Doctrina y Convenios Sección 84

Doctrina y Convenios
Sección 84


Contexto Histórico

En un apacible día de septiembre de 1832, en la tranquila localidad de Kirtland, Ohio, un grupo de élderes regresaba de sus misiones en los estados del este. Sus corazones rebosaban de gozo mientras compartían historias de sus experiencias, los desafíos enfrentados y las almas que habían llevado al evangelio. En ese ambiente de júbilo y gratitud, José Smith, el joven profeta, junto con seis élderes, unió sus esfuerzos en oración y reflexión. Fue en esta atmósfera sagrada que el cielo se abrió y el Señor habló, entregándoles una revelación trascendental sobre el sacerdocio y la obra de Sion.

El mensaje era claro y solemne: la ciudad de la Nueva Jerusalén, un lugar prometido por generaciones, sería edificada en las fronteras occidentales de Misuri, comenzando por un templo señalado por el dedo del Señor mismo. Este templo sería un centro de luz y gloria divina, un recordatorio tangible de las promesas celestiales hechas a los antiguos profetas.

Mientras el Señor hablaba, desveló la rica herencia del sacerdocio, trazando su linaje desde Moisés hasta Adán, destacando su continuidad a través de los siglos y generaciones. Este sacerdocio mayor no era simplemente un título; era una llave que abría el conocimiento de Dios, permitiendo que sus ordenanzas manifestaran el poder de la divinidad misma. A través de este poder, los hombres podían llegar a conocer la faz de Dios, siempre que sus corazones fueran puros y receptivos.

Sin embargo, la historia del pueblo de Israel, relatada por el Señor, sirvió como una advertencia. Ellos, endurecidos en sus corazones, no pudieron soportar la presencia divina, lo que llevó al retiro de Moisés y del Santo Sacerdocio. A pesar de ello, el sacerdocio menor continuó, preparando el camino para el arrepentimiento y la redención, como un puente hacia el evangelio mayor que traería Cristo.

La revelación también contenía un mandamiento para los santos. Debían recordar el convenio sagrado, el Libro de Mormón, y vivir conforme a sus enseñanzas, testificando al mundo de la verdad y la luz que habían recibido. Se les instaba a no preocuparse por sus necesidades temporales, pues el Señor proveería para ellos, tal como cuidaba de los lirios del campo. Era un llamado a la fe, al servicio y a la proclamación del evangelio con valentía.

El Señor también previó las dificultades que enfrentarían sus siervos. Los que rechazaran el evangelio estarían sujetos a plagas y juicios, pero los fieles serían rodeados por ángeles y sostenidos por su poder. A través de esta revelación, se les confió el deber de reprobar al mundo por sus iniquidades, testificando con claridad y poder acerca del juicio venidero.

Finalmente, el Señor dio una visión del futuro glorioso de Sion. La tierra y los cielos se unirían, y el pueblo de Dios cantaría un nuevo cántico de redención y gozo. Esta promesa de redención y restauración llenaba de esperanza a aquellos que escuchaban, reafirmando su misión divina y su papel en los últimos días.

Así, la revelación de la Sección 84 se convirtió en un faro para los santos, un recordatorio de su propósito eterno y de la obra grandiosa a la que habían sido llamados. En ese momento sagrado, en Kirtland, el Señor no solo habló a José Smith y a los élderes presentes, sino a todas las generaciones futuras, invitándoles a unirse a la gran obra de Sion y a caminar en la luz de su evangelio eterno.

Estos versículos destacados reflejan los temas centrales de la revelación: el establecimiento de Sion, el poder y propósito del sacerdocio, la misión de los santos, las advertencias divinas y la unidad de la iglesia. Juntos, invitan a los fieles a vivir con propósito, participar en la obra de redención y mantener una conexión constante con Dios a través de los convenios y el servicio.


Versículo 4: “De cierto, esta es la palabra del Señor, que la ciudad de la Nueva Jerusalén sea edificada mediante el recogimiento de los santos, comenzando en este lugar, sí, el sitio para el templo que se edificará en esta generación.”
Este versículo subraya la visión profética del establecimiento de Sion y el papel del templo como el centro espiritual. Refleja el compromiso de los santos con la edificación del Reino de Dios en la tierra.

“De cierto, esta es la palabra del Señor”
Esta frase subraya que lo que sigue no es una sugerencia o interpretación humana, sino una revelación directa del Señor. En Doctrina y Convenios 1:38, el Señor dice: “Ya sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo.” Esto refuerza la naturaleza divina de esta instrucción.
El hecho de que se presente como la palabra del Señor resalta su importancia y autoridad. Los santos deben recibir esta revelación con la misma reverencia que las palabras de las Escrituras antiguas.

“Que la ciudad de la Nueva Jerusalén sea edificada mediante el recogimiento de los santos”
La Nueva Jerusalén es un concepto central en la doctrina de la Iglesia. Se menciona en Éter 13:3–10 y Apocalipsis 21:2. Este recogimiento es tanto espiritual como físico. Espiritualmente, implica que los santos se preparen mediante la fe y la obediencia. Físicamente, implica un lugar de reunión.
El élder Bruce R. McConkie explicó: “El recogimiento de Israel es tanto espiritual como literal. […] Es el recogimiento de la fe en Cristo y la obediencia a sus mandamientos.” (McConkie, Mormon Doctrine, pág. 311).
El recogimiento de los santos refleja la preparación colectiva de un pueblo consagrado que establece un lugar santo en anticipación a la Segunda Venida de Cristo.

“Comenzando en este lugar, sí, el sitio para el templo”
El lugar específico señalado para el templo y la ciudad fue en Misuri, en el Condado de Jackson, según la revelación previa en Doctrina y Convenios 57:1–3. El templo es fundamental en el plan del Señor, como se enseña en Doctrina y Convenios 109:12–13: “Que tu santo templo sea un lugar de oración, un lugar de acción de gracias y un lugar de adoración.”
El templo es el corazón espiritual de la Nueva Jerusalén. Su construcción simboliza el deseo del pueblo de establecer un lugar donde la gloria de Dios pueda manifestarse y habitar entre ellos.

“Que se edificará en esta generación”
Esta declaración puede entenderse de dos maneras: como una invitación a los santos de la época a edificarlo, o como una visión profética que señala la necesidad de preparación continua para la venida de Cristo. Aunque el templo en Misuri aún no se ha construido, las palabras del Señor no pierden su vigencia. En Doctrina y Convenios 58:22, el Señor enseña: “Porque de lo que os he mandado debo recibir cuenta.”
El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Dios no abandona sus promesas; es el hombre el que falla en cumplirlas.”
La frase “en esta generación” sirve como un recordatorio de que los mandamientos del Señor requieren acción inmediata. Aunque puede haber retrasos humanos, el plan de Dios se cumplirá en su debido tiempo.

Este versículo 4 encapsula la visión profética del establecimiento de Sion y la importancia del recogimiento de los santos para preparar un lugar santo al Señor. Este versículo recalca que los santos tienen una responsabilidad continua de consagrarse, construir templos y ser un pueblo digno del Señor.

El mensaje de este versículo no está limitado a la época de su revelación. Sigue siendo una invitación a los santos de todas las generaciones a participar en el recogimiento espiritual y físico. Como dijo el presidente Russell M. Nelson: “El recogimiento de Israel es la obra más importante en la tierra hoy en día.” (La Ensign, noviembre 2020). El cumplimiento de esta obra es una señal del progreso hacia la realización de la Nueva Jerusalén.


Versículo 5: “Porque en verdad, no pasará toda esta generación sin que se le edifique una casa al Señor, y una nube descansará sobre ella, que será la gloria del Señor que llenará la casa.”
El templo se describe como un lugar donde se manifestará la gloria de Dios. Esto simboliza la unión entre lo divino y lo humano, representando el cumplimiento de las promesas hechas a los santos.

“Porque en verdad, no pasará toda esta generación sin que se le edifique una casa al Señor”
El Señor reafirma la importancia de edificar templos como lugares santos para su presencia. En este contexto, la frase “esta generación” puede entenderse de dos maneras: Literalmente, refiriéndose a los santos de la época de José Smith que recibieron la instrucción. Proféticamente, representando la generación que esté preparada para cumplir este mandato en el debido tiempo del Señor.

El templo es central en la adoración de los santos y su relación con Dios. En Doctrina y Convenios 124:40–41, el Señor declara: “Esta casa será una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de gloria y de orden, una casa de Dios.”
El mandato de construir templos no es opcional; es esencial para establecer la conexión entre el cielo y la tierra. Aunque el templo en Misuri aún no se ha construido, la obra del templo ha continuado en todo el mundo, cumpliendo el propósito divino de reunir a los santos en lugares sagrados.

“Y una nube descansará sobre ella”
La nube es un símbolo de la presencia divina, como se menciona en el Antiguo Testamento. En Éxodo 40:34–35, una nube cubrió el tabernáculo y la gloria del Señor llenó la casa cuando fue dedicada. Este mismo simbolismo aparece en los templos modernos como una manifestación de que el templo es verdaderamente la casa del Señor.
El élder David A. Bednar explicó: “La presencia del Señor en su casa es real y tangible. Aunque no siempre visible como en tiempos antiguos, los templos modernos están llenos de su gloria.” (La Ensign, octubre 2014).
La nube simboliza la cercanía de Dios y su disposición a morar entre su pueblo. Es un recordatorio visible y espiritual de que los templos son un lugar de comunión con lo divino.

“Que será la gloria del Señor que llenará la casa”
La gloria del Señor se describe en las Escrituras como una manifestación de su poder, amor y santidad. En 2 Crónicas 7:1–2, el templo de Salomón fue lleno de la gloria del Señor al ser dedicado, lo que impidió que los sacerdotes ministraran debido a la intensidad de su presencia.
El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Los templos son lugares donde el cielo y la tierra se encuentran. Son un recordatorio constante de la presencia de Dios entre su pueblo.” (La Ensign, noviembre 1995).
La gloria del Señor llenando el templo significa que el templo es más que un edificio físico; es un lugar donde los fieles pueden experimentar el poder y la influencia del cielo en sus vidas.

Este versículo resalta la importancia central del templo en la adoración de los santos y en el plan de Dios para la humanidad. Los templos no son simplemente estructuras físicas, sino lugares consagrados donde la presencia de Dios puede manifestarse poderosamente. Aunque el cumplimiento literal de este versículo relacionado con el templo en Misuri aún no ha ocurrido, su propósito doctrinal se ha extendido en la obra del templo en todo el mundo.

Este versículo nos recuerda que los templos son esenciales para la preparación del pueblo de Dios para la Segunda Venida de Cristo. Como enseñó el presidente Russell M. Nelson: “La construcción y dedicación de templos es una parte crucial del recogimiento de Israel en estos últimos días.” (La Ensign, noviembre 2018). En este sentido, el llamado del Señor a edificar templos y santificar nuestras vidas sigue vigente y relevante para cada generación de santos.


Versículo 17: “Y este sacerdocio continúa en la iglesia de Dios en todas las generaciones, y es sin principio de días ni fin de años.”
Aquí se enfatiza la naturaleza eterna del sacerdocio. No es algo creado por el hombre, sino una autoridad divina que trasciende el tiempo y las generaciones.

“Y este sacerdocio continúa en la iglesia de Dios en todas las generaciones”
Esta frase enfatiza la perpetuidad del sacerdocio en la iglesia de Dios. El sacerdocio no es una institución temporal, sino una autoridad eterna conferida a los hombres dignos para actuar en el nombre de Dios.

En Doctrina y Convenios 42:11, se establece: “Nadie será autorizado a predicar mi evangelio ni a edificar mi iglesia, a menos que sea ordenado por alguien que tenga autoridad.” Esto asegura la continuidad de la autoridad divina en la iglesia, como lo establece este versículo.
El sacerdocio ha sido conferido desde Adán, a través de patriarcas, profetas y apóstoles, y continúa en la actualidad. Como enseñó el élder Jeffrey R. Holland: “El sacerdocio es una investidura divina que trasciende el tiempo. Su propósito es la redención y exaltación de los hijos de Dios.” (Conferencia General, octubre 2014).

“Es sin principio de días ni fin de años”
Esta descripción del sacerdocio refleja su naturaleza eterna. Es el poder de Dios, no algo creado por el hombre. En Hebreos 7:3, se habla de Melquisedec como “sin principio de días ni fin de vida,” lo que alude al sacerdocio que él representaba.
El presidente Joseph Fielding Smith explicó: “El sacerdocio es eterno, como nuestro Padre Celestial. Es su poder y autoridad delegados para que sus hijos lleven a cabo su obra en la tierra y en los cielos.” (Doctrina de Salvación, vol. 3, pág. 80).
El sacerdocio no está limitado por el tiempo. Existe desde antes de la creación del mundo y continuará en la eternidad, siendo fundamental para la exaltación de los hijos de Dios.

