivir en el Espíritu como a andar en el Espíritu (Gálatas 5:25). Nuestro caminar debe ser tan evidente como nuestras palabras.

Doctrina y Convenios 81:5 nos recuerda que la vida cristiana es una vida de acción inspirada, no sólo de creencias pronunciadas. El Evangelio no es meramente un mensaje que se predica, sino una forma de vida que se encarna. Ser seguidores del Príncipe de Paz es vivir con propósito cristocéntrico, guiados por el amor, la compasión y la búsqueda activa del bien.

El llamado a “publicar la paz” nos sitúa como mensajeros del Reino, no sólo predicando con palabras, sino irradiando con hechos el poder redentor del Evangelio. En un mundo lleno de ruido, conflicto y confusión, una vida transformada por Cristo habla más fuerte que cualquier discurso.

El paralelismo con el Buen Pastor que busca a la oveja perdida resalta nuestra función misional y compasiva: salir, buscar, cargar y traer de regreso. No basta con ser receptores pasivos de la gracia; somos colaboradores con Cristo en Su obra de salvación (véase Mosíah 18:8-9).

Ser “salvadores de los hombres” no significa ocupar el lugar de Cristo, sino participar en Su obra como instrumentos. Consolamos, fortalecemos, elevamos, y liberamos mediante el servicio desinteresado. Esa es la manera en que el discípulo verdadero camina en el Espíritu —no sólo creyendo, sino siendo.

Como enseña Pablo, «si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu» (Gálatas 5:25). Es decir, que haya coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos. Que nuestras obras reflejen nuestra fe.


Versículo 6. “Y si eres fiel hasta el fin, recibirás una corona de inmortalidad, así como la vida eterna en las mansiones que he preparado en la casa de mi Padre”.
El versículo refleja la esperanza y la recompensa final del evangelio: la inmortalidad y la vida eterna. Esta promesa no solo se da a los líderes, sino a todos aquellos que sean fieles hasta el fin. Es un recordatorio del propósito eterno de nuestras acciones en la tierra y la naturaleza celestial de las bendiciones que el Señor ha preparado para Sus seguidores.

“Y si eres fiel hasta el fin…”
La fidelidad hasta el fin es un principio clave del evangelio que requiere perseverancia en la fe, obediencia a los mandamientos y servicio al Señor, incluso en medio de pruebas y desafíos. No se trata de perfección inmediata, sino de un compromiso continuo con el progreso espiritual.
El élder Dieter F. Uchtdorf declaró: “El Señor no requiere que tengamos éxito perfecto, pero sí que seamos fieles y que nunca nos rindamos en nuestro esfuerzo por seguirlo.” (“Ven, sígueme”, Conferencia General, abril de 2010).
La fidelidad hasta el fin implica constancia en la búsqueda de la justicia y la rectitud. Es un proceso diario que requiere confianza en la gracia y el poder redentor de Jesucristo.

“…recibirás una corona de inmortalidad…”
La corona de inmortalidad simboliza el don de la resurrección, otorgado a toda la humanidad a través de la expiación de Jesucristo (1 Corintios 15:22). Esta corona es una señal de victoria sobre la muerte física.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “La resurrección es un don universal de Jesucristo que asegura la inmortalidad para todos, pero la vida eterna está condicionada a nuestra fidelidad y obediencia.” (“Un don precioso de Dios”, Conferencia General, abril de 2006).
La inmortalidad es un don gratuito, pero la forma en que vivimos determina nuestra preparación para recibir la vida eterna. Este símbolo de la corona nos recuerda que, en Cristo, la muerte ha sido vencida.

“…así como la vida eterna…”
La vida eterna, a menudo descrita como el mayor de todos los dones de Dios (D. y C. 14:7), significa no solo vivir para siempre, sino vivir en la presencia de Dios, compartiendo Su gloria y participando en Su obra. Este don está reservado para quienes guardan los convenios y son fieles hasta el fin.
El élder D. Todd Christofferson dijo: “La vida eterna es el tipo de vida que Dios vive. Es la meta suprema del plan de salvación y depende de nuestra disposición para recibirla.” (“La redención y la vida eterna”, Conferencia General, abril de 2013).
Este principio subraya que la vida eterna no es simplemente la extensión de la existencia, sino un estado de plenitud y gozo en la presencia de Dios, alcanzable mediante la fidelidad en los convenios.

