En Defensa de la Fe y de los Santos, volumen 2
por B. H. Roberts
En este segundo volumen, B. H. Roberts presenta al mormonismo no solo como una religión, sino como un sistema completo de pensamiento. Parte de la crítica de que su fe sería indigna de respeto, y responde mostrando su profundidad filosófica, histórica y espiritual.
Describe un universo infinito y habitado, regido por leyes eternas, donde tanto la materia como la inteligencia son realidades sin principio ni fin. El mal, sostiene, no proviene de Dios, sino de la libre agencia de las inteligencias eternas. Frente a ello, Cristo ofrece su sacrificio vicario, asumiendo el dolor de la humanidad para abrir el camino de redención.
Roberts también reflexiona sobre la paz y la justicia, recordando que no puede haber paz verdadera sin rectitud. Y culmina con una defensa apasionada de la Constitución de los Estados Unidos, considerada inspirada por Dios como marco para la Restauración.
En conjunto, el volumen presenta una fe que dialoga con la ciencia, la filosofía y la política, y que proclama una visión grandiosa del universo, de la libertad humana y del plan divino para la historia.
Contenido
Prólogo General
Ninguna palabra de prefacio es necesaria para este Volumen, excepto decir que al presentarlo a sus lectores, el autor siente que está cumpliendo una promesa hecha a ellos cuando se publicó el Volumen I de la serie.
Una palabra de explicación se encontrará como introducción a cada subdivisión del libro, lo cual hace innecesario hacer referencia a tales subdivisiones en este Prólogo General.
EL AUTOR.
Salt Lake City, enero de 1912.
Cuando en 1912 apareció el segundo volumen de Defense of the Faith and the Saints, B. H. Roberts ya era reconocido como uno de los defensores más apasionados e intelectuales del mormonismo. Mientras el primer tomo había estado dedicado principalmente a responder ataques específicos contra José Smith y el Libro de Mormón, este segundo se abrió a un horizonte mucho más amplio: mostrar que el evangelio restaurado no era solo una fe para ser vivida, sino también un sistema completo de pensamiento, capaz de dialogar con la ciencia, la filosofía y la política de su tiempo.
Roberts empieza situando al lector en el corazón del mormonismo como cuerpo doctrinal. Narra cómo fue desestimado por algunos críticos como algo indigno de la atención de un “hombre instruido”. Pero en vez de indignarse, él aprovecha la acusación como punto de partida: revisa de nuevo los fundamentos de la fe y encuentra en ellos no debilidad, sino fuerza, grandeza y belleza. Esa es la tónica de todo el volumen: transformar la burla en ocasión de testimonio.
En sus páginas desfilan temas que recorren desde lo más grande y cósmico hasta lo más íntimo y moral. Comienza con el universo: inmenso, eterno, lleno de mundos y reinos. Allí sostiene, con voz firme, que el profeta José Smith anticipó a los científicos modernos al enseñar que “no hay espacio donde no haya un reino, ni reino sin espacio”. Frente a la idea de un cosmos vacío, Roberts describe un océano de mundos habitados, donde Dios se manifiesta y donde la vida es la norma, no la excepción. Es el mormonismo como filosofía de la eternidad.
Luego desciende a un problema que ha inquietado a filósofos y teólogos durante siglos: el origen del mal. Aquí Roberts marca distancia con la tradición cristiana que atribuye todo, incluso la existencia del mal, a la voluntad de un Creador absoluto. Él afirma que el mal no proviene de Dios, sino de la libre agencia de las inteligencias eternas. Así, ni Lucifer en su rebelión, ni Adán en su transgresión, ni nosotros en nuestras caídas, pueden culpar a Dios. La libertad es el precio de la divinidad en potencia que cada uno lleva dentro.
Pero esa libertad trae consigo dolor, y Roberts lo reconoce. De allí da un paso natural hacia el corazón de su teología: la misión de Jesucristo. Con lenguaje solemne explica que el sufrimiento del inocente por los culpables no solo es posible, sino que está profundamente grabado en la experiencia humana. Lo vemos en las familias, lo sentimos en la sociedad. Sobre esa posibilidad se levanta el evangelio: Cristo tomó sobre sí los pecados del mundo. En Getsemaní y en la cruz cargó con nuestras angustias, no para condenarnos, sino para abrirnos la puerta del arrepentimiento y la unión con Dios. Para Roberts, la expiación no es solo un dogma, sino la máxima expresión de la solidaridad que une a todas las inteligencias del universo.
El libro no se limita a lo teológico. Roberts, testigo de su tiempo, reflexiona sobre la paz mundial, las guerras inevitables y el papel de la justicia como fundamento de la paz verdadera. Rechaza el pacifismo ingenuo y afirma que la paz sin justicia es indigna, que a veces hay cosas peores que la guerra, como la esclavitud o la pérdida de derechos fundamentales. Para él, llegará el día en que “las espadas se conviertan en arados”, pero solo cuando la justicia reine entre las naciones.
El volumen culmina con una mirada a la historia y al destino de los Estados Unidos. Roberts ve en la Constitución no solo un logro humano, sino un documento inspirado, obra de hombres a quienes Dios levantó para preparar un suelo fértil para la Restauración. Habla de Washington, de los padres fundadores, y los compara con profetas antiguos, convencido de que la república americana es parte del plan divino para la libertad y la difusión del evangelio. La historia, con todas sus contradicciones y sacrificios, es para él la mano de Dios escribiendo en las naciones.
Así, de capítulo en capítulo, Defense of the Faith and the Saints, vol. 2 se convierte en algo más que un libro apologético. Es un manifiesto narrativo de lo que significa el mormonismo: un universo eterno, inteligencias libres, un Cristo redentor, un plan divino que guía a las naciones, y una visión de futuro donde el progreso humano y la revelación celestial se dan la mano. Roberts no escribe solo para defender; escribe para inspirar, para mostrar que ser Santo de los Últimos Días es participar en una historia cósmica, moral y espiritual de proporciones infinitas.
En resumen: este volumen es la proclamación de Roberts de que el mormonismo no es una fe provinciana ni débil, sino una teología de eternidades que da sentido tanto a los cielos infinitos como a las luchas morales del corazón humano.
Parte I. Origen del Libro de Mormón.
Debate Schroeder-Roberts.
Publicado con el consentimiento y por cortesía de la SOCIEDAD NACIONAL AMERICANA, David I. Nelke, Presidente.
Prólogo.
El siguiente debate sobre el “Origen del Libro de Mormón” surgió de la siguiente manera: el autor vio en el Salt Lake Tribune dos entregas del artículo del Sr. Schroeder y, al observar la tendencia general del argumento, sintió que debía aparecer una pronta réplica en la misma publicación, para que pudiera ser leída por las mismas personas que leerían el artículo del Sr. Schroeder. En consecuencia, se envió una carta al Tribune para averiguar si ese periódico publicaría una respuesta al Sr. Schroeder. El editor respondió que el Tribune estaba reproduciendo el artículo de la American Historical Magazine, publicada en Nueva York, y que quizás sus editores estarían complacidos de recibir una respuesta al Sr. Schroeder. Si los editores de la Historical Magazine aceptaban tal artículo, el Tribune estaría dispuesto a reproducirlo, si el Deseret News, el órgano de la Iglesia Mormona, aceptaba publicar el artículo del Sr. Schroeder.
Esto sugería un arreglo demasiado complicado para satisfacer al autor, por lo que dejó el asunto con el Tribune y lo trató directamente con los editores de la American Historical Magazine, quienes dieron cabida a su respuesta al Sr. Schroeder en los números corrientes de esa publicación, 1908-1909. Y el autor no ha tenido noticia alguna del Tribune ni del Sr. Schroeder desde entonces.
Al concluir el artículo sobre el “Origen del Libro de Mormón”, la Historical Magazine Company, con el Sr. David I. Nelke como presidente, anunció su disposición de publicar en Americana—que entretanto había sucedido a la American Historical Magazine—una historia detallada de la “Iglesia Mormona”, si el autor la preparaba.
La Historia se ha estado publicando en Americana por más de dos años y medio, y continuará hasta que la Historia de la Iglesia se complete hasta la fecha actual.
Y ahora, una palabra sobre el origen del Libro de Mormón antes de presentar la discusión. Será una ventaja para el lector tener ante sí el relato de José Smith sobre el origen del Libro de Mormón. Para nuestro propósito presente, el relato que el Profeta da en su declaración al Sr. John Wentworth, de Chicago, acerca del origen del Libro de Mormón es, por su brevedad y amplitud, el más adecuado. Después de detallar los sucesos de su primera visión, recibida en la primavera de 1820, y los tres años intermedios, el Profeta llega a la parte de su narración referente al Libro de Mormón:
La Aparición de Moroni.
“En la noche del 21 de septiembre del año del Señor 1823, mientras oraba a Dios y procuraba ejercer fe en las preciosas promesas de las Escrituras, de repente una luz semejante a la del día, aunque de un aspecto y resplandor mucho más puro y glorioso, irrumpió en la habitación,—de hecho, la primera impresión fue como si la casa estuviera llena de fuego consumidor; la aparición produjo una conmoción que afectó a todo el cuerpo; en un momento un personaje se encontraba delante de mí rodeado de una gloria aún mayor que la que ya me rodeaba. Este mensajero se proclamó ser un ángel de Dios, enviado para traer las gozosas nuevas de que el convenio que Dios hizo con el antiguo Israel estaba por cumplirse; que la obra preparatoria para la segunda venida del Mesías iba a comenzar en breve; que el tiempo estaba cercano para que el evangelio en toda su plenitud fuera predicado con poder a todas las naciones, a fin de que un pueblo fuera preparado para el reinado milenario. Se me informó que yo había sido escogido para ser un instrumento en las manos de Dios para llevar a cabo algunos de Sus propósitos en esta gloriosa dispensación.”
El Libro de Mormón.
“También se me informó acerca de los habitantes aborígenes de este país y se me mostró quiénes eran y de dónde habían venido; se me dio un breve bosquejo de su origen, progreso, civilización, leyes, gobiernos; de su rectitud e iniquidad, y de cómo finalmente les fueron retiradas las bendiciones de Dios como pueblo; también se me dijo dónde estaban depositadas unas planchas en las cuales se hallaba grabado un compendio de los registros de los antiguos profetas que habían existido en este continente. El ángel se me apareció tres veces la misma noche y me expuso las mismas cosas. Después de haber recibido muchas visitas de los ángeles de Dios, revelándome la majestad y la gloria de los acontecimientos que habrían de suceder en los postreros días, en la mañana del 22 de septiembre del año del Señor 1827, el ángel del Señor entregó los registros en mis manos.”
Descripción del Registro Nefita.
“Estos registros estaban grabados en planchas que tenían la apariencia de oro; cada plancha medía seis pulgadas de ancho por ocho de largo, y no eran tan gruesas como la hojalata común. Estaban llenas de grabados en caracteres egipcios, y unidas en un volumen como las hojas de un libro, con tres anillos que atravesaban todo el conjunto. El volumen tenía un grosor de casi seis pulgadas, una parte del cual estaba sellada. Los caracteres en la parte no sellada eran pequeños y bellamente grabados. Todo el libro mostraba muchas señales de antigüedad en su confección y gran habilidad en el arte de grabar. Con los registros se halló un curioso instrumento que los antiguos llamaban ‘Urim y Tumim,’ el cual consistía en dos piedras transparentes colocadas en el aro de un arco fijado a un pectoral. Por medio del Urim y Tumim traduje el registro por el don y poder de Dios.
“En este libro importante e interesante se desarrolla la historia de la antigua América, desde su primer asentamiento por una colonia que vino de la Torre de Babel, en la confusión de las lenguas, hasta principios del siglo quinto de la era cristiana. Estos registros nos informan que América en tiempos antiguos había estado habitada por dos razas distintas de pueblos. La primera se llamó jareditas y vino directamente desde la Torre de Babel. La segunda raza vino directamente de la ciudad de Jerusalén, unos seiscientos años antes de Cristo. Eran principalmente israelitas, descendientes de José. Los jareditas fueron destruidos hacia el tiempo en que los israelitas vinieron de Jerusalén, quienes los sucedieron en la herencia de la tierra. La nación principal de la segunda raza cayó en batalla hacia fines del siglo cuarto d. C. El remanente son los indios que ahora habitan este país. Este libro también nos dice que nuestro Salvador se apareció en este continente después de Su resurrección; que estableció aquí el evangelio en toda su plenitud, riqueza, poder y bendición; que tuvieron apóstoles, profetas, pastores, maestros y evangelistas; el mismo orden, el mismo sacerdocio, las mismas ordenanzas, dones, poderes y bendiciones que se disfrutaban en el continente oriental; que el pueblo fue destruido a causa de sus transgresiones; que el último de sus profetas que existió entre ellos fue mandado a escribir un compendio de sus profecías, historia, etc., y a esconderlo en la tierra, y que habría de salir a luz y unirse con la Biblia para el cumplimiento de los propósitos de Dios en los postreros días.”
El libro salió de la imprenta en algún momento del mes de marzo de 1830.
Desde la primera aparición del relato de José Smith sobre el origen del Libro de Mormón, se sintió la necesidad de una teoría alternativa de origen. El primero en responder a esta necesidad “sentida” fue Alejandro Campbell, fundador de la Iglesia de los “Discípulos” o “Cristiana”. Él atribuyó el origen del libro directamente a José Smith, a quien acusó de fraude consciente al “imponerlo al público como una revelación.” Esto en 1831. Luego vino la teoría Spaulding del origen, por Hurlburt, Howe y otros, en 1834; a raíz de lo cual el Sr. Campbell repudió su primera teoría de la autoría de José Smith. En 1899, Lily Dougall, en The Mormon Prophet, avanzó su teoría de la “autoilusión” del Profeta, “por los caprichos automáticos de un cerebro vigoroso pero indisciplinado.” Esto fue complementado en 1902 por la teoría del Sr. I. Woodbridge Riley de la “pura alucinación, equivocadamente tomada por visión inspirada; con poderes hipnóticos en parte conscientes y en parte inconscientes sobre otros.” Sin embargo, el Sr. Schroeder no acepta ninguna de estas teorías posteriores; y aunque el hallazgo del Rev. Sr. Spaulding de su Manuscript Found, por el Profesor Fairchild del Oberlin College, en 1884 —cuyos detalles se dan en el debate— dio un serio revés a esa teoría, el Sr. Schroeder considera la teoría Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón como la única teoría alternativa sostenible, y suponiendo la existencia de otro manuscrito de Spaulding no hallado, y que probablemente nunca se hallará, procede con su argumento; al cual yo doy respuesta, con el éxito que el lector deberá juzgar.
B. H. ROBERTS.
Salt Lake City, octubre de 1911.
El Origen del Libro de Mormón.
Por Theodore Schroeder
I.
Toda discusión completa y crítica sobre el origen divino del Libro de Mormón se divide naturalmente en tres partes: —primero, un examen acerca de la suficiencia de las evidencias presentadas en apoyo de su origen milagroso y divino; segundo, un examen de las evidencias internas de su origen, tales como su redacción, su historia alegada, cronología, arqueología, etc.; tercero, una explicación de su existencia por medios puramente humanos y sobre una base racional, recordando que José Smith, el fundador nominal y primer profeta del mormonismo, probablemente era demasiado ignorante para haber producido todo el volumen sin ayuda. Bajo este último punto, dos teorías han sido defendidas por los no mormones. Según una de ellas, se ha imputado a Smith un fraude consciente, y según la otra, se han explorado misterios psíquicos en un esfuerzo por sustituir el fraude consciente por un autoengaño inconsciente.
En 1834, cuatro años después de su primera aparición, se intentó demostrar que el Libro de Mormón era un plagio de una novela inédita de Solomon Spaulding. Durante mucho tiempo esta pareció ser la teoría aceptada por todos los no mormones. En los últimos quince años, aparentemente siguiendo la línea del presidente Fairchild del Oberlin College, éste declaró en el New York Observer del 5 de febrero de 1885, inmediatamente después de su descubrimiento del manuscrito de Oberlin, lo siguiente:
“La teoría del origen del Libro de Mormón en el manuscrito tradicional de Solomon Spaulding probablemente tendrá que ser abandonada. […] El Sr. Rice, yo mismo y otros lo comparamos con el Libro de Mormón, y no pudimos detectar semejanza alguna entre los dos, ni en lo general ni en lo particular. […] Debe encontrarse alguna otra explicación del origen del Libro de Mormón, si es que se requiere una explicación.”
(Reproducido en Whitney’s History of Utah, 56; Talmage, Articles of Faith, 278).
Diez años más tarde, el Sr. Fairchild no fue tan categórico al suponer que el manuscrito de Oberlin era el único manuscrito de Spaulding, y certificó únicamente que el manuscrito de Oberlin “no es el original del Libro de Mormón.”
(Carta fechada el 17 de octubre de 1895, publicada en vol. lx., Millennial Star, p. 697, 3 de noviembre de 1898; Talmage, Articles of Faith, 279).
La última declaración de Fairchild.— En 1900, el presidente Fairchild escribió al reverendo J. D. Nutting lo siguiente:
“Con respecto al manuscrito del Sr. Spaulding que ahora se encuentra en la biblioteca del Oberlin College, nunca he afirmado, ni conozco a nadie que pueda afirmar, que sea el único manuscrito que Spaulding escribió, ni que sea ciertamente el que se ha supuesto que fue el original del Libro de Mormón. El descubrimiento de este manuscrito no prueba que no pudiera haber existido otro, que se convirtiera en la base del Libro de Mormón. El uso que se ha hecho de declaraciones procedentes de mí, como si implicaran lo contrario de lo anterior, es totalmente injustificado.”
Todos, salvo dos de los numerosos escritores sobre el tema, han afirmado que la teoría del origen del Libro de Mormón en el manuscrito de Spaulding debe ser abandonada, y los mormones aseguran que sólo los necios y los bribones siguen profesando fe en ella. Con estas últimas conclusiones me veo obligado a disentir.
Al exponer mis convicciones y las razones de ellas, no he emprendido nada enteramente nuevo, sino que simplemente me he asignado la tarea de establecer como un hecho histórico lo que ahora es una teoría abandonada y casi olvidada. Esto se hará presentando en su apoyo una serie más completa de las antiguas evidencias que hasta ahora se han utilizado, junto con la adición de nuevas pruebas circunstanciales no antes empleadas en esta conexión.
Se mostrará que Solomon Spaulding estaba muy interesado en las antigüedades americanas; que escribió una novela titulada Manuscript Found (Manuscrito Encontrado), en la cual intentó explicar la existencia del indio americano atribuyéndole un origen israelita; que el primer bosquejo incompleto de esta historia, con muchas características peculiares tanto de sí misma como del Libro de Mormón, se encuentra ahora en la biblioteca del Oberlin College, y que, mientras la historia reescrita se hallaba en manos de un editor potencial, fue robada de la oficina bajo circunstancias que hicieron sospechar a Sidney Rigdon, de la primera fama mormona, como el ladrón; que más tarde Rigdon, en dos ocasiones, exhibió un manuscrito similar que, en una de ellas, declaró había sido escrito por Spaulding y dejado con un impresor para su publicación.
Se mostrará además que Rigdon tuvo oportunidad de robar el manuscrito y que sabía de antemano tanto de la próxima aparición como del contenido del Libro de Mormón; que a través de Parley P. Pratt, quien después fue uno de los primeros apóstoles mormones, se traza una clara y cierta conexión entre Sidney Rigdon y José Smith, y que fueron amigos entre 1827 y 1830. A todo esto se añadirá evidencia muy concluyente de la identidad de las características notables del Manuscript Found de Spaulding y el Libro de Mormón. Estos hechos, unidos a la admitida incapacidad intelectual de Smith para producir el libro sin ayuda, cerrarán el argumento en esta rama de la cuestión, y se espera que convenzan a todos los que no están enredados en el mormonismo de que el Libro de Mormón es un plagio.
A aquellos mormones cuyas mentes no estén contaminadas por el misticismo, que tengan la inteligencia para sopesar la evidencia y el valor para proclamar convicciones opuestas a las teorías aceptadas de la iglesia—a esos mormones, aunque no convencidos de que la evidencia aquí revisada constituya una demostración, este ensayo debe sin embargo ofrecerles una teoría más creíble y más probable del origen del Libro de Mormón que aquella que implica creer en milagros indemostrables y en asuntos completamente ajenos a toda otra experiencia de seres humanos en su sano juicio. Ciertamente la teoría aquí presentada requiere, para ser aceptada, la admisión de menos suposiciones improbables que cualquier otra explicación ofrecida. Con esta declaración de lo que se espera lograr, podemos proceder a examinar la evidencia en detalle.
Solomon Spaulding y Su Primer Manuscrito.
Solomon Spaulding nació en 1761 en Ashford, Connecticut; se graduó en Dartmouth en 1785, obtuvo su título en teología en 1787 y se convirtió en un predicador oscuro. El hecho de que Spaulding se hubiera vuelto incrédulo, que al reescribir el primer bosquejo de su historia adoptara, como él decía, “el estilo de las antiguas Escrituras” para darle una apariencia más antigua, y el hecho adicional de que dijera al menos a cuatro personas en diferentes ocasiones que su historia algún día sería aceptada como historia verdadera—todo esto, combinado con el producto peculiar, tiende a mostrar que uno de los motivos de la escritura de esta supuesta novela pudo haber sido el deseo del autor de burlarse de la Biblia y proporcionar una demostración práctica de la credulidad de las masas.
Mientras estuvo en el Dartmouth College, Spaulding tuvo como compañero de clase al posteriormente famoso impostor y criminal Stephen Burroughs—lo cual ofrece un interesante material de reflexión acerca de cuánto pudo haber influido en Spaulding la posterior mala fama de Burroughs, unida a la relación personal, como una sugerencia fructífera que lo indujera a este trabajo como medio de obtener fortuna mediante el fraude. Si Spaulding no vio la posibilidad de una religión nueva y lucrativa en su Manuscript Found, entonces fue más corto de vista que un sobrino suyo llamado King. Este sobrino le dijo a un tal Hale, maestro de escuela, que creía que podría fundar una nueva religión a partir de esta novela y obtener dinero de ella, esbozando al mismo tiempo un plan muy similar al que mucho tiempo después adoptaron Smith, Rigdon y compañía.
Si se puede dar crédito al informe de una entrevista entre un “anciano” mormón y un sobrino de Solomon Spaulding, parecería que, en opinión del hermano de éste, Solomon Spaulding no era un hombre que, por escrúpulos de conciencia, se abstendría de practicar tal fraude si lo consideraba provechoso (Saints’ Herald, 820). Sea como fuere, Spaulding sí esperaba obtener, mediante la venta de su producción literaria, suficiente dinero para poder pagar sus deudas.
En 1809, Solomon Spaulding y Henry Lake construyeron y dirigieron una fundición en Salem (ahora Conneaut), Ohio, donde, en 1812, el primero sufrió su segundo fracaso comercial.
Spaulding, siendo un inválido, dotado de una buena educación y hábitos de estudio, naturalmente se dedicó al trabajo literario, el cual probablemente comenzó poco después de 1809 y continuó hasta su muerte en octubre de 1816. Durante esos siete años parece haber escrito varios otros manuscritos además de los dos con los que estamos directamente relacionados.
Forzosamente, el entorno de Spaulding dio cierta dirección al curso de sus esfuerzos literarios. Rodeado como estaba de un país donde antaño habían habitado los constructores de montículos (mound-builders), y habiendo él mismo hecho abrir uno de esos montículos, con el descubrimiento resultante de huesos y reliquias de una supuesta civilización prehistórica, como miles antes que él, se vio impulsado a especular sobre el carácter de esa civilización y el origen de esos pueblos antiguos. Josiah Priest, en su Wonders of Nature and Providence (1824), cita a más de cuarenta autores, la mitad de ellos estadounidenses, y todos ellos, antes de 1824, defendían un origen israelita del indio americano. Algunos de estos autores se remontan hasta Clavigero, un sacerdote católico del siglo XVII.
En el primer escrito de su manuscrito, Spaulding fingía encontrar un rollo de pergamino en una caja de piedra dentro de una cueva. En lengua latina, contenía la relación de un grupo de marinos romanos que, en tiempos de Constantino, fueron arrastrados por tormentas hasta las costas del continente americano. Uno de ellos dejó este registro de sus viajes, de guerras y costumbres indígenas, registro que Spaulding pretendía haber encontrado y traducido. ¡Cuánto se parece eso a un resumen del Libro de Mormón!
En 1834, cuando E. D. Howe preparaba su libro Mormonism Unveiled, en el cual la historia de Spaulding fue explotada por primera vez, este primer manuscrito fue entregado por la familia Spaulding a D. P. Hurlburt, el agente de Howe. La familia Spaulding, sin haber hecho ningún examen de los papeles entregados a Hurlburt, siempre pareció creer—aunque sin evidencia alguna—que él había recibido y vendido a los mormones la historia reescrita titulada Manuscript Found, de la cual se hablará más adelante. De Howe, esta primera historia manuscrita pasó a manos de un tal L. L. Rice, quien compró el negocio de Howe y, más tarde, junto con otros efectos de Rice, fue enviada a Honolulu, donde en 1884 fue accidentalmente descubierta por el presidente James H. Fairchild, del Oberlin College (Deseret News, 1886; Whitney, History of Utah, p. 49; Talmage, Articles of Faith, 278-9). Este manuscrito se encuentra ahora en la biblioteca de Oberlin, y ha sido publicado por dos de las sectas mormonas como si fuera una refutación de la teoría del origen spauldingiano del Libro de Mormón. Tal refutación sólo puede serlo para quienes lo confunden con otra historia.
Howe, en 1834, publicó un resumen bastante fiel del manuscrito que hoy se encuentra en Oberlin y presentó el original a los testigos que declararon acerca de los muchos puntos de identidad entre el Manuscript Found de Spaulding y el Libro de Mormón. Estos testigos entonces (en 1834) reconocieron el manuscrito obtenido por Hurlburt—y que ahora se halla en Oberlin—como siendo uno de los de Spaulding, pero no el que ellos afirmaban era similar al Libro de Mormón. Además dijeron que Spaulding les había contado que había modificado su plan original de escritura, retrocediendo más en las fechas y adoptando el estilo de las antiguas Escrituras, para que su historia pareciera más antigua.
Según muchos testigos, el reescrito Manuscript Found (como el Libro de Mormón) fue un intento de imitar el estilo literario de la Biblia. Tal fue también el manuscrito presentado a Patterson, según su propia declaración. Ninguna de estas señales se encuentra en el manuscrito de Oberlin, lo cual prueba aún más que no es el manuscrito del cual testificaron los testigos y que Patterson dice se le presentó. El manuscrito de Oberlin también ofrece pruebas internas de la improbabilidad de que jamás haya sido sometido a un editor por un hombre tan sensato y bien instruido como lo era Spaulding. El argumento de la historia está incompleto, y el manuscrito está lleno de interlineaciones, alteraciones, ortografía descuidada o fonética y mayúsculas mal empleadas. Todo esto se explica fácilmente, en coherencia con la erudición de Spaulding, si consideramos el manuscrito como un bosquejo rápido y descuidado de su trabajo literario, pero no está en una condición tal que lo hubiera hecho presentable para un editor.
Si tenemos presente que desde el principio se afirmó que este manuscrito que hoy está en Oberlin no era aquel del cual se alegaba que el Libro de Mormón había sido plagiado, entonces la conclusión del presidente Fairchild de que dicho manuscrito refuta tal plagio se convierte, por supuesto, en un absurdo, y sólo demuestra su ignorancia del testimonio temprano en el cual se basaba la supuesta conexión entre el Libro de Mormón y otro manuscrito. Esto también invalida el argumento mormón más frecuentemente esgrimido contra la teoría aquí defendida.
Ya sea por ignorancia semejante de la evidencia de 1834 —de que éste no era el manuscrito al cual entonces se referían los testigos— o por disposición a aprovecharse de la ignorancia ajena, las dos sectas principales de mormones han publicado este primer manuscrito como una refutación de una teoría que nadie jamás sostuvo, a saber: que el manuscrito hoy en Oberlin fuera aquel del cual Smith y otros plagiaron el Libro de Mormón. A mi juicio, la publicación de este primer manuscrito incompleto constituye una prueba adicional de que la historia reescrita sí constituyó la base del Libro de Mormón. Cuando recordamos lo que se dijo en 1834 respecto al carácter de los cambios introducidos en la reescritura, y que la historia reescrita fue reelaborada por Smith, Rigdon y compañía, nos sorprende la cantidad de semejanzas que se conservaron; como, por ejemplo: el hallazgo de la historia en una caja de piedra, su traducción al inglés, el intento de explicar el origen de una parte de la población de este continente, las guerras de exterminio entre dos facciones, las matanzas imposibles de la guerra primitiva, y los ejércitos físicamente imposibles reunidos sin contar con facilidades modernas ni de transporte ni de provisión de suministros. El hecho de que, después de dos reescrituras, la segunda hecha por nuevos autores, subsistieran estas características tan inusuales, hace que el descubrimiento y publicación de este primer manuscrito sea sólo una evidencia adicional de que el segundo constituyó realmente la base del Libro de Mormón.
Al recordar siempre estos manuscritos distintos y sus diferentes historias, se puede explicar gran parte de la aparente contradicción en la evidencia, dar cuenta de conclusiones erróneas y evitar la confusión. Los mormones, en su publicación de este primer manuscrito, lo han titulado The Manuscript Found, aunque tal título no se encuentra en ninguna parte ni en la portada ni en el cuerpo del manuscrito conservado en la biblioteca de Oberlin (Saints’ Herald, 130; Prophet of Palmyra, 459). El propósito evidente de esto es confundir aún más esa primera historia con el segundo o reescrito manuscrito, el cual se demostrará que fue realmente usado en la construcción del Libro de Mormón, y que los testigos que serán aquí presentados describieron con ese título.
Habiendo rastreado hasta su destino final en el Oberlin College la primera historia manuscrita, que no tuvo conexión directa con el Libro de Mormón ni se alegó jamás que la tuviera, pasemos ahora, si podemos, a rastrear dentro del Libro de Mormón la historia reescrita de Spaulding, titulada The Manuscript Found.
El Manuscrito Reescrito de Spaulding.
Spaulding comenzó a escribir alrededor de 1809, cambiando sus planes mientras aún se encontraba en Conneaut, es decir, antes de 1812, fecha en la cual la historia reescrita del Manuscript Found aún estaba incompleta. En 1812, Spaulding pidió prestado algo de dinero con el cual viajó a Pittsburgh, con la esperanza de lograr allí la publicación de su novela y así hacer posible el pago de sus deudas. En Pittsburgh, Spaulding presentó su manuscrito a un tal Robert Patterson, entonces dedicado al negocio editorial. La fecha exacta no se conoce, pero es casi seguro que Spaulding lo haría inmediatamente después de su llegada a Pittsburgh en 1812, puesto que ése era uno de sus propósitos definidos al ir allí.
La viuda de Spaulding declaró: “Finalmente el manuscrito fue devuelto al autor, y poco después nos trasladamos a Amity, condado de Washington, Pensilvania.” El retorno del manuscrito antes de 1814, fecha de la mudanza a Amity, queda adicionalmente confirmado por el testimonio de Redick McKee (Reporter, 21 de abril de 1869; Who Wrote the Book of Mormon?, 6) y de Joseph Miller (Gregg, Prophet of Palmyra, 441-2). Esta evidencia adicional, especialmente la de este último, deja claro que Spaulding poseía su manuscrito reescrito en Amity, lo cual demuestra que le fue devuelto antes de su traslado desde Pittsburgh.
Las pruebas de identidad entre el manuscrito del cual se daba testimonio como existente en Amity y la historia reescrita de Spaulding no dejan lugar a duda. La revisión de esta evidencia de identidad será pospuesta hasta que entremos a examinar las otras pruebas de identidad entre el Manuscript Found y el Libro de Mormón.
Se dice que Patterson devolvió el manuscrito a Spaulding con el consejo de: “pulirlo, terminarlo, y ganarás dinero con él” (Magazine American History, junio de 1882; Scribner’s Monthly, agosto de 1880; Prophet of Palmyra, 423). En defensa de Patterson, se ha afirmado que ordenó su devolución a menos que el autor pudiera proporcionar una garantía suficiente para cubrir los gastos de la publicación, lo cual podemos creer fácilmente que fue imposible para el empobrecido Spaulding.
Después de residir dos años en Pittsburgh, los Spaulding se mudaron a Amity, en el condado de Washington, Pensilvania, donde Solomon Spaulding y su devuelto Manuscript Found volvieron a ser el centro de atracción de los oyentes comunes del vecindario, que solían reunirse en la taberna de Spaulding. Allí la historia fue pulida y concluida (Reporter, 12 de abril de 1869; Who Wrote the Book of Mormon?, 6). Y desde Amity, Spaulding volvió a viajar a Pittsburgh con la esperanza, en un segundo intento, de lograr la publicación de su historia, The Manuscript Found. La viuda e hija de Spaulding afirman que en una ocasión Patterson aconsejó a Spaulding “preparar una portada y un prefacio” (Millennial Harbinger, mayo de 1839; Boston Recorder, mayo de 1839; Mormons’ Own Book, 29). Tal observación parece ser la más probable después de que la historia había sido terminada, y por lo tanto me siento justificado en creer que se hizo tras la segunda entrega del manuscrito. La Sra. Spaulding-Davidson dice que esta petición nunca fue cumplida, por razones que ella desconoce. A la luz de la evidencia que se revisará más adelante, estamos justificados en inferir que una de las causas fue el robo del manuscrito de la oficina del editor, seguido quizá, en cuestión de semanas o meses, por la muerte de Spaulding, ocurrida en octubre de 1816.
Teorías Erróneas Examinadas.
Se ha sostenido entre algunos que el propio José Smith obtuvo el manuscrito de Spaulding en la casa de William H. Sabine, en Onondaga Valley, Nueva York, para quien Smith trabajaba como carretero en 1823 (Hand Book on Mormonism, 3; Braden-Kelly Debate, 47 y 118). Según otra teoría, Sidney Rigdon, mientras el Manuscript Found estaba en la imprenta, lo copió, devolviéndose el original a Spaulding. Una tercera teoría supone que Smith lo copió mientras trabajaba para Sabine hacia 1823, dejando el original allí. Una cuarta teoría afirma que Spaulding copió su historia para el editor mientras conservaba un duplicado en casa, para que después fuera custodiado por la familia.
Bajo todas estas teorías, el original de la historia reescrita de Spaulding fue entregado en 1833 a D. P. Hurlburt para ser utilizado por E. D. Howe en su próximo libro Mormonism Unveiled; pero, según la familia Spaulding, Hurlburt lo vendió a los mormones, y, según los mormones, Hurlburt lo destruyó por ser totalmente distinto al Libro de Mormón. Estas teorías no pueden reclamar para sí más peso que el que sus diversos defensores no mormones les han dado, al ver en ellas una posible explicación del vínculo entre Spaulding y Smith; pero en todos los aspectos esenciales, excepto uno, carecen de evidencia que justifique la conclusión deducida, y ninguna de ellas es necesaria como explicación de los hechos establecidos.
El único elemento que cuenta con evidencia directa en su apoyo es la afirmación de que la historia reescrita de Spaulding, The Manuscript Found, estaba en posesión de su viuda después de la muerte de él. Esa afirmación descansa en la siguiente declaración de la hija de Spaulding, la Sra. McKinstry, y en la creencia de la familia en ella, sin evidencia adicional en qué basarla. Ella dice:
“En 1816 mi padre murió en Amity, Pensilvania, y directamente después de su muerte mi madre y yo fuimos a visitar al hermano de mi madre, William H. Sabine, en Onondaga Valley, condado de Onondaga, Nueva York. […] Llevamos con nosotros nuestras pertenencias personales, y una de ellas era un viejo baúl en el cual mi madre había colocado los escritos de mi padre, que se habían conservado. Recuerdo perfectamente la apariencia de ese baúl y de haber revisado su contenido. Había sermones y otros papeles, y vi un manuscrito de aproximadamente una pulgada de grosor, escrito de cerca, atado junto con algunos de los cuentos que mi padre había escrito para mí, uno de los cuales él llamaba The Frogs of Wyndham (Las ranas de Wyndham). En el exterior de este manuscrito estaban escritas las palabras Manuscript Found. No lo leí, pero lo hojeé, lo tuve en mis manos muchas veces, y vi los nombres que había oído en Conneaut cuando mi padre lo leía a sus amigos. Yo tenía alrededor de once años en ese tiempo.” (Magazine of American History, junio de 1882; Scribner’s Monthly, agosto de 1880).
El baúl permaneció en casa de Sabine hasta algún tiempo poco después de 1820, mientras que en 1823 se dice que Smith trabajó para Sabine como carretero, y casi con certeza oyó hablar de las historias de Spaulding como asunto de historia familiar. Si la historia reescrita de The Manuscript Found de Spaulding hubiera estado en el baúl de Sabine cuando Smith trabajó allí —lo cual es dudoso—, podría haberla robado o copiado, aunque esto último resulta casi imposible debido a la incapacidad de Smith para escribir (Journal of Discourses, 197) y a su juventud.
Suponiendo, a efectos de argumento, que se haya establecido que el Libro de Mormón es un plagio de la historia reescrita de Spaulding, aún podríamos dudar de que cualquiera de las teorías anteriores tenga suficiente evidencia para justificar su aceptación como hechos comprobados. Todas estas teorías fueron inventadas a causa de una supuesta necesidad de explicar la alegada presencia del Manuscript Found reescrito en el baúl de Sabine después de 1816, fecha de la muerte de Spaulding. Si el Manuscript Found nunca estuvo allí, las teorías construidas para explicar ese hecho deben caer.
Que el primer bosquejo de la historia —el que ahora está en Oberlin— se encontraba entonces en el baúl es seguro, porque Hurlburt, en 1834, lo halló allí. Es incluso posible que este primer manuscrito haya sido en algún momento rotulado como Manuscript Found. Pero ¿estuvo alguna vez la historia reescrita en el baúl de Sabine? Si no, Smith no pudo haberla robado ni copiado; y, si nunca estuvo allí, o si fue robada por Smith, Hurlburt no pudo haber conseguido el manuscrito reescrito ni vendido a los mormones, como se le ha acusado de haber hecho, mientras que sólo entregó a Howe el primer manuscrito, por cuya obtención fue contratado. No está de más declarar aquí que Howe nunca dudó de la fidelidad de Hurlburt en este asunto.
La gran preponderancia de la evidencia está en contra de la alegación de que el segundo manuscrito estuviera alguna vez en el baúl de Sabine. El testimonio de la Sra. McKinstry no establece la identidad del Manuscript Found reescrito de Spaulding con el manuscrito del baúl. Tal afirmación de identidad queda contradicha por una evidencia más satisfactoria que será revisada más adelante, y que muestra que el manuscrito reescrito fue robado de la imprenta antes de la muerte de Spaulding; que éste sospechó de Rigdon como el ladrón; que Rigdon poseyó un manuscrito de tal naturaleza, y que en una ocasión dijo que había sido escrito por Spaulding; el conocimiento anticipado de Rigdon sobre la aparición del Libro de Mormón y su repentina conversión tras su publicación, unido a una conexión muy clara entre Rigdon y Smith por medio de Parley P. Pratt como intermediario. Estas conclusiones, y gran parte de la evidencia en que se basan, contradicen la declaración de la Sra. McKinstry, si ella quiso afirmar con ella que el manuscrito del baúl de Sabine contenía los nombres “Mormón”, “Moroni”, “Lamanita” y “Nefi”, nombres que, como se demostrará, aparecen únicamente en el manuscrito reescrito y en el Libro de Mormón.
Al determinar qué peso dar a la declaración de la Sra. McKinstry respecto al contenido del manuscrito del baúl, deben tenerse en cuenta varios hechos importantes. La Sra. McKinstry hizo esta declaración en 1880, cuando tenía setenta y cuatro años de edad. Su padre murió en octubre de 1816, muy poco después de que ella y el baúl fueran a parar a la casa de Sabine en Hartwick, condado de Onondaga, Nueva York, y allí tuvo el manuscrito “muchas veces” en sus manos. En la fecha más temprana, esto debió de haber ocurrido a principios de 1817, y ella nos dice que entonces tenía alrededor de once años. Si en 1817 tenía once años, entonces, en 1812, cuando partió con sus padres de Conneaut hacia Pittsburgh, no podía tener más de seis años. A los setenta y cuatro años, la Sra. McKinstry testificó que cuando tenía once hojeó, pero no leyó, un manuscrito, y que vio en él los nombres que había oído a su padre leer en Conneaut entre 1810 y 1812, cuando ella tenía de cuatro a seis años. Que esta mujer, a los setenta y cuatro años, recordara nombres extraños, oídos casualmente en su presencia antes de cumplir seis años, y nombres además totalmente ajenos a cualquier circunstancia directamente significativa en su infancia, es una hazaña de memoria demasiado extraordinaria como para que su declaración no corroborada tenga algún peso frente a las válidas conclusiones contradictorias derivadas de hechos comprobados.
Desde 1834, cuando este supuesto plagio fue acusado públicamente por primera vez, hasta la presentación del testimonio de la Sra. McKinstry en 1880, había sido necesariamente tema de frecuente discusión en el círculo familiar que el Libro de Mormón era un plagio del Manuscript Found de su padre; y siempre debía hablarse de la identidad de nombres como el vínculo de conexión en la cadena de evidencia que probaba el plagio, puesto que esa identidad de nombres era el punto principal de prueba, tal como se argumentó y publicó por primera vez en 1834. Con igual uniformidad, se creyó firmemente (aunque debe recordarse, sólo como una mera inferencia) que Hurlburt obtuvo del baúl aquel segundo manuscrito que contenía estos nombres. Por lo tanto, la familia Spaulding inferiría que el baúl debía contener los nombres en cuestión. Esta asociación de ideas, a través de un número casi infinito de repeticiones mentales, llegó a quedar firmemente impresa como un hecho fijo durante esos cuarenta y seis años de repetición constante. No es extraño, por lo tanto, que después de esos cuarenta y seis años, y con la memoria debilitada a la edad de setenta y cuatro años, la Sra. McKinstry olvidara el verdadero origen de esa asociación de ideas y lo relacionara con la supuesta inspección del manuscrito del baúl y las lecturas de Conneaut, creyendo honestamente en su exactitud. En esta conclusión concuerdan las autoridades mormonas.
La única otra declaración que se ha reclamado como evidencia de que el manuscrito reescrito de Spaulding estuvo en el baúl de Sabine es la de su viuda, Matilda Spaulding-Davidson. Ella dice que antes de dejar Pittsburgh para ir a Amity, el manuscrito de su esposo fue devuelto por los editores. Ella aparentemente no recuerda nada de su segunda entrega mientras su esposo residía en Amity, o bien quienes redactaron y firmaron su declaración no consideraron conveniente mencionarlo.
“El manuscrito entonces [después de la muerte del Sr. Spaulding en 1816] pasó a mis manos y fue cuidadosamente conservado. Con frecuencia ha sido examinado por mi hija, la Sra. McKinstry, de Monson, Mass., con quien resido ahora, y por otros amigos.” (Daily Advertiser, reproducido en Millennial Harbinger, mayo de 1839; Mormons’ Own Book, 28; Boston Recorder, mayo de 1839; Prophet of Palmyra, 417).
Por lo que sigue, ella deja en claro que los “otros amigos” a quienes se refiere son los vecinos de Conneaut, cuyo examen se realizó antes de 1812, y no en casa de Sabine. Que ella misma nunca examinó el manuscrito del baúl de Sabine de tal modo que pudiera hablar de la identidad de manuscritos a partir de conocimiento personal, se hace evidente por varios hechos. Primero, aunque escribía un artículo argumentativo —cuyo punto más fuerte habría sido su testimonio personal sobre algún punto de identidad entre el manuscrito del baúl y el Libro de Mormón—, no mencionó ninguno como dentro de su propio conocimiento. En ausencia de conocimiento personal, repite, como justificación de su creencia, la evidencia de los testigos de Conneaut acerca de la identidad entre el Manuscript Found de su esposo y el Libro de Mormón. Incluso en cuanto a la cuestión de la existencia de algún manuscrito en el baúl de Sabine, parece no basarse en ninguna inspección personal del mismo, sino que, con una aparente intención de trasladar la responsabilidad de su declaración a la inspección de su hija, la Sra. McKinstry, menciona la revisión de ésta, guardando silencio sobre si ella misma realizó alguna inspección.
El estilo argumentativo y la falta de distinción entre conocimiento personal e inferencias argumentativas se comprenden fácilmente cuando se conoce la historia de esta declaración. Parece que dos predicadores, llamados D. R. Austin y John Storrs, fueron responsables de esta carta. La Sra. Davidson nunca la escribió, pero después afirmó que “en lo principal” era verdadera (Quincy Whig, citado en The Spaulding Story Examined and Exposed, 5, en conexión con Gleanings by the Way, 261-7). En la p. 22 de The Myth of the Manuscript Found, esta entrevista aparece con la declaración de que el artículo del Boston Recorder era en lo principal verdadero, cuidadosamente omitida. Para ver un ejemplo aún más grave de deshonestidad, véase la perversa tergiversación de este supuesto testimonio por el “Apóstol” (luego Profeta) John Taylor, tal como la reportó en su Three Nights’ Public Discussion, pp. 45 y 56. La deshonestidad de la publicación original de esta entrevista se señala en Gleanings by the Way, 261-4.
Aun con su reafirmación de la historia publicada, no podemos darle peso probatorio, salvo en aquellos puntos en los cuales es evidente, por la naturaleza de las cosas, que ella debía estar hablando a partir de conocimiento personal.
En cuanto a la cuestión de si el manuscrito reescrito de Spaulding estuvo en posesión de alguien más aparte de Rigdon en algún momento después de octubre de 1816, la declaración publicada de la Sra. Davidson no puede considerarse en ningún sentido como evidencia. Y dado que el testimonio no corroborado de la Sra. McKinstry, por las razones ya expuestas, debe considerarse de un peso infinitesimal, concluyo que no existe evidencia creíble sobre la cual basar la conclusión de que el Manuscript Found haya sido jamás devuelto a Spaulding después de su segunda entrega a Patterson, o que haya estado en el baúl de Sabine, y, por lo tanto, no pudo haber sido copiado ni robado por Smith. Esto también responde a un argumento mormón presentado contra el robo del manuscrito por parte de Rigdon en la imprenta, argumento que siempre se basa en la suposición de que el manuscrito original de la historia reescrita se hallaba en el baúl de Sabine mucho tiempo después de la supuesta sustracción de Rigdon.
II.
Cuando nos apartamos de la línea principal de nuestro argumento, la historia reescrita de Spaulding había sido rastreada hasta las manos de Robert Patterson, un editor de Pittsburgh, y esto antes de la muerte de Spaulding en octubre de 1816. Si el manuscrito nunca fue devuelto a Spaulding después de su segunda entrega a Patterson, ¿qué fue de él? John Miller, quien conoció a Spaulding en Amity, lo sacó de la cárcel cuando estuvo preso por deudas, le fabricó el ataúd y lo ayudó a enterrarlo, dice que Spaulding le contó que “había un hombre llamado Sidney Rigdon en la oficina [de Patterson], y pensaban que él lo había robado” [el manuscrito] (Times and Seasons).
El reverendo Cephus Dodd, ministro presbiteriano de Amity, Pensilvania, así como médico en ejercicio, atendió a Spaulding en su última enfermedad. Tan temprano como en 1832, cuando el mormonismo comenzaba a atraer la atención pública general, y dos años antes de la publicación del libro de Howe —en el cual la historia de Spaulding se ventiló por primera vez—, este Sr. Dodd llevó al Sr. George M. French, de Amity, a la tumba de Spaulding, y allí expresó su firme creencia de que Sidney Rigdon fue el agente que había transformado el manuscrito de Spaulding en el Libro de Mormón. La fecha se fija por el propio Sr. French en referencia a su mudanza a Amity; por lo tanto, la fecha indicada es probablemente correcta (Who Wrote the Book of Mormon?, p. 10).
La conclusión expresada por el Sr. Dodd antes de toda discusión pública o evidencia es importante, por lo que necesariamente implica. Primero, involucraba una comparación entre la producción literaria de Spaulding y el Libro de Mormón, con una semejanza descubierta que inducía la convicción de que este último era un plagio del primero. Esta comparación presupone un conocimiento del contenido del manuscrito reescrito de Spaulding. La segunda y más importante deducción se deriva de la afirmación de que Sidney Rigdon fue el vínculo de conexión en el plagio. Tal conclusión debió tener un fundamento en la mente del Sr. Dodd, y sólo pudo haber surgido si poseía un conocimiento personal o una información que él consideraba confiable, lo cual le creó la convicción de la probabilidad de la conexión de Sidney Rigdon con el asunto. Esta conclusión, si no se basó en evidencia independiente, con toda probabilidad humana tuvo un fundamento no menos significativo que la confianza en la exactitud de la sospecha expresada por Spaulding de que Rigdon había robado el manuscrito de la imprenta. Explicada así, la declaración del Dr. Dodd tiene menos fuerza que si se presume hecha sobre evidencia independiente, sin embargo, confirma la declaración de Joseph Miller de que Spaulding sospechaba de Rigdon, y esa sospecha debe ser explicada por quienes niegan la presencia de Rigdon en Pittsburgh antes de 1821.
¿Qué hay de Sidney Rigdon?
¿Estaba bien fundada la sospecha expresada por Spaulding de que Rigdon había robado su manuscrito de la imprenta? Nunca podremos saber sobre qué evidencia se hizo la acusación, pero podemos indagar acerca de la fuerza probatoria de la nueva evidencia corroborativa que se ha aportado desde la muerte de Spaulding.
Sidney Rigdon nació el 19 de febrero de 1793 en Piny Fork of Peter’s Creek, municipio de Saint Clair, condado de Allegheny, Pensilvania (Millennial Star, 42; Myth of the Manuscript Found, 24), lugar que se estima variadamente entre seis y doce millas de Pittsburgh. Al menos hasta 1810 —fecha de la muerte de su padre y su propio decimoctavo año— Rigdon permaneció en la granja con sus padres (Millennial Star, 42).
Según el relato mormón, Rigdon fue autorizado como predicador bautista catorce años antes de hacerse mormón (Saints’ Herald, 130). Esto situaría la fecha en 1816, el mismo año en que Spaulding murió en octubre, en el vigésimo cuarto año de Rigdon, y el mismo año en el cual —si las sospechas de Spaulding resultaran bien fundadas— Rigdon robó de la imprenta de Patterson el manuscrito de Spaulding. Obsérvese qué momento tan oportuno para dedicar atención a los temas religiosos.
Según otro relato, quizá más exacto, Rigdon se unió a la Iglesia Bautista el 31 de mayo de 1817, siendo su pastor el reverendo David Phillips, un clérigo galés (Millennial Star, 42 y 43). Esta iglesia estaba ubicada cerca de donde ahora se encuentra la aldea de Library. Rigdon “comenzó a hablar en público sobre religión poco después de su admisión en la iglesia, probablemente por iniciativa propia, pues no hay constancia de su licencia.”
Al año siguiente (1818), Rigdon dejó la granja y se trasladó a Sharon, condado de Beaver, Pensilvania, para residir y estudiar teología con el reverendo Andrew Clark, donde en marzo de 1819 fue autorizado como bautista (Millennial Star, 42 y 53). El hijo de Sidney Rigdon informó que en 1818 su padre hizo una larga visita a Pittsburgh. En mayo de 1819 Rigdon se mudó a Warren, condado de Trumbull, Ohio, donde en julio se estableció con el reverendo Adamson Bentley, más tarde célebre entre los “Discípulos” (Millennial Star, 43), y allí fue ordenado predicador bautista regular (Millennial Star, 43).
En ese lugar conoció, y el 12 de junio de 1820 se casó, con Phoebe Brooks (Millennial Star, 43), hermana de la Sra. Bentley. Rigdon continuó predicando en los alrededores, sin parecer tener cargo regular hasta febrero de 1822. En noviembre de 1821 recibió un llamamiento de la Primera Iglesia Bautista de Pittsburgh, que aceptó, comenzando sus funciones en febrero de 1822, y, según José Smith, terminó en agosto de 1824, cuando Rigdon fue expulsado por error doctrinal (Millennial Star, 43). Otro relato fija la fecha de su destitución en el 11 de octubre de 1823.
A partir de entonces Rigdon, Alejandro Campbell y Walter Scott organizaron la “Iglesia Cristiana”, conocida también como los “Discípulos”; y, con sus seguidores, Rigdon consiguió el uso del juzgado de Pittsburgh para predicar, al mismo tiempo que trabajaba como curtidor oficial junto con su cuñado, el Sr. Brooks (Millennial Star, 45).
El Sr. Lambdin, a través de quien se supone que Rigdon tuvo acceso al manuscrito de Spaulding —y de quien se hablará más adelante— murió el 1 de agosto de 1825; y en 1826 Rigdon regresó a Bainbridge, condado de Geauga, Ohio (Millennial Star, 44; Times and Seasons, 418). Allí pronto conoció a Orson Hyde, quien se convirtió en estudiante de teología bajo la dirección de Rigdon, con el propósito, según dijo Hyde, de ingresar al ministerio. Excepto por un poco de predicación “campbellita” que realizó bajo la guía de Rigdon, Hyde nunca parece haber entrado a otro ministerio salvo el mormón. En 1829, Hyde se convirtió en huésped de la familia Rigdon y en 1830 fue convertido casi milagrosamente al mormonismo; más tarde llegó a ser uno de los primeros miembros del “Quórum” de apóstoles de la Iglesia Mormona. Rigdon murió el 14 de julio de 1876 (Historical Record, 992; Bancroft, History of Utah, 202).
La Deshonestidad Religiosa Previa de Rigdon.
Hay dos circunstancias del relato anterior que necesitan una mayor elucidación, ya que las impresiones que Rigdon dejó en sus íntimos más perspicaces durante su vida temprana pueden tener alguna relación con la fuerza que debe otorgarse a la evidencia circunstancial sobre su vida posterior.
En cuanto a la conversión de Rigdon a la Iglesia Bautista tan poco tiempo después de que Spaulding expresara la sospecha de que Rigdon había robado su manuscrito, el Rev. Samuel Williams, en su Mormonism Exposed, dice:
“Él [Rigdon] profesó haber experimentado un cambio de corazón cuando era joven, y propuso unirse a la iglesia bajo el cuidado del élder David Phillips. Pero hubo tanto milagro en su conversión, y tanta exhibición en su profesión, que el piadoso y perspicaz pastor albergó serias dudas en ese momento en cuanto a la autenticidad de la obra. Fue recibido, sin embargo, por la iglesia y bautizado por el pastor, aunque con ciertos temores y dudas en su mente. Muy pronto, como Diótrefes, comenzó a adelantarse y a buscar preeminencia, y estuvo a punto de desplazar al experimentado y fiel ministro que había levantado, nutrido y dirigido a la iglesia durante una larga serie de años. El Padre Phillips estaba ya tan convencido de que no poseía el espíritu de Cristo, a pesar de su conversión milagrosa y su elocuencia ligera, que declaró su creencia ‘de que mientras viviera [Sidney Rigdon] sería una maldición para la iglesia de Cristo’.”
En cuanto a la expulsión o renuncia de Rigdon de la Iglesia Bautista, los mormones declaran que fue causada por su negativa a aceptar o enseñar la doctrina de la condenación de los infantes. El Dr. Winter, en el curso de una reseña histórica de la Primera Iglesia Bautista de Pittsburgh, dice:
“Cuando Holland Sumner trató con Rigdon por sus malas enseñanzas y le dijo: ‘Hermano Rigdon, usted nunca entró en una iglesia bautista sin relatar sus experiencias cristianas,’ Rigdon respondió: ‘Cuando me uní a la iglesia en Peter’s Creek sabía que no podía ser admitido sin una experiencia, así que inventé una para la ocasión; pero todo fue inventado y no sirvió de nada, ni era cierto.’ Esto lo he copiado ahora de un viejo memorándum tomado del propio Sumner.” (Baptist Witness, Pittsburgh, 1 de enero de 1875).
El primero de estos relatos se publicó en 1842, el último en enero de 1875, y Rigdon vivió hasta el 14 de julio de 1876. Aunque un tal H. A. Dunlavy, de Lebanon, Ohio, publicó en el número de marzo del mismo periódico una defensa de Rigdon en respuesta al artículo del Dr. Winter, ni Dunlavy ni Rigdon negaron jamás los hechos allí alegados. Debemos, por lo tanto, aceptar como ciertos los hechos expuestos, y éstos cargan sobre Rigdon una deshonestidad religiosa tal que establece su disposición a ser parte de un fraude religioso de la misma índole que el que aquí se le imputa.
Esto nos lleva entonces a la cuestión de qué oportunidad tuvo Rigdon, si alguna, de robar el manuscrito de Spaulding de la imprenta de Patterson.
Rigdon tuvo oportunidad previa de robar el manuscrito.
Se ha afirmado con frecuencia que Sidney Rigdon vivió en Pittsburgh y estuvo relacionado con la imprenta de Patterson durante 1815 y 1816. A esta acusación, Rigdon respondió en Commerce (Illinois), el 27 de mayo de 1839, con la siguiente negación:
“En cuanto a toda la historia sobre los escritos de Spaulding en manos del Sr. Patterson, que entonces estaba en Pittsburgh y que se dice que tenía una imprenta privada, y mi supuesta relación con esa oficina, etc., etc., es la más vil de las mentiras, sin siquiera la sombra de verdad. No hubo ningún hombre de apellido Patterson que tuviera una imprenta durante mi residencia en Pittsburgh; lo que pudo haber existido antes de que yo viviera allí, no lo sé. Me dijeron que el Sr. Robert Patterson había tenido una imprenta antes de que yo viviera en esa ciudad, pero que había fracasado en los negocios antes de mi residencia en Pittsburgh. Este Sr. Patterson, que era un predicador presbiteriano, apenas lo conocí durante mi estancia allí. En ese tiempo él trabajaba como agente en el negocio de libros y papelería, y no poseía ninguna propiedad de ningún tipo, imprenta ni nada semejante durante el tiempo que residí en esa ciudad. Si yo dijera que jamás oí hablar del reverendo Solomon Spaulding y de su optimista esposa hasta que el Dr. P. Hurlburt escribió su mentira acerca de mí, sería un mentiroso como ellos mismos.”
La evidencia en la que se basa la acusación de que Rigdon tuvo una residencia permanente en Pittsburgh durante los años en cuestión, o de su conexión con la imprenta de Patterson, es tan insatisfactoria que estas cuestiones deben resolverse a favor de la negación de Rigdon, aun a pesar de que su testimonio quede desacreditado por la conclusión sobre su culpabilidad —que se expondrá más adelante— y por su interés personal.
Conviene recordar que Rigdon vivió a unas seis a diez millas de Pittsburgh durante los años en cuestión. Pittsburgh era la única ciudad de importancia, y el lugar donde la familia compraba y vendía. Rigdon, por necesidad, debía hacerse de muchos amigos en la ciudad, y no sería extraño que casi todos lo conocieran y que él conociera a todos los ciudadanos prominentes. En 1810 Pittsburgh tenía sólo unos 4,000 habitantes, y en 1820 apenas 7,248.
La noción tan extendida sobre la conexión de Rigdon con el establecimiento editorial de Patterson debió de tener algún origen, el cual, con toda probabilidad, estaría en la estrecha amistad de Rigdon con algunos que, de hecho, sí estaban vinculados con dicho negocio. Sólo sobre esta teoría puede explicarse una impresión tan general.
Sería conveniente, antes de entrar en este asunto, fijar en nuestra mente las transformaciones del negocio de Patterson. En 1812, Patterson estaba en el negocio de libros en la firma de Patterson and Hopkins. Tenían entonces como empleado a J. Harrison Lambdin, quien era un muchacho de catorce años. El 1 de enero de 1818, Lambdin fue admitido en la sociedad, que pasó a llamarse Patterson and Lambdin, la cual sucedió a R. and J. Patterson. R. Patterson tenía en su empleo a Silas Engles como maestro impresor y superintendente del negocio de impresión. Como tal, éste decidía sobre la conveniencia, o no, de publicar los manuscritos que se presentaban. La sociedad Patterson and Lambdin “tenía bajo su control la librería en Fourth Street, una encuadernadora, una imprenta (no de periódico, sino de trabajos por encargo, bajo el nombre de Buttler and Lambdin), con entrada en Diamond Alley, y un molino de papel a vapor en el Allegheny (bajo el nombre de R. and J. Patterson).” Patterson and Lambdin continuaron en el negocio hasta 1823. Lambdin murió el 1 de agosto de 1825, a los veintisiete años. Silas Engles murió el 17 de julio de 1827, a los cuarenta y seis años. R. Patterson murió el 5 de septiembre de 1854, a los ochenta y dos años.
El único desmentido de Rigdon analizado.
Analicemos ahora la negación de Rigdon de 1839, ya citada. Rigdon era un hombre instruido, polemista en religión, y a la fecha de la negación era también abogado. Por lo tanto, estamos justificados en exigirle estricta responsabilidad por todo lo que necesariamente se implica en lo que dice o deja de decir, cosa que no podríamos, con justicia, hacer con un lego.
La primera negación de Rigdon es la de la “historia acerca de que los escritos de Spaulding estaban en manos de Patterson.” Esta historia está establecida por la evidencia ya presentada y por alguna más, incluso a satisfacción de la mayoría de los mormones.
La negación de esta proposición, si Rigdon era un extraño a la oficina —como se afirma—, no podía ser sostenida por él como un asunto dentro de su propio conocimiento. Si Rigdon tenía en mente algún hecho en el cual basaba esta afirmación, sólo pudo haber sido el conocimiento de que el manuscrito estaba en la imprenta de Buttler and Lambdin, sin saber que dicha imprenta estaba bajo el control de Patterson.
La segunda negación en la declaración de Rigdon es: “No hubo ningún hombre de apellido Patterson que tuviera una imprenta durante mi residencia en Pittsburgh.” El relato precedente de los negocios de Patterson está formado con la información proporcionada por la familia de Patterson y por un empleado. Debe, por lo tanto, aceptarse como correcto. Aquí de nuevo, la negación de Rigdon puede explicarse suponiendo su ignorancia del interés de Patterson en la imprenta conocida como Buttler and Lambdin. El hijo de Rigdon afirma que Rigdon vivió en Pittsburgh en 1818. Los biógrafos eclesiásticos aseguran que predicaba allí regularmente después del 28 de enero de 1822. Durante 1818 y 1822 Patterson estaba en el negocio de impresión, y, por lo tanto, la declaración de Rigdon debe considerarse falsa.
Howe, en su Mormonism Unveiled, ya en 1834 acusó a Rigdon de haber estado “en términos de intimidad” con Lambdin. Esta afirmación, bajo diversas formas, se ha republicado muy a menudo desde entonces, y entre 1834 y 1876, año de la muerte de Rigdon. Durante esos cuarenta y dos años, Rigdon jamás registró una negación. Ese hecho puede, por lo tanto, tomarse como verdadero. Si Rigdon estuvo en términos de intimidad con Lambdin, y Lambdin, en el tiempo de esa intimidad, como está claramente establecido e incontestado, estuvo relacionado con Patterson en el negocio editorial, Rigdon, al ser íntimo de él, debió de conocer algo de los negocios de Patterson; y, suponiendo que sus facultades mentales no estuvieran deterioradas, en la declaración que estamos considerando, debió de haber dicho lo que sabía que era falso, justificándose en la aparente evidencia a su favor de que la imprenta de Patterson no se llevaba en su propio nombre.
El tercer punto de negación de Rigdon se refiere a su propia admisión de una conexión con el establecimiento de impresión de Patterson. Esta negación debemos aceptarla como verdadera, puesto que ninguno de aquellos a quienes se alega que él hizo tal admisión ha dejado constancia escrita de su testimonio, y las declaraciones de oídas, sin certeza de origen, son demasiado indefinidas para merecer peso.
El párrafo antes citado y analizado no niega en absoluto nada que sea remotamente esencial a las cuestiones reales involucradas en la acusación de plagio que aquí se investiga, y constituye la única negación pública registrada hecha alguna vez por Rigdon, aunque desde 1834 hasta 1876 estuvo casi continuamente bajo el fuego de esta acusación, reiterada en diversas formas y con pruebas variables.
Rigdon y Lambdin en 1815.
Hasta aquí hemos sostenido que, por su silencio, Rigdon admitió su intimidad con Lambdin, sucesivamente empleado y socio de Patterson desde 1812 hasta 1823. Los primeros escritores trataron siempre la intimidad entre Rigdon y Lambdin como un hecho aparentemente demasiado conocido para necesitar prueba. Sin embargo, no necesitamos basarnos en eso, ni siquiera en la falta de negación de Rigdon, puesto que se ha conservado evidencia más precisa.
La Sra. R. J. Eichbaum, con fecha Pittsburgh, 18 de septiembre de 1879, nos deja esta declaración muy convincente:
“Mi padre, John Johnston, fue administrador de correos en Pittsburgh durante unos dieciocho años, desde 1804 hasta 1822. Mi esposo, William Eichbaum, lo sucedió y fue administrador de correos durante unos once años, de 1822 a 1833. Nací el 25 de agosto de 1792, y cuando tuve edad suficiente ayudé a mi padre en el manejo de la oficina de correos y me familiaricé con sus deberes. De 1811 a 1816 fui la oficinista regular de la oficina, clasificando, preparando, despachando, abriendo y distribuyendo el correo. Pittsburgh era entonces un pueblo pequeño, y yo conocía bien a todos los visitantes habituales de la oficina que venían regularmente a recoger su correspondencia. Tan escaso era el correo en ese tiempo que generalmente podía decir, sin mirar, si había algo para tales personas, aunque por lo general verificaba para satisfacerlos. Me casé en 1815, y al año siguiente cesó mi relación con la oficina, salvo durante las ausencias de mi esposo.
Conocí y recuerdo claramente a Robert y Joseph Patterson, a J. Harrison Lambdin, a Silas Engles y a Sidney Rigdon. Recuerdo al reverendo Sr. Spaulding, pero sólo como alguien que ocasionalmente pasaba a preguntar por cartas. Recuerdo que había una evidente intimidad entre Lambdin y Rigdon. Muy a menudo venían juntos a la oficina. Recuerdo en particular que solían venir durante la hora de la tarde del domingo en que la oficina debía estar abierta, y recuerdo estar segura de que el reverendo Sr. Patterson no sabía nada de esto, o lo habría detenido. No sé qué puesto, si alguno, ocupaba Rigdon en la librería o imprenta de Patterson, pero tengo la plena seguridad de que estuvo con frecuencia, si no constantemente, allí durante gran parte del tiempo en que fui oficinista en la oficina de correos. Recuerdo al Sr. Engles diciendo que ‘Rigdon siempre estaba merodeando por la imprenta.’ Él estuvo vinculado a la tenería antes de hacerse predicador, aunque pudo haber continuado en ese negocio mientras predicaba.”
Aunque esto no establece que Sidney Rigdon tuviera una residencia permanente en Pittsburgh, ni que estuviera formalmente vinculado con el establecimiento de impresión de Patterson, sí explica por qué aparentemente todos los que lo conocían llegaban a esa conclusión. También establece, sin lugar a dudas, su innegable intimidad con Lambdin y Engles y, por esa razón, su posible acceso al manuscrito de Spaulding; y, sin duda, es una de las circunstancias que llevaron a Spaulding a sospechar de Rigdon como autor del robo.
Rigdon exhibe el manuscrito de Spaulding.
Se recordará que en 1822-23 Rigdon era predicador bautista en Pittsburgh. El reverendo John Winter, M. D., uno de los primeros predicadores de la región occidental de Pensilvania, era entonces (1822-23) maestro de escuela en Pittsburgh. El Dr. Winter murió en Sharon, Pensilvania, en 1878.
En una ocasión durante ese período (1822-23), el Dr. Winter se hallaba en el estudio de Rigdon cuando éste sacó de su escritorio un manuscrito voluminoso, y dijo, en sustancia, que un ministro presbiteriano llamado Spaulding, cuya salud había decaído, lo había llevado a un impresor para ver si valía la pena publicarlo. “Es una novela de la Biblia.” El Dr. Winter no leyó el manuscrito, ni volvió a pensar más en el asunto hasta que apareció el Libro de Mormón. Se pensó entre los miembros de la familia del Dr. Winter que él había puesto por escrito sus recuerdos de esta entrevista, pero no se halló ningún documento.
Las autoridades del testimonio del Dr. Winter son: el reverendo A. G. Kirk, a quien el Dr. Winter lo comunicó en una conversación sostenida en New Brighton, Pensilvania, en 1870-71; el reverendo A. J. Bonsall, hijastro del Dr. Winter y durante veintitrés años pastor de la Iglesia Bautista en Rochester, Pensilvania, a quien el Dr. Winter repitió la misma historia en muchas ocasiones; y la Sra. W. Irvine, hija del Dr. Winter, residente en Sharon, Pensilvania, en 1881. Su declaración contiene uno o dos detalles no mencionados aún, por lo que la cito:
“He oído con frecuencia a mi padre hablar de que Rigdon tenía el manuscrito de Spaulding, y que lo había obtenido de los impresores para leerlo como curiosidad; como tal se lo mostró a mi padre; y que en ese momento Rigdon no tenía intención de hacer con él el uso que después hizo.”
Así autenticado, el testimonio del Dr. Winter puede recibir tanto peso como si él mismo lo hubiera reducido a escrito.
Rigdon prevé la venida y el contenido del Libro de Mormón.
El reverendo Adamson Bentley (cuya esposa era hermana de la Sra. Sidney Rigdon) escribió lo siguiente a Walter Scott, con fecha 22 de enero de 1841:
“Sé que Sidney Rigdon me dijo que había un libro que iba a publicarse, cuyo manuscrito había sido hallado grabado en planchas de oro, por lo menos dos años antes de que el libro mormón apareciera o hubiera oído hablar de él.”
Esta declaración fue publicada en el Millennial Harbinger de 1844, con la siguiente nota editorial del reverendo Alexander Campbell:
“La conversación a que se refiere la carta del hermano Bentley de 1841 ocurrió en mi presencia tanto como en la de él, y mi recuerdo de ella me llevó, hace unos dos o tres años, a interrogar al hermano Bentley sobre su recuerdo, el cual concordaba con el mío en cada detalle, excepto en el año en que ocurrió. Él lo sitúa en el verano de 1827, yo en el verano de 1826. Rigdon, al mismo tiempo, observó que en las planchas desenterradas en Nueva York había un relato, no sólo de los aborígenes de este país, sino que también se afirmaba que la religión cristiana había sido predicada en este país durante el primer siglo, exactamente como nosotros la predicábamos en la Western Reserve.” (Millennial Harbinger, 1844, p. 39; véase Who Wrote the Book of Mormon?, 12 y 13; Braden-Kelly Debate, 45).
Se recordará que Rigdon vivió por un tiempo en la casa de su cuñado Bentley, y que fueron Scott, Campbell y Rigdon quienes, en Pittsburgh, organizaron la Iglesia Discípula en 1824 o 1825. Las declaraciones citadas anteriormente fueron publicadas en el Millennial Harbinger en 1844 (p. 39), veintidós años antes de la muerte de Rigdon, y sin embargo él nunca publicó una negación de ninguna de ellas. Parece que antes de esa publicación, Adamson Bentley hacía declaraciones orales, probablemente en el mismo sentido, las cuales Rigdon tampoco negó, aunque sí publicó una nota denunciando a su cuñado (Evening and Morning Star, 301).
La Sra. Amos Dunlap, sobrina de la Sra. Rigdon, con fecha Warren, Ohio, 7 de diciembre de 1879, escribe lo siguiente:
“Cuando era bastante niña visité a la familia del Sr. Rigdon. Él se había casado con mi tía. En ese tiempo vivían en Bainbridge, Ohio [1826-7]. Durante mi visita, el Sr. Rigdon fue a su dormitorio y sacó de un baúl que mantenía cerrado con llave cierto manuscrito. Salió a la otra habitación, se sentó junto a la chimenea y comenzó a leerlo. Su esposa entró en ese momento y exclamó: ‘¿Qué, estás estudiando eso otra vez?’, o algo por el estilo. Luego añadió: ‘Pienso quemar ese papel.’ Él respondió: ‘No, de ninguna manera; tú no lo harás; esto será algo grande algún día.’ Siempre que lo leía, estaba tan completamente absorto que parecía totalmente inconsciente de todo lo que pasaba a su alrededor.”
Dado que Rigdon nunca, ni en persona ni por medio de nadie, afirmó haber escrito algún manuscrito de ese tipo, a la luz de las demás pruebas aquí presentadas estamos justificados en creer que se trataba del Manuscript Found de Spaulding.
El reverendo D. Atwater, con fecha Mantua Station, Ohio, 26 de abril de 1873, tres años antes de la muerte de Rigdon, escribe lo siguiente:
“Poco después vino sobre nosotros [los Discípulos] la gran defección mormona. Sidney Rigdon predicaba para nosotros, y a pesar de sus extravagantes arrebatos, era tenido en gran estima por muchos. Durante unos meses antes de su supuesta conversión al mormonismo, se notó que sus inclinaciones extravagantes habían sido más marcadas. Para mí es seguro que él sabía de antemano de la venida del Libro de Mormón, por lo que dijo en una de sus primeras visitas a la casa de mi padre, algunos años antes. Dio una maravillosa descripción de los montículos y otras antigüedades halladas en algunas partes de América, y dijo que debían de haber sido hechos por los aborígenes. Dijo que habría de publicarse un libro que contendría un relato de esas cosas. Habló de ello con su estilo elocuente y entusiasta, como si fuera algo extraordinario. Aunque entonces era yo joven, lo reprendí por gastar tanto entusiasmo en un tema así, en lugar de en las cosas del evangelio.”
De esta declaración, Rigdon nunca hizo una negación.
El Dr. S. Rosa, con fecha Painsville, Ohio, 3 de junio de 1841, escribe, entre otras cosas, lo siguiente:
“A principios de 1830, cuando apareció el Libro de Mormón [y en noviembre de ese mismo año Rigdon se convirtió], ya fuera en mayo o junio, me encontraba en compañía de Sidney Rigdon, y cabalgué con él unos cuantos kilómetros. Nuestra conversación fue principalmente sobre religión, ya que en ese momento era un predicador muy popular de la denominación que se llamaba a sí misma ‘Discípulos’ o campbellitas. Me dijo que ya era hora de que surgiera una nueva religión; que la humanidad estaba lista y dispuesta para ello. Yo pensé que se refería a la doctrina campbellita. Él dijo que no pasaría mucho tiempo antes de que algo se manifestara; también dijo que pensaba dejar Pensilvania y que estaría ausente algunos meses. Le pregunté cuánto tiempo. Respondió que dependería de las circunstancias. Empecé a encontrar algo extrañas sus palabras, siendo él un ministro del evangelio. Ese otoño salí de Ohio y fui al estado de Nueva York a visitar a mis amigos que vivían en Waterloo, no lejos de la mina de Biblias de oro. En noviembre me informaron que mi antiguo vecino, E. Partridge, y el Rev. Sidney Rigdon estaban en Waterloo, y que ambos se habían convertido en víctimas de las necromancias de Joe Smith. Entonces comprendí que la nueva religión de Rigdon había hecho su aparición, y cuando llegué a saber del manuscrito de Spaulding, confirmé mi opinión de que Rigdon era, por lo menos, cómplice, si no el principal, en montar esta farsa.” (Gleanings by the Way, 317; Prophet of the Nineteenth Century, 58; Early Days of Mormonism, 172-3).
Este último testimonio fue publicado por primera vez en forma de libro en 1842, treinta y cuatro años antes de la muerte de Rigdon, pero nunca fue públicamente negado ni explicado por él. Si esta carta en particular se publicó o no en el Christian Observer y el Episcopal Recorder no lo puedo asegurar, pero otras partes del mismo libro evidentemente sí lo fueron, y recibieron comentarios en un órgano de la iglesia mormona (Gospel Reflector, 19; véase The Life of John Taylor, por B. H. Roberts, 1892). Esto, lejos de restar fuerza, enfatiza el silencio de Rigdon respecto a la carta del Dr. Rosa.
En el Mormonism Unveiled de Howe se afirma que Rigdon, durante el período de incubación del mormonismo entre 1827 y 1830, predicó nuevas doctrinas que después se encontraron inculcadas en la Biblia mormona. El propósito evidente de todo esto fue preparar a su congregación para la aceptación del mormonismo, y el fin se logró con gran éxito. Evidentemente, esto y las demás circunstancias que muestran el conocimiento previo de Rigdon acerca del inminente Libro de Mormón, combinadas con una conciencia culpable, lo impulsaron irresistiblemente a dar una explicación tendente a disipar la sospecha de que había un propósito consciente en toda esa conducta.
Esa defensa se encuentra en una revelación a Sidney Rigdon, fechada el 7 de diciembre de 1830, en la supuesta primera reunión entre Rigdon y Smith, y dentro de un mes después de la conversión del primero. La revelación, en parte, dice:
“He aquí que fuiste enviado, así como Juan, para preparar el camino delante de mí, y delante de Elías que había de venir, y tú no lo sabías.” (Millennial Star, 50; la fecha exacta de esta revelación es el 7 de diciembre de 1830, según Mormonism Unveiled de Howe, p. 107).