Este versículo establece dos principios fundamentales sobre el sacerdocio: su continuidad y su naturaleza eterna. Esta doctrina asegura que el plan de salvación de Dios se cumple mediante el ejercicio correcto del sacerdocio en la iglesia. A través de generaciones, el sacerdocio ha sido el medio por el cual se han ministrado las ordenanzas y convenios necesarios para la exaltación.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “El poder del sacerdocio no es algo que poseemos por derecho propio. Es algo que recibimos mediante la obediencia y que usamos para servir y bendecir a los demás.” (Conferencia General, abril 2019).

Este versículo nos invita a reconocer la divina herencia del sacerdocio, a reverenciar su propósito y a magnificarlo al servicio de Dios y su pueblo. Al hacerlo, participamos en una obra que no tiene principio ni fin, sino que es eterna como el Padre mismo.


Versículo 19: “Y este sacerdocio mayor administra el evangelio y posee la llave de los misterios del reino, sí, la llave del conocimiento de Dios.”
Este versículo resalta la conexión entre el sacerdocio mayor y el acceso al conocimiento divino. Este poder permite a los hombres comprender los misterios de Dios y llevarlos a otros.

“Y este sacerdocio mayor administra el evangelio”
El sacerdocio mayor, conocido como el Sacerdocio de Melquisedec, tiene la autoridad para administrar todas las ordenanzas del evangelio, incluidas aquellas relacionadas con la exaltación. Esto incluye el bautismo, la confirmación, la ordenación al sacerdocio, las ordenanzas del templo y los sellamientos.

En Doctrina y Convenios 107:8, se declara: “El sacerdocio mayor… posee las llaves de todos los oficios espirituales en la iglesia.” Este versículo refuerza la función abarcadora del sacerdocio mayor en la administración del evangelio.
La administración del evangelio no solo se refiere a las ordenanzas, sino también a la dirección y revelación que los líderes del sacerdocio reciben para guiar la obra del Señor. Como enseñó el presidente Boyd K. Packer: “El sacerdocio es el canal mediante el cual se administran las bendiciones del evangelio eterno.” (Conferencia General, octubre 1981).

“Y posee la llave de los misterios del reino”
La “llave de los misterios del reino” permite a los poseedores del sacerdocio recibir revelación y conocimiento divino para guiar a la iglesia y a sus miembros hacia la salvación. Los “misterios” no son secretos, sino verdades espirituales profundas que se comprenden mediante el Espíritu.
El presidente Russell M. Nelson explicó: “Las llaves del sacerdocio son el derecho a presidir y dirigir la obra del Señor. Estas llaves desbloquean los misterios del cielo para aquellos que buscan con fe.” (Conferencia General, octubre 2020).
El acceso a los misterios del reino no solo es un privilegio, sino una responsabilidad de los poseedores del sacerdocio para guiar a los santos hacia una comprensión más profunda de las cosas divinas.

“Sí, la llave del conocimiento de Dios”
El conocimiento de Dios es el mayor objetivo del evangelio. En Juan 17:3, Cristo dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” El sacerdocio mayor proporciona las ordenanzas y los convenios necesarios para obtener este conocimiento y para llegar a ser como Dios.
El élder David A. Bednar enseñó: “El conocimiento de Dios y de su plan es accesible mediante la fe, el arrepentimiento y las ordenanzas realizadas con autoridad del sacerdocio.” (Conferencia General, abril 2016).
Las ordenanzas del sacerdocio mayor son el vehículo para acercarnos a Dios y comprender su naturaleza. A través de estas ordenanzas, se abre el camino hacia la vida eterna.

El profeta José Smith enseñó que el Sacerdocio de Melquisedec es “el medio por el cual se revela de los cielos todo conocimiento, doctrina, el Plan de Salvación y todo otro asunto importante” (véase Enseñanzas: José Smith)

Este poderoso enunciado del profeta José Smith revela una verdad doctrinal profunda y central para la teología del Evangelio restaurado: el Sacerdocio de Melquisedec no es simplemente una autoridad para actuar en nombre de Dios, sino el canal divino por el cual fluye la revelación, la doctrina y el conocimiento eterno desde los cielos hacia la tierra.

Cuando José Smith dice que el sacerdocio es “el medio por el cual se revela de los cielos todo conocimiento”, está ubicando esta autoridad en el corazón mismo del proceso de revelación. No hay separación entre la autoridad del sacerdocio y la revelación celestial: todo principio eterno, toda doctrina verdadera y toda parte del Plan de Salvación es revelada y administrada por medio del sacerdocio.

Esto armoniza perfectamente con Doctrina y Convenios 107:18–19, donde el Señor declara que este sacerdocio mayor “tiene el derecho de presidir” y de “obtener el conocimiento de los misterios del reino y de tener los cielos abiertos”, incluyendo la “comunión con la asamblea general y la Iglesia del Primogénito”. En otras palabras, el Sacerdocio de Melquisedec no es solo administrativo o organizativo, es profundamente revelador y transformador.

Este principio nos enseña que aquellos que reciben este sacerdocio no solo deben actuar con dignidad, sino que están invitados a vivir de tal manera que el cielo se abra a ellos y reciban revelación continua. El sacerdocio no es una insignia de honor, sino un compromiso con el conocimiento divino, con enseñar la verdad, y con guiar bajo la dirección de Dios.

El presidente Joseph Fielding Smith (1876–1972) enseñó que, como miembros de la Iglesia, deberíamos “regocijarnos al pensar que tenemos la gran autoridad mediante la cual podemos conocer a Dios. No solo los hombres que poseen el sacerdocio conocen esa gran verdad, sino que por motivo de ese sacerdocio y sus ordenanzas, todos los miembros de la Iglesia, varones y mujeres por igual, pueden conocer a Dios” (Doctrines of Salvation, compilación de Bruce R. McConkie).

el presidente Joseph Fielding Smith destaca una doctrina gloriosa y profundamente esperanzadora: que todos los miembros de la Iglesia, gracias al poder y las bendiciones del sacerdocio, pueden llegar a conocer a Dios. Esta no es una aspiración abstracta o mística, sino una promesa real y accesible dentro del plan de salvación.

Cuando el presidente Smith dice que “podemos conocer a Dios”, no se refiere simplemente a saber que Él existe, sino a llegar a tener una relación íntima, reveladora y transformadora con Él. Esta relación es posible porque el sacerdocio de Dios ha sido restaurado sobre la tierra. A través de sus ordenanzas —el bautismo, la confirmación, la Santa Cena, el matrimonio eterno y otras— el Señor ha abierto un camino sagrado que lleva al conocimiento verdadero y vivencial del Padre y del Hijo (véase Juan 17:3).

Es especialmente notable que el presidente Smith subraye que “no solo los hombres que poseen el sacerdocio” tienen acceso a esta bendición. Él aclara que “por motivo de ese sacerdocio y sus ordenanzas”, tanto hombres como mujeres, jóvenes y adultos, pueden conocer a Dios. Esta afirmación afirma la inclusividad espiritual del Evangelio restaurado: aunque la autoridad del sacerdocio se confiere a los hombres, sus bendiciones están destinadas a toda la familia humana. A través del templo, la oración, el estudio de las Escrituras y el servicio en el Evangelio, todos pueden recibir revelación personal, sentir Su presencia y llegar a conocer Su carácter y voluntad.

Este versículo subraya la función esencial del sacerdocio mayor en la administración del evangelio, la revelación de los misterios del reino y el conocimiento de Dios. Estas responsabilidades y privilegios colocan al sacerdocio como el canal mediante el cual los hijos de Dios pueden recibir las bendiciones del cielo y la guía necesaria para su progreso eterno.
El presidente Gordon B. Hinckley resumió esta doctrina al decir: “El sacerdocio es el poder mediante el cual el cielo obra en la tierra para bendecir la vida de las personas.” (Conferencia General, octubre 1982). Este versículo nos invita a valorar el sacerdocio y a magnificarlo, reconociendo que a través de él podemos acceder al conocimiento de Dios y a las bendiciones más grandes del evangelio.


Doctrina y Convenios 84:20–22

La palabra ordenanza, tal como se usa en las Escrituras, tiene un doble significado. En su sentido más amplio, una ordenanza es una ley, un mandamiento, un estatuto:

“Y las llaves de los misterios del reino no serán quitadas de mi siervo José Smith, hijo, por los medios que he designado, mientras él viva, en tanto que obedezca mis ordenanzas” (D. y C. 64:5).

Además, las ordenanzas son ritos o ceremonias (por ejemplo, el bautismo, la confirmación, la ordenación al sacerdocio, etc.) realizadas por alguien que posee la autoridad apropiada, y que abren la puerta a mayor luz y conocimiento; son canales del poder divino.

A través de la administración de las ordenanzas y la obediencia a ellas, el poder de la divinidad se manifiesta. Por tanto, los dones del Espíritu no pueden disfrutarse plenamente a menos que las ordenanzas que traen el poder de la divinidad estén presentes entre nosotros.

“Porque sin esto” —el poder de la divinidad— “ningún hombre puede ver la faz de Dios, el Padre, y vivir” (D. y C. 84:22).

Este pasaje revela una verdad central del Evangelio restaurado: las ordenanzas no son simbólicas solamente, sino esenciales para acceder al poder de Dios.

Doctrina y Convenios 84:20–22 enseña que el poder de la divinidad, o sea, el poder de Dios para bendecir, santificar, instruir y transformar, se manifiesta a través de las ordenanzas sagradas y mediante la obediencia a ellas. Esta es una doctrina profundamente restauradora. En muchas tradiciones cristianas se ve el bautismo o la comunión como recordatorios simbólicos, pero en la restauración, entendemos que las ordenanzas abren canales reales de poder espiritual, cuando se realizan con la debida autoridad y dignidad.

Este poder no solo es inspirador; es protector, iluminador y transformador. Las ordenanzas nos colocan en un camino de convenios, y cada paso —desde el bautismo hasta el templo— nos acerca más a la presencia del Señor.

El versículo 22 es particularmente solemne: “Porque sin esto, ningún hombre puede ver la faz de Dios, el Padre, y vivir.”

Ver la faz de Dios representa la culminación del discipulado fiel, la entrada en Su presencia, no solo en el sentido literal, sino en una relación profunda, íntima y eterna con Él. Sin las ordenanzas —y la pureza espiritual que requieren—, esa relación no puede sostenerse, pues el alma no santificada no soportaría la gloria de Dios (véase también Moisés 1:2).

¿Comprendemos el valor eterno de las ordenanzas en nuestra vida diaria?
¿Nos acercamos a ellas con la reverencia y el compromiso que merecen?
¿Vemos en ellas canales reales de poder divino, o simplemente pasos culturales?

Las ordenanzas son el lenguaje del convenio entre Dios y Sus hijos.
Son puertas de acceso al cielo, momentos sagrados donde el Espíritu testifica, el alma se purifica, y el discípulo se fortalece.
Sin ellas, no hay poder; con ellas, todo es posible.

Que vivamos de tal manera que el poder de la divinidad se manifieste en nuestra vida, y que honremos cada ordenanza como un paso sagrado hacia la vida eterna en la presencia del Padre.


Versículo 21: “Y sin sus ordenanzas y la autoridad del sacerdocio, el poder de la divinidad no se manifiesta a los hombres en la carne.”
Las ordenanzas del sacerdocio son esenciales para experimentar el poder divino. Este versículo subraya la importancia de las ordenanzas como un medio para acercarse a Dios.

“Y sin sus ordenanzas”
Las ordenanzas son esenciales en el plan de salvación. A través de ellas, los hijos de Dios hacen convenios con Él, recibiendo bendiciones espirituales y poder divino. Estas incluyen el bautismo, la confirmación, la investidura del templo, los sellamientos y más. Cada una de estas ordenanzas es un paso hacia la exaltación. En Doctrina y Convenios 84:20, se afirma que “en sus ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad.”
El élder David A. Bednar explicó: “Las ordenanzas del sacerdocio nos conectan con el poder de Dios y abren las puertas a las bendiciones de la eternidad.” (Conferencia General, abril 2009).
Las ordenanzas no son meros rituales simbólicos; son actos sagrados mediante los cuales se recibe poder espiritual. Son una demostración tangible de la disposición de Dios para interactuar con sus hijos en un nivel eterno.