“…en las mansiones que he preparado en la casa de mi Padre.”
Las “mansiones” hacen referencia a los diferentes grados de gloria en el cielo, preparados según la obediencia y fidelidad de cada persona (Juan 14:2, D. y C. 76). El Señor promete a los fieles una herencia celestial específica en Su reino.
El presidente Joseph F. Smith enseñó: “El Señor tiene un lugar preparado para cada uno de Sus hijos obedientes, donde encontrarán paz, gozo y gloria eterna según su fidelidad.” (“Doctrinas del Evangelio”, p. 133).
Esta frase nos asegura que el Salvador ha preparado un lugar especial para cada uno de Sus hijos fieles, donde experimentarán la plenitud de la felicidad y el amor de Dios.

Este versículo encapsula las bendiciones eternas prometidas a los fieles. La fidelidad hasta el fin no solo garantiza la inmortalidad, sino también la vida eterna, el don supremo de morar con Dios y participar en Su gloria.
El presidente Thomas S. Monson lo expresó de esta manera: “La meta de nuestra vida mortal es regresar a vivir con nuestro Padre Celestial y recibir Su promesa de la vida eterna, un don que sobrepasa todo entendimiento.” (“Decisiones Determinan el Destino”, Conferencia General, octubre de 2010).

Este versículo nos recuerda que el camino hacia estas bendiciones exige perseverancia, obediencia y fe en Jesucristo. Las promesas del Señor son seguras para quienes cumplen con Sus mandamientos, y Él ha preparado una recompensa gloriosa para cada uno de Sus hijos fieles.


Versículo 7. “He aquí, estas son las palabras del Alfa y la Omega, sí, Jesucristo. Amén.”
Este versículo cierra la revelación con un testimonio claro de que Jesucristo, como el Alfa y el Omega (el principio y el fin), es la fuente de toda autoridad y revelación. Su título enfatiza Su papel divino y eterno en el plan de salvación, reafirmando que estas instrucciones provienen de la autoridad suprema.

“He aquí, estas son las palabras del Alfa y la Omega…”
El título “Alfa y Omega” (la primera y la última letra del alfabeto griego) simboliza que Jesucristo es el principio y el fin de todas las cosas. Este título enfatiza Su papel como Creador, Redentor y el Ser que traerá a todos los hijos de Dios ante Su trono para el juicio final. Jesucristo es la fuente de toda verdad y autoridad.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “Desde el principio hasta el fin de los tiempos, Jesucristo es el centro del plan de salvación. Su expiación infinita y eterna nos asegura que Él es el Alfa y la Omega.” (“Jesucristo es el centro de la vida”, Conferencia General, abril de 2021).
El uso de este título reafirma que todo lo que se enseña y hace en el evangelio de Jesucristo comienza y termina con Él. Esto resalta la naturaleza divina y eterna de Su obra.

“…sí, Jesucristo.”
La declaración final de este versículo identifica claramente al Salvador como la fuente de esta revelación. Esto reafirma que todas las palabras contenidas en las Escrituras son Su voluntad, pronunciadas bajo Su autoridad divina. Jesucristo es el único mediador entre Dios y la humanidad (1 Timoteo 2:5), y como tal, Sus palabras tienen una importancia suprema.
El élder Jeffrey R. Holland dijo: “El nombre de Jesucristo no debe ser una formalidad. Él es nuestro Redentor, nuestro Abogado ante el Padre, y el único que puede llevarnos de regreso a casa.” (“Venid a mí, seguidme”, Conferencia General, abril de 2016).
El uso explícito del nombre de Jesucristo subraya Su rol como el portador de la verdad y la autoridad. Es un recordatorio de que Su influencia está presente en todas las revelaciones y enseñanzas divinas.

Este versículo subraya la centralidad de Jesucristo en el evangelio y en el plan de salvación. El título “Alfa y Omega” destaca Su naturaleza eterna y Su papel integral en el principio y el fin de la obra de Dios. Al identificarse como el autor de estas palabras, Cristo nos invita a reconocer que Su voz es la fuente suprema de verdad y guía.
El élder David A. Bednar enseñó: “Jesucristo es el ancla firme y segura de nuestra fe. Todo en el plan de felicidad de nuestro Padre Celestial se centra en Él.” (“Aférrense firmemente al Evangelio de Jesucristo”, Conferencia General, octubre de 2022).

Este versículo nos invita a recordar que toda revelación divina proviene de Cristo, y que, al seguir Su palabra, podemos anclar nuestra vida en una base segura e inquebrantable. Él es el principio y el fin de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra salvación.

Deja un comentario