Que Rigdon preparó el camino lo sabíamos antes de que la revelación nos lo informara. Que lo hiciera inconscientemente no podemos creerlo ni ahora.
Especialmente a la luz de la evidencia expuesta, esta revelación debe interpretarse como una prueba mucho más convincente del conocimiento anticipado de Rigdon sobre la aparición del Libro de Mormón y su contenido, que incluso una admisión tácita.
Es prácticamente una admisión de conocimiento culpable, unida a un esfuerzo transparente por desviar la inferencia de complicidad en un fraude, cubriendo los actos que constituyen la prueba con un misticismo fingido, que en realidad engaña a pocos, salvo al degenerado místico y a la víctima voluntaria que entra al redil en busca de oportunidades para “esquilar el rebaño de Cristo.”
III.
De Rigdon a Smith vía P. P. Pratt.
Cuando a la evidencia ya presentada se añada, como se hará, la prueba concluyente de la identidad de los rasgos sobresalientes del Libro de Mormón y del manuscrito reescrito Manuscript Found de Spaulding, parecerá que el caso de plagio mediante la complicidad de Rigdon queda establecido más allá de duda razonable. Sin embargo, el objetor mormón insiste en que nunca se ha demostrado ninguna posible conexión entre Rigdon y Smith antes de 1830, y que, por lo tanto, aun si Rigdon hubiera robado el manuscrito, Smith no pudo haberlo obtenido para usarlo como ayuda en la preparación del Libro de Mormón.
Parecería que los hechos antes relatados deberían, aun sin ayuda de pruebas más directas, suscitar una presunción casi concluyente de la existencia de una conexión no descubierta entre los dos. Pero no estamos limitados a la inferencia de tal evidencia solamente. Aún existen circunstancias probatorias más específicas, a las cuales daremos ahora atención.
Parley Parker Pratt nació en Burlington, condado de Orsego, Nueva York, el 12 de abril de 1807, de padres que luego residieron en Canaan, condado de Columbia, Nueva York. Durante su sexto año (1813) fue a vivir con la hermana de su padre, de apellido Van Cott, nombre que después llegó a ser conspicuo en la historia temprana de Utah. En 1826 Pratt pasó algunos meses con un tío en el condado de Wayne (antes condado de Ontario), Nueva York (Millennial Star, 1).
Conviene recordar que éste es el mismo condado en el cual Smith estaba en ese tiempo ganando mucha notoriedad en la prensa como buscador de tesoros con piedra de vidente, mención que se hacía de él en periódicos de varios condados del sur de Nueva York y del norte de Pensilvania. Mientras Smith así embaucaba a los crédulos de su vecindario con su necromancia, Pratt era un vendedor ambulante que, según se decía, conocía a casi todos en el oeste de Nueva York.
En ese tiempo, el condado de Ontario abarcaba todo el territorio de varios condados como están ahora delimitados, y en 1820 tenía solo una población de 80,267. Pratt, por lo tanto, difícilmente pudo haber dejado de conocer la fama de Smith, fama que de inmediato lo habría sugerido como actor principal en cualquier plan fraudulento que requiriera un profeta.
En vista de la posterior relación de Pratt con la familia Wells, que eran vecinos y amigos de los Smith, es más que probable que conociera personalmente a los Smith en o antes de 1826, aunque, por supuesto, ellos guardarían cuidadosamente en secreto ese hecho, como un secreto de la mayor importancia.
En octubre de ese año, Pratt fue a Ohio, estableciéndose en Amherst, a treinta millas al oeste de Cleveland, y también a cincuenta millas al oeste de Kirtland. Una de las tentaciones que indujeron la partida de Pratt de Nueva York fue llegar a un país donde, como él mismo expresa, no hubiera “ley que barriera con todas las arduas ganancias de años para pagar una pequeña deuda.” El estado ético de un vendedor ambulante común que está dispuesto a dejar su estado natal para evitar el pago de sus “pequeñas deudas” provee una fértil inmoralidad en la cual plantar las semillas de la impostura religiosa.
Se recordará que también en 1826 Rigdon fue por segunda vez a residir en Ohio, donde se convirtió en predicador itinerante de los “Discípulos,” trabajando en los alrededores de Bainbridge, Mantua, Kirtland, Mentor, Chester, New Lisbon y Warren, en algunos de los cuales lugares Rigdon tenía una reputación poco envidiable (Times and Seasons, 209; Supplement, 14; Millennial Star, 45). Rigdon y Pratt, por lo tanto, estaban en el mismo vecindario en 1826, y sin duda se conocieron poco después. La fecha de su primer encuentro no se da en ninguna parte, pero puede inferirse razonablemente de un discurso pronunciado por Parley P. Pratt en 1843 o 1844.
En ese discurso Pratt relata un acontecimiento sucedido en su camino hacia su futuro hogar en Ohio, acontecimiento que da la clave de su primera conexión con el mormonismo. En el camino se detuvo en una humilde cabaña, cuyo ocupante cuidadosamente omite mencionar. Allí, mientras dormía (según dice), “un mensajero de semblante apacible e inteligente se presentó de repente ante mí [Pratt], revestido con vestiduras de esplendor deslumbrante.” Según la teología mormona, un ángel no es más que un hombre exaltado (Millennial Star, 20; History of Mormonism, 154). Por supuesto, Sidney Rigdon era un hombre exaltado; ¿por qué no, entonces, un ángel?
Este ángel afirmaba tener las llaves de los misterios de este maravilloso país y llevó a Pratt para exhibírselos. Pratt tuvo entonces representado en su mente todo el futuro del mormonismo: sus ciudades, con habitantes de todas partes del mundo; sus templos, con un esplendor aún no alcanzado; su organización eclesiástica presente fue bosquejada con bastante claridad; su ambición política de establecer un reino temporal de Dios sobre las ruinas de este gobierno fue expuesta con tanta claridad como en los posteriores sermones traicioneros pronunciados más públicamente (Millennial Star, 33-36; Deseret News, 288-9; Journal of Discourses, 53, 230, y sermones en general de ese período; véase también American Historical Magazine, julio de 1906).
Concluyo, por la manera exacta en que este “Ángel de las Praderas” previó las ambiciones, esperanzas y futuros logros de la Iglesia Mormona, y por el similar conocimiento previo admitido de Rigdon y la conexión posteriormente establecida entre Rigdon, Pratt y Smith, que el “Ángel de las Praderas,” quien bosquejó a Pratt su entonces contemplada y ahora ejecutada impostura religiosa, no fue otro que Sidney Rigdon mismo, y que este hecho explica la omisión de Pratt de dar el nombre de su anfitrión o la fecha de su primer encuentro con Rigdon.
Lambdin, a quien algunos han sospechado de haber sido en algún momento socio de Rigdon en el plan fraudulento contemplado, murió el 1 de agosto de 1825. Engles, capataz de Patterson, murió el 17 de julio de 1827. Spaulding había muerto en 1816, y Robert Patterson, al parecer, no sabía nada personalmente del contenido del manuscrito de Spaulding.
En 1827 Pratt emprendió el regreso a Nueva York con el propósito de casarse. Ahora bien, recordemos que esto fue casi tres años antes de la aparición del mormonismo. Pratt llegó a la casa de su tía Van Cott el 4 de julio de 1827, y en su autobiografía registra un resumen de una conversación con su futura esposa, en estos términos: “También le expuse mis ideas religiosas y mi deseo, que a veces había tenido, de intentar enseñar al hombre rojo.”
En octubre de 1830, dentro de un mes después de la supuesta conversión de Pratt al mormonismo, se recibió una revelación para él, en la cual el Señor, por medio de “José Smith, el Profeta,” ordenaba a Pratt llevar a cabo precisamente este designio (Doctrina y Convenios, 32). El Dios de Smith, sin embargo, desconocía las regulaciones gubernamentales sobre asuntos indígenas, de modo que, a pesar de la revelación, Pratt y compañía fueron obligados por el agente indio de los Estados Unidos a abandonar la reserva (Journal of Discourses, 199; Howe, Mormonism Unveiled, 218-226; Gleanings by the Way, 324).
El deseo que Pratt había expresado así a su esposa tres años antes de la aparición del mormonismo fue, después, y por mucho tiempo, el plan predilecto de todos los mormones. Pratt se casó el 9 de septiembre de 1827. El 22 de septiembre de 1827, un “mensajero celestial” se apareció a José Smith y le reveló el plan del Libro de Mormón, y le dio a conocer el lugar donde estaban las “Planchas de Oro” (Millennial Star, 6). Este “mensajero celestial” es llamado el ángel Moroni. Según la teología mormona:
“Dios puede usar a cualquier ser que haya creado o que le plazca, y llamarlos sus ángeles o mensajeros.” (Journal of Discourses, 141).
“Los ángeles de Dios y los hombres son todos de una misma especie, una misma raza, una misma gran familia.” (Millennial Star, 20).
“Dios es un hombre semejante a vosotros; ese es el gran secreto.” (Times and Seasons, 613; Journal of Discourses, 3).
¿Por qué, por supuesto? “Ese es el gran secreto.” Dios no es más que un “hombre exaltado” y puede llamar a Parley Parker Pratt su ángel. Parley Parker Pratt fue el “mensajero celestial,” el ángel que, en ese día (22 de septiembre de 1827), se apareció a José Smith y le dijo dónde estaban las planchas de oro, es decir, el Manuscript Found de Spaulding. Sidney Rigdon, para los propósitos de Smith, fue el “hombre exaltado,” el “Dios” que envió a este “mensajero celestial,” Parley Parker Pratt, así como ahora el pueblo mormón ve a José Smith como el “Dios de este pueblo” (Deseret News, 18 de marzo de 1857, p. 13; véase también Deseret News).
Aquellos más familiarizados con la psicología de los sueños y con la influencia que sobre ellos tienen las experiencias de la vida de vigilia, darán considerable peso probatorio a un sueño del padre del profeta, en el cual se le apareció un “hombre con un fardo de buhonero en la espalda,” tal como probablemente llevaba P. P. Pratt. Este buhonero de sus sueños lo halagó, le dijo que había venido siete veces, y que en esta última venía a decirle cuál era la única cosa esencial para su salvación, y luego despertó.
Ahora, observe la secuencia, y no puede quedar duda alguna.
El 9 de septiembre de 1827, Pratt se casó. El 22 de septiembre de 1827, fue el ángel que se apareció a Smith, y en octubre emprendió el regreso a Ohio, hogar de Rigdon. Rigdon vuelve ahora a la escena. Predica en el vecindario de Pratt, lo convierte, y éste comienza a predicar, evidentemente preparándose para su parte en el drama que estaba por representarse.
Rigdon visita a Smith antes del mormonismo.
La labor de revisar el manuscrito de Spaulding, o, como lo llama “Holy Joe,” la “Traducción de las Planchas de Oro,” comienza. Un misterioso desconocido aparece ahora en la residencia de Smith y mantiene entrevistas privadas con el afamado buscador de tesoros. Durante bastante tiempo no trascendió al público, ni siquiera a los vecinos más cercanos de Smith, el nombre o el propósito de este personaje. Se observó por algunos de ellos que sus visitas se repetían con frecuencia. Por ese tiempo Rigdon se ausenta de su hogar en Ohio en varias visitas prolongadas, reportando haber ido a Pittsburgh (Prophet of the Nineteenth Century, 57; véase también la declaración de L. Rudolph, suegro del presidente Garfield, citada en Braden-Kelly Debate, 45).
Abel Chase, vecino cercano de los Smith, dice: “Vi a Rigdon en casa de Smith en diferentes ocasiones con intervalos considerables entre ellas.” Lorenzo Saunders, otro vecino, testifica: “Vi a Rigdon en casa de Smith varias veces, y la primera visita fue más de dos años antes de que apareciera el Libro.” J. H. McCauley, en su History of Franklin County, Pa., afirma “como un hecho demasiado conocido para necesitar discusión, que José Smith, el fundador del mormonismo, y Sidney Rigdon se conocían desde bastante tiempo antes de que por primera vez se oyera hablar del mormonismo” (Historical Record, 363).
Por lo tanto, Tucker puede haber estado mal informado. Una supuesta admisión de Sidney Rigdon a James Jeffries de que la historia de Spaulding fue utilizada, citada en Braden-Kelly Debate, 42, la considero de dudoso valor.
Sólo he podido encontrar una negación específica del conocimiento de Rigdon con Smith antes de la aparición del Libro de Mormón. Esa negación proviene de Katherine Salisbury, hermana del “Profeta José,” y está fechada el 15 de abril de 1881, cuando ella tenía casi 68 años. Ella dice:
“Antes de la última parte del año 1830 d. C., no hubo ninguna persona que visitara, ni que fuera conocida, ni que se relacionara con dicha familia [de Smith], ni con ningún miembro de ella, con el nombre de Rigdon, ni era tal persona conocida por la familia ni por ningún miembro de ella, hasta la última parte del año 1830 d. C., o la primera parte del año 1831. Recuerdo el tiempo en que Sidney Rigdon vino a la casa de mi padre, y que fue después de la mudanza de mi padre de Waterloo, N.Y., a Kirtland, Ohio. Esto fue en el año 1831.”
En 1827 y 1828, cuando debieron de ocurrir las visitas de Rigdon y cuando se necesitaba su ayuda para rehacer el Manuscript Found de Spaulding, esta mujer tenía catorce o quince años de edad. Que Rigdon sí visitó a los Smith en el estado de Nueva York en diciembre de 1830 es admitido (Millennial Star, 49) y, sin embargo, de ello aparentemente no recuerda nada. No tiene memoria de que Rigdon viniera a la casa de su padre o de su hermano hasta después de la mudanza a Ohio. ¿No podría ser que, ya sea deliberadamente o no, también haya olvidado visitas realizadas por Rigdon a su hogar en Nueva York antes de aquella visita admitida y, por ella, olvidada de diciembre de 1830?
En la misma declaración ella afirma que “en el momento de la publicación de dicho Libro [de Mormón], mi hermano José Smith, Jr., vivía en la familia de mi padre en el pueblo de Manchester, condado de Ontario, N.Y., y que hasta entonces toda su vida había hecho su hogar con la familia.”
El manuscrito del Libro de Mormón estaba terminado y el libro registrado con copyright el 11 de junio de 1829 (Millennial Star, 24). La ayuda de Rigdon habría sido más necesaria antes de esta fecha, y desde junio de 1828 hasta junio de 1829 todas y numerosas revelaciones están fechadas en “Harmony, Pensilvania,” lo cual, junto con la autobiografía de Smith, muestra que no vivió toda su vida con sus padres ni permaneció en Manchester durante todo el período más importante de la incubación del mormonismo. Lo más probable es que Smith se mudara a Pensilvania en ese tiempo precisamente con el propósito de facilitar a Rigdon y Pratt, que vivían en Ohio, prestarle la ayuda tan necesaria.
Los errores admitidos en la declaración de la Sra. Salisbury destruyen su valor probatorio y dejan claramente demostrado, por la otra evidencia presentada, que Rigdon visitó a Smith varios años antes de la aparición del Libro de Mormón.
La conversión de Parley P. Pratt.
En el verano de 1830 salió de la imprenta el Libro de Mormón, y había llegado el momento de que Pratt y Rigdon se sorprendieran con su aparición. Ahora observe sus maniobras. Ese mismo año Pratt dejó Ohio para realizar una visita a Nueva York. De este viaje su autobiografía registra lo siguiente:
“Al desembarcar en Búfalo, [mi esposa y yo] contratamos nuestro pasaje a Albany en un barco del canal, una distancia de trescientas sesenta millas. Esto, incluyendo la comida, costó todo nuestro dinero y algunas prendas de vestir.”
¿Le induciría un mero deseo de visitar amigos a entregar parte de su ropa para pagar el pasaje? Difícilmente; iba tras un juego mayor. Pero leamos más:
“Al llegar a Rochester, informé a mi esposa que, no obstante tener pagado nuestro pasaje para todo el trayecto, debía dejar el barco y dejarla a ella para que prosiguiera hasta visitar a nuestros amigos, mientras yo me quedaría un tiempo en esta región. Por qué, yo no lo sabía; pero así me fue claramente manifestado por el Espíritu. Le dije: ‘Nos separamos por una temporada; ve y visita a nuestros amigos en nuestro lugar natal; yo vendré pronto, pero no sé cuán pronto, pues tengo una obra que hacer en esta región, y no sé cuál es ni cuánto tiempo me tomará realizarla, pero vendré cuando esté terminada.’ Mi esposa habría objetado, pero había visto la Mano de Dios tan claramente manifestada en su trato conmigo muchas veces que no se atrevió a oponerse a lo que el Espíritu me había manifestado. Ella, por lo tanto, consintió, y la acompañé hasta Newark, un pequeño pueblo a más de cien millas de Búfalo, y allí me despedí de ella y del barco.”
“Era temprano en la mañana, justo al amanecer. Caminé diez millas hacia el campo [recuerde ahora que no sabe adónde va], y me detuve en casa del Sr. Wells.”
Este fue, sin duda, un miembro de la misma familia Wells de Macedon, con la cual José Smith había estado largo tiempo en relaciones de intimidad. La autobiografía de Pratt continúa:
“Propuse predicar por la tarde. El Sr. Wells me acompañó de buen grado por el vecindario para visitar a la gente y anunciar la cita.”
“Visitamos a un viejo diácono bautista de apellido Hamblin. Después de enterarse de nuestra cita para la tarde, comenzó a hablar de un libro, un libro extraño, un libro muy extraño que tenía en su poder, el cual acababa de ser publicado. Le pregunté cómo y dónde podía obtenerse el libro. Me prometió permitirme leerlo en su casa al día siguiente, si iba a visitarlo. Sentí un interés extraño por el libro. A la mañana siguiente fui a su casa, donde, por primera vez, mis ojos contemplaron el ‘Libro de Mormón,’ ese libro de los libros.”
Pratt dice que lo abrió con avidez y examinó su contenido.
“Mientras leía, el espíritu del Señor estaba sobre mí, y supe y comprendí que el libro era verdadero tan clara y manifiestamente como un hombre comprende y sabe que existe.”
Pronto Pratt decidió ver a Smith y, en consecuencia, visitó Palmyra, donde Hyrum Smith lo recibió en su casa y pasaron la noche juntos. José aún no había regresado de Pensilvania. Uno se pregunta si Hyrum Smith recibiría como compañero de cama a todo extraño curioso. A la mañana siguiente Pratt regresó para cumplir su cita de predicar la doctrina de Alejandro Campbell. Hyrum Smith le obsequió un ejemplar del libro, el cual Pratt nos dice que se alegró de recibir, porque aún no había terminado de leerlo.
Pratt predicó las doctrinas de los “Discípulos” esa noche y la siguiente, luego volvió a la casa de los Smith, y de allí fue a la de los Whitmer en el condado de Séneca, descansó allí esa noche y al día siguiente recibió su bautismo mormón. El siguiente domingo Pratt asistió a una reunión mormona y predicó un sermón mormón en la casa de un tal Burroughs.
“Mi obra estaba ahora terminada, por la cual me había despedido de mi esposa y del barco del canal unas dos o tres semanas antes.”
Acerca de los detalles y el orden de los acontecimientos en sucesos tan notables, no podría haber duda ni errores de memoria. De haber ocurrido realmente, estos eventos habrían sido los más importantes en una vida ya de por sí agitada, y se habrían impreso indeleblemente en la memoria de Pratt. Si, sin embargo, este relato maravilloso no es más que una falsedad contada para ocultar la verdadera conexión de Pratt con un fraude, entonces es muy posible que él y quienes con él estaban asociados olvidaran cómo habían contado la mentira en otras ocasiones y así produjeran declaraciones contradictorias.
Examinemos, a la luz de este comentario, el relato anterior con más cuidado. Evidentemente, en esta narración Pratt desea dar la impresión de que, como lo había expresado en otra parte, él “estaba muy prejuiciado contra el libro” (Saints’ Herald, 61; Myth of the Manuscript Found, 32). Sin embargo, en un sermón pronunciado en 1856—treinta y dos años antes de la publicación de su autobiografía—Pratt nos dice que se convirtió antes de terminar la lectura del Libro de Mormón, o de conocer a un solo verdadero “Santo.” Estas son sus propias palabras:
“Supe que era verdadero, porque era luz, y había venido en cumplimiento de las Escrituras; y di testimonio de su verdad a los vecinos que entraron durante el primer día que estuve leyéndolo en la casa de un viejo diácono bautista llamado Hamblin.” (Journal of Discourses, 5:194).
Este Hamblin parece haber emigrado a Wisconsin con Pratt, allí se hizo mormón y, más tarde, su hijo estuvo implicado en la Masacre de Mountain Meadows (véase Jacob Hamblin, p. 9, y en general los libros sobre la Masacre de Mountain Meadows).
Por supuesto, una conversión tan milagrosa y repentina era demasiado para no despertar sospechas de la complicidad de Pratt en el fraude; de ahí que usualmente se haya afirmado que la conversión no tuvo lugar, en realidad, sino después de un examen más crítico y, según se dice a veces, tras mucha súplica al Señor. En la autobiografía de José Smith se sitúa el tiempo de la conversión durante la visita de Pratt a los Whitmer, en el condado de Séneca. Estas son sus palabras:
“Después de escuchar el testimonio de los ‘testigos’ [en la casa de los Whitmer, en el condado de Séneca] y leer el ‘Libro,’ quedó convencido de que era de Dios.” (Millennial Star, 47).
La madre del “profeta,” que junto con la madre del danita Orrin Porter Rockwell estuvo presente en la supuesta primera visita de Pratt a la casa de los Smith (Journal of Discourses, 5:194), da un tercer relato de esta conversión.
Pratt, según el relato citado arriba de su sermón, aún no había visto al profeta ni terminado de leer el Libro de Mormón, pero ya estaba convertido y había testificado de su verdad. Ahora leamos la versión de la madre Lucy, publicada por Orson Pratt (hermano de Parley y su primer converso milagroso) (Journal of Discourses, 5:177). Aquí Orson Pratt dice que su conversión se debió a cierta información “derivada independientemente de lo que puede aprender el hombre natural.” (Véase también Supplement 14, Millennial Star, 49). Y añade que fue “escrita por dirección y bajo la inspección del Profeta” (Millennial Star, 169, 682).
“Poco antes del regreso de mi esposo, cuando José estaba a punto de comenzar un discurso un domingo por la mañana, Parley P. Pratt llegó muy fatigado. Había oído hablar de nosotros a una distancia considerable, y había viajado muy rápido con el fin de llegar a tiempo para la reunión, pues deseaba escuchar lo que teníamos que decir, a fin de estar preparado para mostrarnos nuestro error. Pero cuando José terminó su discurso, el señor Pratt se levantó y expresó su plena conformidad con cada uno de los sentimientos expuestos. Al día siguiente fue bautizado y ordenado.” (Lucy Smith).
Esta conversión es tan milagrosa y repentina como la que Pratt nos cuenta haber ocurrido en casa del diácono Hamblin. La madre del profeta, Lucy Smith, quien escribió este relato, y el profeta mismo, bajo cuya supervisión fue escrito, debieron de estar ambos presentes, y en este relato narraron únicamente lo que pretendieron haber visto con sus propios ojos.
En contradicción con esto, Pratt, en dos lugares distintos, nos dice que estando en casa de los Whitmer, en el condado de Séneca, fue bautizado y ordenado anciano por Oliver Cowdery, y que entonces predicó un sermón mormón, tras lo cual fue a visitar a sus amigos en el condado de Columbia. Al regresar del condado de Columbia, más de un mes después de haber sido bautizado, vio por primera vez a José Smith (Saints’ Herald, 61; Myth of the Manuscript Found, 33). Estas discrepancias sólo pueden explicarse mejor entendiendo que son relatos distintos de un acontecimiento que nunca ocurrió, y contados para ocultar uno que sí ocurrió.
Tengo entendido que la secta mormona de Utah, después de publicar el libro de la “madre Lucy,” lo condenó por contener errores, aunque nunca señaló cuáles. La secta mormona “josefita,” sin embargo, lo volvió a publicar. Permanece el hecho de que, al contar lo que pretendía haber visto, Lucy relató la historia tal como en algún momento se había acordado contarla. Además, Lucy Smith no pudo haber escrito el libro, tan deficiente como era desde el punto de vista literario. Por lo tanto, considero literalmente cierta la afirmación de que fue escrito bajo la supervisión directa del profeta. Que fuera publicado en 1853 por Orson Pratt y S. W. Richards, quienes sin duda habían oído las historias corroboradas muchas veces y no vieron nada erróneo en el libro, también es significativo, al igual que el hecho de que fue leído por los Santos cuatro años antes de que se descubrieran supuestos errores.
La milagrosa conversión de Rigdon.
Una vez convertido Pratt, el siguiente acto de importancia debía ser, por supuesto, la conversión de Rigdon y, en lo posible, de la congregación cuyos miembros él había preparado cuidadosamente para recibir el mormonismo.
Pratt todavía se hallaba en el estado de Nueva York con Smith, y era octubre de 1830. Ya había convertido a sus parientes. El Señor, mediante una revelación a través de José Smith (Millennial Star, 42; la fecha de esta revelación fue probablemente el 17 de octubre de 1830; Mormonism Unveiled, de Howe, p. 212), ordena a Pratt ir con Oliver Cowdery, Peter Whitmer y Ziba Peterson “al desierto entre los lamanitas” (es decir, los indios americanos).
Conviene recordar que Pratt había vendido parte de su ropa para pagar el pasaje en su búsqueda del Libro de Mormón. Por lo tanto, estaba mal preparado para un viaje de invierno a Ohio y Misuri. “Tan pronto como se recibió la revelación, Emma Smith y varias otras hermanas comenzaron a hacer arreglos para proporcionar a los designados para la misión la ropa necesaria, lo cual no fue tarea fácil, ya que la mayor parte de ella debía fabricarse a partir de materia prima.” La esposa de Pratt fue llevada a casa de los Whitmer, para que no pasara necesidad mientras él estaba ausente, convirtiendo a los indios y a Rigdon. Así situado, Pratt se despidió de sus amigos “a fines de octubre y partió a pie.”
Según su autobiografía, había cien millas desde Búfalo hasta Newark, diez millas de Newark a Macedon, donde vivía la familia Wells, y veinticinco millas de Palmyra hasta la casa de los Whitmer en el condado de Séneca. La distancia de Búfalo a Cleveland se da como de doscientas millas; de Cleveland a Kirtland, treinta millas. Estas distancias fueron, sin duda, las que se creía correctas según los caminos recorridos en aquella época.
Sumando quince millas a la distancia de Macedon a Palmyra, hallamos que la distancia total a recorrer, toda a pie, desde la casa de los Whitmer en el condado de Séneca, N.Y., hasta Kirtland, O., es de trescientas setenta millas, “predicando en el camino,” incluso a los indios. Si recordamos la época del año y la casi certeza de un clima inclemente, junto con el mal estado de los caminos en aquel entonces lejano oeste, difícilmente podría esperarse que Pratt, “viajando a pie” y predicando en el camino, llegara a Kirtland antes de mediados de noviembre. Rigdon debió haberse convertido con gran prisa, porque, a fines de noviembre, ya aparece como visitante mormón en la casa de Smith en Nueva York, y el 7 de diciembre recibe una revelación especial de Dios. Estos hechos confirman también la declaración de Howe de que Rigdon fue bautizado al segundo día después de la llegada de Pratt (Mormonism Unveiled, p. 104; Gleanings by the Way, p. 312). Otra autoridad, familiarizada con el acontecimiento y deseosa de ser muy precisa, fija el tiempo en treinta y seis horas después de la llegada de Pratt (H. H. Clapp en una carta a James T. Cobb).
Los mormones no son todos ingenuos, y sus astutos dirigentes vieron prontamente que sería imprudente dar a conocer la repentina naturaleza de esta conversión, ya que podría servir para identificar a los culpables conspiradores. Por lo tanto, ahora se representa que Pratt y Rigdon estaban al principio en un estado de gran antagonismo hacia el mormonismo, el cual tomó semanas en superarse (Millennial Star, 47-48; Times and Seasons, 290; Saints’ Herald, 61). Esto no puede ser, a menos que Pratt pudiera caminar trescientas setenta millas en menos que nada.
Los hechos de esta conversión repentina y el posterior encubrimiento de su precipitado carácter revelan la culpabilidad de quienes son conscientes de haber hecho algo que desean ocultar al conocimiento de los demás. Si esta conversión hubiera sido honestamente milagrosa, no habría habido pensamiento alguno de ocultamiento.
El 14 de noviembre de 1830, fecha del bautismo de Rigdon, cayó en domingo, y, por supuesto, fue el primer domingo después de la llegada de Pratt. En su primera entrevista durante esta visita, Pratt solicitó y “fácilmente” recibió permiso para predicar el mormonismo en la iglesia de Rigdon. El relato del profeta dice (Millennial Star, 47):
“Al concluir [el sermón de Pratt] el élder Rigdon se levantó y declaró a la congregación que la información que habían recibido era de un carácter extraordinario, y ciertamente demandaba su más seria consideración; y así como el Apóstol aconsejó a sus hermanos que ‘examinasen todas las cosas, y retuviesen lo bueno,’ él exhortaba a sus hermanos a hacer lo mismo, y dar al asunto una cuidadosa investigación, y no volverse contra ello sin estar plenamente convencidos de que era un engaño, no fuese que resistieran la verdad. Esto fue, en verdad, generoso de parte del élder Rigdon, y dio evidencia de su total libertad de cualquier prejuicio sectario.”
Pero, según el diario del élder Lyman Wight y la otra evidencia aquí aducida, Rigdon ya era un converso. Entonces, ¿por qué toda esta falsa insinuación y esta hipocresía sobre la generosidad de Rigdon y su libertad de prejuicio? No hay más que una respuesta: los autores de esto estaban intentando encubrir los hechos reales.
El 7 de diciembre de 1830, y con la debida prontitud, obsérvese, Rigdon, por medio de Smith, recibió una revelación que lo designaba (a Rigdon) como escriba del profeta, e informaba a Rigdon cómo, de manera inconsciente para sí mismo, había estado preparando el camino para el mormonismo (Journal of Discourses, 7:372). Poco después sigue otra revelación en la cual el hogar de Rigdon en Ohio, donde tan cuidadosamente había preparado a la gente para recibir su nueva fe, es designado como el lugar de reunión de los fieles, la tierra prometida de los “Santos.”
El Plagio Asegurado
Hasta ahora hemos establecido, de manera general, la existencia y naturaleza del reescrito “Manuscript Found” de Solomon Spaulding. Por medio de pruebas no refutadas hemos mostrado su robo de la imprenta de Patterson antes de la muerte de Spaulding y bajo circunstancias que llevaron a este último a sospechar de Sidney Rigdon como el ladrón; que Rigdon, antes de ese momento, era tan íntimo con los empleados de dicha imprenta que dio lugar a la creencia general de que él mismo trabajaba allí, y evidenciaba, sin duda alguna, una intimidad tal que le brindaba la oportunidad de apropiarse del manuscrito. Con pruebas igualmente incontestadas, hemos demostrado que Rigdon estuvo en posesión de un manuscrito similar, cuya existencia no puede explicarse por ninguna otra obra literaria de su autoría, y que, en una de las varias ocasiones en que lo mostró, dijo que había sido escrito por Spaulding. Hemos establecido una conexión clara y probable entre Smith y Rigdon a través de Parley P. Pratt, y tales contradicciones en torno a las repentinas y milagrosas conversiones de estos dos últimos que refuerzan doblemente la sospecha de un motivo oculto, como mejor lo explicaría una conspiración fraudulenta.
Ahora solo resta asegurar más firmemente los puntos de identidad entre el reescrito “Manuscript Found” de Spaulding y el Libro de Mormón. Cuando esto se logre, habremos establecido el plagio y demostrado la culpabilidad de Smith, Rigdon y Pratt como los conspiradores que perpetraron el fraude. Con la identidad de los rasgos distintivos en el “Manuscript Found” y en el Libro de Mormón establecida, habremos demostrado, más allá de toda duda razonable, el muy bajo origen del libro de los mormones. Algún día se llevará a cabo un trabajo de supererogación consistente en un examen crítico de las absurdidades y contradicciones sobre las que descansa la pretensión de divinidad. El espacio presente solo permite concluir esta parte del argumento en consideración.
Antes de proceder al examen de la evidencia directa, será útil dar cuenta del descubrimiento de esta identidad, cuya misma espontaneidad añade fuerza a las pruebas presentadas. Spaulding, como la mayoría de los autores, sentía gran afecto por sus producciones, y a menudo las leía a sus amigos. En 1832 o 1833, cuando el mormonismo ya estaba bastante difundido, un predicador mormón llevó un ejemplar del Libro de Mormón a Conneaut, o New Salem como a veces se le llamaba, el mismo lugar donde Spaulding escribió gran parte de su “Manuscript Found.” Se convocó una reunión pública en la que el Libro de Mormón fue leído ampliamente y discutido por el élder. La parte histórica y el estilo fueron inmediatamente reconocidos por muchos de los presentes, entre ellos John Spaulding, hermano de Solomon Spaulding.
Siendo “eminentemente piadoso,” quedó asombrado y afligido de que el manuscrito de su hermano hubiera sido pervertido a un propósito tan inicuo. Con los ojos llenos de lágrimas, se levantó en la reunión y expresó tristeza y pesar de que los escritos de su difunto hermano hubiesen sido usados para un fin tan vil y escandaloso. Se produjo tanta conmoción que los ciudadanos nombraron al doctor Philastus Hurlbut para que recogiera las pruebas, las cuales después fueron publicadas en Mormonism Unveiled de Howe (Boston Recorder, mayo de 1839).
En la primera publicación de la carta de Matilda Spaulding Davidson, de la cual se toma lo anterior, las palabras “Mormon preacher” en el manuscrito publicado con su nombre fueron convertidas por el tipógrafo en “woman preacher.” Los mormones se apresuraron a impugnar la declaración, no negando los rasgos principales de la historia ni su valor como argumento, sino únicamente sobre la base de que los mormones nunca habían tenido una “predicadora mujer.” Como resultado de esta crítica, se demostró que era simplemente un error tipográfico, lo cual dejó la declaración, ya corregida, libre de crítica en este aspecto.
La espontaneidad misma de este estallido y sus circunstancias absolutamente excluyen toda imputación de premeditación, toda sospecha de interés personal y todo intento de desacreditarlo basándose en un supuesto odio hacia el mormonismo. Además, si recordamos que este suceso fue relativamente cercano en el tiempo a cuando Spaulding leía su manuscrito a muchos de los presentes en esa misma audiencia, entonces este hecho merece con toda razón un gran peso como evidencia.
Las pruebas reunidas por el Dr. Philastus Hurlburt, en cumplimiento de la reunión ciudadana de Conneaut, fueron publicadas por primera vez en Mormonism Unveiled de Howe, en 1834, y constituyen la colección más importante de pruebas originales jamás reunida sobre este tema. Primero examinaremos esas pruebas en cuanto se relacionan con la identidad del “Manuscript Found” de Spaulding y el Libro de Mormón, introduciendo después las pruebas corroborativas que tengamos a mano. A menos que se indique lo contrario, la siguiente evidencia fue tomada antes y publicada en 1834 por E. D. Howe en el capítulo diecinueve de su Mormonism Unveiled.
El primer testigo presentado es John Spaulding, quien vivió con su hermano Solomon en Conneaut, Ohio. Acerca de un libro que su hermano había estado escribiendo, John Spaulding dice lo siguiente:
“El libro que él estaba escribiendo se titulaba ‘Manuscript Found,’ del cual me leyó muchos pasajes. Era una novela histórica de los primeros colonos de América, intentando mostrar que los indios americanos eran descendientes de los judíos, o de las tribus perdidas. Daba un relato detallado de su viaje desde Jerusalén por tierra y mar hasta que llegaron a América bajo el mando de Nefi y Lehi. Después tuvieron disputas y contenciones y se separaron en dos naciones distintas, a una de las cuales llamó nefitas y a la otra lamanitas. Siguieron guerras crueles y sangrientas, en las que fueron muertos grandes multitudes. Enterraban a sus muertos en grandes montículos, lo que dio origen a los túmulos tan comunes en este país. Se ponían de relieve las artes, las ciencias y la civilización, con el fin de dar explicación a las curiosas antigüedades halladas en diversas partes de Norte y Sudamérica. He leído recientemente el Libro de Mormón y, para mi gran sorpresa, encuentro casi todo el mismo material histórico, nombres, etc., tal como estaban en los escritos de mi hermano. Recuerdo muy bien que escribía en el estilo antiguo y comenzaba casi todas las frases con ‘Y aconteció que,’ o ‘Ahora aconteció que,’ lo mismo que en el Libro de Mormón, y, según mi mejor recuerdo y creencia, es lo mismo que escribió mi hermano Solomon, con la excepción de la materia religiosa. Por qué medios ha llegado a las manos de José Smith, hijo, no lo puedo determinar.”
—JOHN SPAULDING
Nuestro siguiente testigo es Martha Spaulding, esposa de John Spaulding. Ella dice:
“Conocí personalmente a Solomon Spaulding hace unos veinte años. Estuve en su casa poco tiempo antes de que dejara Conneaut; entonces estaba escribiendo una novela histórica, fundada en los primeros pobladores de América. Los representaba como un pueblo ilustrado y belicoso. Durante muchos años había sostenido que los aborígenes de América eran descendientes de algunas de las tribus perdidas de Israel, y esta idea la desarrolló en el libro en cuestión. El lapso de tiempo transcurrido me impide recordar más que unos pocos de los incidentes principales de sus escritos; pero los nombres de Nefi y Lehi aún permanecen frescos en mi memoria como los principales héroes de su relato. Eran oficiales de la compañía que salió de Jerusalén en primer lugar. Daba un relato particular de su viaje por tierra y mar hasta que llegaron a América, después de lo cual surgieron disputas entre los jefes que los llevaron a dividirse en diferentes bandos, a uno de los cuales llamó lamanitas y al otro nefitas. Entre ellos se relataban batallas tremendas, que con frecuencia cubrían el suelo con los muertos; y el hecho de ser enterrados en grandes montículos era la causa de los numerosos túmulos del país. A algunos de estos pueblos los representaba como de gran estatura. He leído el Libro de Mormón, lo cual ha traído nuevamente a mi memoria los escritos de Solomon Spaulding, y no tengo la menor duda de que la parte histórica es la misma que leí y escuché hace más de veinte años. El estilo antiguo y obsoleto y las frases de ‘Y aconteció que,’ etc., son los mismos.”
—MARTHA SPAULDING
Nuestro tercer testigo es Henry Lake, socio comercial de Spaulding en Conneaut. Él dice:
“Él [Spaulding] me leía con mucha frecuencia de un manuscrito que estaba escribiendo, al cual titulaba ‘Manuscript Found,’ y que representaba como encontrado en este pueblo. Pasé muchas horas escuchándole leer dichos escritos y llegué a conocer bien su contenido. Quería que le ayudara a conseguir que su producción fuera impresa, alegando que un libro de esa clase tendría una venta rápida. Yo pensaba hacerlo, pero la fragua no dio los resultados esperados, fracasamos en el negocio, y entonces desistí de tener algo que ver con la publicación del libro. Este libro representaba a los indios americanos como descendientes de las tribus perdidas, daba cuenta de su salida de Jerusalén, sus contiendas y guerras, que eran muchas y grandes. Una vez, cuando me leía el trágico relato de Labán, le señalé lo que consideraba una inconsistencia, la cual prometió corregir; pero, al referirme al Libro de Mormón, encuentro, para mi sorpresa, que está allí tal como me lo leyó entonces. Hace algunos meses pedí prestada la Biblia de Oro, la puse en mi bolsillo, la llevé a casa y no pensé más en ella. Una semana después mi esposa encontró el libro en el bolsillo de mi abrigo, colgado, y comenzó a leerlo en voz alta mientras yo estaba recostado en la cama. No había leído veinte minutos cuando me sorprendió encontrar los mismos pasajes que Spaulding me había leído más de veinte años antes de su ‘Manuscript Found.’ Desde entonces he examinado con más cuidado la llamada Biblia de Oro, y no tengo duda en decir que la parte histórica está tomada principalmente, si no en su totalidad, del ‘Manuscript Found.’ Recuerdo muy bien haberle dicho al Sr. Spaulding que el uso tan frecuente de las palabras ‘Y aconteció que,’ ‘Ahora aconteció que,’ lo hacía ridículo.”
—HENRY LAKE
IV.
Nuestro cuarto testigo es John N. Miller, quien fue empleado por Spaulding y Lake en Conneaut y se hospedaba en casa del primero. Miller dice:
“Él [Spaulding] había escrito dos o tres libros o folletos sobre diferentes temas, pero el que más particularmente atrajo mi atención fue el que llamó ‘Manuscript Found.’ De este solía leer con frecuencia algunos pasajes humorísticos a los presentes. Pretendía ser la historia del primer asentamiento de América antes de ser descubierta por Colón. Los trajo desde Jerusalén bajo la dirección de sus líderes, detallando sus viajes por tierra y mar, sus costumbres, leyes, guerras, etc. Decía que lo había diseñado como una novela histórica y que, con los años, muchos lo creerían tanto como la historia de Inglaterra. Poco después fracasó en los negocios, y me dijo que se retiraría del bullicio de sus acreedores, terminaría su libro y lo publicaría, lo cual le permitiría pagar sus deudas y sostener a su familia. Pronto después se mudó a Pittsburg, según entendí.
He examinado recientemente el Libro de Mormón y encuentro en él los escritos de Solomon Spaulding de principio a fin, pero mezclados con Escrituras y otros asuntos religiosos que no encontré en el ‘Manuscript Found.’ Muchos de los pasajes en el libro mormón son textuales de Spaulding, y otros en parte. Los nombres de Nefi, Lehi, Moroni, y, de hecho, todos los nombres principales, me vinieron frescos a la memoria por la Biblia de Oro. Cuando Spaulding despojaba a su historia de los nombres fabulosos por medio de una explicación verbal, hacía desembarcar a su pueblo cerca del Estrecho de Darién, al cual estoy muy seguro llamó Zarahemla; los condujo por esa región durante largo tiempo, en el cual se sucedieron guerras y grandes derramamientos de sangre. Los llevó a través de Norteamérica en dirección noreste.”
—JOHN N. MILLER
Nuestro quinto testigo es Aaron Wright, quien dice:
“Conocí a Solomon Spaulding por primera vez en 1808 o 1809, cuando comenzó a construir una fragua en Conneaut Creek. Un día, estando en su casa, me mostró y me leyó una historia que estaba escribiendo sobre las tribus perdidas de Israel, pretendiendo que ellas eran los primeros colonos de América, y que los indios eran sus descendientes. Sobre este tema tuvimos frecuentes conversaciones. Él trazaba su viaje desde Jerusalén hasta América tal como se da en el Libro de Mormón, exceptuando la materia religiosa. Sé que la parte histórica del Libro de Mormón es la misma que leí y escuché leer de los escritos de Spaulding hace más de veinte años; los nombres son especialmente los mismos sin alteración alguna. Me dijo que su objetivo era explicar todas las fortificaciones, etc., que se encuentran en este país, y dijo que con el tiempo sería plenamente creído por todos, excepto los eruditos y los historiadores. Una vez esperé leer sus escritos impresos, pero poco pensé que los vería en una nueva Biblia. Spaulding tenía muchos otros manuscritos que espero ver cuando Smith traduzca sus otras planchas. Para concluir, observaré que los nombres y la mayor parte de la parte histórica del Libro de Mormón me eran tan familiares antes de leerlo como la historia moderna. Si no es escrito de Spaulding, es lo mismo que él escribió; y si Smith fue inspirado, pienso que lo fue por el mismo espíritu que inspiraba a Spaulding, el cual confesó ser el amor al dinero.”
—AARON WRIGHT
Nuestro sexto testigo es Oliver Smith, quien testifica:
“Cuando Solomon Spaulding llegó por primera vez a este lugar [Conneaut], compró una extensión de terreno, la dividió y comenzó a venderla. Mientras se dedicaba a este negocio, se hospedó en mi casa durante casi seis meses en total. Todas sus horas de ocio las ocupaba en escribir una novela histórica basada en los primeros colonos de este país. Dijo que tenía la intención de trazar su viaje desde Jerusalén, por tierra y mar, hasta su llegada a América, y dar un relato de sus artes, ciencias, civilización, guerras y contiendas. De esta manera daría una explicación satisfactoria de los antiguos túmulos tan comunes en este país. Durante el tiempo que estuvo en mi casa leí y escuché leer cien páginas o más. Nefi y Lehi fueron representados por él como personajes principales cuando partieron por primera vez hacia América. Su objetivo principal era escapar de los juicios que suponían que estaban por venir sobre el viejo mundo. Pero no se introdujo ninguna materia religiosa, según recuerdo ahora. * * * Cuando escuché relatar la parte histórica, de inmediato dije que eran los escritos de Solomon Spaulding. Poco después obtuve el libro, y al leerlo encontré gran parte de lo que Spaulding había escrito más de veinte años antes.”
“OLIVER SMITH.”
Nuestro séptimo testigo, Nahum Howard, afirma lo siguiente:
“Conocí por primera vez a Solomon Spaulding en diciembre de 1810. Después de esa fecha lo vi con frecuencia en su casa y también en la mía. Una vez, conversando con él, expresé mi sorpresa por no tener noticia alguna de los habitantes que alguna vez hubo en este país, quienes erigieron los antiguos fuertes, túmulos, etc. Entonces me dijo que estaba escribiendo una historia de esa raza de gente y después con frecuencia me mostró sus escritos, los cuales leí. He leído últimamente el Libro de Mormón y creo que es lo mismo que escribió Spaulding, excepto la parte religiosa. Me dijo que tenía la intención de publicar sus escritos en Pittsburg, y pensaba que en un siglo a partir de entonces se creería tanto como cualquier otra historia.”
—NAHUM HOWARD
Nuestro octavo testigo es Artemas Cunningham, cuyo testimonio dice así:
“En el mes de octubre de 1811 fui del municipio de Madison a Conneaut, con el propósito de cobrar una deuda que me debía Solomon Spaulding. Permanecí con él casi dos días con el fin de lograr mi objetivo, lo cual finalmente no pude hacer. Lo encontré sin medios para pagar sus deudas. Su única esperanza de algún día pagarlas parecía estar en la venta de un libro que había estado escribiendo. Procuró convencerme, por la naturaleza y carácter de la obra, de que tendría una pronta venta. Antes de mostrarme sus manuscritos, me dio una relación verbal de sus fundamentos, diciendo que era una historia fabulosa o romántica del primer asentamiento de este país, y como se suponía que era un registro hallado enterrado en la tierra, o en una cueva, había adoptado el estilo antiguo o bíblico de escritura.
Luego presentó sus manuscritos, cuando nos sentamos y pasamos gran parte de la noche leyéndolos y conversando sobre ellos. Recuerdo bien el nombre de Nefi, que parecía ser el héroe principal de la historia. La repetición frecuente de la frase ‘Yo, Nefi’ la recuerdo tan claramente como si hubiera sido ayer, aunque los rasgos generales de la historia han pasado de mi memoria por el transcurso de veintidós años. Procuraba dar explicación a las numerosas antigüedades que se encuentran en este continente, y comentó que, después de que esta generación hubiera pasado, su relato de los primeros habitantes de América sería considerado tan auténtico como cualquier otra historia. He examinado parcialmente la Biblia Mormona y estoy plenamente convencido de que Solomon Spaulding había escrito sus fundamentos antes de dejar Conneaut.”
Después de la publicación del testimonio anterior (1834), el “apóstol” Orson Hyde fue a Conneaut, evidentemente para conseguir declaraciones que lo contradijeran o desacreditaran. Recibió tan poco consuelo que ni siquiera hizo mención pública del viaje hasta 1841, cuando estaba en Londres.
Nuestro noveno testigo sobre los hechos que muestran el plagio del Libro de Mormón del manuscrito de Spaulding es el Sr. Joseph Miller. Él fue íntimamente conocido de Solomon Spaulding durante todo el tiempo en que este último residió en Amity, Pensilvania (1814–1816). El testimonio del Sr. Miller se conserva en el Pittsburg Telegraph del 6 de febrero de 1879, del cual lo siguiente es pertinente:
“Al escuchar la lectura en el libro [de Mormón] del relato de la batalla entre los amlicitas y los nefitas [Libro de Alma, capítulos 1–3, edición del ’88], en la cual los soldados de un ejército se habían puesto una marca roja en la frente para distinguirse de sus enemigos, me pareció reproducir en mi mente, no solo la narración, sino las mismas palabras, tal como habían quedado grabadas en mi memoria por la lectura del manuscrito de Spaulding.”
Nuestro décimo testigo es Redick McKee, cuyo testimonio sobre otro punto ya hemos citado. Bajo fecha de Washington, D.C., 14 de abril de 1869, publicado en el Washington (Pa.) Reporter del 21 de abril de 1869, dice:
“En el otoño de 1814 llegué a la aldea de Good Will, y durante dieciocho o veinte meses vendí mercancías en la tienda que antes había ocupado el Sr. Thos. Brice. Estaba en la calle principal, a unas puertas al oeste de la taberna de Spaulding, donde yo me hospedaba. Con el Sr. Solomon Spaulding y su esposa llegué a tener bastante intimidad. Recuerdo muy bien al Sr. Spaulding dedicar mucho tiempo a escribir [en hojas arrancadas de un libro viejo] lo que pretendía ser una verdadera historia de las naciones o tribus que habitaron Canaán. Lo llamaba ‘Historia perdida hallada’, ‘Manuscrito perdido’, o algún nombre parecido, sin disimular que era enteramente una obra de imaginación, escrita para divertirse él mismo y sin una vista inmediata a su publicación. Me impresionó el detalle minucioso y la aparente veracidad y sinceridad del autor. Tengo un recuerdo indistinto del pasaje referido por el Sr. Miller acerca de los amlicitas que se pintaban con rojo una cruz en la frente para distinguirse de sus enemigos en la confusión de la batalla.”
El undécimo testigo es el Rev. Abner Jackson, quien, siendo aún un niño y estando confinado con una rodilla enferma, oyó a Solomon Spaulding leer gran parte de su historia a su padre, y también lo escuchó dar un bosquejo de toda la obra. El Sr. Jackson, con fecha 20 de diciembre de 1880, hizo la siguiente declaración al Washington County (Pa.) Reporter del 7 de enero de 1881:
“Spaulding leía con frecuencia su manuscrito a los vecinos y los divertía mientras avanzaba con la obra. Lo escribía en estilo bíblico. La frase ‘Y aconteció que’ ocurría tan a menudo que algunos lo llamaban ‘El viejo Aconteció-que’. El Libro de Mormón sigue la novela demasiado de cerca como para ser ajeno a ella. En ambos aparecen muchas personas con los mismos nombres, como Moroni, Mormón, nefitas, Lamán, lamanitas, Nefi y otros. Aquí se nos presenta una segunda novela llamada El Libro de Mormón, contando la misma historia del mismo pueblo, viajando desde la misma llanura, de la misma manera, con las mismas dificultades y destino, con las mismas guerras, las mismas batallas y los mismos resultados, con miles y miles muertos.
Luego, obsérvese el relato mormón de la última batalla en Cumorah, donde todos los justos fueron muertos. ¡Cuánto se parece esto a la escena final del Manuscrito hallado! Lo más singular de todo es que sigue tan de cerca la novela, con esta diferencia: la primera pretendía ser una novela, la segunda pretende ser una revelación de Dios, una nueva Biblia. Cuando fue llevada a Conneaut y leída allí en público, el viejo juez Wright la oyó y exclamó: ‘El viejo Aconteció-que ha vuelto a la vida’. Este era el lugar donde Spaulding escribió y leía su manuscrito a los vecinos para divertirlos, y el juez Wright lo había oído leer muchas veces de su novela. Esto fue en 1832, dieciséis años después de la muerte de Spaulding. Este juez Wright vivía en una pequeña granja justo a las afueras de la aldea. Yo lo conocí durante veinticinco años. Viví en su granja cuando era niño y asistí a la escuela en su aldea. Soy cuidadoso en notar estas cosas para mostrar que tuve la oportunidad de saber de lo que estoy escribiendo.”
El juez Wright, a quien se refiere la declaración del Sr. Jackson, es el mismo Aaron Wright, quien fue nuestro quinto testigo sobre la cuestión de identidad.
Por último, aunque no menos importante, presentamos a John C. Bennett. Él dice que se unió a los mormones con el fin de ponerse en posición de exponer sus iniquidades. Fue general de intendencia de Illinois, alcalde de Nauvoo, maestro en cancillería del condado de Hancock, Illinois, nombrado por el entonces juez Stephen A. Douglas, síndico de la “Universidad de la Ciudad de Nauvoo”, receptor de menciones especiales en revelaciones que pretendían venir directamente de Dios, así como innumerables elogios de los líderes de la iglesia y del órgano oficial de la misma.
El pueblo mormón ha llamado a Bennett más tipos de mentiroso, me parece, que a ningún otro hombre antes. Cuando se pregunta a los mormones exactamente qué declaración de Bennett justifica tal acusación, usualmente confiesan que nunca leyeron su libro. A la luz de la historia posterior y de las admisiones de la propia iglesia, no hay una sola de las innumerables acusaciones de Bennett —de iniquidades casi increíbles— que yo no pueda demostrar que es sustancialmente cierta en cuanto al carácter de la iniquidad, si no en cuanto a su manifestación particular, y todo ello únicamente a partir de publicaciones de la propia Iglesia Mormona. Por tanto, creo lo que dice Bennett, y aquí cito la parte de su testimonio que se relaciona con el origen del Libro de Mormón.
“Haré aquí la observación, en confirmación de lo anterior [habiendo citado una pequeña parte de las declaraciones recién transcritas], que el Libro de Mormón fue originalmente escrito por el reverendo Solomon Spaulding, A. M., como una novela y titulado El Manuscrito Hallado, y colocado por él en la imprenta de Patterson y Lambdin, en la ciudad de Pittsburg, de donde fue tomado por un conspicuo ministro mormón y remodelado mediante la adición de la parte religiosa, puesto luego en posesión de Smith, y después publicado al mundo como lo demuestra el testimonio. Esto lo sé por la confederación, y de su perfecta corrección no hay ni sombra de duda. Jamás existieron planchas del Libro de Mormón salvo aquellas que fueron vistas por los ojos espirituales y no por los naturales de los testigos. La historia de las planchas es enteramente quimérica.”
Se observará que Bennett no nombra a Rigdon ni a Pratt en su declaración. La razón se hace evidente al leer cierta correspondencia publicada en el mismo libro, de la cual resulta que, en el momento de escribir, abrigaba la razonable esperanza de que Sidney Rigdon y los Pratt abandonaran la iglesia y se unieran a él en su cruzada antimormona, y probablemente no quiso comprometer indebidamente a sus supuestos confederados, que aún permanecían aparentemente dentro del redil.
Por amor al oro, no a Dios
Con la excepción de establecer el motivo, nuestro caso está ahora completo. La inferencia natural, por supuesto, es que la codicia de ganancia fue la dinámica del plan, pero no debemos dejar siquiera este hecho sin evidencia directa. Los mormones señalan la violenta muerte de Smith como un martirio, y consideran esto una respuesta suficiente al cargo de egoísmo. Un hombre que, como en el caso de Smith, muere con un revólver en la mano, disparando a sus atacantes, resulta un mártir en una pose bastante novedosa; y, sin embargo, podemos admitir que Smith no habría escogido por motivos egoístas una carrera de impostura si al principio hubiese podido prever su ignominioso final.
Poco después de la visita de Rigdon a Smith y de la recepción de la revelación que hacía de Kirtland el lugar de reunión de los “Santos”, la familia Smith, junto con sus seguidores, se trasladó a Ohio. Las revelaciones comenzaron a multiplicarse rápidamente y de tal carácter que demostraban que el amor al oro, y no a Dios, era la causa que las inducía. Cito algunas muestras pertinentes:
- “El que os recibe, a mí me recibe, y el mismo os alimentará y os vestirá y os dará dinero; y el que no hiciere estas cosas no es mi discípulo.”
- “Es sabiduría en mí que mi siervo Martin Harris sea un ejemplo para la iglesia al poner su dinero delante del obispo de la iglesia. Y asimismo, esta es una ley para todo hombre que venga a esta tierra a recibir una herencia, y hará con este dinero conforme la ley lo dirija.”
- “Y que todo el dinero que pueda ser ahorrado, no importa si es poco o mucho, sea enviado a la tierra de Sion a aquellos que he designado para recibirlo.”
- “Y todos aquellos que no tengan familias, que reciban dinero, envíenlo al obispo de Sion.”
- “He aquí, esta es mi voluntad en cuanto a la obtención de dinero, así como lo he mandado.” (Millennial Star, 80)
- “Imparte una parte de tu propiedad; sí, incluso parte de tus tierras, y todo salvo lo necesario para el sustento de tu familia.”
- “En verdad, así dice el Señor: requiero que toda su propiedad sobrante sea puesta en manos del obispo de mi iglesia en Sion.”
- “Y en el trabajo temporal tú [Smith, el atleta] no darás fuerza, porque este no es tu llamamiento.”
- “Ellos te sostendrán, y yo los bendeciré tanto espiritual como temporalmente.”
- “Si deseáis los misterios del reino, proveed para él [Smith] alimento y vestido y cuanto necesite para cumplir la obra.”
- “El que os alimente, o vista, o dé dinero, de ningún modo perderá su recompensa.”
- “El que envíe tesoros a la tierra de Sion recibirá una herencia en este mundo.”
- “Yo mando que no codicies tu propia propiedad.”
“Vuestro dinero o vuestra condenación” tiene aproximadamente el mismo aval ético que la demanda menos pretenciosa del salteador de caminos que dice: “Vuestro dinero o vuestra vida.” Pero aún no hemos llegado al final. El padre del “profeta,” que, antes del descubrimiento de la supuesta misión divina de su hijo, apenas lograba ganarse la vida como vendedor de pasteles y cerveza de raíz,170 se convirtió ahora en dispensador de bendiciones patriarcales a diez dólares por semana más gastos (Millennial Star, 308),171 y más tarde a tres dólares por bendición.
Los hermanos y amigos del profeta recibieron, por revelación, un regalo de bienes raíces (Millennial Star, 520).
Estas son parte, y de ningún modo la totalidad, de las pruebas que tienden a establecer que el deseo de dinero fue la causa inspiradora de cada acto del profeta mormón, la verdadera divinidad que moldeó sus pensamientos y revelaciones, y dio origen a los libros de Mormón. Antes de convertirse en profeta, la capacidad de ganancia de Joseph Smith como buscador de dinero con piedra de vidente era de 14 dólares al mes (Millennial Star, 151). Poco después de proclamarse profeta, se convirtió en presidente de un banco. En 1842, el profeta (junto con su hermano Hyrum y Sidney Rigdon) se acogió a la ley de bancarrota para evitar a sus acreedores, cuyas reclamaciones ascendían a cien mil dólares (Millennial Star, 343; Mormonism and Mormons, 338).177 Unos pocos años más tarde, el profeta fue asesinado, siendo entonces el hombre más rico de Nauvoo.
En toda la historia de sus vidas, si hemos de creer que sus supuestas revelaciones provenían de lo alto, Dios manifiesta en favor de los conspiradores una codicia por la prosperidad terrenal que avergonzaría a cualquier hombre decente que intentara satisfacerla a costa de un número semejante de infortunados ignorantes y empobrecidos.
Quizás sea una obra de supererogación, pero no puedo resistir llamar la atención al aspecto humano de los conspiradores, cuando llegaron a enfrentarse por la división del botín. Muchos, incluso Brigham Young, sospechaban que Joseph Smith había malversado dinero de la iglesia (Deseret News, 8 de abril de 1857, p. 36).178 Brigham, sin embargo, vio disipadas sus sospechas, pues el Señor en persona puso dinero en su baúl (Journal of Discourses, 2:128; Deseret News, 115). Pero si el Señor podía proveer dinero sin malversar nada, ¿cómo explicar que incluso meses más tarde fracasara un banco establecido por revelación, con $150,000 en pasivos y prácticamente sin activos, después de solo ocho meses de operaciones? (An Exposure of Mormonism, 11).
El incidente más contundente de este tipo, sin embargo, ocurrió como resultado de los celos entre Rigdon y Smith, que se manifestaron en decenas de formas a lo largo de sus vidas. Cuando Rigdon, en su visita al profeta en Nueva York, deseó ser proclamado traductor de las planchas restantes entregadas por el ángel a Smith, y tener el mismo poder que Joseph Smith, las ambiciones de aquel fueron sofocadas por una revelación de Dios a Rigdon, diciendo: “No es prudente en mí que traduzcas nada más hasta que vayas a Ohio,”183 pero el resto de las planchas nunca fue traducido (Journal of Discourses, 3:38, 216-218; Reminiscences of Joseph the Prophet, 14).
Cuando Cowdery y quizá Rigdon instaban a su socio en el fraude a que los elevara al oficio profético, Smith resistió con una revelación en la que Dios es hecho decir: “Nadie será designado para recibir mandamientos y revelaciones en esta iglesia, excepto mi siervo Joseph Smith, Jr.” Revelaciones similares parecieron ser necesarias más de una vez.
Finalmente la presión se volvió insoportable, y se obtuvo una revelación en la que Dios, contradiciendo sus anteriores declaraciones, una de las cuales acaba de citarse, nombra a Sidney Rigdon “para recibir los oráculos para toda la iglesia.” Y sin olvidar los derechos iguales del hermano del profeta, Dios declara: “Yo le nombro a él (Hyrum Smith) para que sea un profeta, un vidente y un revelador para mi iglesia, así como mi siervo Joseph” (Millennial Star, 360).188 Ambos hombres fueron, en consecuencia, “ordenados” cada uno como “profeta, vidente y revelador” (Millennial Star, 550 en cuanto a Rigdon, y p. 373 en cuanto a Hyrum Smith). Ahora se afirma que Smith había conferido a todos los Apóstoles “todo el poder, sacerdocio y autoridad jamás conferida sobre él mismo” (Journal of Discourses, 1:206; 19:124; Melchizedek and Aaronic Herald, febrero de 1850; Millennial Star, 104, 68; Semi-Annual Conference, 70). Así hasta los mismos Dioses son hechos retractarse de sus palabras al mandato de los conspiradores, que riñen en su reparto de la gloria y el oro.
Un incidente más de esta clase bastará. En febrero de 1831, Smith recibió la primera de varias revelaciones que ordenaban a los hermanos proporcionarle un hogar. En parte decía lo siguiente:
“Es justo que mi siervo José Smith, hijo, tenga una casa construida en la cual habite y traduzca. Y además, es justo que mi siervo Sidney Rigdon viva como le parezca bien, en tanto guarde mis mandamientos.”
Por supuesto, vivir “como le parezca bien” era para Sidney Rigdon difícilmente un equivalente justo a una casa y un terreno. ¿Acaso no había hecho él a Smith “profeta, vidente y revelador,” y no podía también deshacerlo? ¿Por qué, entonces, habría de someterse Sidney Rigdon a una división tan injusta del botín del oficio profético? No lo hizo.
La revelación anterior fue recibida mientras Rigdon estaba ausente de Kirtland. A su regreso, fue a la casa de reuniones donde una multitud expectante lo aguardaba con la esperanza de uno de sus sermones cautivadores. Pero Rigdon no subió al púlpito, sino que caminaba de un lado a otro del recinto. Como el “profeta José” estaba ausente de Kirtland, el padre Smith pidió a Rigdon que hablara. Con tono excitado Rigdon respondió (¿y quién negará que no lo dijo como quien tiene autoridad?): “Las llaves del Reino han sido arrebatadas de la iglesia, y hoy no se elevará oración alguna en esta casa.” “¡Oh, no; espero que no!,” exclamó el padre Smith. “Os digo que sí,” replicó el “Élder Rigdon.” Los hermanos se quedaron mirando, pálidos, y las hermanas, angustiadas, clamaban por alivio. “Os repito,” dijo Sidney con gran emoción, “que las llaves del Reino os han sido quitadas, y nunca las recuperaréis hasta que me edifiquéis una nueva casa.”
En medio de la tumultuosa agitación de las hermanas, el “Hermano Hyrum” salió de la reunión para traer al “profeta José,” que se hallaba en un asentamiento cercano. Al día siguiente, a su regreso, los “hermanos” y “hermanas” se reunieron de nuevo en expectativa de sucesos importantes. José subió al púlpito e informó a la asamblea que estaban bajo un gran error; que la iglesia no había transgredido. Refiriéndose a las llaves perdidas, dijo: “Yo mismo poseo las llaves de esta última dispensación, y las poseeré por siempre jamás, tanto en el tiempo como en la eternidad; así que tranquilizad vuestros corazones en ese punto; todo está bien.”
Continúo citando de un relato escrito por la madre del “profeta,” que cuenta exactamente lo que desean que el mundo crea que ocurrió inmediatamente después:
“Él (José Smith) prosiguió entonces y predicó un discurso de consuelo, tras lo cual nombró un concilio para reunirse al día siguiente, en el que Sidney Rigdon fue juzgado por haber mentido en el nombre del Señor. En este concilio José le dijo que debía sufrir por lo que había hecho; que sería entregado a los ‘bofetones de Satanás,’ quien lo trataría como un hombre trata a otro; que cuanto menos sacerdocio tuviera, mejor le iría, y que sería bueno para él renunciar a su licencia. Sidney aceptó este consejo, pero aun así tuvo que sufrir por su necedad, pues, según su propio relato, fue sacado de la cama por el diablo tres veces en una noche, arrastrado por los talones.”
La madre Lucy Smith añade con duda: “Sea esto cierto o no, lo que sí es seguro es que su contrición de alma fue tan grande como lo puede ser en un hombre que logre sobrevivir a ella” (Deseret News, 91, 21 de diciembre de 1864; véase también History of the Mormons, 53).
La última frase demuestra, sin lugar a dudas, que la madre Lucy albergaba dudas sobre esta tonta historia que acababa de narrar, y, por supuesto, nosotros tenemos derecho a dudar igualmente.
Lo que realmente sucedió queda muy claro por los acontecimientos posteriores. Smith y Rigdon se reunieron, arreglaron sus diferencias mediante un acuerdo según el cual Rigdon tendría una casa si devolvía las “llaves” de la última dispensación y desistía de ejecutar sus amenazas de destruir el “Reino.” Y, para que el acuerdo ejerciera un efecto saludable sobre los demás, debía aparentar penitencia y humildad. Como prueba de esta conclusión señalamos el relato de esta transacción, citado anteriormente de la vida del “profeta” escrita por la madre Lucy, y las dos secciones siguientes de una revelación anunciada por Smith con fecha de agosto de 1831:
“He aquí, en verdad os digo: Yo, el Señor, no estoy complacido con mi siervo Sidney Rigdon. Él se ensoberbeció en su corazón y no recibió mi consejo, sino que contristó al Espíritu.”
“Que mis siervos José Smith, hijo, y Sidney Rigdon busquen una casa, según sean guiados en oración por el Espíritu.”192
No es necesario añadir que cada uno recibió una casa, y ambas permanecieron en pie durante muchos años, y quizás aún hasta el día de hoy, lado a lado, y ambas construidas según los mismos planos.
Comentario Final
El caso, en lo que respecta a la presentación de pruebas, debe considerarse ahora cerrado. Los actores de este fraude han muerto todos, y sobre la cuestión precisa aquí discutida es poco probable que aparezcan nuevas evidencias. Todas las pruebas que afectan directamente a cualquiera de las partes han sido presentadas y revisadas.
Cuando, como en este caso, se investiga un asunto que depende de pruebas circunstanciales, debemos juzgar la evidencia en su conjunto. Ninguna circunstancia aislada de entre muchas puede establecer por sí sola el hecho definitivo. Y el reverso de esta proposición es igualmente cierto: no se puede demostrar la insuficiencia de las pruebas mostrando que una circunstancia particular, si se considerara sola, sería igualmente compatible con otra teoría diferente de aquella que apoya. Las circunstancias probatorias deben ser vistas en conjunto, cada una en la luz de su relación con todas las demás. Consideradas así, las pruebas circunstanciales son fuertes en la medida en que las circunstancias, relacionadas y consistentes con la teoría defendida, son numerosas. En el argumento en cuestión, los hechos circunstanciales son tan numerosos, y recogidos de tantas fuentes desconectadas, corroborados por tantas admisiones de los conspiradores acusados y de sus defensores, que resulta absolutamente imposible creer que todos hayan surgido como un simple asunto de coincidencia accidental.
Pongamos a prueba a los defensores de la divinidad del mormonismo invitándolos a presentar un caso igualmente sólido de evidencia circunstancial, basado en hechos establecidos, todos tendientes a mostrar algún otro origen humano para el Libro de Mormón distinto del aquí propuesto. La incapacidad de hacerlo significaría que tal conjunto de hechos concurrentes no puede duplicarse en apoyo de ninguna otra teoría que no sea la aquí sostenida. Si, como ahora debe admitirse, la concurrencia de tantos hechos puede explicarse mejor por las conclusiones aquí defendidas, entonces esa es una convicción más creíble y racional que aquella que, por necesidad, requiere la creencia en un supuesto milagro imposible de comprobar. La explicación que menos da por sentado es siempre la que adopta la persona más sensata. Teniendo presentes estas verdades, repasemos brevemente algunas de las características más destacadas del argumento.
A partir de la evidencia no contradicha de testigos —prácticamente todos desinteresados y que, en la mayoría de las circunstancias de gran peso probatorio, son corroborados por publicaciones oficiales de la iglesia— hemos establecido, sin lugar a dudas, y estoy seguro de que para satisfacción de todas las mentes pensantes no nubladas por el misticismo, que los siguientes hechos están plenamente demostrados:
Solomon Spaulding, entre 1812 y 1816, bosquejó y luego reescribió una novela en la que intentaba explicar el origen israelita del indio americano. El primer bosquejo de esta historia, que ahora se encuentra en el Oberlin College, no tenía conexión directa con el Libro de Mormón, y nunca se alegó que la tuviera; tal conexión fue expresamente desmentida ya en 1834. La historia reescrita, titulada Manuscript Found, fue dejada por Spaulding dos veces en manos de un editor, de donde fue robada en circunstancias que entonces llevaron a Spaulding a sospechar de Sidney Rigdon, quien mucho después sería el primer converso destacado al mormonismo; que Rigdon, a través de su gran intimidad con los empleados de la imprenta, tuvo la oportunidad de robarlo, y que después de la muerte de Spaulding, y años antes de la aparición del mormonismo, Rigdon tuvo en su poder un manuscrito de este tipo y lo exhibió, afirmando que era de Spaulding. A través de Parley P. Pratt, Rigdon y Smith fueron puestos en relación, y este último se convirtió en el Profeta de la “Dispensación de la Plenitud de los Tiempos,” el descubridor, traductor y, según su propia designación, el “Autor y Propietario” (Evening and Morning Star, 117.194) del Libro de Mormón.
Esta conexión se establece con la más convincente evidencia circunstancial, tomada enteramente de publicaciones oficiales mormonas; se demuestra que Rigdon sabía de antemano acerca de la venida y, en términos generales, del contenido del Libro de Mormón; que tanto Rigdon como Pratt fueron, según algunos de sus relatos contradictorios, convertidos al mormonismo con una rapidez tan milagrosa y sin investigación sustancial, que —cuando esto, junto con los relatos contradictorios de esos importantes acontecimientos y sus intentos de ocultar lo precipitado de su conversión, se considera en conjunto— todo obliga a la convicción de su participación en un plan de fraude religioso.
Sobre la cuestión del plagio
Podemos añadir provechosamente un breve resumen de los puntos de identidad entre las características peculiares que se demuestran comunes a la novela de Spaulding y el Libro de Mormón.
En el primer bosquejo de su historia, Spaulding fingía que se trataba de una historia antigua americana, intentando explicar el origen de parte de los aborígenes de este continente, todo traducido de antiguos escritos hallados en una caja de piedra. Relataba las guerras de exterminio entre dos facciones, narraba la reunión de ejércitos y matanzas que resultaban físicamente imposibles para aquellos pueblos incivilizados, carentes de métodos modernos para transportar tropas o abastecimientos militares. Después de dos revisiones —una hecha por Spaulding y otra por Smith, Rigdon y compañía— el bosquejo general seguía describiendo con igual precisión el Libro de Mormón.
Al dejar inconcluso este primer esbozo, Spaulding resolvió cambiar su trama, remontando la historia a épocas más antiguas y procurando imitar el estilo de las Escrituras, a fin de darle mayor apariencia de antigüedad. La determinación de Spaulding de situar su novela más atrás en el tiempo probablemente sugirió sustituir el rollo de pergamino —que, según el manuscrito de Oberlin, fue hallado en una caja de piedra— por planchas de oro. Algún tiempo antes de 1820, alguien pretendió haber encontrado en Canadá una Biblia de oro. Si Spaulding no hizo el cambio al reescribir la historia, este suceso pudo haber sugerido tal modificación a Smith y sus cómplices.
En su intento de imitar la fraseología bíblica, Spaulding repitió tan ridículamente a menudo las palabras “aconteció que”, que tanto en Ohio como en Pensilvania los vecinos a quienes leía su manuscrito lo apodaron “el viejo Aconteció que.” En el Libro de Mormón, aunque se presenta como un compendio, la misma frase se repite inútilmente varios miles de veces, y en toda la obra es evidente un torpe esfuerzo por imitar el estilo de los escritores bíblicos.
La vida de Spaulding fue contemporánea con los disturbios antimasones, y él albergaba un sentimiento contra todas las sociedades secretas,196 lo cual también se traslada al Libro de Mormón.
La evidencia —no contradicha ni desacreditada— de muchos testigos es explícita: las secciones históricas tanto del Manuscript Found como del Libro de Mormón son las mismas, y gran parte del material religioso interpolado aparece en la exacta fraseología de la traducción de la Biblia del Rey Jacobo. Encontramos también muchos nombres de lugares, personas y tribus que son idénticos en el Manuscript Found y en el Libro de Mormón. Algunos nombres provienen de la Biblia; otros serían conocidos solo por los estudiosos de las antigüedades americanas, entre los cuales estaba Spaulding; y aún otros eran desconocidos hasta que fueron inventados por él. Los nombres que se prueban comunes a ambos son: Nefi, Lehi, Mormón, Nefitas, Lamanitas, Labán, Zarahemla y Amlícitas.
A esto se añade la circunstancia —muy singular— de que en ambos relatos uno de los dos ejércitos contendientes colocó en la frente de sus soldados una marca roja para distinguir amigos de enemigos. Con esto, las características nuevas y distintivas comunes a ambos resultan demasiado numerosas como para admitir cualquier otra explicación que no sea la aquí defendida, a saber: que el Libro de Mormón es un plagio de la novela de Spaulding, el Manuscript Found, y que constituye el producto de un fraude consciente por parte de Sidney Rigdon, Parley Parker Pratt, José Smith y otros, fraude motivado únicamente por el amor a la notoriedad y al dinero.
El Origen del Libro de Mormón
Por Brigham H. Roberts
(Una respuesta al Sr. Theodore Schroeder)
I.
Cuando alguien emprende en estos días una discusión seria sobre la teoría de Spaulding acerca del origen del Libro de Mormón, instintivamente siente la inclinación de comenzar con una disculpa a sus lectores. Cuando Pococke preguntó a Grocio dónde estaba la prueba de aquella historia de la paloma entrenada para picotear guisantes de la oreja de Mahoma y pasar por un ángel que le dictaba el Corán, Grocio respondió que no había prueba alguna. La cita proviene de Carlyle; y el hosco filósofo escocés añade a su manera agria: “Ya es realmente hora de desechar todo eso.” Así pensamos, en efecto, acerca de este mito de Spaulding en cuanto a que sea el origen del Libro de Mormón.
Cuando la Iglesia, de la cual el Libro de Mormón puede decirse, en cierto modo, que fue el origen, ha sobrevivido la más cruel persecución religiosa de los tiempos modernos—primero en la expulsión de entre doce y quince mil de sus miembros del estado de Misuri; y, en segundo lugar, en el asesinato de su primer profeta en Illinois, seguido por la expatriación de entre veinte y treinta mil de sus miembros desde el territorio de los Estados Unidos; cuando ese movimiento religioso al cual el Libro de Mormón puede decirse que dio el primer impulso, y que ahora es un factor continuo y sustentador, ha resultado en la fundación de varios estados norteamericanos en la región intermontañosa de los Estados Unidos; cuando ese pueblo que acepta el Libro de Mormón como revelación divina ha establecido, a lo largo de casi tres mil millas por los valles de la meseta de las Montañas Rocosas—desde la provincia de Alberta, Canadá, hasta los estados de Chihuahua y Sonora en la república de México—no menos de entre setecientas y novecientas colonias, muchas de ellas prósperas ciudades con importantes intereses agrícolas, manufactureros y comerciales; cuando ese mismo pueblo ha alcanzado renombre mundial como colonizadores superiores, y son buscados con avidez en tales empresas debido a su sobriedad, honradez, frugalidad e industria; cuando ese mismo pueblo está edificando silenciosamente un sistema educativo que incluye la fundación de universidades en sus principales centros y academias en otros lugares como semilleros para las instituciones centrales; cuando aquellos que aceptan el Libro de Mormón como revelación divina sostienen continuamente un cuerpo de misioneros, que varía entre mil quinientos y mil ochocientos, para llevar su mensaje al mundo, y estos misioneros trabajan en casi todas las naciones civilizadas y en las islas del Pacífico, costeándose sus propios gastos y manifestando con sus obras el desinterés de su fe—su servicio a Dios y al prójimo; cuando el mismo Libro de Mormón ha sido aceptado en los primeros tres cuartos de siglo de su existencia por cientos de miles de personas sinceras, de inteligencia promedio y ciertamente de carácter independiente; cuando el Libro de Mormón mismo ha sido traducido y publicado en al menos once idiomas, en varios de los cuales ha tenido múltiples ediciones y los ejemplares publicados se cuentan por cientos de miles, sin que aún se note merma en el interés; cuando el Libro de Mormón está creando no solo un pueblo sino también una literatura, que abarca historia, poesía y filosofía; cuando está inspirando música, pintura y escultura—cuando todo esto ha provenido del Libro de Mormón, ¿no es realmente hora de desechar toda esa charla absurda del manuscrito de Spaulding robado por Rigdon, rehecho por él y presentado al mundo por un muchacho de aldea como una revelación, y que este fraude y engaño practicados constituyan el origen de todo lo aquí enumerado?