“Y la autoridad del sacerdocio”
La autoridad del sacerdocio es el permiso dado por Dios para realizar ordenanzas en su nombre. En Doctrina y Convenios 42:11, se enseña que ninguna ordenanza o enseñanza tiene validez si no es realizada por aquellos que poseen esta autoridad.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “El sacerdocio es el poder y la autoridad delegados por Dios a los hombres sobre la tierra para actuar en su nombre.” (Conferencia General, abril 2018).
Sin la autoridad del sacerdocio, las ordenanzas carecen de validez divina. Es por medio de esta autoridad que las bendiciones prometidas por Dios pueden ser otorgadas legítimamente.

“El poder de la divinidad no se manifiesta a los hombres en la carne”
El poder de la divinidad se refiere a la influencia directa de Dios en la vida de las personas, especialmente a través del Espíritu Santo y las bendiciones que provienen de los convenios. Sin las ordenanzas del sacerdocio, las personas no pueden acceder completamente a este poder en su vida terrenal. Este principio está relacionado con el propósito del templo y la obra sagrada realizada allí.
El presidente Boyd K. Packer enseñó: “La autoridad del sacerdocio es el canal a través del cual fluye el poder de Dios para bendecir a sus hijos.” (Conferencia General, octubre 1981).
El poder de la divinidad no solo se manifiesta en el futuro eterno, sino también en la vida cotidiana de quienes participan en las ordenanzas con fe y dignidad. Esto subraya la necesidad de las ordenanzas como un medio esencial para experimentar la plenitud del evangelio.

Este versículo enseña una verdad fundamental: el acceso al poder divino en esta vida está vinculado a las ordenanzas realizadas con la autoridad del sacerdocio. Estas ordenanzas son los medios mediante los cuales Dios interactúa con su pueblo, permitiéndoles recibir el Espíritu Santo, experimentar milagros y avanzar hacia la vida eterna.
El élder Dale G. Renlund declaró: “Dios otorga su poder por medio de las ordenanzas y los convenios del sacerdocio. Este poder puede transformar nuestras vidas, haciéndonos más como Él.” (Conferencia General, abril 2015). Este versículo invita a reflexionar sobre la importancia de participar plenamente en las ordenanzas del sacerdocio y de honrar los convenios asociados con ellas. Al hacerlo, podemos experimentar la manifestación del poder divino en nuestras vidas, tanto en la carne como en la eternidad.


Doctrina y Convenios 84:23–25

Pocos hombres han vivido en esta tierra que hayan disfrutado del tipo de contacto directo y asociación íntima con la Deidad como lo hizo Moisés. De hecho, el Antiguo Testamento afirma: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la faz de la tierra” (Números 12:3; Deuteronomio 34:10).

A la luz de esto, resulta lamentable que el mundo judeocristiano a menudo haya malinterpretado por qué Moisés no se le permitió entrar en la tierra prometida junto con su pueblo. Muchos señalan Números 20:7–12, donde Dios reprende a Moisés por aparentemente atribuirse la gloria de hacer brotar agua de la roca de forma milagrosa.

Sin embargo, la revelación moderna nos proporciona una imagen doctrinal más completa:
El pueblo de Israel no era digno de las bendiciones del sacerdocio mayor, cuyas llaves poseía Moisés.
Por lo tanto, Dios retiró las bendiciones completas del sacerdocio a Israel como pueblo, así como al hombre que tenía el poder director de ese sacerdocio.

Este pasaje revela una perspectiva profunda sobre Moisés y la razón por la cual no pudo guiar personalmente a Israel dentro de la tierra prometida. Tradicionalmente se ha interpretado que su desobediencia en Meriba (Números 20) fue la causa directa. Sin embargo, Doctrina y Convenios 84:23–25 amplía esa comprensión desde una perspectiva revelada y eterna.

Se nos enseña que Moisés poseía las llaves del sacerdocio mayor, y que deseaba compartir con su pueblo la plenitud de las bendiciones del Evangelio. De hecho, el versículo 23 declara: “Ahora bien, este Moisés testificó que había buscado diligentemente santificar a su pueblo para que pudiera soportar la presencia de Dios.”

Sin embargo, el pueblo endureció su corazón y rechazó esa oportunidad sagrada, lo que llevó al Señor a retirar la plenitud del sacerdocio (v. 25).

Desde esta óptica, la exclusión de Moisés de la tierra prometida no fue simplemente un castigo personal, sino una acción simbólica y doctrinal: si Israel no estaba preparado para recibir la ley mayor ni al gran legislador que la representaba, entonces ambos quedarían fuera del cumplimiento pleno. En cambio, Israel recibió la ley menor (v. 27), más centrada en ritos y normas exteriores, y perdió el privilegio de vivir en presencia divina.

Este patrón se repite en la historia espiritual: cuando las personas rechazan la mayor luz, Dios en Su justicia y misericordia retira esa luz, sin dejar de dar una ley adaptada a su capacidad espiritual.

¿Estamos, como el antiguo Israel, resistiendo la santificación que nos permitiría ver el rostro de Dios?
¿O respondemos con fe a los profetas y líderes que, como Moisés, buscan prepararnos para una mayor gloria?

La historia de Moisés no es una historia de fracaso personal, sino un testimonio del poder, la paciencia y la rectitud de un siervo que caminó con Dios.
Y también es una advertencia: si no santificamos nuestro corazón, limitamos las bendiciones que el Señor desea derramar sobre nosotros.

Que seamos un pueblo preparado para soportar la presencia de Dios, para recibir Su plenitud, y para seguir a Sus siervos con humildad y fe.


Doctrina y Convenios 84:26–27

El sacerdocio menor… posee la llave del ministerio de ángeles y del evangelio preparatorio… de arrepentimiento y de bautismo, y de la remisión de pecados, y la ley de los mandamientos carnales, la cual el Señor… hizo que continuara con la casa de Aarón entre los hijos de Israel hasta Juan.

Dondequiera que se encuentra el santo sacerdocio de Dios, allí está la Iglesia y el Reino de Dios.
La cantidad del plan de salvación revelado a un pueblo determina el orden del sacerdocio que acompaña a ese evangelio.

Cuando la plenitud del evangelio eterno, incluyendo las bendiciones del templo, fue retirada del Israel antiguo, Jehová les dio un evangelio preparatorio, una ley de mandamientos carnales, una ley de ritos y ordenanzas (Mosíah 13:30).
Aunque hombres como Elías, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Lehi y otros fueron ordenados al Sacerdocio de Melquisedec en las generaciones desde Moisés hasta Jesús, sus llamamientos vinieron por dispensación especial (Smith, Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 180–181).

El evangelio preparatorio y el Sacerdocio Aarónico eran el sacerdocio de administración entre el pueblo. Este sacerdocio menor continuó hasta el tiempo de Juan el Bautista, quien preparó el camino para una restauración plena por mano del mismo Mesías.

Doctrina y Convenios 84:26–27 nos ayuda a comprender la función única del Sacerdocio Aarónico, o sacerdocio menor, en el plan de salvación: es un sacerdocio de preparación. Sus llaves permiten ministrar ángeles, predicar el arrepentimiento, administrar el bautismo y facilitar la remisión de pecados —todo lo cual prepara al alma para recibir mayores verdades espirituales y ordenanzas más elevadas, como las del templo.

Este sacerdocio fue preservado entre los hijos de Israel desde Moisés hasta Juan el Bautista, no como castigo, sino como condescendencia divina, dada la incapacidad del pueblo para recibir la plenitud del evangelio (véase D. y C. 84:24–25). En lugar de la ley superior, se les dio una ley de ritos y mandamientos carnales (Mosíah 13:30), con la esperanza de que esa estructura los preparara espiritualmente con el tiempo.

La historia sagrada muestra que aunque algunos profetas —como Lehi, Isaías o Elías— recibieron el Sacerdocio de Melquisedec, esto no fue común, sino por dispensación especial, debido a la escasa preparación del pueblo en general.

Con la llegada de Juan el Bautista, el último de los grandes profetas del Antiguo Testamento, se concluye la era del sacerdocio menor como sacerdocio predominante, y se prepara el camino para que el Salvador restablezca la plenitud del evangelio y del Sacerdocio de Melquisedec.

Este texto nos recuerda que el Señor da luz según estemos preparados para recibirla.
Dios nunca retira Su evangelio por capricho, sino por amor, paciencia y justicia, preservando lo que el pueblo puede recibir mientras prepara el camino para una restauración futura.

También nos invita a valorar las bendiciones del evangelio completo y del sacerdocio mayor que tenemos hoy en la Iglesia restaurada. La plenitud ha sido devuelta, y tenemos acceso a todas las bendiciones necesarias para volver a la presencia de Dios.

¿Vivimos en gratitud por el acceso que tenemos al sacerdocio, sus llaves y sus ordenanzas salvadoras?
¿Estamos ayudando a otros a prepararse espiritualmente para recibir más luz mediante el ministerio del sacerdocio?

Que valoremos el privilegio de vivir en una dispensación de la plenitud de los tiempos, y que, como Juan el Bautista, preparemos el camino del Señor en nuestros corazones y en la vida de los demás.


Versículo 33: “Porque quienes son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios de los cuales he hablado, y magnifican su llamamiento, son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos.”
Este versículo promete bendiciones espirituales y físicas a quienes magnifiquen sus llamamientos. Habla de la transformación que ocurre al vivir dignamente dentro de los convenios del sacerdocio.

“Porque quienes son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios de los cuales he hablado”
Los “dos sacerdocios” se refieren al Sacerdocio Aarónico y al Sacerdocio de Melquisedec. La fidelidad implica vivir dignamente, obedecer los mandamientos y recibir estas autoridades sagradas por medio de la ordenación. En Doctrina y Convenios 107:1–2, se explica que estos sacerdocios son los pilares del poder divino en la tierra.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El sacerdocio es el poder de Dios delegados a los hombres dignos para que puedan bendecir a otros y llevar a cabo la obra de salvación.” (Conferencia General, abril 2016).
El énfasis está en la preparación y dignidad necesarias para recibir el sacerdocio. No es suficiente obtenerlo, sino vivir en consonancia con sus principios y requisitos.

“Y magnifican su llamamiento”
Magnificar un llamamiento del sacerdocio significa cumplir con dedicación las responsabilidades asignadas, servir con amor y esforzarse por bendecir a los demás. En Doctrina y Convenios 121:41–42, se establece que el sacerdocio debe ejercerse con rectitud, persuasión y amor sincero.
El élder David A. Bednar explicó: “Magnificar el sacerdocio significa actuar con fe, servir con amor y buscar continuamente la guía del Espíritu Santo.” (Conferencia General, abril 2008).
El llamado a magnificar el sacerdocio no solo beneficia a quienes reciben el servicio, sino que también transforma espiritualmente a quienes lo ejercen, acercándolos más a Dios.

“Son santificados por el Espíritu”
La santificación es el proceso mediante el cual una persona es purificada y preparada para morar con Dios. Esto ocurre mediante el Espíritu Santo, quien limpia el alma y otorga poder espiritual a aquellos que cumplen con fidelidad sus responsabilidades del sacerdocio. En Moroni 10:32–33, se describe cómo la gracia de Cristo perfecciona a los justos y los santifica.
El presidente Dallin H. Oaks dijo: “La santificación ocurre cuando somos fieles a nuestros convenios y permitimos que el Espíritu nos transforme y nos prepare para la presencia de Dios.” (Conferencia General, abril 2000).
El sacerdocio no solo es una herramienta para bendecir a los demás, sino también un medio para que el portador se acerque a Dios y reciba el poder santificador del Espíritu.

“Para la renovación de sus cuerpos”
La renovación de los cuerpos puede interpretarse tanto física como espiritualmente. Aquellos que viven de acuerdo con los principios del evangelio y magnifiquen su sacerdocio pueden recibir fuerza, salud y vigor en esta vida. Además, en un sentido eterno, serán preparados para la resurrección en gloria. En Doctrina y Convenios 88:15–16, se enseña que el cuerpo y el espíritu unidos reciben la plenitud de la alegría.
El élder Dieter F. Uchtdorf señaló: “El evangelio de Jesucristo no solo nos renueva espiritualmente, sino que también puede renovar nuestras fuerzas físicas y emocionales a medida que confiamos en el Señor.” (Conferencia General, abril 2015).
La promesa de renovación incluye bendiciones tanto temporales como eternas. Quienes cumplen fielmente con sus deberes del sacerdocio reciben fuerzas en esta vida y están preparados para recibir cuerpos glorificados en la resurrección.