¡Qué fe deben tener los hombres en el fraude y la deshonestidad para pensar que puede iniciar y sostener todo esto! ¡Qué victoria duradera se concede a algo concebido en el fraude, dado a luz en la iniquidad y perpetuado mediante continua falsedad! ¡Qué credulidad se requiere para creer todo esto! Que nadie en adelante, estando en tales filas, se atreva a decir que el “engaño” es un caballo bueno solo para una carrera corta. Deben saber mejor que eso, a juzgar por la posición que toman respecto de este asunto del Libro de Mormón.
Justificaciones para responder al Sr. Schroeder
Dos cosas—sí, tres—justifican una respuesta a la serie de artículos del Sr. Theodore Schroeder sobre “El origen del Libro de Mormón,” publicados en los números de septiembre y noviembre de la American Historical Magazine de 1906, y en los de enero y mayo de 1907.
La primera justificación es el hecho de la alta reputación de la revista en la que aparecieron sus artículos. Publicados en un periódico de tal rango, si no fueran refutados, podrían llevar a muchos a creer indiscutible la teoría allí expuesta sobre el origen del Libro de Mormón, y que el argumento con el cual dicha teoría se sostiene es irrefutable. Ha sido precisamente de tales circunstancias como estas, en relación con artículos que aparecieron en obras de referencia estándar, en historias y enciclopedias, que el mormonismo sufrió tanta difamación en los primeros años de su existencia. Consta ahora en las primeras ediciones de la American Cyclopedia y de la Encyclopedia Britannica que David Whitmer negó su testimonio como uno de los testigos de la divinidad del Libro de Mormón; y que sus dos testigos asociados, Oliver Cowdery y Martin Harris, habían negado su testimonio de ese libro. Al estar mal informados por estas altas fuentes de información, sin duda decenas de miles han sido impresionados por esas afirmaciones falsas. David Whitmer nunca negó su testimonio. En un folleto emitido por él mismo en 1887, y refiriéndose directamente a estas declaraciones falsas, dijo:
“Está registrado en la American Cyclopedia y en la Encyclopedia Britannica, que yo, David Whitmer, he negado mi testimonio como uno de los tres testigos de la divinidad del Libro de Mormón; y que los otros dos testigos, Oliver Cowdery y Martin Harris, negaron su testimonio de ese libro. Diré una vez más a toda la humanidad, que nunca en ningún momento he negado ese testimonio ni parte alguna de él. También testifico al mundo que ni Oliver Cowdery ni Martin Harris jamás en ningún momento negaron su testimonio. Ambos murieron reafirmando la verdad de la autenticidad divina del Libro de Mormón.”
Sin embargo, la gente todavía puede citar las obras estándar mencionadas para “probar” que estos hombres negaron su testimonio y fueron falsos testigos. Es para prevenir, en la medida de lo posible, la creación de tales condiciones respecto a los artículos del Sr. Schroeder en la American Historical Magazine que considero importante que se les responda.
La segunda cosa que justifica una respuesta al Sr. Schroeder es la forma en que está presentado su tratamiento del tema. Mucho en la forma llevaría a creer, a primera vista, que aquí teníamos un tratado realmente exhaustivo sobre el origen del Libro de Mormón; que toda la información disponible había sido recopilada, el cúmulo de hechos cribado y los resultados netos expuestos, en lugar de una alegación artificiosa hecha en favor de una teoría particular. Esto se evidencia en el constante recurso a fuentes de información en las notas añadidas a los artículos, de las cuales hay ciento noventa y seis. Luego, hay una detención ocasional en el movimiento del argumento, como si se tratara de ponderar la evidencia, de equilibrar una declaración con otra, como si se tratara de llegar a hechos sólidos, en vez de un mero esfuerzo por eliminar algún obstáculo en el camino de la teoría especial que se intenta desarrollar. Todo lo cual no es sino un juego con las formas de tratamiento: un esfuerzo por ganar al lector con apariencias de argumentación honesta, para traicionarlo en consecuencias más profundas. Bajo todos estos ropajes puede verse el arte del defensor parcial empeñado en armar un caso. Es la falsa apariencia de exhaustividad y de tratamiento imparcial del tema lo que hace deseable responder al Sr. Schroeder.
La tercera justificación para responder a los artículos del Sr. Schroeder surge de una sugerencia del propio caballero, cerca del final de su artículo, a saber: que los actores que participaron en el origen del Libro de Mormón están todos muertos, y que “sobre la cuestión precisa aquí discutida, es poco probable que se descubra nueva evidencia. Toda la evidencia que afecta directamente a cualquiera de los dos lados de la cuestión ha sido presentada y revisada.” Uno puede perdonar la complacencia consciente o inconsciente contenida en esta sugerencia, e incluso alentarla diciéndole al caballero que pensamos que tiene razón; que después de él no vendrá ningún otro que busque tan diligentemente pruebas “sobre la cuestión precisa aquí discutida.” Porque, ¿quién sino él se atrevería a caminar guiado por una luz como aquella que dirigió sus pasos? Pero con respecto a que “toda la evidencia que afecta directamente a cualquiera de los dos lados de la cuestión ha sido presentada y revisada,” debo sostener una opinión diferente. Creyendo, sin embargo, que el Sr. Schroeder ha recopilado, presentado y, con tanto arte como es posible emplear en una causa semejante, sostenido su punto de vista especial sobre la teoría de Spaulding acerca del origen del Libro de Mormón, uno no puede menos que sentir que, habiendo alcanzado el clímax de la evidencia y el argumento, el caso debería ser considerado por aquellos que sostienen una creencia opuesta.
Consideraciones preliminares
Es necesario decir una palabra más de carácter preliminar antes de entrar directamente en la teoría y el argumento del Sr. Schroeder, y es en relación con las autoridades en las que el caballero se apoya para sustentar sus puntos de vista. Por supuesto, no me es desconocida la vieja controversia respecto al grado de credibilidad que debe otorgarse a los testigos interesados, y también la sospecha que se atribuye a los testigos de lo milagroso. He sostenido durante demasiado tiempo en debates públicos una causa impopular como para no haber escuchado la acusación de que los testigos de la verdad por la cual yo contendía eran “testigos interesados”; a pesar de que mis oponentes, al mismo tiempo, aceptaban el cristianismo sobre la base del testimonio de “testigos interesados”, y desechaban por completo el testimonio de testigos hostiles, o “testigos interesados” en el lado opuesto del caso. Confío en que la sugerencia de este párrafo indique lo injusto que resulta desacreditar y desechar por completo el testimonio de los testigos del relato de José Smith sobre el origen del Libro de Mormón, con el argumento de que son “testigos interesados”, y aceptar como verdad las declaraciones de los “testigos interesados” del otro lado de la controversia.
Tengo también algún conocimiento de aquella corriente de pensamiento que desacredita a los testigos de lo milagroso. Estoy familiarizado con la laboriosa exposición de esa teoría hecha por el difunto profesor Huxley en su artículo sobre “El valor de los testigos de lo milagroso”; y también con su controversia sobre el mismo tema con el Dr. Henry Wace, prebendado de la catedral de San Pablo, y otros ministros de la Iglesia de Inglaterra. Difícilmente alguien podría vivir en esta nuestra época crítica sin estar al tanto de la existencia de esa corriente de pensamiento que pretende excluir, del ámbito del debate público, el testimonio de quienes son testigos de cosas consideradas como “trascendiendo la experiencia humana.” Tal testimonio, se dice, sugiere “credulidad por un lado y fraude por el otro.”
Y, sin embargo, tanto en la historia pasada como ahora, los testigos de lo llamado milagroso son factores con los que hay que contar en las controversias de nuestro mundo.
Puede ser cierto que el futuro revele el hecho de que gran parte de lo que en el pasado se consideró milagroso, como trascendiendo “toda experiencia humana sensata,” para usar una frase del Sr. Schroeder, lo sea únicamente por causa de la ignorancia humana en el momento del suceso presenciado, y que los milagros solo existen para los ignorantes. Aun así, concedo que uno debe mantenerse alerta respecto a esta clase de evidencia, pues el amor del hombre por lo maravilloso lo conduce a extrañas autoilusiones, así como también a la práctica del engaño hacia los demás. Pero al conceder esto por un lado, por otro deseo llamar la atención sobre un asunto completamente olvidado por el Sr. Schroeder, a saber: la falta general de fiabilidad del testimonio en las controversias religiosas, cuando aquellos que se consideran ortodoxos sienten que deben resistir lo que suponen son innovaciones religiosas. La veracidad de esto se confirma en toda la historia eclesiástica. Incluso hombres piadosos, cuando las innovaciones contravienen especialmente doctrinas o teorías de instituciones establecidas en las cuales tienen interés, suelen volverse completamente poco fiables como testigos en asuntos que conciernen a sus oponentes.
El hecho que aquí señalo está tan universalmente aceptado que apenas es necesario citar casos concretos como prueba. Pero, para que otros no olviden esta realidad, como aparentemente lo ha olvidado el Sr. Schroeder, permítaseme preguntar: ¿Se considera confiable el testimonio histórico católico cuando se trata de hechos relacionados con protestantes y con el movimiento protestante? ¿Dónde quedaría Martín Lutero si el testimonio de sus contemporáneos católicos, o las representaciones de los historiadores católicos, debieran determinar su lugar en la historia? Un tratado sobre los “Reformadores protestantes” y el valor de la “Reforma” del siglo XVI, basado enteramente en las “Variaciones” de Bossuet y en otros escritores de su mismo talante, no sería considerado de valor especial entre la gente inteligente. Y a los católicos no les ha ido mucho mejor a manos de los protestantes. El testimonio de cualquiera de las dos partes contra la otra es considerado en general con sospecha por quienes permanecen al margen de sus controversias, mientras que las partes respectivas en las discusiones se denuncian mutuamente como testigos falsos, hasta el punto en que el “engaño católico” y la “falsa representación protestante” son gritos y contragritos que resuenan a lo largo de todas las páginas de la literatura polémica e histórica católica y protestante.
Pero subamos aún más por el cauce histórico de la animosidad sectaria. ¿Qué decir de Jesús mismo, el Hijo de Dios? Si los judíos sectarios, sus contemporáneos, fueran los únicos aceptados como testigos de sus palabras, acciones y carácter, ¿qué efecto tendría su testimonio sobre el Cristo histórico? Lo haría hijo ilegítimo, bebedor de vino, compañero de rameras, publicanos y pecadores; lo presentaría como un innovador de costumbres sagradas, un profanador del templo, un sedicioso, un blasfemo. Y con tanto éxito lograron los sectarios de su tiempo hacerse creer estas cosas que la muchedumbre de Jerusalén recorría las calles clamando: “¡Crucifícale, crucifícale!”, y fue condenado por el Sanedrín a la muerte, de la cual ni siquiera un procurador romano bien dispuesto pudo salvarlo. Los judíos sectarios subornaron testigos, quienes o bien juraron falsamente contra el Cristo, o bien interpretaron erróneamente sus palabras y hechos; y todo esto con un celo “santo” por preservar el orden establecido entre los judíos. Después de su resurrección, esos mismos personajes sobornaron a la guardia romana puesta para vigilar el sepulcro, pusieron una mentira en sus labios y comprometieron su influencia como garantía contra el castigo de sus superiores por el descuido de deberes implicado en la falsedad que se les había pagado para decir.
¿Cuál fue la experiencia de Pablo con esos mismos judíos sectarios después de convertirse a la fe cristiana? Dicho brevemente: la misma que la de su Maestro. Es tan conocido el hecho de la amargura sectaria, tan intenso el celo de los ortodoxos por la fe establecida, que el emperador Juliano, comúnmente llamado el “Apóstata,” quien comprendía y ridiculizaba las disputas teológicas de las sectas cristianas hostiles, invitó al palacio a los líderes de esas sectas enemigas, para disfrutar del agradable espectáculo de sus furiosos enfrentamientos.
“El clamor de la controversia provocaba a veces que el emperador exclamara: ‘¡Escuchadme! Los francos me han escuchado, y los alamanes’; pero pronto descubrió que ahora lidiaba con enemigos más obstinados e implacables; y aunque ejerció los poderes de la oratoria para persuadirlos a vivir en concordia, o al menos en paz, quedó perfectamente convencido, antes de despedirlos de su presencia, de que no tenía nada que temer de la unión de los cristianos.”
Tal es la amargura de la lucha sectaria, en la que la parte ortodoxa ha sido siempre tan dura, tan poco veraz, tan inescrupulosa, tan ingeniosa en inventar males, tan salvaje y cruel como lo han sido los herejes. No; en el conjunto de tales cosas, la preponderancia está de su lado.
Diversas clases de testigos
En la aplicación de este triste hecho a la controversia entre la cristiandad y la Iglesia Mormona respecto al origen del Libro de Mormón, que nadie me acuse de “suplicar la cuestión” porque voy a insistir en que los testigos citados por el Sr. Schroeder son en gran medida poco confiables, debido a su celo contra una innovación de la cristiandad ortodoxa. No es así. No es mi propósito dar por sentada la cuestión con el uso del hecho histórico aquí expuesto. Solo pido que se le dé su valor apropiado al ponderar la evidencia que debe considerarse. Y hago hincapié en ello únicamente porque es un elemento en la evidencia presentada por el Sr. Schroeder del cual él no toma en cuenta absolutamente nada.
Él no da ningún peso, no considera en absoluto, el testimonio de quienes han aceptado el relato de José Smith sobre el origen del Libro de Mormón, pero concede una credulidad sin límites a toda declaración proveniente de los “testigos interesados” del otro lado de la controversia, excepto, por supuesto, cuando se destruyen mutuamente entre sí, y entonces procura explicar las inconsistencias y contradicciones. Una observación casual, una frase atribuida, o un recuerdo confuso de alguna persona oscura, de cuyo carácter nada sabemos ni tenemos medios de comprobar, encuentran su camino en alguno de los cientos de libros antimormones publicados, y luego son citados por polemistas como el Sr. Schroeder. Se hacen citas de ellos en notas al pie, y con el tiempo llegan a ser considerados, por el lector común, como de igual autoridad que cualquier otro testigo; y así, al testigo indigno, poco confiable y, en algunos casos, positivamente malicioso y falso, se le da la misma—e incluso a veces más que la misma—credibilidad que a testigos de probidad intachable y alto carácter, quienes respaldan su testimonio con toda una vida de trabajo, sufrimiento, sacrificio y, en algunos casos, martirio.
De esta clase de testigos permítaseme añadir aquí una observación más. Sé que el arcediano Paley y su View of the Evidences of Christianity son objeto de burla por parte de cierta escuela de críticos modernos, por considerarlo algo anticuado e insípido; pero hay una afirmación que hace y que no puedo dejar de creer que tiene gran fuerza. Él sostiene en su argumento que, dado que los primeros cristianos, en apoyo de los milagros cristianos de los cuales fueron testigos presenciales —y que tales supuestos milagros no podían resolverse en ilusión o error—, pasaron sus vidas en trabajos, peligros y sufrimientos, voluntariamente emprendidos, en atestación de los relatos que transmitieron, por lo tanto son dignos de credibilidad. Para ilustrar el punto con fuerza, dice:
“Si los reformadores en tiempos de Wycliffe o de Lutero; o los de Inglaterra, en tiempos de Enrique VIII o de la reina María; o los fundadores de nuestras sectas religiosas desde entonces, como el Sr. Whitefield y el Sr. Wesley en nuestros tiempos; hubieran pasado por una vida de trabajo y esfuerzo, de peligro y sufrimiento —como sabemos que muchos de ellos realmente lo hicieron— por una historia milagrosa; es decir, si hubieran fundado su ministerio público sobre la afirmación de milagros realizados dentro de su propio conocimiento, y sobre narraciones que no podían resolverse en ilusión o error; y si hubiera parecido que su conducta tenía realmente su origen en esos relatos, yo les habría creído.”
Menciono este asunto aquí por dos razones: primero, porque muchos de aquellos testigos que aceptaron el Libro de Mormón como verdadero pertenecen a la clase de testigos aquí descrita por el Dr. Paley. Eran hombres que voluntariamente pasaron sus vidas en trabajos, peligros y sufrimientos, emprendidos libremente, en atestación de los relatos que entregaron al mundo sobre el origen del Libro de Mormón; y segundo, porque, habiendo concedido que los hombres deben recibir con cautela el testimonio sobre lo llamado milagroso, deseo decir que cuando los acontecimientos a los que se refiere el testimonio son de tal carácter que no pueden resolverse en ilusión o error, y el testimonio está respaldado por una vida de trabajo, peligro y sufrimiento, no solo emprendida voluntariamente, sino persistida en ella, entonces, digo yo, su testimonio es tal que exige respeto y aceptación; y, en la más baja valoración posible que se le pueda dar, debería superar en credibilidad a enteras hecatombes de tales testigos contrarios como los citados por el Sr. Schroeder —testigos imbuidos, en muchos casos, de odio personal hacia José Smith y el sistema mormón, e influidos todos por el celo sectario de sostener la visión ortodoxa de la cristiandad tal como existía en el tiempo y lugar en que vivieron.
Pero volviendo ahora al punto en que comenzó la digresión anterior, permítaseme decir que es la mezcla indiscriminada y la igualación de los testigos, y la falta de considerar la poca fiabilidad de los testigos de la parte ortodoxa cuando resisten y buscan derribar lo que consideran una innovación contra sus ideas e instituciones más preciadas, lo que reprocho en el tratamiento que hace el Sr. Schroeder del origen del Libro de Mormón. Los testigos deben ser pesados tanto como contados en esta controversia; y debe reconocerse la posibilidad de que los testigos antimormones, en los supuestos intereses de la ortodoxia, recurran a la invención y a la difusión de falsedades.
Teorías en conflicto sobre el origen
No debe suponerse por el lector de los artículos del Sr. Schroeder que su teoría sobre el origen del Libro de Mormón es la única teoría antimormona que se ha propuesto. Por supuesto, el Sr. Schroeder no lo afirma, sino que señala todo lo contrario en su primer artículo. La razón por la que se menciona este asunto en estas consideraciones preliminares es porque quiero asegurar a mis lectores que nosotros, los “mormones,” encontramos bastante entretenimiento en las teorías conflictivas que se han planteado para explicar el origen de nuestro Libro de Mormón. La necesidad de una teoría alternativa para el origen del libro, distinta de la presentada por José Smith, se reconoció desde el principio. La cristiandad sintió que el relato de José Smith sobre el origen del libro debía ser derribado, pues de lo contrario ¿qué resultaría de esta nueva revelación, de esta nueva dispensación de la obra de Dios? El relato de José Smith sobre el origen del libro fue un desafío directo a las enseñanzas de la cristiandad moderna de que la revelación había cesado; de que la terrible voz de la profecía no se escucharía más; de que el volumen de las Escrituras estaba terminado y cerrado para siempre, y de que la Biblia era el único volumen de escritura. Por lo tanto, la cristiandad debía encontrar algún otro origen para este libro distinto al que dio José Smith.
El primero en responder a esta “necesidad sentida” inmediata de la cristiandad fue Alexander Campbell, fundador de la secta de los Discípulos. Atribuyó tajantemente el origen del libro a José Smith e imputó ignorancia y fraude consciente a su autor. (Millennial Harbinger, vol. II, 1831, bajo el título “Mormonites”). La crítica es exhaustiva y amarga. De hecho, es un buen ejemplo de la acritud de los polemistas religiosos en defensa de los puntos de vista ortodoxos.
Después vino la “teoría de Spaulding” sobre el origen, que Campbell aceptó en lugar de la suya, y de la cual hablaremos más adelante. Luego vino la teoría de la Srta. Dougall sobre la autoilusión del profeta: “por los caprichos automáticos de un cerebro vigoroso pero indisciplinado, y cediendo a ellos, quedó confirmado en el temperamento histérico que siempre añade a la ilusión el autoengaño, y al autoengaño el fraude semiconsciente.” Después llegó la teoría del Sr. I. Woodbridge Riley (1902) de pura alucinación honestamente confundida con visiones inspiradas, “con poderes hipnóticos en parte conscientes y en parte inconscientes sobre otros.”
El Sr. Schroeder, sin embargo, no acepta ninguna de estas teorías, sino que vuelve a la teoría del origen en el manuscrito de Spaulding. Para él, “las conclusiones” del Sr. Riley, por haberse pasado por alto tantas consideraciones materiales, resultan muy insatisfactorias, aunque reconoce que el esfuerzo del Sr. Riley es el mejor en esa línea. Por su parte, el Sr. Riley, al hablar de teorías anteriores —incluida especialmente la teoría de Spaulding—, dice:
“A pesar de un flujo continuo de literatura conjetural, aún es imposible señalar cualquier documento específico como fuente original del Libro de Mormón. En particular, la teoría comúnmente aceptada de Spaulding es insoluble a partir de evidencia externa y queda refutada por evidencia interna. El registro de los indios de José Smith ‘es un producto autóctono de la naturaleza salvaje de Nueva York’, y la obra auténtica de su autor y propietario. Exteriormente, refleja el color local de Palmyra y Manchester; interiormente, su complejo de pensamiento es una réplica del cerebro confuso de Smith. Este monumento de energía mal encauzada fue posible en un joven impresionable tal como estaba constituido y circunstanciado.”
La expresión del Sr. Riley, “literatura conjetural”, es acertada. Describe admirablemente la literatura sobre la teoría de Spaulding a la que va dirigida en particular. Que esa teoría sea “insoluble a partir de evidencia externa” también es acertado; pero “refutada por evidencia interna” es mejor. No lo olvidaré más adelante. Pero si estos teorizadores divergentes no pueden convencer(se) entre sí, ¿cómo esperan convencernos a nosotros, los mormones? “Cuando los bribones se pelean, los hombres honrados…” —bueno, el proverbio es algo trillado y no deseo ser ofensivo. ¡Que continúe, pues, el alegre desacuerdo de los teorizadores antimormones! Mientras tanto, las nuevas traducciones del Libro de Mormón se multiplican, se tiran nuevas ediciones y más personas se familiarizan con su contenido; la Iglesia a la que puede decirse que dio existencia ensancha sus fronteras y fortalece sus estacas. Está obteniendo una victoria sobre sus detractores y ganando su lugar en la historia del mundo y en el pensamiento religioso mundial.
Exposición del caso por parte del Sr. Schroeder
Terminadas estas observaciones preliminares, paso ahora a considerar las pruebas y el argumento del Sr. Schroeder. El Sr. Schroeder expone el “caso” que propone probar, punto por punto, del siguiente modo:
- “Se demostrará que Solomon Spaulding estaba muy interesado en las antigüedades americanas; que escribió una novela titulada The Manuscript Found, en la cual intentó explicar la existencia del indio americano otorgándole un origen israelita;
- “Que el primer bosquejo incompleto de esta historia, con muchas características peculiares de ella misma y del Libro de Mormón, se encuentra ahora en la biblioteca del Oberlin College, y que, mientras la historia ya reescrita estaba en manos de un posible editor, fue robada de la oficina en circunstancias que hicieron sospechar como ladrón a Sidney Rigdon, de la primera fama mormona;
- “Que más tarde Rigdon, en dos ocasiones, exhibió un manuscrito similar que, en una de ellas, declaró que había sido escrito por Spaulding y dejado a un impresor para su publicación.”
“Se demostrará además que Rigdon tuvo oportunidad de robar el manuscrito y que conocía de antemano la aparición y el contenido del Libro de Mormón;
“Que por medio de Parley P. Pratt, posteriormente uno de los primeros apóstoles mormones, se traza una conexión clara y cierta entre Sidney Rigdon y José Smith, y que fueron amigos entre 1827 y 1830.
“A todo esto se añadirá evidencia muy concluyente de la identidad de los rasgos distintivos del Manuscrito Encontrado de Spaulding y el Libro de Mormón.
“Estos hechos, unidos a la reconocida incapacidad intelectual de Smith para producir el libro sin ayuda, cerrarán el argumento sobre esta parte de la cuestión, y se espera que convenzan a todos los que no están enredados en el mormonismo de que el Libro de Mormón es un plagio.”
Los hechos del manuscrito de Spaulding
Los hechos que pueden admitirse en el relato de evidencias del Sr. Schroeder, y las afirmaciones generalmente hechas en relación con Solomon Spaulding y su preciado manuscrito, son:
Que Spaulding nació en 1761, en Connecticut; que se graduó en Portsmouth en 1785; que se graduó en teología en 1787 y se convirtió en un predicador oscuro; que fijó su residencia en New Salem, condado de Ashtabula, Ohio, ahora llamado Conneaut, hacia 1808 o 1809; que en la región de Salem había ciertos montículos y ruinas de fuertes y otras fortificaciones, reliquias de una supuesta civilización prehistórica; que durante su residencia en Conneaut, Spaulding escribió una historia relacionada de algún modo con los antiguos habitantes de América; que esta historia pretendía ser una traducción de un manuscrito latino que Spaulding afirmaba haber encontrado en una cueva en las cercanías de Conneaut, de ahí el título que vino a dársele: Manuscript Found; que hacia 1812 Spaulding se mudó a Pittsburgh, donde residió unos dos años; que mientras estuvo en Pittsburgh pudo haberse hablado de publicar esta historia, aunque no hay certeza de ello, y la historia nunca se publicó; que en 1814 Spaulding se trasladó a Amity, condado de Washington, Pensilvania; que en 1816 Spaulding murió.
Que después de la muerte de Spaulding, su esposa e hija se trasladaron inmediatamente a la casa del hermano de la Sra. Spaulding, un tal William Sabine, en Onondaga Valley, condado de Onondaga, N.Y., llevándose consigo el Manuscript Found junto con otros papeles de Spaulding en un viejo baúl; (Scribner’s Magazine, agosto de 1880). Que luego la Sra. Spaulding se mudó a la casa de sus padres en Pomfret, Conn., pero dejando a su hija con el viejo baúl y sus papeles —incluido el Manuscript Found— en casa de los Sabine; que en 1820 la Sra. Spaulding se casó con un tal Sr. Davidson, de Hartwicks, un poblado cercano a Cooperstown, N.Y., y pidió que le enviaran las cosas que había dejado en casa de su hermano en Onondaga; que dichas cosas le fueron enviadas, incluido el viejo baúl y sus papeles, los cuales llegaron sanos y salvos a Hartwicks; que la hija del Sr. Spaulding, llamada Matilda, se casó en 1828 con el Dr. A. McKinstry, de Monson, condado de Hampden, Mass., y se trasladó allí; que poco después la Sra. Davidson (anteriormente esposa de Spaulding) fue a vivir con su hija a Monson, dejando el viejo baúl y sus papeles en Hartwicks, al cuidado del Sr. Jerome Clark; que la Sra. Davidson continuó viviendo con su hija hasta su muerte en 1844.
Que mientras estas antiguas Spaulding vivían en Monson, en 1834, un tal Hurlburt acudió a ellas afirmando haber sido enviado por un comité para obtener el Manuscript Found escrito por Solomon Spaulding, con el fin de compararlo con la “Biblia mormona”; (History of the Church, vol. II, pp. 2, 3, 47, 49 y nota). También en la declaración jurada de la Sra. McKinstry consta que él afirmó haber sido converso a la fe mormona pero haberla abandonado, y que mediante el manuscrito de Spaulding quería exponer su maldad; que presentó una carta de William H. Sabine, hermano de la antigua Sra. Spaulding, solicitándole que prestara el Manuscript Found, escrito por su difunto esposo, a Hurlburt, declarando que él (Sabine) deseaba “desenmascarar este fraude mormón”; que la Sra. Davidson accedió a regañadientes a las súplicas de su hermano y de Hurlburt, y entregó a este último una nota para Jerome Clark, instruyéndole abrir el baúl y entregar el manuscrito a Hurlburt; que Hurlburt fue a Hartwicks, presentó su orden al Sr. Clark y obtuvo el manuscrito; que Hurlburt consiguió solo un manuscrito; que este manuscrito lo entregó a E. D. Howe, quien entonces preparaba su libro antimormón Mormonism Unveiled; que Howe conservó dicho manuscrito hasta después de publicar Mormonism Unveiled, luego desapareció y él supuso que había sido quemado; pero que en realidad fue traspasado inadvertidamente por Howe a un tal L. L. Rice, quien compró el Painsville Telegraph y el negocio de Howe en 1834 o 1840, la transferencia de la imprenta incluyendo una colección de libros y manuscritos, entre los cuales se encontraba el Manuscript Found de Spaulding; (copia verbatim et literatim, impresa por el Deseret News, 1886, prólogo).
Que algunos años después, el Sr. Rice liquidó sus asuntos comerciales en Painsville, Ohio, y fijó su residencia en Honolulú, llevándose consigo sus libros, papeles, etc.; que en 1884 fue visitado por James H. Fairchild, presidente del Oberlin College, Ohio; que el presidente Fairchild, mientras estaba en la residencia de Rice, sugirió que una revisión de los papeles de este (el Sr. Rice, siendo editor y propietario del Painesville Telegraph, había estado especialmente interesado en la cuestión de la esclavitud) podría descubrir algunos documentos antiesclavistas de importancia; que en su búsqueda el Sr. Rice encontró un paquete marcado a lápiz en el exterior: “Manuscript Story—Conneaut Creek;” que en el manuscrito figuraba la siguiente nota:
“Los escritos de Solomon Spaulding. Probado por Aaron Wright, Oliver Smith, John Miller y otros.
Los testimonios de los caballeros arriba mencionados están ahora en mi posesión.
D. P. Hurlburt.”
(Bibliotheca Sacra, publicada en Oberlin, Ohio, número de enero de 1885. Véase también The Manuscript Found, Deseret News print, p. 113).
Que este manuscrito, incuestionablemente de Spaulding, y el conocido como “Manuscript Found,” fue depositado por el Sr. Rice en el Oberlin College, Ohio, donde ahora se conserva; que el propio Sr. L. L. Rice hizo una copia verbatim et literatim de este documento, incluyendo todas las tachaduras, alteraciones, errores, etc., y a partir de esta copia la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días publicó Manuscript Found en 1886 (Deseret News print, Prefacio); que forma un folleto de ciento doce páginas de texto impreso, de unas trescientas cincuenta palabras por página; que en nada se asemeja al Libro de Mormón—“no parece haber ningún nombre ni incidente común a ambos,” dice el presidente Fairchild—“el estilo solemne del Libro de Mormón, en imitación de las Escrituras en inglés, no aparece en el manuscrito” (Bibliotheca Sacra, enero de 1885).
El Sr. Schroeder, dicho sea de paso, parece muy perturbado por la declaración tan franca del presidente Fairchild, publicada en 1885, según la cual “la teoría del origen del Libro de Mormón en el manuscrito tradicional de Solomon Spaulding probablemente tendrá que ser abandonada. … El Sr. Rice, yo mismo y otros lo comparamos con el Libro de Mormón, y no pudimos detectar semejanza alguna entre ambos, ni en general ni en detalle. Debe encontrarse alguna otra explicación del origen del Libro de Mormón, si es que se requiere una explicación.”
Esto se dice, por supuesto, del manuscrito que ahora se halla en Oberlin. Se dice del único manuscrito de Solomon Spaulding que trata sobre la antigua América, del cual alguien sabe algo. El relato anterior representa los hechos referentes al Manuscript Found de Spaulding.
La afirmación de que el manuscrito así rastreado no era más que un primer esbozo de una historia que Spaulding abandonó, y que escribió una segunda historia que trataba de épocas más antiguas; que fue redactada en imitación del estilo escritural y asignaba un origen israelita a su colonia que partió de Jerusalén hacia América; que en esta segunda historia se usaban muchos nombres que también aparecen en el Libro de Mormón, tales como Lehi, Nefi, Lamán, Zarahemla, etc.; que existe una estrecha semejanza estructural entre los incidentes históricos ficticios de la segunda historia de Spaulding y el Libro de Mormón; que esta segunda historia de Spaulding fue depositada en una imprenta de Pittsburgh para su publicación; que allí Sidney Rigdon o bien la robó y nunca la devolvió (teoría del Sr. Schroeder), o bien Rigdon la tomó prestada, la copió y devolvió el original al impresor; que existieron varios manuscritos de Spaulding, y que Sidney Rigdon robó aquel que finalmente había sido preparado por Spaulding para la imprenta, y quizá José Smith robó uno de los manuscritos inconclusos de Spaulding (teoría del Sr. Clark Branden).
La tarea del escritor actual
Probar las cosas aquí alegadas se convierte ahora en la tarea del escritor actual.
Primero, en cuanto al asunto de que Spaulding habría reescrito su historia, “Manuscript Found;” en la cual, se dice, cambió el carácter de la misma retrocediendo más en las fechas, “y escribiendo en el viejo estilo escritural, a fin de que pareciera más antigua.” Además, debió haber cambiado aún más el carácter de su historia, dando a la colonia que trajo a América un origen israelita en lugar de romano, otorgando a sus personajes los nombres de Lehi, Nefi, Lamán, Moroni, etc., en lugar de Sambol, Hamhock, Labanko, Moon-rod, Ulipoon, etc.; y cambiando los nombres de los pueblos de Sciotans y Kentucks a Nefitas y Lamanitas! Este segundo manuscrito y estos cambios son necesarios tanto para la evidencia como para el argumento del Sr. Schroeder—necesarios para toda su teoría; sin la existencia de este segundo manuscrito y estos cambios que lo diferencian del manuscrito en Oberlin, su “caso” se derrumba.
Es admitido por el Sr. Schroeder y por todos aquellos por cuyas manos pasó, incluido el Sr. Fairchild, presidente del Oberlin College, Ohio, y el Sr. Rice, entre cuyos papeles fue hallado el manuscrito que ahora se encuentra en Oberlin, que este manuscrito de Oberlin, que sin duda alguna fue escrito por Spaulding, no pudo haber sido el manuscrito original del Libro de Mormón; por lo tanto, se debe inventar un segundo manuscrito de Spaulding completamente distinto de esta historia medio burlesca y tonta llamada “Manuscript Found;” y la existencia mítica de este segundo manuscrito se originó de la siguiente manera:
Los enemigos del Profeta
En Kirtland y sus alrededores, y en todo el noreste de Ohio, donde la sede de la Iglesia se estableció entre 1831 y 1837, había muchos y muy amargos enemigos del profeta José Smith y de Sidney Rigdon; así como también una fuerte antipatía hacia toda la Iglesia Mormona, pues sus doctrinas eran consideradas una amenaza para las opiniones ortodoxas. Entre estos enemigos del profeta y de la Iglesia, ninguno quizá más enconado que el “Dr.” Philastus Hurlburt, E. D. Howe, Adamson Bentley, Onis Clapp (generalmente llamado Diácono Clapp) y sus dos hijos, Thomas J. y Mathew S. Clapp, ambos predicadores campbellitas; Alexander Campbell, Walter Scott, ambos prominentes en la fundación de la secta de los Discípulos; Thomas Campbell, el Dr. John Storrs, de Holliston, Massachusetts, el Dr. Austin, también de Massachusetts, todos ministros sectarios, y muchos otros. A menos de cincuenta millas de Kirtland, entonces centro de la propaganda mormona, se hallaba Conneaut, el antiguo hogar de Solomon Spaulding, y en la ruta directa de viaje entre—(ya he citado al presidente Fairchild: “Yo pensaría antes que el Libro de Apocalipsis fue escrito por el autor de Don Quijote, antes que pensar que el escritor de este manuscrito [el manuscrito Spaulding de Oberlin] fuera el autor del Libro de Mormón.” Carta de L. L. Rice a José Smith, presidente de la Iglesia Reorganizada, en History Church of Jesus Christ, Vol. IV, págs. 471-3).
De modo que esta teoría, según la cual dicho manuscrito, más la materia religiosa añadida por Sidney Rigdon, se convirtió en la base del Libro de Mormón; que Sidney Rigdon, ya fuera directamente o indirectamente a través de Parley P. Pratt, actuó como intermediario y colaboró con José Smith en la producción del Libro de Mormón—todo esto, sobre lo que descansan las conclusiones del Sr. Schroeder y de otros que intentaron sostener la teoría Spaulding del origen del Libro de Mormón, no es más que un conglomerado de invenciones maliciosas hechas por sectarios enconados, que luchaban contra la innovación a su ortodoxia; una lucha personal amarga contra José Smith y su obra; las ramas de la Iglesia en Ohio y aquellas en el estado de Nueva York y Canadá.
Se dice,—aunque desarrollaré un relato algo distinto del origen de la teoría Spaulding hacia el final de estos artículos, diferente del que aquí se presenta—que “una predicadora” (la declaración de la Sra. Davidson, publicada por primera vez en el Boston Recorder, mayo de 1839; véase también Smucker, History of the Mormons, p. 41 y sigs. Se afirma que “woman preacher” fue meramente un “error tipográfico,” sobre lo cual hablaré en una nota posterior, y que debería leerse “Mormon preacher”), de la Iglesia Mormona, celebrando una reunión pública en Conneaut, leyó algunos pasajes del Libro de Mormón que los viejos colonos del lugar, y antiguos vecinos de Solomon Spaulding, reconocieron como casi idénticos a una historia manuscrita que él les había leído unos veintidós o veintitrés años antes; y como él había fingido derivar esta historia de un manuscrito que pretendía haber encontrado en una caja de piedra en una cueva, y que después tradujo al inglés, se pensó que había suficiente semejanza entre estas circunstancias y el Libro de Mormón para justificar la acusación de que este último era un plagio del manuscrito de Spaulding.
Esta conclusión llevó a enviar al “Dr.” Philastus Hurlburt a la viuda de Spaulding para obtener su manuscrito y, de paso, visitar el antiguo hogar de los Smith con el propósito de conseguir declaraciones sobre su carácter, y más especialmente sobre el carácter de José Smith el Profeta. De hecho, todo el propósito de los conspiradores era derribar el mormonismo, “desarraigar este fraude mormón” (Scribner’s Magazine, agosto de 1880).
Hurlburt se presentó en el hogar de la antigua esposa e hija de Spaulding, quienes entonces vivían en Monson, Massachusetts. Obtuvo una orden de la ex Sra. Spaulding dirigida a quienes tenían en custodia el baúl con los papeles de su difunto esposo, instruyéndolos para entregar a Hurlburt el “Manuscript Found.” Hurlburt obtuvo el manuscrito y lo llevó de regreso a quienes lo habían enviado en esta misión, principalmente a E. D. Howe, de Painesville, Ohio, editor del Painesville Telegraph. A este, Hurlburt entregó el “Manuscript Found” obtenido de los papeles de Spaulding; pero ¡he aquí! cuando los conspiradores lo examinaron, fue un documento muy decepcionante. El mismo Howe lo describe así:
“Es un romance que pretende haber sido traducido del latín, hallado en 24 rollos de pergamino en una cueva, a orillas del Conneaut Creek, pero escrito en estilo moderno, y dando un relato fabuloso de un barco que fue arrojado a la costa americana, mientras viajaba de Roma a Bretaña, poco tiempo antes de la era cristiana, estando entonces este país habitado por indios.”
Esta descripción identifica completamente este manuscrito entregado por Hurlburt a Howe con el que después fue hallado entre los papeles del Sr. L. L. Rice y que ahora se encuentra en el Oberlin College. “Este viejo manuscrito,” dice el Sr. Howe, “ha sido mostrado a varios de los testigos antes mencionados, quienes lo reconocen como de Spaulding.” Los testigos aquí aludidos son los antiguos vecinos de Spaulding que testifican sobre la existencia del “Manuscript Found” de Spaulding y de su semejanza con el Libro de Mormón; y son ocho de los doce testigos en los que el Sr. Schroeder confía para probar la misma alegación. Aquí mismo llegamos al punto crucial en la teoría Spaulding del origen del Libro de Mormón; y ahora veámoslo en conjunto.
Un número de personas que vivían en Conneaut, al escuchar el Libro de Mormón leído en una reunión pública, y algunos de ellos después de leerlo por sí mismos, afirman que existe una semejanza entre este y un manuscrito que Solomon Spaulding les había leído unos veintidós o veintitrés años antes. Se desentierra el manuscrito de Spaulding—“Manuscript Found”—¡pero no guarda semejanza alguna con el Libro de Mormón! No hay “ninguna semejanza entre los dos,” usando el lenguaje del presidente Fairchild, del Oberlin College. “Parece no haber ningún nombre o incidente,” continúa, “común a ambos.” (Bibliotheca Sacra, enero de 1885).
¿Qué harán ahora los conspiradores? ¿Buscar más a fondo con la esperanza de hallar otro manuscrito que pudiera haber sido el origen del Libro de Mormón, si este no lo es? Debe admitirse que habiendo llegado tan lejos en un esfuerzo por “desarraigar este fraude mormón” valía la pena continuar. El “fraude” estaba ganando conversos precisamente en la región donde vivían los conspiradores; algunos de sus seres queridos, miembros de la familia de los conspiradores, eran “víctimas” de la “ilusión.” No dejarían el caso allí, entonces. Buscarían más. El emisario recién regresado, Hurlburt, u otro, sería enviado de vuelta para hacer más averiguaciones e investigaciones. El destino de millones podría depender de ello.
¿Pero tomaron los conspiradores contra el mormonismo este curso? No. En lugar de ello recurrieron al subterfugio. Escuchen: Howe, refiriéndose al manuscrito entregado a él por Hurlburt, escribe:
“Este viejo manuscrito ha sido mostrado a varios de los testigos antes mencionados, quienes lo reconocen como de Spaulding, habiéndoles dicho que había alterado su primer plan de escritura retrocediendo más con las fechas, y escribiendo en el antiguo estilo escritural, para que pareciera más antiguo. Ellos dicen que no guarda semejanza con el ‘Manuscript Found.’”
Esa declaración tiene todas las señales de ser un “pensamiento posterior,” una invención absurda. No hay ni un solo fragmento de evidencia en todo lo que se ha escrito sobre el tema que vaya más allá de la fecha de la entrega del “Manuscript Found” por Hurlburt a E. D. Howe, que indique que Spaulding hubiera escrito más de un documento que pretendiera tratar de un manuscrito hallado, o de los antiguos habitantes de América. Los “Frogs of Wyndham” y disquisiciones incrédulas eran más de su estilo (Scribner’s Magazine, agosto de 1880; véase también la edición del Deseret News de “Manuscript Found”, págs. 114-115, donde se expresan las opiniones incrédulas del Sr. Spaulding).
¿Por qué los vecinos de Spaulding en Conneaut no dijeron, antes de que este manuscrito fuera sacado a la luz por Howe, Hurlburt y compañía, que Spaulding había escrito varios manuscritos sobre los antiguos habitantes de América; uno que narraba cómo una colonia romana llegó a América y se estableció en el valle de Ohio, historia escrita en “estilo moderno;” pero que esta historia fue abandonada y escribió otra, retrocediendo más en las fechas y asignando a la gente un origen israelita, y escribiendo en el viejo estilo escritural? ¡Cuán valiosa habría sido tal evidencia, anterior a la llegada de Hurlburt a Conneaut con el manuscrito de Spaulding! Pero no existe.
Había suficiente en el hecho de que Solomon Spaulding había escrito una historia relacionada de algún modo con un manuscrito que fingió haber hallado en una caja de piedra en una cueva; que además fingió haber traducido al inglés; y que trataba de una colonia que en tiempos antiguos vino del Viejo Mundo al Nuevo; y que en esa historia había grandes y sangrientas guerras—para sugerir una similitud con el Libro de Mormón. Con tanto como base, resultaba difícil para la invención humana, dadas las circunstancias, no “recordar” que había semejanza e incluso identidad de nombres entre los del manuscrito de Spaulding y los del Libro de Mormón. Especialmente desde que ahora el Libro de Mormón estaba en sus manos, y lo habían leído, o escuchado leer, y tenían a la vista los nombres de Lehi, Nefi, Moroni, Zarahemla, y algunas frases tales como “y aconteció que,” etc., con las cuales refrescar sus “memorias.”
Y cuando tienen en sus manos el manuscrito hallado de Spaulding, o el “Manuscript Found”, entregado por Hurlburt, y lo han identificado como de Spaulding, y nada de lo que se afirma sobre él resulta ser cierto, es decir, que “no existe semejanza alguna entre ambos, ni en lo general ni en lo particular; * * * ningún nombre o incidente común a los dos”, entonces, nuevamente, le resultará difícil a la invención humana no “recordar”, dadas las circunstancias, que este manuscrito, puesto de ese modo en sus manos, no es más que el borrador tosco del verdadero “Manuscript Found”; que esta historia, de hecho, fue abandonada y el Sr. Spaulding les informó que había rehecho todo su esquema; y que escribió en esta segunda historia los nombres y los incidentes históricos que ahora se encuentran en el Libro de Mormón; que nadie jamás creyó que este primer esfuerzo de Spaulding, el manuscrito que hoy está en el Oberlin College, fuera la base del Libro de Mormón. El mismo Sr. Schroeder dice que “desde el principio se afirmó que este manuscrito, ahora en Oberlin, no era aquel del cual se alegaba que el Libro de Mormón había sido plagiado”. American Historical Magazine, Vol. I, Núm. 5, p. 385 — ante, p. 18. Pero ¿desde qué “principio” se afirmó tal cosa? Pues bien, no antes de que saliera a la luz el manuscrito de Oberlin por medio de Hurlburt; sino desde el momento en que este manuscrito —el único del que tenemos un conocimiento real de que Spaulding alguna vez escribió sobre el tema de los antiguos habitantes de América— defraudó las esperanzas de los conspiradores contra el mormonismo. Ese es el único “principio” desde el cual se ha afirmado que el manuscrito ahora en Oberlin no era aquel del que se decía que el Libro de Mormón había sido plagiado.
Lo anterior acusa valientemente de deshonestidad, de invención fraudulenta y de engaño consciente a quienes originaron esta teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón; y reconozco que me corresponde presentar razones de peso para tales alegaciones, o de lo contrario debo cargar con el oprobio de formular acusaciones falsas, o cuando menos, no probadas. Consideremos entonces, si no a todos, al menos a los personajes principales de esta conspiración contra la Iglesia Mormona, pues valdrá la pena.
El “Dr.” Philastus Hurlburt
Comenzamos con el “Dr.” Philastus Hurlburt. No era “doctor” de profesión, pero al ser el séptimo hijo, sus padres, siguiendo la antigua costumbre del folclore, lo llamaron “Doctor”. Fue anteriormente miembro de la Iglesia Metodista, de la cual fue excluido por inmoralidades. Se presentó en Kirtland en 1833 y comenzó a investigar el mormonismo, y finalmente afirmó estar convencido de su verdad. Joseph E. Johnson, residente en Kirtland en esa época, en cuya casa materna se alojó Hurlburt por cerca de un año, lo describe como “un hombre de buena complexión física, muy pomposo, de buen aspecto, muy ambicioso, con algo de energía, aunque de escasa educación”. Deseret Evening News, 28 de diciembre de 1880; véase también History of the Church, Vol. I, p. 355, nota; también Gregg, Prophet of Palmyra, pp. 427-430. Algún tiempo después de unirse a la Iglesia fue llevado ante una conferencia de sumos sacerdotes en Kirtland y acusado de conducta impropia de un cristiano con mujeres, mientras se hallaba en una misión en los estados del este. Su comisión como élder le fue retirada y fue excomulgado. Insatisfecho con el resultado de este juicio, apeló su caso ante el sumo consejo en Kirtland, y se le concedió audiencia. Confesó su pecado ante este consejo y fue perdonado; pero pocos días después de esta acción, se jactó de haber engañado al consejo en su confesión, “y al Dios de José Smith”, lo cual llevó a su excomunión definitiva.
Después de su excomunión, el “Dr.” Hurlburt se tornó muy amargo contra la Iglesia y amenazó la vida del profeta. Finalmente fue procesado ante el tribunal de Chardon por este delito y se le impuso una fianza de doscientos dólares “para mantener la paz y comportarse correctamente hacia los ciudadanos del estado de Ohio en general, y hacia José Smith, hijo, en particular, durante un período de seis meses”. También se le obligó a pagar las costas del proceso, que ascendieron a ciento doce dólares. Cuando se recuerda cuán grande era la agitación en aquella época en el noreste de Ohio respecto al mormonismo, cuán numerosos y amargos eran los enemigos de José Smith, esta decisión del juez M. Birchard es importante, pues muestra cuán violento y perverso debía de ser el carácter del “Dr.” Hurlburt. Sin embargo, se convierte en el emisario especial de los conspiradores del noreste de Ohio contra el mormonismo. Se le encarga obtener el manuscrito de Spaulding y reunir información en Nueva York acerca del carácter de José Smith, el hombre a quien tanto odiaba y cuya vida había amenazado. ¡Y se pide al mundo que forme su opinión de José Smith basándose en la supuesta información obtenida en Nueva York por este hombre, y publicada en Mormonism Unveiled de Howe, en forma de declaraciones juradas!
Incluso algunos de los que fueron parte de la teoría de Spaulding desconfiaban de Hurlburt. La Sra. Davidson, anteriormente esposa de Spaulding, “no le agradaba su aspecto y desconfiaba de sus motivos”, y solo porque él presentó una carta de su hermano, William H. Sabine, instándola a prestar a Hurlburt la historia manuscrita de su difunto esposo, fue que finalmente, aunque de mala gana, consintió en entregarle el escrito. (Scribner’s Magazine, agosto de 1880). La Sra. Ellen Dickinson, sobrina nieta de Solomon Spaulding y autora de New Light on Mormonism, lo acusa de haber traicionado a sus compañeros conspiradores en Ohio, al obtener el “verdadero Manuscript Found” y entregarlo a los mormones por un precio, y que ellos lo destruyeron. Clark Braden, en su debate sobre el Libro de Mormón con E. L. Kelly, hace la misma acusación, y afirma que Hurlburt recibió 400 dólares por su traición y se jactó de ello.
Adamson Bentley era un predicador campbelita, además cuñado de Sidney Rigdon, pues se casó con la hermana de la esposa de Rigdon. Parece que los padres de la Sra. Rigdon habían dispuesto para ella, o al menos expresado la intención de hacerlo, una considerable propiedad; pero el reverendo Bentley, por su influencia con la familia Brooke, desvió la herencia destinada a la Sra. Rigdon hacia su propia esposa (Messenger and Advocate, pp. 334-335; también Evening and Morning Star, p. 301). De modo que, además de la amargura que siempre acompaña a las controversias sectarias, debe añadirse en el caso del Sr. Bentley la amargura de una disputa familiar; y si la afirmación de Sidney Rigdon fuera cierta, a saber, que él fue la parte perjudicada en esta controversia, habría una intensidad mayor de amargura por parte de Bentley, ya que es extrañamente cierto que los hombres pueden perdonar a quienes los hieren, pero nunca perdonan la inocencia de aquellos a quienes han herido deliberadamente. El reverendo Bentley fue uno de los más encarnizados antimormones y un ferviente partidario y defensor de la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón (Millennial Harbinger, 1844, p. 38 y sigs.; también Braden-Kelly Debate, pp. 124-125). De los Sres. Alexander Campbell, Dr. Storrs y Dr. Austin tendremos ocasión de hablar más adelante, al considerar ciertas pruebas que el Sr. Schroeder introduce de ellos. El punto que ahora se sostiene respecto a estos hombres, que actúan como patrocinadores de la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón, es simplemente este: que al ser ardientes sacerdotes sectarios, celosos por su marca particular de ortodoxia, la cual el mormonismo denunciaba como doctrina falsa, y sumando a esta causa de amargura el hecho adicional de que en algunos casos estos hombres sentían un agravio personal contra José Smith y la Iglesia Mormona, los hace incompetentes para ser testigos confiables en las cuestiones en disputa. Toda la historia, y los hechos bien conocidos sobre la naturaleza humana, justifican la conclusión de que, en tales circunstancias, los sectarios, en defensa de su ortodoxia y como represalia por agravios reales o imaginarios, descenderán a inventar testimonios adversos; a la tergiversación; a la creación de un caso o de una teoría perjudicial; distorsionarán los hechos; en una palabra, levantarán falso testimonio. Declaro que tales testigos falsos o incompetentes son precisamente aquellos en quienes el Sr. Schroeder se apoya para sostener su caso.
Tomemos primero a este grupo de testigos de Conneaut, ocho de ellos, usados por Hurlburt, Howe, Bentley, etc., y en quienes principalmente confía el Sr. Schroeder como quienes aportan la “prueba concluyente” (American Historical Magazine, Vol. II, Núm. 1, p. 70 y sigs.) de que el “Manuscript Found” de Spaulding fue plagiado por el autor o autores del Libro de Mormón. Son los testigos más importantes del lado de la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón; sin embargo, mediante la aplicación del principio que reconoce la falta de fiabilidad de testigos interesados en oponerse a la innovación religiosa; que reconoce el celo de los testigos interesados en apoyar la ortodoxia; que reconoce la amargura que caracteriza la lucha sectaria; así como la necesaria vaguedad del estado mental de estos testigos respecto a las cosas de las que testifican; y considerando también muchos otros aspectos que influirán en sus declaraciones —pues la evidencia y el argumento serán acumulativos— espero demostrar de manera bastante concluyente que estos testigos son incompetentes, y sus declaraciones falsas.
II.
El “segundo” manuscrito de Spaulding
Debe tenerse constantemente presente que la existencia de un segundo manuscrito de Spaulding, sobre el tema de la antigua América y sus habitantes, y enteramente diferente del que se encuentra en Oberlin, no se menciona sino hasta después de haberse desenterrado el manuscrito (hoy en Oberlin) por medio de Hurlburt, y de la consiguiente decepción de los conspiradores al descubrir que carecía por completo de los elementos necesarios para hacer plausible que fuese la base del Libro de Mormón. El libro de Howe no fue publicado sino después del regreso de Hurlburt de Massachusetts con este manuscrito decepcionante.
Ninguno de este grupo de ocho testigos, cuyo testimonio publica Howe, dice una sola palabra acerca de un “segundo manuscrito” sobre el tema de la antigua América. Los únicos testigos del grupo que dicen algo acerca de otros manuscritos de Spaulding son John M. Miller, Aaron Wright y Artemas Cunningham. El primero dice, al hablar de Spaulding: “Había escrito dos o tres libros o folletos sobre diferentes temas; pero aquel que particularmente atrajo mi atención fue uno al que llamó Manuscript Found.” El segundo dice: “Spaulding tenía muchos otros manuscritos, los cuales espero ver cuando Smith traduzca sus otras planchas.” El tercero simplemente usa la palabra “manuscritos” en plural al referirse a los escritos de Spaulding, así: “Antes de mostrarme sus manuscritos, me expuso de manera verbal sus líneas generales, diciendo que era una historia fabulosa o romántica del primer asentamiento del país, y como pretendía haber sido un registro enterrado en la tierra o en una cueva, había adoptado el estilo antiguo de escritura. Luego me presentó su manuscrito, y nos sentamos a leerlos gran parte de la noche.” Es bastante claro que este testigo en realidad se refiere solo a un manuscrito, aunque use la forma plural de la palabra; quedando solo dos de este grupo que aluden a más de un manuscrito de Spaulding, y ninguno de ellos afirma que el otro manuscrito tratara sobre asuntos relativos a la antigua América, a menos que la observación irónica de Aaron Wright, en el sentido de que esperaba ver más manuscritos de Spaulding “cuando Smith traduzca sus otras planchas,” pueda forzarse a significar tal referencia.
No hay, entonces, en la declaración firmada de estos testigos, ninguna referencia a un segundo manuscrito sobre los antiguos pueblos de América, ni se hace mención alguna de que Spaulding hubiera reescrito o rehecho su historia Manuscript Found. El Sr. Howe, sin embargo, dice que el manuscrito que le llevó Hurlburt (y que ahora está en Oberlin) fue mostrado a estos testigos de Conneaut y que lo reconocieron como de Spaulding; “habiéndoles dicho que había alterado su primer plan de escritura, retrocediendo más en las fechas, y escribiendo en el estilo de las Escrituras antiguas para que pareciera más antiguo. Ellos dicen que no guarda semejanza con el Manuscript Found.” Esto, sin embargo, es solo lo que el Sr. Howe afirma que estos testigos dijeron, y no es su testimonio en absoluto, como el Sr. Schroeder debe saber ya que pretende tener cierto conocimiento profesional de la ley; debe recordarse que es únicamente la aseveración del Sr. Howe; y dada su relación con esta controversia, al ser autor de un libro que constituía un ataque violento contra la Iglesia Mormona; por su asociación con hombres como Hurlburt, Bentley, etc., cuyo propósito era “arrancar de raíz este fraude mormón”; y por el hecho de su amargura, debido a que su esposa y su hermana eran miembros de la Iglesia Mormona, no es un testigo confiable en este caso. Por el contrario, es un testigo muy poco confiable, como se demostrará más claramente más adelante, y uno se asombra de que en un caso tan importante, el Sr. Howe no haya obtenido una declaración directa y con la firma de estos testigos de Conneaut, en lugar de conformarse con informar lo que alega que le dijeron.
Puesto que estos testigos de Conneaut, entonces, no testifican acerca de la existencia de ningún segundo manuscrito de Spaulding sobre los antiguos habitantes de América, ¿cuál es el valor exacto de su testimonio? Los ocho afirman haber escuchado a Solomon Spaulding leer su historia manuscrita; todos han leído o escuchado leer partes o la totalidad del Libro de Mormón; cuatro de ellos dicen que la colonia de la historia de Spaulding provenía de Jerusalén; cuatro de ellos dicen que Spaulding representaba a los indios como las tribus perdidas de Israel; siete reconocieron en el Libro de Mormón varios nombres y frases como idénticos a los del manuscrito de Spaulding; dos dicen que la colonia de israelitas de la historia de Spaulding se dividió en dos pueblos o naciones distintas, tal como la colonia de Lehi, según el Libro de Mormón; y en términos generales puede decirse que los ocho sostienen que las partes históricas del Libro de Mormón y las de la historia de Spaulding coinciden; cinco de ellos declaran que el manuscrito de Spaulding carecía de materia religiosa, y dos dicen que estaba escrito en el “estilo antiguo.” Tal es la esencia del testimonio de este grupo de testigos.
Ahora recuérdese que Spaulding residió en este vecindario de Conneaut por algo menos de tres años; estos testigos, sus vecinos, escucharon en ocasiones la lectura de su historia manuscrita, la cual, de veintiuno a veinticuatro años después, pretenden identificar con otra producción literaria, el Libro de Mormón; e identificarla, además, en lo que respecta a varios detalles muy minuciosos y particulares. ¿No se nos pide aquí conceder a la memoria humana una viveza y un poder que, por decir lo menos, resultan muy excepcionales? ¿Quiénes eran estas personas —estos testigos cuyo testimonio utiliza el Sr. Schroeder para “corroborar” la acusación de plagio contra los responsables de la existencia de la traducción al inglés del Libro de Mormón? ¿Quién responde por la extraordinaria inteligencia con la que debieron estar dotados para realizar la hazaña de memoria que se les atribuye, si es que se da crédito a su testimonio? ¿Quién los conoce y responde por su honestidad, otra consideración que debe tomarse en cuenta antes de que su testimonio resulte plenamente satisfactorio? El Sr. Howe responde por ellos (podríamos decir, “¡por supuesto!”). Él afirma que todos son “hombres muy respetables, altamente estimados por su valor moral, y que su carácter por la verdad y la veracidad es intachable. De hecho, la palabra de cualquiera de ellos tendría más peso en cualquier comunidad respetable que toda la familia de los Smith y los Whitmer, quienes han contado acerca de oír la voz de un ángel.”
El fracaso del libro de Howe
Pero ya hemos visto que, por la naturaleza de las cosas, Howe no puede considerarse un testigo confiable en esta controversia. Y en cuanto a poner a estos testigos en contraste con los “Smith y los Whitmer,” debe recordarse que estos últimos respaldan su testimonio con una vida de peligro, fatiga, pobreza, sufrimiento, y en algunos casos, el martirio mismo, todo soportado en defensa de, y a causa del testimonio que dieron sobre el origen del Libro de Mormón; mientras que ningún aval semejante de veracidad respalda a este grupo de Conneaut en que se apoya el Sr. Schroeder; y la sola palabra del Sr. Howe no da suficiente garantía de su “carácter por la verdad y la veracidad.” Ciertamente lo que ellos dijeron acerca del Libro de Mormón no pudo haber sido considerado de gran peso, puesto que, a pesar de la publicación de su testimonio justo en la región del estado de Ohio donde vivían la mayoría de estos testigos, la gente siguió creyendo en el testimonio de los “Smith y los Whitmer,” en lugar del de los testigos de Conneaut, al hacerse miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Los años entre 1833 y 1837 —años en que esta agitación de Hurlburt, Howe, Bentley, Campbell, Clapp y Spaulding se llevaba a cabo— fueron de mayor crecimiento para la Iglesia, y el noreste de Ohio fue el campo más fructífero de su proselitismo.
Se tardaron seis años en vender la primera edición del libro de Howe, ya que la segunda edición no fue publicada sino hasta 1840. En cuanto a la influencia del libro de Howe, y de otras dos publicaciones antimormonas editadas en el noreste de Ohio poco antes del libro de Howe, el élder Orson Hyde, escribiendo desde Kirtland después de una gira misional por varias ciudades y distritos rurales circundantes, escribió al Messenger and Advocate, con fecha 4 de mayo de 1836, del cual se cita el siguiente pasaje:
“La primera arma levantada contra la difusión de la verdad, de alguna consideración en este país, fue el impío y difamatorio panfleto publicado por A. Campbell. Después, quizá, las cartas de Ezra Booth; y en tercer lugar, Mormonism Unveiled, escrito por el Sr. E. D. Howe, alias ‘Dr.’ P. Hurlburt. Estos fueron diseñados, cada uno en su momento, para la exposición y destrucción del mormonismo, como ellos lo llamaban; pero parece que el cielo no ha bendecido los medios que emplearon para lograr su objetivo. Ningún arma forjada contra ella prosperará. Los escritos de las personas arriba mencionadas, encuentro, no tienen influencia alguna en el mundo; pues ni siquiera los opositores los citan, y creo que por ninguna otra razón que porque se avergüenzan de ellos.” (p. 296).
El élder Parley P. Pratt, alrededor de 1839–1840, respondiendo a un ataque contra el Libro de Mormón en Zion’s Watchman, dijo:
“En el oeste, barrios enteros abrazaron el mormonismo, aun después de que esta fábula de la historia de Spaulding se había difundido entre ellos. De hecho, nunca la consideramos digna de una respuesta, hasta que fue convertida por los ignorantes e impúdicos incautos o bribones de esta ciudad, quienes encabezan ciertos periódicos religiosos, en algo que se decía ser positivo, seguro, y no sujeto a disputa.”
Los testigos de Conneaut
Queda aún por considerar cuánto fueron halagados estos oscuros testigos de Conneaut por la perspectiva de llegar a ser considerados personas de importancia debido a su conexión con este movimiento contra el mormonismo, una circunstancia nada desdeñable si ellos eran, como es muy probable, hombres ignorantes y fanáticos religiosos. También debe preguntarse en qué medida estuvieron bajo la influencia de los conspiradores, Hurlburt, Howe y otros, y hasta qué punto compartieron la amargura sectaria de estos hombres contra el mormonismo. Debe recordarse que está más allá de toda probabilidad humana que pudieran recordar las cosas sobre la historia manuscrita de Spaulding que dicen rememorar después de un lapso de veintiuno a veinticuatro años. ¡Piénsese qué habría sido la memoria de estos testigos de Conneaut respecto del viejo manuscrito de Spaulding si alguien hubiera ido a la comunidad a indagar sobre él después de un lapso de más de veinte años, y antes de que se hubiera oído hablar de la existencia del Libro de Mormón!
Pero se dirá que esta no es del todo una prueba justa para construir un contraste entre lo que podía recordarse sin la ayuda de ideas e incidentes asociados, y lo que podía recordarse cuando ideas asociadas e incidentes realmente similares o idénticos, nombres y frases, aunque largamente olvidados, se repetían. Es necesario conceder algo a tal argumento. Pero, por otro lado, ¡admitamos también el efecto fertilizante que tendría la lectura reciente del Libro de Mormón en la mente de estos testigos ansiosos por testificar contra él! ¡Qué efecto de despertar tendría en la mente de testigos llenos de celo fanático contra lo que consideraban una innovación religiosa; en la mente de testigos tentados por la perspectiva de pasar de la oscuridad a una posición de importancia en su pequeño mundo; en la mente de testigos sin duda aliados con conspiradores astutos, llenos de amargura y confesadamente decididos a “arrancar de raíz este fraude mormón”! Con el Libro de Mormón en sus manos, del cual refrescar su memoria respecto a nombres e incidentes, por supuesto que “recordarán” que la colonia de Spaulding provenía de Jerusalén; que él representaba a los indios americanos como descendientes de las tribus perdidas (suponiendo ignorantemente que esa era la representación del Libro de Mormón en este asunto); que los nombres de los personajes principales en la historia de Spaulding eran “Lehi y Nefi”; y uno “recuerda” que el lugar donde Spaulding desembarcó a su colonia estaba cerca del estrecho de Darién, el cual está “seguro” de que se llamaba “Zarahemla”; mientras que otro, que los colonos se dividieron y se convirtieron en dos naciones y tuvieron muchas guerras grandes y crueles; que las frases “Yo, Nefi” y “Y aconteció que” se usaban con frecuencia en la historia de Spaulding, ¡tal como se usaban en el Libro de Mormón! Todo esto lo “recuerdan muy bien”… ¡después de leer el Libro de Mormón!
Un hecho muy notable que se “recordó” en 1834 en Conneaut, en relación con esto, no fue mencionado por ninguno del grupo de ocho testigos; es algo que el Sr. Howe pasó totalmente por alto, y que el Sr. Schroeder no ha utilizado, aunque la minuciosidad de sus investigaciones sobre todo lo mormón nos impide pensar que no se haya encontrado con ello. La Sra. Ellen E. Dickinson sacó a la luz este asunto tan tarde como en 1885, en su libro citado con tanta frecuencia por el Sr. Schroeder, New Light on Mormonism. Esta dama, sobrina nieta de la esposa de Solomon Spaulding, dice:
“De las extrañas historias contadas en Conneaut, en 1834, en relación con Solomon Spaulding, hubo una en el sentido de que él decía a sus vecinos, en el momento en que los entretenía con su romance, que su Manuscript Found era una traducción del Book of Mormon, y que tenía la intención de publicar un relato ficticio de que había sido descubierto en una ‘cueva en Ohio’, como anuncio para promover su venta, cuando su libro estuviera impreso.”
¿Por qué no publicó el Sr. Howe este precioso dato—esta “extraña” historia “contada en Conneaut en 1834”? ¿Por qué no la utiliza al menos el Sr. Schroeder como una de sus pruebas “concluyentes” del plagio de la parte principal del Libro de Mormón por Sidney Rigdon, José Smith y otros? ¿Es posible que esto fuera incluso demasiado “burdo” para el estómago resistente del Sr. Schroeder, capaz de digerir todo lo antimormón, “desde la papilla hasta el acero”? ¿O es acaso que esta tajante afirmación es un brote del proceso de “recolección de recuerdos” que operaba en Conneaut después de que se cerró el registro de Howe? ¿Y que aquí vemos el proceso de la “recolección” en acción en estos testigos de Conneaut, el cual expande la tenue conciencia de que un viejo y excéntrico ministro, de veintiuno a veinticuatro años atrás, vivió entre ellos dos o tres años—les leyó algún tipo de historia sobre los pueblos antiguos de América, cuyo manuscrito fingía haber encontrado en una caja de piedra en una cueva—hasta llegar a esa notable “recolección” de similitudes de nombres, frases e incidentes históricos que se encuentran en sus declaraciones firmadas en el libro de Howe, hasta el punto de que, si los defensores de la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón admitieran en su colección esta “extraña” historia desenterrada por la Sra. Dickinson, ¡podrían “probar” que la historia de Spaulding, Manuscript Found, “era una traducción del Libro de Mormón”! —¡y qué victoria sería esa, oh, compatriotas míos!
E. D. Howe desacreditado como testigo
El lector que me acompañe en esta revisión de las pruebas y el argumento del Sr. Schroeder verá, para cuando concluya el análisis, que estos testigos de Conneaut —incompetentes y débiles como testigos— y el Mormonism Unveiled de Howe, constituyen en realidad el corazón mismo de toda esta teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón. Ya hemos visto, en parte, cuán endebles e incompetentes son los ocho testigos de Conneaut, en quienes el Sr. Schroeder confía para “corroborar” su prueba del plagio del Libro de Mormón; veamos ahora cuán indigno de crédito resulta el Sr. E. D. Howe.
El Sr. Howe, en la época en que preparaba su libro Mormonism Unveiled, en 1833–1834, presenta la posición de la Iglesia como la siguiente, respecto a varios asuntos que menciona:
“Por este tiempo se propagó entre ellos la opinión de que nunca probarían la muerte, si tenían suficiente fe. Se les mandó tener poca o ninguna relación con quienes no hubieran aceptado su fe, y todo debía hacerse dentro de ellos mismos. Aun el vino que usaban en su comunión, se les ordenó hacerlo con sidra y otros materiales. Todas las enfermedades y dolencias entre ellos debían ser curadas por los élderes y mediante el uso de hierbas—denunciando a los médicos del mundo y sus medicinas como enemigos del género humano.”
Y luego hace este comentario burlón, y lo enfatiza con una manecilla de índice apuntando a él:
“Tenían uno o dos médicos de raíces entre ellos, para cuyo beneficio, se presume, el Señor les dio a conocer su voluntad, si es que acaso lo hizo.”
En refutación de estas calumnias, cito la revelación por la cual los Santos se regían en los asuntos aquí señalados por Howe; una revelación que para los Santos, por supuesto, era la ley de Dios, y que el Sr. Howe tergiversó en la declaración citada anteriormente:
“Y cualquiera de vosotros que esté enfermo y no tenga fe para ser sanado, pero crea, será nutrido con toda ternura con hierbas y alimentos suaves, y eso no del mundo. Y los élderes de la iglesia, dos o más, serán llamados, y orarán y pondrán las manos sobre ellos en mi nombre, y si mueren, morirán para mí, y si viven, vivirán para mí. Viviréis juntos en amor, tanto que lloraréis por la pérdida de los que mueren, y más especialmente por aquellos que no tienen esperanza de una gloriosa resurrección. Y acontecerá que los que mueren en mí no probarán la muerte, porque les será dulce; y ¡ay de aquellos que no mueren en mí, porque su muerte será amarga! Y además, acontecerá que aquel que tenga fe en mí para ser sanado, y no esté señalado para la muerte, será sanado; el que tenga fe para ver, verá; el que tenga fe para oír, oirá; el cojo que tenga fe para saltar, saltará; y los que no tengan fe para hacer estas cosas, pero crean en mí, tendrán poder para llegar a ser mis hijos; y en tanto no quebranten mis leyes, tú llevarás sus enfermedades.”
Esto fue dado a la Iglesia como ley el 9 de febrero de 1831. La revelación fue publicada en el Evening and Morning Star, Misuri, Vol. I, Núm. 2, julio de 1832, más de dos años antes de que se publicara el libro de Howe. (Cito de la Star original de 1832, no de la reimpresión de Kirtland). Desafío al Sr. Schroeder y a la literatura religiosa del mundo a encontrar un pasaje más bellamente compasivo respecto de los enfermos y de aquellos que mueren, que este pasaje. Y este pasaje condena por completo al testigo principal de esta teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón como un vil tergiversador de los Santos y de la Iglesia en varios aspectos importantes.
Tan lejos está la revelación de crear la impresión de que los santos jamás “probarían la muerte” en el sentido de nunca morir, que expresamente indica qué curso debe seguirse en relación con los que mueren, tanto en el caso de los que tienen como de los que no tienen la esperanza de una gloriosa resurrección.
En cuanto a que el vino usado en la comunión debía hacerse con “sidra y otros materiales”, la ley de la Iglesia se encuentra en una revelación dada en septiembre de 1830, como sigue:
“Por tanto, os doy un mandamiento de que no compraréis vino, ni bebida fuerte de vuestros enemigos; por tanto, no beberéis ninguno, a menos que sea hecho nuevo entre vosotros; sí, en este reino de mi Padre, que será edificado en la tierra.”
Uno busca en vano en este mandamiento acerca de la Santa Cena la frase “sidra y otros materiales”; así como también busca en vano la denuncia de “los médicos del mundo y sus medicinas como enemigos del género humano.” El esfuerzo del Sr. Howe en estos puntos fue hacer que los santos resultaran ridículos; lo único que logró fue hacerse despreciable. Y que nadie diga que el Sr. Howe no alude a las revelaciones aquí citadas en refutación de su falsa acusación, sino a opiniones propagadas fuera de estas declaraciones autoritativas de la Iglesia. La fraseología empleada por el Sr. Howe y las alusiones a la muerte, la enfermedad, la sanidad, el uso de hierbas, etc., siguen demasiado de cerca a la revelación, así como su alusión a que el Señor dio a “conocer su voluntad”, como para admitir tal excusa o defensa.
La declaración de Davidson
El siguiente testimonio que ha de examinarse en cuanto a la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón es una supuesta declaración de la Sra. Matilda Davidson, anteriormente esposa de Solomon Spaulding. Spaulding murió en 1816, y cuatro años más tarde la Sra. Spaulding se casó con el Sr. Davidson, de Hartwicks, Nueva York. La supuesta declaración de la Sra. (Spaulding) Davidson apareció por primera vez en el Boston Recorder, en abril de 1839, y fue ampliamente reproducida por la prensa religiosa de los estados del este.
Fue preparada por sus autores con el fin de apuntalar la teoría de Spaulding en varios aspectos: primero, que el manuscrito de Spaulding fue escrito en “estilo antiguo; y como el Antiguo Testamento es el libro más antiguo del mundo, él (Spaulding) imitó su estilo lo más posible”; segundo, que el manuscrito que Spaulding fingió haber encontrado fue “escrito por uno de la nación perdida”; tercero, que fue recuperado de la tierra; cuarto, que se establece una conexión entre Spaulding y Patterson, y que este último le dijo a Spaulding que escribiera una portada y un prefacio para su historia, y que él (Patterson) la publicaría; quinto, que se establece por medio de ella una relación entre Rigdon y Patterson; y sexto, que hubo “espontaneidad” en afirmar la identidad entre el Libro de Mormón y el Manuscript Found de Spaulding en Conneaut, cuando el Libro de Mormón fue leído allí públicamente (Boston Recorder, abril de 1839; Smucker, Mormonism, p. 41 y sigs.; Gleanings by the Way, p. 250 y sigs.; y muchos otros libros antimormones). Por la peculiar actitud del Sr. Schroeder hacia esta declaración de Davidson, y también por los métodos de creación de materiales para la teoría de Spaulding que revela la historia de este documento, es importante que se publique íntegramente:
Supuesta declaración de la Sra. Davidson, anteriormente esposa de Solomon Spaulding
“Como el Libro de Mormón, o Biblia de Oro (como fue llamado originalmente) ha suscitado gran atención, y es considerado por cierta nueva secta como de igual autoridad que las Sagradas Escrituras, creo que es un deber que debo al público declarar lo que sé acerca de su origen.
Que sus pretensiones a un origen divino carecen totalmente de fundamento no necesita prueba para una mente que no esté pervertida por las más groseras ilusiones. Que cualquier persona en su sano juicio lo coloque por encima de cualquier otra mera composición humana es motivo del mayor asombro; sin embargo, es recibido como divino por algunos que viven en la ilustrada Nueva Inglaterra, e incluso por quienes han sostenido el carácter de cristianos devotos. Al saber recientemente que el mormonismo había llegado a una iglesia en Massachusetts, e impregnado a algunos con sus burdas ilusiones, de tal manera que fue necesaria la excomunión, he decidido no demorar más en hacer lo que esté a mi alcance para arrancar la máscara a esta madre de pecado, y descubrir este pozo de abominaciones.
Solomon Spaulding, con quien me uní en matrimonio en mi juventud, fue graduado en Dartmouth College, y se distinguió por una imaginación vivaz y un gran gusto por la historia. En el momento de nuestro matrimonio residía en Cherry Valley, Nueva York. Desde allí nos mudamos a New Salem, condado de Ashtabula, Ohio, a veces llamado Conneaut, por estar situado en el arroyo Conneaut. Poco después de nuestra mudanza a este lugar, su salud decayó, y quedó apartado de los trabajos activos. En la localidad de New Salem hay numerosos montículos y fortificaciones, que muchos suponen eran las viviendas y defensas en ruinas de una raza ya extinguida. Estas reliquias antiguas atraen la atención de los nuevos colonos, y se convierten en objeto de investigación para los curiosos. Se encontraron numerosos utensilios y otros artículos que demostraban gran habilidad en las artes. El Sr. Spaulding, siendo un hombre instruido y apasionadamente amante de la historia, se interesó vivamente en estos hallazgos de la antigüedad; y con el fin de entretener las horas de retiro y dar ocupación a su activa imaginación, concibió la idea de dar un bosquejo histórico de esta raza perdida hacía mucho tiempo. Su extrema antigüedad lo llevó a escribir en el estilo más antiguo, y como el Antiguo Testamento es el libro más antiguo del mundo, imitó su estilo lo más fielmente posible. Su único objeto al escribir esta historia imaginaria era divertirse él mismo y a sus vecinos.”
“Esto fue alrededor del año 1812. La rendición de Hull en Detroit ocurrió por la misma época, y recuerdo bien la fecha por esa circunstancia. A medida que avanzaba en su narración, los vecinos venían de vez en cuando a escuchar fragmentos leídos, y se despertó entre ellos un gran interés por la obra. Se afirmaba que había sido escrita por uno de la nación perdida, y que había sido recuperada de la tierra, y adoptaba el título de Manuscript Found. Los vecinos preguntaban con frecuencia cómo progresaba el Sr. Spaulding en descifrar el manuscrito; y cuando tenía preparada una porción suficiente, se los informaba, y se reunían para escucharlo leer. Gracias a su conocimiento de los clásicos y de la historia antigua, pudo introducir muchos nombres singulares, que eran particularmente notados por la gente y fácilmente reconocidos por ellos. El Sr. Solomon Spaulding tenía un hermano, el Sr. John Spaulding, que residía en el lugar en aquel tiempo, quien conocía perfectamente la obra y escuchó repetidamente la lectura completa de la misma. De New Salem nos mudamos a Pittsburgh, en Pensilvania. Allí el Sr. Spaulding encontró un amigo y conocido en la persona del Sr. Patterson, editor de un periódico. Le mostró su manuscrito al Sr. Patterson, quien quedó muy complacido con él, y se lo pidió prestado para leerlo. Lo retuvo por largo tiempo, y le informó al Sr. Spaulding que si preparaba una portada y un prefacio, él lo publicaría, y que podría serle una fuente de ganancia. El Sr. Spaulding se negó a hacerlo. Sidney Rigdon, quien ha figurado tanto en la historia de los mormones, estaba en ese tiempo relacionado con la imprenta del Sr. Patterson, como es bien sabido en esa región, y como el mismo Rigdon declaró con frecuencia, llegó a conocer el manuscrito del Sr. Spaulding y lo copió. Era un asunto notorio e interesante para todos los vinculados con el establecimiento de impresión. Finalmente el manuscrito fue devuelto a su autor, y poco después nos mudamos a Amity, condado de Washington, etc., donde el Sr. Spaulding falleció en 1816. El manuscrito pasó entonces a mis manos, y fue cuidadosamente guardado. Con frecuencia ha sido examinado por mi hija, la Sra. McKinstry, de Monson, Massachusetts, con quien resido actualmente, y por otros amigos.
“Después de que salió el Libro de Mormón, un ejemplar fue llevado a New Salem, el antiguo lugar de residencia del Sr. Spaulding, y precisamente el lugar donde se escribió el Manuscript Found. Una predicadora mujer convocó allí una reunión; y en ella leyó y repitió abundantes extractos del Libro de Mormón. La parte histórica fue reconocida de inmediato por todos los habitantes más antiguos como la obra idéntica del Sr. Spaulding, en la cual todos ellos se habían interesado profundamente años antes. El Sr. John Spaulding estuvo presente y reconoció perfectamente la obra de su hermano. Quedó asombrado y afligido de que se hubiera pervertido con un propósito tan inicuo. Su dolor se desbordó en un torrente de lágrimas, y se levantó en el acto para expresar ante la reunión su pesar y tristeza de que los escritos de su difunto hermano hubieran sido utilizados para un fin tan vil y escandaloso. La conmoción en New Salem llegó a ser tan grande que los habitantes celebraron una reunión y delegaron al Dr. Philastus Hurlburt, uno de ellos, para que viniera a este lugar y obtuviera de mí el manuscrito original del Sr. Spaulding, con el fin de compararlo con la Biblia Mormona, para tranquilizar su mente y evitar que sus amigos abrazaran un error tan engañoso. Esto fue en el año 1834. El Dr. Hurlburt trajo consigo una carta de presentación y solicitud para el manuscrito, firmada por los Sres. Henry Lake, Aaron Wright y otros, a todos los cuales yo conocía, pues habían sido mis vecinos cuando residí en New Salem. Estoy segura de que nada entristecería más a mi esposo, si estuviera vivo, que el uso que se ha hecho de su obra. El aire de antigüedad que envolvía la composición, sin duda sugirió la idea de convertirla en un instrumento de engaño. Así, un romance histórico, con la adición de algunas expresiones piadosas y extractos de las Sagradas Escrituras, ha sido convertido en una nueva Biblia y presentado a una compañía de pobres fanáticos engañados como divina. He dado la narración anterior, a fin de que esta obra de profundo engaño y maldad sea investigada hasta su raíz y que los autores sean expuestos al desprecio y la execración que tan justamente merecen.
(Firmado) MATILDA DAVIDSON.
Brevemente expuesta, la historia del documento anterior es esta: misioneros mormones hicieron su aparición en Holliston, Massachusetts, y tuvieron éxito en convertir a algunos a su fe, entre ellos a varios miembros y a un diácono de la Iglesia Presbiteriana de ese lugar. Entonces el reverendo John Storrs, pastor de esa iglesia, preocupado por su rebaño, y habiendo tenido conocimiento de la teoría de Spaulding, escribe a su amigo, el reverendo D. R. Austin, que residía cerca de Monson, donde la Sra. (Spaulding) Davidson vivía con su hija, la Sra. McKinstry, y le insta a obtener de ella una declaración sobre la conexión entre los escritos de su difunto esposo y el Libro de Mormón. El Sr. Austin hizo algunas preguntas a la anciana, escribió notas sobre sus respuestas, y luego, a través del reverendo Dr. Storrs, publicó este producto como si fuera una declaración firmada de la Sra. Davidson.
Los hechos relativos a este documento salieron a la luz en una carta del Sr. John Haven, de Holliston, condado de Middlesex, Massachusetts, dirigida a su hija, Elizabeth Haven, de Quincy, condado de Adams (Illinois), la cual fue publicada en el Quincy Whig. Representa que Jesse Haven, hermano de Elizabeth Haven, a quien iba dirigida la carta, visitó a la Sra. Davidson y a la Sra. McKinstry en su hogar en Monson, Massachusetts, y pasó varias horas con ellas, estando también presente un Dr. Ely. Durante esta entrevista el Sr. Haven hizo las siguientes preguntas a la Sra. Davidson.
La entrevista Haven-Davidson
Pregunta: ¿Usted, Sra. Davidson, escribió una carta a John Storrs, dando un relato del origen del Libro de Mormón?
Respuesta: No lo hice.
Pregunta: ¿Firmó usted su nombre en ella?
Respuesta: No lo hice, ni jamás vi la carta hasta que la vi en el Boston Recorder; la carta nunca me fue presentada para firmar.
Pregunta: ¿Qué participación tuvo usted en el envío de esta carta al Sr. Storrs?
Respuesta: D. R. Austin vino a mi casa y me hizo algunas preguntas, tomó unas notas en papel, y de esas notas escribió esa carta.
Pregunta: ¿Es lo que está escrito en la carta verdad?
Respuesta: En lo principal lo es.
Pregunta: ¿Ha leído usted el Libro de Mormón?
Respuesta: He leído parte de él.
Pregunta: ¿Concuerdan el manuscrito del Sr. Spaulding y el Libro de Mormón?
Respuesta: Creo que algunos pocos nombres son iguales.
Pregunta: ¿Describe el manuscrito a un pueblo idólatra o religioso?
Respuesta: A un pueblo idólatra.
Pregunta: ¿Dónde está el manuscrito?
Respuesta: El Dr. P. Hurlburt vino aquí y lo tomó, dijo que lo imprimiría y me daría la mitad de las ganancias.
Pregunta: ¿Ha impreso el Dr. P. Hurlburt el manuscrito?
Respuesta: Recibí una carta en la que se decía que no leía como esperaban y que no lo imprimirían.
Pregunta: ¿Qué extensión tiene el manuscrito del Sr. Spaulding?
Respuesta: Aproximadamente un tercio del tamaño del Libro de Mormón.”
(Vol. I, 1839, p. 47).
No teniendo acceso al Quincy Whig, cito este pasaje de Times and Seasons como el más confiable, porque fue publicado poco después de que la carta apareció en el periódico de Quincy, y prácticamente en la misma región. Esto para asegurar la exactitud del pasaje sobre el cual existe alguna controversia, como aparecerá más adelante.
Además de esclarecer el carácter de la declaración de Davidson, resulta bastante notable cuán bien describen las respuestas de la Sra. Davidson el carácter del manuscrito de Spaulding que ahora se halla en Oberlin, y no en absoluto el manuscrito descrito por los testigos de Conneaut, ni el manuscrito defendido generalmente por los partidarios de la teoría de Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón.
El Sr. Schroeder, sin embargo, insiste en que “la deshonestidad de la publicación original de la entrevista Haven se señala en Gleanings by the Way!” (Magazine, septiembre, 1906, p. 396, nota 44). Pero ¿es así? El reverendo John A. Clark, D. D., autor de Gleanings by the Way, publicó la supuesta declaración de Davidson en el Episcopal Recorder, después de lo cual entró en contacto con la contradicción de Haven citada anteriormente. Entonces escribió al reverendo John Storrs, quien fue responsable de la publicación de la declaración de Davidson. En el curso de su respuesta a las preguntas del Sr. Clark, el Sr. Storrs dijo:
“Es muy cierto que la Sra. Davidson no me escribió una carta, y lo que es más, por supuesto, no la firmó. Pero esto sí lo hizo, y exactamente lo que le escribí en mi carta anterior supuse que había hecho: firmó su nombre en la copia original preparada a partir de su declaración por el Sr. Austin. Esta copia original está ahora en manos del Sr. Austin. Esto me lo dijo la semana pasada.”
(Gleanings by the Way, p. 262).
La última frase da el valor exacto de este testimonio: el Sr. Austin le dijo al Sr. Storrs que la Sra. Davidson había firmado la declaración. El mismo Sr. Storrs no sabía nada más allá de lo que el Sr. Austin le dijo. Esto, el Sr. Schroeder, como abogado profesional, sabe que no es testimonio.
Pero el reverendo Clark también escribió al reverendo Austin, y el reverendo Austin respondió, en cuya carta se encuentra lo siguiente:
“Las circunstancias que dieron lugar a la carta publicada en el Boston Recorder en abril de 1839 fueron expuestas por el Sr. Storrs en la introducción a ese artículo. A su solicitud obtuve de la Sra. Davidson una relación de los hechos contenidos en esa carta, y los escribí exactamente como ella me los relató. Ella entonces firmó el papel con su propia mano, el cual conservo ahora en mi poder. Cada hecho tal como está declarado en esa carta me fue relatado por ella en el orden en que se consignan.”
La declaración del reverendo Sr. Austin, por supuesto, contradice de plano la de la Sra. Davidson; y cuando la contradicción es entre un reverendo caballero por un lado, y una venerable dama, esposa de un antiguo pero retirado ministro (el reverendo Sr. Spaulding), por el otro, uno puede sentirse justificado en rehusar la delicada tarea de determinar de qué lado está la verdad; a menos que pueda encontrarse, como creo que puede, por otra vía distinta a juzgar directamente la veracidad de cualquiera de estas dos personas respetables.
La repudia de la declaración de Davidson por parte de la Sra. Ellen E. Dickinson
No solo tenemos la negación de la Sra. (Spaulding) Davidson respecto a que este documento no fue firmado por ella, sino también el manifiesto desprecio hacia él mostrado por la Sra. Ellen E. Dickinson, sobrina nieta de la Sra. (Spaulding) Davidson. La Sra. Dickinson era nieta de Wm. H. Sabine, ya mencionado en estas páginas, hermano de la Sra. (Spaulding) Davidson. La Sra. Dickinson escribió su New Light on Mormonism como representante de la familia Spaulding, para exponer “las tradiciones familiares” en relación con el tema, y presenta su obra como “el único intento de los parientes del reverendo S. Spaulding de poner este asunto en su debida luz, un deber largamente postergado a la memoria de un hombre recto.”
La Sra. Dickinson dedica varios de sus capítulos a elaborar la teoría de Spaulding, y en un apéndice publica veintisiete documentos relacionados, ya sea de forma remota o directa, con el tema del manuscrito de Spaulding; pero la declaración de Davidson no se incluye entre ellos, aunque indirectamente, sin nombrarla, hace una leve cita de la misma respecto a John Spaulding, hermano de Solomon, quien según la declaración de Davidson aparece como “asombrado y afligido de que los escritos de su hermano hubieran sido pervertidos con un propósito tan inicuo” (es decir, como base del Libro de Mormón).
Estas palabras se hallan en la declaración de Davidson y en ninguna otra parte. La Sra. Dickinson las cita en la página 79 de su libro. Como fuente de su autoridad para tal declaración, da referencia al apéndice de su obra, nota 13. Vamos a la nota 13 solo para descubrir que se nos remite a la “Declaración de John Spaulding—véase No. 4.” Vamos al “No. 4” y encontramos únicamente la declaración de John Spaulding tal como aparece en el libro de Howe en 1834, sin una sola palabra acerca de que estuviera “asombrado y afligido,” ni que “su dolor se desbordó en un torrente de lágrimas,” etc., también citado por la Sra. Dickinson de la declaración de Davidson y hallado en ninguna otra parte, y de lo cual no hay nada en la nota del apéndice de su libro que ella señala como la autoridad para su afirmación (New Light on Mormonism, p. 79; también apéndice No. 13, No. 4, No. 14). El New Light se muestra un tanto inestable en este punto. Esto tiene el sabor de un juego de manos con la declaración de Davidson.
La Sra. Dickinson no admitió el documento de Davidson en su colección de tales escritos, conociendo sin duda su historia; ni tampoco está dispuesta a negar a su narración los ricos efectos dramáticos que en ella infundió el “Reverendo” falsificador. Más adelante veremos cómo el Sr. Schroeder manifiesta la misma disposición hacia él. Es decir, repudia que sea una declaración hecha por la Sra. Davidson, pero aún así desea conservar este precioso trozo de histeria de parte de John Spaulding —el “asombro,” la “aflicción,” y, sobre todo, “el torrente de lágrimas”; no para adornar un relato, como en el caso de la Sra. Dickinson, sino para mostrar la “espontaneidad” con que la gente de Conneaut detectó la identidad entre el Manuscript Found de Spaulding y el Libro de Mormón (American Historical Magazine, enero de 1907, pp. 71, 72; véase p. 67 anterior).
Pero volviendo a la Sra. Dickinson: si hubiera cumplido plenamente con su deber como autora, habría hecho referencia a esta declaración falsificada atribuida a su tía abuela y la habría repudiado en su nombre; pero semejante proceder difícilmente puede esperarse de una autora antimormona, de marcada hostilidad. Sin embargo, su silencio respecto a ella, y su negativa a incluirla en la colección de documentos de su apéndice, equivale a lo mismo: la repudiación de la misma por parte de los Spaulding.
El reverendo John A. Clark y la declaración de Davidson
Antes de continuar más directamente con esta declaración de Davidson, digamos una palabra sobre el reverendo John A. Clark, autor de Gleanings by the Way, y el espíritu que lo animaba. Él inicia su investigación sobre esta declaración diciendo que no cree “que la verdad o falsedad del mormonismo dependa en lo más mínimo de la exactitud o inexactitud de la anterior declaración de la Sra. Davidson.” Luego prosigue:
“pues el engaño y la impostura están estampados en cada rasgo de este monstruo, evocado por un buscador de tesoros y un embaucador, desde las sombras de la oscuridad.”
Este hombre está evidentemente en un excelente estado de ánimo para desempeñar el papel de juez imparcial—para señalar “la deshonestidad de la publicación original” de la entrevista Haven-Davidson, citada en las páginas anteriores. Pero esto es solo una muestra parcial del estado mental del reverendo caballero en el asunto, y no quisiéramos hacerle una injusticia.
Tras la efusión de amargura citada arriba, añade de inmediato este piadoso pensamiento, con la esperanza, quizá, de que su piedad equilibre en la balanza su arranque de ira:
“Aun así, si la declaración de ella [la Sra. Davidson] es correcta y digna de confianza, los hechos presentados por la Sra. Davidson parecerían ser uno de esos singulares desarrollos de la divina Providencia, por los cuales los impostores son confundidos y sus artificios reducidos a la nada.”
De esto basta decir que, si el caballero viviera hoy, se encontraría ante un dilema muy desconcertante. En caso de mantenerse en la corrección de la declaración de la Sra. Davidson, tendría que lamentar el fracaso de “uno de esos singulares desarrollos de la divina Providencia, por los cuales los impostores son confundidos y sus artificios reducidos a la nada”; porque el Libro de Mormón, a pesar de los esfuerzos del reverendo caballero contra él en su Gleanings by the Way, ha sido traducido a diez otros idiomas desde su tiempo; ha pasado por muchas ediciones en varios de ellos, y se ha vendido por cientos de miles. Ha dado como resultado reunir a un pueblo y fundar una iglesia que tiene más historia detrás de sí y más perspectiva por delante que cualquier otro movimiento religioso moderno en la cristiandad. Por otro lado, si el reverendo caballero se mantuviera en la infalibilidad de la divina Providencia, singular o no, por el rotundo fracaso de la declaración de Davidson en confundir a un impostor y reducir sus artificios a nada, estaría obligado a revertir sus decisiones anteriores; tendría que concluir que la declaración de Davidson no era verdadera; y si no pudiera llegar al punto de reconocer que había estado luchando contra la verdad, tendría la humillación de descubrir que, al menos, había tratado de sostener una falsedad. Afortunadamente, el caballero está muerto y, esperemos, en paz.
Pero es hora de volver de esta digresión. Además de mostrar cuál fue la actitud de los Spaulding hacia este documento, a través de la Sra. Dickinson, apelo al propio testimonio contradictorio del reverendo D. R. Austin y de la venerable Sra. (Spaulding) Davidson, para demostrar que la declaración de Davidson no es producto de “una mujer anciana y muy enferma” (Times and Seasons, Vol. I, p. 47). Pido a cualquier persona capaz de formarse un juicio literario que tome la declaración firmada con el nombre de la Sra. Davidson, y luego diga, con toda honradez, si se trata de la declaración de una mujer de vida privada, y menos aún de una “anciana e infirm.” Su introducción —casi ideal desde un punto de vista literario, cuando se considera el propósito del documento—; el paso de allí a la presentación de la evidencia y su discusión; y de allí a la conclusión —tan enérgica, y tan deseable para un ministro cuya iglesia había sido invadida por misioneros mormones exitosos, pero tan impropia de una mujer de vida privada— a saber:
“He dado la narración anterior, a fin de que esta obra de profundo engaño y maldad sea investigada hasta su raíz y los autores expuestos al desprecio y la execración que tan justamente merecen.”
Todo esto proclama demasiado claramente la mano profesional como para dejar duda de dónde está la verdad en el contraste entre la declaración Haven-Davidson y la historia y argumento de Clark-Storrs-Austin en Gleanings by the Way, que el Sr. Schroeder nos recomienda tan calurosamente como la prueba de la “deshonestidad de la publicación original” de la entrevista Haven.
Parley P. Pratt tenía razón cuando, en un artículo publicado en el New Era (Nueva York, noviembre de 1839), dijo:
“Un juez de producciones literarias que pueda tragarse ese escrito como la producción de una mujer en la vida privada, puede ser inducido a creer que el Libro de Mormón es un romance. Porque lo uno se parece tanto a un romance como lo otro a la composición de una mujer. La producción firmada ‘Matilda Davidson’ es evidentemente la obra de un hombre acostumbrado al discurso público.”
(New Era, edición del 25 de noviembre de 1839. Copiado también en Times and Seasons, Vol. I, p. 47).
El Sr. Schroeder llega a la misma conclusión, y en gran medida también a partir del estilo literario del artículo. Escucha este comentario:
“El estilo argumentativo y la incapacidad de distinguir entre conocimiento personal e inferencias argumentativas se entienden fácilmente cuando se conoce la historia de esta declaración. Parece que dos predicadores, llamados D. R. Austin y John Storrs, son responsables de esta carta. La Sra. Davidson nunca la escribió, pero después declaró que ‘en lo principal’ era verdadera. Incluso con su reafirmación de la historia tal como se publicó, no podemos darle peso probatorio salvo en aquellos puntos en los que es evidente por la naturaleza de las cosas que ella debía estar hablando por conocimiento personal.”
(Magazine, septiembre de 1906, pp. 393–394; véase también pp. 28, 29 anteriores).
No hay más que una conclusión posible sobre el punto en cuestión: la Sra. Davidson nunca hizo la declaración ni la firmó. Fue obra de los reverendos John Storrs y D. R. Austin: una falsificación.
Mutilación de la entrevista Haven-Davidson
En este punto tomo nota de lo que dice el Sr. Schroeder en relación con una omisión de una pregunta y respuesta en la entrevista Haven-Davidson en Myth of the Manuscript Found del élder George Reynolds; y también de lo que el Sr. Schroeder califica como “la perversa mentira de John Taylor sobre esta supuesta entrevista tal como fue informada en su Three Nights’ Public Discussion.” La pregunta y respuesta aludidas sirven, en efecto, para reinstaurar el documento de Davidson como evidencia, después de negar que fuese una declaración de la Sra. Davidson, o que ella lo hubiese firmado. La pregunta y respuesta son las siguientes:
“Pregunta: ¿Es verdad lo escrito en la carta?
Respuesta: En lo principal lo es.”
Esto se omite en el Myth of the Manuscript Found de Reynolds (1883); y al copiar la entrevista Haven de su obra en mi propio tratado sobre el Libro de Mormón en el Young Men’s Manual para 1905–1906, se cometió naturalmente la misma omisión; omisión de la que este escritor no tuvo conocimiento hasta que el artículo del Sr. Schroeder llamó la atención sobre ella. Por qué ocurre la omisión en el libro del Sr. Reynolds, no lo sé; y aunque el Sr. Reynolds aún vive, su salud está tan quebrantada en este momento que sería tan inútil como imposible interrogarle al respecto.
Ciertamente no había motivo para hacer la omisión a propósito, ya que el Libro de Mormón es igualmente defendible con la declaración de Davidson incluida en el registro como evidencia, o excluida de él. Y como prueba de que la omisión no fue intencional por parte de los escritores mormones, baste señalar el hecho de que en la copia de Times and Seasons del artículo del Quincy Whig (1840) se publican tanto la pregunta como la respuesta mencionadas (Vol. I, p. 47). También se publica con exactitud en Thompson’s Evidence of the Book of Mormon (1841); así como en The Origin of the Spaulding Story, de B. Winchester (1840), p. 17.
En la obra del Sr. Taylor —tan duramente criticada por el Sr. Schroeder— la pregunta y respuesta aparecen así:
“Pregunta: ¿Es verdad lo que contiene esa carta?
Respuesta: Hay algunas cosas que le conté.”
El Sr. Schroeder califica esto como una “perversa mentira.”
Si esta fuera la única variación en el documento, tal como lo citó el élder Taylor, podría haber sospecha justificada de que el cambio fue hecho deliberadamente y con intención de disminuir la fuerza de la respuesta; pero, dado que en toda la versión del artículo del Whig publicada en el Three Nights’ Discussion —realizada en Francia— hay bastantes variaciones, y ninguna de ellas aporta ventaja al lado pro-mormón de la controversia, no puede haber otra conclusión que la de que o bien alguna versión inexacta del artículo del Quincy Whig llegó a manos del presidente Taylor mientras estaba en Francia, y él imprimió a partir de esa versión imperfecta; o bien, que el artículo del Quincy Whig había sido publicado en francés, y la versión del élder Taylor en su “discusión” no era más que una traducción del francés de nuevo al inglés.
Si bien soy consciente de que esta opinión se basa únicamente en conjetura, si se compara el artículo del Whig publicado en Times and Seasons con la versión del élder Taylor en el Three Nights’ Discussion, la diferencia entre ambas versiones no sería mayor que la que podría esperarse en dos versiones así producidas. Y el carácter de las variaciones justifica la conjetura. Por ejemplo, considérese estos pasajes:
Quincy Whig
- Pregunta: ¿Ha leído usted el Libro de Mormón?
Respuesta: He leído algo de él.
Versión de Taylor
- Pregunta: ¿Ha leído usted el Libro de Mormón?
Respuesta: He leído un poco de él.
Quincy Whig
- Pregunta: ¿Es verdad lo escrito en la carta?
Respuesta: En lo principal lo es.
Versión de Taylor
- Pregunta: ¿Es verdad lo que contiene esa carta?
Respuesta: Hay algunas cosas que le conté.
Quincy Whig
- Pregunta: ¿Concuerdan el manuscrito y el Libro de Mormón?
Respuesta: Creo que algunos de los nombres concuerdan. - Pregunta: ¿Está usted segura de que algunos de los nombres concuerdan?
Respuesta: No lo estoy.
Versión de Taylor
- Pregunta: ¿Hay alguna semejanza entre el manuscrito del Sr. Spaulding y el Libro de Mormón?
Respuesta: Ninguna, salvo algunos nombres, algo semejantes el uno al otro.
Y así continúan las variaciones de principio a fin. Y son justamente el tipo de variaciones que existirían si la versión de Taylor se hubiera producido tal como se conjetura. Confío en que se me perdone insistir en este punto. Yo conocí personalmente al difunto presidente John Taylor, y además soy su biógrafo. Sus cartas, tanto oficiales como personales, así como sus diarios, pasaron por mis manos; su vida más privada me fue abierta, y sé que era un caballero sumamente honorable, muy por encima de subterfugios tan bajos como los que se le imputan en las toscas vulgaridades empleadas por el Sr. Schroeder, las cuales, desde ningún punto de vista, son justificables.
El Sr. Schroeder y la declaración de Davidson
Hay algo divertido en la actitud del Sr. Schroeder hacia esta declaración de Davidson. Aunque el Sr. Schroeder declara, con todas sus letras, que “la Sra. Davidson nunca la escribió,” y por tanto debe admitir que se trata de una falsificación de reverendos caballeros; sin embargo, como la entrevista Haven representa a la Sra. Davidson diciendo que era “verdadera en lo principal,” el Sr. Schroeder dogmatiza así respecto a esta “pieza de evidencia”:
“Aun con su reafirmación de la historia tal como se publicó, no podemos darle peso probatorio, salvo en aquellos puntos en los que es evidente por la naturaleza de las cosas que ella debía estar hablando por conocimiento personal.”
(Magazine, septiembre de 1906, p. 394; véase también p. 29 anterior).
¿Por qué, en nombre de todo lo que es razonable? Si su reafirmación ha de reinstaurar cualquier parte de la historia como digna de crédito, ¿por qué no toda, y todas las partes por igual? ¿Ha de elegir y descartar el Sr. Schroeder entre sus propios testigos según le plazca, aceptando esto pero rechazando aquello, conforme se ajuste a su visión personal de la teoría de Spaulding?
¿Qué hay detrás de todo este propuesto juego de manos? Simplemente esto: ya he señalado lo vital que es para el caso del Sr. Schroeder establecer la existencia de un segundo manuscrito de Spaulding, tratando sobre antigüedades americanas, una historia “reescrita” diferente de este manuscrito que ahora se encuentra de forma segura en el Oberlin College. Nada de esto aparece en la declaración de Davidson. Este, a los ojos del Sr. Schroeder, es su primer pecado, uno de omisión.
Otra cosa esencial para la tesis del Sr. Schroeder es una segunda entrega del manuscrito de Spaulding a los editores Patterson-Lambdin, después de que los Spaulding se establecieron en Amity, condado de Washington, Pensilvania. La Sra. (Spaulding) Davidson “dice,” observa el Sr. Schroeder, “que antes de salir de Pittsburgh hacia Amity, el manuscrito de su esposo fue devuelto por los editores.” … “Ella aparentemente no recuerda nada de una segunda entrega mientras su esposo residía en Amity, o bien quienes escribieron y firmaron su declaración no consideraron apropiado mencionarlo.” (American Historical Magazine, pp. 392–393; véase también p. 28 anterior). (¡Qué descuido el suyo!). Este es el segundo pecado de omisión en la declaración de Davidson.
Y aquí conviene notar otra cosa singular en relación con estos documentos de Spaulding, la supuesta declaración de Davidson y el testimonio jurado de la Sra. McKinstry, la primera publicada en 1839, la segunda en 1880: mientras ambas son muy explícitas en cuanto a lo ocurrido en Conneaut, nada se dice en ninguna de ellas acerca de las lecturas del manuscrito que supuestamente tuvieron lugar ante los vecinos de Amity, de donde provienen los testigos de Amity, Joseph Miller y Redic McKee. Este silencio es tanto más inexplicable porque fue allí donde se estaba llevando a cabo la “pulida final” y la preparación para la imprenta del manuscrito “reescrito” que supone Schroeder; y la Sra. McKinstry estaba más capacitada para recordar tales cosas que cuando estaba en Conneaut, porque entonces era de menos edad. En efecto, si se insiste en la declaración de Davidson como evidencia, entonces el Sr. Spaulding se negó a publicar su manuscrito, aun cuando el Sr. Patterson se lo sugirió, pues lo había escrito solo para su propio entretenimiento.
El siguiente pecado de la declaración de Davidson es uno de comisión. El éxito del caso del Sr. Schroeder contra el Libro de Mormón depende de establecer su tesis de que Sidney Rigdon robó el manuscrito de Spaulding de la imprenta de Patterson y Lambdin; y que, después de octubre de 1816 (fecha de la muerte de Spaulding), el supuesto manuscrito “reescrito” de Schroeder nunca estuvo en manos de “nadie más que de Sidney Rigdon.” Pero si se admite la reafirmación de la declaración de Davidson como prueba, entonces, según la Sra. Davidson, antes de que la familia se mudara de Pittsburgh a Amity, el manuscrito de Spaulding fue “devuelto a su autor, y poco después,” dice la declaración de Davidson, “nos mudamos a Amity, condado de Washington, etc., donde el Sr. Spaulding falleció en 1816. El manuscrito pasó entonces a mis manos, y fue cuidadosamente guardado. Con frecuencia lo han examinado mi hija, la Sra. McKinstry, de Monson, Massachusetts, con quien ahora resido, y otros amigos.”
Esta declaración, obsérvese, no caería dentro de los puntos que aun el mismo Sr. Schroeder excluiría de la declaración de Davidson si fuera readmitida como prueba; porque es muy claro que, en cuanto a este asunto, la señora hablaba de algo sobre lo cual tenía “conocimiento personal,” el “shibboleth” que da “peso probatorio” a lo que se supone que la señora testificó en este documento “sospechoso.” Pero frente a esta afirmación tan perjudicial del documento de Davidson —sobre la devolución del manuscrito de Spaulding a su autor y la posterior posesión y cuidado de él por parte de la Sra. (Spaulding) Davidson— el Sr. Schroeder dice:
“En cuanto a la cuestión de si el manuscrito reescrito de Spaulding estuvo o no en posesión de alguien más que Rigdon en algún momento después de octubre de 1816, la declaración de la Sra. Davidson tal como se publicó no puede en ningún sentido ser considerada como prueba.”
(American Historical Magazine, septiembre de 1906, p. 394; véase también p. 29 anterior).
(¡Sic!).
El lector entenderá ahora mejor la actitud del Sr. Schroeder: lo que concuerde con su teoría en la declaración de Davidson debe aceptarse; lo que la contradiga, debe descartarse; y esto puede aplicarse a la postura del caballero respecto a casi todo el conjunto de testimonios sobre el tema. Sin embargo, la actitud del Sr. Schroeder no puede admitirse como correcta. O bien debe aceptar la fuerza de la declaración de Davidson contra sus afirmaciones, así como donde la favorece, o bien debe desacreditar por completo la evidencia de Davidson. Uno no puede tener el pastel y a la vez comérselo. No nos importa cuál de las dos cosas haga respecto a esta “pieza de evidencia.” Será igualmente ventajoso para nuestro argumento cualquiera de las dos.
Pero veamos en qué aprieto deja esta declaración el caso del Sr. Schroeder. Si la Sra. (Spaulding) Davidson tiene razón respecto a la devolución del manuscrito de Spaulding a su autor todavía en Pittsburgh; que fue llevado a Amity y, tras el fallecimiento del Sr. Spaulding, pasó a manos de la Sra. Spaulding y fue “cuidadosamente preservado” por ella, y “frecuentemente examinado” por su hija, entonces Sidney Rigdon no lo robó de la imprenta de Patterson y Lambdin, cualquiera que fuera la relación de Rigdon con dicha imprenta; y el Sr. Schroeder se ve en la necesidad de abandonar uno de los elementos principales de su caso; un elemento tan esencial que, si se abandona, su tesis se derrumba en la confusión.
Para la mente del Sr. Schroeder, el robo del manuscrito por parte del Sr. Rigdon es la única circunstancia que armonizaría todos los supuestos “hechos establecidos” y haría sostenible la teoría de Spaulding. Con este fin, repudia otras cuatro teorías acerca de cómo llegó el manuscrito de Spaulding a manos de José Smith, para ser explotado por él como el Libro de Mormón.
- La teoría de que José Smith mismo obtuvo el manuscrito de la casa de Wm. H. Sabine en 1823 (la teoría de John Hyde).
- Que Sidney Rigdon copió el manuscrito mientras estaba en la imprenta de Patterson y Lambdin (la teoría de la declaración Storrs-Austin-Davidson, y también la teoría de la familia Spaulding).
- Que José Smith lo copió mientras trabajaba para Wm. H. Sabine (hermano de la Sra. (Spaulding) Davidson, recuérdese), hacia 1823, dejando allí el original.
- La teoría de que Spaulding copió su historia para el editor “mientras guardaba el duplicado en casa para que después fuera cuidado por la familia.”
Por supuesto, “estas diversas teorías” fueron inventadas todas debido a la supuesta necesidad de explicar la presencia del Manuscript Found reescrito en el baúl de la casa de Sabine después de 1816, la fecha de la muerte de Spaulding. Así lo dice el Sr. Schroeder (septiembre de 1906, p. 390; véase también pp. 24, 25).
Muy naturalmente, todos los interesados en sostener la teoría de que el manuscrito de Spaulding fue la fuente original del Libro de Mormón —excepto el Sr. Schroeder— procurarían mantener la integridad tanto de la declaración de Davidson como del testimonio jurado de la Sra. McKinstry, publicado en Scribner’s Magazine en agosto de 1880, como las pruebas más valiosas que existen para el lado antimormón de esta controversia. Pero para preservar esa integridad deben vindicar a Sidney Rigdon de haber robado el manuscrito de Spaulding, pues ambos testigos declaran que el manuscrito de Spaulding estaba en su posesión después de la muerte de Spaulding en 1816.
La declaración de Davidson representa que el Manuscript Found —el mismo manuscrito en cuestión, que Spaulding había puesto en manos de Patterson “para su lectura”— fue devuelto a Spaulding antes de que la familia saliera de Pittsburgh; y que, a su muerte dos años después, pasó a manos de la Sra. (Spaulding) Davidson, y fue “cuidadosamente preservado”; y que con frecuencia fue examinado por su hija, la Sra. McKinstry, “y por otros amigos.”
La Sra. McKinstry testifica acerca de la relación de su padre, Solomon Spaulding, con el Sr. Patterson en Pittsburgh; también sobre el contenido del baúl que ella y su madre llevaron a la casa de su tío, Wm. H. Sabine, poco después de la muerte de su padre, conteniendo los papeles de este; y allí afirma haber visto el manuscrito que la declaración de Davidson dice que ella “examinó con frecuencia”; y “en el exterior de este manuscrito estaban escritas las palabras, Manuscript Found.” No lo leyó, “pero lo hojeó,” y lo tuvo en sus manos muchas veces, y vio los nombres que “había oído en Conneaut” cuando su padre leía dicho manuscrito a sus amigos.
Nada podría ser más explícito que estas declaraciones de madre e hija, y ambas estaban en la relación más cercana con Solomon Spaulding; y lo que dicen es complementado y enfatizado por la sobrina nieta de la Sra. (Spaulding) Davidson, Ellen Dickinson, quien, en su New Light on Mormonism, representa a la Sra. McKinstry insistiendo en que su madre decía —y se crea la impresión de que lo decía repetidamente— “que el Sr. Spaulding le había asegurado que había recuperado su manuscrito original cuando Patterson se negó a publicarlo, y ella nunca varió ni dudó de esta creencia.”
Por qué el Sr. Schroeder desacredita a los testigos de Spaulding
La pregunta surge naturalmente: ¿cómo es que el Sr. Schroeder adopta esta teoría de que Rigdon robó el manuscrito de Spaulding, cuando ello lo obliga prácticamente a desechar a estos dos importantes testigos de la teoría de Spaulding? Ya hemos visto que el Sr. Schroeder prácticamente desacredita el testimonio de la declaración de Davidson (American Historical Magazine, septiembre de 1906, pp. 392–394; véase también p. 29 anterior). Y con no menos énfasis desecha el testimonio de la Sra. McKinstry con el argumento de su incompetencia para ser una testigo confiable, debido a su tierna edad —de cuatro a once años— cuando sucedieron los hechos sobre los cuales testificó; y su gran edad —setenta y cuatro años (“setenta y siete,” dice la Sra. Dickinson)— cuando hizo su declaración jurada acerca de esos lejanos sucesos.
“Que esta mujer, a los setenta y cuatro años, pudiera recordar nombres extraños, casualmente repetidos en su presencia, antes de cumplir seis años, y esos nombres totalmente ajenos a cualquier cosa de consecuencia directa en su vida infantil, es una hazaña de memoria demasiado extraordinaria como para dar a su declaración no corroborada algún peso frente a conclusiones contradictorias válidas extraídas de hechos establecidos.”
(Magazine, septiembre de 1906, p. 392; véase también p. 26 anterior).
En una reiteración casual de su teoría de que Rigdon robó el manuscrito de Spaulding, y señalando los supuestos hechos relacionados con esa teoría, el Sr. Schroeder dice: “Estas conclusiones y gran parte de la evidencia en que se basan contradecirán la declaración de la Sra. McKinstry.” Entonces, ¿por qué adoptar esa teoría? Una respuesta directa no se encuentra en ningún lugar de los artículos del Sr. Schroeder; pero alguien familiarizado con todas las variaciones de la teoría de Spaulding no tiene que ir muy lejos para entender las razones.
- Primero, están las turbias maniobras de los reverendos Clark, Storrs y Austin en la producción de la declaración de Davidson, lo que la desacredita; y, en opinión del Sr. Schroeder, el valor probatorio de este documento no es muy grande (véanse pp. 26–29 anteriores).
- Segundo, el Sr. Schroeder sabe, por razones que él mismo expone, que la declaración jurada de McKinstry es incompetente y no puede sostener los supuestos hechos detallados en ella. “Que esta mujer, a los setenta y cuatro años, recordara nombres extraños casualmente repetidos en su presencia, antes de su sexto año, … es una hazaña de memoria demasiado extraordinaria,” es su propia caracterización de lo absurdo.
- Tercero, el Sr. Schroeder sabe que las otras teorías que intentan conectar el manuscrito de Spaulding con José Smith, y la consiguiente acusación de plagio del Libro de Mormón, son insostenibles. Es decir, sabe que la teoría de que Rigdon copió el manuscrito de Spaulding mientras estaba en la imprenta de Patterson-Lambdin, siendo el original devuelto a Spaulding, no puede establecerse con pruebas. Sabe igualmente bien que la teoría de que Spaulding mismo hizo una copia de su historia para el editor, mientras guardaba el duplicado en casa para que la familia lo conservara, no puede sostenerse con éxito. Copiar un manuscrito que produce un libro de 600 páginas, con más de 500 palabras por página (véase la primera edición del Libro de Mormón), no es una tarea fácil, y el tiempo necesario para semejante logro, por cualquiera de estos hombres, hace imposibles tales teorías.
- Cuarto, el Sr. Schroeder también sabe que la teoría de que el propio José Smith robó el manuscrito de Spaulding de la casa de Wm. H. Sabine, en Onondaga Valley, en 1823, época en que se alega que José Smith trabajaba para el Sr. Sabine, no puede establecerse con pruebas.
Quinto, el Sr. Schroeder sabe que la teoría de que José Smith copió el manuscrito de Spaulding mientras estaba en casa de Sabine no solo es imposible de establecer por medio de pruebas, sino que sería ridícula, aun cuando pudiera demostrarse más allá de toda duda razonable que José Smith trabajó alguna vez para Sabine, en 1823 o en cualquier otra fecha, tanto por su edad —entonces dieciocho años—, ciertamente sin instrucción, y según algunos, incapaz siquiera de escribir en aquel tiempo. ¡Y sin embargo, este hombre, trabajando como carretero (pues así se dice), copia un manuscrito que después se convierte en un libro de seiscientas páginas de quinientas palabras cada una! No es de extrañar que el Sr. Schroeder desacredite esta teoría.
Con todas estas teorías descartadas, sin embargo, ¿qué les queda a los teóricos de Spaulding? Nada más que acusar a Sidney Rigdon del robo del manuscrito de Spaulding y aferrarse a ello. Para hacerlo, sin embargo, deben seguir al Sr. Schroeder en desacreditar la declaración de Davidson, y declarar la incompetencia de la declaración jurada de McKinstry, por las razones ya consideradas. Esto destruye, para los teóricos de Spaulding, lo que algunos consideran como los dos documentos más valiosos (aunque despreciables) sobre los que se sostiene la teoría.
III.
La conexión de Sidney Rigdon con el manuscrito de Spaulding
¿En qué se basa la supuesta evidencia de que Sidney Rigdon robó el manuscrito de Spaulding de la imprenta de Patterson-Lambdin? Cuando Howe apeló a Mr. Patterson de Pittsburgh en 1834 para obtener información sobre este punto, el Sr. Lambdin llevaba ya unos ocho años muerto; y Howe escribe:
“El Sr. Patterson dice que no tiene recuerdo de que ningún manuscrito de esa naturaleza le fuera traído para su publicación.”
Esta declaración de Howe ha resultado muy problemática para el grupo posterior, o de Pittsburgh, de los testigos del Sr. Schroeder. A Howe se le pidió que diera su fuente para la declaración y respondió:
“Creo que Hurlburt fue la persona que habló con Patterson sobre el manuscrito.”
Esto queda confirmado por el testimonio de B. Winchester, autor de The Origin of the Spaulding Story (1840). Tan pronto como se publicó la declaración “Storrs-Davidson” —afirmando que Patterson había tomado prestado el manuscrito de Spaulding, que le había complacido mucho, que aconsejó redactar una portada, un prefacio y luego publicarlo—, un tal Sr. Green, según Winchester, “visitó al Sr. Patterson para saber si esa declaración era cierta. El Sr. Patterson respondió que no sabía nada de tal manuscrito. Esto lo supe de labios del mismo Sr. Green,” dice Winchester, “quien es un hombre de indudable veracidad. … El Sr. Hurlburt declara que llamó al Sr. Patterson, quien afirmó su ignorancia sobre todo el asunto.”
En 1842, nuevamente se apeló al Sr. Patterson sobre el tema de la entrega del manuscrito de Spaulding. El llamamiento lo hizo el reverendo Samuel Williams, quien en ese momento se preparaba para publicar un folleto titulado Mormonism Exposed. Entonces el Sr. Patterson escribió y firmó una breve declaración que luego fue publicada por el reverendo Williams de la siguiente manera:
“R. Patterson tenía entonces en su empleo a Silas Engles, capataz de imprenta y superintendente general del negocio de impresión. Como él (S. E.) era un excelente erudito, además de un buen impresor, le fueron confiados todos los asuntos de la oficina. Él incluso decidía sobre la conveniencia o no de publicar manuscritos cuando eran ofrecidos, en cuanto a su moralidad, erudición, etc. En este carácter, informó a R. P. que un caballero, originario del Este, le había entregado un manuscrito de una obra singular, principalmente en el estilo de nuestra traducción inglesa de la Biblia, y pasó la copia a R. P., quien leyó solo unas pocas páginas y, al no encontrar nada aparentemente objetable, le dijo a Engles que podía publicarlo si el autor proporcionaba los fondos o una buena garantía. Al no cumplir el autor con los términos, el Sr. Engles devolvió el manuscrito, según supuse entonces, después de que estuvo algunas semanas en su poder, junto con otros manuscritos en la oficina.
“Esta comunicación fue escrita y firmada el 2 de abril de 1842.”
ROBERT PATTERSON.
“Es motivo de sincero pesar,” dice el autor de Who Wrote the Book of Mormon?, “que un documento tan exiguo sea toda la evidencia escrita que dejó el Sr. Patterson.” Y con razón puede sentir tal pesar, como uno de los teóricos del origen Spaulding. Porque aquí no hay nada sobre Spaulding y su manuscrito; nada sobre el interés de Patterson en él ni aconsejando una portada, un prefacio y su publicación; nada sobre Rigdon y su conexión con el manuscrito; nada sobre que estuviera perdido, robado o copiado. Por supuesto, “el caballero originario del Este [que] había puesto en sus [de Patterson] manos un manuscrito de una obra singular, principalmente en el estilo de nuestra traducción inglesa de la Biblia,” en el cual ni el corrector de pruebas de la imprenta a quien fue remitido, ni el propio Sr. Patterson, tuvieron más que un interés lánguido —según lo anterior—, es convertido por los teóricos del origen Spaulding en el autor del manuscrito de Spaulding. No hay nada que justifique tal conclusión. Si hubiera sido el manuscrito de Spaulding, que “el caballero del Este presentó,” ¿no lo habría recordado el Sr. Patterson? ¿No lo habría nombrado? ¿Por qué no habría de hacerlo? Solo hay una respuesta: aquel caballero no era Spaulding. ¡Oh, en este punto, cómo desearíamos que el Sr. Patterson hubiera recordado la identidad de nombres con los del “Libro de Mormón”—un “Nefi” ahora, o “Moroni,” o “Zarahemla”! Pero fíjese: lo que el Sr. Patterson rehúsa hacer en la declaración firmada que preparó expresamente a petición del Sr. Williams, el propio Sr. Williams lo hace por él al introducir dicha declaración firmada, diciendo: “El Sr. Patterson cree firmemente, además, a partir de lo que ha oído del Libro de Mormón, que es lo mismo que él examinó en su momento.” Entonces, ¿por qué eso no está en la declaración que firmó Robert Patterson? ¡La manifiesta deshonestidad de estos predicadores llega a ser tediosa!
El Sr. Schroeder introduce a continuación como “evidencia” el testimonio de Joseph Miller (el nombre “John” en el texto del Sr. Schroeder es evidentemente una errata), “quien conoció a Spaulding en Amity, lo sacó de la cárcel bajo fianza cuando estuvo preso por deudas, le fabricó el ataúd cuando murió y ayudó a amortajarlo en su tumba,” —una lista de servicios bastante formidable, y también macabra. ¿Y su testimonio? Spaulding le dijo que “había un hombre llamado Sidney Rigdon en la imprenta y pensaban que él lo había robado” (Magazine, noviembre de 1906, p. 518; véase también p. 30 anterior). La carta de Miller se da íntegra en Gregg’s Prophet of Palmyra, p. 442. Miller también escribe otra carta de similar contenido al autor de New Light on Mormonism, p. 240; Who Wrote the Book of Mormon?, p. 7 (es decir, sobre el manuscrito de Spaulding). Este hombre es anunciado en el Cincinnati Gazette como “el único hombre en los Estados Unidos que puede dar el origen de [es decir, del Libro de Mormón].” Gregg, a quien el Sr. Schroeder cita como su autoridad, repite este anuncio, y nos sorprende que el Sr. Schroeder no lo incluyera en su lista de cualidades que hacen tan pintoresco a este testigo.
El documento de Miller citado por el Sr. Schroeder de Gregg’s Prophet of Palmyra lleva fecha del 20 de enero de 1882; y como Miller nació en 1791, tenía entonces noventa y un años de edad. La declaración más antigua de la historia de Miller está en el Pittsburg Telegraph, del 6 de febrero de 1879, cuando Miller tenía ochenta y ocho años. Cuánta confianza debe depositarse en los recuerdos tempranos de una persona tan anciana después de todo lo que se ha dicho, y todos los artículos de periódicos y revistas y discusiones que se han publicado —lo cual induce a confusión en la mente de personas poco instruidas, poco críticas y a menudo ignorantes, en cuanto a fechas, el orden de los acontecimientos y las impresiones mentales; y esta confusión, además, influida por su celo religioso, por no decir fanatismo; prejuicios contra supuestas herejías; y resentimiento hacia innovaciones religiosas—; qué valor, digo, debe darse a los recuerdos de una persona de edad tan avanzada en tales circunstancias, debe ser finalmente determinado por el lector. Yo solo pido que las circunstancias sean conocidas; que se tengan constantemente presentes y se les dé su peso debido, y no temeré el juicio.
El Sr. Schroeder introduce a continuación lo que querría que creyéramos que es el testimonio del reverendo Cephus Dodd, “un ministro presbiteriano de Amity, Pensilvania” (donde Spaulding vivió entre 1814 y 1816); el Sr. Dodd era también médico en ejercicio y atendió a Spaulding en su última enfermedad. “Ya en 1832,” dice el Sr. Schroeder, “este Sr. Dodd llevó al Sr. George M. French, de Amity, a la tumba de Spaulding, y allí expresó una firme creencia de que Sidney Rigdon había sido el agente que transformó el manuscrito de Spaulding en el Libro de Mormón.” El Sr. French, se nos dice, fija la fecha en relación con su mudanza a Amity. He aquí el comentario del Sr. Schroeder sobre el “testimonio” del reverendo Sr. Dodd:
“La conclusión así expresada por el Sr. Dodd, con anterioridad a toda discusión pública o evidencia, es importante, por lo que necesariamente implica. Primero, involucraba una comparación entre la producción literaria de Spaulding y el ‘Libro de Mormón,’ con un parecido descubierto que inducía a la convicción de que este último era un plagio del primero. Esta comparación presupone un conocimiento del contenido del manuscrito reescrito de Spaulding. La segunda y más importante deducción debe hacerse a partir de la afirmación de que Sidney Rigdon fue el vínculo en el plagio. Tal conclusión debía tener una base en la mente del Sr. Dodd, y solo podría haber surgido si poseía conocimiento personal de lo que él consideraba información confiable que le creaba la convicción de la probabilidad de la conexión de Sidney Rigdon con el asunto.”
—American Historical Magazine, noviembre de 1906, p. 519; véase también pp. 31–32 anteriores.
Pero no tan rápido. Pensemos en ello. ¿Quién cuenta esta historia? ¿El Sr. Dodd en 1832? No. ¿Y existe registro de que él haya hecho todas las cosas que el Sr. Schroeder supone que hizo? Nuevamente, no. ¿Y fueron las “conclusiones expresadas” del Sr. Dodd anteriores a toda discusión pública o evidencia respecto al Libro de Mormón? En absoluto. Según la autoridad que el mismo Sr. Schroeder cita para esta “evidencia” de Dodd, y de donde obtiene la historia, el reverendo Sr. Dodd vivió hasta el 16 de enero de 1858. Pero no existe ninguna declaración directa ni evidencia alguna de él sobre el asunto aquí tratado. Nada se dijo al respecto hasta la publicación de Who Wrote the Book of Mormon? en la History of Washington County, Pa. (1882); es decir, después de la discusión de todas las pruebas, y no antes de ella. Entonces el Sr. George M. French, según el autor de Who Wrote the Book of Mormon?, “en su octogésimo tercer año,” “conserva una impresión vívida” del relato anterior de una visita a la tumba del Sr. Spaulding en compañía del Sr. Dodd; y de ahí la historia. Y el Sr. Schroeder quiere hacer creer a sus lectores que tienen, en esta masa revuelta de “impresiones vívidas” de segunda mano, con cincuenta años de antigüedad, relatadas por un hombre en su senilidad, de más de ochenta y dos años, una expresión “anterior a toda discusión pública o evidencia” respecto al Libro de Mormón—¡en 1832, nada menos! ¡Y el Sr. Schroeder es abogado de profesión!
De carácter similar, aunque más débil, son el resto de los testigos del Sr. Schroeder para el supuesto “robo” del manuscrito de Spaulding y su identidad con el Libro de Mormón. Tal es su “décimo testigo,” Redick McKee (Joseph Miller, considerado arriba, siendo su “noveno testigo”); y su “undécimo testigo,” el reverendo Abner Jackson; y, como el mismo Sr. Schroeder dice, “último pero no menos importante,” John C. Bennett, quien también respalda la teoría Spaulding del origen del Libro de Mormón; por lo cual casi exclamé: “¡gracias a Dios!” pues nada podría condenar tan completamente una cosa como el respaldo de John C. Bennett. Luego contuve la exclamación casi expresada y la suavicé en la tranquila conclusión de: “¡culminación apropiada para tal conjunto de testimonios!”
Bennett afirma haberlo sabido por la “confederación”—que “nunca existieron planchas del Libro de Mormón, excepto las vistas por los ojos espirituales y no por los naturales de los testigos.” Todos estos testigos son tan incompetentes y despreciables como aquellos cuyo testimonio ya hemos examinado, y con esto los dejamos. No es necesario demostrar una y otra vez la misma proposición, ni refutar cada detalle específico de falsedad cuando pueden ser clasificados y tratados en conjunto.
Sobre la supuesta “deshonestidad religiosa” de Rigdon
El Sr. Schroeder intenta dar gran importancia a lo que llama “la deshonestidad religiosa de Rigdon” antes de unirse a la Iglesia Mormona. Sobre esto, y la evidencia en que se basa, basta con decir lo siguiente: dicha deshonestidad es acusada por el reverendo Samuel Williams, autor de Mormonism Exposed—el mismo reverendo a quien hemos visto incluir en su libro una declaración sobre las opiniones del Sr. Patterson acerca del manuscrito de Spaulding que el propio Patterson evidentemente se negó a poner en la declaración firmada que entregó al Sr. Williams para su obra antimormona.
La deshonestidad atribuida a Rigdon tiene que ver con experiencias religiosas que se dice que Rigdon confesó haber fingido para obtener la membresía en la Iglesia Bautista, en Peters Creek. Su origen lo desacredita por completo; y, en el mejor de los casos, no es más que la demasiado común muestra de malicia expresada en forma de tergiversación cuando una persona pasa de una organización religiosa a otra.
La oportunidad de Rigdon para robar el manuscrito de Spaulding
La siguiente cuestión que considera el Sr. Schroeder es la oportunidad de Rigdon para robar el manuscrito de Spaulding. Esto depende de si Sidney Rigdon estuvo en Pittsburgh cuando el manuscrito de Spaulding estuvo allí, entre 1812, fecha de la llegada de Spaulding a Pittsburgh con su manuscrito, y 1814, fecha de su partida. Pero, para complacer al Sr. Schroeder, ampliaremos el período de tiempo a fin de incluir su ficción sobre un manuscrito “reescrito” y su “segunda entrega” a Patterson para su publicación. Así pues, la pregunta es: ¿estuvo Rigdon en Pittsburgh entre 1812 y 1816, año de la muerte de Spaulding?
Aquí inserto una breve biografía de Sidney Rigdon hasta el momento en que se unió a la Iglesia Mormona. Está tomada de la Illustrated History of Washington County, Pa., en la que se publicó el tratado Who Wrote the Book of Mormon?. Selecciono este relato de los movimientos del Sr. Rigdon hasta 1830 porque es el que el Sr. Schroeder considera más preciso que otros relatos; y solo difiere ligeramente, aunque en ningún aspecto de manera sustancial, del relato sobre el Sr. Rigdon publicado en la History of Joseph Smith, en el Millennial Star, suplemento, tomo XIV, y condensado en una nota al pie de la History of the Church.
“Sidney Rigdon nació cerca del actual pueblo de Library, condado de Allegheny, Pensilvania, el 19 de febrero de 1793; asistió en su niñez a una escuela rural común; se unió a la Iglesia Bautista cerca de su hogar el 31 de mayo de 1817; estudió teología con un predicador bautista llamado Clark en el condado de Beaver, Pensilvania, en el invierno de 1818-19, y recibió licencia para predicar; fue a Warren, Ohio, donde fue ordenado, y en el invierno de 1821-22 regresó a Pittsburgh; se convirtió en pastor de la Primera Iglesia Bautista allí el 28 de enero de 1822, y por errores doctrinales fue excluido de la denominación bautista el 11 de octubre de 1823. Continuó predicando en la corte del condado a sus seguidores, pero en 1824, según un relato, se mudó a la Western Reserve, Ohio; según otro relato se dedicó al negocio de la tenería en Pittsburgh hasta 1826, y luego se trasladó a la Reserve, residiendo por breves períodos en Bainbridge, Mentor y Kirtland. En ese tiempo estuvo relacionado con la Iglesia de los Discípulos o Campbellite, y predicó sus doctrinas, mezcladas con extravagantes ideas propias, hasta que en 1830 se unió a los mormones.”
Se observará que esto no sitúa a Sidney Rigdon en Pittsburgh sino hasta 1821-22, unos siete años después de que los Spaulding se hubieran marchado de Pittsburgh con su preciado manuscrito, y cinco años después de haber salido de Pensilvania con él. El propio relato de Rigdon sobre su viaje a Pittsburgh lo ubica en noviembre de 1821, en su regreso desde Ohio para visitar a parientes en el condado de Allegheny, Pensilvania. Predicó en Pittsburgh unas cuantas veces, y fue su predicación durante esa visita la que llevó a que se le llamara para convertirse en pastor permanente de la Primera Iglesia Bautista de ese lugar, donde se estableció en 1822.
En una comunicación dirigida al Boston Journal, con fecha 27 de mayo de 1839, Sidney Rigdon niega enfáticamente haber tenido alguna conexión con la imprenta de Patterson; o con Spaulding y su manuscrito. En cuanto a la acusación, frecuentemente hecha, de que Rigdon vivió en Pittsburgh y estuvo vinculado con la imprenta de Patterson durante 1815 y 1816, el propio Sr. Schroeder comenta:
“La evidencia sobre la cual se basa la acusación de que Rigdon tuvo residencia permanente en Pittsburgh durante los años en cuestión, o su conexión con la imprenta de Patterson, es tan insatisfactoria que estos puntos deben resolverse en favor de la negación de Rigdon.”
—American Historical Magazine, noviembre de 1906, p. 524; véase también p. 39 anterior.
Una investigación muy diligente fue realizada por los historiadores del condado de Washington para determinar si Rigdon estaba en Pittsburgh en la época en que se alega que el manuscrito de Spaulding estuvo allí. Lo que hace aún más interesante la cuestión es el hecho de que el autor de esa parte de la History of Washington County, bajo el título “Who Wrote the Book of Mormon?”, es Robert Patterson, hijo de Robert Patterson, quien se dice que fue el impresor a quien Spaulding llevó su manuscrito para publicación. Robert Patterson, autor de Who Wrote the Book of Mormon?, en su calidad de historiador, envió varias cartas solicitando información sobre el tiempo de residencia de Sidney Rigdon en Pittsburgh y su conexión con la imprenta Patterson-Lambdin; y además hizo indagaciones personales sobre el mismo tema. Los resultados de tales investigaciones siguen a continuación. El término “el presente escritor” usado en la cita se refiere al propio Sr. Patterson. Después de decir que Carvil Rigdon, hermano de Sidney, y Peter Boyer, su cuñado, fueron la fuente de información para la biografía de Rigdon, el Sr. Patterson dice:
“El Sr. Boyer, también en una entrevista personal con el presente escritor en 1879, afirmó positivamente que Rigdon nunca había vivido en Pittsburgh antes de 1822, agregando que ‘ellos fueron muchachos juntos, y él debía saberlo.’ El Sr. Boyer había abrazado por un corto tiempo el mormonismo, pero se convenció de que era una ilusión y volvió a su membresía en la Iglesia Bautista.”
No pudo, entonces, haber sido por simpatía religiosa hacia el Sr. Rigdon que el Sr. Boyer hiciera la anterior declaración.
“Issac King, un ciudadano muy respetado de Library, Pensilvania, y un viejo vecino de Rigdon, afirma en una carta al presente escritor, fechada el 14 de junio de 1879, que Sidney vivió en la granja de su padre hasta la muerte de este en mayo de 1810, y durante varios años después; * * * * recibió su educación en una escuela de troncos en la vecindad; comenzó a hablar en público sobre religión poco después de su admisión a la iglesia (1817), probablemente por iniciativa propia, ya que no hay registro de su licencia; ‘fue a Sharon, Pensilvania, por un tiempo, y allí fue ordenado predicador, pero pronto regresó a su granja, la cual vendió (28 de junio de 1823) a James Means, y alrededor de la fecha de la venta se trasladó a Pittsburgh.’”
“Samuel Cooper, de Saltsburg, Pensilvania, veterano de tres guerras, en una carta al presente escritor, fechada el 14 de junio de 1879, declaró lo siguiente: ‘Conocí al Sr. Lambdin, estuve a menudo en la imprenta; conocí a Silas Engles, capataz de la imprenta; nunca me mencionó el nombre de Sidney Rigdon, así que estoy convencido de que nunca estuvo empleado allí como impresor. * * * Nunca lo vi en la librería ni en la imprenta; la oficina de su padre estaba en la célebre Molly Murphy’s Row.’”
“El reverendo Robert P. DuBois, de New London, Pensilvania, con fecha 9 de enero de 1879, escribe: ‘Ingresé a la librería de R. Patterson & Lambdin en marzo de 1818, cuando tenía unos doce años, y permanecí allí hasta el verano de 1820. La firma tenía bajo su control la librería en la Calle Cuarta, una encuadernadora, una imprenta (no un periódico, sino un taller de impresión, bajo el nombre de Butler & Lambdin) con entrada por Diamond Alley, y un molino de papel a vapor en el Allegheny (bajo el nombre de R. & J. Patterson). No supe nada de Spaulding (ya fallecido entonces), ni de su libro ni de Sidney Rigdon.’”
“La Sra. R. W. Lambdin, de Irvington, Nueva York, viuda del difunto J. Harrison Lambdin, en respuesta a algunas consultas sobre sus recuerdos de Rigdon y otros, escribe con fecha 15 de enero de 1882:
‘Lamento decir que no podré darles ninguna información respecto a las personas que nombran. Ciertamente no pudieron haber sido amigos del Sr. Lambdin.’
La Sra. Lambdin residió en Pittsburgh desde su matrimonio en 1819 hasta la muerte de su esposo, el 1 de agosto de 1825. El Sr. Lambdin había nacido el 1 de septiembre de 1798.”
Es digno de crédito para el Sr. Patterson que registrara estos testimonios que debieron ser tan insatisfactorios para los defensores de la teoría de Spaulding, entre quienes debe contarse al propio Sr. Patterson. También dice que “la justicia imparcial requiere añadir al testimonio anterior la negación muy explícita del mismo Rigdon”; y luego cita la parte esencial de la negación que Rigdon envió al Boston Journal en 1839. Critica la gramática del pasaje y señala que Rigdon se equivocó al decir que no existía ninguna “imprenta de Patterson” en Pittsburgh durante su residencia allí; “ya que su [de Rigdon] pastorado allí comenzó en enero de 1822, y la firma de ‘R. Patterson and Lambdin’ estuvo en funciones hasta el 1 de enero de 1823.” Pero, como se relata en la declaración del reverendo Robert P. DuBois, dada arriba, puesto que el taller de impresión, dicho estar bajo el “control” de la firma de “R. Patterson and Lambdin,” se conducía bajo el nombre de “Butler and Lambdin,” el Sr. Schroeder admite que el ligero error de Rigdon era muy natural, y no afecta en lo más mínimo la veracidad de su negación.
Habiendo introducido la negación de Rigdon, el Sr. Patterson comenta sobre ella y sobre los testigos cuyo testimonio se presenta arriba:
“Pero, sea lo que fuere que se piense de su testimonio, en tanto que parte interesada, no puede caber duda de que los cinco testigos precedentes en este punto han declarado con conciencia lo que firmemente creían que eran los hechos. Nadie que los conociera dudaría por un momento de su veracidad.”
—Who Wrote the Book of Mormon?
Advirtamos aquí una declaración del Sr. Schroeder que parece tener cierto peso en este punto. Afirma que John W. Rigdon, hijo de Sidney Rigdon, dice que su padre vivió en Pittsburgh en 1818; y en la nota biográfica de Sidney Rigdon publicada en la History of the Church, siguiendo la “History of Sidney Rigdon” escrita por John W. Rigdon, cuyo manuscrito él depositó en el Archivo Histórico de la Iglesia, allí se afirma:
“En marzo de 1819, el Sr. Rigdon dejó la granja y se fue a vivir con el reverendo Andrew Clark de Pittsburgh, también ministro bautista. Mientras residía con el Sr. Clark obtuvo licencia y desde entonces comenzó su carrera como ministro. En mayo de 1819 se trasladó de Pensilvania al condado de Trumbull, Ohio.”
Esto daría a Sidney Rigdon una residencia en Pittsburgh desde algún momento de marzo (1819) hasta algún momento de mayo del mismo año—algo así como dos meses. Esto daría cierto apoyo a la afirmación del Sr. Schroeder. Pero en la semblanza biográfica del Sr. Rigdon en la History of Washington County, cuya fecha fue suministrada al redactor por Carvil Rigdon, hermano de Sidney, y por su cuñado, Peter Boyer, se dice que Sidney Rigdon “estudió teología con un predicador bautista llamado Clark en el condado de Beaver, Pensilvania, en el invierno de 1818-19, y recibió licencia para predicar.” El condado de Beaver está inmediatamente al norte del condado de Allegheny, donde se encuentra Pittsburgh.
A pesar de que la declaración de John W. Rigdon encontró su camino hasta la History of the Church, como se explicó anteriormente, Carvil Rigdon y Peter Boyer deben ser considerados testigos más competentes en este punto que John W. Rigdon; y más aún, puesto que la investigación realizada por el Sr. Patterson, en su calidad de colaborador de la History of Washington County, Pa., se hizo en interés de la teoría Spaulding, que requiere ubicar a Rigdon en Pittsburgh antes de 1822, cuando, se admite, tomó residencia allí. Si el reverendo Sr. Clark con quien Rigdon estudió teología en la primavera de 1819 hubiese vivido en Pittsburgh en lugar de en el condado de Beaver, difícilmente habría escapado a la minuciosa investigación realizada sobre el tema. Pero incluso si se pudiera fijar más allá de toda duda razonable la residencia de Rigdon en Pittsburgh durante dos meses en el año indicado, la conclusión del Sr. Schroeder respecto a su efecto sobre la negación de Rigdon de conocer la existencia de la imprenta de Patterson y Lambdin, no se sostendría. Él formula su argumento en forma silogística, así:
“El hijo de Rigdon dice que Rigdon vivió en Pittsburgh en 1818. Los biógrafos de la Iglesia afirman que predicó allí regularmente después del 28 de enero de 1822. Entre 1818 y 1822 Patterson estaba en el negocio de la imprenta, y la declaración de Rigdon debe considerarse falsa—”
—American Historical Magazine, noviembre de 1906, p. 526; véase también p. 39 anterior.
A lo cual la respuesta es: de ninguna manera; ya que, aun concediendo que Rigdon estuvo en Pittsburgh, solo estuvo allí unos dos meses—y la existencia de cierto establecimiento de impresión podría fácilmente pasarle inadvertida, y más aún porque la imprenta estaba bajo otro nombre comercial: “Butler and Lambdin.” (Who Wrote the Book of Mormon?, p. 9).
Volvamos ahora al Sr. Patterson y su Who Wrote the Book of Mormon? Hemos visto cuán imparcialmente registró el testimonio de testigos que perjudicaban su propio lado del caso, y el certificado de buena reputación que otorgó a esos testigos. Es justo decir también que, del otro lado de la cuestión, dio crédito a la declaración “Davidson,” aparentemente sin conocer el carácter “dudoso” de ese documento; y que si era “en lo esencial verdadera,” entonces el manuscrito de Spaulding había sido sacado del alcance de Sidney Rigdon ya en 1814, cuando los Spaulding salieron de Pittsburgh rumbo a Amity. El Sr. Patterson también registra la declaración de Joseph Miller, la de Redick McKee y la historia del Sr. French sobre el reverendo Cephus Dodd, cuyos testimonios ya han sido considerados y demostrados incompetentes como evidencia.
Y luego llega a otro testigo en quien tanto él como el Sr. Schroeder se complacen, pues, si no establece una conexión entre Rigdon y la imprenta de Patterson, al menos lo hace entre Rigdon y Lambdin. Se trata de la Sra. R. J. Eichbaum de Pittsburgh. Los hechos relacionados con ella son que era hija de John Johnston, y nació el 25 de agosto de 1792. Su padre fue director de correos de Pittsburgh desde 1804 hasta 1822; y fue sucedido por William Eichbaum, quien ocupó el cargo hasta 1833. En 1815 la señorita Johnston se casó con William Eichbaum. Tan pronto como tuvo edad suficiente, ayudó a su padre en el servicio postal. Desde 1811 hasta 1816 fue la encargada regular de clasificar, abrir y distribuir la correspondencia. E incluso después de su matrimonio, en ausencia de su esposo, a veces atendía estas tareas. Pittsburgh era entonces un pueblo pequeño, el correo era escaso, y la Sra. Eichbaum recordaba a quienes acudían regularmente a retirar su correspondencia; y ahora, sus propias palabras:
“Yo conocí y recuerdo claramente a Robert y Joseph Patterson, J. Harrison Lambdin, Silas Engles y Sidney Rigdon. Recuerdo al reverendo Sr. Spaulding, pero simplemente como alguien que ocasionalmente venía a preguntar por cartas. Recuerdo que había una evidente intimidad entre Lambdin y Rigdon. Muy a menudo venían juntos a la oficina. Recuerdo particularmente que venían durante la hora del domingo por la tarde en que la oficina debía estar abierta, y recuerdo haber estado segura de que el reverendo Sr. Patterson no sabía nada de esto, o lo habría detenido. No sé qué puesto, si alguno, ocupaba Rigdon en la tienda o en la imprenta de Patterson, pero estoy bien segura de que estaba frecuentemente, si no constantemente, allí durante gran parte del tiempo en que fui empleada en la oficina de correos. Recuerdo que el Sr. Engles decía que ‘Rigdon siempre estaba merodeando por la imprenta.’ Estuvo vinculado con la tenería antes de convertirse en predicador, aunque pudo haber continuado el negocio mientras predicaba.”
Este es el testimonio más fuerte y, podría decirse, el único que existe acerca de alguna conexión entre Sidney Rigdon y Lambdin. Pero si este testimonio se dejara en pie con toda su fuerza intacta, todavía hay una “larga distancia” entre esto y el establecimiento de una conexión entre Rigdon y el manuscrito de Spaulding. Incluso el propio Sr. Schroeder lo concede. Al comentar sobre el testimonio anterior, dice:
“Aunque esto no demuestra que Sidney Rigdon tuviera una residencia permanente en Pittsburgh, ni que estuviera vinculado con el establecimiento de impresión de Patterson, sí explica por qué aparentemente todos los que lo conocieron llegaron a esa conclusión.”
—American Historical Magazine, septiembre de 1906, p. 528; véase también p. 41 anterior.
Uno se maravilla de este comentario final en el pasaje anterior, frente al testimonio de los cinco testigos citados por el autor de Who Wrote the Book of Mormon? Estos cinco testigos tuvieron la mejor oportunidad de saber de tal conexión, si existió. Eran compañeros de infancia y juventud de Rigdon, empleados de la firma de Patterson y Lambdin, incluida la esposa de Lambdin, y todos declaran que no existía tal conexión o que no tenían conocimiento de ella. Y aún queda por considerar el silencio de Robert Patterson, de la firma Patterson y Lambdin. Patterson, a quien se le solicitó información sobre el tema pero que evidentemente no pudo dar ninguna; y cuya revelación, si hubiera tenido alguna, Rigdon desafió audazmente en su artículo del Boston Journal de 1839. Patterson no murió hasta el 5 de septiembre de 1854; y en 1839 Rigdon, en el artículo mencionado, dijo:
“Si yo dijera que alguna vez había oído hablar del reverendo Solomon Spaulding y de su optimista esposa, antes de que el Dr. P. Hurlburt escribiera su mentira sobre mí, sería un mentiroso como ellos. ¿Por qué no se obtuvo el testimonio del Sr. Patterson para dar fuerza a esta vergonzosa sarta de mentiras? La única razón es que no era una herramienta adecuada para que trabajaran con él; no mentiría por ellos, porque si se le hubiera llamado, habría testificado lo que aquí he dicho.”
Este es el desafío de Rigdon (del cual el Sr. Schroeder en ninguna parte se ocupa) y aunque lamentamos su forma, nos regocijamos en su audacia y énfasis. El Sr. Patterson fue solicitado por el reverendo Samuel Williams, cuando preparaba su Mormonism Exposed, para que diera una declaración, y el Sr. Patterson dio una y la firmó con fecha del 2 de abril de 1842, pero ni una palabra en ella sobre Rigdon o su conexión con la imprenta, ni sobre su asociación con Lambdin, ni sobre las quejas de Engles acerca de que Rigdon “siempre merodeaba por la imprenta;” ni una palabra sobre Spaulding y su manuscrito. Solo hay una conclusión posible de este silencio: no había tales relaciones que revelar, como sostiene el Sr. Schroeder.
La declaración de la Sra. Eichbaum se ve algo debilitada por el hecho de que cuando la dio tenía ochenta y siete años, y lo que el Sr. Schroeder ha insinuado acerca de memorias debilitadas por la edad en el caso de la Sra. McKinstry, debería aplicarse también al testimonio de la Sra. Eichbaum. Otro factor lo debilita aún más. Tomando en cuenta la prominencia de Rigdon en la vida pública de Pittsburgh desde que fue establecido allí como pastor regular de la Primera Iglesia Bautista en 1822, hasta 1825, el año de la muerte de Lambdin, si hubiera existido tal intimidad entre Rigdon y Lambdin como describe la Sra. Eichbaum y como sostiene el Sr. Schroeder, ¿no habría tenido algún conocimiento de ello la Sra. Lambdin? “La Sra. Lambdin residió en Pittsburgh desde su matrimonio en 1819 hasta la muerte de su esposo, el 1 de agosto de 1825.” Sin embargo, escribiendo al Sr. Patterson, autor de Who Wrote the Book of Mormon?, con fecha del 15 de enero de 1882, en respuesta a consultas sobre sus recuerdos de Sidney Rigdon y otros, dice:
“Lamento decir que no podré darles ninguna información relativa a las personas que mencionan. Ciertamente no pudieron haber sido amigos del Sr. Lambdin.”
Si se da el peso debido a estas consideraciones, no creo que pueda atribuirse mucha importancia al testimonio de la Sra. Eichbaum. Simplemente representa las impresiones confusas surgidas de los chismes del vecindario y de la discusión pública del tema, en una mente envejecida.
Lo que el Sr. Patterson dijo al final de los testimonios pro et contra que presenta en su artículo de la History of Washington County, vale la pena repetirlo:
“Estos testigos son todos los que pudimos encontrar, después de indagaciones que se prolongaron por unos tres años, que puedan testificar en absoluto sobre la residencia de Rigdon en Pittsburgh antes de 1816, y sobre su posible empleo en la imprenta o encuadernación de Patterson. Ninguno de ellos habla de este empleo por conocimiento personal. Al hacer indagaciones entre dos o tres decenas de los residentes más antiguos de Pittsburgh y sus alrededores, aquellos que tenían alguna opinión sobre el tema invariablemente, hasta donde ahora se recuerda, repetían la historia del empleo de Rigdon en la imprenta de Patterson, como si fuera un hecho bien conocido y admitido; ellos ‘podían contarlo todo,’ pero cuando se les presionaba acerca de su conocimiento personal de ello o de su autoridad para la convicción que tenían, no poseían ninguna.”
La búsqueda de pruebas fue prolongada y minuciosa; evidentemente, al comienzo, la confianza era grande; y los resultados, evidentemente, fueron una decepción. Eso se hace más evidente cuando uno lee la nota al pie de los editores al pasaje del Sr. Patterson citado arriba:
“Si alguien desea aprender una lección impresionante sobre lo transitorio de la memoria que el hombre deja entre sus semejantes, que emprenda una investigación acerca de algún asunto de historia local o personal que se remonte a medio siglo atrás. Tan rápidamente, en los mismos lugares donde un hombre vivió y trabajó parte de su vida, el recuerdo de él se desvanece en rumor, o mito, o en el olvido. El lector imparcial, sin duda, suspenderá su juicio sobre esta teoría hasta ahora aceptada del empleo de Rigdon como impresor, o la calificará, en el mejor de los casos, de apenas probable, pero ciertamente aún no probada.”