Este versículo destaca las profundas bendiciones espirituales y físicas que se otorgan a aquellos que son fieles en el sacerdocio. La obtención y magnificación del sacerdocio permiten a los hombres participar en el poder santificador del Espíritu Santo, lo que los purifica y les da fuerzas para servir al Señor.
El presidente Gordon B. Hinckley enseñó: “El sacerdocio no se nos da por nuestro beneficio, sino para bendecir a los demás. Sin embargo, al magnificarlo, recibimos bendiciones que no podríamos obtener de ninguna otra manera.” (Conferencia General, octubre 1988).

Este versículo nos invita a reflexionar sobre nuestra fidelidad en los llamamientos del sacerdocio y a valorar las bendiciones prometidas, recordando que el ejercicio fiel del sacerdocio es una preparación para la eternidad.


Doctrina y Convenios 84:38
“Herederos de Todo lo que el Padre Tiene”

En una tranquila mañana en Kirtland, mientras la Iglesia aún se encontraba en su infancia, los primeros élderes se congregaban para recibir instrucción divina. El profeta José Smith les transmitió palabras que, aunque sencillas en su forma, estaban llenas de un poder espiritual profundo. Entre esas palabras, resplandeció una promesa eterna: “Y el Padre le da todas las cosas a él”.

El versículo 38 de Doctrina y Convenios 84 encierra una de las declaraciones más trascendentes de toda la revelación moderna: que los que reciben al siervo del Señor, y así al Señor mismo, reciben también al Padre, y que el Padre, en Su infinita generosidad, les dará todas las cosas. Esta no es solo una promesa de compañía divina; es una declaración de herencia, una visión gloriosa de lo que significa ser hijo o hija del Dios Altísimo.

Desde el principio, el Evangelio ha sido una invitación a entrar en una relación de confianza, obediencia y amor con nuestro Padre Celestial. Pero este versículo eleva esa relación a un nivel casi inefable. No somos simplemente seguidores o siervos; somos herederos. Al seguir el camino del convenio, al recibir la investidura de poder mediante las ordenanzas del sacerdocio, y al perseverar fielmente, nos preparamos para recibir “todo lo que el Padre tiene”.

En la narrativa divina, esto es más que una recompensa futura. Es una transformación presente. Aquellos que caminan por el sendero del discipulado con sinceridad y humildad empiezan a ver la vida con ojos celestiales. La promesa de heredar todas las cosas no se limita a reinos, tronos o mundos sin fin; incluye también la mente, el corazón y el carácter de Dios. Aprendemos a amar como Él ama, a servir como Él sirve, a sacrificarnos como Él lo hizo por medio de Su Hijo.

Doctrina y Convenios 84:38, entonces, no solo nos habla del destino final de los fieles. Nos revela el tipo de relación que Dios desea tener con nosotros: una unión tan íntima, tan completa, que todo lo que Él es y todo lo que Él posee pueda llegar a ser nuestro.

“El Padre Celestial desea establecer una relación estrecha y personal con cada uno de Sus hijos espirituales. … La relación que Dios busca con cada uno de Sus hijos espirituales es tan cercana y personal que Él pueda compartir todo lo que tiene y todo lo que es (véase Doctrina y Convenios 84:38). Ese tipo de relación profunda y duradera solo puede desarrollarse sobre la base de una confianza perfecta y total.”
— Élder Paul B. Pieper, Autoridad General de los Setenta, Conferencia General de abril de 2024, “Confía en el Señor”

“Ha sido un privilegio conocer a mujeres de todas las edades que viven en una gran variedad de circunstancias y que están guardando sus convenios. Cada día, buscan guía en el Señor y en Su profeta, en lugar de en los medios populares. A pesar de sus desafíos individuales y de las filosofías perjudiciales del mundo que intentan disuadirlas de guardar sus convenios, ellas están decididas a permanecer en el camino del convenio. Se aferran a la promesa de ‘todo lo que tiene el Padre’ (Doctrina y Convenios 84:38). Y, sin importar su edad, cada una de ustedes, mujeres que han hecho convenios con Dios, tiene la capacidad de sostener la luz del Señor y guiar a otros hacia Él. Al guardar sus convenios, Él las bendecirá con el poder del sacerdocio y les permitirá ejercer una influencia profunda sobre todos con quienes interactúan.”
— Hna. Jean B. Bingham, entonces Presidenta General de la Sociedad de Socorro, Conferencia General de abril de 2022, “Los convenios con Dios nos fortalecen, protegen y preparan para la gloria eterna”


Doctrina y Convenios 84:40
“… todos los que reciben el sacerdocio reciben este juramento y convenio de mi Padre”

Este versículo revela una de las doctrinas más sagradas y solemnes de la Restauración: el sacerdocio no es simplemente una autoridad delegada o una investidura de poder —es un convenio mutuo entre Dios y el hombre, sellado con el juramento del Padre Eterno.

Cuando el Señor dice que “todos los que reciben el sacerdocio reciben este juramento y convenio”, está hablando de un compromiso doble y profundo: (1) El convenio del hombre con Dios: Quien recibe el sacerdocio se compromete a vivir en rectitud, a magnificar su llamamiento, a obedecer los mandamientos, a representar a Cristo y a servir con pureza de corazón. No es un poder para engrandecerse, sino para consagrarse. (2) El juramento de Dios al hombre: Y a cambio, Dios promete —bajo juramento divino— otorgar bendiciones supremas, incluyendo la posibilidad de recibir “todas las cosas que el Padre tiene” (D. y C. 84:38). Es una promesa solemne, inmutable, inquebrantable, porque es hecha por Aquel que no puede mentir.

Este juramento y convenio del sacerdocio, entonces, es una invitación a entrar en una relación sagrada con el Padre Celestial, basada en fidelidad, confianza y promesas eternas. El uso de la palabra “juramento” no es menor: en las Escrituras, Dios raramente jura. Pero cuando lo hace, lo hace para subrayar la seriedad, seguridad y eternidad de Sus promesas. Aquí, Él está diciendo: “Si tú eres fiel al sacerdocio, Yo, tu Dios, estoy absolutamente comprometido a exaltarte y darte herencia eterna.”

El presidente Henry B. Eyring habló de la confianza que los poseedores del sacerdocio deben tener al entrar en el juramento y el convenio del sacerdocio:

“El estar a la altura de las posibilidades [que ofrece el] juramento y el convenio conlleva el más grande de todos los dones de Dios: la vida eterna. Esa es la finalidad del Sacerdocio de Melquisedec. Al guardar los convenios después de recibir el sacerdocio, y al renovarlos en las ceremonias del templo, se nos promete, mediante un juramento que hizo Elohim, nuestro Padre Celestial, que obtendremos la plenitud de Su gloria y viviremos como Él vive. Tendremos la bendición de ser sellados en una familia para siempre, con la promesa de una posteridad eterna… 

“Primero, el hecho mismo de que se les haya ofrecido el juramento y convenio es una evidencia de que Dios los ha elegido y reconoce el poder y la capacidad que ustedes poseen. Él los ha conocido desde que estuvieron con Él en el mundo de los espíritus. Con el conocimiento previo que Dios tiene de la fortaleza de ustedes, les ha permitido encontrar la verdadera Iglesia de Jesucristo y que se les brinde el sacerdocio; pueden tener confianza porque tienen evidencia de la confianza que Dios tiene en ustedes” (véase “La fe y el juramento y convenio del sacerdocio”, Liahona, mayo de 2008).

Este versículo eleva la comprensión del sacerdocio más allá de la administración eclesiástica. Nos recuerda que recibir el sacerdocio es entrar en un vínculo eterno con Dios mismo, un pacto tan firme y seguro como Su propia palabra. No hay nada casual ni rutinario en el sacerdocio. Quien lo recibe, también recibe la responsabilidad de vivir como un siervo del Altísimo, y al hacerlo, se abre a una herencia celestial inefable.

El juramento de Dios es seguro. La pregunta es: ¿será igual de firme nuestra fidelidad a ese convenio? Cada poseedor del sacerdocio es llamado a recordar diariamente que su poder no es suyo, sino que es sagrado, delegado y condicionado al corazón recto, a la humildad y a la obediencia. Aquel que honra ese convenio, puede estar seguro de que Dios lo honrará eternamente.


Doctrina y Convenios 84:44
“La Palabra es Vida y Luz”

En medio de una revelación extensa sobre el sacerdocio y la obra misional, el Señor detiene por un momento el enfoque institucional y se dirige directamente al alma del discípulo. En el versículo 44 dice:

“Para que el que no endurezca su corazón, le sea dada la palabra, y more en él, y sea en él una fuente de agua viva, que brota para vida eterna.”

Es una imagen profundamente simbólica: la palabra del Señor como una fuente interior, viva, constante, inagotable. No es un simple conocimiento intelectual o una serie de principios que se memorizan. Es algo que mora dentro del creyente, que lo transforma, que lo alimenta día tras día.

Aquí el Señor nos enseña que la palabra divina no se impone, sino que se recibe cuando el corazón está abierto y suave. El endurecimiento —la apatía, el orgullo, la indiferencia— cierra la puerta a esa fuente. Pero cuando somos humildes, cuando buscamos con real intención, la palabra entra y comienza a obrar un milagro silencioso pero poderoso: empieza a brotar vida, como una fuente en el desierto.

Esta metáfora conecta con las palabras de Cristo a la mujer samaritana en Juan 4, cuando le prometió agua viva que saciaría su sed para siempre. También armoniza con las promesas de la investidura en el templo, donde se nos invita a recibir conocimiento y poder espiritual que alimenta el alma y nos prepara para la vida eterna.

Doctrina y Convenios 84:44 nos recuerda que la verdadera transformación espiritual no proviene únicamente de asistir a reuniones o cumplir formalidades religiosas. Proviene de dejar que la palabra de Dios habite en nosotros, que eche raíces, que guíe nuestros pensamientos, decisiones y sentimientos hasta que lleguemos a ser nuevos en Cristo.

“¿Qué cosas haremos si nuestra alma se deleita en las Escrituras? Aumentará nuestro deseo de participar en la recogida de Israel a ambos lados del velo. Nos será normal y natural invitar a nuestros familiares y amigos a escuchar a los misioneros. Seremos dignos y tendremos una recomendación para el templo vigente para poder asistir al templo tan frecuentemente como sea posible. Trabajaremos para encontrar, preparar y enviar los nombres de nuestros antepasados al templo. Seremos fieles en guardar el día de reposo, asistiendo a la Iglesia cada domingo para renovar nuestros convenios con el Señor al participar dignamente de la Santa Cena. Nos comprometeremos a permanecer en el camino del convenio, viviendo ‘por toda palabra que sale de la boca de Dios.”
— Élder Arnulfo Valenzuela, Autoridad General de los Setenta, Conferencia General de octubre de 2021, “Profundizar nuestra conversión a Jesucristo”


Doctrina y Convenios 84:45–46

“Cristo es la luz que brilla en las tinieblas” (D. y C. 11:11).
Su luz, la Luz de Cristo, es una fuente de revelación dada por Dios a “todo hombre, para que sepa distinguir el bien del mal” (Moroni 7:16).

A través de la Luz de Cristo, nuestra conciencia nos guía a elegir lo correcto por encima de lo incorrecto, aviva nuestro entendimiento y da vida y luz a todas las cosas (D. y C. 88:5–13).
La Luz de Cristo guiará a quienes vivan conforme a ella hacia la plenitud del Evangelio de Jesucristo y hacia la mayor luz del Espíritu Santo (Alma 16:16–17);
mientras que aquellos que endurezcan sus corazones y rechacen la Luz de la Verdad serán llenos de la oscuridad del pecado y de la incredulidad.

La luz viene de Dios y de Su verdad: “Dios es luz, y en él no hay ninguna tiniebla” (1 Juan 1:5).

A través de esta luz, que emana de Dios y llena la inmensidad del espacio, los miembros de la Deidad están omnipresentes.

Doctrina y Convenios 84:45–46 expone uno de los principios más hermosos y universales del plan de salvación: la Luz de Cristo, también conocida como la luz del Verbo o Espíritu de Verdad, es una influencia divina dada a todo ser humano. Es el vínculo que conecta a cada alma con Dios, incluso antes de recibir el Evangelio de forma formal.

Esta luz:

  • Ilumina la conciencia, despertando en nosotros el deseo de hacer el bien.
  • Da vida y orden a todas las cosas creadas, según D. y C. 88.
  • Precede y prepara el camino para la influencia del Espíritu Santo.

La Luz de Cristo no es lo mismo que el Espíritu Santo, pero actúa como guía preparatoria universal. Quienes la sigan con humildad y sinceridad, serán conducidos a la plenitud del Evangelio, como lo afirma Alma 16:16–17.