A estas reflexiones sobre cuán rápidamente los recuerdos de un hombre en el lugar donde pasó parte de su vida se desvanecen en mito, rumor u olvido, puede añadirse el otro lado del caso: ¡basta que le ocurra la más mínima circunstancia a un hombre en un lugar donde vivió parte de su vida y, si ese hombre llega a ser famoso o, por cualquier causa, se hace notorio, entonces obsérvese cómo brotan en todas partes chismosos locales y creadores de mitos, magnificando los incidentes más triviales en eventos de importancia; cómo a menudo se inventan nuevos incidentes, que junto con aquellos que tienen algún fundamento en hechos, se encuentran en constante variación por adiciones o sustracciones o cambios en su aplicación, hasta que todo se distorsiona, confunde y trastorna! Y muchos “pueden contarlo todo, hasta que,” como observa el Sr. Patterson, “se les presiona sobre su conocimiento personal o su autoridad para su convicción, y entonces se descubre que no tienen ninguno.” Y entonces uno se encuentra cara a cara con la total inutilidad de ese tipo de “evidencia” para establecer cualquier cosa, buena o mala, respecto a un hombre, un evento o una causa. Es precisamente de este tipo de “evidencia” que el Sr. Schroeder y sus correligionarios “spauldingitas” buscan construir para el Libro de Mormón un origen distinto al atestiguado por José Smith y sus asociados.
¿Exhibió Rigdon el manuscrito de Spaulding?
Y es especialmente a partir de este tipo de evidencia que surge el siguiente tema del Sr. Schroeder: “Sidney Rigdon exhibe el manuscrito de Spaulding.” Mientras Rigdon estaba en Pittsburgh, en 1822-1823, un tal Dr. Winters, que entonces enseñaba en la ciudad, se encontraba en el estudio de Rigdon cuando este sacó de su escritorio un manuscrito voluminoso y dijo que un ministro presbiteriano llamado Spaulding, cuya salud había decaído, lo había llevado a un impresor para ver si sería rentable publicarlo—“es un romance de la Biblia,” se dice que comentó Rigdon. El Dr. Winter no pensó más en ello hasta que apareció el Libro de Mormón. Entonces, por supuesto, “lo recordó todo.”
El Dr. Winter no puso por escrito sus recuerdos de esta entrevista, aunque vivió hasta 1878. Pero el Sr. Schroeder encuentra “algo igual de bueno”: una hija escribió lo que había escuchado decir a su padre, el Dr. Winter, sobre ello. Esto fue en 1881, más o menos en la época en que se reavivó el interés por el tema gracias a la publicación del artículo de la Sra. Ellen E. Dickinson en Scribner’s Magazine, en agosto de 1880.
De carácter similar es la historia de la Sra. Amos Dunlap, de Warren, Ohio. Ella escribió en respuesta a unas indagaciones en diciembre de 1879, afirmando que visitó a la familia Rigdon en Bainbridge, Ohio, cuando era apenas una niña (la Sra. Rigdon era su tía). Un día sucedió lo siguiente:
“Durante mi visita, el Sr. Rigdon fue a su dormitorio y sacó de un baúl, que mantenía cerrado con llave, un cierto manuscrito. Entró en la otra habitación, se sentó junto a la chimenea y comenzó a leerlo. Su esposa, en ese momento, entró en la habitación y exclamó: ‘¿Qué! ¿estás estudiando ese asunto otra vez?’ o algo por el estilo. Luego añadió: ‘Pienso quemar ese papel.’ Él respondió: ‘No, de ningún modo, no lo harás. ¡Esto será algo grande algún día!’”
El Sr. Schroeder introduce esto como uno de sus elementos de prueba de que el Sr. Rigdon conocía de antemano la próxima aparición y el contenido del Libro de Mormón. Lo que destruye el efecto de esto es el hecho indudable de que, si Sidney Rigdon estaba involucrado en un plan como el que el Sr. Schroeder le atribuye, entonces la Sra. Rigdon debía haberlo sabido. Ahora bien, cuando en 1830 Rigdon se enfrentaba a la decisión de cuál debía ser su relación con el mormonismo, y decidió que era verdadero y que lo aceptaría, naturalmente estaba preocupado por la actitud que tendría su esposa al respecto; y cuando le planteó el asunto, “se alegró al descubrir que ella no solo estaba investigando diligentemente el tema, sino que creía con todo su corazón y deseaba obedecer la verdad.” (Millennial Star, vol. XIV, suplemento, p. 48).
Si el Sr. Schroeder insiste, como es lo más probable, en que la conversión de la Sra. Rigdon, al igual que la de su esposo, no fue más que una farsa, un asunto premeditado, que tanto ella como el Sr. Rigdon sabían de antemano de la futura aparición del Libro de Mormón, entonces la escena en Bainbridge, descrita por la Sra. Dunlap como resultado de la absorción de Rigdon en el manuscrito de Spaulding, no tiene cabida en el esquema que el Sr. Schroeder busca sostener. Pero he mencionado este episodio y el del Dr. Winter simplemente como ilustraciones de cómo las variaciones y adiciones se multiplican en los mitos una vez iniciados. Y así continuará mientras exista un pariente que tuvo un pariente que oyó algo sobre lo que alguien más dijo acerca de la conexión de Rigdon con Patterson y Spaulding; es decir, nuevas variaciones de la historia estarán apareciendo constantemente.
¿Rigdon conocía de antemano la venida y el contenido del Libro de Mormón?
Esta pregunta es más digna de consideración que la anterior, porque asociada con ella está un hombre de carácter, Alexander Campbell. En el Millennial Harbinger de 1844, en la página 39, se cita una carta mencionada por el Sr. Schroeder, con fecha del 22 de enero de 1841, de Adamson Bently, en la que aparece el siguiente pasaje:
“Sé que Sidney Rigdon me dijo que iba a aparecer un libro, cuyo manuscrito había sido hallado grabado en planchas de oro, al menos dos años antes de que el libro mormón hiciera su aparición o de que yo hubiera oído hablar de él.”
Debe recordarse que Bently y Rigdon se casaron con hermanas, que tuvieron problemas familiares respecto a propiedades, como ya se explicó (véase nota 52, Evening and Morning Star, p. 301, antes p. 127), y que eran predicadores rivales, todo lo cual bastaría para desacreditar la acusación de Bently si se la considerara sola. Sin embargo, Alexander Campbell era el editor del Millennial Harbinger en ese tiempo, y en una nota editorial sobre la carta antes mencionada, puso el peso de su confirmación absoluta sobre ella. Él dice:
“La conversación a la que alude la carta del hermano Bently de 1841 tuvo lugar en mi presencia tanto como en la suya, y mi recuerdo de ella me llevó, hace unos dos o tres años, a interrogar al hermano Bently acerca de sus recuerdos de esa conversación, los cuales coincidieron con los míos en todos los aspectos excepto en el año en que ocurrió; él la situaba en el verano de 1827, yo en el verano de 1826, y Rigdon, al mismo tiempo, observaba que en las planchas desenterradas en Nueva York había un relato no solo de los aborígenes de este país, sino que también se afirmaba que la religión cristiana había sido predicada en este país durante el primer siglo, tal como nosotros la predicábamos en la Western Reserve.”
Alexander Campbell y el Libro de Mormón en 1831
Esta es la «prueba» más fuerte del Sr. Schroeder, y debe ser afrontada en toda su altura y valor. En 1831, en este mismo Millennial Harbinger, vol. II, comenzando en la p. 86, aparece una reseña exhaustiva y un análisis del Libro de Mormón, y la crítica más poderosa que jamás se haya publicado contra él. Es obra del reverendo Alexander Campbell. Después de dar un análisis de cada libro del Libro de Mormón, desde 1 Nefi hasta Moroni, el último libro de la obra, inicia luego una investigación de sus «pruebas internas», y en la primera subdivisión comienza con este lenguaje:
«Smith, su verdadero autor, un bribón tan ignorante e insolente como jamás escribió un libro, deja ver la pezuña al basar todo su libro en un hecho falso.»
Luego prosigue. Sobre la «prueba interna» emplea el siguiente lenguaje:
«El libro pretende haber sido escrito en intervalos y por diferentes personas, durante el largo período de 1020 años, y sin embargo, por su uniformidad de estilo, nunca hubo un libro más evidentemente escrito por un mismo par de manos, ni más ciertamente concebido en un solo cráneo, desde que apareció el primer libro en lenguaje humano, que este mismo libro. Si yo pudiera jurar sobre la voz, el rostro o la persona de un hombre, asumiendo diferentes nombres, podría jurar que este libro fue escrito por un solo hombre. Y como José Smith es un hombre muy ignorante y en la portada se le llama el ‘autor’, no puedo dudar ni por un solo momento que él es el único ‘autor’ y ‘propietario’ de él.»
El Sr. Campbell también considera el testimonio de los tres testigos, y de los ocho testigos, y los denuncia. Está familiarizado con todo el asunto. Sabe que se afirmaba del registro que estaba grabado en planchas de oro; que se hallaron enterradas en una caja de piedra en Nueva York; que el registro da cuenta de que el evangelio se predicó en América en el primer siglo cristiano—pues todos estos asuntos son objeto de su crítica. Critica casi cada doctrina importante y cada acontecimiento histórico del libro. Se deleita en su crítica, y cerca de la conclusión de todo dice:
«Si este Profeta y sus tres testigos proféticos tuvieran algo de aparente en su libro, lo habríamos examinado y expuesto de una manera diferente. Nunca me he sentido tan plenamente autorizado para dirigirme a un hombre mortal en el estilo en que Pablo se dirigió a Elimas, el mago, como me siento hacia este ateo Smith.»
Y ahora, la pregunta para el Sr. Campbell y para el Sr. Schroeder: ¿Pudo el acontecimiento descrito en la carta del Sr. Bently y confirmado por la nota editorial del Sr. Campbell haber ocurrido en 1826 o 1827, sin que Campbell lo recordara en 1831, cuando escribió esta mordaz reseña y crítica del Libro de Mormón? Recuérdese aquí lo explícita que es la acusación de Bently. Más de dos años antes de que apareciera el Libro de Mormón, Rigdon dijo a Bently «que iba a aparecer un libro, cuyo manuscrito había sido hallado en planchas de oro.» Campbell estaba presente y oyó esta observación, y también dice que Rigdon al mismo tiempo comentó que «las planchas fueron desenterradas en Nueva York,» y que «la religión cristiana había sido predicada en este país durante el primer siglo, tal como la estábamos predicando en la Western Reserve.»
Si estas cosas se hubieran dicho en presencia de Alexander Campbell, dos años antes de que saliera el Libro de Mormón, y de tal modo que produjeran una impresión tan duradera en su mente que en 1844 las recordara perfectamente—¿se atreverá alguien razonable a decir que, bajo la fuerte tensión de sentimiento exhibida por Alexander Campbell contra el Libro de Mormón en 1831, recordando además que ese mismo Sidney Rigdon había dejado a los campbellitas y se había unido a la Iglesia Mormona—bajo esas circunstancias, digo, ¿alguien, razonable o no, afirmará que mientras escribía esta larga y amarga crítica del Libro de Mormón en 1831, la asociación de ideas e incidentes no habría de imponerse y recordar a Alexander Campbell este supuesto incidente Bently-Rigdon? Y sin embargo, no hay ni una sola palabra en la reseña de Campbell de 1831 que indique que el incidente Bently-Rigdon haya ocurrido jamás.
Sin embargo, a medida que avanzaba en su reseña, habría sido inevitable que descubriera el libro que Rigdon había prometido de antemano—“cuyo manuscrito se había hallado grabado en planchas de oro.” “¡Ah, sí!” habría dicho, “ese debe de ser el libro del que Rigdon habló a Bently.” Leyó en el prefacio de la primera edición del Libro de Mormón—y el Sr. Campbell hizo de este prefacio un punto especial en su crítica—:
“También os informaré que las planchas de las cuales se ha hablado fueron halladas en el municipio de Manchester, condado de Ontario, estado de Nueva York”—
“Sí, lo recuerdo,” habría exclamado Campbell—“desenterradas en Nueva York”—“lo recuerdo, eso fue lo que Sidney Rigdon le dijo a Adamson Bently hace dos o tres años.” Llegó al relato de la aparición del Mesías resucitado entre los aborígenes de América; al llamamiento de un ministerio y su comisión para predicar el Evangelio a todo el pueblo—“Sí,” habría exclamado, “¡aquí está todo; eso fue lo que Rigdon dijo en aquella conversación con Bently en 1826 o 1827: ‘la religión cristiana había sido predicada en este país durante el primer siglo, tal como la estamos predicando en la Western Reserve!’ Ésas fueron sus mismas palabras, ¡y ahora Rigdon se ha unido al movimiento cuyo acontecimiento principal es la aparición de este libro! ¡Vaya, vaya!”
¿No habría sido ese el proceso mental? ¿Y no habríamos tenido, en ese caso, al Libro de Mormón criticado por el Sr. Campbell en 1831 desde un punto de vista muy diferente del que adoptó? Quien pueda creer que Campbell pudo recordar tal incidente como el de Bently-Rigdon que relata en 1844, y sin embargo suponer que no lo recordó bajo todas las circunstancias de escribir su reseña del Libro de Mormón en 1831, no necesitará tambalearse al creer en cualquier supuesto milagro dentro de la experiencia del hombre, por extravagante que sea.
Nunca podré expresar con palabras la profunda depresión que me embargó cuando se me impuso la convicción de la perfidia de Alexander Campbell. En mi primera juventud había leído extensamente sus obras. La evidencia que compiló y el argumento que formuló en su gran debate con Robert Owen, el comunista inglés, lo considero la defensa más grandiosa que jamás se haya hecho del cristianismo histórico; mientras que su debate con el obispo Purcell sobre la religión católica romana se describe con justicia como la “batalla de los gigantes.” En esos debates, así como en los que sostuvo con William McCalla y el reverendo N. L. Rice, su porte es admirable; es el caballero cortés, el erudito espléndido, el filósofo paciente, el opositor justo. Al discutir el Libro de Mormón, exhibe una vulgaridad, una amargura del todo inexplicable e indigna de él; y, por último, y lo más triste de todo, desciende al bajo subterfugio de la falsedad, como en este asunto de Bently-Rigdon.
Uno puede detenerse aquí. El reverendo Sr. Atwater, citado por el Sr. Schroeder, puede ahora contar su pequeña historia, en 1873, de su “recuerdo” de la referencia de Sidney Rigdon a los montículos y otras antigüedades halladas en algunas partes de América, y de sus palabras, antes de que se publicara el Libro de Mormón, de que “iba a publicarse un libro que contenía un relato de esas cosas.” El Dr. Rosa de Painesville, Ohio, también citado por el Sr. Schroeder, puede ahora relatar, en 1841, una conversación que tuvo con Sidney Rigdon a principios de 1830, acerca de que ya era tiempo de que surgiera una nueva religión, que “la humanidad estaba madura y lista para ello;” y, basándose en eso y en el recuerdo de una observación casual de Rigdon de que esperaba estar ausente de su casa por algunos meses, edificar su conclusión de que Rigdon “fue al menos un cómplice, si no el principal, en montar esta farsa de mormonismo.” (American Historical Magazine, noviembre, 1906, p. 532, ante, p. 46).
Todo esto, digo, puede ser dicho por estos “testigos,” pero no tiene ningún efecto; porque si el prejuicio sectario, la amargura y los celos, unidos al orgullo intelectual, pudieron desviar de tal modo a Alexander Campbell del camino recto de la verdad y la equidad, no debe sorprendernos que mil pequeños reverendos falderillos salgan al frente con sus oportunos “recuerdos,” que hacen frente a la verdad.
IV.
El siguiente desarrollo del señor Schroeder en su intento de presentar “pruebas y argumento acumulativos” consiste en establecer una conexión entre José Smith y Sidney Rigdon por medio de Parley P. Pratt. Comienza tratando los movimientos de Pratt desde su nacimiento hasta que queda establecido en Amherst, condado de Lorain, Ohio, a unas pocas millas al oeste de Cleveland, en 1826. Para sentar las bases de su conclusión, el señor Schroeder ofrece una idea exagerada de la notoriedad de José Smith en ese momento “como un buscador de tesoros con ‘peep-stone’ (piedra vidente), debido a las menciones que se hicieron de él en periódicos publicados en varios condados del sur de Nueva York y del norte de Pensilvania.” American Historical Magazine, Jan., 1907, p. 58. Ante p. 49. Como autoridad para esta afirmación el señor Schroeder cita únicamente a Tucker, autor de “Origin and Progress of Mormonism”, y al Rev. Clark Braden, en el “Braden-Kelly Debate”. Bien podría haber citado solo a Tucker, pues Braden no hace sino repetir, en forma ligeramente alterada, lo que dijo Tucker. Este último, en su obra, no presenta ni un solo recorte de periódico ni da una sola referencia a publicación alguna que justifique su afirmación. No había ninguna que dar antes de 1826. La “notoriedad” de José Smith era puramente local hasta ese momento.
El señor Schroeder sostiene que Parley P. Pratt era un buhonero “que conocía a casi todo el mundo en el oeste de Nueva York,130 por lo tanto es muy probable que conociera a los Smith antes de 1826.” Para la afirmación de que Pratt era un buhonero y “omnipresente”, el señor Schroeder solo puede citar un discurso, ante la reunión de la Union Home Missionary en 1881, de la señora Hor-ace Eaton, de Palmyra; American Historical Magazine, Jan., 1907, p. 58. Ante p. 49. Asimismo, “Hand Book on Mormonism”, p. 3. y ella evidentemente estaba repitiendo uno de los muchos rumores ociosos de los alrededores de Palmyra, ya que no hay evidencia para la afirmación de la señora Eaton, y la historia queda refutada por los hechos tal como se exponen en los primeros capítulos de la “Autobiography” de Pratt, donde se detallan sus esfuerzos por adquirir y despejar una granja, en sociedad con su hermano. Esta granja estaba cerca de la entonces pequeña ciudad de Oswego, en el lago Ontario, en el condado de Oswego. Es cierto que Pratt, en el otoño de 1826, visitó a sus tíos, Ira y Allen Pratt, en el condado de Wayne —entonces Ontario—, Nueva York,—ubicación exacta no indicada. No hay nada “omnipresente” en sus movimientos, ni evidencia alguna de un amplio conocimiento de la gente.
Para dar un tinte de deshonestidad al carácter de Pratt, el señor Schroeder escribe el siguiente pasaje:
“Una de las tentaciones que indujeron la partida de Pratt de Nueva York fue llegar a un país donde, como él mismo lo expresa, ‘no haya ley que barra (con) todas las duras ganancias de años para pagar una pequeña deuda’. La condición ética de un buhonero campesino promedio que está dispuesto a abandonar su Estado natal para evitar el pago de sus ‘pequeñas deudas’ proporciona una inmoralidad fértil en la que plantar las semillas de la impostura religiosa.” American Historical Magazine, Jan., 1907, p. 59. Ante pp. 49-50.
El señor Schroeder oculta el hecho de que la “pequeña deuda” —no “deudas”, como él lo pone— era meramente un remanente adeudado al señor Morgan, de quien Pratt había comprado la granja cerca de Oswego, y que, debido a que su hermano no cumplió con su parte de los pagos, así como a los malos mercados para la cosecha de 1826, el señor Pratt no pudo pagar. En consecuencia, la granja —que había llevado años desbrozar— y la cosecha fueron embargadas por Morgan por esa deuda. ¿Está justificado el señor Schroeder al dar un aspecto siniestro a este asunto?
Tenemos a Pratt ubicado en Amherst, 1826. Sidney Rigdon hace su segundo viaje desde Pensilvania y llega a Bainbridge, Ohio, en 1826, y en calidad de predicador “Disciple” visita los pueblos circundantes, donde llega a conocer a Pratt. Todo esto se concede. El señor Schroeder, al tratar de precisar el momento y las circunstancias exactas de su primer encuentro, recurre a un malabarismo de hechos y construye sobre la masa distorsionada conclusiones que solo pueden calificarse de vergonzosas. Cito al señor Schroeder:
“La fecha de su primer encuentro no se da en ninguna parte, pero puede inferirse razonablemente de un discurso pronunciado por Parley P. Pratt en 1843 o ’44. En este discurso Pratt relata un acontecimiento que le ocurrió en camino hacia su futuro hogar en Ohio, suceso que proporciona la clave de su primera conexión con el mormonismo. En su trayecto se detuvo en una humilde cabaña, cuyo ocupante se cuida mucho de no nombrar. Allí, mientras dormía (según dice), ‘un mensajero de semblante afable e inteligente apareció de repente ante mí (Pratt), vestido con ropajes de deslumbrante esplendor.’ Según la teoría mormona, un ángel no es más que un hombre exaltado. Por supuesto, Sidney Rigdon era un hombre exaltado; ¿por qué no, entonces, un ángel? Este ángel afirmó poseer las llaves de los misterios de este maravilloso país y sacó a Pratt para mostrarle dichos misterios. Pratt entonces tuvo representado en su mente todo el futuro del mormonismo: sus ciudades, con habitantes de todas partes del mundo; sus templos, con un esplendor aún no alcanzado; la organización presente de la Iglesia quedó bosquejada con bastante precisión; su ambición política de establecer un reino temporal de Dios sobre las ruinas de este gobierno se expuso con tanta claridad como en los posteriores sermones traicioneros pronunciados más públicamente. Concluyo, a partir de la manera exacta en que este ‘Ángel de las Praderas’ conocía de antemano las ambiciones, esperanzas y logros futuros de la Iglesia Mormona y del igualmente admitido conocimiento previo de Rigdon, y de la conexión posteriormente establecida entre Rigdon, Pratt y Smith, que el ‘Ángel de las Praderas’, quien expuso a Pratt su entonces contemplado y ahora ejecutado fraude religioso, no fue otro que el propio Sidney Rigdon, y que este hecho explica la omisión de Pratt de dar el nombre de su anfitrión o la fecha de su primer encuentro con Rigdon.” American Historical Magazine, enero de 1907, p. 59. Ante p. 51.
“El Ángel de las Praderas.”
La obra aquí citada para estos supuestos incidentes históricos se titula “El Ángel de las Praderas”, y es una obra de pura ficción, producto de la imaginación de su autor, profesamente y confesamente así. Autobiography of Parley P. Pratt, edición de 1874, p. 367.134 Nunca fue pronunciada como un discurso público en Nauvoo, aunque el señor Schroeder en lo anterior lo llama sucesivamente un “discurso pronunciado por Parley P. Pratt,” una “conferencia” y en sus notas un “sermón.” American Historical Magazine, enero de 1907, p. 74. Ante p. 51. No fue más que una lectura en presencia de José Smith y “un concilio general,” lo más probable es que la Primera Presidencia y los compañeros de Pratt en el Quórum de los Doce Apóstoles, como “una composición curiosa y extraordinaria a semejanza de un sueño.” Tal es la caracterización que le da su propio autor. “Fue diseñada,” continúa, “como una reprensión a las corrupciones y degeneración de nuestro gobierno, al permitir que turbas asesinaran, saquearan, robaran y expulsaran a sus conciudadanos con impunidad. También sugería algunas reformas.” No es más historia, ni siquiera profecía, que lo que lo son el “Rasselas” de Johnson o la “Utopía” de Sir Thomas More. Y sin embargo, esta ficción —y afirmo que el señor Schroeder sabía que era ficción, pues podía conocer los hechos por el prefacio— se fuerza a entrar en servicio como solemne prosa histórica con el fin de completar y sostener las fantasías de la teoría Schroeder-Spaulding. Al principio, al encontrarse con esta vergonzosa perversión, uno se inclina a una explosión de enojo. Al pensarlo mejor, recuerda que este fragmento no es más que una pieza de todo el entramado de la teoría Spaulding, y sonríe.
Pero sigamos al señor Schroeder más adentro en los dominios de sus deducciones edificadas sobre esta pieza de ficción literaria, el “Ángel de las Praderas.” Parley P. Pratt regresó a la casa de su tía Van Cott en Canaan, condado de Columbia, Nueva York, con el propósito de casarse con una señorita Halsey, con quien estaba comprometido. Esto fue en el verano de 1827. El señor Schroeder convierte la visita de Pratt a Nueva York con el anterior propósito en la ocasión de poner el manuscrito Spaulding en manos de José Smith, y así todos los eslabones quedan perfectos para reciclar esta vieja historia del manuscrito en un supuesto volumen de Escritura. Y así es como lo presenta el señor Schroeder:
“Pratt se casó el 9 de septiembre de 1827. El 22 de septiembre de 1827, un ‘mensajero celestial’ se apareció a José Smith y le reveló el plan del Libro de Mormón, y le dio a conocer el paradero de las ‘Placas de Oro’. Este ‘mensajero celestial’ se llama el ángel Moroni. Según la teología mormona, ‘Dios puede usar a cualquier ser que haya creado o que le plazca, y llamarlos sus ángeles o mensajeros.’ ‘Dioses, ángeles y hombres son todos de una misma especie, una misma raza, una gran familia.’ ‘Dios es un hombre como ustedes mismos; ese es el gran secreto.’ ¡Pues claro! ‘Ese es el gran secreto.’ Dios no es más que un ‘hombre exaltado,’ y puede llamar a Parley Parker Pratt su ángel. Parley Parker Pratt fue el ‘mensajero celestial,’ el ángel que, en ese día (22 de septiembre de 1827), se apareció a José Smith y le dijo dónde estaban las planchas de oro, es decir, el “Manuscrito Encontrado” de Spaulding. Sidney Rigdon, para los fines de Smith, era el ‘hombre exaltado,’ el ‘Dios’ que envió a este ‘mensajero celestial,’ Parley Parker Pratt, así como el pueblo mormón ahora ve a José Smith como el ‘Dios de este pueblo.’” American Historical Magazine, enero de 1907, pp. 60, 61. Ante p. 53.
Uno bien podría considerarse libre de toda obligación de tratar seriamente una perversión tan palpable de las ideas mormonas como la que aquí se presenta. Pero el hecho de tomar un trozo de ficción mormona, el “Ángel de las Praderas,” y tergiversarlo primero como un “discurso pronunciado por Parley P. Pratt en Nauvoo;” luego elevarlo de ficción a documento histórico sobrio; luego edificar sobre él esta tergiversación y perversión de las ideas mormonas y de los hechos históricos, exhibe en la persona del señor Schroeder ese tipo de inteligencia que podría concebir que otros siguieran el mismo proceso en relación con el manuscrito Spaulding, hasta convertirlo en una supuesta revelación. Pienso que el señor Schroeder no ganará mucho para su “prueba” o su “argumento” con esta perversa tergiversación de las ideas mormonas y de los hechos de la historia, ya que debe sugerir la debilidad innata de una causa que requiere de tal deshonestidad intelectual, como aquí se exhibe.
Es cierto que los mormones son antropomorfistas en el sentido de que creen que Jesucristo es “el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su persona”, la revelación de Dios tanto en forma como en atributos espirituales; creen que Jesucristo no solo es divino, sino Deidad; que existe ahora tal como lo hizo después de su resurrección de entre los muertos, un ser inmortal de carne, huesos y espíritu; de ahí que Dios sea un hombre exaltado; que utiliza a otros hombres perfeccionados y glorificados, tales como Noé, Moisés, Elías y otros, como sus ángeles, arcángeles y mensajeros, para ayudar en la realización de sus propósitos. Pero representar a los Santos de los Últimos Días como creyendo o aceptando tales malabares como los que el señor Schroeder les imputa es un ultraje y una tergiversación directa y consciente de la fe de un pueblo. José Smith en efecto proclamó que Dios se le apareció; de hecho, él afirma que tanto el Padre como el Hijo se le aparecieron, pero es una blasfemia pensar en Rigdon haciéndose pasar por ellos, o por cualquiera de los dos, de la manera y con el propósito representados por el señor Schroeder. Además, esta revelación fue dada en 1820, no en 1827. José Smith dijo que un ángel lo visitó y le reveló la existencia del Libro de Mormón; pero este se declaró como un personaje muy definido, un hombre que había vivido en América en el siglo IV de la Era Cristiana, ahora resucitado de entre los muertos y enviado a dar esta revelación del volumen americano de las Escrituras; no era Parley P. Pratt; y reveló la existencia del Libro de Mormón a José Smith en septiembre de 1823, no en 1827. (The Supposed Meetings of Joseph Smith and Sidney Rigdon Before the Publication of the Book of Mormon.)
El señor Schroeder, después de poner el manuscrito Spaulding en manos de José Smith, por medio de Parley P. Pratt, procede luego a reunir a Sidney Rigdon y José Smith para la necesaria colaboración en el manuscrito. La principal, y podría decir la única, autoridad que el señor Schroeder realmente ofrece para esta acusación es la de Pomery Tucker, autor de Origin, Rise and Progress of Mormonism (1867). Tucker, habiendo llevado su relato hasta el año 1827, anuncia la aparición de un “extraño misterioso” en la residencia de los Smith. No se da a conocer ni el nombre ni el propósito de este extraño ni siquiera a los vecinos más cercanos, pero se observó que “sus visitas se repetían con frecuencia.” Posteriormente, Tucker hace pasar a este extraño misterioso como Sidney Rigdon. Los otros “testigos”: la señora Eaton (1881), así como J. H. McCauley en su History of Franklin County, Pa., junto con Abel Chase y Lorenzo Saunders, vecinos de los Smith (estos tres últimos son los “testigos” nombrados por Braden en el Braden-Kelly Debate, y para los cuales ese polemista no da autoridad alguna) no hacen más que repetir la afirmación de Tucker. El propio señor Schroeder, en otro asunto, sin embargo, desacredita a Tucker. En su nota 115, dice: “Tucker **** dice que Rigdon ofició en la boda de José Smith y Emma Hale, pero fija la fecha de la boda en noviembre de 1829, cuando en realidad parece haber ocurrido el 18 de enero de 1827. Por lo tanto, Tucker puede haber estado mal informado.” Y José Smith, que debería saberlo, dice que él y Emma fueron casados por el juez de paz Tarbill.
Lucy Smith, en su History of the Prophet Joseph, menciona a un extraño que llegó a la casa de los Smith en compañía de José aproximadamente en la época en que Martín Harris perdió 116 páginas de la traducción del Libro de Mormón. La razón de que el extraño acompañara al profeta a su casa fue la depresión de ánimo, la enfermedad y la debilidad física de este último, y por bondad el extraño insistió en acompañar a José desde el punto en que bajó de la diligencia en la que había viajado desde su hogar en Harmony, Pensilvania. El señor Schroeder, por supuesto, procura utilizar el incidente como prueba del conocimiento y cooperación de José Smith y Sidney Rigdon antes de la publicación del Libro de Mormón; de modo que, visto a través de los ojos del señor Schroeder, el “extraño” es Sidney Rigdon. No hay, sin embargo, nada en la narración de Lucy Smith que justifique la conclusión de que este extraño fuera Sidney Rigdon; y ciertamente el señor Schroeder yerra al suponer que el “extraño” estuvo presente en la entrevista entre Martín Harris y los Smith al día siguiente —la única circunstancia que podría haber hecho que la llegada del “extraño” fuera de alguna manera significativa para las teorías del señor Schroeder.
Por supuesto, esta alegación sobre la aparición de Rigdon en la casa de los Smith, que no descansa en otra base que la fabricación de Tucker, entra en conflicto directo con la declaración expresa tanto de Parley P. Pratt como de Sidney Rigdon, pero no estoy juzgando este asunto sobre el testimonio en contrario de testigos “interesados”. Sostengo que esta acusación particular de colaboración entre José Smith y Sidney Rigdon, que implicaría una asociación frecuente y, de hecho, exigiría casi una asociación constante entre ambos en los años de 1827 a 1830, necesariamente se desmorona bajo su propio peso de absurdo. Los movimientos de José Smith y de Sidney Rigdon son demasiado bien conocidos para permitir que tal asociación tuviera lugar, por no hablar de que pudiera mantenerse en secreto. Las distancias que los separaban durante esos años eran demasiado grandes para ser cubiertas por Sidney Rigdon, aun cuando se aceptaran como ciertas sus supuestas ausencias ocasionales de Ohio. Este asunto de la distancia que los separaba, junto con los lentos modos de viaje —en carruaje o a caballo—, lo malo de los caminos, etc., parece no haber sido tomado en cuenta en absoluto en las invenciones de Tucker. Sidney Rigdon estuvo operando exclusivamente en Ohio, en Kirtland y sus alrededores, de 1827 a 1830. El señor Kelly, en su debate con Braden, resumió así los movimientos de Rigdon durante esos años, a partir de la History of the Disciples de Hayden:
“La historia Discípula (Campbellita) establece que Rigdon fue su ministro estable durante el año 1825 en Bainbridge, Ohio; durante el año 1826 en Mentor y Bainbridge; durante el año 1827 en Mantua; durante el año 1828 en Mentor, y este año es cuando conoció a Alexander Campbell en Warren, Ohio, en su asamblea, donde tuvo lugar el famoso enfrentamiento entre Campbell y Rigdon, del cual tanto se ha dicho. El año siguiente, 1829, Rigdon continuó la obra en Mentor y en Euclid, y fundó la iglesia en Perry, Ohio, el 7 de agosto. Al año siguiente, 1830, continuó como su ministro (y el más capaz de todos ellos), en Mentor, Euclid, Kirtland, y ocasionalmente en Hiram, Perry, Mantua y Plainsville.”
Los movimientos de José Smith durante los años mencionados fueron entre Manchester, Nueva York, Pensilvania, y el municipio de Fayette (donde vivían los Whitmer), en Nueva York; una distancia de los lugares de Ohio, donde Rigdon estaba trabajando, de entre 250 a 300 millas por los caminos más cercanos transitados. ¿Cree alguien que la colaboración necesaria era posible bajo tales circunstancias como las que la teoría de Schroeder sobre el origen del Libro de Mormón exige?
En cuanto a toda esta cuestión de colaboración y conspiración de Rigdon, Pratt y Smith en la producción del Libro de Mormón, el siguiente párrafo de los escritos del élder George Reynolds resulta sumamente convincente:
“¿Ha pasado alguna vez por la mente de nuestros opositores que, si Sidney Rigdon fue el autor o adaptador del Libro de Mormón, cuán vasta y extendida debió de haber sido la conspiración que lo impuso al mundo? Familias enteras debieron estar implicadas en ella. Hombres de todas las edades y de diversas condiciones en la vida, y viviendo en partes muy distantes del país, debieron haber estado conectados con ella. Primero debemos incluir en el catálogo de conspiradores a toda la familia Smith, luego a los Whitmer, a Martin Harris y a Oliver Cowdery; además, para llevar a cabo esta absurda idea, Sidney Rigdon y Parley P. Pratt debieron ser sus activos compañeros en la organización, ejecución y consumación de su inicuo fraude. Para ello debieron haber viajado miles de millas y pasado meses, tal vez años, para lograr —¿qué? Ese es el problema sin resolver. ¿Era con el propósito de engañar al mundo? Ellos, al menos la gran mayoría de ellos, eran de entre todos los hombres los menos propensos a estar implicados en tal locura. Sus hábitos, circunstancias, condición social, juventud e inexperiencia prohíben tal pensamiento. ¿Qué podían ganar, bajo cualquier luz que entonces se les pudiera presentar, al imponer tal engaño al mundo? Esta es otra pregunta sin respuesta. Luego viene el hecho abrumador, si el libro fuera una falsedad, de que todas estas familias, todos estos diversos personajes, en medio de todos los problemas, perplejidades, persecuciones y sufrimientos por los que pasaron, nunca vacilaron en su testimonio, nunca cambiaron sus declaraciones, nunca ‘se retractaron’ de sus declaraciones originales, sino que continuaron hasta la muerte (y todos han fallecido) proclamando que el Libro de Mormón era una revelación divina y que su registro era verdadero. ¿Hubo jamás en la historia del mundo una exhibición semejante de tan continua, tan inquebrantable, tan inmutable falsedad? ¡Si es que fue falsedad! No podemos encontrar en los anales de sus vidas un lugar donde hayan vacilado, y lo que hace el asunto aún más notable es que puede decirse de la mayoría de ellos, como se dice en otra parte de los tres testigos, que se ofendieron con el profeta José, y varios de ellos se rebelaron abiertamente contra él; pero nunca se retractaron de una sola palabra respecto a la autenticidad del registro inspirado de Mormón. Ya fueran amigos o enemigos de José, ya lo consideraran como el portavoz continuo de Dios o como un profeta caído, aun así persistieron en sus declaraciones respecto al libro y la veracidad de sus primeros testimonios. ¿Cómo podemos, con nuestro conocimiento de la naturaleza humana, hacer consistente este curso inmutable, inalterable e inquebrantable, continuado por más de cincuenta años, con un fraude deliberado, premeditado, hábilmente concebido y ejecutado?”
El último punto de argumento en la cita anterior, la adhesión inquebrantable de los testigos al advenimiento del Libro de Mormón y la relación que mantuvieron con esa obra, cobra una fuerza peculiar cuando se aplica al caso de Sidney Rigdon. Él afirma no haber sabido nada del Libro de Mormón hasta que le fue presentado (como veremos más adelante por una declaración suya) por Parley P. Pratt y Oliver Cowdery, unos seis meses después de su publicación. Pero supongamos, a efectos del argumento, que realmente desempeñó el papel que el señor Schroeder le asigna en el surgimiento del Libro de Mormón; que robó el “Manuscrito Encontrado” de Spaulding alrededor de 1816; que, al enterarse de Smith a través de Pratt, luego envió dicho manuscrito a Smith para que lo anunciara como una revelación de Dios; que posteriormente colaboró con Smith para producir el Libro de Mormón a partir de él. Está de más decir que un ladrón, y especialmente un ladrón como el que aquí se representa a Rigdon, es un personaje muy innoble; y no sería exagerado decir que si tal personaje se viera presionado por sus asociados, o se considerara maltratado por ellos, muy probablemente los traicionaría. Sidney Rigdon ciertamente se consideró tanto presionado como positivamente agraviado por sus hermanos, pero nunca “reveló” el “fraude” en el que se supone que tuvo origen el mormonismo.
José Smith procuró librarse de él como consejero en la Conferencia de octubre de 1843. Lo acusó directamente de traición, de estar aliado con sus enemigos mortales y de que no tenía confianza en su “integridad y firmeza”; que Rigdon había sido infructuoso como consejero desde su huida de Misuri en 1839. Por virtud de una vigorosa negación por parte de Rigdon respecto a algunas de las acusaciones, y una súplica de misericordia respecto a algunas faltas confesadas, fue sostenido por la conferencia en su oficio de consejero del Profeta, a pesar de que este último no quedó satisfecho con la conclusión alcanzada por la asamblea. “Lo he quitado de mis hombros —dijo—, y ustedes lo han vuelto a poner sobre mí. Ustedes pueden cargarlo, pero yo no lo haré.”
Tras la muerte del profeta, Sidney Rigdon reclamó precedencia en la autoridad, alegando ese derecho en virtud de su oficio como consejero del profeta ya martirizado. El sacerdocio de la Iglesia se reunió como cuerpo para oír la causa, presentando el presidente Brigham Young las contrademandas de los Doce Apóstoles como la autoridad rectora adecuada en ausencia de la Primera Presidencia. Sidney Rigdon fue rechazado por ese cuerpo del sacerdocio (Millennial Star, vol. 25, pp. 215, 279) y poco después abandonó Nauvoo lleno de desilusión y amargura; pero nunca en esos días de prueba, ni en ninguno de los años posteriores de su vida, mediante insinuación, acusación directa o confesión, reveló fraude alguno en el que se suponga que tuvo origen el mormonismo; sino que, por el contrario, como veremos, reafirmó enfáticamente su verdadera relación con la obra y su fe en ella.
Hay, sin embargo, una persona que pretende decir que Sidney Rigdon “reveló” el secreto sobre el origen del Libro de Mormón. Se trata de Clark Braden, quien cita a un tal James Jeffries, de San Luis, como diciendo en esencia que en el otoño de 1844 Rigdon, en varias conversaciones, le admitió la existencia del manuscrito de Spaulding; que este trazaba el origen de los indios a las tribus perdidas de Israel; que el manuscrito estuvo a su alcance durante varios años; que “él (Rigdon) y Joe Smith solían revisar el manuscrito y leerlo los domingos. Rigdon dijo que Smith tomó el manuscrito y dijo: ‘Lo imprimiré,’ y se fue a Palmyra, Nueva York.” Sobre este “testimonio”, el reverendo Clark Braden comenta: “En su camino de Nauvoo a Pittsburg (en el otoño de 1844) visitó (Rigdon) a su viejo conocido, el señor Jeffries, en San Luis, y en su enojo contra los mormones, soltó los secretos del mormonismo, tal como les dijo a los mormones que haría si no lo nombraban su líder.”
Esta “evidencia”, sin embargo, dado que no le cuesta nada desechar semejante absurdo palpable, el señor Schroeder, con aire de grandeza y condescendencia, la desacredita diciendo: “Considero de dudoso valor la supuesta admisión de Sidney Rigdon a James Jeffries.” American Historical Magazine, enero de 1907, p. 75 y nota 115. Ante p. 55 y Nota. En este caso, como en el del punto presentado por la señora Ellen E. Dickinson, respecto a que fue “recordado” por algunos de los testigos de Conneaut en 1834, que “el manuscrito de Spaulding era la traducción del Libro de Mormón”, la “evidencia” fabricada en apoyo de la teoría de origen Spaulding resulta un tanto demasiado burda para el señor Schroeder, y su estómago se le revuelve, y con aire de superioridad la “considera dudosa.”
Íntimamente relacionado con la participación de Sidney Rigdon en la aparición del Libro de Mormón está otro asunto al que el señor Schroeder alude varias veces, en común con todos los demás defensores de la teoría del origen Spaulding, a saber, la suposición de que “José Smith, el fundador nominal y primer profeta del mormonismo, probablemente era demasiado ignorante para haber producido el volumen sin ayuda.” Es a causa de esta supuesta incapacidad de José Smith para producir el libro que el manuscrito Spaulding y Sidney Rigdon son introducidos en el esquema de producción. Y, sin embargo, es claramente demostrable que José Smith no necesitó la ayuda ni de Spaulding ni de Sidney Rigdon para la producción de un libro igual, si no superior, al Libro de Mormón desde el punto de vista literario. Me refiero al Libro de Doctrina y Convenios. Es cierto que este libro no se publicó sino hasta 1835; pero las revelaciones de las que se compone comenzaron en 1828, y hacia finales de 1833 ya se habían recibido y registrado ciento una de las revelaciones que forman la mayor parte del libro.
No puede haber duda en cuanto a la autoría de este libro. José Smith —bajo inspiración divina, como creen los Santos de los Últimos Días— dictó estas revelaciones, y de esta manera es su autor; y ellas revelan una fuerza y belleza literaria muy por encima del Libro de Mormón. Si alguien lo dudara, que lea y compare las secciones 20, 42, 76, 84, 88 y 107 de Doctrina y Convenios con el Libro de Mormón. Cualquier parte del libro demostraría lo que aquí se afirma, pero esas secciones particularmente lo ponen de manifiesto. Además, en todos los documentos publicados en los periódicos de la Iglesia, aquellos que pueden atribuirse respectivamente a José Smith y a Sidney Rigdon, se descubre la excelencia superior en todos los aspectos de los producidos por el primero sobre los producidos por el segundo.
Esta teoría Spaulding, además, presupone la necesidad de una inteligencia superior a la de José Smith en la producción del Libro de Mormón, en la concepción del “fraude mormón.” Pero, ¿podría alguien explicar —ya que el señor Schroeder nos falla en este punto— cómo es que Sidney Rigdon, en cuanto el Libro de Mormón se publica, aunque hasta entonces había sido el “espíritu rector” del mormonismo, de pronto cae en segundo lugar en el desarrollo del mismo y se convierte meramente en el escriba del Profeta, tal como el propio señor Schroeder señala? Debe recordarse que en 1827, año en el cual el señor Schroeder los reúne para la colaboración, Rigdon tenía treinta y cuatro años y José Smith apenas veintidós; y cuando la Iglesia se organizó, José tenía solo veinticinco y Rigdon treinta y siete. Con la mejor educación de Rigdon (lo cual se concede), ¿cómo es que este hombre, superior en instrucción y conocimiento del mundo, y de mayor edad, consiente en ocupar el segundo lugar detrás de José Smith? Si Rigdon fue el gran espíritu impulsor del mormonismo durante su gestación, ¿por qué no continuó siéndolo después de que el Libro de Mormón fue impreso? La respuesta es que Sidney Rigdon nunca fue superior al Profeta ni en talentos ni siquiera en poder literario de expresión.
Luego, nuevamente, en relación con este punto, llamo la atención al hecho de que, si el Libro de Mormón hubiese sido producido como afirma el señor Schroeder, no estaría tan lleno de pequeños errores gramaticales y del uso incorrecto de palabras como se encuentra en la primera edición del Libro de Mormón. Aunque no tengo una opinión muy elevada de la educación ni del señor Spaulding ni del señor Rigdon —y tengo ante mí las obras de ambos para basar ese juicio—, sin embargo no puedo concebir posible que ellos, aun siendo solo medio instruidos, cometieran errores de lenguaje como los que aparecen en la primera edición. Tomemos, por ejemplo, los siguientes pasajes de dicha primera edición del Libro de Mormón. Hablando del Urim y Tumim, dice:
“And the things are called interpreters; and no man can look in them, except he be commanded, lest he should look for that he had not ought, and he should perish; * * * but a seer can know of things which has past and also of things which is to come * * * and hidden things shall come to light, and things which is not known shall be made known by them.” (p. 173.)
“Blessed are they who humbleth themselves without being compelled to be humble.” (p. 314.)
“Little children doth have words given unto them many times which doth confound the wise and the learned.” (p. 315.)
“But they had fell into great errors, for they would not observe to keep the commandments of God.” (p. 310.)
Errores como los anteriores ocurren con frecuencia a lo largo de la primera edición del Libro de Mormón. Están arraigados en él; son faltas constitucionales. Y si bien se explican perfectamente bajo la suposición de que alguien sin instrucción en la gramática del idioma inglés, como se reconoce que lo era José Smith, recibiera el pensamiento de los caracteres nefitas en los que estaba escrito el Libro de Mormón, pero quedara encargado de expresar dicho pensamiento en el inglés defectuoso que dominaba; sin embargo, son completamente inexplicables bajo la suposición de que el manuscrito del que se imprimió el Libro de Mormón fuera escrito por Solomon Spaulding y reformado por Sidney Rigdon. Los errores de gramática y el uso incorrecto ocasional de palabras son precisamente los errores que cometería un joven sin letras como José Smith al realizar la traducción, pero exactamente los que hombres instruidos como Spaulding y Rigdon se habrían enorgullecido de evitar. Opino que esta consideración por sí sola bastaría para convencer a una mente imparcial de que, quienquiera que haya escrito el Libro de Mormón, ni Sidney Rigdon ni Solomon Spaulding lo escribieron, ni en parte ni en su totalidad.
En relación con esto, también llamo la atención al hecho de que es absolutamente imposible que el Libro de Mormón sea la historia de Solomon Spaulding, el “Manuscrito Encontrado,” más la materia religiosa que se supone fue aportada por Sidney Rigdon. Esta es la afirmación de todos los teóricos spauldingistas, incluido el señor Schroeder. Se basa en la suposición de la falta de conocimientos de José Smith sobre temas y controversias teológicas. Si, sin embargo, el libro hubiera sido construido tal como los teóricos spauldingistas afirman, la línea de separación sería evidente; las partes incongruentes necesariamente deberían ser discernibles; pero aún no ha aparecido crítico lo bastante audaz como para señalar qué era originalmente de Spaulding y qué la adición de Rigdon. La verdad del asunto es que no hay línea de separación; no existe un punto en el que uno termine y el otro comience. Tanto daría hablar de una línea de separación entre lo que el elemento tierra y lo que el elemento sol han contribuido al color de una violeta o de una rosa, como intentar indicar cuál es la parte religiosa añadida al Libro de Mormón por Rigdon y cuál la parte histórica aportada por Spaulding. Las partes religiosas e históricas del Libro de Mormón están perfectamente fundidas. No pueden separarse más de lo que pueden separarse la luz del sol y el calor del sol de la atmósfera de nuestra tierra. Así como los rayos del sol penetran y saturan la atmósfera de la tierra, así los elementos religiosos, los incidentes y el espíritu en conjunto saturan el Libro de Mormón—en él son uno e inseparables.
Sobre la conversión de Pratt y Rigdon
Como parte de la cadena de pruebas del señor Schroeder, con la que espera establecer las evidencias acumulativas de que Pratt, Rigdon y José Smith confabularon para imponer al mundo el manuscrito Spaulding como una revelación —el Libro de Mormón—, él señala discrepancias en los relatos publicados sobre lo repentino o lento de las conversiones de Pratt y Rigdon. Sostiene que los relatos de su conversión repentina y milagrosa tuvieron que ser modificados, y de hecho ocultados, para que no llevaran a la sospecha de connivencia si Rigdon y Pratt parecían dar demasiado pronta credibilidad al Libro de Mormón.
En cuanto a las variaciones señaladas en la conversión de Pratt, solo es necesario decir que son tales variaciones, tan leves e insignificantes, que, si se considera que fueron hechas por distintas personas, o, como en el caso del propio Pratt, en ocasiones muy separadas en el tiempo, las variaciones son la prueba segura de que el relato no fue inventado. En el caso de una de las autoridades citadas, Lucy Smith, madre del profeta y autora de la Life of the Prophet Joseph, el señor Schroeder debe ser corregido. Él afirma, siguiendo un malentendido de Orson Pratt y para dar más fuerza a su afirmación, que el libro de Lucy Smith fue escrito bajo la supervisión de José Smith. American Historical Magazine, enero de 1907, p. 67. Ante p. 61. Esto no es cierto, ya que Lucy Smith no comenzó a escribir su libro sino después del martirio de su hijo José. Fue en el otoño de 1844 cuando comenzó su obra, y el profeta fue asesinado en junio de ese año, todo lo cual el señor Schroeder podría haber sabido consultando las notas al pie de la edición del libro de Lucy Smith publicada por la Iglesia Reorganizada en 1880.
La discrepancia en cuanto al elemento tiempo en la conversión de Sidney Rigdon —si fue dos días después de la llegada de Pratt y Cowdery a Kirtland, o dos semanas— tal vez no pueda explicarse tan satisfactoriamente como en el caso de Parley P. Pratt. Aun así, la principal autoridad de toda la teoría del señor Schroeder sobre el origen spauldingista del Libro de Mormón favorece el período más largo para la conversión de Rigdon, puesto que el señor Howe afirma que la “repentina” conversión de Rigdon ocurrió “después de muchas pretensiones de incredulidad.” Además, en vista de toda la cuestión aquí debatida, y de las abrumadoras evidencias aducidas contra las afirmaciones del señor Schroeder, el asunto del tiempo que tomó convertir a Sidney Rigdon al mormonismo es de escasa importancia.
Las negaciones de Rigdon
El señor Schroeder, a lo largo de su argumento, procura de manera intermitente dar fuerza a sus “pruebas” diciendo que Sidney Rigdon nunca negó tal o cual declaración, aunque esta se hubiera hecho durante su vida. Él nota solo la negación de Rigdon publicada en el Boston Journal en 1839, y la presenta como “absolutamente la única negación pública registrada jamás hecha por Rigdon, aunque desde 1834 hasta 1876 estuvo casi continuamente bajo el fuego de esta acusación, reiterada en varias formas y con pruebas variables.” American Historical Magazine, nov., 1906, p. 527.
Por supuesto, se permite que el señor Schroeder hable con cierto grado de autoridad en el lado antimormón de esta controversia; pero, aun así, hay cosas que parece no conocer sobre las negaciones y afirmaciones de Sidney Rigdon. Puede ser que, de entre las varias declaraciones a las que Schroeder atribuye el silencio de Rigdon, este jamás llegara a ver una sola de ellas; y hay una negación hecha por el propio Rigdon que Schroeder ha pasado por alto, hecha en 1836, y que, por ser general en su carácter, puede entenderse como aplicable a todo el período en que se dice que Rigdon no hizo ninguna negación. En el número de enero del Latter-day Saints’ Messenger and Advocate, después de denunciar el libro de Howe y a quienes lo defendían, y aludiendo al señor Scott, al señor Campbell y a otros ministros profesos, dice:
“Con tal de evitar la investigación, esta hermandad se rebajará a mezquinos y bajos subterfugios, a los que un hombre de noble espíritu jamás condescendería; no, él preferiría sufrir el martirio primero. Testigo de ello es la recomendación que el señor Campbell hace del libro de Howe, sabiendo, tanto como toda persona que lo lea, que no es más que un conjunto de falsedades.” (Messenger and Advocate, enero de 1836, p. 242).
Dado que el libro de Howe, publicado en 1834, acusa a Rigdon de complicidad en todo el procedimiento por el cual se alega que el Libro de Mormón fue producido a partir del manuscrito de Spaulding, y dado que Rigdon arriba denuncia el libro de Howe como “un conjunto de falsedades,” podemos decir que ha existido desde enero de 1836 la negación de Rigdon a toda la teoría spauldingista sobre su complicidad en un plan para engañar a los hombres con respecto al Libro de Mormón.
Sin embargo, si eso no basta para convencer, deseo entonces presentar una negación bien autenticada, de la naturaleza más amplia y convincente. John W. Rigdon, hijo de Sidney Rigdon, escribió una biografía algo extensa de su padre, que depositó en manuscrito en la Oficina del Historiador de la Iglesia en Salt Lake City. En esa narración relata su propia experiencia en relación con el mormonismo y su intento de conocer la verdad de su padre respecto a la temprana conexión de este con el Libro de Mormón.
Cuenta que visitó Utah en 1863, donde pasó el invierno entre el pueblo mormón. No quedó favorablemente impresionado por su vida religiosa y llegó a la conclusión de que el Libro de Mormón era un fraude. Determinó en su corazón que, si alguna vez volvía a casa y encontraba a su padre con vida, trataría de averiguar lo que él sabía sobre el origen del Libro de Mormón, “aunque,” añade, “él nunca había contado más que una historia al respecto, y era que Parley P. Pratt y Oliver Cowdery le habían presentado un ejemplar encuadernado de ese libro en 1830, mientras él [Sidney Rigdon] predicaba el campbellismo en Mentor, Ohio.”
Lo que John W. Rigdon afirma haber visto en Utah, sin embargo, junto con el hecho de que se había acusado a Sidney Rigdon de escribir el Libro de Mormón, lo hizo sospechar, y comenta:
“Decidí hacer una investigación por mi propia satisfacción y averiguar si podía descubrir si él había estado engañando a su familia y al mundo todos esos años, diciendo lo que no era verdad, y estaba resuelto en ello. Si Sidney Rigdon, mi padre, había echado a perder su vida por contar una mentira y traer dolor y deshonra sobre su familia, quería saberlo y estaba decidido a descubrir los hechos, sin importar cuáles fueran las consecuencias. Llegué a casa en el otoño de 1865, encontré a mi padre con buena salud y se alegró mucho de verme. Como no había tenido noticias mías por un tiempo, temía que me hubieran matado los indios. Poco después de llegar, fui a la habitación de mi padre; él estaba allí y solo, y era el momento de comenzar mis indagaciones sobre el origen del Libro de Mormón y sobre la verdad de la religión mormona. Le conté lo que había visto en Salt Lake City y le dije que lo que había visto allí no me había impresionado favorablemente hacia la Iglesia Mormona, y que en cuanto al origen del Libro de Mormón tenía algunas dudas. ‘Se te ha acusado de escribir ese libro y dárselo a José Smith para introducirlo en el mundo. Siempre me has contado una sola historia: que nunca viste ese libro hasta que te lo presentaron Parley P. Pratt y Oliver Cowdery; y que todo lo que supiste sobre el origen de ese libro fue lo que ellos te dijeron y lo que José Smith y los testigos que afirmaban haber visto las planchas te dijeron. ¿Es esto cierto? Si es así, muy bien; si no lo es, me lo debes a mí y a tu familia. Ya eres un hombre anciano y pronto partirás de este mundo, y quiero saber si José Smith, en tu intimidad con él durante catorce años, no te dijo algo que te llevara a creer que obtuvo ese libro de alguna otra manera que la que te contó. Dame todo lo que sepas al respecto, para que yo pueda conocer la verdad.’
Mi padre, después de que terminé de decir lo que he repetido arriba, me miró un momento, levantó su mano sobre su cabeza y dijo lentamente, con lágrimas brillando en sus ojos: ‘Hijo mío, puedo jurar ante el cielo más alto que lo que te he dicho sobre el origen de ese libro es cierto. Tu madre y tu hermana (la Sra. Athalia Robinson) estaban presentes cuando ese libro me fue entregado en Mentor, Ohio, y todo lo que supe sobre el origen de ese libro fue lo que me contaron Parley P. Pratt, Oliver Cowdery, José Smith y los testigos que afirmaban haber visto las planchas; y en toda mi intimidad con José Smith, él nunca me contó más que una historia, y era que lo encontró grabado en planchas de oro en una colina cerca de Palmyra, Nueva York, y que un ángel se le apareció y le indicó dónde hallarlas; y nunca, ni a ti ni a nadie más, he contado más que esa sola historia, y ahora te la repito.’
Yo le creí, y ahora creo que me dijo la verdad. También me dijo después de eso que el mormonismo era verdadero; que José Smith era un profeta, y que este mundo lo descubriría algún día.” (American Historical Magazine, 1905-6, pp. 485-486).
No solo da John W. Rigdon esta valiosa declaración sobre la posición de su padre respecto al Libro de Mormón, sino que añade lo siguiente de su madre:
“Después de la muerte de mi padre, mi madre, que le sobrevivió varios años, gozó de buena salud hasta el tiempo de su última enfermedad, teniendo ochenta y seis años de edad. Poco antes de su fallecimiento tuve una conversación con ella sobre el origen del Libro de Mormón, y quise saber qué recordaba acerca de que le fuera presentado a mi padre. Ella me dijo en esa conversación que lo que mi padre me había contado sobre que el libro le fue presentado era verdad, pues estuvo presente en ese momento y sabía que esa fue la primera vez que él lo vio, y que las historias que se contaban sobre que mi padre escribió el Libro de Mormón no eran ciertas. Esto me lo dijo en su vejez, cuando las sombras de la tumba ya la rodeaban; y yo le creo.”
El verdadero origen de la teoría Spaulding
Una palabra acerca del verdadero origen de la teoría Spaulding. No se originó porque una “predicadora” leyera extractos del Libro de Mormón, y de allí surgiera un reconocimiento “espontáneo” de la historia de Solomon Spaulding Manuscript Found, con un estallido de indignación popular contra este engaño, como suele representarse por quienes defienden la teoría Spaulding, y en particular por el señor Schroeder (American Historical Magazine, Jan., 1907, p. 71; Ante p. 67). El señor Schroeder insiste especialmente en la “espontaneidad” con la que se reconoció la obra de Spaulding cuando se leyó públicamente el Libro de Mormón en Conneaut; aunque, para obtener esta “espontaneidad”, Schroeder tiene que apoyarse en la declaración de la señora Davidson, la cual él mismo reconoce que nunca escribió, y de la cual dice que “no puede tener peso probatorio salvo en aquellos asuntos en los que sea evidente por la naturaleza de las cosas que ella hablaba por conocimiento personal” (American Historical Magazine, Sept., 1906, p. 394; Ante p. 29). Y en el asunto aquí mencionado, la señora Davidson no pudo tener conocimiento personal en absoluto. Así que el señor Schroeder descarta sus propias limitaciones bajo las cuales la declaración de la señora Davidson podría tener algún valor probatorio, con tal de obtener fuerza en su anhelada “espontaneidad” en el reconocimiento del Libro de Mormón como obra de Spaulding.
Según la declaración Davidson, entonces, cuando la “predicadora” en una reunión pública leyó extractos del Libro de Mormón, John Spaulding, que residía en Conneaut en ese tiempo y estaba presente en la reunión:
“Reconoció perfectamente la obra de su hermano. Se asombró y se afligió de que se hubiera pervertido a un propósito tan inicuo. Su dolor se desahogó en un torrente de lágrimas, y se levantó en el acto para expresar a la asamblea su pena y pesar de que los escritos de su difunto hermano fueran usados para un propósito tan vil y escandaloso. La excitación en New Salem (Conneaut) llegó a ser tan grande que los habitantes celebraron una reunión y comisionaron al Dr. Philastus Hurlburt, uno de los suyos, para que viajara a este lugar (Monson) y obtuviera de mí (la Sra. [Spaulding] Davidson) el manuscrito original del señor Spaulding.”
Uno se maravilla de que todo esto pasara desapercibido a los autores de Mormonism Unveiled. El Dr. Hurlburt también estuvo presente en esa reunión, y fue el principal agente y colaborador en la compilación del libro de Howe. Sin embargo, en la declaración publicada en ese libro, atribuida a John Spaulding, no hay una sola palabra de esta circunstancia dramática —esta espléndida “espontaneidad,” tan apreciada por el señor Schroeder. No hay “agonía de dolor”; no hay “torrente de lágrimas”; no hay “denuncia en el acto”; no hay referencia a un propósito “vil y escandaloso”; solo una declaración sencilla de que había “leído recientemente el Libro de Mormón,” y la afirmación de que encontró casi la misma materia histórica en él que en los escritos de su hermano; algunos nombres que eran semejantes; y que el “Manuscript Found” sostenía la teoría de que los indios americanos descendían de las “tribus perdidas”; suponiendo evidentemente que el Libro de Mormón sostenía la misma teoría. Si alguna circunstancia como la descrita en la declaración Davidson hubiera ocurrido, sin duda habría aparecido en la declaración de John Spaulding publicada por Howe cinco años antes de que se divulgara esta segunda versión.
Pero, a pesar del mal olor de toda la declaración Davidson, y de la violación de su propio principio bajo el cual debía considerarse poseedora de valor probatorio, el señor Schroeder usa esta ficción altamente dramática para introducir su “prueba concluyente” del plagio que imputa a los responsables de la publicación del Libro de Mormón.
La verdadera historia del origen de la teoría Spaulding
La verdadera historia del origen de esta teoría Spaulding es la siguiente: cuando el Dr. Hurlburt fue finalmente excomulgado de la Iglesia, se dedicó a dar conferencias contra los mormones, comenzando en Springfield, condado de Erie, Pensilvania, a cierta distancia al este de Conneaut. Finalmente, al visitar el asentamiento Jackson (presumiblemente en el mismo condado), se enteró, por medio de uno de los Jackson, de Solomon Spaulding y de que este había escrito una historia llamada “Manuscript Found.” “No que ninguna de estas personas,” dice mi autoridad, quien estaba bien familiarizado con el asentamiento Jackson, también con el Dr. Hurlburt, y asistía a sus reuniones antimormonas en el vecindario, “no que ninguna de estas personas tuviera la más remota idea de que su [de Spaulding] novela hubiera sido convertida en el Libro de Mormón, ni que existiera conexión alguna entre ellos.”
Fue idea del Dr. Hurlburt que este manuscrito Spaulding podía usarse para urdir una teoría alternativa sobre el origen del Libro de Mormón —“una necesidad sentida desde hacía mucho tiempo,” dicho sea de paso, entre quienes se oponían al libro y a la obra que de él surgía. Con la información que había obtenido en el asentamiento Jackson, Hurlburt se dirige a Kirtland, celebra una reunión pública, en la cual hubo gran regocijo y entusiasmo entre los antimormones de aquel lugar, debido a la teoría de Hurlburt sobre el origen del Libro de Mormón. Un tal señor Newel, un acérrimo antimormón, prometió adelantar 300 dólares para proseguir la obra de identificación, y otros contribuyeron generosamente para el mismo fin. De esa reunión nació la asamblea pública celebrada posteriormente en Conneaut, la cual envió a Hurlburt en su viaje a Monson, Massachusetts, para obtener el manuscrito de Spaulding que finalmente consiguió de manos del señor Jerome Clark en Hartwicks, Nueva York, por orden de la señora (Spaulding) Davidson. Este manuscrito lo llevó Hurlburt a E. D. Howe, de Painesville, Ohio, para el próximo libro Mormonism Unveiled. Fue una decepción para esos conspiradores, como ya se ha detallado; y como el mismo Hurlburt explicó en una carta a la señora Davidson, “No leía como se esperaba, y por tanto no lo imprimiría.” (Ante, p. 147).
Cabe decir de paso que Hurlburt nunca recibió más que un manuscrito. La teoría difundida de que obtuvo dos: uno el verdadero “Manuscript Found,” que —se alega— vendió a los mormones (como sospechan los Spaulding), y otro sin valor, el manuscrito romano, que ahora se encuentra en Oberlin y que entregó a Howe, es una de las muchas ficciones que han surgido de las innumerables conjeturas y suposiciones asociadas con la teoría Spaulding. El propio Hurlburt dice sobre este punto, en una declaración firmada con fecha 19 de agosto de 1879:
“No sé si el documento que recibí de la señora Davidson era el Manuscript Found de Spaulding, ya que nunca lo leí por completo, y me convencí de que no era el manuscrito de Spaulding; pero fuera lo que fuese, el señor Howe lo recibió bajo la condición con la que yo lo tomé de la señora Davidson: compararlo con el Libro de Mormón y luego devolvérselo. Nunca recibí otro manuscrito de Spaulding, ni de la señora Davidson ni de ninguna otra persona. De ese manuscrito no hice otro uso más que entregarlo, junto con todos mis otros documentos relacionados con el mormonismo, al señor Howe. No destruí el manuscrito ni lo vendí a Joe Smith, ni a ninguna otra persona.”
Este manuscrito recibido por Hurlburt y entregado a Howe es el único manuscrito de Spaulding escrito por él que hace referencia a las antigüedades de América. Es el genuino y único “Manuscript Found.” En contra de esto, el señor Schroeder objeta que “no se descubre tal título en ninguna parte, ni en el interior ni en el cuerpo del manuscrito en la biblioteca de Oberlin” (American Historical Magazine, Sept., 1906, p. 386; Ante p. 20). Y, sin embargo, con extraña inconsecuencia, unas páginas más adelante admite: “Es incluso posible que este primer manuscrito (refiriéndose al que ahora está en Oberlin) haya sido en algún momento rotulado como ‘Manuscript Found.’”
Pero lo que es mejor que cualquier “rótulo” en el manuscrito, dentro o fuera; mejor que cualquier admisión del señor Schroeder, es el hecho de que este manuscrito es el que el propio Spaulding fingió haber encontrado y que pretendió traducir al inglés. Es el manuscrito “encontrado,” y el único que Spaulding fingió haber encontrado. Es el mismo que la señora McKinstry dice haber tenido “muchas veces” en sus manos en casa de Sabine después de 1816; y que “en el exterior de este manuscrito estaban escritas las palabras ‘Manuscript Found.’”
Quizá haya sido esta afirmación tan positiva la que llevó al señor Schroeder a admitir que es posible que este manuscrito de Oberlin haya sido así rotulado. Las descripciones del manuscrito de Spaulding llamado “Manuscript Found” por otros que lo conocieron concuerdan bastante en cuanto a su tamaño, y sus descripciones se ajustan al manuscrito de Oberlin y en nada a un manuscrito como el que se requeriría para producir el Libro de Mormón. Así, la señora McKinstry dice que el manuscrito que tuvo en sus manos muchas veces en casa de Sabine, y que estaba atado junto con otros relatos, y que en el exterior tenía escrito “Manuscript Found,” hacía el manuscrito de aproximadamente “una pulgada de grosor.” La señora (Spaulding) Davidson, en la entrevista con Haven, dice que el manuscrito de su esposo tenía “alrededor de un tercio del tamaño del Libro de Mormón” (es decir, alrededor de un tercio de la extensión de manuscrito que se requeriría para producir el Libro de Mormón). La declaración Davidson sostiene que John Spaulding estaba perfectamente familiarizado con la obra de su hermano, “Manuscript Found,” “y repetidamente escuchó todo su contenido leído,” lo cual sería posible con el manuscrito de Spaulding, que ahora que está impreso hace 112 páginas, pero difícilmente posible con un manuscrito que produjera un libro de unas 600 páginas.
Este manuscrito de Spaulding ha sido finalmente realmente “encontrado” y publicado, como ya se detalló; y su publicación ha resultado en el derrumbe de la teoría Spaulding sobre el origen del Libro de Mormón; y eso, más que por demostrar que no hay incidente, ni nombre, ni conjunto de ideas comunes a ambas producciones, por la naturaleza literaria del mismo. La publicación del “Manuscript Found” no solo demuestra que este manuscrito en particular no fue la base del Libro de Mormón, sino que demuestra también que ningún otro escrito de Solomon Spaulding podría serlo. El manuscrito de Spaulding, tal como se publicó, constituye un folleto de unas 112 páginas, de unas 350 palabras por página, suficiente material para dar una idea clara de su estilo literario. Estoy seguro de que nadie con juicio literario pensará posible que el autor de “Manuscript Found” sea también el autor del Libro de Mormón.
La composición en los escritores se individualiza tan claramente como la apariencia o el carácter de cada persona; y no escriben en varios estilos más de lo que los individuos pueden suplantar distintos caracteres. Es cierto que, con esfuerzo especial, esto último puede lograrse hasta cierto punto, mediante un cambio de tono, vestimenta y similares; pero debajo de esas representaciones siempre se descubre al verdadero individuo; y así sucede con los autores. Uno puede a veces adoptar un tono ligero, y otras veces serio, en prosa o poesía. Puede incluso imitar un estilo solemne de las Escrituras, o la dicción de algún autor griego o romano, pero debajo de todo eso se verá la individualidad del escritor, de la cual no puede separarse más de lo que puede separarse de su forma, facciones o carácter reales. Puesto que tenemos en este “Manuscript Found” suficiente del estilo de Spaulding para determinar su naturaleza, si este manuscrito hubiera sido utilizado como base o como obra completa del Libro de Mormón, podríamos detectar “spauldingismos” en él; la identidad de estilo sería evidente; pero estas cosas están totalmente ausentes en cada página del Libro de Mormón. El señor Rice, en cuya posesión se halló el manuscrito de Spaulding en 1884, no exagera cuando dice: “Antes creería que el Libro de Apocalipsis fue escrito por el autor del Don Quijote, que pensar que el autor de este manuscrito fue el autor del Libro de Mormón.” Y también acierta cuando dice: “Es improbable que alguien que escribió una obra tan elaborada como la Biblia Mormona, gastara su tiempo en producir un relato tan superficial como este,” es decir, la historia de Spaulding.
El motivo para publicar el Libro de Mormón
Debe decirse a favor del señor Schroeder que su teoría sobre el motivo que impulsó la publicación del Libro de Mormón está bastante en armonía con su teoría sobre el origen del mismo. Pues es lógico que algo fundado en el fraude tuviera —y muy probablemente tendría— la “codicia de ganancia” como la “dinámica del plan”; y que el “amor al oro, no a Dios,” fuera la causa impulsora. El único punto en que el señor Schroeder fracasa en su teoría del motivo, es exactamente donde fracasa en su teoría del origen: en la prueba.
Los pasajes de las revelaciones citados por el señor Schroeder fallan como pruebas de su supuesto. Él recorre todas las numerosas revelaciones dadas a la Iglesia desde 1830 hasta 1841. De los trece extractos que cita, solo dos tienen alguna relación con el Libro de Mormón; y esos dos provienen de una revelación a Martin Harris, quien había convenido con José Smith y con el impresor del libro, el señor Grandin, que pagaría su impresión. Sin embargo, cuando llegó el momento de cumplir su palabra empeñada, vaciló; y entonces vino la palabra del Señor, como cita Schroeder: “Da una parte de tu propiedad; sí, aun parte de tus tierras, y todo, excepto lo necesario para el sustento de tu familia.” Hasta aquí cita Schroeder. El párrafo inmediato siguiente (35) de la revelación prosigue: “Paga la deuda que has contraído con el impresor. Libérate de la servidumbre” (es decir, de la servidumbre de la deuda). Otra cita de Schroeder (verso 26) dice: “Te mando que no codicies tu propia propiedad.” El párrafo completo es: “Y otra vez te mando que no codicies tu propia propiedad, sino que la impartas libremente para la impresión del Libro de Mormón, que contiene la verdad y la palabra de Dios.”
¿Dónde, pues, en estos pasajes —que son los únicos de los citados del Doctrina y Convenios que tienen alguna relación con el Libro de Mormón— dónde está la prueba de que la “codicia de ganancia” fue el motivo que impulsó la publicación del libro? ¿O cómo sostienen la idea de que el “amor al oro, no a Dios” fue la “dinámica del plan”? Yo no lo veo.
En cuanto al resto de los pasajes citados por el señor Schroeder, caen en dos clases: primero, los que se refieren a la consagración de las propiedades a la Iglesia; y segundo, los que ordenan que se hagan provisiones para el sustento de José Smith y de otros que dedicaban sus energías a la obra del Señor.
Respecto a la primera clase convendrá al lector saber lo siguiente: se pedía a los Santos que reconocieran este principio: la tierra es del Señor. Él la creó. Le pertenece por derecho de propiedad; en consecuencia, todo lo que el hombre posee de las riquezas del mundo lo posee como mayordomía bajo Dios. Para dar un reconocimiento visible a esta verdad, se mandó a los Santos en Misuri que consagraran sus propiedades al Señor por medio de sus siervos, y recibieran de vuelta una mayordomía como de parte del Señor; y esto a fin de que la gran verdad de la mera mayordomía del hombre sobre lo que se dice que posee —verdad que ahora comienza a ser reconocida por el mejor pensamiento cristiano de la época como la actitud mental apropiada del creyente en Dios en lo que respecta a sus posesiones materiales— quedara de una vez por todas establecida como doctrina de la Iglesia, enfatizada por este acto visible de consagración.
En cuanto a la segunda clase de citas, que ordenan que se hagan provisiones para las necesidades materiales de José Smith y su familia, ¿es necesario argumentar a estas alturas lo que Pablo parece haber resuelto hace mucho tiempo, a saber: “Los que ministran en las cosas sagradas, comen del templo. … Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio”? ¿No se reconoce universalmente la justicia de este principio? Digo que el señor Schroeder fracasa en la presentación de pruebas para su teoría sobre el motivo. Y su constante repique en este tema no es más que “metal que resuena” cuando se aplica a José Smith en lo personal o a todos los líderes de la Iglesia Mormona desde su inicio. Nunca ha habido un pueblo más bendecido con líderes desinteresados que los Santos de los Últimos Días. Hombres dotados de discernimiento divino y de poder han dado sus servicios, prácticamente sin remuneración, por el bienestar de su pueblo. Han trabajado en tiempo y fuera de tiempo por ellos. Han dado no solo un servicio de enseñanza, encaminado a aclarar la verdad, sino que han dado libremente de su capacidad de negocios, de sus aptitudes ejecutivas y judiciales. Hombres con calidad mental de estadistas han consagrado sus vidas a su pueblo, prácticamente sin recompensa terrenal, y muchos de ellos —la mayoría, de hecho— han muerto pobres en bienes de este mundo, pero ricos en la conciencia de un servicio bien prestado a sus semejantes.
Escribo estas palabras desde en medio de un pueblo que, al leerlas, pensará en centenares de hombres que han vivido y consumado el servicio de su vida entre ellos, en el mismo espíritu aquí descrito. ¿La “codicia de ganancia” provee “la dinámica” del plan mormón? ¿El “amor al oro, no a Dios,” la fuerza motriz del mormonismo? ¿“El deseo de dinero” como “la causa inspiradora de cada acto del profeta mormón, la misma divinidad que moldeaba sus pensamientos y revelaciones, y que dio origen a los libros de Mormón”? American Historical Magazine, mayo de 1907, p. 221. Ante pp. 80-81. ¡Disparates, señor Schroeder! Usted ha estudiado la naturaleza humana tanto como el mormonismo con poco provecho si realmente piensa así. José Smith fue amado por su pueblo hasta el borde de la idolatría. Ganó y conservó ese amor hasta el día de su muerte. Tuvo la satisfacción de ver cumplida una de sus grandes profecías —una profecía dada desde una celda de prisión en 1839, cuando su fortuna había caído a su punto más bajo, cuando sus enemigos parecían triunfar y los traidores se levantaban contra él— entonces vino la seguridad de Dios: “Tu pueblo nunca se volverá contra ti por el testimonio de traidores.” Y nunca lo hizo, ni antes de su muerte ni desde entonces. La “codicia de oro,” el egoísmo; el “amor al oro, no a Dios,” no producen estos resultados. El egoísmo nunca gana ni conserva corazones. Solo una vida que se derrama a sí misma en raudales de servicio desinteresado por los demás gana y mantiene el afecto. Tal fue la vida de José Smith; tales las vidas de los líderes mormones.
Observaciones finales
Y ahora mi tarea llega a su fin. Mi propósito en este escrito, en lo esencial, ha sido simplemente refutar la teoría, junto con las supuestas evidencias y argumentos del señor Schroeder. Mi método ha sido refutarlo principalmente a partir del material y de las autoridades que él mismo ha introducido. Y, por supuesto, esto ha mantenido la discusión sobre el origen del Libro de Mormón dentro de límites estrechos. Este escrito ha sido más bien de la naturaleza de una réplica a la respuesta del señor Schroeder a la teoría expuesta por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días acerca del origen del Libro de Mormón.
Por este orden no premeditado de la discusión y por sus limitaciones necesarias, el lector se encuentra en desventaja de no tener inmediatamente ante sí la teoría del origen divino del Libro de Mormón, sostenida por la fuerte serie de evidencias y argumentos que pueden presentarse en su apoyo. Pero ayudará a formarse una conclusión correcta en cuanto a los méritos de esta discusión, si se tiene en cuenta lo que aquí se sugiere, a saber: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días sostiene la afirmación de un origen divino para el Libro de Mormón, respaldado por testigos especiales que Dios levantó para testificar de ese origen; sostenido también, como cree dicha Iglesia, por un mundo de evidencias, tanto externas como internas. A esto el señor Schroeder ha ofrecido una teoría contraria de origen, la “teoría Spaulding,” a la cual he dado esta réplica.
Mi esfuerzo no ha tenido un propósito más elevado que este, creyendo que nada más se requería de mí dadas las circunstancias. Si mi escrito resultara ser, como pienso que debe, una réplica exitosa; si muestra cuán inherentemente débil y absurda es esta teoría Spaulding, aun cuando se la exponga con la mayor habilidad; si muestra el tejido de falsedad y de malicia de que se compone esa teoría; y la amargura y el odio en que tuvo su origen; y expone la deshonesta sofistería con que esa teoría ha sido sostenida,—me daré por satisfecho.
B. H. Roberts
Salt Lake City, enero de 1909.
Parte II. Reciente discusión sobre los asuntos mormones.
Preámbulo.
La justificación para publicar los tres artículos siguientes consiste en la importancia de los temas que tratan. El primer artículo, “Un Mensaje al Mundo”, fue presentado a la Conferencia General de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días por la Primera Presidencia de la Iglesia, y por dicha conferencia fue adoptado unánimemente el 5 de abril de 1907 y enviado al mundo. Fue concebido y escrito en un espíritu conciliador, y se destinaba a servir como base para una correcta comprensión de la actitud de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días respecto a varios asuntos sobre los cuales había existido una amarga controversia.
El “Mensaje” explicó el pasado. Expresó la intención de la Iglesia de dar estricto cumplimiento a sus obligaciones de descontinuar los matrimonios plurales y que, con ello, con el tiempo, desaparecería la vida polígama. También declaró la intención de la Iglesia de abstenerse de interferir en la política. Que éste fue el espíritu y propósito del “Mensaje” no puede ser cuestionado por quienes lo lean. Presentó, como el autor entonces creía, y como aún cree, una base justa de entendimiento y solución de nuestras dificultades locales.
La manera en que fue recibido por la Asociación Ministerial —con desconfianza, tergiversación, crítica injusta e insinuaciones solapadas de malas intenciones— contribuyó en gran medida a frustrar su propósito, y dio lugar a la Respuesta a la Reseña de la Asociación Ministerial sobre el Mensaje al mundo. Los artículos mismos cuentan el resto.
I.
Un Mensaje:
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días al Mundo.
PRIMERA PRESIDENCIA DE LA IGLESIA.
“Que los hechos se presenten a un mundo sincero.”
- La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días al Mundo.
SALUDO: Con la esperanza de corregir tergiversaciones y de establecer una comprensión más perfecta respecto de nosotros mismos y de nuestra religión, nosotros, los oficiales y miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, reunidos en Conferencia General, emitimos esta Declaración.
Tal acción parece imperativa. Nunca antes nuestros principios ni nuestros propósitos habían sido más ampliamente tergiversados, ni más gravemente malinterpretados. Nuestras doctrinas son distorsionadas, las ordenanzas sagradas de nuestra religión ridiculizadas, nuestro cristianismo puesto en duda, nuestra historia falsificada, nuestro carácter difamado, y nuestra conducta como pueblo reprobada y condenada.
En respuesta a las acusaciones hechas contra nosotros, por nosotros mismos y por aquellos que, bajo dirección divina, fundaron nuestra religión y nuestra Iglesia; por nuestra posteridad, a la cual transmitiremos la fe y en cuyas manos confiaremos la Iglesia de Cristo; y ante la humanidad, cuyas opiniones respetamos, declaramos solemnemente que la verdad es la siguiente:
Nuestra religión está fundada en las revelaciones de Dios. El Evangelio que proclamamos es el Evangelio de Cristo, restaurado a la tierra en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos. La alta pretensión de la Iglesia está declarada en su título: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Establecida por dirección divina, su nombre fue prescrito por Aquel de quien es la Iglesia: Jesucristo.
La religión de este pueblo es el cristianismo puro. Su credo es la expresión de los deberes de la vida práctica. Su teología se basa en las doctrinas del Redentor.
Si es verdadero cristianismo aceptar a Jesucristo en persona y en misión como divino; reverenciarlo como el Hijo de Dios, el Señor crucificado y resucitado, por medio de quien únicamente puede la humanidad alcanzar la salvación; aceptar sus enseñanzas como guía, adoptar como norma y observar como ley el código ético que Él promulgó; cumplir con los requisitos que Él prescribió como esenciales para la membresía en Su Iglesia, a saber: fe, arrepentimiento, bautismo por inmersión para la remisión de los pecados, e imposición de manos para el don del Espíritu Santo, —si esto es cristianismo, entonces nosotros somos cristianos, y la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una iglesia cristiana.
La teología de nuestra Iglesia es la teología enseñada por Jesucristo y Sus apóstoles, la teología de las Escrituras y de la razón. No sólo reconoce la santidad de las Escrituras antiguas y la fuerza vinculante de actos e inspiradas declaraciones en tiempos pasados; sino que también declara que Dios habla ahora al hombre en esta última dispensación del Evangelio.
Creemos en la Divinidad, compuesta por tres personajes individuales: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Sostenemos que el hombre es verdaderamente hijo de Dios, formado a Su imagen, dotado de atributos divinos y poseedor de poder para elevarse de los deseos terrenales a las aspiraciones ennoblecedoras del cielo.
Creemos en la preexistencia del hombre como espíritu, y en un estado futuro de existencia individual, en el cual cada alma hallará su lugar, determinado por la justicia y la misericordia, con oportunidades de progreso eterno en las diversas condiciones de la eternidad.
Creemos en el albedrío del hombre y, por lo tanto, en su responsabilidad individual.
Creemos que la salvación no es para unos pocos escogidos, sino que todos los hombres pueden ser salvos mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio.
Afirmamos que, para administrar las ordenanzas del Evangelio, la autoridad debe ser dada por Dios; y que esa autoridad es el poder del Santo Sacerdocio.
Afirmamos que, mediante la ministración de personages inmortales, el Santo Sacerdocio ha sido conferido a los hombres en la época presente, y que bajo esta autoridad divina la Iglesia de Cristo ha sido organizada.
Proclamamos que los propósitos de esta organización son: predicar el Evangelio en todo el mundo, reunir a Israel esparcido y preparar a un pueblo para la venida del Señor.
El “mormonismo” busca conversos entre todas las clases y condiciones de la sociedad, y quienes lo aceptan se hallan entre los mejores hombres y mujeres de las naciones de donde proceden: honestos, laboriosos, virtuosos y reverentes. En su vida comunitaria son pacíficos, obedientes a la ley y ejemplares. Sus instintos, tradiciones y formación están en contra del vicio y del crimen. La religión que han abrazado, la Iglesia de la cual son miembros, condena toda forma de mal, y sus vidas, con pocas excepciones, son exponentes de rectitud. Muchos de los primeros conversos a nuestra fe fueron descendientes de los Peregrinos y de los Puritanos. José Smith, Brigham Young y otros líderes de los Santos de los Últimos Días trazaban su linaje hasta los fundadores y primeros defensores de la nación. José Smith era nativo de Vermont, y por vocación, un agricultor. Todos los oficios y profesiones fueron representados en la membresía de la Iglesia. En Inglaterra, su primer campo misional extranjero, fueron principalmente las clases medias y trabajadoras las que respondieron al mensaje del Evangelio. En todo el mundo ha sido lo mismo: nuestros conversos han sido hombres y mujeres de carácter, inteligencia e integridad. No hay nada en el “mormonismo” que atraiga a los egoístas o a los viles.
El esfuerzo por diferenciar al sacerdocio “mormón” y al pueblo “mormón”, concediendo que estos últimos son gente buena, honesta, aunque extraviada, mientras se alega que sus líderes son la personificación de todo lo malo, es completamente inútil. La gran mayoría de los varones miembros de la Iglesia poseen el sacerdocio y, aunque constituyen el cuerpo oficial de la Iglesia, son parte del pueblo. Sacerdocio y pueblo son inseparables y, vindicados o condenados, permanecen juntos.
La acusación de que la Iglesia se basa en la duplicidad para propagar sus doctrinas y que rehúye la investigación ilustrada, es contraria tanto a la razón como a los hechos. El engaño y el fraude en la perpetuación de cualquier religión deben terminar en fracaso. Un sistema de religión, ética o filosofía, para atraer y retener la atención de los hombres, debe ser sincero en doctrina y honesto en su propaganda. Que la Iglesia emplee métodos engañosos; que tenga una doctrina para el sacerdocio y otra para el pueblo; que enseñe un conjunto de principios a sus miembros en Sion, y otro al mundo, no es verdad. La investigación ilustrada es precisamente el medio mediante el cual la Iglesia espera promover la creencia en sus principios y extender la benéfica influencia de sus instituciones. Desde el principio, la investigación ilustrada ha sido lo que más ha buscado. Para lograrlo, ha enviado a sus misioneros a todas partes del mundo, especialmente a los centros de civilización e ilustración, donde su literatura ha sido distribuida libremente; sin embargo, con demasiada frecuencia sus pretensiones han sido rechazadas sin investigación, y se ha emitido juicio sin darle audiencia.
En la Exposición Colombina, que celebró el cuadringentésimo aniversario del descubrimiento de América, las religiones del mundo estuvieron representadas en un gran parlamento, con el propósito de mostrar “de la manera más impresionante, cuáles y cuántas importantes verdades sostienen y enseñan en común las diversas religiones; * * * exponer, por aquellos más competentes para hablar, cuáles se consideran las importantes verdades distintivas sostenidas y enseñadas por cada religión; * * * indagar qué luz ha brindado o puede brindar cada religión a las demás religiones del mundo.” A esta reunión la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, aunque la iglesia más distintivamente americana, no fue invitada; no obstante, buscó la oportunidad de presentar, junto a los credos de todas las grandes religiones históricas, una exposición de sus principios y de dar a conocer a la humanidad las verdades que consideraba más importantes y más provechosas. Esta oportunidad le fue negada a la Iglesia, salvo bajo condiciones humillantes y subversivas del fin buscado—una mayor difusión y una consideración más justa de su fe. Después de tal experiencia, y de otras semejantes aunque de diverso grado, sostenemos que poco les corresponde a nuestros acusadores imputarnos que rehuyamos la investigación ilustrada.
Se ha afirmado que el “mormonismo” se opone a la educación. La historia de la Iglesia y las enseñanzas de sus líderes son respuesta suficiente a esa acusación. José Smith, el primer Presidente de la Iglesia, fundó escuelas y asistió a ellas como estudiante, al igual que muchos de sus seguidores bajo su consejo e influencia. Brigham Young, quien sucedió a José Smith, lo emuló como fundador y patrocinador de escuelas; y cada Presidente de la Iglesia posterior, sus asociados y el pueblo en general han sido igualmente celosos en esa causa. Durante su éxodo desde Illinois, nuestro pueblo construyó escuelas de troncos mientras acampaba en el río Misuri, entonces frontera de la nación; y después de haber recorrido mil millas de desierto y establecido su colonia naciente en el valle del Gran Lago Salado, las escuelas estuvieron entre los primeros edificios que levantaron. Tal ha sido el proceder en cada colonia “mormona”. El estado de Utah, hoy salpicado de escuelas públicas, academias, colegios y universidades —instituciones que le han dado un lugar destacado en la educación— ofrece evidencia indiscutible de que su pueblo —en su mayoría “mormones”— son amigos y promotores de la educación. Para los Santos de los Últimos Días, la salvación misma, bajo la expiación de Cristo, es un proceso de educación. Que el conocimiento es un medio de progreso eterno lo enseñó José Smith: Es imposible que un hombre se salve en la ignorancia. — Un hombre se salva sólo en la medida en que adquiere conocimiento. — La gloria de Dios es la inteligencia. — Cualesquiera principios de inteligencia que logremos en esta vida, se levantarán con nosotros en la resurrección. — Quien adquiera en esta vida más conocimiento que otro, tendrá tanta ventaja en el mundo venidero. Estas eran máximas del Profeta José Smith.
Tampoco es cierto, como se ha alegado, que el “mormonismo” destruya la santidad de la relación matrimonial; al contrario, considera la unión legítima de hombre y mujer como el medio por el cual pueden alcanzar sus más altas y santas aspiraciones. Para los Santos de los Últimos Días, el matrimonio no fue diseñado por nuestro Padre Celestial para ser meramente una unión terrenal, sino una que sobreviva a las vicisitudes del tiempo y perdure por la eternidad, otorgando honor y gozo en este mundo, gloria y vidas eternas en los mundos venideros.
El hogar “mormón” típico es el templo de la familia, en el cual los miembros del hogar se reúnen por la mañana y por la noche para orar y alabar a Dios en el nombre de Jesucristo, a menudo acompañados por la lectura de las Escrituras y el canto de himnos espirituales. Allí se enseñan, y suavemente se inculcan, los preceptos morales y las verdades religiosas que, en conjunto, constituyen aquella justicia que exalta a una nación y aleja el pecado que es afrenta a cualquier pueblo. Si tales condiciones no fueran respuesta suficiente a la acusación de que nuestros hogares son anticristianos, subversivos de la influencia moral y destructivos de la estabilidad del Estado, entonces nos remitimos a las generaciones presentes —ciudadanos estadounidenses “mormones”, productos de nuestra religión y de nuestros hogares— para nuestra vindicación: aquí están nuestros hijos e hijas; sométanlos a cualquier prueba de comparación que deseen: respeto por la verdad, veneración por la edad, reverencia a Dios, amor al prójimo, lealtad a la patria, respeto por la ley, refinamiento de modales y, por último, en este asunto entre nosotros y nuestros acusadores, la prueba suprema de todas: pureza de mente y castidad de conducta. No es excesiva autoalabanza decir de las generaciones de nuestro pueblo, nacidas y criadas en hogares “mormones”, que pueden compararse favorablemente, en las virtudes cristianas y en todo lo que constituye buena ciudadanía, con cualquier comunidad de este u otro país.
La acusación de que la Iglesia es una institución comercial más que religiosa; de que sus fines son temporales más que espirituales; de que dicta a sus miembros en sus actividades y relaciones industriales, y que pretende una dominación absoluta en los asuntos temporales, —todo esto lo negamos enfáticamente. Se admite que la Iglesia reclama el derecho de aconsejar y orientar a sus miembros en asuntos temporales tanto como en los espirituales. Los principales oficiales de la Iglesia, hombres de experiencia práctica en la vida pionera, han ayudado al pueblo a establecer colonias en todo el occidente intermontañoso, y les han dado gratuitamente el beneficio de su conocimiento más amplio de las cosas, por medio de consejos y dirección que el pueblo ha seguido para su propio beneficio; y tanto la sabiduría de los líderes como el buen sentido del pueblo se hallan justificados en los resultados obtenidos. Todo esto se ha hecho sin ejercer poder arbitrario. Ha resultado de consejos sabios, dados de manera persuasiva y seguidos de buena voluntad.
También ha sido política de la Iglesia fomentar las industrias locales. Donde ha habido falta de confianza en algunas de estas empresas y el capital privado ha temido invertir, la Iglesia ha proporcionado fondos para que la viabilidad de la iniciativa pudiera ser demostrada; y en repetidas ocasiones la sabiduría de esta política se ha hecho manifiesta. De esta manera se han desarrollado los recursos de diversas localidades, se han diversificado las industrias comunitarias y se ha dado a la gente, especialmente a los pobres, mayor oportunidad de empleo y mejor posibilidad de llegar a ser autosuficientes.
Negamos la existencia de poder arbitrario en la Iglesia; y esto porque su gobierno es puramente un gobierno moral, y sus fuerzas se aplican por medio de la bondad, la razón y la persuasión. El gobierno por el consentimiento de los gobernados es la norma en la Iglesia. A continuación se presenta un resumen de la palabra del Señor, que expone los principios sobre los cuales debe administrarse el gobierno de la Iglesia:
Los derechos del sacerdocio están inseparablemente conectados con los poderes de los cielos, y los poderes de los cielos no pueden ser controlados ni manejados sino únicamente sobre los principios de justicia. Que puedan ser conferidos sobre los hombres, es cierto; pero cuando intentan encubrir sus pecados, o satisfacer su orgullo, su vana ambición, o ejercer control, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres en cualquier grado de injusticia, el Espíritu del Señor se entristece; y cuando se retira, amén al sacerdocio, o a la autoridad de ese hombre. Ningún poder o influencia puede ni debe mantenerse en virtud del sacerdocio, sino solamente por persuasión, por longanimidad, por gentileza y mansedumbre, y por amor no fingido; por bondad y conocimiento puro, lo cual ensanchará grandemente el alma sin hipocresía y sin engaño.
Las nominaciones a cargos en la Iglesia pueden hacerse por revelación; y el derecho de nominación lo ejercen normalmente aquellos que poseen alta autoridad, pero es una ley que ninguna persona debe ser ordenada a un cargo en la Iglesia, donde haya una rama regularmente organizada de la misma, sin el voto de sus miembros. Esta ley es operativa para todos los oficiales de la Iglesia, desde el presidente hasta el diácono. El gobierno eclesiástico mismo existe por la voluntad del pueblo; las elecciones son frecuentes, y los miembros tienen libertad de votar como deseen. Es cierto que aquí el principio electivo opera por aceptación popular más que por selección popular, pero no por ello deja de ser real. Donde existen estos hechos respecto a cualquier sistema, éste no es ni puede ser arbitrario.
Los oficiales de la Iglesia, en el ejercicio de sus funciones, son responsables ante la Iglesia. Ningún oficial, por elevado que sea su cargo, está exento de esta ley. Todas las decisiones, fallos y conducta de los oficiales están sujetas a investigación, corrección, revisión y rechazo final por la asamblea general del sacerdocio de la Iglesia, su corte de apelación suprema. Aun el Presidente, su oficial más alto, está sujeto a estas leyes, y se ha hecho provisión especial para su juicio y, de ser necesario, su destitución. Donde existen estos hechos en cualquier administración de gobierno, no puede ser justamente clasificado como tiranía, ni considerado una amenaza para las instituciones libres.
El sistema de diezmos de la Iglesia, tan a menudo denunciado como opresivo y como la imposición de un impuesto eclesiástico arbitrario, es en realidad un sistema de ofrendas voluntarias. Es cierto que los miembros, por la ley de la Iglesia, tienen la obligación moral de pagar la décima parte de su interés anualmente. Pero por la misma naturaleza de los principios en que existen las iglesias, siendo éstas asociaciones voluntarias para el fomento de la vida espiritual y la consecución de fines morales y caritativos —en las cuales la membresía no puede ser forzada—, no hay medio compulsorio para recaudar éste ni ningún otro ingreso eclesiástico. El diezmo es una ofrenda voluntaria para fines religiosos y caritativos, y no un esquema de extorsión para enriquecer a los oficiales superiores. El servicio en interés de la Iglesia se presta, en su mayor parte, sin compensación monetaria; donde se permite compensación, ésta es moderada; los altos oficiales de la Iglesia no son ricos, sino que en la mayoría de los casos son hombres de recursos limitados, y donde no es así, su riqueza no provino de los diezmos del pueblo; estos hechos son una refutación completa de la calumnia de que nuestro diezmo es un sistema de extorsión practicado sobre el pueblo para el enriquecimiento del sacerdocio. Como ocurre con el gobierno de la Iglesia en su conjunto, el sistema de diezmos opera sobre el principio del libre albedrío y del consentimiento de quienes consideran la fe como divina.
Ni en actitud mental ni en conducta hemos sido desleales al gobierno bajo cuya garantía de libertad religiosa se fundó nuestra Iglesia. El Libro de Mormón proclama a América como la tierra de Sion; una tierra dedicada a la rectitud y a la libertad; una tierra de promesa para ciertas ramas de la casa de Israel, y también para los gentiles. Declara que Dios fortificará esta tierra contra todas las demás naciones; y “el que luche contra Sion perecerá.” Por revelación a José Smith el Profeta, el Señor declaró que Él había establecido la Constitución de los Estados Unidos mediante “hombres sabios levantados para este mismo propósito.” Creemos también que Dios ha bendecido y prosperado a esta nación, y le ha dado poder para hacer cumplir los decretos divinos respecto a la tierra de Sion, para que las instituciones libres no perezcan de la tierra. Al abrigar tales convicciones, no tenemos lugar en nuestro corazón para sentimientos de deslealtad, ni hay probabilidad de traición en nuestra conducta. Si estuviéramos mal dispuestos hacia las instituciones americanas, o desleales a los Estados Unidos, seríamos apóstatas de aquellos principios a los cuales, por interés y educación, estamos vinculados, y repudiaríamos las revelaciones de Dios respecto a esta tierra.
Al reafirmar nuestra creencia en el alto destino de América, nuestro apego a las instituciones americanas y nuestra lealtad a los Estados Unidos, declaramos que estos sentimientos, esta lealtad, han sobrevivido a la memoria de todos los agravios infligidos a nuestros padres y a nosotros mismos.
Si el patriotismo y la lealtad son cualidades que se manifiestan en tiempos de paz, mediante una vida justa, moderada, benévola, laboriosa y virtuosa; en tiempos de prueba, mediante la paciencia, la resistencia únicamente por medios legales a agravios reales o supuestos, y mediante la sumisión final a las leyes del país, aun cuando ello implique sufrimiento y pesar; y en tiempos de guerra, mediante la disposición de luchar en las batallas de la nación, —entonces, indudablemente, el pueblo “mormón” es patriótico y leal.
La única conducta aparentemente inconsistente con nuestras profesiones como ciudadanos leales es la relacionada con nuestra actitud durante las controversias que surgieron respecto al matrimonio plural. Este principio fue introducido por el Profeta José Smith en Nauvoo, Illinois. La práctica continuó en Utah y fue publicada al mundo como doctrina de la Iglesia en 1852. Ante estos hechos, Brigham Young, cuya posición en el asunto era bien conocida, fue designado en dos ocasiones, con el consentimiento del Senado, primero por el presidente Fillmore y después por el presidente Pierce, como gobernador del Territorio. No fue sino hasta 1862 que el Congreso promulgó una ley prohibiendo el matrimonio plural. Esta ley los Santos de los Últimos Días la desobedecieron conscientemente, en su observancia de un principio sancionado por su religión. Además, creían que la ley era violatoria de la Constitución, la cual establece que el Congreso no hará ley alguna que prohíba el libre ejercicio de la religión. A pesar de esta actitud y conducta de parte de nuestro pueblo, no se obtuvo una decisión de la Corte Suprema sobre esta cuestión sino hasta 1878, más de treinta años después del asentamiento en Utah; ni se hicieron esfuerzos determinados para aplicar la ley hasta que transcurrieron otros cinco o seis años. Seguramente esta tolerancia, bajo la cual la práctica del matrimonio plural llegó a establecerse firmemente, obliga a los Estados Unidos y a su pueblo, si en verdad no están obligados por consideraciones de misericordia y sabiduría, al ejercicio de paciencia y caridad al tratar esta cuestión.
Si se afirma, por parte de aquellos que encuentran atenuantes para las ofensas cometidas antes de la decisión de 1878, que nuestro deber posterior como buenos ciudadanos era claro e inconfundible, respondemos que la situación, según la consideraron algunos de nuestros miembros, desarrolló un conflicto entre el deber para con Dios y el deber para con el gobierno. Además, se pensaba que existía la posibilidad de que la decisión de la Corte Suprema pudiera ser revocada, si lo que se consideraba un derecho constitucional no era entregado con demasiada facilidad. Lo que hizo nuestro pueblo en desobediencia a la ley y a las decisiones de la Corte Suprema en relación con los matrimonios plurales, fue con el espíritu de defender los derechos religiosos bajo las garantías constitucionales, y no con un espíritu de desafío o deslealtad hacia el gobierno.
El pueblo “mormón” se ha inclinado en sumisión respetuosa a las leyes promulgadas contra el matrimonio plural. Si bien es cierto que durante muchos años impugnaron la constitucionalidad de la ley del Congreso, y durante ese tiempo actuaron en armonía con sus convicciones religiosas al sostener mediante la práctica, así como con la palabra hablada y escrita, un principio recibido de Dios, aun así, cuando se agotaron todos los medios de defensa constitucional, la Iglesia abandonó la controversia y anunció su intención de obedecer las leyes del país. Posteriormente, cuando la condición para la estadidad de Utah fue que su constitución proveyera por ordenanza —irrevocable sin el consentimiento de los Estados Unidos— que los matrimonios plurales serían para siempre prohibidos, el pueblo “mormón” aceptó la condición al votar a favor de la adopción de la constitución. Desde ese tiempo hasta ahora, la Iglesia ha sido fiel a su compromiso respecto al abandono de la práctica del matrimonio plural.
Si se alega que ha habido casos de violación de las leyes contra la poligamia, y que algunas personas dentro de la Iglesia han procurado evadir la norma adoptada por ella, que prohíbe los matrimonios plurales, la respuesta sencilla es que en todo estado y nación hay individuos que violan la ley a pesar de toda la vigilancia que pueda ejercerse; pero no se sigue de ello que la integridad de una comunidad o de un estado quede destruida a causa de tales transgresiones individuales. Todo lo que pedimos es que se ejerza con respecto a nuestra comunidad el mismo juicio de sentido común que se concede a otras comunidades. Cuando se ponderan todas las circunstancias, la maravilla no es que haya habido casos esporádicos de matrimonio plural, sino que hayan sido tan pocos. Debe recordarse que existía entre el pueblo una convicción religiosa que consideraba este orden de matrimonio como sancionado divinamente. Poco de extrañar, entonces, que aparecieran, en una comunidad tan grande como la nuestra y tan sincera, unos pocos individuos demasiado celosos que se negaron a someterse incluso a la acción de la Iglesia en tal asunto, o que estos pocos encontraran a otros que simpatizaran con sus puntos de vista; sin embargo, el número es reducido.
Aquellos que se refieren a la “poligamia mormona” como una amenaza para el hogar americano, o como un factor serio en los problemas de los Estados Unidos, se hacen a sí mismos ridículos. En lo que respecta al matrimonio plural, la cuestión está resuelta. El problema de la vida polígama entre nuestro pueblo se está solucionando rápidamente por sí mismo. Consta en los registros que en 1890, cuando se emitió el Manifiesto, había 2,451 familias plurales; en nueve años este número se había reducido a 1,543. Cuatro años más tarde el número era de 897; y muchos de estos ya han fallecido desde entonces.
En respuesta a la acusación de deslealtad, fundada en supuestas obligaciones secretas contra nuestro gobierno, declaramos a todos los hombres que no hay nada traidor ni desleal en ninguna ordenanza, ceremonia o ritual de la Iglesia.
El derrocamiento de gobiernos terrenales; la unión de la Iglesia y el Estado; la dominación del Estado por parte de la Iglesia; la interferencia eclesiástica con la libertad política y los derechos del ciudadano, —todas estas cosas son contrarias a los principios y a la política de la Iglesia, y están en abierta oposición a las reiteradas declaraciones de sus principales autoridades y de la misma Iglesia, al expresarse ésta a través de sus conferencias generales. La doctrina de la Iglesia en lo que respecta al gobierno es la siguiente:
“Creemos en estar sujetos a reyes, presidentes, gobernantes y magistrados, en obedecer, honrar y sostener la ley.”
Tal es nuestro reconocimiento del deber hacia los gobiernos civiles. Y además:
“Creemos que todos los gobiernos requieren necesariamente oficiales civiles y magistrados para hacer cumplir sus leyes; y que aquellos que administren la ley con equidad y justicia deben ser buscados y sostenidos por la voz del pueblo (si es república), o por la voluntad del soberano.”
“No creemos que sea justo mezclar la influencia religiosa con el gobierno civil, fomentando así a una sociedad religiosa y proscribiendo a otra en sus privilegios espirituales, y negando los derechos individuales de sus miembros como ciudadanos.” (Doctrina y Convenios, Sección 134).
Con referencia a las leyes de la Iglesia, se dice expresamente:
**“Estad sujetos a las potestades que existen, hasta que reine Aquel cuyo derecho es reinar, y ponga a todos los enemigos debajo de sus pies.
“He aquí, las leyes que habéis recibido de mi mano son las leyes de la Iglesia, y bajo esta luz las presentaréis.”** (Doctrina y Convenios, Sección 58).
Es decir, ninguna ley o regla promulgada, ni revelación recibida por la Iglesia, ha sido dada para el Estado. Tales leyes y revelaciones se han otorgado únicamente para el gobierno de la Iglesia.
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días sostiene la doctrina de la separación entre la Iglesia y el Estado; la no injerencia de la autoridad eclesiástica en los asuntos políticos; y la absoluta libertad e independencia del individuo en el cumplimiento de sus deberes políticos. Si en algún momento ha habido conducta en desacuerdo con esta doctrina, ha sido en violación de los principios y la política bien establecidos de la Iglesia.
Declaramos que, por principio y por política, favorecemos:
- La absoluta separación de la Iglesia y el Estado;
- Ninguna dominación del Estado por la Iglesia;
- Ninguna interferencia de la Iglesia en las funciones del Estado;
- Ninguna injerencia del Estado en las funciones de la Iglesia, ni en el libre ejercicio de la religión;
- La absoluta libertad del individuo frente a la dominación de la autoridad eclesiástica en los asuntos políticos;
- La igualdad de todas las iglesias ante la ley.
La reafirmación de esta doctrina y política, sin embargo, se fundamenta en el entendimiento expreso de que la política en los estados donde reside nuestro pueblo se llevará a cabo como en otras partes de la Unión; que no habrá interferencia del Estado con la Iglesia, ni con el libre ejercicio de la religión. Si los partidos políticos hicieran guerra contra la Iglesia, o amenazaran los derechos civiles, políticos o religiosos de sus miembros en cuanto tales —contra una política de esa índole, de parte de cualquier partido político o grupo de hombres, afirmamos el derecho inherente de autodefensa de la Iglesia, y su derecho y deber de convocar a todos sus hijos, y a todos los que aman la justicia y desean la perpetuación de la libertad religiosa, a acudir en su ayuda, a permanecer con ella hasta que el peligro haya pasado. Y esto, abiertamente, sometiendo la justicia de nuestra causa al juicio ilustrado de nuestros semejantes, si tal situación surgiera desafortunadamente. Deseamos vivir en paz y en confianza con nuestros conciudadanos de todos los partidos políticos y de todas las religiones.
A veces se afirma que la realización permanente de tal deseo es imposible, puesto que los Santos de los Últimos Días sostienen como principio de su fe que Dios se revela hoy al hombre, como en los tiempos antiguos; que el sacerdocio de la Iglesia constituye un cuerpo de hombres que tienen, cada uno para sí mismo, en la esfera en que se mueve, el derecho especial a tal revelación; que el Presidente de la Iglesia es reconocido como la única persona por medio de la cual vendrá la comunicación divina como ley y doctrina para el cuerpo religioso; que tal revelación puede venir en cualquier momento, sobre cualquier tema, espiritual o temporal, según lo quiera Dios; y finalmente, que, en la mente de todo Santo de los Últimos Días fiel, tal revelación, en cuanto aconseje, exhorte o mande, es suprema. Además, a veces se señala que los miembros de la Iglesia esperan la venida real de un Reino de Dios en la tierra, que reunirá todos los reinos del mundo en un solo imperio visible y divino, sobre el cual reinará el Mesías resucitado.
Todo esto, se sostiene, hace imposible que un “mormón” dé verdadera lealtad a su país, o a cualquier gobierno terrenal.
Rehusamos ser atados por las interpretaciones que otros hagan de nuestras creencias; o por lo que aleguen que deben ser las consecuencias prácticas de nuestras doctrinas. Los hombres no tienen derecho a imputarnos lo que ellos piensan que puede ser la deducción lógica de nuestras creencias, pero que nosotros mismos no aceptamos. Debemos ser juzgados por nuestras propias interpretaciones y por nuestras acciones, no por la lógica de otros en cuanto a lo que es, o puede ser, el resultado de nuestra fe. Negamos que ni nuestra creencia en la revelación divina, ni nuestra anticipación del venidero reino de Dios, debiliten en lo más mínimo la autenticidad de nuestra lealtad hacia nuestro país. Cuándo será establecido el imperio divino, no lo sabemos más que otros cristianos que oran: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”; pero sí sabemos que nuestra lealtad y fidelidad hacia el país se ven fortalecidas por el hecho de que, mientras aguardamos la llegada del reino del Mesías, estamos bajo un mandamiento de Dios de estar sujetos a las potestades que existen, hasta que venga Aquel “cuyo derecho es reinar.”
El “mormonismo” está en el mundo para el bien del mundo. Enseñando la verdad, inculcando moralidad, guardando la pureza del hogar, honrando la autoridad y el gobierno, fomentando la educación y exaltando al hombre y a la mujer, nuestra religión denuncia el crimen y es enemiga de la tiranía en todas sus formas. El “mormonismo” busca elevar, no destruir la sociedad. Se une a la civilización de la época. Proclamándose a sí misma como heraldo especial de la segunda venida del Salvador, reconoce en todas las grandes épocas y movimientos del pasado pasos en la marcha del progreso que conducen al esperado reinado milenario. El “mormonismo” levanta un estandarte de paz para todos los pueblos. Los frutos predestinados de su sistema propuesto son la santificación de la tierra y la salvación de la familia humana.
Y ahora, a todo el mundo: Habiendo sido mandados por Dios, en cuanto dependa de nosotros, a vivir en paz con todos los hombres —nosotros, a fin de ser obedientes al mandamiento celestial, enviamos esta Declaración, para que se conozca nuestra posición sobre las diversas cuestiones que agitan la mente pública respecto a nosotros. Deseamos la paz, y haremos todo lo que esté en nuestro poder, sobre principios justos y honorables, para promoverla. Nuestra religión está entretejida con nuestras vidas, ha formado nuestro carácter, y la verdad de sus principios está impresa en nuestras almas. Os sometemos a vosotros, nuestros semejantes, que no hay nada en esos principios que merezca execración, por muy diferentes que en algunos aspectos puedan ser de vuestras concepciones de la verdad religiosa. Ciertamente no hay nada en ellos que no pueda permanecer dentro del amplio círculo de la moderna tolerancia del pensamiento y la práctica religiosos. Para nosotros estos principios son cristalizaciones de la verdad. Son tan caros para nosotros como vuestras concepciones religiosas lo son para vosotros. En su aplicación a la conducta humana, vemos la esperanza del mundo de redención del pecado y de la contienda, de la ignorancia y de la incredulidad. Nuestros motivos no son egoístas; nuestros propósitos no son mezquinos ni terrenales; contemplamos a la raza humana, pasada, presente y futura, como seres inmortales, por cuya salvación es nuestra misión trabajar; y a esta obra, tan amplia como la eternidad y tan profunda como el amor de Dios, nos consagramos, ahora y para siempre. Amén.
JOSEPH F. SMITH
JOHN R. WINDER
ANTHON H. LUND
En representación de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días,
26 de marzo de 1907.
Adoptado por voto de la Iglesia en Conferencia General, 5 de abril de 1907.
Salt Lake City, Utah.
II.
Revisión del Mensaje al Mundo.
ASOCIACIÓN MINISTERIAL, SALT LAKE CITY.
Preámbulo.
El siguiente anuncio, que acompañó la publicación de la Revisión de la Asociación Ministerial al Mensaje Mormón al Mundo, apareció en el Salt Lake Tribune, edición del 4 de junio de 1907:
RESPUESTA AL MENSAJE MORMÓN AL MUNDO ES EMITIDA POR LA ASOCIACIÓN MINISTERIAL DE SALT LAKE CITY.—PUBLICACIÓN ENGAÑOSA Y SUPRESIÓN DE LA FE.—LOS MINISTROS DE ESTA CIUDAD SE UNEN EN DECLARARSE EN CONTRA DEL MENSAJE.
La Asociación Ministerial de Salt Lake City ha emitido una revisión, en forma de réplica, al “Mensaje al Mundo” presentado por la Iglesia mormona en la reciente conferencia celebrada en esta ciudad, en defensa del mormonismo. La revisión representa el trabajo combinado de casi todos los miembros de la Asociación Ministerial de Salt Lake, que cuenta con treinta y tres miembros, y fue adoptada unánimemente por dicha asociación como un todo.
La revisión, que se presenta en otro lugar de esta edición del Tribune, es extensa, completa e irrefutable, y muy digna del tiempo de cualquiera para leerla, estudiarla y analizarla. Fue adoptada unánimemente en una reunión de la Asociación Ministerial en su sede, en el salón del club de la Y. M. C. A., la tarde del lunes. Casi la totalidad de la membresía de la asociación estuvo representada en la reunión final, y no hubo una sola voz ni un solo voto en contra de la adopción de la revisión, o réplica, como bien puede llamarse.
A los pocos días de la publicación del Mensaje Mormón al Mundo, se inició un movimiento en la asociación con miras a dar una respuesta al llamado Mensaje. Entre los ministros, el documento presentado por la Iglesia mormona fue considerado más como una supresión que como una confesión de la fe mormona, y por tanto muy engañoso. Con el fin de preparar una respuesta al Mensaje falsificado, manipulado y engañoso, varios miembros redactaron y presentaron diferentes documentos a la asociación. Estos escritos fueron entregados al comité designado por la asociación para ese propósito, el cual los convirtió en un informe. El informe fue discutido a fondo en varias reuniones de la asociación, y a cada miembro se le dio la oportunidad de proponer cambios, presentar sus ideas para que fueran incorporadas en la réplica, o expresar objeciones a la misma. Como se indicó antes, no hubo ni una voz ni un voto en contra de la respuesta, siendo su adopción unánime.
Un aspecto llamativo.
Uno de los aspectos llamativos de la réplica, que cubre cada punto del Mensaje con convincente minuciosidad, es que coloca las enseñanzas de los líderes mormones —tal como se publican en sus propias obras y se emplean en sus Asociaciones de Mejoramiento, escuelas dominicales y similares— junto a, y en contraste directo con, la declaración diluida de doctrinas hallada en el “Mensaje al Mundo.” Se afirma con confianza que nunca ha habido una declaración publicada por los mormones, basada en sus propias publicaciones, que admita el hecho de que enseñan que hay muchos dioses y diosas, que Dios el Padre está casado, y que el don de la procreación eterna es una de las felicidades del paraíso, prometida, sin embargo, sólo a aquellos que son unidos en matrimonio eterno por el sacerdocio.
En la discusión de los diversos escritos que se integraron en la réplica al “Mensaje al Mundo” estuvieron presentes todos los miembros activos de la Asociación Ministerial, quienes tomaron parte activa en el trabajo que condujo a su promulgación. La réplica representa los esfuerzos combinados de los miembros de la Asociación Ministerial. En su redacción estuvieron representadas, por medio de sus pastores, las iglesias de las denominaciones presbiteriana, congregacional, metodista episcopal, bautista, luterana, cristiana y episcopal.
Los oficiales de la Asociación Ministerial son: presidente, el reverendo S. A. Hayworth, pastor de la iglesia bautista East Side; vicepresidente, el reverendo Benjamin Young, de la iglesia First M. E.; secretario y tesorero, el reverendo E. C. Parker, de la iglesia Liberty Park M. E. Los miembros y sus denominaciones son:
Directorio Ministerial.
- Rev. J. C. Andrews, Bautista
- Rev. A. A. Anderson, Evangelista Sueco
- Rev. J. H. Allen, Calvary Bautista
- Rev. J. Armstrong, Bautista
- Rev. D. A. Brown, First Bautista
- Rev. Benjamin Brewster, St. Mark’s Episcopal
- Rev. F. W. Bussard, Luterano Inglés
- Rev. J. C. Bell, A. M. E.
- Rev. J. G. Cairns, Second M. E.
- Rev. J. F. Baker, Garfield, Bautista
- Rev. D. M. Helmick, Iliff M. E.
- Rev. H. I. Hansen, Noruego y Danés M. E.
- Rev. H. E. Hays, Third Presbiteriano
- Rev. J. S. Hurlburt, Murray, M. E.
- Rev. Jesse Hyde, Murray, Bautista
- Rev. Harold Jensen, Noruego y Danés Luterano Evangélico
- Rev. Bruce Kinney, superintendente de obra Bautista
- Rev. R. G. McNiece, Presbiteriano
- Rev. Josiah McClain, superintendente de obra Presbiteriana
- Rev. J. K. McGillivray, Presbiteriano
- Rev. C. C. McIntire, Westminster Presbiteriano
- Rev. R. S. Nickerson, Sandy, First Congregational
- Rev. W. M. Paden, First Presbiteriano
- Rev. E. C. Parker, Liberty Park M. E.
- Rev. Emanuel Rydberg, Luterano Sueco
- Rev. P. A. Simpkin, Phillips Congregational
- Rev. R. M. Stevenson, Presbiteriano
- Rev. D. B. Scott, M. E.
- Rev. F. S. Spalding, Obispo Episcopal
- Rev. H. J. Talbott, superintendente de obra M. E.
- Rev. Benjamin Young, First M. E.
- Rev. J. H. Worrall, M. E.
La revisión por los ministros.
El Tribune no solo anunció así la “Revisión” en sus columnas locales, sino que también publicó el siguiente comentario editorial:
La revisión por los ministros.
“Imprimimos en otras columnas esta mañana, en su totalidad, la revisión hecha por la Asociación Ministerial de Salt Lake de la declaración presentada por la Primera Presidencia de la Iglesia mormona y sostenida por la conferencia general en abril pasado. Esta revisión es serena, deliberada y moderada en tono; pero es irresistible en fuerza, en lógica y en conclusión. Será, por supuesto, calurosamente bienvenida y aprobada por la ciudadanía leal de Utah, mientras que para el país en general será en gran medida una revelación.
“Se demuestra que la declaración mormona no es sincera, pues suprime gran parte de las creencias y sentimientos reales de la Iglesia; y se presentan citas de escritores autorizados de la Iglesia y de sus obras estándar, mostrando cuán graves son estas omisiones y cómo su supresión da una impresión falsa de todo el sistema. La evidencia presentada en este punto por los ministros cristianos de esta ciudad es absolutamente irresistible.
“Las evasivas, la duplicidad, la hipocresía, la deshonestidad de la declaración de la conferencia quedan completamente expuestas, con un estilo magistral. Los repetidos pero tibios esfuerzos de los líderes de la Iglesia para hacer creer al mundo en su patriotismo, su piedad, su desinterés, su benevolencia, su pureza, cuando no creen estas cosas de sí mismos, conociendo su propia corrupción, traición, blasfemia y corrosivo egoísmo, avaricia, ansias de poder y de la carne, son adecuadamente tratados en esta admirable revisión, la cual no podemos alabar lo suficiente por su espíritu y su contenido.
“Se muestra en ella que la posición hipócrita de la declaración de la conferencia es condenada por las propias publicaciones de la Iglesia mormona; que la rectitud de la poligamia aún es sostenida por los líderes y oradores mormones; y la falsedad de toda la pretensión con la que se procura hacer parecer que los líderes mormones ocupan una posición que en realidad no ocupan, queda en evidencia. No servirá más la pretensión jerárquica de aparentar lo que no es.”
II.
Revisión.
Un “Mensaje al Mundo” fue emitido por el presidente de la Iglesia mormona y sus consejeros, y fue adoptado por la conferencia general de dicha iglesia el 5 de abril de 1907. Este “Mensaje,” evidentemente preparado para los residentes de comunidades no mormonas, está siendo ampliamente difundido. En apariencia, hace una declaración de doctrinas, afirma principios y defiende las prácticas de la Iglesia mormona. Reclama supremacía para esa organización como la única iglesia de Jesucristo divinamente autorizada en la tierra. Expone agravios. Apela al juicio sincero de la humanidad en favor de la tolerancia.
Durante más de medio siglo la Iglesia mormona ha estado enseñando sus doctrinas. Dondequiera que ha tenido organización, sus prácticas han estado más o menos sujetas a observación. Parecería, por tanto, que debería haber poca duda en cuanto a la naturaleza de unas y al efecto y tendencia de las otras. Tampoco habría mayor cuestión respecto a ambas, si las doctrinas de esa iglesia fueran proclamadas en otros lugares tan plenamente como lo son en Utah; y si sus prácticas fueran en todas partes tan transparentes como lo son en sus fortalezas. La publicación y amplia circulación de la mencionada defensa de la Iglesia mormona constituye la base de nuestra comunicación, en la cual nos unimos a los autores de la defensa en “establecer una comprensión más perfecta respecto a” ellos mismos y a su religión. Hubiéramos deseado que algunos de los puntos tratados en su escrito hubieran recibido una elucidación más amplia, tanto para favorecer una mejor comprensión por parte de los residentes de comunidades no mormonas, como para evitar la necesidad de esta revisión de nuestra parte. Pero, dado que esta defensa oscurece tanto de lo que la gente necesita saber, quienes deseen formarse un juicio inteligente respecto a la Iglesia mormona, discutimos aquellas cosas aludidas en el “Mensaje” que nos parecen de mayor gravedad.
Se notará desde el principio que se hace una pretensión suprema a favor de la Iglesia mormona. Sin añadir ninguna verdad espiritual al conjunto de cosas ya reveladas, sin fomentar virtudes que no hayan sido ya enseñadas por las iglesias cristianas y ejemplificadas en vidas cristianas, sin mostrar superioridad alguna en ideales cristianos o en carácter cristiano, sin aportar nada original a la rectitud cívica, a la integridad comercial, a la virtud doméstica, a la reverencia hacia Dios o a la justicia y misericordia hacia los hombres, —esta secta, cuyas actividades están principalmente limitadas a unos pocos países ya cristianizados, reclama ser la única iglesia de Jesucristo divinamente autorizada en la tierra; su propio nombre, se afirma, le fue dado por revelación divina. En armonía con esta pretensión, establece una prueba de salvación totalmente antibíblica.
“José Smith es un nuevo testigo de Dios; un profeta divinamente autorizado para enseñar el Evangelio y restablecer la Iglesia de Jesucristo en la tierra.” — “New for God”, por B. H. Roberts.
“Todo espíritu que confiesa que José Smith es un profeta, que vivió y murió profeta, y que el Libro de Mormón es verdadero, es de Dios; y todo espíritu que no lo confiesa es del anticristo.” — Brigham Young, Millennial Star, tomo 5, página 118.
“Si el matrimonio plural es ilegal, entonces todo el plan de salvación por medio de la casa de Israel es un fracaso, y toda la estructura del cristianismo carece de fundamento.” — A Compendium of the Doctrine of the Gospel, publicado para misioneros, 1898.
- ¿Qué requiere el Señor del pueblo de los Estados Unidos?
R. Les requiere arrepentirse de todos sus pecados y aceptar el mensaje de salvación contenido en el Libro de Mormón, y bautizarse en esta iglesia, y prepararse para la venida del Señor. - ¿Cuál será la consecuencia si no aceptan el Libro de Mormón como una revelación divina?
R. Serán destruidos de la tierra y enviados al infierno, como todas las demás generaciones que han rechazado un mensaje divino.” — Orson Pratt en The Seer, página 215.
Esta pretensión provoca naturalmente una investigación minuciosa de los fundamentos sobre los que descansa. Cuando aparece que implica la reprobación eterna de quienes finalmente la rechacen, no puede sorprender que dicha pretensión sea muy enérgicamente cuestionada. Se afirma que “la alta pretensión de la iglesia—se declara en su título—La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días;” que “su nombre fue prescrito por Aquel cuya iglesia es—Jesús, el Cristo;” y que, “afirmamos que, mediante la ministración de personajes inmortales, el santo sacerdocio ha sido conferido a los hombres en la época presente, y que bajo esta autoridad divina la Iglesia de Jesucristo ha sido organizada.” Se verá que la pretensión de exclusividad implica la invalidez de todas las ordenanzas de la iglesia, y de todas las funciones ministeriales, incluido el derecho de solemnizar matrimonios, tal como fueron administrados por la iglesia cristiana desde el segundo hasta el siglo diecinueve.
“(El mormonismo) es enteramente diferente de todos los planes y sistemas jamás inventados por autoridad humana; no tiene semejanza, conexión ni relación con ninguno de ellos; habla con autoridad divina, y todas las naciones, sin excepción, están obligadas a obedecer. Quien reciba el mensaje y persevere hasta el fin será salvo; quien lo rechace será condenado.” — Pratt’s Works, folleto 1.
“Estas pretensiones en favor del mormonismo presuponen la destrucción de la iglesia cristiana primitiva, una apostasía completa de la religión cristiana.” — New Witness for God, prefacio, p. 1.
“La religión misma del cristianismo moderno es hoy casi tan grande una maldición como se pueda infligir a sus sucesores, sin hacer violencia a su poder de libre albedrío. * * *”
“Los cristianos modernos, con la Biblia en la mano, están en una oscuridad tan densa como los adoradores de Baal. El dios que adoran no se parece más a la persona de Cristo ni a la persona del hombre que lo que Baal se parecía. Su orden de autoridades eclesiásticas y dones de la iglesia y ordenanzas de sanidad y unción probablemente están tan alejados del modelo apostólico como lo está la adoración de Mahoma o de Vishnú.” — Spencer’s Letters, pp. 119–120.
“El poder para oficiar en las ordenanzas de Dios no ha estado sobre la tierra desde la gran apostasía hasta el presente siglo. Han pasado como diecisiete siglos desde que la autoridad estuvo por última vez en el hemisferio oriental para administrar en cualquiera de las ordenanzas de Dios. Durante ese largo período, los matrimonios han sido celebrados según las costumbres de los gobiernos humanos por hombres no inspirados, que no tenían autoridad de Dios; por consiguiente, todos sus matrimonios, al igual que sus bautismos, son ilegales ante el Señor. Señálennos un esposo y una esposa que Dios haya unido desde el segundo siglo de la era cristiana hasta el decimonoveno, si pueden. Tal fenómeno no puede hallarse entre cristianos o judíos, mahometanos o paganos.” — Orson Pratt en The Star, p. 48.
La trascendencia adicional de esta pretensión se ve cuando uno considera que niega que la iglesia cristiana haya representado a Cristo en los últimos diecisiete siglos. Y esta negación se sostiene frente al testimonio que los pueblos cristianos han dado de Él, los martirios que han sufrido por llevar Su mensaje a pueblos en tinieblas, las obras de caridad que han organizado, las grandes reformas que han fomentado, el progreso general de la humanidad que ellos, principalmente, han promovido, y las vidas santas nutridas bajo las enseñanzas de la iglesia cristiana. Seguramente, la pretensión de autorización divina exclusiva debe descansar en pruebas tan claras y convincentes que ningún buscador sincero de la verdad pudiera cuestionar su fuerza concluyente. Pero tales pruebas no se presentan. Aquí está la debilidad fundamental de todo el sistema en cuyo favor se hace esta asombrosa pretensión: no presenta credenciales que sustenten ni siquiera el derecho de ser contado entre las iglesias que representan a Cristo; mucho menos de ser la única iglesia de Cristo en la tierra.
Naturalmente se esperaría que, en una comunicación destinada realmente a ilustrar a la humanidad sobre la fe mormona como la única religión verdadera, la exposición de doctrina fuera amplia y luminosa. Pero en el “Mensaje” es sumamente breve—tan breve, de hecho, que se llega a la conclusión de que, como base sobre la cual se pueda formar un juicio sincero, no sólo deja mucho que desear, sino que resulta positivamente engañosa.
En cuanto a la revelación divina, declara: “La teología de nuestra Iglesia es la teología enseñada por Jesucristo y sus apóstoles, la teología de las Escrituras y la razón. No solo reconoce la santidad de las Escrituras antiguas y la fuerza obligatoria de los actos e inspiradas declaraciones en edades pasadas, sino que también declara que Dios habla ahora al hombre en esta última dispensación del Evangelio.” Bajo esta declaración yace la pretensión de la Iglesia mormona —constantemente sostenida en sus congregaciones aquí y en las regiones circundantes— de que el Libro de Mormón, la Doctrina y Convenios, la Perla de Gran Precio, junto con los Oráculos vivientes (es decir, ciertos miembros del sacerdocio), son divinamente inspirados y, por lo tanto, de igual autoridad que la Biblia. Esta pretensión, cuyo conocimiento es tan necesario para siquiera una comprensión tolerable de su sistema de creencias, no se expone clara ni explícitamente en la declaración de doctrina contenida en el “Mensaje,” pero recibe repetido y urgente énfasis en sus enseñanzas dentro de las comunidades mormonas.
“Los oficiales comisionados de la iglesia constituyen una parte de su fuerza motriz. La otra es la revelación continua de la voluntad de Dios a su pueblo. Sin la primera, prevalecerían el desorden y la confusión; sin la segunda, la estagnación y la muerte.”
“La revelación escrita está comprendida en los cuatro libros de Escritura aceptados por la Iglesia en esta dispensación: la Biblia, el Libro de Mormón, la Doctrina y Convenios, y la Perla de Gran Precio. * * * En la medida en que estas revelaciones se adapten a las condiciones presentes, son obligatorias para la Iglesia hoy en día.” — Manual de la Asociación de Mejoramiento de Jóvenes, 1901–2.
“El Libro de Mormón afirma ser un registro divinamente inspirado, escrito por una sucesión de profetas que habitaron la antigua América. Pretende haber sido revelado a la presente generación para la salvación de todos los que lo reciban, y para la ruina y condenación de todas las naciones que lo rechacen. * * La naturaleza del mensaje del Libro de Mormón es tal que, si es verdadero, nadie puede salvarse y rechazarlo; si es falso, nadie puede salvarse y recibirlo. Por lo tanto, cada alma en todo el mundo está igualmente interesada en averiguar su verdad o falsedad.” — Orson Pratt, Divine Authenticity of the Book of Mormon, p. 1.
- ¿Ha dado Dios muchas revelaciones a los hombres?
R. Sí, un gran número. - ¿Dónde tenemos constancia de que lo haya hecho?
R. En la Biblia, el Libro de Mormón, el Libro de Doctrina y Convenios y otras publicaciones de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.” — Catecismo Infantil, cap. 3.
“Cientos de siervos de Dios entre los Santos de los Últimos Días llevan diarios de sus viajes y de los milagros que pasan bajo su observación. Por lo tanto, los Hechos de los Apóstoles del siglo diecinueve se registran al igual que los Hechos de aquellos en el primer siglo; y los milagros registrados en los Hechos de los últimos días son tan dignos de ser creídos como los milagros registrados en los Hechos de los primeros días.” — Divine Authenticity of the Book of Mormon, p. 80.
“La palabra ‘oráculo’ es instructiva. Deriva del latín ora, que significa boca. Significa, por lo tanto, aquellos cuyas enseñanzas autorizadas son por la palabra hablada tanto como por la escrita, y su palabra tiene precedencia en su propia generación sobre lo que haya sido escrito por cualquier autoridad anterior. * * * Su autoridad incluye también el derecho de interpretar los escritos de las Escrituras de dispensaciones anteriores. Pues en caso de duda sobre cuál es la ley de Dios, el recurso final se hace a los oráculos vivientes, quienes interpretan mediante la autoridad del sacerdocio y la inspiración del Espíritu Santo.” — Manual, 1901–2, parte I, p. 81.
“Las obras estándar de la Iglesia constituyen nuestra autoridad y doctrina escrita, pero de ninguna manera son nuestras únicas fuentes de información e instrucción sobre la teología de la Iglesia. Creemos que Dios está hoy tan dispuesto como siempre lo ha estado a revelar Su mente y voluntad a los hombres, y que lo hace por medio de canales escogidos y designados. Confiamos, por lo tanto, en las enseñanzas de los oráculos vivientes de Dios como de igual validez que las doctrinas de la palabra escrita, y los hombres en la más alta autoridad, siendo reconocidos y aceptados por la Iglesia como profetas y reveladores, y como poseedores del poder del santo sacerdocio,” etc. — The Articles of Faith, por Talmage, p. 5.
“Los oráculos vivientes que existen en la verdadera Iglesia poseen y ejercen el poder de discriminar entre los mandamientos obsoletos y los vigentes. Siempre que es necesario tomar una decisión respecto a la aplicación presente de un mandamiento, o la interpretación de la Escritura, la cuestión se remite a los oráculos vivientes y su decisión es definitiva. No hay disipación de energía; no hay duda ni indecisión. * * * Los oráculos vivientes son una fuerza motriz en la Iglesia por el hecho de que son, como lo indica el nombre, portavoces de Dios para Su pueblo.” — Manual, 1901–2, pp. 64–65.
En cuanto a la doctrina de la Deidad, el “Mensaje” declara: “Creemos en la Divinidad, compuesta por tres personajes individuales: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.” Tal como está esta declaración aquí, quizá no sugiera triteísmo ni materialismo a los cristianos que no estén familiarizados con los términos teológicos mormones. Pero cuando se conoce la doctrina plena de la Deidad, tal como se enseña en las congregaciones mormonas, se ve de inmediato que ningún cristiano puede aceptarla. En efecto, la Iglesia mormona enseña que Dios el Padre tiene un cuerpo material de carne y huesos; que Adán es el Dios de la raza humana; que este Adán-Dios fue físicamente engendrado por otro Dios; que los Dioses fueron alguna vez como nosotros somos ahora; que hay una gran multiplicidad de Dioses; que Jesucristo fue físicamente engendrado por el Padre Celestial y María, Su esposa; que, así como tenemos un Padre Celestial, también tenemos una Madre Celestial; que Jesús mismo estuvo casado, y probablemente fue polígamo —al menos así se ha impreso en sus publicaciones y se ha enseñado entre su pueblo; y que el Espíritu Santo es de sustancia material, capaz de transmisión real de una persona a otra.
“Sabemos que tanto el Padre como el Hijo son en forma y estatura hombres perfectos; cada uno de ellos posee un cuerpo material, infinitamente puro y perfecto, y acompañado de una gloria trascendente, aunque un cuerpo de carne y huesos.” — Talmage, Articles of Faith, p. 41. Véase también Doctrina y Convenios, cap. CXXX, v. 22.
“Admitiendo la personalidad de Dios, estamos obligados a aceptar el hecho de Su materialidad; de hecho, un ser inmaterial, bajo cuyo nombre sin sentido algunos han intentado designar la condición de Dios, no puede existir, pues la misma expresión es una contradicción de términos.” — Talmage, Articles of Faith, p. 42.
“Ahora, oídlo, oh habitantes de la tierra, judíos y gentiles, santos y pecadores: Cuando nuestro Padre Adán vino al jardín, vino con un cuerpo celestial, y trajo consigo a Eva, una de sus esposas. Él ayudó a formar y organizar este mundo. Él es Miguel, el Arcángel, el Anciano de Días, de quien los hombres santos han escrito y hablado. Él es nuestro Padre y nuestro Dios, y el único Dios con quien tenemos que ver. Todo hombre sobre la tierra, cristiano profeso o no cristiano profeso, debe oírlo, y lo oirá, tarde o temprano. * * *
“Cuando la Virgen María concibió al niño Jesús, el Padre lo había engendrado a Su propia semejanza; no fue engendrado por el Espíritu Santo. ¿Y quién es el Padre? Él es el primero de la familia humana; y cuando tomó un tabernáculo, fue engendrado por Su Padre en los cielos de la misma manera que los tabernáculos de Caín, Abel y el resto de los hijos e hijas de Eva. Podría deciros mucho más acerca de esto; pero si os dijera toda la verdad, la blasfemia sería poca cosa en comparación, en la estimación de los supersticiosos y demasiado rectos de la humanidad. Jesús, nuestro hermano mayor, fue engendrado por el mismo personaje que estuvo en el Jardín del Edén. Y ¿quién es nuestro Padre Celestial?” — Brigham Young, Journal of Discourses, vol. 1, pp. 50–51.
“Algunos de los ministros sectarios dicen que nosotros, los mormones, nos avergonzamos de la doctrina anunciada por el presidente Brigham Young, de que Adán será así el Dios de este mundo. No, amigos, no es que nos avergoncemos de esa doctrina. Si notáis algún cambio en nuestro semblante cuando se menciona esta doctrina, es de sorpresa, de asombro, de que alguien capaz de comprender en alguna medida la grandeza y extensión del universo, la magnificencia de la existencia y las posibilidades en el hombre para crecer, para progresar, pueda ser tan pobre de intelecto, tener tal escasez de entendimiento como para cuestionarla en absoluto.” — Roberts, The Mormon Doctrine of Deity, pp. 42–43.
P. ¿Hay más dioses que uno?
R. Sí, muchos. — Catecismo para Niños, p. 13.
“Creemos en la pluralidad de dioses.” — Roberts, Mormon Doctrines of Deity, p. 11.
“En el principio, la cabeza de los dioses convocó un concilio de dioses, y se reunieron para trazar un plan de crear el mundo y la gente que lo habitaría.” — José Smith, citado por Roberts en Mormon Doctrine of Deity, p. 229.
“Sin entrar en una investigación completa de la historia y excelencia de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, en este artículo, reflexionemos en que Jesucristo, como Señor de señores y Rey de reyes, debe tener una raza noble en los cielos o en la tierra, o de lo contrario nunca podrá ser tan grande en poder, dominio, fuerza y autoridad como las Escrituras lo declaran. Pero oíd: el misterio se resuelve. Juan dice:
‘Y miré, y he aquí el Cordero estaba en el monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de su Padre escrito en sus frentes.’ El nombre de su Padre; bendito sea. Ese es Dios. Bien hecho por el mormonismo —144,000 dioses entre las tribus de Israel y dos dioses vivientes y el Espíritu Santo para este mundo. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para los hombres, a menos que posean el espíritu de dioses.” — Presidente John Taylor, citado por Roberts en The Mormon Doctrine of Deity, p. 253.
“Si sólo los dioses serán permitidos multiplicar hijos inmortales, se sigue que cada dios debe tener una o más esposas. Dios, el padre de nuestros espíritus, se convirtió en el padre de nuestro Señor Jesucristo según la carne. El cuerpo carnal de Jesús requería de una madre tanto como de un padre. Por lo tanto, el padre y la madre de Jesús según la carne debieron haberse asociado en la capacidad de marido y mujer; de ahí que la Virgen María debió haber sido, por el tiempo que duró, la esposa legítima de Dios el Padre.
Así como Dios el Padre engendró el cuerpo carnal de Jesús, así también, antes que el mundo comenzara, engendró su espíritu; así como el cuerpo requería de una madre terrenal, así su espíritu requirió de una madre celestial. Así como Dios se asoció en la capacidad de esposo con la madre terrenal, así también se asoció en la misma capacidad con la celestial; las cosas terrenales siendo semejanza de las cosas celestiales, y lo que es temporal siendo semejanza de lo que es eterno. O, en otras palabras, las leyes de la generación en la tierra son según el orden de las leyes de la generación en los cielos.” — Orson Pratt en The Seer, p. 159.
La alta sacerdotisa y poetisa mormona Eliza R. Snow da voz a estas doctrinas en su famoso poema “Invocation; or, the Eternal Mother and Father.”
La mayoría de nosotros la hemos oído en el Tabernáculo; muchos, sin embargo, no han comprendido sus enseñanzas. Citamos dos estrofas:
“¿En los cielos hay padres solos?
No; el pensamiento hace que la razón se asombre;
La verdad es razón; la verdad eterna
Me dice que tengo una madre allá.
“Cuando deje esta frágil existencia—
Cuando ponga a un lado lo mortal;
Padre, madre, ¿pueda yo encontraros
En vuestro cortejo real en lo alto.”
— Himnario de los Santos de los Últimos Días.
Y también:
“La obediencia tejerá la misma brillante guirnalda
Como lo hizo para tu gran madre Eva,
Para todas sus hijas en la tierra, que cumplan
Con todo lo que yo requiera de manera sagrada.
¿Y qué para Eva, aunque en su vida mortal
Hubiese sido la primera, o la décima, o la decimoquinta esposa?
¿Qué le importó, cuando en su condición más baja
Si los necios la consideraban pequeña o grande?
Todo le fue igual—probó su valía;
Ahora ella es la Diosa y la Reina de la tierra.”
— Poemas de Eliza R. Snow.
“Si los hombres y las mujeres son los hijos de Dios, hijos e hijas de padres celestiales, formados a Su imagen, dotados de Sus atributos y destinados a llegar a ser como Ellos en perfección, ¿por qué debería asombrar al mundo que se le diga que hay una madre así como un padre en el cielo? Es razonable, filosófico y, como toda verdad, invulnerable.” — Discurso en el Tabernáculo, verano de 1906, Apóstol Orson F. Whitney.
“El Padre de nuestros espíritus no ha hecho sino lo que sus progenitores hicieron antes que él. Cada generación sucesiva de Dioses sigue el ejemplo de la precedente; cada generación tiene sus esposas, que crían de su simiente espíritus inmortales; cuando sus familias llegan a ser numerosas, organizan nuevos mundos para ellos, conforme al modelo puesto delante de ellos. Colocan a sus familias sobre los mismos, que caen como cayeron los habitantes de mundos anteriores. Luego son redimidos de nuevo. Los habitantes de cada mundo tienen a su propio padre personal, cuyos atributos adoran, y al hacerlo así, todos los mundos adoran al mismo Dios, morando en toda Su plenitud en las personas que son los padres de cada mundo.” — The Seer, p. 135.
“¿Consideró el Salvador del mundo su deber cumplir toda justicia? Y si el Salvador del mundo halló que era su deber cumplir toda justicia al obedecer un mandamiento de mucha menos importancia que el de multiplicar su raza, ¿no hallaría también que era su deber unirse con la raza de los fieles en henchir la tierra?” — Orson Hyde, Journal of Discourses, vol. II, p. 79.
“‘Verá su descendencia.’ Si no tiene descendencia, ¿cómo podría verla? ‘¿Y quién contará su generación? Si no tuvo generación, ¿quién podría declararla?” — Orson Hyde, Journal of Discourses, vol. II, p. 80.
“Decimos que fue Jesucristo quien se casó (en Caná) con las Marías y Marta, para que pudiera ver su descendencia antes de ser crucificado.” — Apóstol Orson Hyde, Journal of Discourses, vol. II.
“Preguntémonos ahora si hay alguna indicación en las Escrituras acerca de las esposas de Jesús. Una cosa es cierta: que hubo varias santas mujeres que amaban grandemente a Jesús, como María y Marta, su hermana, y María Magdalena; Jesús las amaba mucho y se relacionaba frecuentemente con ellas; y cuando resucitó de entre los muertos, en lugar de mostrarse primero a sus testigos escogidos, los apóstoles, se apareció primero a estas mujeres, o al menos a una de ellas, es decir, María Magdalena. Ahora bien, sería muy natural para un esposo, en la resurrección, aparecerse primero a sus queridas esposas, y luego mostrarse a sus otros amigos. Si todos los actos de Jesús hubieran sido escritos, sin duda sabríamos que estas amadas mujeres eran sus esposas. En verdad, el salmista David profetiza en particular sobre las esposas del Hijo de Dios: ‘Hijas de reyes estaban entre tus esposas ilustres; a tu diestra estaba la Reina con vestidura de oro de Ofir.’” — Apóstol Orson Pratt en The Seer, p. 159.
Respecto a la doctrina del hombre, se declara: “Sostenemos que el hombre es verdaderamente hijo de Dios, formado a Su imagen, dotado de atributos divinos. * * * Creemos en la preexistencia del hombre como espíritu, y en un estado futuro de existencia individual, en el cual cada alma hallará su lugar, según lo determinen la justicia y la misericordia, con oportunidades de progreso eterno en las diversas condiciones de la eternidad.” Esta declaración no puede decirse que represente fielmente los preceptos de la Iglesia mormona en este punto. Pues, además de lo anterior, creen y enseñan en sus propias congregaciones: Que, “Tal como es el hombre, Dios una vez fue; tal como es Dios, el hombre puede llegar a ser;” que la desobediencia del hombre al primer mandamiento dado fue digna de encomio, y fue la fuente de donde surgirá su mayor gloria; que la imagen de Dios en la cual fue hecho es la material; que la gloria más brillante posible para él sólo puede alcanzarse mediante la vida polígama aquí o en la vida venidera; y que el poder de procreación, continuado eternamente, forma la base de esa gloria.
“La creencia de los Santos de los Últimos Días respecto a la personalidad de Dios y nuestra relación con Él ha sido cristalizada por el presidente Lorenzo Snow en el aforismo, uno de los más expresivos en el idioma: ‘Tal como es el hombre, Dios una vez fue; tal como es Dios, el hombre puede llegar a ser.’ Ninguna declaración podría exponer más claramente la naturaleza de la exaltación de Dios y el destino del hombre.” — Manual, 1901–2, parte I, p. 17.
“Procederemos ahora a mostrar, a partir de nuevas revelaciones, que los santos han de tener conocimiento igual al del Padre y al del Hijo * * * La plenitud de toda verdad en nosotros nos hará dioses, iguales en todo a las personas del Padre y del Hijo; y no podríamos ser de otro modo que iguales, porque Él es el mismo Dios que mora en nosotros que mora en ellos. En lugar de morar en dos tabernáculos bajo los nombres de Padre e Hijo, Él morará entonces en los tabernáculos adicionales de los santos. Y dondequiera que Él more en plenitud, necesariamente habrá igualdad en sabiduría, poder, gloria y dominio.” — Orson Pratt en The Seer, p. 121.
“Así perfeccionada, toda la familia poseerá el universo material —es decir, la tierra y todos los demás planetas y mundos— como una herencia incorruptible, incontaminada y que no se marchita. También continuarán organizando pueblos y redimiendo y perfeccionando otros sistemas que ahora están en el seno del caos, y así seguirán aumentando sus respectivos dominios, hasta que el hijo más débil de Dios que ahora existe sobre la tierra poseerá más dominios, más propiedades, más súbditos y más poder y gloria que los que posee Jesucristo o Su Padre; mientras que al mismo tiempo Jesucristo y Su Padre tendrán sus dominios, reinos y súbditos aumentados en proporción.” — Parley P. Pratt, citado por Roberts en The Mormon Doctrine of Deity, p. 257.
“Son capaces de recibir inteligencia y exaltación en tal grado que serán levantados de entre los muertos con un cuerpo semejante al de Jesucristo, y de poseer carne y huesos inmortales, en los cuales todavía comerán, beberán, conversarán, razonarán, amarán, caminarán, cantarán, tocarán instrumentos musicales, irán en misiones de planeta en planeta o de sistema en sistema; siendo dioses o santos de Dios, investidos con los mismos poderes, atributos y capacidades que poseen su Padre Celestial y Jesucristo.” — Parley P. Pratt, citado por Roberts en The Mormon Doctrine of Deity, p. 257.
“Aquellos que hayan obedecido las leyes del Evangelio, recibido el Espíritu Santo, obtenido y honrado el sacerdocio y vivido vidas de rectitud, permaneciendo fieles a pesar de la persecución y la tribulación terrenal, serán admitidos a la gloria celestial. Allí disfrutarán de la presencia personal y gloria del Padre y del Hijo; serán reyes y sacerdotes del Altísimo; aquellos en el más alto grado de esta gloria tendrán tronos, dominio y aumento eterno; serán dioses creando y gobernando mundos y poblándolos con su posteridad.” — Manual, 1901–2, parte I, p. 52.
“Dios siempre concedió una distinción especial y honorable a los varones y hembras comprometidos en el sistema sagrado de la pluralidad, conforme a las condiciones que Él les señaló para que observaran.” — Spencer’s Letters, p. 195.
“Su gran deber era llegar a ser los progenitores de la familia humana —preparar tabernáculos mortales para los hijos inmortales de Dios. Era privilegio y deber de Adán convertirse en el patriarca de esta tierra —el padre de todos sus habitantes. En esta gran labor y destino su esposa, Eva, había de estar asociada con él. Ante ellos había un futuro de gloria, felicidad y poder interminables, que habrían de ganarse mediante el gran principio de la paternidad. Para alcanzar esta gloria, debían experimentarse y superarse las penas, dolores y dificultades presentes. La otra ley era negativa y prohibitiva: ‘Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás.’ Si la caída era esencial y formaba parte del designio de Dios que se quebrantara una ley a fin de que el hombre estuviera sujeto al pecado y a la muerte, esta última ley estaba bien adaptada para ese propósito. Pues las consecuencias de quebrantarla eran tales que encajaban en los designios de Dios, y la transgresión de la ley no interferiría aparentemente con el logro de ningún destino elevado. Si alguna de las dos leyes había de quebrantarse, era mucho mejor quebrantar esta negativa que la otra.
Eva fue engañada y tentada. * * * Ella le contó a Adán lo que había hecho y él comprendió plenamente las consecuencias de su acto. Significaba que él y ella ya no podrían permanecer juntos; que deberían moverse en diferentes esferas —él en la más alta, ella en la más baja— ella sería expulsada del jardín y él habría de permanecer. * * * Pero recordó que Eva le había sido dada como compañera eterna. Recordó el gran mandamiento: Fructificad y multiplicaos y henchid la tierra. Este no podía obedecerlo, pues Eva, su esposa, iba a ser separada de él para siempre. Estaba, por tanto, bajo la necesidad de decidir cuál de los dos mandamientos era el mayor e importante —el negativo: No comerás del árbol; o el positivo: Multiplicaos y henchid la tierra. Y decidió sabiamente: quebrantaría el mandamiento negativo y guardaría el positivo.” — Manual, 1901–2, parte I, pp. 39–41.
“El matrimonio se convierte así en uno de los principales medios de la exaltación y gloria del hombre en el mundo venidero, por el cual podrá tener aumento eterno de vidas eternas y alcanzar finalmente el poder de la Divinidad. Fue esta gloriosa doctrina, en conexión con el bautismo, la redención y el sellamiento por los muertos, la que fue el tema principal del Profeta José durante los últimos dos años o más de su vida.” — A Brief History of the Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, por el apóstol George Q. Cannon, p. 138, publicado en 1893.
“Quisiera decir aquí que la promesa hecha a Abraham y a todos los que son herederos de la misma promesa por la fe se extiende a todas las generaciones en esta vida y a todas las generaciones por venir por los siglos de los siglos. Es decir, Abraham y Sara continuarán multiplicándose no sólo en este mundo, sino en todos los mundos por venir. Y lo mismo es cierto de todos los hijos e hijas que obtengan la plenitud de la promesa hecha a Abraham. * * * ¿Acaso la resurrección te devolverá sólo una conocida, una mujer que no habrá de ser la esposa de tu seno en la eternidad? No; Dios lo prohíba; sino que te restaurará la esposa de tu seno, inmortalizada, que dará a luz hijos de tus propios lomos en todos los mundos por venir, y esto sin dolor ni tristeza en el alumbramiento. Esto, señor, estaba incluido en la promesa de Abraham; esto es lo que hace grande la promesa.” — Spencer’s Letters, pp. 204–205.
“Cada pareja será el Eva y Adán de algún mundo,
Quizás aún no nacido, sin órbita y sin giro.”
(Donde ellos) “reinarán como reinas y reyes,
Donde unión eterna trae aumento eterno.”
— Apóstol Orson F. Whitney, Elijah, pp. 103–104.
“A menos que un hombre y su esposa entren en un convenio eterno y se casen para la eternidad mientras estén en esta probación, por el poder y la autoridad del santo sacerdocio, cesarán de multiplicarse cuando mueran; es decir, no tendrán hijos después de la resurrección. Pero aquellos que sean casados por el poder y autoridad del sacerdocio en esta vida, y continúen sin cometer el pecado contra el Espíritu Santo, continuarán multiplicándose y teniendo hijos en la gloria celestial. * * * En la gloria celestial hay tres grados o cielos, y para obtener el más alto, un hombre debe entrar en esta orden del sacerdocio, y si no lo hace, no puede obtenerlo. Puede entrar en el otro, pero ese es el fin de su reino; no puede tener aumento.” — Citado en el Manual de Mejoramiento de los Jóvenes de José Smith, Millennial Star, p. 108.
“Deseo ser perfectamente comprendido aquí. Recuerden que el Profeta José Smith enseñó que el hombre, es decir, su espíritu, es la descendencia de la Deidad; no en ningún sentido mítico, sino realmente. * * * En lugar de que el poder de procreación dado por Dios sea una de las principales cosas que habrán de desaparecer, es uno de los principales medios de exaltación y gloria del hombre en esa gran eternidad que, como un panorama interminable, se extiende ante él. * * * A través de esa ley, en conexión con la observancia de todas las demás leyes del Evangelio, el hombre alcanzará aún el poder de la Divinidad, y como su Padre—Dios—su gloria principal será lograr la vida eterna y la felicidad de su posteridad.” — Roberts, New Witness for God, p. 461.
“El diablo y sus ángeles, habiendo perdido en su primer estado todo derecho a entrar en un segundo con cuerpos de carne y huesos, y habiendo perdido el privilegio de casarse y propagar su especie, se sienten maliciosamente perversos y envidiosos contra los hijos de los hombres que guardaron su primer estado y ahora gozan del segundo, casándose y aumentando sus familias o reinos.” — Orson Pratt en The Seer, p. 79.