Sin embargo, rechazar esa luz es rechazar a Cristo mismo, pues Él es “la luz y la vida del mundo”. Quien niega esa influencia, pierde discernimiento, cae en tinieblas espirituales y se aleja de la verdad revelada.

La luz siempre está presente; la oscuridad solo existe cuando la luz es rechazada.

Esta enseñanza también revela cómo la presencia de Dios llena toda la creación. A través de Su luz, Él está presente en todo lugar, no físicamente, sino mediante Su influencia vivificadora, que sostiene mundos, guía conciencias y santifica corazones. Esta es una forma de omnisciencia y omnipresencia divina (véase D. y C. 88:12).

¿Escuchamos la Luz de Cristo que nos guía día a día?
¿Buscamos que esa luz nos lleve a una comprensión más profunda del Evangelio y nos prepare para recibir la compañía del Espíritu Santo?

“Dios es luz”, y en un mundo cada vez más confuso, esa luz aún brilla.
Quien la sigue, nunca andará en tinieblas, sino que encontrará paz, verdad y vida eterna.

Que vivamos atentos a esa luz, que nos dejemos guiar por ella, y que la compartamos con otros, para que la gloria del Señor llene toda la tierra como las aguas cubren el mar (Isaías 11:9).


Doctrina y Convenios 84:45–48
“Y el Espíritu da luz a todo hombre que viene al mundo”


Estos versículos de Doctrina y Convenios 84 nos revelan un principio fundamental y universal del plan de salvación: el testimonio del Espíritu de Dios no está limitado solo a los miembros de la Iglesia, sino que se extiende a todo hombre que viene al mundo. El Señor declara: “Y el Espíritu da luz a todo hombre que viene al mundo; y el Espíritu ilumina a todo hombre por medio del mundo, para dar testimonio del Padre y del Hijo;” (v. 46)

Esta doctrina profundiza nuestra comprensión del alcance del amor de Dios. El Espíritu Santo, como miembro de la Trinidad, opera en todo el mundo, tocando las conciencias, inspirando el bien, guiando a la verdad, y preparando los corazones para recibir el Evangelio. Este “testimonio” no siempre es pleno o articulado, pero es real y efectivo: siembra la semilla de la verdad en cada alma que nace en esta vida.

El versículo 45 enseña que la palabra de Dios es verdad, y “no hay nada que sea espíritu que no sea luz”. Esta declaración nos ayuda a ver que la verdad espiritual y la luz divina son inseparables. Cuando alguien recibe la palabra de Dios —por las Escrituras, por los profetas, o por el susurro del Espíritu— recibe también luz, es decir, entendimiento, discernimiento y poder para elegir el bien.

El versículo 47 añade una hermosa promesa: “Y el que recibe la luz y permanece en Dios, recibe más luz; y esa luz se torna más y más resplandeciente hasta el día perfecto.”

Esto describe el camino gradual pero glorioso del discipulado. Aquellos que responden a la luz que reciben —sea mucha o poca— están en camino hacia un “día perfecto”: el día en que vean a Dios, comprendan Su voluntad y sean uno con Él. Este es el patrón de crecimiento espiritual: recibir, obedecer, perseverar y ser iluminado continuamente.

Finalmente, el versículo 48 testifica que cuando entendemos esta doctrina, comprendemos cómo “dar gloria a Dios”. Es decir, al reconocer Su luz en nuestras vidas, y al seguirla, estamos glorificando Su obra en nosotros. El discipulado no es una carga, sino una respuesta agradecida a la luz que nos ha sido dada desde el principio.

El élder Richard G. Scott (1928–2015), del Cuórum de los Doce Apóstoles, explicó diferentes funciones de la luz de Cristo, que ayuda a las personas a venir a Dios: “La luz de Cristo es el poder o influencia divinos que proceden de Dios por medio de Jesucristo [véase la Guía para el Estudio de las Escrituras, ‘Luz, luz de Cristo’], y es lo que da vida y luz a todas las cosas. Induce a todos los seres racionales de la tierra a discernir la verdad del error, lo correcto de lo incorrecto. Activa la conciencia [véase Moroni 7:16]. Su influencia se debilita a causa de la transgresión y la adicción, y se restablece mediante un arrepentimiento adecuado. La luz de Cristo no es una persona, sino un poder y una influencia que provienen de Dios, y, cuando se sigue, guía a la persona y la prepara para recibir la guía y la inspiración del Espíritu Santo [véanse Juan 1:9; D. y C. 84:46–47]” (“Paz de conciencia y paz mental”, Liahona, noviembre de 2004, pág. 15).

Estos versículos de Doctrina y Convenios 84 nos enseñan que Dios no ha dejado a ninguno de Sus hijos sin un testigo. Aun antes de recibir las ordenanzas, o incluso antes de conocer el Evangelio restaurado, toda alma ha sido tocada por el Espíritu y ha recibido un rayo de luz que le puede conducir a Cristo. Esta doctrina llena de esperanza nos invita a ver a cada persona como un ser en quien ya ha obrado la influencia divina, y nos motiva a ayudarles a reconocer esa luz, seguirla y recibir “más luz” hasta alcanzar la plenitud en Cristo.

Como discípulos, también se nos recuerda que la fidelidad diaria trae mayor luz, y que nuestro destino espiritual no es estático, sino progresivo. La luz divina está disponible para todos; depende de nosotros recibirla, atesorarla y andar en ella. Así glorificamos a Dios y hallamos nuestra propia exaltación.


Versículo 50: “Y por esto sabréis que están bajo la servidumbre del pecado, porque no vienen a mí.”
Este versículo describe cómo la falta de aceptación del evangelio mantiene a las personas en una condición de esclavitud espiritual. Es una invitación a buscar la libertad en Cristo.

“Y por esto sabréis que están bajo la servidumbre del pecado”
La “servidumbre del pecado” se refiere al estado espiritual de separación de Dios debido a la desobediencia y la incredulidad. El pecado esclaviza porque limita la libertad espiritual y nos aleja de la presencia de Dios. En Juan 8:34, Jesús enseñó: “De cierto, de cierto os digo que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.”
El élder D. Todd Christofferson explicó: “El pecado no solo nos separa de Dios, sino que también limita nuestra capacidad de progresar espiritualmente y de experimentar la verdadera libertad que solo el evangelio puede proporcionar.” (Conferencia General, abril 2019).
Este versículo establece un contraste claro entre la libertad que proviene de seguir a Cristo y la esclavitud espiritual que resulta de vivir en el pecado. Reconocer esta condición es el primer paso hacia el arrepentimiento y la liberación.

“Porque no vienen a mí”
La invitación de Cristo a venir a Él es central en el plan de salvación. En Mateo 11:28–30, el Salvador declara: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” Venir a Cristo implica arrepentimiento, obediencia y la aceptación de su expiación.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “Venir a Cristo significa esforzarse continuamente por seguir su ejemplo, vivir sus enseñanzas y confiar en su gracia.” (Conferencia General, octubre 2019).
No venir a Cristo significa rechazar su expiación y permanecer en la oscuridad espiritual. Este versículo subraya que el acto de acercarse al Salvador es esencial para escapar de la servidumbre del pecado y recibir la libertad y el gozo que Él ofrece.

Este versículo enseña una verdad fundamental: la condición espiritual de estar “bajo la servidumbre del pecado” es consecuencia directa de no acudir a Cristo. Esto resalta la importancia de aceptar la invitación del Salvador de venir a Él para recibir liberación, paz y vida eterna.
El élder Jeffrey R. Holland resumió este principio al decir: “El pecado es la esclavitud definitiva, pero la expiación de Cristo es el poder definitivo para liberarnos de esa esclavitud.” (Conferencia General, abril 2006). Este versículo nos invita a reflexionar sobre nuestra disposición a acercarnos al Salvador y aceptar su gracia, recordándonos que solo Él tiene el poder de liberarnos del pecado y darnos verdadera libertad espiritual.


Doctrina y Convenios 84:57

Hemos sido ricamente bendecidos con las Escrituras: la mente y la voluntad de Dios preservadas para nosotros y nuestras generaciones. El Libro de Mormón y Doctrina y Convenios fueron escritos para nuestros días y nos fueron dados por un Dios amoroso a través de Sus profetas.

El presidente Ezra Taft Benson preguntó: “¿Apreciamos, como Santos del Dios Altísimo, la palabra que Él ha preservado para nosotros a tan alto costo?
¿Estamos usando estos libros de revelación de los últimos días para bendecir nuestras vidas y resistir los poderes del maligno?
Esta es la razón por la que nos fueron dados.
¿Cómo no habremos de ser condenados ante el Señor si los tratamos a la ligera, permitiendo que no hagan más que acumular polvo en nuestros estantes?”
(A Witness and a Warning, pág. 28).

Estas Escrituras —si se estudian con sinceridad y se meditan profundamente— nos ayudarán a guardar los mandamientos, traerán el Espíritu a nuestros corazones y hogares, y fortalecerán nuestra determinación de vivir el Evangelio.

Doctrina y Convenios 84:57 contiene una advertencia solemne y a la vez esperanzadora: “Y serán condenados por no recordar el nuevo convenio, el Libro de Mormón, no sólo para decir, sino para obrar conforme a lo que está escrito.”

Dios nos ha dado Escrituras modernas —el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, y otras revelaciones— como fuentes directas de Su voluntad para nuestros días específicos. No son reliquias antiguas, sino manuales divinos para enfrentar el mal actual, sostener la fe y guiar nuestras decisiones diarias.

El presidente Benson fue una voz profética en recordar a la Iglesia que descuidar las Escrituras es tratar con ligereza la revelación de Dios. Cuando dejamos que el Libro de Mormón y otros registros divinos acumulen polvo, también estamos dejando que nuestra alma se debilite, y el Espíritu se aleje.

Estas Escrituras no solo nos enseñan doctrinas verdaderas, sino que:

  • Nos protegen del error.
  • Nos invitan al arrepentimiento.
  • Nos fortalecen en la lucha contra el pecado.
  • Nos acercan a Cristo.

Al deleitarse en las palabras de Cristo (véase 2 Nefi 32:3), el alma se renueva, el corazón se enternece y la vida se transforma.

¿Dónde están tus Escrituras ahora mismo?
¿Están al alcance de la mano y del corazón, o están olvidadas en un estante?

El Señor no nos condena por ignorancia, sino por negligencia.
Él nos ha dado un tesoro de revelación. La pregunta no es si tenemos suficiente guía, sino si estamos prestando atención a la que ya hemos recibido.

Que cada uno de nosotros se comprometa a estudiar con más profundidad, meditar con más intención y vivir con más fe conforme a lo que el Señor ya nos ha revelado.

Porque como dice el versículo 57: “Serán santificados por lo que han recibido, si permanecen fieles.”


Doctrina y Convenios 84:59

El convenio del Sacerdocio de Melquisedec es establecido específicamente con aquellos que son formalmente ordenados a esta sagrada autoridad, pero los deberes y bendiciones descritos en Doctrina y Convenios 84 están destinados a todo miembro de la Iglesia del Señor, tanto hombres como mujeres.

De hecho, las bendiciones más elevadas del sacerdocio sólo se reciben por medio de un hombre y una mujer en la casa del Señor.
Prometemos magnificar nuestros llamamientos, prestar diligente atención a las palabras de vida eterna y vivir por toda palabra que sale de la boca de Dios.

A cambio, el Señor promete santificarnos, renovarnos y hacernos los elegidos de Dios, y concedernos la vida eterna (D. y C. 84:33–44).

Para mostrar la naturaleza vinculante de Su convenio, el Todopoderoso jura con un juramento que Él cumplirá Su parte del acuerdo, como lo hizo antiguamente con Enoc y Melquisedec (Traducción de José Smith, Génesis 14:25–40), con Nefi, hijo de Helamán (Helamán 10:4–7), e incluso con el Hijo del Hombre (Salmo 110:4; TJS Hebreos 7:3).

Doctrina y Convenios 84:59 y los versículos circundantes presentan una visión extraordinaria del pacto eterno del sacerdocio —un convenio que, si bien se establece formalmente con quienes son ordenados al Sacerdocio de Melquisedec, abarca e impacta a todos los fieles santos de los últimos días, hombres y mujeres por igual.

Esto se manifiesta en que las mayores bendiciones del sacerdocio —la exaltación y la vida eterna— se reciben sólo en unidad: un hombre y una mujer unidos en el templo, sellados por autoridad eterna. No es una cuestión de rango o posición, sino de santificación conjunta a través de los convenios del Evangelio.