“Los padres, por falta de ese afecto santo y puro que existe en el seno de los justos, no sólo destruyen su propia felicidad, sino que imprimen sus pasiones degradadas e ilícitas en la constitución de su descendencia. Es por esta razón que Dios no permitirá que los ángeles caídos se multipliquen. Es por esta razón que Dios ha ordenado el matrimonio sólo para los justos. Es por esta razón que Dios pondrá fin definitivo a la multiplicación de los inicuos después de esta vida. Es por esta razón que sólo aquellos que hayan guardado la ley celestial serán permitidos multiplicarse después de la resurrección. Es por esta razón que Dios ha ordenado que los justos tengan una pluralidad de esposas; porque sólo ellos están preparados para engendrar y dar a luz descendencia cuyos cuerpos y espíritus, participando de la naturaleza de sus padres, sean puros y bellos, y manifiesten, al crecer, aquellas excelencias nacidas del cielo tan necesarias para guiarlos a la felicidad y a la vida eterna.” — Orson Pratt en The Seer, pp. 157–158.
El “Mensaje” dice algo respecto al santo sacerdocio, pero lo que se expresa ofrece a quien no conoce la Iglesia muy poca idea de la relación que este orden sostiene con todo el sistema eclesiástico. En realidad, todo se centra aquí. Admitir la pretensión de la Iglesia en cuanto a su sacerdocio es ceder lo más esencial de lo que reclama. “Afirmamos que, para administrar en las ordenanzas del Evangelio, la autoridad debe ser dada por Dios; y que esta autoridad es el poder del santo sacerdocio. Afirmamos que, por la ministración de personajes inmortales, el santo sacerdocio ha sido conferido a los hombres en la época presente, y que, bajo esta autoridad divina, la Iglesia de Cristo ha sido organizada.” Así se declara, pero la enseñanza de la Iglesia sobre esta doctrina tan importante no se expone aquí de manera sincera.
Las citas que se adjuntan muestran que la base para el ejercicio del poder arbitrario sobre sus miembros radica en la pretensión de la Iglesia respecto al “santo sacerdocio”, y que su poder se extiende no sólo a las cosas espirituales, sino también a las temporales. Además, se verá que una vez admitida la pretensión de la Iglesia sobre su sacerdocio, la pretensión de jurisdicción en asuntos civiles sigue lógicamente. Los poseedores del sacerdocio reclaman el poder especial de interpretar las Escrituras, y el presidente de la Iglesia, que es también cabeza del sumo sacerdocio, es el profeta, vidente y revelador de Dios para la Iglesia y para el mundo.
Si el propósito de los líderes fuera mantener a la masa de los miembros bajo un control tal que destruyera efectivamente toda libertad de acción y restringiera aquella libertad de pensamiento a la que toda persona responsable tiene derecho, sería difícil concebir un plan mejor para lograr ese propósito que la doctrina mormona del “santo sacerdocio.” Dado un pueblo que respalde sus elevadas pretensiones y se someta a ellas, se tiene una comunidad bajo la tiranía de un gobierno arbitrario. Que tal poder pueda estar previsto en cualquier sistema, civil o eclesiástico, y que no se use, es incompatible con los hechos conocidos de la naturaleza humana. Que el pleno poder del sacerdocio mormón se ejerce, no es un asunto de duda entre los bien informados.
“Definiré entonces al sacerdocio como aquel ‘orden de inteligencias autorizadas por el cual Dios regula, controla, ilumina, bendice o maldice, salva o condena a todos los seres. A él, bajo Dios, todas las cosas son subyugadas en justicia, ya sea en el cielo o en el infierno.’” — Spencer’s Letters, p. 94.
“Los hombres que poseen el sacerdocio tienen autoridad divina para actuar así en nombre de Dios; y al poseer parte del poder de Dios, son en realidad parte de Dios. * * * Los hombres que honran el sacerdocio en ellos, honran a Dios, y los que lo rechazan, rechazan a Dios.” — New Witness for God, p. 187.
“El sacerdocio es la autoridad delegada a los hombres para actuar en el nombre de Dios y para que esos actos sean aprobados por Él. Todo lo que se haga por esta autoridad es como si Dios mismo lo hubiera hecho. El que posee el sacerdocio se convierte en un agente del Señor. * * * La maldición de Dios sobre Caín, el diluvio, el rechazo y dispersión de Israel, la destrucción de Jerusalén —todas éstas son instancias típicas de los juicios de Dios que siguen a la falta de reverencia por su sacerdocio. * * * La fe en el sacerdocio en general debe ser complementada por una fe específica en aquellos que tienen las llaves del sacerdocio y presiden en sus diversas organizaciones. El sacerdocio sin presidencia estaría desorganizado y falto de eficiencia. * * * No podemos honrar el sacerdocio si no honramos a los que tienen sus llaves. Ellos son en verdad los oráculos vivientes de nuestro tiempo, y la voz de inspiración de ellos es como la voz de Dios para nosotros.” — Manual, 1901–2, parte I, pp. 81–82.
“Hay también una tendencia entre los jóvenes, y lamento decir que entre algunos de los mayores, a mostrar poco respeto por la santidad del santo sacerdocio. Lo que quiero decir por el santo sacerdocio es aquella autoridad que Dios ha delegado al hombre por la cual puede hablar la voluntad de Dios como si los mismos ángeles estuvieran aquí para hablarla; por la cual los hombres son facultados para atar en la tierra y será atado en el cielo, y desatar en la tierra y será desatado en el cielo; por la cual las palabras de los hombres, pronunciadas en el ejercicio de ese poder, se convierten en la palabra del Señor, la ley de Dios para el pueblo, Escritura y mandamientos divinos. Por tanto, no es bueno que los Santos de los Últimos Días y los hijos de los Santos de los Últimos Días traten a la ligera este sagrado principio de autoridad que ha sido revelado desde los cielos en la dispensación en que vivimos. Es la autoridad por la cual el Señor Todopoderoso gobierna a su pueblo, y por la cual en el futuro gobernará a las naciones del mundo.” — Informe de la 72ª conferencia, p. 2, 4–6 de octubre de 1901.
“Antes que todas las tierras, al oriente u occidente,
Amamos más la tierra de Sión;
Con los dones escogidos de Dios rebosa.
Allí, profetas, videntes, como en la antigüedad,
Los misterios del cielo revelan,
A través del santo sacerdocio fluyendo.”
— Sunday School Hymnal, núm. 61.
Debe hacerse una observación más antes de dejar esta parte de la defensa ante el mundo. Toca un asunto que en importancia empequeñece todo lo mencionado en el “Mensaje.” Aparentemente, el fundamento de la Iglesia mormona está en el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, La Perla de Gran Precio y el testimonio de los “Oráculos Vivientes”, dado de tiempo en tiempo. Pero quien cave hasta el cimiento más profundo hallará que, al fin, todo descansa sobre las supuestas visiones de José Smith.
Cuando se presenta a la humanidad algún asunto de vital importancia para su fe, si ese asunto, ya sea por su naturaleza o por las circunstancias que lo rodean, está muy fuera de lo ordinario, el debido respeto por la inteligencia humana exige que cualquier testimonio en su favor esté apoyado por pruebas corroborativas. Pero aquí tenemos un sistema religioso que reclama autoridad exclusiva por considerarse divinamente acreditado. Pide la aceptación de la humanidad sobre esa base. Anatema a todos los que finalmente lo rechacen. Sin embargo, esta religión, que hace una afirmación tan asombrosa, está fundada en la afirmación no corroborada de un joven cuya honradez aún no estaba tan bien establecida como para que se aceptara su simple palabra en asuntos que trascienden la experiencia común; y esa afirmación se refiere a apariciones sobrenaturales y mensajes que, de ser ciertos, son de la mayor trascendencia para la humanidad, y, sin embargo, dicha afirmación carece totalmente de evidencia corroborativa. Se nos pide creer que, después de diecisiete siglos de apostasía por parte de su iglesia, y de 1,700 años de silencio de parte de Dios mismo, éste rompió ese largo silencio finalmente con un mensaje para un mundo hasta entonces incrédulo, mensaje que determinaría el destino de la humanidad, pero que desacreditó tanto la inteligencia humana que lo envió por un embajador sin credenciales.
En resumen, la Iglesia mormona no ha dado aún al mundo ninguna prueba satisfactoria de que el fundamento sobre el cual apoya su enorme pretensión le dé derecho a consideración seria alguna. He aquí la carencia fatal de todo el sistema. Y ninguna defensa que pueda presentarse de las doctrinas o prácticas de la Iglesia, o de su historia, o del carácter de su pueblo, por fuerte o hábil que sea esa defensa, puede velar su debilidad mortal.
Se hace referencia en el “Mensaje” a los matrimonios plurales y a la vida polígama. No tenemos medios de saber en qué medida la práctica del matrimonio plural ha sido discontinuada en la Iglesia mormona, puesto que no se llevan registros de tales matrimonios que sean accesibles al público. Que ha habido casos de tales matrimonios, aun después del acuerdo de la Iglesia de descontinuarlos, lo sabemos; que no pueden celebrarse sin la sanción de la Iglesia, por medio de funcionarios acreditados, es incuestionable; que, hasta donde llega el conocimiento público, ningún funcionario que haya celebrado tales matrimonios ha sido disciplinado por ello, es seguro. La doctrina del matrimonio plural todavía aparece en los estándares aceptados de la Iglesia sin cambio, a pesar de la promesa hecha por el presidente de la Iglesia de que el Manifiesto de Woodruff sería impreso en las ediciones posteriores de tales estándares. Que la práctica no sea ahora tan abierta o tan común como en los días de Brigham Young puede concederse. Pero que esté, en el mejor de los casos, suspendida por decreto de la Iglesia, y no abolida, se entiende bien aquí.
No se hizo negación alguna de la práctica de la vida polígama. El “Mensaje” admite que las cifras oficiales recogidas muestran 897 polígamos varones en el año 1902. El hecho de que no se citen informes posteriores lleva a la creencia razonable de que, desde esa fecha, el número de polígamos no ha disminuido, sino más bien aumentado. Pero aun si esta conclusión no fuese válida, estas cifras tienen un significado muy grave. Tenemos ante nosotros esta condición: en una secta que, a lo sumo, cuenta con unos 400,000 miembros, muchos de los cuales —la mitad o más— son niños o simples adherentes, al menos 2,691 personas viven en poligamia. Esto sería cierto si cada uno de los 897 polígamos tuviera sólo dos consortes; pero, dado que en muchos casos hay más de dos, el número total de personas que viven en poligamia es considerablemente mayor de lo que indican las cifras mencionadas. Parece bastante probable que más de 1,800 familias en esta secta sean familias polígamas.
Todas estas personas viven en violación de la ley. Cada una de ellas tiene un círculo de parientes y amigos, la mayoría de los cuales no sólo excusan, sino que simpatizan con el criminal. Estas personas están criando hijos, la mayoría de los cuales han nacido bajo la prohibición de la ley. Además, ahora mantienen sus relaciones en contra del decreto de la Iglesia, tal como fue interpretado bajo juramento por los líderes de la Iglesia, y, sin embargo, ninguno de ellos ha sido sometido a disciplina eclesiástica por vivir en poligamia. ¿Qué deben pensar las personas razonables cuando tal condición es aprobada y sostenida por una iglesia que reclama ser la única Iglesia de Cristo en la tierra —una iglesia lo suficientemente fuerte como para controlar todas las condiciones del estado, políticas, sociales y civiles?
La tolerancia hacia estos criminales, la misericordia y la caridad hacia ellos, se reclama sobre la base de: Primero, que se les ha mostrado tolerancia en el pasado. Incluso se dice que la “tolerancia bajo la cual la práctica del matrimonio plural llegó a establecerse firmemente obliga a los Estados Unidos y a su pueblo, si es que no están obligados por consideraciones de misericordia y sabiduría, a ejercer paciencia y caridad al tratar con esta cuestión.” Segundo, que la sabiduría en el trato futuro con el asunto así lo prescribe.
Pero a esto debe responderse que la “tolerancia” de años anteriores no fue la tolerancia de elección, sino la resistencia a una condición reprobada mientras no había medios adecuados a la mano para corregirla. Y, en segundo lugar, cuando la Iglesia insiste en la doctrina de la poligamia como divinamente revelada e impuesta; cuando el cuerpo gobernante de la Iglesia honra públicamente a los que la practican; cuando sus principales oficiales viven abiertamente en ella y con mutua aprobación; cuando los oficiales se abstienen cuidadosamente de cualquier acto público que la restrinja—cuando todo esto es cierto, debemos sostener que es dudoso que la práctica de la vida polígama llegue alguna vez a desaparecer bajo cualquier sistema de tolerancia. Y la gente reflexiva concluirá, a la luz de estos hechos, que la única misericordia y caridad que es lógica es aquella que, con mano fuerte, defienda a la sociedad en general de la contaminación de tales preceptos, ejemplos y prácticas escandalosas. La sabiduría no prescribe tolerancia hacia otras conductas ilícitas; ni la experiencia muestra que tal método de tratar con los ofensores tenga un éxito tan notorio en reprimir el crimen como para alentar esa política.
Además de esto, cuando consideramos el hecho de que hombres han vivido en relaciones polígamas aquí por años sin que tal hecho sea generalmente reconocido, o incluso sabido; cuando la Iglesia enseña la doctrina de la poligamia como un “principio” divinamente revelado, dicho precepto siendo reforzado por el poderoso ejemplo de sus más altos oficiales; y cuando el presidente de la Iglesia hace una virtud de su obstinación en este respecto, debemos ser perdonados si declaramos que aún no se ha producido evidencia suficiente de que la vida polígama esté muriendo o sea probable que muera.
“Porque si quiero, dice el Señor de los Ejércitos, levantar posteridad para mí, mandaré a mi pueblo; de otro modo, escucharán estas cosas” (es decir, revelaciones que prohíben la poligamia). “Así vemos que un hombre entre los nefitas, por la ley de Dios, no tenía derecho a tomar más de una esposa, a menos que el Señor lo mandara, con el propósito de levantar posteridad para sí mismo. Sin tal mandato estaban estrictamente limitados a la doctrina de una sola esposa. * * * Así es en esta Iglesia de los Santos de los Últimos Días; todo hombre está estrictamente limitado a una esposa, a menos que el Señor, a través del presidente y profeta de la Iglesia, dé una revelación permitiéndole tomar más.” — Orson Pratt en The Seer, p. 30.
“Porque he aquí, os revelo un convenio nuevo y eterno; y si no permanecéis en ese convenio, seréis condenados; porque nadie puede rechazar este convenio y ser permitido entrar en mi gloria. * * * Y además, en cuanto a la ley del sacerdocio, si algún hombre desposa a una virgen y desea desposar otra, y la primera da su consentimiento; y si desposa a la segunda y son vírgenes y no han hecho voto a ningún otro hombre, entonces él está justificado; porque no puede cometer adulterio con lo que le pertenece a él y a nadie más; y si tiene diez vírgenes dadas a él por esta ley, no puede cometer adulterio, porque ellas le pertenecen; y le son dadas —por tanto, él está justificado.” — Doctrina y Convenios, sección 132.
“De la revelación anterior dada por medio de José el Vidente, se verá que Dios realmente mandó a algunos de sus siervos tomar más esposas. * * * Mostrando aún más que, si rehúsan obedecer este mandamiento después de habérseles revelado la ley, deben ser condenados. Esta revelación, entonces, hace de ello una cuestión de conciencia entre todos los Santos de los Últimos Días; y ellos la abrazan como parte y porción de su religión, y verdaderamente creen que no pueden ser salvos si la rechazan.” — Orson Pratt en The Seer, enero de 1853, p. 14.
“¿Quién supondría que algún hombre en esta tierra de libertad religiosa se atrevería a decirle a su semejante que no tiene derecho a dar los pasos que considere necesarios para escapar de la condenación? ¿O que el congreso promulgaría una ley que presentara a los creyentes religiosos la alternativa de ser consignados a una penitenciaría si intentaban obedecer una ley de Dios que los libraría de la condenación?” — Epístola de la Primera Presidencia, 6 de octubre de 1885.
En un artículo firmado escrito por Brigham H. Roberts, uno de los primeros siete presidentes de los Setenta de la Iglesia mormona, para el Improvement Era de mayo de 1898, se encuentran las siguientes declaraciones como conclusión de un argumento sobre la rectitud de la poligamia:
“Por lo tanto, concluyo que, dado que Dios aprobó la costumbre del matrimonio plural de los antiguos patriarcas, profetas y reyes de Israel, no debe sorprender en lo absoluto que, en la dispensación de la plenitud de los tiempos, en la cual ha prometido la restitución de todas las cosas, Dios volviera a establecer ese sistema de matrimonio. Y el hecho de la aprobación de Dios del matrimonio plural en los tiempos antiguos es una defensa completa de la rectitud del sistema matrimonial introducido por revelación por medio del profeta José Smith.
La poligamia no es adulterio, porque si así se considerara, entonces Abraham, Jacob y los profetas que la practicaron no serían admitidos a una herencia en el reino de los cielos; y si la poligamia no es adulterio, entonces no puede clasificarse como pecado en absoluto.
Le parece al escritor que los cristianos modernos deben aprender a tolerar la poligamia o renunciar para siempre a la gloriosa esperanza de descansar en el seno de Abraham. Aquello que él aprueba, y tan notablemente aprueba, no sólo no puede ser malo, sino que debe ser positivamente bueno, puro y santo.” — Improvement Era, mayo de 1898, pp. 472, 475, 478, 482.
Citamos del poema escrito por el apóstol Orson Whitney a las Mujeres del Convenio Eterno:
“¡Arriba con el guardián de la pureza social,
El sistema matrimonial del porvenir—
Asilo de reforma y penitencia;—
Hogar dado por Dios a la inocencia sin techo;
Y abajo con la economía de la errante Roma,
Progenitora de innumerables males, la monogamia;
Concomitante del vicio que aplasta imperios,
Inmolando la virtud en el altar del precio,
Que la inocencia no sea más hija de la vergüenza;
Que las necesidades de la naturaleza formulen las leyes de la naturaleza;
Que los votos matrimoniales sean honorables en todos,
No obstaculizados por un muro monogámico
De egoísmo y crasa hipocresía,
El don de una aristocracia pagana.”
— Poemas del Apóstol Whitney.
La declaración hecha por B. H. Roberts acerca de su determinación de continuar viviendo en poligamia concuerda con lo expresado bajo juramento por el presidente Joseph F. Smith y el apóstol F. M. Lyman. El Sr. Roberts dijo:
“Estas mujeres han estado a mi lado. Son buenas y leales. La ley ha dicho que debo apartarme de ellas. * * * Pero la ley no puede liberarme de las obligaciones asumidas antes de que hablara.” (La ley habló antes de que él naciera). “Ningún poder puede hacer eso; aun si la Iglesia que sancionó estos matrimonios y realizó las ceremonias nos diera la espalda y dijera que el matrimonio ya no es válido y que debo abandonar a estas mujeres buenas y leales—¡seré condenado si lo hago!” — Case of B. H. Roberts of Utah, p. 13.
En el “Mensaje” se dedicó un espacio considerable a una defensa de la lealtad de la Iglesia mormona al gobierno civil. No se recuerda que ninguna iglesia cristiana en este país se haya encontrado bajo una necesidad semejante, pues las enseñanzas y prácticas de las iglesias cristianas nunca han sido tales como para plantear un conflicto entre la autoridad eclesiástica y la lealtad a las leyes civiles. Los “gentiles” darán testimonio dispuesto del hecho de que el pueblo mormón, como cuerpo, de ningún modo se muestra naturalmente inclinado a oponerse a las ordenanzas civiles.
Pero debe quedar claro para todos que hay mucho en su entorno que contraviene su obediencia al gobierno civil. Podemos dejar de lado la historia del conflicto de la Iglesia con el gobierno federal —que aún se recuerda bien— y mencionar estos hechos que guardan relación con el punto en consideración: que los líderes más honrados de la Iglesia en el pasado han creado un conflicto entre el poder civil por un lado y la autoridad de la Iglesia por el otro; que el presidente de la Iglesia hoy, reverenciado por su pueblo como el delegado de Dios en la tierra, vive en rebeldía ante la ley; que varios de sus colaboradores escogidos en el cuerpo gobernante de la Iglesia son transgresores de la ley; que muchos de los oficiales más responsables de la Iglesia, después de los ya mencionados, están proscritos por la ley; que los honores son conferidos de manera notoria por la más alta autoridad de la Iglesia a personas que llevan consigo la mancha de esta ilegalidad; que esos infractores contra el gobierno civil no son llamados a rendir cuentas por ninguna autoridad eclesiástica por sus delitos. Tal conducta de parte de los líderes no puede considerarse un estímulo al respeto por la autoridad civil, sino que debe verse como un impedimento aún mayor a la obediencia de las leyes de la sociedad. De modo que, cualquiera sea el crédito que el pueblo mormón pueda tener como un pueblo respetuoso de la ley, difícilmente puede compartirse con el cuerpo gobernante de la Iglesia, ya que el peso de sus preceptos y de su ejemplo está totalmente en contra de la validez de tal crédito.
Esta revisión se emite para que se conozcan las verdaderas doctrinas, prácticas y espíritu general de la Iglesia mormona. Cualquiera que haya sido la intención del “Mensaje,” el efecto de éste será, sin duda, engañar a todos los lectores que no estén íntimamente familiarizados con las enseñanzas y prácticas de la Iglesia mormona. No ignoramos el hecho de que se nos acusará de persecución y tergiversación al emitir esta revisión. Pero la publicación de la verdad difícilmente puede llamarse persecución, y si existe algún cargo de tergiversación, debe recaer sobre los líderes de la Iglesia mormona, cuyas propias declaraciones hemos citado como sustento de lo que aquí se ha dicho acerca de sus enseñanzas.
Para que no haya malentendidos respecto a nuestra posición en este escrito, declaramos muy francamente, en conclusión, que no sólo el “Mensaje al Mundo” induce a error al público en general, sino también que las enseñanzas de la Iglesia mormona en comunidades gentiles y por medio de sus misioneros son engañosas; que la política de los líderes mormones es mantener al pueblo en total sujeción al sacerdocio, y que, por lo tanto, esos líderes buscan controlar las condiciones políticas, comerciales y educativas en Utah; que su influencia moral, allí donde tal control se mantiene, no es ni digna de elogio ni proporcionada a su poder; que su influencia no sólo es subversiva de la autoridad civil, sino también de la reverencia hacia Dios; que esos líderes asocian a José Smith en dignidad y honor con los más eminentes de los mortales, si no es que con el mismo Cristo; que reclaman para Brigham Young, José Smith y otros “oráculos vivientes” la misma obediencia que se reclama para la mismísima palabra de Dios; que cualquiera espiritualidad que se encuentre en la vida de los miembros individuales de la Iglesia mormona existe a pesar de los ejemplos y preceptos de sus líderes; que la dificultad en la aplicación de la ley civil, dondequiera que ésta afecte la práctica de la vida polígama, es casi insuperable; que la práctica de la vida polígama nunca fue tenida en mayor estima por el cuerpo gobernante de la Iglesia que ahora; que hasta que las prácticas de los actuales líderes de la Iglesia mormona no cambien radicalmente no podrá haber paz entre ellos y el cristianismo puro; y que hasta que las doctrinas de la Iglesia no sean radicalmente modificadas, nunca podrá establecer un derecho a ser siquiera una parte de la Iglesia de Jesucristo.
III.
Respuesta a la Reseña de la Asociación Ministerial
por B. H. Roberts
Prólogo.
La siguiente Respuesta a la Reseña de la Asociación Ministerial del Mensaje de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días al Mundo, fue pronunciada en un discurso durante dos sesiones de la conferencia de la Asociación de Mejoramiento Mutuo, la tarde y la noche del domingo 9 de junio de 1907, en el “Tabernáculo Mormón”, Salt Lake City, Utah, ante una audiencia de entre cuatro y cinco mil personas.
El orador esperaba concluir sus comentarios en la sesión de la tarde y, por lo tanto, omitió ciertos puntos que tenía la intención de tratar en el momento en que se presentó el tema correspondiente, pero que, por falta de tiempo —como entonces supuso— quedaron pendientes para la sesión vespertina. Quienes estaban a cargo de la conferencia le instaron a continuar sus observaciones en la sesión de la noche, lo cual hizo.
En esta copia impresa del discurso, algunas de las observaciones de la noche han sido trasladadas a su lugar correspondiente, y conectadas con los temas a los que más propiamente pertenecen, y que fueron tratados por la tarde. Asimismo, el orador ha añadido algunos elementos que estaban bosquejados en sus notas preparadas para la ocasión, pero que no fueron utilizados ni en la tarde ni en la noche. A fin de que se pueda reconocer claramente dicho material nuevo, se lo ha colocado entre corchetes.
III.
Hoy, mis hermanos y hermanas, convertimos este púlpito en un foro, desde el cual proponemos una defensa tanto de nuestra fe como de la Iglesia. Y no violamos ninguna de las normas de decoro con este cambio, porque cuando la verdad ha de ser defendida y la injusticia resentida, entonces “todo lugar es un templo, y toda estación es verano.”
La ocasión a la que nos dirigimos esta tarde surge de las siguientes circunstancias: En la reciente conferencia general de la Iglesia, la Primera Presidencia emitió al mundo un mensaje. Al ser sometido a la conferencia general, fue aprobado y respaldado por los Santos reunidos, de modo que se convirtió en un mensaje de la Iglesia de Cristo al mundo. Por supuesto, como podíamos haber anticipado, este mensaje se encontró con críticas adversas y, finalmente, se formuló contra él una supuesta reseña por parte de la Asociación Ministerial de ministros evangélicos en el estado de Utah.
En esa asociación están representadas las iglesias Presbiteriana, Congregacionalista, Metodista, Bautista, Luterana, Cristiana (Campbellita) y Episcopal regular—de modo que prácticamente la totalidad del protestantismo se encuentra representada por estos ministros que cuestionan la corrección y la sinceridad del mensaje emitido por la Iglesia al mundo.
En nuestra consideración de su reseña, supondremos que los representantes de estas iglesias están presentes, sentados aquí mismo [señalando un lugar cercano al estrado] en conjunto. Y quisiera que realmente estuvieran presentes, porque no hay nada como dialogar cara a cara con estos caballeros; y no dudo que su presencia, en cuerpo, sería una verdadera inspiración para uno al discutir el documento que nos han presentado.
Teniendo, pues, ante nosotros las circunstancias de las que surge esta ocasión, procedamos a nuestra tarea.
El primer cargo o crítica hecha por estos caballeros al mensaje de la Iglesia es que las doctrinas de la Iglesia no se proclaman con tanta plenitud en otros lugares como en Utah; de hecho, a lo largo de toda la reseña corre la insinuación de que la Iglesia enseña engañosamente una doctrina en casa y otra en el extranjero, y que el mensaje oscurece mucho de lo que es necesario para un juicio inteligente acerca del “mormonismo.” Por lo tanto, estos caballeros se proponen ayudar al mundo a una exposición más completa de la doctrina y la práctica “mormonas”, tal como se presenta en su reseña de nuestro mensaje.
Aquí mismo, deseo proponer esta pregunta a estos caballeros: El documento que han emitido cita muy copiosamente de nuestras obras publicadas de la Iglesia. Quiero preguntarles: ¿en qué libros y declaraciones se apoyan para esa proclamación más amplia y más completa del “mormonismo”? Encuentro citados el Millennial Star, el Journal of Discourses, The Seer (por Orson Pratt), la Improvement Era, los manuales de las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo de Jóvenes, las Cartas de Orson Spencer, las Epístolas de la Primera Presidencia de la Iglesia, Articles of Faith de Talmage y, por último —y por supuesto lo menos importante— algunos de mis propios escritos.
Ahora bien, ¿dónde se publica el Millennial Star? En Liverpool, Inglaterra. ¿Dónde se publicaron los Journals of Discourses? En Liverpool, Inglaterra. ¿Dónde se publicó The Seer? En Washington, D.C. ¿No se les ocurre, caballeros, puesto que estas son las obras en las que principalmente se apoyan para su visión más amplia de la doctrina “mormona”, que las hemos publicado en otros lugares con tanta plenitud como lo hemos hecho en Utah? La Improvement Era, por supuesto, se publica en Salt Lake City; pero dos mil ejemplares de ella se envían gratuitamente a nuestros misioneros en el extranjero para que la usen como folletos y la distribuyan por todo el mundo. Lo mismo ocurre con las Cartas de Orson Spencer; lo mismo con todas nuestras publicaciones citadas por ustedes, excepto The Seer, de la cual hablaremos más adelante. Todas ellas son enviadas ampliamente, y nuestros élderes las usan con mucha libertad, y las encontrarán en manos de nuestros amigos en el extranjero, y de ellas aprenden las doctrinas del “mormonismo.” De modo que su acusación práctica de que predicamos un conjunto de doctrinas y principios en Utah, y otro completamente distinto en el mundo, y que tratamos de jugar al doble juego de tener una doctrina para el consumo interno y otra para la proclamación en el exterior, es tan superficial como falsa.
Una cosa más. Encuentro en esta reseña diez extensas citas de The Seer, que fue publicado por Orson Pratt; sin embargo, The Seer, por acción formal de la Primera Presidencia y de los Doce Apóstoles de la Iglesia, fue repudiado, y el mismo élder Orson Pratt sancionó dicho repudio. Se publicó un largo artículo en el Deseret News el 23 de agosto de 1865, con las firmas de la Primera Presidencia y de los Doce, estableciendo que esta obra —The Seer— junto con otros escritos del élder Pratt, eran inexactos. En el curso de ese documento, después de alabar —como bien podían hacerlo— la gran mayoría de la obra de este notable apóstol, dicen:
“Pero The Seer, The Great First Cause, el artículo en el Millennial Star del 15 de octubre y 1 de noviembre de 1850 **** contienen doctrina que no podemos sancionar y que hemos sentido la necesidad de rechazar, para que los Santos que viven ahora, y los que puedan vivir en lo futuro, no sean inducidos al error por nuestro silencio, ni se vean obligados a malinterpretarlo. Allí donde estas obras objetables, o partes de obras, estén encuadernadas en volúmenes, o de otra manera, deben ser cortadas y destruidas.”
Y sin embargo, estos caballeros, nuestros críticos, que por supuesto debemos creer —ya que son ministros del evangelio y, por ende, ministros de la verdad y creyentes en el trato justo— hacen diez largas citas de una obra repudiada, y solo una cita de una obra que es aceptada como norma en la Iglesia, a saber, Doctrina y Convenios. Desde hace mucho tiempo la Iglesia ha declarado, una y otra vez, que sus obras canónicas, en las cuales se halla la palabra de Dios, y por las que únicamente responde, son: la Biblia, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y La Perla de Gran Precio. Todo lo demás es comentario, y de carácter secundario en cuanto a su autoridad, conteniendo mucho que es bueno, mucho que ilustra las doctrinas de la Iglesia, y sin embargo, susceptible de contener error, por lo cual la Iglesia no responde.
“Bueno” —dice alguno— “¿proponen ustedes repudiar las obras de hombres que poseen su sacerdocio, y que se supone hablan y actúan bajo la inspiración del Espíritu Santo? ¿No destruyen ustedes la eficacia de su ministerio en la Iglesia al adoptar esta actitud?” En absoluto. Sencillamente hacemos la distinción que corresponde. Sería glorioso que un hombre viviera de tal manera que su vida tocara directamente la vida misma y el Espíritu de Dios, de modo que su espíritu se fundiera con el Espíritu de Dios, bajo cuyas circunstancias no habría error alguno ni en su vida ni en sus declaraciones. Eso es algo espléndido de contemplar, pero cuando se tienen en cuenta las debilidades humanas, la imperfección, el prejuicio, la pasión, la parcialidad, es demasiado esperar de la naturaleza humana que el hombre camine constantemente así, unido con Dios.
Y por eso hacemos esta distinción entre un hombre que habla a veces bajo la influencia del prejuicio y de nociones preconcebidas, y las declaraciones de un hombre que, en representación de la Iglesia de Dios, y teniendo la autoridad y el cargo necesarios, puede, en una ocasión, dejar a un lado todo prejuicio, toda preconcepción, y estar dispuesto y ansioso a recibir la impresión divina del Espíritu de Dios que suplique: “Padre, que tu voluntad y tu palabra sean dadas a conocer ahora a tu pueblo a través del canal que tú has designado.” Hay una amplia diferencia entre los hombres que vienen con la palabra de Dios obtenida de este modo y su discurso ordinario de todos los días y en toda clase de circunstancias.
Al insistir, pues, en que solo la palabra de Dios, hablada por inspiración, debe permanecer y ser vinculante para la Iglesia, no hacemos sino seguir el ilustre ejemplo de la antigua Iglesia de Cristo. Ustedes no poseen hoy todos los documentos cristianos de los primeros siglos del cristianismo. Estos libros que tienen encuadernados, y que llaman la palabra de Dios, la Santa Biblia, fueron escogidos mediante un consenso de opinión en las iglesias a lo largo de varios cientos de años. Resistieron la prueba del tiempo. Pero la gran mayoría de lo que fue dicho y escrito, aun por apóstoles y siervos prominentes de Dios en la Iglesia cristiana primitiva, la Iglesia lo rechazó, y de toda esa masa de paja conservó estas Escrituras —el Nuevo Testamento. El mundo cristiano hasta este día no está del todo decidido respecto a qué debe ser aceptado y qué debe ser rechazado. Ustedes, caballeros protestantes, repudian varios libros llamados Apócrifos, los cuales la Iglesia católica acepta como de igual autoridad que el resto de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y así digo que, en este proceder nuestro, al rehusar aceptar otra cosa que no sea lo que el tiempo y la inspiración de Dios demuestren ser absolutamente verdadero, no hacemos sino seguir el ejemplo de la antigua Iglesia de Cristo.
Pasemos ahora en nuestra investigación de este cargo suyo. Ustedes dicen de nosotros que: “Sin añadir ninguna verdad espiritual al conjunto de cosas ya reveladas **** sin contribuir nada a la reverencia hacia Dios ni a la justicia y la misericordia hacia los hombres, el ‘mormonismo’ reclama ser la única iglesia autorizada de Cristo en la tierra, y establece una prueba de salvación totalmente antibíblica.”
Caballeros, puede que no crean, por supuesto, en las pretensiones de la Iglesia “mormona,” pero no pueden decir en verdad que aplicamos una “prueba de salvación antibíblica.” Les ruego lo piensen por un momento. ¿Cuál es la afirmación hecha respecto a José Smith? Que él fue un profeta enviado de Dios con un mensaje divino, con una dispensación del evangelio de Jesucristo. Ahora bien, solo por un momento, solo para el efecto del argumento, supongamos que esa afirmación sea verdadera: ¿es la prueba que aplicamos siquiera remotamente, y mucho menos “totalmente,” antibíblica? ¿Puede uno rechazar el mensaje de Dios y permanecer sin condena delante de Dios? Seguramente no. ¿Cuál fue el ejemplo que dio Jesús? Este: “El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado.” Él no hacía sino proclamar el mensaje que Dios le había dado, y estableció este principio en conexión con la autoridad y la comisión que había conferido a los apóstoles al enviarlos al mundo: “El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que a mí me recibe, recibe al que me envió.” ¿Qué hacemos nosotros cuando proclamamos el mensaje divino con el cual el Profeta José Smith fue comisionado para el mundo, sino aplicar ese mismo principio? Nada más que esto, y por supuesto no podríamos hacer menos. Como dije hace un momento, ustedes pueden rehusar, como de hecho lo hacen, creer en este mensaje y testimonio, pero no pueden decir en verdad que haya algo antibíblico en los principios sobre los cuales procedemos a hacer esta declaración al mundo. Y, dicho sea de paso, ¿no reclaman ustedes lo mismo para su mensaje? Si no lo hacen, ¿qué valor tiene entonces su mensaje? ¿No son ministros de Jesucristo? ¿No han venido con el evangelio de Jesucristo? ¿Pueden los hombres rechazarlos a ustedes y a su doctrina y a su mensaje y, sin embargo, estar seguros en el favor de Dios? Caballeros, si toman esa posición, los califico como falsos maestros, siervos indignos —no representantes del Maestro. Son más débiles que el agua derramada en tierra, que no puede recogerse de nuevo, si vienen con un mensaje que alguien puede rechazar impunemente. Están hablando un sinfín de disparates cuando emprenden una crítica de esta clase.
Ahora se nos dice que, debido a las pretensiones del “mormonismo,” éste provoca una investigación minuciosa, porque “implica la reprobación eterna de aquellos que finalmente lo rechazan.” Caballeros, ¿no han jugado ustedes aquí un poco con las palabras? ¿Y no es acaso posible que, más bien, su punto de vista de nuestro Mensaje dé lugar a una impresión equivocada, en vez del Mensaje mismo? ¿Existe en el “mormonismo” algo semejante a la reprobación eterna, como generalmente se entiende en la terminología teológica del mundo? Con la sola excepción de aquellos que llegan a conocer la verdad y luego pecan contra ella de tal manera que no tienen poder de arrepentirse ni deseo de recibir perdón —los hijos de perdición, que, como enseñan todas nuestras obras, serán relativamente pocos en número—, ¿no sostiene el “mormonismo,” aparte de estos pocos, una esperanza de salvación para todos los hijos de los hombres? Pero de esto tendremos más que decir más adelante; lo anterior solo lo menciono de paso.
De nuevo, esta investigación minuciosa es “provocada” porque la afirmación de la Iglesia “mormona” de ser la única Iglesia autorizada de Cristo “implica la validez de todas las ordenanzas de la Iglesia y de todas las funciones ministeriales, incluyendo el derecho de solemnizar matrimonios tal como se administraban en la Iglesia cristiana desde el segundo hasta el siglo XIX.” Aquí nos estamos acercando a terreno firme de controversia. El “mormonismo” sí niega que exista autoridad divina en las iglesias del mundo, las iglesias de los hombres, erróneamente llamadas iglesias cristianas. No nos acobardamos ante esta posición. La proclamamos; aunque no deseamos hacerlo de manera ofensiva, tenemos que ser testigos de la verdad. Y Dios ha revelado que esto es la verdad. El “mormonismo” está en el mundo porque había una verdadera necesidad de que viniera al mundo. No surgió a causa de disputas teológicas, por diferencias de opinión acerca del bautismo, o del gobierno de la Iglesia, o de la naturaleza de la Deidad, o de cualquiera de estas cosas; sino porque había habido —y tomen nota de ello, caballeros— una completa apostasía de la verdad de Dios por parte del mundo. La Iglesia de Cristo, como organización, y el evangelio como sistema de verdad habían sido sustituidos por las instituciones y sistemas de los hombres; en consecuencia, era necesario que la autoridad divina volviera a conferirse al hombre y que una nueva dispensación del evangelio de Cristo fuera dada al mundo. Es nuestro orgullo que el “mormonismo” sea ese evangelio restaurado y esa Iglesia de Cristo.
Noto entre este grupo de hombres a quienes me dirijo, los miembros de esta Asociación Ministerial, al representante de la iglesia episcopal, una rama de la gran iglesia inglesa. Él no debería quejarse de esta actitud de la Iglesia “mormona,” por la razón de que en uno de los Homilies de su iglesia; en la Homilía sobre los Peligros de la Idolatría, se declara expresamente que:
“Laicos y clérigos, doctos e indoctos, todas las edades, sectas y grados han sido sumergidos en una idolatría abominable, detestada por Dios y condenable para el hombre, por más de 800 años.” (Perils of Idolatry, p. 3).
Ciertamente, el “mormonismo” no proclama la apostasía en términos más duros que eso, ni declaramos su universalidad con mayor énfasis; pero supongo que resultamos ofensivos a los representantes de esta iglesia en particular, la episcopal, porque lo incluimos a él y a su organización entre aquellos que se hallan en la apostasía y que no poseen el evangelio de Cristo. Sin embargo, no somos más severos con él ni con su iglesia de lo que él lo es con la iglesia católica y con todo el resto del mundo cristiano anterior al establecimiento de la Iglesia de Inglaterra bajo el patrocinio del rey Enrique VIII de Inglaterra, de ingrata memoria. Y tenemos, además, esta ventaja, a saber:
Que si proclamamos una apostasía universal, también proclamamos la restauración del evangelio de Jesucristo, y la renovación de la autoridad divina, la reanudación de la revelación presente y continua de parte de Dios. Por lo tanto, estamos en una posición infinitamente mejor, en cuanto a la razonabilidad de nuestra actitud, que aquellos que proclaman esta apostasía y, sin embargo, carecen de una nueva dispensación del evangelio para el mundo.
Hay una cosa particularmente ofensiva en esta reseña ministerial: una tergiversación presentada en la forma más agraviante. Los críticos no solo afirman que negamos la existencia de autoridad divina en sus iglesias y la inexistencia de la Iglesia de Cristo en la tierra durante siglos, sino que dicen que nuestra actitud involucra la validez de todas las funciones ministeriales, incluyendo el derecho a solemnizar matrimonios. No creo que sean responsables de los titulares de su reseña tal como aparecieron en la prensa, pero, con el fin de hacer que la actitud de la Iglesia “mormona” resultara lo más ofensiva posible, el titular decía: “Las ordenanzas matrimoniales gentiles son ilegales ante Dios.”
Ahora bien, en justicia hacia nosotros, pienso que este asunto debió haberse expuesto con equidad y haberse dado el verdadero estado de la cuestión. Debió haberse hecho constar que consideramos el matrimonio tanto un contrato civil como religioso, y que nuestra actitud con respecto a las cosas divinas en ninguna parte nos involucra en contradicción acerca de la validez del matrimonio como contrato civil, ni como relación plenamente sancionada y aprobada por el favor divino y la bendición de Dios en este mundo. La única medida en la que nosotros, de alguna manera, en pensamiento o palabra, invalidamos las ordenanzas matrimoniales, consiste en decir que los contratos matrimoniales celebrados en este mundo, ya sea por la autoridad civil o por la autoridad de las iglesias sectarias, no extienden el convenio matrimonial más allá del período de esta vida. Estos caballeros debieron haber sido un poco más cuidadosos, si no un poco más honestos, al exponer nuestra posición sobre este asunto. Permítanme hacerlo por ellos.
Volviendo a la revelación sobre el tema del matrimonio, se encuentra lo siguiente:
“De cierto te digo que las condiciones de esta ley son estas: Todos los pactos, contratos, vínculos, obligaciones, juramentos, votos, actos, asociaciones o expectativas que no sean hechos y contraídos, y sellados por el Espíritu Santo de la promesa, por aquel que ha sido ungido, tanto para tiempo como para toda la eternidad, y eso de lo más sagrado, por revelación y mandamiento por medio de mi ungido, a quien he designado en la tierra para tener este poder **** carecen de eficacia, virtud o fuerza en y después de la resurrección de los muertos; porque todos los contratos que no son hechos con este fin, tienen un fin cuando los hombres mueren.”
Y nuevamente:
“Y todo cuanto hay en el mundo, ya sea ordenado por los hombres, por tronos, principados o potestades, o cosas de nombre, cualesquiera que sean, que no sean por mí, o por mi palabra, dice el Señor, serán derribados, y no permanecerán después de que los hombres mueran, ni en ni después de la resurrección, dice el Señor vuestro Dios.
“Porque todo lo que permanece es por mí; y todo lo que no es por mí será sacudido y destruido. Por tanto, si un hombre se casa con una mujer en el mundo, y no la toma por mí, ni por mi palabra; y él pacta con ella mientras esté en el mundo, y ella con él, su pacto y matrimonio no tienen fuerza cuando mueren, y cuando salgan de este mundo; por tanto, no están sujetos a ninguna ley cuando salgan del mundo.”
En cuanto a cualquier negación de la validez de los matrimonios, se refiere únicamente a negar su validez después de la resurrección—no en esta vida; y, caballeros, ustedes no deberían quejarse de esto, porque ustedes mismos, al celebrar la ceremonia matrimonial, dicen: “Yo los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe.” Pienso que no deberían ofenderse por lo que decimos sobre este tema—nosotros decimos que sus ceremonias matrimoniales no tienen efecto alguno después de la resurrección; ustedes no hacen ninguna pretensión de casar para la eternidad. El hecho es que lo desprecian y lo ridiculizan.
Antes de dejar este grupo de proposiciones con las que estoy tratando, deseo decir algo respecto a esta cuestión de la apostasía universal de la fe cristiana: podemos sostener la verdad de esa declaración con las Escrituras, con la historia, y con la condición del mundo religioso a comienzos del siglo XIX. No tenemos ninguna ansiedad al respecto, aunque en esta ocasión no disponemos del tiempo para entrar en un argumento sobre la justificación de nuestra actitud.
Pero, caballeros, caballeros cristianos, ¿cuál es en realidad la diferencia entre su actitud y la nuestra respecto al mundo en general, a la existencia del evangelio en la tierra, y a las consecuencias que resultan de esas actitudes respectivas? ¿No proclaman ustedes que no hay otro nombre dado bajo el cielo mediante el cual los hombres puedan ser salvos sino el nombre de Jesucristo? ¿No insisten en que debe haber aceptación del evangelio de Jesucristo, y que quienes no aceptan este evangelio no pueden recibir los beneficios de su salvación?
Ahora bien, después de dos mil años de proselitismo en el mundo, bajo las circunstancias más favorables, ¿cuál es el resultado total de sus logros? ¡Pues menos de un tercio de los habitantes de la tierra son siquiera cristianos nominales! ¿Y cuál es su actitud hacia los hijos de Dios que ustedes no han convertido? Que están perdidos. Ese es el resultado inevitable de su actitud y doctrina. O de lo contrario, deben decir que los hombres pueden ser salvos sin el evangelio de Cristo.
Ahora, la diferencia entre su posición y la nuestra es simplemente esta: La proposición que ustedes presentan al mundo en general, nosotros la presentamos a ustedes así como al resto de la humanidad—y a ustedes no les gusta su propia medicina—con esta excepción, y es una gran excepción, una que contribuye mucho a establecer el origen divino de esta gran obra de los últimos días; la excepción es esta: que mientras su actitud y principios condenan a la mayor parte de la familia humana a una perdición eterna—y voy a hablarles dentro de poco acerca de la perdición, y a señalarles lo que ustedes quieren decir con ella—mientras ustedes consignan a la perdición eterna, digo, a la gran mayoría de los hijos de nuestro Padre, nosotros proclamamos un “evangelio eterno,” uno que no solo acompañará a los hombres en esta vida, sino también a lo largo de todas las edades venideras.
Ustedes dicen en su reseña que nosotros “no contribuimos nada a la reverencia hacia Dios, ni a la justicia o la misericordia hacia los hombres.” Bien, aquí hay un pequeño elemento que el “mormonismo” añade a la idea de justicia y misericordia, a saber: sostenemos que en cualquier época, ya sea ahora o dentro de mil años, o cinco mil, o diez mil años, o diez millones de años, sostenemos que cuando una inteligencia, un hombre, aprenda que nada aprovecha violar la ley de Dios, pero que todo se gana al rendir obediencia a esa ley, y el arrepentimiento se apodere de él, y extienda sus manos hacia Dios—por medio del evangelio de Jesucristo, la mano de Dios encontrará la mano del hombre y lo conducirá a la salvación. Esa es la diferencia entre nosotros, y los dejo a ustedes para juzgar cuál de las dos posiciones refleja más la inspiración y la verdad del cielo.
Pasemos ahora a otro grupo de proposiciones: Ustedes se quejan, caballeros, de que la Iglesia “mormona” niega que las iglesias cristianas hayan estado representando a Cristo durante 1,700 años, a pesar de los martirios cristianos, de las obras de caridad organizadas, de las reformas que las iglesias han promovido, del progreso de la humanidad que los cristianos han fomentado principalmente. Deseo explicar brevemente la actitud de la Iglesia respecto a este interregno entre la apostasía y la restauración de aquel evangelio en el siglo XIX, por medio de nuestro profeta.
Nuestra posición es esta: Si bien hubo esta apostasía universal, mientras la Iglesia de Cristo como organización fue destruida y reemplazada por las iglesias de los hombres, aun así, así como cuando el sol se pone todavía queda luz en el cielo, de igual manera, no obstante esta apostasía de la Iglesia, todavía quedaron fragmentos de verdad entre los hijos de los hombres; y cierta medida de verdad, gracias a Dios, por su misericordia, siempre ha permanecido con el hombre, no solo con los cristianos, sino con todos los hijos de Dios. Él no se ha dejado jamás en ninguna de las edades del mundo sin testigos, y ha santificado a todas las generaciones de hombres con alguna medida de la verdad; por lo tanto, cuando proclamamos esta apostasía de la religión cristiana y la destrucción de la Iglesia de Cristo, no se sigue de ello que sostengamos que toda verdad, toda virtud, había desaparecido del mundo, o que Dios se había retirado absolutamente de su creación. No es así. La luz de la verdad ardía en el seno de los hombres buenos; pero de ello no se sigue que, porque quedaban estos fragmentos de verdad, necesariamente existía la Iglesia organizada de Cristo y la autoridad divina en el mundo. Estos fragmentos de verdad podían permanecer en las llamadas partes cristianas del mundo, como sabemos ahora que existen en lo que se llama el mundo pagano.
Con relación a las reformas que ustedes afirman que sus iglesias han promovido, y al progreso de la humanidad que los cristianos han fomentado principalmente, ustedes saben, caballeros, que hay una cierta clase de pensadores entre ustedes—me refiero al mundo cristiano, no a los “mormones”—ustedes saben que existe una escuela de pensadores entre los hombres que les dirán en su propia cara, y que estarán muy cerca de probar la verdad de ello, que tal progreso en la civilización, en la ciencia, en las artes, como el mundo ha hecho en las edades pasadas, no se ha logrado a causa de sus iglesias, sino a pesar de ellas. Ellos sostienen que sus organizaciones se han encontrado con la misma frecuencia en contra del progreso de la verdad como en apoyo de él. Tomando en cuenta todo el período, desde el cierre del segundo siglo hasta el comienzo del siglo XIX, les resultaría difícil refutar sus evidencias y argumentos.
Se afirma que la brevedad de nuestro Mensaje no solo deja mucho que desear, sino que es “positivamente engañosa.”
En primer lugar, nuestros críticos sostienen que el Mensaje es engañoso en cuanto al tema de la revelación. Y sin embargo, estos mismos críticos son capaces de citar del Mensaje lo siguiente:
“La teología de nuestra Iglesia es la teología enseñada por Jesucristo y sus apóstoles, la teología de la Escritura y la razón. No solo reconoce la santidad de la antigua Escritura y la fuerza obligatoria de los actos e inspiraciones divinamente inspirados en edades pasadas, sino que también declara que Dios habla ahora al hombre en esta dispensación final del evangelio.”
Eso me parece bastante explícito. Pero, comentando este pasaje, los críticos dicen:
“Bajo esta declaración subyace la pretensión de la Iglesia ‘mormona’—constantemente insistida en sus congregaciones aquí y en las regiones circundantes—de que el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, La Perla de Gran Precio, junto con los oráculos vivientes—es decir, ciertos miembros del sacerdocio—son divinamente inspirados y, por lo tanto, de igual autoridad que la Biblia. Esta pretensión, cuyo conocimiento es tan necesario para llegar siquiera a una tolerable comprensión de su sistema de creencias, no está claramente ni explícitamente expuesta en la declaración de doctrina contenida en el Mensaje, pero sí recibe repetida y urgente insistencia en sus enseñanzas en las comunidades ‘mormonas.’”
Ahora bien, sean honestos, caballeros: ¿no se repite en todas partes con el mismo énfasis que en las comunidades “mormonas” de Utah? ¿No es una proclamación universal la que hacemos al mundo? Ustedes lo saben, y lo prueban con las mismas obras que citan para establecer el hecho de que creemos en esa doctrina, y que están en circulación mundial. Fue un vil intento de tergiversación de su parte hacer que pareciera lo contrario.
Pero sobre el tema de la revelación, vayamos al mismo Mensaje. Lo que se dice sobre la revelación se encuentra en las páginas tres y cuatro, y catorce y quince:
“Nuestra religión se funda en las revelaciones de Dios, … [La Iglesia de Cristo] no solo reconoce la santidad de la antigua Escritura y la fuerza obligatoria de los actos y declaraciones divinamente inspirados en edades pasadas, sino que también declara que Dios habla ahora al hombre en esta dispensación final del evangelio.”
Y en la página 14 del Mensaje se dice lo siguiente:
“A veces se sostiene que la realización permanente de tal deseo [es decir, vivir en paz con nuestros conciudadanos] es imposible, ya que los Santos de los Últimos Días sostienen como principio de su fe que Dios se revela ahora al hombre, como en los tiempos antiguos; que el sacerdocio de la Iglesia constituye un cuerpo de hombres que tienen cada uno para sí mismo, en la esfera en que se mueven, el derecho especial a tal revelación; que el presidente de la Iglesia es reconocido como la única persona por medio de la cual la comunicación divina llegará como ley y doctrina al cuerpo religioso; que tal revelación puede venir en cualquier momento, sobre cualquier asunto, espiritual o temporal, según la voluntad de Dios; y finalmente, que, en la mente de todo Santo de los Últimos Días fiel, tal revelación, en lo que sea que aconseje, recomiende o mande, es suprema.”
Ahora bien, caballeros, ¿me dirán cómo podríamos ser más francos o explícitos en el tema de la revelación? Y cuando ustedes nos acusan de que en este documento no hemos tratado con franqueza el tema de la revelación, ¿por qué no citaron este pasaje que acabo de leer, junto con los otros pasajes que sí citaron? ¿Acaso no estaban tratando de engañar un poco por cuenta propia? ¿Obraron con plena equidad hacia el Mensaje cuando omitieron citar este pasaje tan explícito que acabo de leer?
Se presenta una queja respecto a nuestra creencia en “Oráculos vivientes” en la Iglesia, es decir, ciertos miembros del sacerdocio que son divinamente inspirados y que pueden interpretar las revelaciones y las leyes de la Iglesia.
Bien, caballeros, ¿por qué se quejan de eso? Los libros no hacen iglesias. ¿De dónde nos llegaron las antiguas escrituras? Me refiero al Antiguo y al Nuevo Testamento. Se nos instruye en las Escrituras que ninguna profecía es de interpretación privada, sino que “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”; de allí su Antiguo Testamento y su Nuevo Testamento. Vinieron a la existencia exactamente del mismo modo que nuestras escrituras vienen a la existencia. Los oráculos vivientes hacen la escritura; las escrituras no hacen a los oráculos vivientes. Y ese es el problema con ustedes, caballeros; han estado confiando en los libros en lugar de confiar en la fuente misma de toda sabiduría, verdad y conocimiento: la inspiración y la revelación de Dios al alma humana. Ustedes son maestros formados por los libros, en lugar de maestros formados por Dios. Esa es la diferencia entre los oráculos vivientes en la Iglesia de Cristo y aquellos que hablaban como solían hacerlo los escribas y los fariseos. El pueblo en la antigüedad supo discernir la diferencia; pues decían de Jesús que hablaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas y fariseos. Estamos en armonía con todo el curso de los tratos de Dios con sus hijos en este asunto de desarrollar su palabra en su Iglesia. Sí, tenemos oráculos vivientes en la Iglesia, gracias a Dios; y cuando hablan siendo movidos por el Espíritu Santo, sus declaraciones son la misma palabra de Dios; y cuando las enseñanzas y discursos de los élderes de la Iglesia sean cribados y probados en el fuego del tiempo, mucho de lo que ellos hayan dicho se demostrará como escritura, y así la Iglesia de Cristo de esta dispensación producirá escrituras, tal como lo hizo la Iglesia de Cristo en dispensaciones anteriores.
Ahora les leo otro pasaje de esta reseña. Se presenta una queja contra nuestro Mensaje sobre la base de que trata muy brevemente—demasiado brevemente—las doctrinas de la Iglesia. No sé si no está abierto a una crítica justa en ese punto; pues nuestras doctrinas están expuestas, por decirlo así, en forma de titulares. Supongo que la Presidencia de la Iglesia no consideró que la ocasión requiriera una exposición elaborada de los principios de nuestra fe, con capítulo y versículo que diera fundamento a la autoridad en la cual descansaban. Pero la Iglesia había estado bajo el fuego de severas críticas por un período de cuatro años o más. Sus doctrinas habían sido atacadas, las prácticas de su pueblo habían sido tergiversadas, su carácter había sido difamado, y todo su “curso de conducta había sido reprobado y condenado.” Tomando en cuenta estas circunstancias, la Presidencia de la Iglesia consideró, supongo, que el tiempo era propicio para una declaración que en forma de esquema dijera al mundo lo que creemos, y corrigiera los malentendidos existentes respecto a nuestra historia pasada y nuestra posición presente. El Mensaje no fue diseñado, según entiendo, para ser una exposición completa de nuestra fe, sino una declaración de nuestra actitud presente.
Sobre la doctrina de la Deidad, estos caballeros cristianos, nuestros críticos, piensan que la declaración del Mensaje en el sentido de que creemos en la Deidad, compuesta por tres personajes individuales —Padre, Hijo y Espíritu Santo— es una afirmación que tal vez no sugiera triteísmo o materialismo a los cristianos que no estén familiarizados con los “términos teológicos” mormones. “Pero” —continúan— “cuando se conozca la doctrina completa de la Deidad tal como se enseña en las congregaciones ‘mormonas,’ se verá de inmediato que ningún cristiano puede aceptarla. De hecho” —dicen— “la Iglesia ‘mormona’ enseña que Dios el Padre tiene un cuerpo material de carne y hueso; que Adán es el Dios de la raza humana; que este Dios-Adán fue engendrado físicamente por otro Dios; que los Dioses fueron una vez como nosotros somos ahora; que hay una gran multiplicidad de Dioses; que Jesucristo fue engendrado físicamente por el Padre celestial y María, su esposa; que así como tenemos un Padre celestial, también tenemos una Madre celestial; que Jesús mismo estuvo casado, y probablemente fue polígamo.”
Permítanme decir, al tratar con este grupo de afirmaciones, que estos caballeros en ninguna parte apoyan estas acusaciones con citas de nuestras obras autorizadas, que la Iglesia acepta como vinculantes en doctrina; pero sí citan los comentarios de hombres, que a menudo expresan solo opiniones individuales. Podría, por tanto, despachar este grupo de cargos contra la Iglesia “mormona” con esta simple afirmación: la Iglesia no está obligada a defender ninguna doctrina que no se encuentre explícitamente en las obras de la Iglesia que establecen de manera autoritativa sus doctrinas. Pero no pienso despachar las acusaciones de una manera tan sencilla. Propongo enfrentarlas y responderlas, espero que para su satisfacción y la de estos caballeros.
Primero, en cuanto a que Dios tiene un cuerpo de carne y hueso —es decir, que es un ser material. Quiero averiguar qué hay de malo, de no escritural, de no filosófico o de inmoral en esa doctrina. Y para el propósito de esta discusión, voy a poner en contraste con nuestra creencia —de que Dios es un espíritu que habita en un cuerpo de carne y hueso, un hombre exaltado, un hombre perfeccionado, si se quiere— la declaración de la creencia de estos críticos respecto a la naturaleza de Dios. Y, dicho sea de paso, están tan de acuerdo en esta doctrina que el credo de la Iglesia de Inglaterra, la declaración de la iglesia episcopal sobre la doctrina, les será aceptable, no lo dudo, a todos ellos. Sobre este tema estos caballeros sostienen:
“Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo” —y ese término “cuerpo,” dicho sea de paso, no significa negar que Dios tenga un cuerpo en forma semejante al del hombre; significa que no es materia, no es material. Continúa así— “sin cuerpo, partes o pasiones; de poder, sabiduría y bondad infinitos; el Hacedor y Sustentador de todas las cosas, tanto visibles como invisibles. Y en la unidad de esta Deidad hay tres Personas de una sola sustancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.”
Respecto a Jesús, el credo dice:
“El Hijo, que es la Palabra del Padre, engendrado desde la eternidad del Padre, el mismo y eterno Dios, y de una sustancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el vientre de la bienaventurada virgen, de su sustancia; de modo que dos naturalezas completas y perfectas, es decir, la Deidad y la Humanidad, se unieron en una sola Persona, para nunca ser divididas, de las cuales resulta un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.”
Y nuevamente:
“Cristo verdaderamente resucitó de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo, con carne, huesos y todas las cosas pertenecientes a la perfección de la naturaleza humana; con el cual ascendió al cielo, y allí se sienta hasta que regrese para juzgar a todos los hombres en el día postrero.”
Fíjense bien en lo que aquí se dice de Jesús. Ustedes afirman que “la Deidad y la humanidad” en Jesús “fueron unidas en una persona,” es decir, que su espíritu y su cuerpo están unidos, nunca para ser separados o desunidos. Ahora les hago esta pregunta: ¿Es el Señor Jesucristo Dios? Sí, deben responder. Entonces, ¿no es Dios un hombre exaltado según su propio credo? Escuchen —y esta es su creencia expresada en su credo—:
“Cristo verdaderamente resucitó de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo, con carne, huesos y todas las cosas pertenecientes a la perfección de la naturaleza humana; con el cual ascendió al cielo, y allí se sienta hasta que regrese para juzgar a todos los hombres en el día postrero.”
De acuerdo con esta declaración del asunto, Jesús no ha sido disuelto en alguna esencia espiritual, inmaterial, y ampliamente difundida por el universo como una presencia etérea. No; él es un personaje sustancial, resucitado, un espíritu y un cuerpo unidos; y la “Deidad y Humanidad” que están unidas en Cristo —la humanidad y la divinidad— “nunca han de ser divididas.” Él es reconocido y adorado por ustedes, caballeros, como “verdadero Dios y verdadero Hombre.” Esto, por supuesto, difícilmente concuerda con la descripción del primer párrafo del credo citado aquí, donde se declara que Dios no es materia, es decir, que es “sin cuerpo, partes o pasiones.” Pero esa contradicción es suya, su problema, no el nuestro. Basta con que llame su atención al hecho de que la segunda parte de su credo los lleva muy cerca de la doctrina “mormona” de que Dios es un hombre exaltado y perfeccionado, puesto que Jesús, según su credo, es Dios, y sin embargo es un hombre resucitado sentado en los cielos hasta su regreso para juzgar a todos los hombres en el día postrero.
Y ahora, en cuanto a que haya más dioses que uno. Nosotros creemos en la Escritura que dice que Jesús era el resplandor de la gloria de Dios, “y la imagen misma de su sustancia” (Heb. 1:3). Y como sabemos qué clase de persona es el Cristo, quien “poseía toda la plenitud de la Deidad corporalmente;” y quien, cuando declaró que todo poder en el cielo y en la tierra le había sido dado, y estaba en el acto de enviar a sus discípulos por todo el mundo a enseñar y bautizar en la autoridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —era un hombre resucitado, inmortal, de espíritu, carne y hueso. Y puesto que, digo, la Escritura enseña que el Hijo era la imagen misma de la persona del Padre, concluimos que el Padre debe ser un personaje de espíritu, carne y hueso, tal como lo es el Hijo, Jesús. En verdad, su credo atanasiano dice que “tal como es el Padre, tal es el Hijo;” y por supuesto, se sigue que tal como es el Hijo, tal es el Padre; es decir, el Padre es un personaje de espíritu, carne y hueso, unidos en una persona, “verdadero Dios y verdadero Hombre,” igual que Jesús. Y hay dos personajes distintos, cada uno separado del otro en persona, dos individuos, pero ambos de la misma naturaleza divina; y si dos personajes distintos, individuos, pueden participar de la misma naturaleza divina, se sigue lógicamente que un número mayor que dos o tres puede participar de esa naturaleza. Y por eso las Escrituras representan en muchos lugares la existencia de una pluralidad de personajes divinos, cuántos no lo sabemos, y no importa. Pero oímos a Dios decir: “Hagamos al hombre a nuestra imagen;” “el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal;”
“Dios está en la reunión de los poderosos; en medio de los dioses juzga… Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo” (Salmos 82).
Este último pasaje de los Salmos fue citado y defendido por el Salvador como justificación de su propia afirmación de filiación divina. Y ahora, si el gran arcángel, Miguel, o Adán, está entre ese número de almas exaltadas y divinas, ¿qué más apropiado que el padre de la raza humana llegue a ser el gran patriarca presidente de nuestra tierra y de sus habitantes redimidos; y aquel con quien nuestra raza tendría más inmediatamente que ver? ¿Qué sacrilegio hay en este pensamiento? ¿No es razonable que así sea?
De su absurdo de que uno sea tres, y tres sean uno, no diremos nada, excepto remarcar que deben reformar su aritmética, si esperan que la gente sensata preste atención a sus doctrinas.
Otro punto en el que ofendemos a estos reverendos caballeros es que creemos que Jesús tuvo un Padre así como una madre. Ahora bien, caballeros, honestamente, ¿es acaso peor que haya tenido un Padre que el hecho de que haya tenido una madre? Ustedes admiten que tuvo una madre; que su cuerpo creció como el suyo en el vientre de su madre; que salió del vientre por los dolores de parto; que mamó del pecho de una mujer; que durante los meses y años de la debilidad infantil fue cuidado y guiado por la mano de una madre amorosa. Díganme, ¿es verdad que en su filosofía de las cosas está bien que Jesús tuviera una madre, pero es un terrible pecado y blasfemia pensar que tuvo un padre? ¿No es la paternidad tan sagrada y santa como la maternidad?
Escuchen, pueblo: hay algo más. Habiendo objetado a nuestra idea de que Jesús tuviera un Padre, estos singularmente piadosos caballeros ahora se vuelven y objetan a nuestra fe porque creemos que tenemos para nuestros espíritus una Madre celestial así como un Padre celestial. Ellos citan, en parte, ese magnífico himno nuestro sobre la maternidad celestial, el gran y palpitante anhelo del alma de la mujer, que fue dado a este mundo por medio de la mente inspirada de Eliza R. Snow; el himno que conocemos como “Oh, Mi Padre.”
En las Escrituras leemos:
“Tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos; ¿no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus y viviremos?”
Así que sabemos que hemos tenido un padre para nuestros espíritus; pero porque sostenemos que los espíritus de los hombres tienen también una madre en el cielo, además de un padre, he aquí que estos críticos se quejan contra nosotros. Ahora bien, observen la posición peculiar de estos críticos: Está bien que Jesús tenga una madre; pero está del todo mal que tenga un padre. Por otro lado, está bien que los espíritus de los hombres tengan un Padre en el cielo, pero nuestros críticos objetan nuestra doctrina de que tengan también una madre allí. A veces me pregunto qué es lo que pasa con ustedes, caballeros. Me cuesta clasificar sus ideas, o el tipo de seres con los que ustedes pueblan el cielo. Sin embargo, uno de los suyos ha arrojado algo de luz sobre ese asunto, y los ha clasificado —ahorrándome el trabajo— de modo que podemos comprender, hasta cierto punto, sus puntos de vista peculiares. Tengo aquí un libro que voy a usar en esta controversia. Es nuevo. Lo obtuve hace tres días, y lo he leído casi completo para estar preparado para esta ocasión. Es obra del reverendo R. J. Campbell, del City Temple de Londres, y es un tratado sobre la Nueva Teología, de la cual se habla mucho en Europa actualmente. Él describe a los ministros del evangelio y les da la clasificación a la que me referí hace un momento, y que creo debe ser válida, puesto que proviene de un ministro. Toma al hombre de negocios promedio de Inglaterra, al que llama “John Smith” para mayor conveniencia, y dice esto sobre John:
“John Smith, con quien solíamos ir a la escuela, y que desde entonces se ha convertido en un hombre de negocios británico, sólido, con pocas ideas y una tendencia hacia el conservadurismo—John es una persona fuerte, honesta, común y corriente, de quien nunca se profetizaron cosas brillantes y que nunca ha cometido ninguna. Su esposa e hijos van a la iglesia los domingos. John rara vez va, porque lo aburre, pero le gusta saber que se atienden los asuntos religiosos, y no quiere oír que su clérigo intente vuelos atrevidos. Tiene un desprecio bonachón hacia los clérigos en general, porque siente, un poco, que, como las mujeres, deben ser tratados con una reverencia medio ficticia, pero que no cuentan mucho en los asuntos ordinarios de la vida; son una especie de tercer sexo.”
Ahora bien, damas, les pido que recuerden, de paso, que estoy leyendo las palabras de otro; no son mis palabras. La frase “reverencia medio ficticia” no es mía.
Yo pienso que debemos tener una reverencia verdadera por las mujeres; nada de reverencia ficticia.
Los ministros son descritos en este pasaje como “una especie de tercer sexo,” y me inclino a pensar que eso es correcto; porque cuando un hombre en un caso objeta que una persona tenga un padre, y en otro caso considera del todo impío que las personas tengan una madre, no sé cómo más clasificarlo que como “una especie de tercer sexo”—una clase de hombre.
Parece haber objeción en la reseña a la idea de que la relación matrimonial exista en el cielo y subsista entre seres divinos. Se alza gran queja si uno sostiene que las inteligencias del cielo obedecen la ley del matrimonio. Permítanme preguntarles, caballeros cristianos: ¿Quién instituyó el matrimonio? Ustedes responderán: Dios. ¿Es santo o impío? ¿Instituyó Dios algo impío y mandó a los hombres participar de ello? Tendrán que decir que el matrimonio es santo, puesto que Dios lo instituyó. Muy bien. Entonces, si es santo, ¿cómo concluyen que será impío que los seres divinos lo practiquen? ¿No es acaso tan bueno para los seres divinos como para ustedes, hombres imperfectos? ¿Será que sus ideas sobre la relación de los sexos son tan impuras que deben considerar esa asociación como algo tan impío que no sea digno de los seres divinos?
Permítanme leerles lo que un gran autor inglés —Jeremy Taylor— dice sobre este tema del matrimonio:
“El matrimonio es la madre del mundo y preserva a los reinos, llena las ciudades y las iglesias, y el mismo cielo. Como la útil abeja, construye una casa y recoge dulzura de cada flor, y trabaja y une en sociedades y repúblicas, y envía colonias, y alimenta al mundo con delicias, y obedece y mantiene el orden, y ejerce muchas virtudes y promueve los intereses de la humanidad, y es ese estado de bien al cual Dios ha destinado la constitución presente del mundo.”
Ahora ustedes nos sermonean acerca de nuestra creencia —o de la creencia de algunos de nosotros, al menos— de que los personajes divinos se hallan en esta santa relación. Pero díganme, ¿qué es lo que ha sido la gran fuerza civilizadora de esta y de todas las demás épocas? ¿Qué es lo que mejor templa al hombre, y lo prepara para la sociedad de sus semejantes y para la santa comunión con Dios? No hay fuerza dentro de la experiencia humana que sea tan beneficiosa ni ennoblecedora para él como el amor y la devoción de una mujer pura y buena; y para la mujer no hay nada tan santificador como el amor de un hombre recto y honorable, cuyo brazo la proteja y cuyo amor la resguarde de los males del mundo. Estas relaciones, bendecidas con los frutos de su afecto en los hijos, completan el círculo de la felicidad, grandeza y exaltación del espíritu del hombre en este mundo. Es la fuerza civilizadora que sobresale por encima de todas las demás. Y aquello que santifica al hombre aquí en este mundo, puede confiarse en que no lo degradará en las eternidades por venir, sino que, al contrario, contribuirá a su exaltación y a su gloria eterna. Esa es nuestra fe, al menos, y no la cambiaríamos por todas las existencias sin sexo, hermafroditas, que sus mentes torcidas pintan con tan vivos colores.
Ofendemos de nuevo con nuestra doctrina de que los hombres son de la misma raza que los personajes divinos a quienes llamamos Dioses. Se hace gran hincapié en la idea de que creemos que “tal como es el hombre, Dios una vez fue; y tal como Dios es ahora, el hombre puede llegar a ser.” El mundo suele gritar “¡blasfemia!” y “¡sacrilegio!” cuando uno habla de tal posibilidad. Pero el mundo avanza, me complace decir. Precisamente ahora, en Inglaterra, especialmente, hay en marcha una revolución del pensamiento. Algunos han declarado que, en importancia y extensión, es tan grande como lo fue la revolución del siglo XVI, encabezada por Martín Lutero. El líder reconocido de este movimiento es el reverendo R. J. Campbell, del City Temple de Londres, cuyo libro mencioné hace un momento. Esta llamada “Nueva Teología” cuenta con el apoyo abierto del Christian Commonwealth de Londres, una publicación de gran influencia. Se ha organizado una “Sociedad para el Fomento del Pensamiento Religioso Progresista” para defender las ideas de la “Nueva Teología.” El señor Campbell cuenta entre sus defensores al Dr. John Clifford, figura principal de la iglesia bautista inglesa, y también al Dr. R. F. Horton, presidente de la London Congregational Union. En América, sus simpatizantes y sus opositores parecen ser igualmente numerosos. El señor W. T. Stead, del Review of Reviews, compara el ardor teológico actual en Londres con el que caracterizó a Alejandría en los días de Atanasio, “cuando los pescaderos en sus puestos discutían la doctrina de la Trinidad.” La contienda de lenguas ha llegado incluso a Alemania, donde el profesor Harnack, eminente teólogo, la interpreta como prueba de que “la teología formal de los credos [sus credos, caballeros] está siendo desplazada gradualmente por la teología vital de la experiencia.”
Quiero leerles algunas palabras clave de esta nueva teología que está abriéndose camino entre todas las iglesias. No es un movimiento organizado. Nadie parece saber de dónde proviene. En efecto, se habla de él como de una de esas pulsaciones de la “mente cósmica” que se mueven sobre los pueblos a intervalos y proclaman alguna gran verdad. Ahora bien, ustedes se asombrarán al conocer la verdad fundamental de este nuevo movimiento, y la gran cantidad de personas que la están aceptando como la “teología de la experiencia.” Su principio fundamental es el reconocimiento de la identidad entre la naturaleza humana y la naturaleza divina.
En prueba de ello, presento los siguientes pasajes:
“¿De dónde proviene la hostilidad tan arraigada de tantos representantes de los trabajadores hacia las iglesias? Solo puede ser del hecho de que la religión organizada ha perdido de vista, en el pasado inmediato, su propio fundamento: la divinidad del hombre.”
—Rev. R. J. Campbell, en Hibbert Journal, abril de 1907, p. 487.
“Cuando el hombre con la conciencia cargada acude a nosotros en busca de alivio, digámosle que todos llevamos la carga juntos, y que hasta que él mismo se convierta en un Cristo, todo el amor del universo vendrá en su ayuda y compartirá su lucha. Su carga es nuestra carga, la carga del Cristo encarnado para la redención del mundo.”
—Ibid, p. 493.
“El punto de partida en la Nueva Teología es la creencia en la inmanencia de Dios y en la unidad esencial de Dios y del hombre. *** Creemos que el hombre es una revelación de Dios, y el universo un medio de la auto-manifestación de Dios. *** Creemos que no hay una distinción real entre la humanidad y la Deidad.”
“Nuestro ser es el mismo que el de Dios, aunque nuestra conciencia de ello sea limitada. *** La nueva teología sostiene que la naturaleza humana debe interpretarse en términos de su propia naturaleza más elevada, por lo tanto reverencia a Jesucristo. Jesucristo fue divino, ‘pero también lo somos nosotros.’ *** Todo hombre es un Cristo potencial, o más bien una manifestación del Cristo eterno. *** La nueva teología *** es el evangelio de la humanidad de Dios y de la divinidad del hombre.”
—Campbell, London Daily Mail, citado en Current Literature, abril de 1907.
“Seguiré sintiéndome obligado a creer que el poder que produjo a Jesús debe ser al menos igual a Jesús, de modo que Jesús se convierte en mi puerta de entrada al interior mismo de Dios. Cuando lo miro, me digo: Dios es eso, y si puedo llegar a la verdad sobre mí mismo descubriré que yo también lo soy. *** En él (Jesús) la humanidad era divinidad y la divinidad humanidad. *** ¡Pero ustedes lo hacen solo un hombre! No, lector, yo no. Yo lo hago el hombre, y eso es diferente. Solo hemos visto la hombría perfecta una vez, y fue la hombría de Jesús. El resto de nosotros tenemos que llegar allí. *** Tenemos que deshacernos del dualismo que insiste en poner a la humanidad y a la Deidad en dos categorías separadas.
“Los unitarios solían declarar que Jesús era hombre, no Dios.”
“El trinitarismo sostenía que él era Dios y hombre; el pensamiento cristiano antiguo, así como el más reciente, lo considera como Dios en el hombre—Dios manifestado en la carne. Pero aquí surge un gran punto de diferencia entre la nueva teología por un lado y la ortodoxia tradicional por el otro. Esta última restringiría la descripción ‘Dios manifestado en la carne’ a Jesús solamente; la nueva teología la extendería en menor grado a toda la humanidad, y sostendría que, al final, será tan verdadero de cada alma individual como lo fue de Jesús. De hecho, es esta creencia la que da valor y significado a la misión terrenal de Jesús: él vino a mostrarnos lo que potencialmente somos.”
—The New Theology, Campbell, pp. 82–83.
Hay mucho más en el mismo sentido, que paso por alto.