El Señor pide a quienes entran en este convenio que:

  • Magnifiquen sus llamamientos (sirvan con todo el corazón).
  • Presten atención a las palabras de vida eterna (reciban y vivan la revelación).
  • Obedezcan cada palabra de Dios (integridad total al convenio).

A cambio, Dios promete santificarnos, renovarnos y hacernos Sus escogidos, y concedernos el don supremo: la vida eterna.

Lo más impresionante es que Dios mismo jura con un juramento cumplir Su promesa. Esta fórmula sagrada, poco común, revela la seriedad y la seguridad del pacto divino. Vemos ejemplos poderosos de este tipo de juramento:

  • A Enoc y Melquisedec, por su fidelidad (TJS Génesis 14).
  • A Nefi, hijo de Helamán, por su firmeza inquebrantable (Helamán 10:4–7).
  • E incluso al Mesías, como indica Salmos 110:4: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.”

¿Estamos cumpliendo nuestra parte del convenio?
¿Valoramos lo que significa ser partícipes de un juramento hecho por Dios mismo?
¿Vivimos con la dignidad y la entrega que corresponde a quienes han sido llamados a ser los escogidos de Dios?

El Señor no falla. Él cumple cada promesa, cada pacto, cada juramento. La pregunta es si nosotros estamos dispuestos a caminar fielmente hacia Él.

Que magnifiquemos nuestras responsabilidades, que amemos y honremos nuestros convenios, y que anhelemos, con fe firme, la exaltación que el Señor ha prometido con un juramento eterno.


Versículo 61: “Porque yo os perdonaré vuestros pecados con este mandamiento: Que os conservéis firmes en vuestras mentes en solemnidad y en el espíritu de oración, en dar testimonio a todo el mundo de las cosas que os son comunicadas.”
El llamado a testificar es fundamental. Los santos reciben la misión de compartir las verdades reveladas con solemnidad y oración constante.

“Porque yo os perdonaré vuestros pecados con este mandamiento”
El Señor conecta el perdón de los pecados con la obediencia a un mandamiento específico: compartir el evangelio. Esto refleja el principio doctrinal de que el arrepentimiento y la obediencia están entrelazados en el proceso de recibir el perdón. En Doctrina y Convenios 1:32, se declara: “El que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado.”
El élder Dieter F. Uchtdorf explicó: “El perdón de los pecados viene mediante el poder de la expiación de Jesucristo, pero requiere nuestro esfuerzo diligente y nuestra obediencia.” (Conferencia General, abril 2016).
Este principio enseña que el perdón no es automático; requiere una acción fiel, como testificar de las verdades que hemos recibido. El acto de testificar fortalece al testigo y abre el camino para recibir más luz y conocimiento.

“Que os conservéis firmes en vuestras mentes en solemnidad”
La solemnidad implica reverencia y enfoque espiritual. Mantenerse firme en la mente significa resistir las distracciones del mundo y permanecer centrado en las cosas de Dios. En Doctrina y Convenios 6:36, el Señor instruye: “Mirad hacia mí en todo pensamiento; no dudéis, no temáis.”
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “En un mundo lleno de confusión, mantener nuestra mente centrada en el Salvador es clave para recibir revelación y fortaleza espiritual.” (Conferencia General, abril 2020).
La firmeza mental y la solemnidad son esenciales para actuar con rectitud en un mundo lleno de distracciones. Esto también nos prepara para recibir inspiración al cumplir nuestros deberes sagrados.

“Y en el espíritu de oración”
El espíritu de oración significa vivir en una actitud constante de comunicación con Dios. Este principio está estrechamente relacionado con el mandato de “orar siempre” (véase Doctrina y Convenios 10:5). La oración nos mantiene conectados con el Espíritu y fortalece nuestra capacidad para discernir y actuar.
El presidente Thomas S. Monson enseñó: “La oración es el medio por el cual los mortales pueden comunicarse con el Dios del cielo.” (Conferencia General, octubre 2011).
La oración continua nos permite recibir fortaleza espiritual para dar testimonio de las verdades del evangelio. También nos ayuda a mantenernos humildes y receptivos a la guía divina.

“En dar testimonio a todo el mundo de las cosas que os son comunicadas”
El mandato de dar testimonio es una responsabilidad sagrada para los discípulos de Cristo. En Mateo 28:19–20, el Salvador instruyó a sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones.” Testificar no solo beneficia a quienes reciben el mensaje, sino también al testigo, quien fortalece su fe al compartirla.
El élder Jeffrey R. Holland declaró: “Cuando damos testimonio, invitamos al Espíritu Santo a confirmar nuestras palabras y fortalecer nuestra propia fe.” (Conferencia General, abril 2001).
El acto de testificar es una forma de adoración y obediencia. Al compartir el evangelio, cumplimos con un deber sagrado y ayudamos a llevar luz y verdad a los demás.

Este versículo conecta la obediencia al mandamiento de dar testimonio con el perdón de los pecados, destacando la importancia de mantener una mente firme, vivir en oración y cumplir con el deber sagrado de compartir el evangelio. Este versículo subraya que el perdón y las bendiciones divinas están vinculados a la acción fiel.
El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Cada miembro de esta iglesia tiene la responsabilidad de compartir su testimonio. No es una obligación solo para los misioneros de tiempo completo.” (Conferencia General, abril 1999).

Al cumplir con este mandamiento, los santos no solo fortalecen su fe y reciben el perdón, sino que también participan en la gran obra de llevar la luz del evangelio a todo el mundo. Este versículo es un llamado a la acción y una invitación a experimentar el poder transformador de testificar de Cristo.


Doctrina y Convenios 84:60–62
La responsabilidad de predicar el Evangelio a todo el mundo

En estos versículos, el Señor habla con claridad y urgencia acerca de una de las responsabilidades más sagradas y centrales de la Iglesia restaurada: llevar el Evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Él declara: “De cierto, de cierto os digo: A quienes os rechacen en vuestros testimonios acerca de mí y de mi palabra, a esos yo os enviaré nuevamente y aún a muchos más, para que de nuevo den testimonio de mí;” (v. 60)

Aquí, el Señor deja en claro que Su obra no puede ser frustrada. Aun cuando Su mensaje sea rechazado por algunos, Él no abandona a esos pueblos o individuos; por el contrario, vuelve a enviar a Sus siervos, una y otra vez, con amor persistente. Esta es una manifestación de la misericordia inagotable del Salvador, quien no cesa en Su esfuerzo por redimir a cada alma.

En los versículos 61 y 62, el Señor comisiona con firmeza: “por tanto, id por todo el mundo; y a dondequiera que no podáis ir, enviad, para que la verdad corra y sea proclamada a todos los confines de la tierra.”

Este mandato es un eco directo de la Gran Comisión del Salvador en el Nuevo Testamento (véase Mateo 28:19–20), pero ahora reafirmado y renovado en el contexto de la Restauración. No es una sugerencia ni una opción para unos pocos: es una responsabilidad colectiva de todos los santos de los últimos días.

Hay aquí un hermoso equilibrio entre la obediencia personal y la obra misional colectiva: si no podemos ir físicamente a predicar a otro país o región, podemos enviar —ya sea por medio de nuestros recursos, nuestras oraciones, nuestro apoyo a los misioneros, o compartiendo el Evangelio con quienes nos rodean. Este principio amplía el alcance de la responsabilidad: cada miembro puede participar en la proclamación del Evangelio, sin importar su edad, ubicación o llamamiento.

El élder David A. Bednar, del Cuórum de los Doce Apóstoles, invitó a los miembros de la Iglesia a usar las innovaciones inspiradas de la comunicación y la tecnología para enviar el mensaje del Evangelio a las personas de todo el mundo:

“El Señor está apresurando Su obra, y no es ninguna coincidencia que estas poderosas innovaciones e inventos en la comunicación estén llevándose a cabo en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Los medios de las redes sociales son herramientas globales que pueden afectar personal y positivamente a muchas personas y familias; y creo que ha llegado el momento de que nosotros, como discípulos de Cristo, utilicemos estos medios inspirados de manera apropiada y mucho más eficaz para testificar de Dios el Eterno Padre, de Su plan de felicidad para Sus hijos, y de Su Hijo Jesucristo como el Salvador del mundo; para proclamar la realidad de la restauración del Evangelio en los últimos días y para llevar a cabo la obra del Señor… 

“Lo que se ha logrado hasta ahora en esta dispensación al comunicar mensajes del Evangelio a través de los medios de las redes sociales es un buen comienzo, pero es solo una pequeña gota. Ahora les extiendo la invitación para que ayuden a transformar esa gota en un diluvio… los exhorto a que inunden la tierra con mensajes llenos de rectitud y de verdad, mensajes que sean auténticos, edificantes y dignos de alabanza, y que literalmente inunden la tierra como con un diluvio (véase Moisés 7:59–62)” (David A. Bednar, “Inundar la tierra a través de las redes sociales”, Liahona, agosto de 2015).

Doctrina y Convenios 84:60–62 nos recuerda que la predicación del Evangelio no es solo una actividad misional, sino una manifestación del amor de Dios por todos Sus hijos. Él desea que todos escuchen la verdad, y nos ha confiado a nosotros esa obra. Este encargo exige fe, diligencia y sacrificio, pero también trae gozo eterno y crecimiento espiritual.

Hoy, más que nunca, con herramientas tecnológicas, medios digitales, y redes de comunicación global, podemos hacer que “la verdad corra” con mayor rapidez y alcance que nunca antes. El Señor nos invita a actuar, a no esperar, a ser Sus voces, Sus testigos, y Sus manos.

La responsabilidad es grande, pero también lo es la promesa: los que participen en esta obra con fe serán parte del cumplimiento de la profecía de que “el Evangelio será predicado a todo el mundo, y entonces vendrá el fin” (véase Mateo 24:14). Llevar esa luz es, sin duda, una de las más nobles tareas del Reino.


Doctrina y Convenios 84:85

La obra espiritual debe realizarse por medios espirituales.
Hemos sido llamados como agentes de Dios, quien es nuestro Principal, y se espera que hagamos Su obra a Su manera (D. y C. 64:29).
Su mensaje se convierte, entonces, en nuestro mensaje, y Sus palabras deben ser nuestras palabras.

No nos convertimos a la verdad mediante discursos elocuentes o espectaculares, ni llegamos a Cristo o a Su evangelio restaurado solo a través de evidencias físicas.
Los heraldos de la verdad divina deben alinear sus vidas con la voluntad del Todopoderoso para que, como portavoces, puedan transmitir el mensaje distintivo que debe ser dado en ese preciso momento.

En resumen, deben hablar por el poder del Espíritu Santo.
Al hacerlo, hablan con la lengua de ángeles, porque hablan las palabras de Cristo (2 Nefi 32:2–3), y así se convierten en un medio por el cual el Espíritu de Dios se comunica directamente con los espíritus de los demás.

Doctrina y Convenios 84:85 enseña un principio vital para todo discípulo de Jesucristo: la obra del Señor no puede realizarse con métodos del mundo. La conversión verdadera, el testimonio vivo y la transformación del alma no provienen de la elocuencia humana, el intelecto o la persuasión emocional, sino del poder del Espíritu Santo.

Dios llama a Sus siervos —misioneros, maestros, padres, líderes— como Sus agentes, no solo para hacer lo que Él haría, sino para hacerlo como Él lo haría. Esto requiere una profunda humildad: dejar de lado nuestros propios métodos, confiar en Su guía, y permitir que el Espíritu obre a través de nosotros.

Hablar por el Espíritu es hablar con la lengua de los ángeles (2 Nefi 32:2), lo que significa hablar con autoridad celestial, conforme a la voluntad de Dios, no buscando elogio ni aprobación, sino transmitiendo verdad viviente que penetra el corazón.

Este principio también nos recuerda que la preparación espiritual del mensajero es tan importante como el mensaje mismo. Un corazón en armonía con Dios es un canal más limpio para Su poder.

¿Confiamos en el Espíritu para guiar nuestras palabras?
¿O buscamos impresionar con nuestro propio conocimiento o habilidad?

El mundo busca discursos brillantes, pero Dios busca mensajeros puros y obedientes, dispuestos a decir lo que Él quiere que se diga, cuando Él lo quiere decir, y como Él quiere que se diga.

Que cada vez que hablemos en nombre del Señor —en una clase, en una conversación, en un testimonio—, lo hagamos por medio del Espíritu, para que la voz de Dios se escuche en el corazón de quienes nos oyen.


Versículo 88: “Y quienes os reciban, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros.”
Este versículo es una promesa de protección y compañía divina para los misioneros y siervos del Señor. Refleja el cuidado amoroso del Salvador hacia quienes trabajan en su obra.

“Y quienes os reciban, allí estaré yo también”
Esta frase refleja la doctrina de que recibir a los siervos del Señor es equivalente a recibir al Señor mismo. En Doctrina y Convenios 84:36, se declara: “El que recibe a mis siervos, me recibe a mí.” Esto subraya la conexión directa entre el Señor y aquellos que llevan a cabo su obra en la tierra.

El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “El Salvador prometió que aquellos que reciban a sus representantes también recibirán las bendiciones asociadas con su evangelio.” (Conferencia General, octubre 2014).
Cuando los siervos del Señor son recibidos con fe y reverencia, el poder y la presencia del Salvador se manifiestan en el hogar o lugar donde son acogidos. Este principio refuerza la importancia de honrar a quienes llevan su mensaje.

“Porque iré delante de vuestra faz”
El Señor promete que guiará a sus siervos en su obra. Esto alude a la protección y dirección divina, similar a cómo el Señor guió al pueblo de Israel mediante una columna de nube y fuego en el desierto (véase Éxodo 13:21). También se conecta con la promesa en Doctrina y Convenios 45:62: “Velad, porque no sabéis a qué hora viene vuestro Señor.”
El presidente Henry B. Eyring dijo: “El Señor prepara el camino para que llevemos a cabo su obra. Él va delante de nosotros, abriendo puertas y corazones.” (Conferencia General, abril 2013).
La presencia del Señor como guía asegura que sus siervos no están solos en su misión. Esto fortalece su confianza y fe para cumplir sus deberes con valentía.

“Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra”
La promesa de estar a la derecha e izquierda simboliza la protección total del Señor. Él estará presente en cada aspecto de la obra, rodeando a sus siervos con su poder y gracia. En Salmos 121:5, se declara: “Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha.”
El élder David A. Bednar enseñó: “El poder de Dios está constantemente disponible para aquellos que lo buscan y lo sirven fielmente.” (Conferencia General, abril 2016).
El Señor no solo guía desde adelante, sino que también protege y respalda a sus siervos en todo momento. Esta promesa brinda consuelo y seguridad en medio de desafíos.

“Y mi Espíritu estará en vuestro corazón”
El Espíritu del Señor proporciona inspiración, consuelo y fortaleza. En Doctrina y Convenios 8:2–3, se enseña que el Espíritu Santo comunica la voluntad de Dios al corazón y la mente de sus siervos. Esto les permite actuar con sabiduría y valentía.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “Cuando tenemos el Espíritu del Señor con nosotros, nunca estamos verdaderamente solos. Su influencia guía cada aspecto de nuestras vidas.” (Conferencia General, abril 2018).
El Espíritu no solo guía, sino que también renueva y fortalece espiritualmente a los siervos del Señor. Esto les permite perseverar incluso en las circunstancias más difíciles.

“Y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”
La protección angelical es una promesa frecuente en las Escrituras. En Doctrina y Convenios 109:22, se pide que los siervos del Señor sean “rodeados por ángeles.” Esta protección no solo es física, sino también espiritual, asegurando que los siervos del Señor puedan cumplir con su misión.
El presidente Harold B. Lee enseñó: “Hay fuerzas invisibles que rodean y protegen a aquellos que están comprometidos en la obra del Señor.” (Conferencia General, octubre 1971).
La compañía de ángeles es un testimonio del cuidado constante del Señor hacia sus siervos. Esta promesa brinda ánimo y confianza, especialmente cuando enfrentan oposiciones.

Este versículo es un recordatorio poderoso del cuidado divino hacia quienes se comprometen a servir al Señor. Promete guía, protección y consuelo a través de la presencia del Espíritu y el apoyo de ángeles. Estas bendiciones aseguran que los siervos del Señor nunca están solos y que su obra está respaldada por el poder celestial.
El élder Jeffrey R. Holland resumió esta promesa al decir: “El Señor nunca envía a sus siervos solos. Siempre está con ellos, asegurando que su obra se lleve a cabo según su voluntad.” (Conferencia General, abril 2014). Este versículo inspira confianza en que, al cumplir con fidelidad nuestros deberes, el Señor estará presente para fortalecernos, protegernos y guiarnos.

La frase “iré delante de vuestra faz” tiene una rica implicación simbólica y espiritual: el Señor abre camino, despeja obstáculos, prepara corazones, y suaviza senderos. No siempre elimina las pruebas, pero garantiza que nada sucederá sin Su conocimiento y propósito divino. Como en los días del Éxodo, cuando Jehová iba delante del campamento de Israel en una columna de fuego y nube, Cristo sigue guiando a Su pueblo con luz y poder.

La declaración también comunica una cercanía íntima. El Señor no dirige desde la distancia; camina al lado de Sus siervos, acompaña sus palabras con el Espíritu, y envuelve su labor con ministración celestial. “Mi Espíritu estará en vuestros corazones” es una promesa de revelación continua, consuelo en medio del rechazo y claridad al testificar. Y cuando el peso parezca demasiado, Él promete que “mis ángeles [estarán] alrededor de vosotros para sosteneros”. Esta es una doctrina poderosa: los ángeles ministradores son reales, y están activos en la obra del Señor.

El presidente Henry B. Eyring explicó una manera en la que los miembros de la Iglesia pueden ser receptores del cumplimiento de esa promesa:

“Lo primero que se deben comprometer a hacer es ir y servir, sabiendo que no lo harán sol[os]. Cuando vayan a consolar y a prestar servicio a una persona en nombre del Salvador, Él preparará el camino delante de ustedes. Como les podrán decir [los exmisioneros] aquí presentes, eso no significa que detrás de cada puerta haya una persona lista para recibir[los] o que cada persona a quien traten de servir les dará las gracias. Sin embargo, el Señor irá delante de su faz para preparar el camino… 

“Una de las maneras en que Él va delante de su faz es que prepara el corazón de la persona a quien Él les ha pedido que sirvan; y también preparará el corazón de ustedes.

“También notarán que el Señor pone ayudantes a su lado, a su diestra, a su siniestra y a su alrededor. No van sol[os] a servir a los demás en nombre de Él” (“Pongan su confianza en ese Espíritu que induce a hacer lo bueno”Liahona, mayo de 2016).

Doctrina y Convenios 84:88 es un versículo que todo misionero, maestro del Evangelio, padre, madre o discípulo del Señor puede atesorar. Es una promesa de compañía divina para todo aquel que actúe con fe en la obra del Señor. En un mundo donde testificar de Cristo puede ser desafiante o incluso solitario, este versículo recuerda que ningún siervo de Dios camina solo.

Cuando vamos en Su nombre, no representamos únicamente una organización o una doctrina, sino al mismo Salvador del mundo, y Él va con nosotros. Esta verdad debe infundirnos valor, esperanza y gratitud. Porque si Cristo va delante de nuestra faz, si está a nuestra diestra y a nuestra siniestra, ¿quién podrá detener Su obra o apagar la luz que llevamos?


Versículo 96: “Porque yo, el Omnipotente, he puesto mis manos sobre las naciones para azotarlas por sus iniquidades.”
Una advertencia clara de que los juicios de Dios vendrán sobre aquellos que rechacen sus mandamientos. Este versículo llama a la reflexión sobre la necesidad de arrepentimiento.

“Porque yo, el Omnipotente”
Esta frase enfatiza la autoridad y el poder absoluto de Dios. Como el “Omnipotente,” Él tiene dominio sobre todas las cosas, incluyendo a las naciones de la tierra. En Apocalipsis 1:8, Cristo se identifica como el Alfa y la Omega, “el Todopoderoso,” indicando que su poder y autoridad son eternos e ilimitados.
El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Dios es el gobernador supremo de los cielos y la tierra. Nada escapa a su vista, y todo está sujeto a su voluntad.” (Conferencia General, abril 1976).
La referencia al poder omnipotente de Dios nos recuerda que Él está en control absoluto y que sus juicios son justos. Los eventos que ocurren en las naciones no están fuera de su alcance o propósito.

“He puesto mis manos sobre las naciones”
Cuando el Señor pone sus manos sobre las naciones, demuestra su intervención directa en los asuntos humanos. Esto puede ser para guiar, proteger o, como en este caso, juzgar por la iniquidad. En Doctrina y Convenios 1:13, se menciona que “el brazo del Señor se revelará” para corregir a los inicuos.
El élder D. Todd Christofferson explicó: “Dios dirige la historia de las naciones para cumplir su propósito eterno, incluso cuando esas naciones no reconocen su mano.” (Conferencia General, octubre 2015).
La frase refleja que Dios no es un observador pasivo. Él actúa activamente en la historia de las naciones para corregir y redirigir según su justicia y su plan.

“Para azotarlas por sus iniquidades”
El “azote” mencionado aquí simboliza los juicios de Dios que vienen como consecuencia de la desobediencia y la corrupción moral. En Doctrina y Convenios 1:17, se dice que Dios permite que las tribulaciones caigan sobre las naciones para llamarles al arrepentimiento.
El presidente Gordon B. Hinckley enseñó: “Dios es misericordioso y justo. Cuando las naciones eligen alejarse de sus caminos, enfrentan las consecuencias naturales de su desobediencia.” (Conferencia General, octubre 1998).
El propósito del azote no es solo castigar, sino invitar al arrepentimiento. Estos juicios son una expresión de la justicia de Dios, equilibrada con su deseo de redimir a la humanidad.

El versículo enseña sobre la soberanía de Dios en los asuntos de las naciones y su papel como juez justo. Aunque sus juicios puedan parecer duros, están motivados por su deseo de invitar al arrepentimiento y restaurar la rectitud.
El élder Neal A. Maxwell expresó: “La mano de Dios está presente incluso en los momentos de juicio, recordándonos su propósito eterno de traer a sus hijos de regreso a su presencia.” (Conferencia General, abril 1985).

Este versículo nos invita a reconocer la mano de Dios en los acontecimientos del mundo, a reflexionar sobre nuestra responsabilidad como individuos y como sociedad, y a arrepentirnos para evitar los azotes que son una consecuencia natural de la iniquidad. Nos recuerda que, aunque Dios es omnipotente y justo, su propósito final es redimir y bendecir a sus hijos.


Doctrina y Convenios 84:109–110

La correlación del sacerdocio es el sistema de gobierno de la Iglesia instituido divinamente, en el cual todos los programas y todos los miembros de la Iglesia son reunidos bajo una sola cabeza, y donde todas las tareas se realizan bajo la dirección del santo sacerdocio.

Porque debe haber orden en la casa del Señor (D. y C. 132:8), debemos coordinar nuestros esfuerzos y compartir nuestros talentos, para que la Iglesia, el cuerpo de Cristo, funcione de la manera más eficaz y eficiente posible.

Los santos fieles no se extralimitan ni asumen las funciones de otros; más bien, permanecen en su propia responsabilidad y trabajan en su propio llamamiento, sabiendo que cada parte de la maquinaria eclesiástica es vital para la organización y el funcionamiento adecuados del reino.

Al final, al hacer la obra del Señor a la manera del Señor —bajo el plan revelado de correlación del sacerdocio— los santos son edificados y la obra avanza como el Maestro lo ha dispuesto.

Doctrina y Convenios 84:109–110 describe con claridad el principio de orden y cooperación inspirado por el Señor para el funcionamiento de Su Iglesia. Cada miembro tiene un papel, una asignación, una función sagrada dentro del cuerpo de Cristo, y cada parte es esencial para el todo.

El concepto de correlación del sacerdocio no es una estrategia administrativa, sino una doctrina celestial: la unidad bajo dirección divina.
Es el medio por el cual el Señor organiza Su obra en la tierra, asegurando que haya armonía, propósito y edificación mutua.

El versículo 109 declara: “Para que el cuerpo no sea un solo miembro, sino muchos.”

Y el versículo 110 continúa: “Para que el cuerpo no tenga división, sino que los miembros tengan igual cuidado los unos por los otros.”

Este principio evita la confusión, la competencia innecesaria y el desorden espiritual. Nadie tiene que hacer todo, pero todos deben hacer algo, y hacerlo bajo la autoridad del sacerdocio y en armonía con los demás.

Cuando un maestro magnifica su llamamiento, un obispo guía con justicia, un joven cumple con dignidad, o una hermana ministra con amor, la obra de Dios progresa con poder y belleza.
Cada parte de este cuerpo espiritual —aunque distinta— es vital, y digna de honra y respeto (véase 1 Corintios 12).

¿Reconocemos la importancia de nuestro llamamiento, por más pequeño que parezca?
¿Respetamos y apoyamos los esfuerzos de otros en sus deberes asignados?
¿Nos esforzamos por hacer la obra del Señor a Su manera, y no a la nuestra?

El Reino de Dios no se edifica con caos ni ego, sino con obediencia, orden, y unidad en Cristo.
Cuando cada uno cumple con fidelidad su parte, los santos son edificados, y la obra del Maestro avanza como Él lo ha dispuesto.

Que podamos decir, como Pablo: “Cada uno permanezca en la vocación en que fue llamado” (1 Corintios 7:20),
y que lo hagamos con humildad, diligencia y amor.


Versículo 110: “También el cuerpo tiene necesidad de cada miembro, para que todos se edifiquen juntamente, para que el sistema se conserve perfecto.”
Se compara la iglesia con un cuerpo, donde cada miembro es vital para el funcionamiento general. Resalta la importancia de la cooperación y la unidad en la obra del Señor.

“También el cuerpo tiene necesidad de cada miembro”
El apóstol Pablo utiliza la metáfora del cuerpo en 1 Corintios 12:12–27 para describir la iglesia, enseñando que cada miembro es indispensable y tiene una función única. Este principio subraya la interdependencia entre los miembros del cuerpo de Cristo, cada uno con dones y responsabilidades que contribuyen al bienestar de todos.
El élder Dieter F. Uchtdorf enseñó: “Cada miembro de la iglesia es importante. Todos tienen talentos, dones y capacidades que contribuyen al funcionamiento y crecimiento del cuerpo completo.” (Conferencia General, octubre 2008).
Cada miembro, sin importar su rol o posición, es vital para la obra del Señor. La unidad y el esfuerzo colectivo son esenciales para el éxito y la edificación del cuerpo de Cristo.

“Para que todos se edifiquen juntamente”
Edificar conjuntamente implica un esfuerzo colectivo para fortalecer y elevar espiritualmente a todos los miembros de la iglesia. En Efesios 4:11–13, Pablo describe cómo los dones del ministerio y el sacerdocio son dados para “la edificación del cuerpo de Cristo.”
El presidente Russell M. Nelson explicó: “La iglesia del Señor es una comunidad donde nos edificamos unos a otros, compartimos nuestras cargas y encontramos apoyo mutuo en el camino hacia la vida eterna.” (Conferencia General, abril 2019).
La edificación conjunta refleja el amor y el apoyo mutuo en la iglesia. Es un recordatorio de que nuestro crecimiento espiritual individual también está ligado a nuestra disposición de ayudar a los demás a crecer.

“Para que el sistema se conserve perfecto”
El sistema perfecto no implica que cada individuo sea perfecto, sino que la iglesia, en su diseño divino, es completa y funcional cuando cada miembro cumple su papel. Esto incluye la cooperación de los miembros y el uso de sus dones para cumplir el propósito del Señor.
El élder Jeffrey R. Holland declaró: “La perfección del sistema del evangelio radica en la obra colectiva de sus miembros. Al esforzarnos por hacer nuestra parte, el cuerpo de Cristo se fortalece y avanza.” (Conferencia General, octubre 2007).
El sistema “perfecto” se refiere a la iglesia como la organización diseñada por el Señor para llevar a cabo la obra de salvación. Cuando cada miembro contribuye, el sistema funciona como el Señor lo ha dispuesto.

Este versículo subraya la importancia de la unidad y la interdependencia en la iglesia. Cada miembro tiene un papel único que desempeñar y, al hacerlo, contribuye a la fortaleza del cuerpo colectivo. Este principio resalta la necesidad de cooperación y amor mutuo para lograr los propósitos del Señor.
El presidente Henry B. Eyring resumió este principio al decir: “Cuando trabajamos juntos en unidad, con amor y propósito común, la iglesia del Señor cumple su misión divina, y nosotros crecemos espiritualmente en el proceso.” (Conferencia General, abril 2016).

Este versículo nos invita a reflexionar sobre cómo nuestras contribuciones individuales pueden fortalecer el cuerpo de Cristo y cómo, al trabajar juntos, podemos cumplir el propósito divino de la iglesia para edificar, bendecir y perfeccionar a los santos en preparación para la vida eterna.


Comentario de Doctrina y Convenios 84:106–110
Edificarse y fortalecerse unos a otros en el cuerpo de Cristo

En los versículos finales de la sección 84, el Señor da una instrucción que, aunque sencilla, encierra una visión profunda de unidad, servicio mutuo y cooperación en Su Reino. Leemos:

“Y si alguno entre vosotros es fuerte en el Espíritu, tome con él al que es débil, para que sea edificado en toda mansedumbre, para que también él sea fuerte.” (v. 106)

Aquí el Señor establece un principio fundamental del discipulado cristiano: el Evangelio no es una carrera solitaria, sino un camino compartido donde los fuertes tienen la responsabilidad sagrada de levantar a los débiles. Esta no es solo una sugerencia moral, sino una ley celestial de edificación mutua. El Señor espera que los dones espirituales, la experiencia y la fe de uno sirvan para sostener al otro.

El énfasis en hacerlo “en toda mansedumbre” es clave. El servicio que edifica no es con arrogancia, superioridad ni impaciencia, sino con compasión, humildad y amor. El que hoy es fuerte, alguna vez fue débil, y el que hoy es débil, puede mañana ser una columna en el Reino.

En los versículos siguientes (107–110), el Señor organiza a los presbíteros, maestros, diáconos y élderes, asignándoles responsabilidades específicas para visitar, exhortar y cuidar de la Iglesia. Esta organización no es solo administrativa, sino que refleja la estructura viva del cuerpo de Cristo:

“a fin de que todos se beneficien, para que todos se edifiquen juntos, para que todos tengan igual privilegio.” (v. 110)

Esto es profundamente doctrinal: la Iglesia no funciona mediante competencia o jerarquía mundana, sino por cooperación sagrada. Cada función, cada llamamiento, cada parte del cuerpo tiene su valor eterno. Nadie está de más. Nadie está excluido. Todos somos llamados a edificar y ser edificados. El bienestar espiritual de uno está entrelazado con el de los demás.

El presidente Dieter F. Uchtdorf, de la Primera Presidencia, enseñó: “Tal vez sientan que hay otras personas con mayor capacidad o experiencia que podrían cumplir con los llamamientos y las asignaciones de ustedes mejor de lo que ustedes pueden hacerlo, pero el Señor les dio esas responsabilidades por una razón. Es posible que haya personas y corazones a los cuales solo ustedes puedan llegar y conmover, y que nadie más pueda hacerlo de la misma manera” (véase “Impulsen desde donde estén”, Liahona, noviembre de 2008).

Doctrina y Convenios 84:106–110 nos enseña que el Reino de Dios se construye hombro a hombro, no de forma aislada. En un mundo que promueve la independencia a toda costa, el Señor nos invita a practicar la interdependencia cristiana, donde el fuerte sostiene al débil, y el débil se convierte en fuerte por la gracia y el cuidado de sus hermanos.

La verdadera edificación no ocurre solo desde un púlpito, sino en las conversaciones diarias, las visitas sinceras, los actos de servicio callado, y en la paciencia de ministrar. Cuando los santos se edifican mutuamente con mansedumbre y fe, el Señor edifica Su Iglesia con poder. Y así, paso a paso, hombro a hombro, todos llegamos a ser uno en Cristo, y fuertes en Él.


Doctrina y Convenios 84:116

La vida en un mundo imperfecto es, por naturaleza, impredecible. Todo está cambiando, la vida es desconcertante, y a veces sentimos que nuestras vidas son una confusión y agitación continuas.

La estabilidad solo se encuentra al anclar nuestra fe en el Señor inmutable y confiar en Aquel cuyo amor lo abarca todo.
Cuando otros nos fallan o nos decepcionan, hay Uno en quien podemos tener plena confianza.
Cuando parece que nada ni nadie es confiable, hay Uno en quien podemos tener confianza absoluta.

Debemos «confiar en el nombre del Señor» (Isaías 50:10).
Nuestra esperanza puede ser tan constante como el amanecer, incluso cuando los acontecimientos a nuestro alrededor pasan de ser maravillosos a trágicos.

Tenemos la reconfortante seguridad de que el Señor nos acompañará mientras peregrinamos por la vida, si confiamos en Él, le creemos, le amamos y buscamos hacer Su voluntad.
Su paz está disponible para quienes lo eligen, para quienes confían en Él.

Doctrina y Convenios 84:116 contiene una promesa de profunda ternura y poder: “Y sostendréos y seré con vosotros; y estaré en medio de vosotros; y seréis mío, y yo seré vuestro.”

En un mundo inestable, el Señor es nuestra única constante verdadera. Nada en esta vida terrenal permanece: la salud se debilita, las relaciones cambian, los planes fracasan, las circunstancias se vuelven caóticas. Pero Dios no cambia. Su amor permanece. Su fidelidad es eterna.

En medio de la agitación y la incertidumbre, la fe en Jesucristo es el ancla del alma (véase Hebreos 6:19). Es a través de esa fe que recibimos paz interior incluso cuando todo a nuestro alrededor parece tambalearse. Su promesa es clara: Él estará con nosotros, nos sostendrá, y nos llamará Suyos.

También se nos enseña aquí un principio poderoso: la paz y la esperanza no dependen de nuestras circunstancias, sino de nuestra relación con Cristo. A medida que le confiamos nuestras cargas, decisiones y temores, Él nos concede una fortaleza interior que el mundo no puede ofrecer ni quitar.

¿En qué estás anclando tu alma?
¿Estás confiando en lo efímero o en lo eterno?
¿Estás eligiendo la paz del Salvador por encima de la agitación del mundo?

Cuando todo lo demás falle, Cristo permanece.
Cuando el corazón tiemble, Su amor es firme.
Cuando el camino se oscurezca, Su luz es segura.

Que aprendamos a confiar verdaderamente en el nombre del Señor, y al hacerlo, experimentemos la paz prometida a quienes lo eligen y confían en Él.


Comentario de Doctrina y Convenios 84:117
¿Qué es la “abominación desoladora”?

Esta revelación se dirige inicialmente a los élderes del sacerdocio en 1832, pero contiene una advertencia general y profética para todo aquel que rechace la voz del Señor y de Sus siervos: la “abominación desoladora” será derramada sobre la tierra.

La frase “abominación desoladora” proviene originalmente del lenguaje apocalíptico del profeta Daniel (véase Daniel 11:31; 12:11) y es retomada por Jesucristo en el Nuevo Testamento (véase Mateo 24:15), donde se refiere a la profanación de lo sagrado y la destrucción que le sigue. En el contexto moderno de Doctrina y Convenios, el Señor reaplica esta expresión para referirse a las consecuencias espirituales y temporales del rechazo generalizado de Su Evangelio.

¿Qué significa esta “abominación desoladora” hoy?
Profanación espiritual: Cuando el Señor habla de esta “abominación”, incluye la idea de que las ordenanzas sagradas han sido profanadas, se ha perdido el respeto por lo santo, y el pueblo ha seguido “sus propios consejos”. La desolación es, por tanto, el vacío espiritual que sigue al abandono de la verdad.

Rechazo de los profetas: El versículo identifica claramente que quienes no escuchan la voz del Señor ni la de Sus siervos están en peligro de ser “cortados”. Esto es un lenguaje del convenio: significa perder la protección divina y el acceso a Sus bendiciones. En ese contexto, la abominación desoladora también puede entenderse como el resultado espiritual y social del abandono de los convenios.

Destrucción literal: En la historia antigua y moderna, la “abominación desoladora” también se ha manifestado en destrucción literal: guerras, persecuciones, caos social y decadencia moral. Estas desolaciones son el resultado acumulativo de sociedades que rechazan a Dios. El Salvador profetizó que estas señales acompañarían los últimos días, antes de Su Segunda Venida.

La “abominación desoladora” en Doctrina y Convenios 84:117 no es simplemente una calamidad futura o abstracta, sino una advertencia concreta para todo aquel que rechaza la luz del Evangelio restaurado. Es el fruto amargo de dar la espalda a Dios: una combinación de oscuridad espiritual, confusión moral, pérdida de protección divina y, en algunos casos, sufrimiento físico y social.

Pero implícita en esta advertencia hay una llamada a la esperanza y al arrepentimiento. Aquellos que escuchan la voz del Señor, que aceptan Su Evangelio y guardan Sus convenios, no solo evitarán la desolación, sino que serán instrumentos de luz en un mundo en tinieblas. La forma de resistir esta abominación es permanecer firmes en la fe, seguir a los profetas y vivir según la luz del convenio.

Así, el Señor no nos deja sin advertencia ni sin promesa: Él ha revelado Su voluntad para protegernos y prepararnos, y Su invitación sigue abierta para todos los que estén dispuestos a venir a Él.

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