Ahora voy a leerles de una autoridad superior al señor Campbell—de un hombre de ciencia, un hombre cuyos poderes intelectuales influyen en el pensamiento religioso de muchos miles en Gran Bretaña, de muchas más personas de las que el señor Campbell influye. Me refiero a Sir Oliver Lodge, quien dice en el Hibbert Journal, una de las principales publicaciones del mundo sobre teología y filosofía, en relación con la divinidad de Jesús y la identidad de la naturaleza divina y humana:
“La concepción de la Deidad formada por algunos filósofos y místicos divinos ha sido, con toda razón, tan inconmensurablemente vasta, aunque sin duda absolutamente inadecuada y necesariamente por debajo de la realidad, que la noción de un Dios revelado en forma humana—nacido, sufriendo, atormentado, muerto—ha resultado absolutamente increíble. ‘¡Un profeta crucificado, sí; pero un Dios crucificado! Me estremezco ante la blasfemia,’ es una cita conocida que no puedo verificar ahora; y sin embargo, esa aparente blasfemia es el alma del cristianismo. Nos llama a reconocer y adorar a un Dios crucificado, un Dios ejecutado. *** El mundo está lleno de hombres. Lo que el mundo necesita es un Dios. ¡He aquí el Dios! (refiriéndose, por supuesto, a Jesús). ‘La divinidad de Jesús’ es la verdad que ahora necesita ser percibida de nuevo, ser iluminada con un conocimiento renovado, ser limpiada y revivificada por la saludable oleada de escepticismo que ha pasado sobre ella; ahora puede ser liberada de todo rastro de superstición vil, y puede ser reconocida libre y entusiastamente; la divinidad de Jesús (notad—‘la divinidad de Jesús’) y de todas las demás almas nobles y santas, en tanto que también ellas han sido inflamadas por una chispa de Divinidad—en tanto que también ellas pueden ser reconocidas como manifestaciones de lo Divino.”
—Hibbert Journal, abril de 1906, pp. 654–655.
Esa es la doctrina, caballeros, que está barriendo la tierra: “la divinidad de Jesús” y la divinidad de “todas las demás almas nobles y santas”—el parentesco de los hombres con Dios. Eso es el “mormonismo,” y fue proclamado por el gran profeta del siglo XIX medio siglo antes de que estas mentes modernas despertaran a su grandeza y a su poder elevador. Me regocijo al verlo extenderse por la tierra para ser glorificado, porque en ello reconozco el principio fundamental mismo de toda religión, y de él brotan todas las relaciones que nos vinculan con todo lo que es puro, edificante y divino.
Ahora bien, no me malinterpreten. Hay mucho disparate en esta “Nueva Teología”; pero este principio fundamental es verdadero, y está en armonía con los principios que José Smith proclamó años atrás. La doctrina de la inmanencia de Dios en el mundo —por la cual entendemos el universo— y la divinidad del hombre, lejos de tener su origen hace unos quince o veinte años y de encontrar ahora su expresión en la hermosa dicción del señor Campbell, de Sir Oliver Lodge y de otros, fue enseñada por el Profeta José Smith, al menos hace más de setenta años. Respecto a la inmanencia de Dios, enseñó lo siguiente en 1832: primero declara que el espíritu de Cristo es
“en todas y por todas las cosas, la luz de la verdad; la cual verdad brilla.”
Luego añade:
“Esta es la luz de Cristo. Así como también él está en el sol, y es la luz del sol, y el poder de éste por el cual fue hecho. Así también él está en la luna, y es la luz de la luna, y el poder de ésta por el cual fue hecha. Así también la luz de las estrellas, y el poder de éstas por el cual fueron hechas. Y la tierra asimismo, y el poder de ella, aun la tierra sobre la cual estáis. Y la luz que ahora brilla, la cual os da luz, es por medio de él que ilumina vuestros ojos, la cual es la misma luz que vivifica vuestros entendimientos; la cual luz procede de la presencia de Dios para llenar la inmensidad del espacio. La luz que está en todas las cosas; la cual da vida a todas las cosas; la cual es la ley por la que todas las cosas son gobernadas; aun el poder de Dios que se sienta en su trono, que está en el seno de la eternidad, que está en medio de todas las cosas.”
El profeta además declaró, en 1833, que:
“Los elementos son eternos, y el espíritu y el elemento inseparablemente unidos reciben una plenitud de gozo. Los elementos son el tabernáculo de Dios; sí, el hombre es el tabernáculo de Dios, aun templos.”
Repito, hay mucho en la llamada “Nueva Teología” que no podemos aceptar, como la negación de la expiación, su trato de las Escrituras y cosas semejantes; pero en lo que respecta a estos principios fundamentales —la inmanencia de Dios en el mundo y la identidad de la raza del hombre con los seres divinos— no puede haber cuestión acerca de su veracidad. Y aquellos cristianos que no aceptan estas ideas no están avanzando con la amplia línea de pensamiento de las revelaciones de Dios sobre estos asuntos.
Pasamos ahora al tema del sacerdocio. Declaran los críticos que la enseñanza de la Iglesia sobre esta doctrina importante no está presentada con franqueza en nuestro Mensaje. Luego nos dan una larga serie de citas, la mayoría de ellas del Seer, sobre el tema del sacerdocio; e insisten en que el sacerdocio implica la posesión y el ejercicio de un poder arbitrario en todas las cosas, tanto en lo espiritual como en lo temporal. Les leo un pasaje o dos del Mensaje sobre el tema del sacerdocio para que vean la injusticia de esta acusación:
“Afirmamos que para administrar en las ordenanzas del evangelio, la autoridad debe ser dada de Dios; y que esta autoridad es el poder del santo sacerdocio.
“Afirmamos que mediante el ministerio de personajes inmortales, el santo sacerdocio ha sido conferido a los hombres en la edad presente, y que bajo esta autoridad divina la Iglesia de Cristo ha sido organizada.”
Los críticos citan hasta aquí, y luego se detienen para observar —pero sin volver a citar del Mensaje—: “Así se declara; pero la enseñanza de la Iglesia sobre esta doctrina importante no está aquí presentada con franqueza.” Entonces, ¿por qué no fueron ustedes, críticos, a otra parte del documento donde el asunto está expuesto de manera más explícita y lo citaron? Siguiendo al fragmento que sí citan, ocurre este pasaje que declara los propósitos expresos para los cuales fue dado el sacerdocio:
“Proclamamos que los objetos de esta organización son: la predicación del evangelio en todo el mundo, la congregación de Israel esparcido y la preparación de un pueblo para la venida del Señor.”
Pero ustedes, críticos, dicen que este “poder se extiende no solo a las cosas espirituales, sino también a los asuntos seculares.” Dentro de ciertos límites, concedido; y el reconocimiento de este hecho se encuentra en el mismo Mensaje al que ustedes acusan de falta de franqueza. Aquí está el pasaje:
“Que la Iglesia reclama el derecho de aconsejar y orientar a sus miembros en asuntos temporales así como en asuntos espirituales, se admite. Los principales oficiales de la Iglesia, hombres de experiencia práctica en la vida pionera, han ayudado al pueblo a establecer colonias en todo el oeste intermontañoso, y les han dado, gratuitamente, el beneficio de su más amplio conocimiento de las cosas, mediante consejo y dirección, los cuales el pueblo ha seguido para su provecho; y tanto la sabiduría de los líderes como el buen juicio del pueblo se ven reivindicados en los resultados alcanzados. Todo esto se ha hecho sin el ejercicio de poder arbitrario. Ha resultado de consejos sabios, dados persuasivamente y seguidos de buena gana.”
Pero ustedes insisten en que hay “tiranía y gobierno arbitrario” sobre una comunidad que respalda las elevadas prerrogativas del sacerdocio. Yo niego la existencia de tal tiranía como hecho entre el pueblo “mormón” que respalda las altas prerrogativas del sacerdocio; y niego la existencia de poder arbitrario como doctrina de la Iglesia, y lo mismo hace el Mensaje que ustedes pretenden reseñar. Aquí está el pasaje:
“‘Negamos la existencia de poder arbitrario en la Iglesia’ [¿por qué no citaron eso, caballeros?]; ‘y esto porque su gobierno es puramente un gobierno moral, y sus fuerzas se aplican por medio de la bondad, la razón y la persuasión. El gobierno por el consentimiento de los gobernados es la norma de la Iglesia.’”
A continuación, un resumen de la palabra del Señor, estableciendo los principios sobre los cuales debe administrarse el gobierno de la Iglesia:
“Los derechos del sacerdocio están inseparablemente ligados con los poderes del cielo, y los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino únicamente sobre los principios de justicia. Que sean conferidos a los hombres, es cierto; pero cuando estos intentan encubrir sus pecados, o satisfacer su orgullo, su vana ambición, o ejercer control, o dominio, o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, el Espíritu del Señor se aflige; y cuando se retira, amén al sacerdocio o a la autoridad de ese hombre. Ningún poder o influencia puede ni debe mantenerse por virtud del sacerdocio, sino únicamente por persuasión, por longanimidad, por mansedumbre y humildad, y por amor sincero; por bondad y conocimiento puro, lo cual ensanchará grandemente el alma, sin hipocresía y sin engaño.”
Caballeros, esos son nuestros principios. ¿Por qué no los citaron de manera justa y completa, en lugar de acusarnos de poder arbitrario, cuando está expresamente negado en lo que nosotros consideramos la misma palabra de Dios? Y ahora bien, ustedes dicen: “dado el poder del sacerdocio ‘mormón,’ que no se use es incompatible con los hechos conocidos de la naturaleza humana.” Bueno, si llega a intentar ejercer poder arbitrario, será en violación de nuestros principios, y no en armonía con ellos; y ese hecho proporciona una base para la corrección de cualquier abuso que pueda surgir.
Y si bien es cierto que aquí y allá, a lo largo de una larga experiencia, puede haber habido casos individuales de ejercicio de gobierno arbitrario en la Iglesia, sin embargo, hablando del sacerdocio de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en su conjunto, les desafío a que dupliquen la misma conducta honorable en cualquier otra parte de la experiencia de los hombres, donde aquellos a quienes se confió poder se hayan abstenido tan uniformemente de abusar de él mientras ejercían las funciones de gobierno.
Los Santos de los Últimos Días aman a sus líderes, vivos y muertos, y no sin razón, se los aseguro; porque estos hombres han trabajado a tiempo y fuera de tiempo, persuadiendo, aconsejando, orientando y velando por los intereses de su pueblo con un desinterés que nos dice algo del amor de Dios, y eso sin esfuerzo por engrandecimiento personal ni enriquecimiento. Las vidas y labores del sacerdocio son una vindicación de su origen y espíritu divinos.
La reseña además dice que, una vez que “se admite la pretensión de la Iglesia respecto a su sacerdocio, la pretensión de jurisdicción en asuntos civiles lógicamente sigue.” Pero, caballeros, ¿por qué no señalaron el hecho, o al menos admitirlo en alguna forma, de que el Mensaje que estaban reseñando exceptuaba enfáticamente de su jurisdicción la esfera del gobierno civil? Ustedes podrían haber edificado a aquellos a quienes tanto desean ilustrar con pasajes como estos:
“Las leyes que habéis recibido de mi mano son las leyes de la Iglesia, y bajo esta luz las presentaréis.”
Es decir, ninguna ley o regla promulgada, o revelación recibida por la Iglesia, ha sido promulgada para el Estado. Tales leyes y revelaciones como las que se han dado son únicamente para el gobierno de la Iglesia. Sobre el tema de las relaciones de la Iglesia y el Estado, el Mensaje dice:
“La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días sostiene la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado; la no injerencia de la autoridad eclesiástica en asuntos políticos; y la absoluta libertad e independencia del individuo en el cumplimiento de sus deberes políticos. Si en algún momento ha habido conductas en desacuerdo con esta doctrina, ha sido en violación de los principios y de la política bien establecidos de la Iglesia.
“Declaramos que, por principio y por política, favorecemos:
—La absoluta separación de la Iglesia y el Estado;
—Que no haya dominio del Estado por parte de la Iglesia;
—Que no haya interferencia de la Iglesia en las funciones del Estado;
—Que no haya interferencia del Estado en las funciones de la Iglesia, ni en el libre ejercicio de la religión;
—La absoluta libertad del individuo respecto al dominio de la autoridad eclesiástica en los asuntos políticos;
—La igualdad de todas las iglesias ante la ley.”
Ahora vuelvo a leer de la reseña, y esta vez trato con un pasaje que los mismos críticos dicen que “empequeñece todo lo mencionado en el Mensaje.” Veremos qué resulta de ello:
“Aparentemente, el fundamento de la Iglesia ‘mormona’ está en el Libro de Mormón, en Doctrina y Convenios, en La Perla de Gran Precio, y en el testimonio de los oráculos vivientes dados de tiempo en tiempo. Pero quien profundice hasta el cimiento más bajo hallará que, al final, todo descansa sobre las supuestas visiones de José Smith. Cuando cualquier asunto de vital importancia se presenta para la creencia de la humanidad, si ese asunto, ya sea en su naturaleza o en las circunstancias que lo acompañan, se halla muy fuera de lo ordinario, un debido respeto por la inteligencia humana exige que, cualquiera que sea el testimonio presentado en su apoyo, sea apuntalado por pruebas corroborativas. Pero aquí tenemos un sistema de religión que reclama autoridad exclusiva por ser el único divinamente acreditado. Pide la aceptación de la humanidad sobre la base de estar así acreditado. Anathematiza a todos los que finalmente lo rechazan. Y, sin embargo, esta religión, que hace una pretensión tan asombrosa, está fundada en la afirmación sin apoyo de un joven cuya probidad nunca estuvo tan bien establecida como para que su simple palabra fuera aceptada en relación con algún asunto que trascendiera la observación y experiencia ordinarias; y esa afirmación toca apariciones sobrenaturales y mensajes que, si fueran ciertos, serían de la mayor importancia para la humanidad; y, sin embargo, esa afirmación carece por completo de pruebas corroborativas.”
Caballeros—caballeros cristianos—ustedes que son tan exigentes en cuanto a la franqueza, ¿han hablado con verdad aquí, y en un asunto que ustedes mismos dicen empequeñece todo lo demás mencionado en el Mensaje? ¿Qué hay del testimonio de tres testigos especiales, quienes afirman que estuvieron con José Smith envueltos en visión abierta, a la luz del día; quienes dan su más solemne aseveración de que un santo ángel vino a su presencia en esa ocasión, puso delante de ellos ciertos documentos antiguos, les pasó las hojas, conversó con ellos, y al mismo tiempo escucharon la voz de Dios declarando que la traducción del Libro de Mormón por José Smith era verdadera, y les mandó que dieran testimonio de ello a todo el mundo—lo cual hicieron, con sus propias firmas, y ese testimonio se imprime en cada edición del Libro de Mormón? ¿Qué hay del testimonio de otros ocho testigos, a quienes José Smith entregó el libro de planchas, y ellos lo manipularon, lo pesaron, lo pasaron de mano en mano y examinaron las inscripciones grabadas en él; y dieron su testimonio al mundo en ese sentido, testimonio que se ha publicado con cada edición del Libro de Mormón entregada al mundo? ¿Pasaron por alto este testimonio corroborativo? ¿Es cierto que prestaron tan poca atención al tema que estaban reseñando, que pudieron hacer una falsa declaración de la clase que acabo de mencionar? ¿Estaban tan poco familiarizados con ello? ¿Debemos pensar que son tan torpes? Y si los eximimos de estupidez, ¿qué entonces? ¿No debemos pensar que incurrieron en falsedad? ¿Qué hay del testimonio de Oliver Cowdery, quien estuvo envuelto en visión en el templo de Kirtland junto con José Smith? ¿Y de Sidney Rigdon, envuelto en visión con José Smith, de la cual resultó su testimonio conjunto respecto a esa revelación tan grandiosa jamás dada al hombre sobre la doctrina de los grados de gloria futuros en los cuales los hombres vivirán en las eternidades? No deseo usar lenguaje áspero; no diré que ustedes mintieron de manera voluntaria, maliciosa, grave y atroz; porque aunque todo eso podría ser cierto, uno sería acusado de dureza si lo dijera; pero sí diré que han economizado la verdad, y pueden arreglarlo con sus propias conciencias.
Nuestro tema aumenta en interés a medida que lo tratamos, y quizá sea bueno que así sea, de otro modo su interés podría decaer. Llegamos ahora a un tema muy interesante: el del poligamia. Este es el tema predilecto de los críticos, y por lo tanto no lo pasaremos por alto sin decir nada al respecto. Lo mejor será leer lo que ellos dicen en este punto:
“No tenemos manera de saber hasta qué punto se ha discontinuado la práctica del matrimonio plural en la Iglesia ‘mormona,’ puesto que no se guardan registros de tales matrimonios accesibles al público. Que ha habido casos de tales matrimonios desde el acuerdo de la Iglesia de discontinuarlos, lo sabemos; que no pueden celebrarse sin la sanción de los oficiales acreditados de la Iglesia, es indudable; que, hasta donde llega el conocimiento público, ningún oficial que haya podido celebrar tales matrimonios ha sido disciplinado por ello, es seguro.”
En todo esto uno no puede menos que creer que estos caballeros no son del todo francos respecto a este asunto. No creo que en el estado de Utah haya alguien, dentro o fuera de la Iglesia, que no crea que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días ha detenido la práctica de, o la sanción y realización de, matrimonios plurales. Opino que todo el mundo está convencido al respecto.
Se requiere tiempo para el asentamiento de cuestiones como las involucradas en el sistema del matrimonio plural, tal como se practicó en otro tiempo en la Iglesia. Ninguna proclamación se entiende por completo al principio. Diferencias de opinión y variedad de interpretaciones son inevitables en asuntos de esta índole. Y cuando se hizo el anuncio en el manifiesto del presidente Woodruff de la discontinuación del matrimonio plural, y se dio el consejo de que nuestro pueblo no contrajera matrimonios contrarios a la ley, surgió en la mente de algunos la pregunta de si esa prohibición no se limitaba a los matrimonios dentro de los Estados Unidos, y si abstenerse de contraer tales matrimonios dentro de los Estados Unidos no bastaría para cumplir el pacto y acuerdo implícito en el manifiesto. El asunto fue discutido a favor y en contra. Finalmente, sin embargo, la conclusión fue inevitable: que el manifiesto prohibía los matrimonios plurales en todo el mundo; porque la Iglesia no es una iglesia local; no es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días solo para los Estados Unidos, sino que es una Iglesia mundial; y cuando su conferencia general habla, habla para toda la Iglesia en todo el mundo. Por lo tanto, digo, la conclusión fue inevitable de que los matrimonios plurales estaban prohibidos en todas partes; y cuando algunos hombres sostuvieron tenazmente la opinión contraria, que no era así, sino que la Iglesia cumplía su acuerdo de discontinuar el matrimonio plural absteniéndose de realizarlos dentro de los Estados Unidos—cuando se persistió en ese punto de vista, digo, no quedó más que concluir que tales personas estaban fuera de armonía con la Iglesia. Dos de los Doce Apóstoles sostuvieron esa opinión; fueron declarados por sus compañeros como fuera de armonía con sus hermanos en estos asuntos, presentaron sus renuncias, las cuales fueron aceptadas; y desde ese momento no ha habido cuestión en la Iglesia, ni fuera de ella, sobre dónde se encuentra la Iglesia en cuanto al tema de la discontinuación de los matrimonios plurales, y no creo que haya duda sobre este asunto en las mentes de los caballeros que formularon esta reseña.
[En confirmación de esto presento la carta de renuncia de John W. Taylor:]
“SALT LAKE CITY, 28 DE OCTUBRE DE 1905.
“Al Consejo de los Doce Apóstoles:
“QUERIDOS HERMANOS:—Por la presente les presento mi renuncia como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, pues me es claro que he estado fuera de armonía con ustedes en algunos asuntos muy importantes que aparentemente han traído oprobio sobre la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.”
“Deseo declarar, en primer lugar, que no he violado las leyes de los Estados Unidos, ni del Estado de Utah, en relación con matrimonios polígamos o plurales; asimismo, que las autoridades de la Iglesia no me han dirigido ni autorizado a hacerlo, ni a hacer nada contrario a las reglas de la Iglesia tal como fueron adoptadas por ese cuerpo.
“Pero encuentro que he estado en desacuerdo con dichas autoridades en cuanto al alcance y significado del manifiesto emitido por el presidente Woodruff y adoptado por la conferencia general, el 6 de octubre de 1890, y también en cuanto al significado de la última cláusula de la petición de amnistía al presidente Benjamin Harrison en diciembre de 1891. Siempre he creído que el gobierno de los Estados Unidos tenía jurisdicción únicamente dentro de sus propios límites, y que la expresión ‘leyes de la tierra’ en el manifiesto significaba meramente las leyes de los Estados Unidos. Ahora descubro que esta opinión es diferente a la expresada por las autoridades de la Iglesia, quienes han declarado que la prohibición de los matrimonios plurales se extendía a todo lugar y a toda parte de la Iglesia. Es sin duda cierto que esta interpretación del asunto fue dada por el presidente Woodruff y otros, pero nunca la he considerado vinculante para mí ni para la Iglesia, porque [tal interpretación] nunca fue presentada para ser adoptada por ‘consentimiento común,’ como lo fue el manifiesto mismo, y he disputado su autoridad como ley o regla de la Iglesia.
“Reconozco que recibí una solicitud del presidente Joseph F. Smith, por carta, para presentarme como testigo en el caso Reed Smoot ante el comité del Senado sobre Privilegios y Elecciones, pero me negué a hacerlo porque, aunque reconocí su derecho a dirigirme en los asuntos de la Iglesia, no creí que su autoridad se extendiera a los asuntos civiles en la medida en que yo debiera exponer mis asuntos familiares y ser interrogado y exhibido al escarnio público, como lo fueron algunos de mis hermanos ante ese cuerpo, y aún sostengo las mismas opiniones respecto a ese asunto.
“En vista de que no he estado en armonía con mis hermanos en estos temas, y he sido cuestionado respecto a ellos, ahora me someto a su disciplina y, para evitar mayor controversia, presento mi renuncia, esperando tal clemencia en mi caso como ellos juzguen justa y misericordiosa.
“Su hermano,
(Firmado) JOHN W. TAYLOR.”
[La explicación que acompañó la renuncia del élder Cowley fue de naturaleza similar.]
Otra queja de nuestros críticos es que la poligamia solo se ha abrogado en cuanto a su práctica, y que la creencia en la divinidad del principio aún es sostenida por los Santos de los Últimos Días.
Pues bien, caballeros, ¿qué hay con eso? ¿De quién es asunto? ¿Sostienen que ustedes pueden entrar en el sagrado recinto de la mente y arrancar nuestras opiniones? Su ley les da el derecho de castigar los actos externos; pero ustedes no tienen ley ni derecho alguno para entrar en el dominio de la conciencia e interferir con lo que allí se sostiene como verdad. ¡Manos fuera de aquí! Nuestra creencia es nuestra. Tenemos derecho a nuestras opiniones. Si ustedes no las creen, eso no nos afecta; nosotros sí. Y si no han logrado convertirnos, no podemos evitarlo. Ustedes han obtenido todo lo que merecen de esta controversia sobre nuestro sistema matrimonial.
Propiamente, esta era una cuestión que pertenecía al dominio de la razón, de las Escrituras y de la polémica. Ustedes debieron habernos convencido, como ministros de Cristo, mediante la palabra de Dios y la naturaleza de las cosas involucradas, de que el principio mismo era falso. Pero no se contentaron con dejarlo al arbitraje de la discusión y la razón; tuvieron que jugar con los prejuicios de las masas e inducirlas a bombardear al Congreso con sus peticiones hasta que su legislación enemiga quedó inscrita en los estatutos; y se declaró la cruzada contra la práctica de nuestro sistema matrimonial, y aquellos que lo practicaban fueron perseguidos con incesante vigor durante años. Finalmente cedimos a la fuerza superior, no a sus argumentos, porque los enfrentamos con éxito.
¿Recuerdan la ocasión, no es cierto?, en que el capellán del Senado de los Estados Unidos vino a este mismo foro, y aquí discutió la cuestión, “¿Sanciona la Biblia la poligamia?” Que su campeón fue vencido en el debate lo evidencia el hecho de que publicamos como documento de campaña ambos lados de la discusión Pratt-Newman.
Si ustedes no nos han convencido de lo incorrecto de nuestros principios, debe ser por la debilidad de su razonamiento, la flojedad de sus argumentos, y deben contentarse con el resultado mientras nosotros no llevemos a la práctica ese principio en el que creemos. Tenemos derecho a nuestra creencia en esa o en cualquier otra doctrina como principios abstractos, ya sea que nuestra creencia les guste o no; y tenemos derecho a expresar libremente esa creencia, y si no les gusta, pueden irse al diablo.
De nuevo dice la reseña:
“No se hace ninguna negación de la práctica de la vida polígama. El ‘Mensaje’ admite que las cifras oficiales recogidas muestran 897 polígamos varones en el año 1902. El hecho de que no se citen informes posteriores lleva a la creencia razonable de que desde esa fecha el número de polígamos varones no ha disminuido, sino más bien aumentado.”
Es cierto que el Mensaje no lleva las cifras más allá de los 897 en 1902; pero el Mensaje sí dice: “y muchos de éstos han fallecido desde entonces.” Además, hubo una declaración hecha en el pleno del Senado de los Estados Unidos, basada en cifras oficiales, en el sentido de que el número había sido reducido al menos a 500. He aquí el pasaje:
“Se han tomado y preservado estadísticas cuidadosas, que se encontrarán en el testimonio, las cuales muestran que este número ha disminuido gradualmente hasta que, en el momento en que concluyó el testimonio [ante el comité del Senado sobre Privilegios y Elecciones a cargo del caso Smoot], no existían más de quinientos de tales hogares.” —(Congressional Record, p. 3269.)
Ahora bien, caballeros, aquí tuvieron una oportunidad de ejercer un poco de generosidad en lugar de manipular con supuestas condiciones en Utah, para así expresar su creencia de que estos casos de vida polígama han aumentado en lugar de disminuir. Podrían haber llamado la atención sobre los hechos reales del caso—que se dijo en el pleno del Senado de los Estados Unidos que la reducción había sido a 500, y que el tiempo pronto borraría esta cuestión de entre nuestros problemas.
Discutamos por un momento este tema de la vida polígama. Sin duda es un problema difícil. Ha sido difícil para algunos pocos hombres discernir la línea del deber en este asunto; pero, gracias a Dios, la mayoría de nuestros hermanos no han encontrado difícil determinar cuál era su deber en el asunto. No obstante que mediante interpretaciones se ha hecho que el significado del Manifiesto cubra tanto la vida polígama como los nuevos matrimonios; y lógicamente, por mucho que haya sido mal entendido, esa conclusión era inevitable; y se concede que la ley de la nación prohíbe la continuación de estas relaciones—sin embargo, frente a estas condiciones, los hombres han concluido que sus obligaciones morales hacia sus familias exigían que permanecieran fieles a las relaciones en que habían entrado de buena fe y bajo lo que ellos consideraban las sanciones de la ley de Dios.
Ustedes, caballeros de la Asociación Ministerial, me hacen el honor de citar algunas palabras mías pronunciadas hace siete años, mientras asistía al Congreso, intentando mantener el escaño que me había sido otorgado por sufragio del pueblo de mi estado. Deseo ahora repetir lo que dije entonces, aunque en mejor forma, porque las palabras que pronuncié en aquel tiempo fueron algo distorsionadas en el informe que se hizo de ellas—no intencionalmente distorsionadas por el señor Arthur McEwen, quien las reportó. Lo diré en su favor porque lo creo, y él ha muerto recientemente. Pero en cuanto a mí, me mantengo exactamente donde estaba hace siete años, a saber: que aunque la Iglesia se haya pronunciado contra la continuación de esa relación contraída bajo sus sanciones, aunque el estado por estatuto se haya pronunciado contra ella, ni la Iglesia ni el estado pueden disolver las obligaciones morales que siento que debo cumplir en lo que considero un deber moral.
Les pido, caballeros, que consideren esta proposición. ¿Qué impulsa esta fidelidad a esas relaciones en mí mismo y en otros hombres de nuestra Iglesia? Deben conceder que la mayoría de los involucrados en estas relaciones han pasado de la mediana edad. Han entrado en el período de la “hoja marchita y amarillenta.” No pueden decir que su conducta se vea impulsada por pasión o lujuria; “porque el ímpetu en la sangre ya se ha enfriado y espera al juicio.” ¿Qué es entonces lo que impulsa a tantos hombres y mujeres en la Iglesia “mormona” a permanecer fieles a esas relaciones contraídas en el matrimonio plural? Se miran unos a otros al rostro—la lozanía de la juventud ha pasado, el brillo del ojo se ha atenuado un tanto, la agilidad de la forma se ha desvanecido. Pero estos hombres y mujeres han vivido sus vidas bajo circunstancias que tienden a estrechar los lazos entre ellos. Las pruebas de la vida, aun bajo circunstancias ordinarias, producen ese efecto; pero cuando lo que consideran opresión y peligro los rodea, ello tiende aún más a unirlos estrechamente en sus afectos.
Estos hombres y mujeres han soportado toda clase de pruebas unos por otros, además de las pruebas ordinarias de la vida. Ellos, al igual que los monógamos, han permanecido con las manos entrelazadas junto a tumbas abiertas, y han conocido los efectos purificadores de los grandes dolores. Además de tales experiencias, muchos de los hombres han soportado exilio e incluso encarcelamiento, y las esposas han sido desterradas de sus hogares, de sus parientes y amigos, y han echado su suerte entre extraños antes que romper los lazos que las unían a sus esposos; y tras todo esto estaba la convicción de que estaban sirviendo a Dios—defendiendo un principio que él había revelado y que les confió para vindicarlo y hacerlo honorable entre los hombres.
Estos son hechos bien conocidos en esta comunidad. Estos hombres y mujeres no pertenecían al elemento criminal: su conducta no fue impulsada por el deseo de desafiar la ley; actuaban y actúan ahora desde los más altos y nobles motivos—la convicción religiosa del deber. Y así digo, como uno de este número—por mí mismo—me mantengo exactamente como siempre lo he hecho respecto a esta cuestión de cumplir la obligación que estas relaciones han impuesto; y, en la medida de lo posible, aún responderé a los dictados del honor. Leeré mi deber a la luz de la conciencia que Dios me da—responderé a la voz del amor y del honor—y ustedes, críticos, pueden sacar de ello el provecho que deseen.
[Ustedes dirán que tal actitud es inconsistente con las declaraciones de los líderes de la Iglesia ante los tribunales, y especialmente ante el Comité Senatorial de Privilegios y Elecciones. Pues bien, que así sea entonces. Es una inconsistencia que tiene como trasfondo los impulsos del honor, y bajo tales circunstancias, por mi parte, confiaré en que Dios perdone tal inconsistencia.]
Se dice por ustedes, caballeros, que ninguna disculpa puede blanquear la ilegalidad de José F. Smith. Caballeros, su conducta no necesita disculpa, su honor no necesita vindicación, su posición no necesita defensa; solo necesita ser expuesta. Y como ustedes no la han expuesto, lo haré yo; o mejor aún, dejaré que él mismo lo haga. En una ocasión reciente, ante el tribunal de esta ciudad, el presidente Smith pronunció estas nobles palabras:
“En el entendimiento tácito y general que hubo en 1890, y en los años posteriores, respecto a lo que se clasificaba como los antiguos casos de cohabitación, he apreciado la magnanimidad del pueblo estadounidense al no aplicar una política que, en sus mentes, era innecesariamente dura, sino que dejó la solución de este difícil problema al progreso del tiempo.
“Desde los años 1890 una gran proporción de las familias polígamas han dejado de existir, hasta que ahora el número dentro de la jurisdicción de este tribunal es pequeño, y los matrimonios en violación de la ley han sido y ahora son prohibidos. En vista de esta situación, que ha fijado con certeza un resultado que puede fácilmente evaluarse, las relaciones familiares en los antiguos casos de aquel tiempo han sido en general dejadas sin perturbación.
“En cuanto a mi propio caso, yo, al igual que otros que habíamos contraído solemnes obligaciones religiosas, procuré en lo posible cumplir con todos los requerimientos relativos a la difícil posición en la que nos encontrábamos. Me he sentido seguro en la protección de aquel sentimiento magnánimo que se extendió como rama de olivo en 1890 y en los años posteriores a esos antiguos casos de relaciones familiares plurales que entraban dentro de su alcance, como era el mío.
“Cuando acepté el manifiesto emitido por el presidente Woodruff no entendí que se esperaba que abandonara y desechara a mis esposas. Conociendo los sagrados convenios y obligaciones que había asumido en razón de estos matrimonios, he procurado conscientemente cumplir con las responsabilidades que de ellos se derivan sin ser ofensivo para nadie. Jamás he ostentado mis relaciones familiares ante el público, ni he sentido espíritu de desafío contra la ley; sino que, por el contrario, siempre he deseado ser un ciudadano respetuoso de la ley.
“Al considerar la difícil posición en que me he visto, confío en que vuestra señoría ejercerá tal clemencia en su sentencia como la ley y la justicia permitan.”
Digo que la posición de José F. Smith solo necesita ser declarada al mundo, y la hombría de América aplaudirá su actitud, a pesar de las asociaciones ministeriales de cabellos largos y las organizaciones femeninas de cabellos cortos que opinen lo contrario.
Pero, ¿qué sentido tiene hablarles en este tono a ustedes, caballeros? Esta es una cuestión para estadistas, y a ustedes no se les puede acusar de poseer tales cualidades. Eso, sin embargo, quizás sea más bien su desgracia que su culpa. Cuando tomo en cuenta el capital intelectual y físico con el que ustedes comienzan la vida, a veces me maravilla que hayan llegado tan lejos. Su vocación no siempre es dejada a su propia elección. La posición con frecuencia es escogida para ustedes por sus padres, teniendo en vista sus dotes físicas e intelectuales. El ministerio es generalmente reconocido como una profesión distinguida. Promete cierta posición social. Los libra del polvo, del sudor y de la labor física de la vida de un obrero, y del sudor mental de la vida y lucha profesional secular. Los saca del torbellino del comercio y de los negocios, y de los fieros combates de la vida política, y de los peligros de una carrera en el ejército o en la marina.
Luego, ustedes saben, como clase, no eran físicamente fuertes; una proporción mayor de su número son tuberculosos, neuróticos, anémicos, paranoicos y cosas semejantes, que en cualquiera de las demás profesiones; y así, con frecuencia, esta profesión distinguida es seleccionada para ustedes por sus padres, y por las razones aquí expuestas. Existen excepciones individuales, por supuesto, pero estoy hablando de ustedes como clase. Una vez seleccionada su vocación, pasan a las escuelas, colegios y universidades, y allí siguen un curso de estudios bastante “de guante blanco.” No necesitarán mucho de matemáticas, así que prestan poca atención a esa materia; necesitarán más de bellas letras, de filosofía moral y metafísica, de lenguas y retórica, y de elocuencia. Así van sus estudios por esos caminos, y tras completar este curso ustedes pasan de sus colegios a los púlpitos para instruir al mundo, sabiendo al mismo tiempo menos sobre ese mundo que cualquier otra clase de hombres.
Luego, entrando en ese mundo, pronto quedan confinados a una porción muy estrecha de él. Por lo general, tienen que ver más con bautizos, bodas y funerales; pero donde más brillan es en los actos sociales, más especialmente en los “tés rosados.” De modo que, considerando todo, ni por sus dotes originales ni por sus circunstancias ni por su formación están preparados para enfrentar las grandes cuestiones que conciernen a la humanidad.
Como se dijo en el pasaje que leí hace un momento del libro del señor Campbell, su clase “no cuenta para mucho en los asuntos ordinarios de la vida.” En las cuestiones prácticas ustedes quedan relegados a la retaguardia, y su influencia en la vida comunitaria decrece más y más con el paso de los años. ¿Creen que exagero el caso? Entonces permítanme citarles lo que uno de los suyos mismos dice de ustedes—otra vez el señor Campbell en su libro moderno, ya citado. Antes de dar la cita, sin embargo, permítanme declarar que no existe animosidad personal de mi parte hacia ustedes. Todo lo que digo lo expreso con el mejor ánimo. No hablo con malicia respecto a ustedes, sino con base en la experiencia. He estado tratando con su clase, caballeros, por treinta años ya; y he tenido controversias de diversos tipos con ella durante ese tiempo, y los conozco, como clase, bastante bien. Hablo desde la experiencia, no desde la malicia; y al compararlos como clase con otras clases de hombres que he conocido, es una simple y solemne verdad que ustedes son, como clase, estrechos, intolerantes, fanáticos, mezquinos; y digo esto con el mejor de los ánimos. Y ahora el pasaje del libro del señor Campbell. Hablando del declive del cristianismo organizado y de su ministerio, dice:
“Durante una generación o más, en todas partes de la cristiandad ha habido una constante deriva lejos de la religión organizada tal como la representan las iglesias, y se pregunta seriamente si el cristianismo podrá por mucho tiempo sostenerse. Los polemistas protestantes suelen llamar la atención sobre el descenso de la asistencia a la iglesia en los países latinos como evidencia de la decadencia del sacerdotalismo, particularmente en la iglesia de Roma. Pero fuera de los países latinos no es un ápice más notorio en la iglesia de Roma que en cualquier otra iglesia. Las masas del pueblo, por un lado, y las clases cultas, por el otro, se están volviendo cada vez más extrañas a la religión de las iglesias. Un diario londinense hizo un censo religioso hace algunos años y demostró que cerca de una quinta parte de la población de la metrópoli asistía al culto público, y esto fue una estimación generosa. Las mujeres, que son más emocionales, más reverentes y más dóciles a la autoridad externa que los hombres, suelen formar la mayoría de los asistentes a un servicio ordinario. El señor Charles Booth, en su gran obra La vida y el trabajo del pueblo en Londres, afirma que las iglesias están prácticamente sin influencia alguna sobre la vida comunal. Creo que esto es una exageración, pero difícilmente se negará que el hombre medio, trabajador, comerciante o profesional, ve a las iglesias casi con indiferencia. En muchos casos esta indiferencia se convierte en hostilidad o desprecio. Los hombres inteligentes prestan poca atención a los predicadores y sermones, y el laico de mentalidad teológica es una rareza digna de mención. Lo más significativo de todo, quizá, es el hecho de que gran parte del fervor moral de la nación y del esfuerzo redentor social existe completamente fuera de las iglesias. * * * El hecho simple y llano sigue siendo que las iglesias como tales cuentan cada vez menos en la civilización en general y en nuestra propia nación en particular. Uno de los más capaces de nuestros jóvenes miembros del Parlamento, un hombre de fuertes convicciones religiosas y simpatías sociales, declaró recientemente que estábamos presenciando el espectáculo melancólico de toda una civilización alejándose de la fe de la cual había surgido.”
Como ya lo indiqué, deseaba leerles este pasaje para que sepan que mi acusación de que el pueblo se está alejando de las influencias de las iglesias y del ministerio no fue hecha a la ligera. Por supuesto, el declive de la influencia de las iglesias marca también el declive de la influencia del ministerio, de ahí la pertinencia de esta cita. Lo que dice esta autoridad sobre las condiciones en Inglaterra es igualmente, y con más énfasis aún, cierto respecto a nuestro propio país. Es decir, el declive de la influencia del ministerio y de las iglesias en los Estados Unidos es más marcado que en Inglaterra.
Los ministros, entonces, no cuentan para mucho cuando se trata de tratar cuestiones prácticas. Y las condiciones que han existido y existen en Utah, y que nos llegan de un pasado notable relacionado con nuestros antiguos matrimonios plurales, son cuestiones prácticas. Cuestiones para estadistas, no para sacerdotes sectarios con su noción infantil de las cosas. Es una cuestión para hombres de sangre y de cerebro, y cuando fue referida a un cuerpo de tales hombres no hace mucho tiempo—el Senado de los Estados Unidos—al menos se negaron a dar los pasos radicales que ustedes sugirieron. Durante cuatro largos años ustedes rastrearon el país como con un peine de dientes finos para reunir sus pruebas y convencer al Senado de los Estados Unidos de que debía seguir su dictado, para atacar a los Santos de los Últimos Días, y para desbaratar y aterrorizar, como hace algunos años nuestra comunidad fue desbaratada y aterrorizada por una severa, rigurosa y, me atrevo a decir, cruel aplicación de esta ley contra la vida polígama; y después de que hicieron lo mejor que pudieron, presentaron sus pruebas—emplearon el mejor consejo que pudieron encontrar, y después de haber despertado todos los prejuicios a los que pudieron apelar, ¡el tribunal los rechazó, caballeros! No pudieron mover a ese cuerpo a adoptar su punto de vista del caso.
Hice algunos comentarios esta tarde sobre el tema de la tolerancia hacia aquellas condiciones relativas a la vida polígama que nos han llegado del pasado. No deseo que se me entienda como si me situara en una actitud desafiante contra el sentimiento público de nuestro estado o de nuestra nación. La verdad del asunto es que estos amigos ministros nuestros están dispuestos a hacer montañas de granos de arena, y están representando al mundo como condiciones existentes aquí cosas que no existen. Los Santos de los Últimos Días no son un pueblo desafiante de la ley, sino que, por el contrario, han manifestado una obediencia y respeto por la ley, y no encontrarán en ningún lugar un mejor orden ni una más universal aquiescencia y obediencia a la ley que la que encuentran aquí, en los asentamientos de los Santos de los Últimos Días. Creemos en la ley y en el orden, en estar sujetos a reyes y presidentes, en honrar y magnificar la ley; pero las condiciones aquí en Utah son inusuales con respecto a este único asunto de la vida polígama.
Las condiciones, sin embargo, son bien entendidas por nuestros amigos no “mormones”; y de no ser por la agitación de estos ministros entrometidos y de algunos pocos políticos desprestigiados y descontentos, las peculiares condiciones que confrontan a la comunidad, y en las cuales están implicados algunos de los mejores hombres de la comunidad, llegarían a su resolución por las vías en que ya se están resolviendo, a saber: por la terminación de estas relaciones en la muerte, cuando, uno a uno, los involucrados pasen de esta vida a la tumba.
Ahora, para convencerlos de que tengo razón en este punto de vista, leeré un extracto del testimonio de un prominente ciudadano de nuestro estado, un no “mormón,” quien, creo, mejor que nadie, en el testimonio que dio ante el comité de Privilegios y Elecciones del Senado, en el caso Smoot, describió las condiciones en Utah tal como son. Analizó la situación aquí y dijo la verdad respecto a ella. Leeré su testimonio—no importa por ahora quién sea, pero permítanme leerles lo que dijo ante el comité. Tengan en cuenta que es un no “mormón” y que no estaba en absoluto prejuiciado a favor de los Santos de los Últimos Días:
“El presidente dijo: ¿Podrá usted declarar por qué razón aquellos que viven hoy en cohabitación polígama no son procesados?
El testigo: Lo haré lo mejor que pueda, y simplemente expongo aquí las opiniones, tal como las conozco, de lo que se denominaba la ‘vieja guardia’ del partido Liberal, republicanos y demócratas, que combatieron al partido de la Iglesia en los días en que éste era un poder. Esos hombres han sentido, y aún sienten, que si la Iglesia detiene simplemente los nuevos matrimonios plurales y permite que este asunto muera y desaparezca, no interferirán con ellos. Ante todo, por supuesto, queremos paz en Utah. Queremos ser como el resto del país. Queremos hacer de él un estado como los demás estados de la Unión. Queremos que el pueblo ‘mormón’ sea como el resto del pueblo estadounidense; pero reconocemos que aquí existe una condición que la gente del este no entiende—y, supongo, no puede entender. No se puede lograr que personas criadas bajo nuestro sistema de gobierno y nuestro sistema de matrimonio crean que haya gente que sinceramente y honestamente crea que está bien tener más de una esposa; y, sin embargo, esas personas lo creen. Son un pueblo temeroso de Dios, y ha sido parte de su fe y de su vida.
“Ahora bien, para la gente del este su modo de vida es visto como inmoral. Por supuesto lo es, visto desde su punto de vista. Visto desde el punto de vista de un ‘mormón,’ no lo es. Las esposas ‘mormonas’ son tan sinceras en la poligamia como los hombres ‘mormones,’ y no tienen más reparo en declarar que son una de varias esposas de un hombre que una buena mujer del este tiene en declarar que es la única esposa de un hombre. Esa condición existe. Existen esas personas—
El senador Hopkins interrumpió para decir: ¿Quiere usted decir que una mujer ‘mormona’ tan fácilmente se convertiría en esposa plural como se convertiría en primera esposa?
El testigo: Aquellas que son sinceras en la fe ‘mormona’—las que son buenas ‘mormonas,’ como se dice—creo que tan fácilmente se convertirían en esposas plurales (esa ha sido mi experiencia) como se convertirían en la primera esposa. Esa condición existe. Es una cuestión para que la resuelvan los estadistas.”
Recordarán que eso fue lo que dije a estos caballeros ministros esta tarde. El testigo continuó:
“No hemos sabido qué era lo mejor que debíamos hacer. Se ha discutido, y la gente decía que tal o cual hombre debía ser procesado. Luego consideraban si se ganaría algo; si no retrasaríamos en lugar de apresurar el tiempo que esperamos llegar a ver; si la institución no florecería precisamente a causa de lo que llamarían persecución. Y así, a pesar de que se ha enviado una protesta aquí ante ustedes, les diré que el pueblo ha aquiescido en la condición que existe.
El señor Van Colt, abogado: ¿Se refiere usted a los gentiles?
El testigo: Sí, a los gentiles.”
El testigo que dio ese testimonio fue el juez O. W. Powers, y ustedes saben, y todo Utah sabe, que dijo la verdad.
El señor J. Martin Miller, escribiendo al Newark News (de Nueva Jersey), presenta al rabino Louis G. Reynolds como sosteniendo las opiniones que se expresan en la siguiente cita sobre las condiciones en Utah:
“Encontré a un prominente exresidente de Newark, en la persona del rabino Louis G. Reynolds, de la sinagoga B’nai Israel aquí. Fue rabino de la sinagoga Oheb Shalem, Newark, desde 1892 hasta 1896.
“Hay una población judía de unas 500 personas en Salt Lake City, dijo el rabino Reynolds. Aparte de ese rasgo particular de su credo, la poligamia, pienso que los ‘mormones’ son un pueblo muy bueno. Todo indica que la poligamia está desapareciendo y que la Iglesia quiere obedecer la ley. Aparte de la poligamia, soy de la opinión de que en cuanto a moral los ‘mormones’ promedian más alto que los gentiles que viven aquí. Los registros muestran que los ‘mormones’ aportan una cuota muy pequeña al vicio de la ciudad. Por regla general, son un pueblo templado.
“Si el senador Smoot fuera destituido, ¿se vería disminuida la influencia de los ‘mormones’ en el estado y en la nación?, pregunté. En lo más mínimo; les haría sentir más su persecución que ahora y haría que tuvieran menos fe en la imparcialidad del gobierno. Ellos saben que el gobierno no puede ser engañado en gran medida, y que la poligamia debe desaparecer. Ahora bien, dado que la tendencia de los ‘mormones’ es abandonar la poligamia, los propósitos del gobierno de hacer de los ‘mormones’ mejores estadounidenses de lo que ya son se verán mejor cumplidos si se permite a los hombres influyentes entre los ‘mormones’ ayudar al gobierno a alcanzar el fin deseado. Digo esto pensando en el senador Smoot, y en vista del hecho creído por todas las clases en Utah de que él no es polígamo. Es uno de los hombres de negocios más sensatos de Utah, y es sumamente popular entre todas las clases.
“La poligamia estaba profundamente arraigada. En su mayoría, la gente había nacido en ella. ¿Por qué humillar a estas víctimas inocentes persiguiéndolas innecesariamente cuando muestran inclinación a librarse a sí mismas y al país de esa mancha? Los Estados Unidos son un gobierno conciliador y humano. Yo nací en Rusia y puedo apreciar este gobierno. Es el tipo de gobierno que engendra lealtad en sus súbditos. ¿Serán mejores ciudadanos estos hijos errantes de Utah, que con toda probabilidad no están contrayendo ya nuevos matrimonios polígamos, si son acosados y mal representados por agitadores, o si son tratados de manera justa pero firme por el gobierno y se les da una oportunidad razonable de demostrar sus buenas intenciones y su buena ciudadanía? Hay un elemento muy fuerte en todo el país que no da absolutamente ningún crédito a esta guerra eclesiástica que se libra desde Salt Lake City contra los ‘mormones.’ Se ha demostrado claramente, muy recientemente, en el caso de un ministro aquí que llevó a cabo una amarga cruzada, peor que una pérdida de energía, que tales métodos son extremadamente contraproducentes.”
Estas declaraciones son reflexivas y justas; y nadie que conozca las condiciones existentes puede dudar de su veracidad.
¿Y por qué han aquiescido, y por qué aquiescen aún, los no “mormones” en estas condiciones, y consienten tácitamente en que esta cuestión se resuelva por la tumba? Primero, porque reconocen la honestidad y la pureza de la vida de las personas que están implicadas en el sistema matrimonial “mormón”; y saben que fueron los impulsos de un deber religioso los que los involucraron en ese sistema, y no instintos criminales ni pasiones mundanas o impías.
Eso es lo que ellos saben, para empezar: que el pueblo en estas montañas estaba luchando por la persistencia—y esperaba el triunfo—de lo que para ellos era un principio religioso. Por eso los no “mormones” honorables respetan a los “mormones” honorables y rectos que cumplen con su deber tal como Dios les da la luz para ver ese deber. Y, además, sin duda sus mentes retroceden al arreglo de esta cuestión en la convención constitucional de este estado, de la cual, quizá algunos de ustedes recuerden, yo fui miembro. El pueblo de los Estados Unidos, hablando a través del Congreso de los Estados Unidos, exigió al pueblo de Utah, como condición previa a la estadidad, que su Constitución declarara: “Que los matrimonios polígamos o plurales quedan para siempre prohibidos.”
Cuando la convención constitucional se reunió con esa proposición—deseando cumplirla de buena fe—no solo hicieron la declaración constitucional de que los matrimonios polígamos o plurales quedarían para siempre prohibidos, sino que además, con el fin de hacerla efectiva, tomaron la ley territorial—que no era sino una copia de la ley del Congreso, la cual definía “matrimonios polígamos o plurales” y prescribía para ese delito las penas, las multas y encarcelamientos, y que también definía la vida polígama y prescribía sus castigos.
La convención constitucional, digo, tomó esa disposición y la cortó en dos: adoptó la parte que definía el delito de matrimonios polígamos o plurales y prescribía sus castigos, e hizo de ella, con sus penas, parte de la Constitución; pero la parte de la ley referente a la vida polígama o cohabitación ilícita, la dejaron completamente fuera. La cuestión fue planteada en el pleno de la convención y debatida en sesión abierta. El líder de este movimiento, que abogaba por la adopción de esa parte de la ley para la Constitución—pues era un procedimiento bastante inusual en la redacción constitucional, aunque concebido de buena fe para atender una condición también inusual—fue interrogado en sustancia: “Si cortan la ley en dos de ese modo, y prohíben los matrimonios polígamos o plurales pero no dicen nada sobre la cohabitación ilícita o la vida polígama, ¿no será la inferencia—no será la conclusión—que no pretenden incluir la cohabitación ilícita en los delitos definidos y castigados por esta disposición constitucional?” La respuesta fue que tal sería la implicación—que la intención era dejar ese delito fuera. Esa no solo fue la inferencia, sino el entendimiento—digan lo que digan ahora—en aquella convención. El acta respalda la declaración que hago al respecto, porque no se hizo en secreto ni en la oscuridad, sino a la luz del día; y algunos de aquellos que ahora se unen a ustedes, señores ministros, en esta agitación contra hombres que procuran, bajo duras condiciones, responder a los impulsos del deber y la conciencia—algunos de los que ahora se unen a ustedes en su clamor, fueron parte y sancionaron ese arreglo en la convención constitucional.
El tema de la lealtad “mormona” se discute brevemente en esta reseña, y, al parecer, la única manera en que ustedes, los críticos, pudieron responder al tratamiento del tema fue con una mofa. Ustedes dicen: “No se recuerda que ninguna Iglesia cristiana en este país se haya visto en semejante necesidad.” Es decir, la de declarar y defender su lealtad al gobierno. Muy cierto, caballeros, pero ¿recuerdan ustedes alguna otra iglesia que haya sido atacada con tantas tergiversaciones y acusaciones de deslealtad como lo ha sido la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? Y así, siendo atacados, necesariamente hacemos defensa.
Paso por alto lo demás que podría decirse sobre ese tema, salvo esto: que cuando se refieren al conflicto que tuvimos con el gobierno general durante los días territoriales, los tomo a ustedes como testigos de que la controversia no fue de nuestra creación, sino que fue resultado, en parte, de su agitación sectaria, de su excitación del sentimiento popular, de su ejercicio de influencia eclesiástica sobre el Congreso, lo que llevó a ese cuerpo a promulgar leyes contra un principio de nuestra religión. Nosotros disputamos esas leyes palmo a palmo, hasta que el tribunal de última apelación pronunció sentencia sobre la controversia. ¿Acaso no era ese nuestro derecho? ¿Y nos deja necesariamente expuestos al cargo de deslealtad el hecho de que así luchamos por la libertad religiosa—el derecho de practicar lo que para nosotros era parte de nuestra religión?
Permítanme recordarles, caballeros, que si el pueblo de la primera era cristiana, y el pueblo del siglo XVI hubieran seguido su idea de rendirse inmediatamente cuando se atacaba un principio religioso, no habría habido religión cristiana en absoluto, ni habría existido tal cosa como sectas protestantes. Nosotros disputamos el terreno legalmente, y luchamos con todas nuestras fuerzas por un principio religioso; ese es el origen y la cabeza de nuestra supuesta ofensa.
Estos caballeros, los Revisores, expresan dos temores. Uno es que se les acuse, por haber emitido esta reseña, de tergiversación. Pues bien, no me sorprende, y creo que hemos demostrado que ustedes han tergiversado. Pero también temen que los acusaremos de persecución. Caballeros, los absolvemos de la intención de persecución. Cuando los reverendos Phineas Ewing, Dixon, Cavanaugh, Hunter, Bogart, Isaac McCoy, Riley, Pixley, Woods y otros llevaron a cabo una agitación en Misuri contra el “mormonismo” y los “mormones” que resultó en el incendio de cientos de nuestros hogares y en que nuestro pueblo—including mujeres y niños, recuerden—tuviera que acampar a la intemperie en el desierto en una estación inclemente; cuando la turba, incitada por estos reverendos, sus prototipos, caballeros, arrasó nuestros campos y jardines, despojó a nuestro pueblo de sus bienes terrenales, manteniendo aquella agitación hasta que doce o quince mil personas fueron expulsadas del estado de Misuri, desposeídas de varios cientos de miles de acres de tierra—doscientos cincuenta mil acres, para ser exactos—que habían adquirido, y quedaron sin hogar—podríamos llamarlo, lo llamamos, persecución.
Cuando el reverendo Levi Williams encabezó la turba que asesinó a tiros a José Smith y a su hermano Hyrum en la cárcel de Carthage, y cuando el reverendo Thomas S. Brockman comandó las fuerzas contra Nauvoo, después de que el grueso del pueblo se había retirado de esa ciudad, y expulsó a los ancianos, las viudas y los huérfanos, y devastó los bienes del pueblo—creemos estar justificados en llamar a eso persecución, de la cual los reverendos señores fueron los principales instigadores.
Y cuando en este territorio, hace algunos años, una ola de agitación tras otra—de la cual su clase, y algunos de ustedes, fueron los principales promotores—produjo un reinado de terror, y se estableció un régimen bajo el cual hombres culpables a lo sumo de una falta menor podían, sin embargo, ser encarcelados por un período de años que cubría prácticamente una vida entera, y multados hasta agotar todo lo que poseían, bajo el hermoso plan de segregar el delito en numerosas imputaciones en cada acusación; y cuando en aquel reinado de terror mujeres fueron obligadas a estrechar a sus pequeños contra su pecho y salir entre extraños, desterradas de sus hogares—podríamos inclinarnos a llamar a eso persecución.
Pero nuestra experiencia ha sido tal que despreciamos llamar persecución a ataques como esta reseña suya. No alcanza, caballeros, se lo aseguro, esa triste eminencia. Así que los absolvemos de cualquier intención en su reseña de perseguirnos. No necesitan temer que se les haga tal acusación, no somos tan susceptibles. Además, caballeros, su poder ya no está a la altura de su malicia, y por eso no creemos que jamás puedan perseguirnos de nuevo.
Y ahora quiero convertirme yo mismo en “revisor” por un rato. Quiero examinar algunas cosas que los ministros de la asociación ante nosotros sostienen—al menos algunos de ellos sostienen lo que voy a señalar; y solo lamento que no podamos tomar a cada uno en turno y examinar sus doctrinas. Pero procederemos en lo que nos sea posible en esta ocasión. Me convierto en “revisor” porque quiero mostrar a nuestros jóvenes, que están aquí representados, que estos caballeros, defendiendo principios como los que sus credos eclesiásticos representan, difícilmente están en posición de atacar nuestras doctrinas por razones de incoherencia o de repulsión; y, en segundo lugar, al poner nuestra doctrina en contraste con la de ellos, deseo mostrar a la juventud de Israel, cuyos representantes están aquí, la grandeza, la magnificencia y la divinidad de aquellos principios por los cuales se mantuvieron en pie sus padres, y por los cuales nosotros nos mantenemos en pie; porque el estandarte dado en manos de nuestros padres lo sostendremos y lo llevaremos a alturas aún mayores de éxito.
Sobre la doctrina de la Divinidad, enseñada y defendida por el mundo sectario, ya he dicho algo y he señalado la incoherencia de estos ministros, que sostienen que Jesús es divino—más aún, que es Deidad—y sin embargo proclaman contra nuestras opiniones de que Dios es un ser con tabernáculo, un ser de carne y hueso así como de espíritu—en una palabra, un hombre exaltado y perfeccionado—Cristo Jesús resucitado de entre los muertos y poseedor de todo poder en el cielo y en la tierra. Los dejaré, por supuesto, para que compongan las contradicciones de sus credos en ese tema; yo no estoy preocupado por ellas.
Y ahora, paso a otra parte del credo, sostenida al menos por los ministros presbiterianos que están ante nosotros, y por algunos otros miembros de la Asociación Ministerial—nuestros revisores. Leo de la Confesión de Fe de Westminster, capítulo iii, sección 3:
“Por el decreto de Dios, para la manifestación de su gloria, algunos hombres y ángeles son predestinados a vida eterna, y otros preordenados a muerte eterna.”
Sec. 4. — “Estos ángeles y hombres, así predestinados y preordenados, son particularmente y de manera inmutable designados, y su número es tan cierto y definido que no puede ser ni aumentado ni disminuido.
Sec. 5. — “De la humanidad que es predestinada a vida, Dios, antes de que se establecieran los cimientos del mundo, conforme a su propósito eterno e inmutable y al consejo secreto y beneplácito de su voluntad, ha escogido en Cristo para gloria eterna, por su sola gracia y amor gratuito, sin previsión alguna de fe o buenas obras, o perseverancia en cualquiera de ellas, ni de ninguna otra cosa en la criatura como condición o causa que lo moviera a ello; y todo para la alabanza de su gloriosa gracia.”
Ahora escuchen esto:
Sec. 7. — “Al resto de la humanidad, Dios se complació, según el inescrutable consejo de su propia voluntad, mediante el cual extiende o retira misericordia como le place, para la gloria de su soberano poder sobre sus criaturas, en pasarlos por alto, y ordenarlos a deshonra e ira por su pecado, para la alabanza de su gloriosa justicia.”
Es decir, que aunque toda la humanidad sea pecadora, y hay que conceder que todos los hombres pecan, sin embargo, de esa masa de pecadores algunos son rescatados de las consecuencias de ese pecado por la pura gracia de Dios, y sin ningún acto cooperador de su parte, son liberados de la consecuencia de ese pecado por decreto divino. Mientras que otros de esa misma masa de pecadores, por decreto de Dios, son relegados eternamente a condenación, a reprobación—y lo que eso significa lo veremos en seguida—pero frente a esta doctrina, ¿dónde aparece la justicia de Dios, o su misericordia siquiera? Pero esto no es todo.
Sec. 4 (cap. x). — “Los otros, no elegidos, aunque puedan ser llamados por el ministerio de la Palabra, y puedan tener algunas operaciones comunes del Espíritu, sin embargo, nunca vienen verdaderamente a Cristo, y por tanto no pueden ser salvos; mucho menos los hombres que no profesan la religión cristiana pueden ser salvos de ninguna otra manera, por más diligentes que sean en moldear sus vidas conforme a la luz de la naturaleza y a la ley de aquella religión que profesen; y sostener y mantener que pueden serlo es muy pernicioso y ha de ser detestado.”
Ahora, sobre estas secciones del credo presbiteriano, leo el comentario de una autoridad muy destacada de esa iglesia que explica este credo: el reverendo A. A. Hodge. Esta obra está destinada a las escuelas y colegios de la Iglesia Presbiteriana. Este es su comentario sobre los artículos del credo:
“Esta sección enseña las siguientes proposiciones: Que los no elegidos ciertamente fracasarán en obtener la salvación. … Que la diligente profesión y práctica honesta ni de la religión natural, ni de ninguna otra religión que no sea el cristianismo puro, puede en lo más mínimo aprovechar o promover la salvación del alma, es evidente a partir de los principios esenciales del evangelio. … Que en el caso de personas adultas en pleno juicio, un conocimiento de Cristo y una aceptación voluntaria de él son esenciales para tener interés personal en su salvación. … Dios ciertamente no ha revelado propósito alguno de salvar a nadie excepto a aquellos que, al escuchar el evangelio, obedecen. … Cualquier cosa que quede fuera de este círculo de medios santificados es no revelado, no prometido, no pactado. Los paganos en masa, sin una sola excepción definida e incuestionable en el registro, son evidentemente extraños para Dios y están descendiendo a la muerte en condición de no salvos. La presunta posibilidad de ser salvo sin un conocimiento de Cristo sigue siendo, después de 1,800 años, una posibilidad que no ha sido ilustrada por ningún ejemplo.”
Eso significa, entonces, que la gran mayoría de los hijos de Dios han sido creados únicamente para ser alimento de las llamas del infierno sectario, porque las sectas cristianas ortodoxas no admiten ningún medio de salvación fuera de la proclamación y aceptación del evangelio en esta vida.
Pero no llegaremos a comprender el verdadero alcance ni la enormidad de estos credos—no tendremos noción de su abominación—hasta que aprendamos algo acerca de la idea sectaria del infierno y de la continuación del castigo de aquellos que no aceptan a Cristo. Porque, según estos credos, los que no han oído hablar de Cristo son colocados en la misma categoría que aquellos que lo han oído y han rechazado su evangelio; ya que, de acuerdo con las enseñanzas del cristianismo ortodoxo, no son ni pueden ser sujetos de salvación.
Sec. III (capítulo 10). — “Los infantes elegidos, al morir en la infancia, son regenerados y salvos por Cristo mediante el Espíritu, que obra cuando, donde y como quiere. Así también todos los demás elegidos, que son incapaces de ser llamados exteriormente por el ministerio de la Palabra.”
Esta ha sido una parte muy problemática del credo para nuestros amigos presbiterianos. Se ha entendido como que al menos implica la posibilidad de que algunos infantes no estén entre los elegidos y, por lo tanto, sujetos a condenación, igual que los no elegidos que llegan a la madurez; una visión sumamente chocante para la mayoría de la gente, incluidos—para su honor hay que decirlo—la mayoría de los presbiterianos. La interpretación de esta sección del credo por la Iglesia Presbiteriana es que “¡todos los infantes están entre los elegidos!” Si este fue el pensamiento en la mente de quienes escribieron el credo, ¡qué lástima que no dijeran simplemente: “Todos los infantes que mueren en la infancia son regenerados y salvos por Cristo,” en vez de decir “infantes elegidos,” etc.! ¡Cuántas controversias se habrían evitado!
Sin embargo, caballeros, su interpretación es que todos los infantes son de los elegidos y, por lo tanto, salvos, y aceptaré su interpretación porque creo que tienen derecho a ella. Pero, dicho sea en voz baja, y en confianza, podría hacerles extremadamente interesante, si no difícil, justificar su interpretación tanto por la implicación que, hay que concederlo, existe en el lenguaje mismo de la sección contra su postura, como también a partir de autoridades muy respetables que puedo citar sobre la historia de esta controversia. Pero dejemos eso de lado, y concedámosles el derecho a decir lo que su credo significa. Especialmente, ya que la abominación de su credo puede establecerse sin necesidad de insistir en este punto.
¿Por qué habrían de ser ustedes presbiterianos tan particulares en declarar en contra de la condenación de los infantes, cuando la promulgación de la doctrina de la condenación de un hombre justo, porque no es de los elegidos, es tan escandalosa como la condenación de un inocente bebé?
En algunos aspectos del caso es aún peor. Pongamos, aquí está un hombre que a lo largo de su vida ha hecho todo esfuerzo por realizar en su vida el elevado ideal de poseer “manos limpias y corazón puro;” que solo alberga aspiraciones nobles y ejecuta únicamente obras honorables; que en las relaciones de la vida, como hijo, hermano, esposo, padre y ciudadano, cumple con razonable fidelidad todos sus deberes en estas relaciones y que, en la medida de lo posible para un hombre bajo los efectos de la caída y acosado por las inclinaciones humanas a la perversidad, lleva una vida reconocida como virtuosa. Sin embargo, si no es de los elegidos, este hombre está condenado eternamente, y su lucha por alcanzar sus elevados ideales y su vida noble no le sirve de nada para evitar la condenación; porque, por supuesto, no es de los elegidos, y, por lo tanto, debe perecer eternamente.
Las cuestiones aquí consideradas fueron presentadas una vez al Dr. Francis L. Patten, presidente de la Universidad de Princeton, y un firme defensor presbiteriano del credo, de una manera bastante peculiar, por no decir personal, por un corresponsal de uno de nuestros grandes periódicos del este; y como ayuda a comprender de cerca las doctrinas aquí consideradas, lo cito:
Entrevistador: “Pero si sería injusto quitar a un infante del mundo y condenarlo a tormento eterno, ¿no es igualmente injusto que aquellos de nosotros que hemos vivido, sufrido y luchado en las batallas de la vida seamos eternamente condenados porque simplemente no estamos entre los elegidos? ¿Es justo, o coherente, con el funcionamiento de una religión basada en el amor eterno, que algunos de nosotros nazcamos en el mundo bajo una maldición espiritual, obligados a pasar por la batalla con la certeza de no recibir recompensa alguna por honores o esfuerzos, predestinados para el infierno, mientras que los elegidos, sin esfuerzo ni mérito propio, son predestinados para el cielo? ¿Ese no es el dogma de la elección?”
Dr. Patten: “Ese es el dogma de la elección.”
Entrevistador: “¿Y usted lo cree?”
Dr. Patten: “Lo creo,” —fue la respuesta inmediata— “totalmente y sin reservas.”
Entrevistador: “¿Y cree que es justo?”
Dr. Patten: “Creo que no me corresponde a mí juzgar el proceder de Dios.”
¿Es esa una respuesta justa, o un hábil escape? Nuevamente el entrevistador preguntó:
Entrevistador: “¿Cree usted que pueda haber seres queridos suyos, que quizá se esfuercen por alcanzar todo lo que es más noble y mejor en la vida, luchando cada día por dominarse a sí mismos, esforzándose por alcanzar pureza de propósito, vencer la debilidad y los motivos inferiores, quienes, cuando todo termine y la batalla se haya ganado—y ganada con esfuerzo—serán arrojados a tormento eterno porque no tuvieron la suerte de ser elegidos antes de nacer?”
“Nunca se me había planteado la pregunta de ese modo,” respondió evasivamente el Dr. Patten.
“Pero se le plantea ahora,” insistí.
“Bueno,” respondió el doctor lentamente, “diría que cualquiera que pudiera esforzarse tanto en pos del bien debe ser uno de los elegidos.”
“Los extractos de la Confesión de Fe desechan esa teoría,” respondí. “Las buenas obras no aprovechan a menos que uno haya sido escogido.”
Eso suena muy parecido al razonamiento de Jonathan Edwards sobre el tema de la condenación infantil y el bautismo, cuando dijo que un infante, si era de los elegidos, tendría la oportunidad de ser bautizado; y que, aunque no todos los infantes bautizados serían salvos, todos los que no fueran bautizados estarían condenados, pues no podían haber sido de los elegidos.
Pero, como observé hace un momento, nadie puede empezar a apreciar la abominación de estos credos y doctrinas, hasta que tenga alguna idea de lo que significa la condenación ortodoxa. He aquí un cuadro de la ira y venganza de Dios sobre los hombres. Es un pasaje—uno famoso—tomado de las obras del Rev. Dr. Jonathan Edwards, dirigido a los pecadores.
Ahora bien, no puedo evitar creer que aunque los hombres sean pecadores—pese a ese hecho—Dios todavía tiene compasión en su corazón por sus hijos, aunque sean pecadores. De hecho, si no fuera así, me parece que la desesperación debería abatirse como un negro manto sobre la humanidad; porque si Dios ama solo a aquellos que nunca han pecado, ¡qué pocos de sus hijos amaría! Aunque Dios no puede mirar el pecado con el más mínimo grado de indulgencia, creo que puede tener y tiene infinita compasión hacia el pecador. Él nunca llamará a tu pecado “justicia.” Jamás minimizará un pecado ni dirá que es menos de lo que es. Siempre y en todas partes la ley de Dios se pronunciará irrevocablemente contra el pecado en todas sus formas. Pero mientras esté así comprometido contra el pecado, creo que su corazón se inclina con compasión hacia los hombres que pecan, y que los salvará de sus pecados tan pronto como se arrepientan. Cuando se arrepientan, él perdonará; y descubrirán, amigos míos, que el perdón de Dios es eficaz; tiene valor. Borrará el pecado y hará que ya no se les impute a quienes se han arrepentido.
Pero ahora, aquí la descripción de la condenación según Edwards, quien, creo yo, ofrece una visión de Dios muy contraria a la que acabo de presentar:
“El Dios que te sostiene sobre el pozo del infierno, así como uno sostiene a una araña o algún insecto repulsivo sobre el fuego, te aborrece, y está terriblemente airado. … Eres diez mil veces más abominable a sus ojos que la serpiente más odiosa y venenosa lo es a los nuestros. … Estás colgado de un delgado hilo, con las llamas de la ira divina centelleando alrededor de él. … Si clamas a Dios que tenga piedad de ti, él estará tan lejos de apiadarse de ti en tu triste condición que solo te pisoteará. … Aplastará tu sangre y la hará saltar, y se rociará sobre sus vestiduras hasta manchar todos sus ropajes.”
¿Qué pensáis de este cuadro de Dios, que se supone es un Dios de infinita compasión, juventud de Israel? ¿No era ya tiempo, puesto que estas concepciones expuestas por Edwards surgieron de los credos de los hombres—no era ya tiempo, digo, cuando tales creencias prevalecían, que algún mensajero viniera del cielo declarando que tales credos son una abominación a la vista de Dios?
Continuemos:
“Los hombres no convertidos caminan sobre el pozo del infierno sobre un endeble recubrimiento, y hay innumerables lugares en este recubrimiento tan débiles que no soportarán su peso, ¡y esos lugares no se ven!”
Creo que eso es cruel. Pienso que al menos deberían mostrarnos tales lugares; para que, si tuviéramos la disposición, pudiéramos posiblemente evitarlos. De todas las cosas viles que pueden hacerse en la tierra, me parece que una de las peores sería guiar a alguien por un camino donde las trampas estén cubiertas. No me gustaría creer que algo así pudiera existir en la economía moral de Dios.
De nuevo:
“Vuestra maldad os hace tan pesados como el plomo y os inclina hacia abajo con gran peso y presión hacia el infierno; y, si Dios os soltara, inmediatamente os hundiríais, y rápidamente descenderíais y os sumergiríais en el abismo sin fondo, y vuestra saludable constitución, y vuestro propio cuidado y prudencia, y vuestras mejores artimañas, y toda vuestra justicia, no tendrían más influencia para sosteneros y apartaros del infierno que la tela de una araña tendría para detener una roca en caída. … La ira de Dios es como grandes aguas represadas por el momento; aumentan más y más, y suben más y más, hasta que se les da una salida; y cuanto más tiempo está detenida la corriente, más rápida y poderosa es su fuerza cuando finalmente se desata. Así será con vosotros que estáis en un estado no convertido, si persistís en ello; la infinita fuerza y majestad y el terror del Dios omnipotente se magnificarán sobre vosotros en la inefable intensidad de vuestros tormentos; seréis atormentados en presencia de los santos ángeles y en presencia del Cordero; y, cuando estéis en este estado de sufrimiento, los gloriosos habitantes del cielo saldrán y contemplarán el terrible espectáculo para que vean cuál es la ira y la fiereza del Todopoderoso; y, cuando lo hayan visto, caerán y adorarán ese gran poder y majestad.”
En otro lugar se dice, en efecto, que las almas santas en el cielo no se verán perturbadas por las desgracias y sufrimientos de los condenados, sino que los mismos sufrimientos de estos aumentarán la felicidad de los santos glorificados. El Señor nos libre de semejantes concepciones, ya sea de Dios o de los santos.
Cito nuevamente:
“Es ira eterna. Sería espantoso sufrir esta fiereza e ira del Dios Todopoderoso un solo momento; pero habréis de sufrirla por toda la eternidad; no habrá fin para esta miseria exquisita y horrible; cuando miréis hacia adelante veréis un largo para siempre, una duración sin límites delante de vosotros, la cual absorberá vuestros pensamientos y asombrará vuestra alma.”
Bien, ya estamos asombrados ahora de que alguien pueda tener tales concepciones de Dios y de semejante trato hacia sus hijos. Pero continuemos la cita:
“Absolutamente desesperaréis de tener alguna vez liberación, o final, o mitigación, o descanso alguno; sabréis con certeza que habréis de gastar larguísimas edades, millones de millones de edades, luchando y forcejeando con esta venganza todopoderosa, despiadada; y luego, cuando lo hayáis hecho, cuando tantas edades hayan sido realmente consumidas de esta manera, sabréis que todo ello no es sino un punto comparado con lo que queda. De modo que vuestro castigo será en verdad infinito.”
Eso es lo que espera a los que no son de los elegidos; ese es el destino que aguarda a los paganos, y sin esperanza de redención. Repito, jóvenes, juventud de Israel: si Dios hubiera de hablar alguna vez al hombre en una época cuando tales ideas prevalecían, cuando tales credos y enseñanzas existían, ¿no sería la primera palabra pronunciada una que repudiara esos credos y las instituciones, las organizaciones, edificadas sobre esos cimientos, esos credos de hombres? ¿No sería la primera palabra de Dios denunciar esos credos como una abominación? Por supuesto que lo sería. La humanidad, en su sano juicio, quedaría decepcionada si no fuera así. José Smith estaba completamente en lo cierto—o más bien, Dios lo estaba. Lo primero que hacía falta era barrer la basura de los credos que difaman el carácter de Dios y destierran todas las cualidades de misericordia y justicia de los atributos de Dios y de su gobierno moral del mundo. De allí que este mensaje llamado «Mormonismo»—este mensaje de Dios—comenzara con una denuncia de esos credos. Dios dijo que eran una abominación ante sus ojos, y no lo dudo ni por un momento. ¿Cómo podrían ser otra cosa?
Una de las mejores cosas que se puede decir de nuestros «críticos» aquí presentes es que son mejores que sus credos. No hablan mucho de ellos. Saben que el pueblo no los cree; y la influencia de un predicador entre los hombres es proporcional a la distancia a la que deja atrás esos credos—proporcional a la profundidad del olvido en que los entierra. A veces me inclino a creer que nuestros críticos, por malos que sean—lo digo en tono de broma—aun son demasiado buenos para creer esos credos. ¿Y qué si, en su ordenación, deben declarar que adoptan el credo como su fe? Todavía creo que, en el fondo de sus corazones, no lo creen. “Bueno”—puede decir alguno—“eso quizá sea un tributo a su bondad de corazón, pero ¿qué hay de su sinceridad, qué de su honestidad?” Espero que el inquiridor no insista en ese punto, lo remito a los caballeros más directamente interesados—nuestros críticos. El hecho es que, hablando en términos generales—¡luz, gracias a Dios!—ha venido al mundo y ha disipado las sombrías perspectivas del futuro tal como eran pintadas por estos credos de hombres. Es un gran alivio para el mundo, logrado en gran medida por las revelaciones de Dios a José Smith.
Parte de la queja de nuestros críticos es que el «Mormonismo» no añade ninguna “verdad espiritual al conjunto de las cosas ya reveladas”; que el «Mormonismo» no contribuye nada “a la reverencia por Dios, ni a la justicia ni a la misericordia hacia los hombres.” La respuesta completa a todo esto es el hecho de que el «Mormonismo» entroniza de nuevo en las concepciones de los hombres la verdadera doctrina respecto de Dios. Entro-niza en las concepciones de los hombres al Dios de la Biblia. Proclama una vez más la alta posición del hombre; al reconocer y proclamar que es hermano del Señor Jesucristo; que es de la misma naturaleza que Jesús y su Padre; abre el camino del progreso, y señala la posibilidad de que el hombre ascienda a la misma exaltación y participe de la misma gloria que Jesucristo y el Padre. Destierra la injusticia que los credos de los hombres fijaban en la economía moral y espiritual de Dios, y vuelve a revelar a la mente de los hombres el hecho de que, aunque Dios esté eternamente comprometido en contra del pecado, su amor y compasión por sus hijos perduran para siempre; que su evangelio es un evangelio eterno.
El «Mormonismo» enseña al mundo una esperanza más amplia de la que antes conocía. Proclama la posibilidad de salvación para todos los hijos de los hombres, y que mientras el tiempo dure, el evangelio perdurará; que mientras los hombres puedan ser llevados al arrepentimiento, los medios de su salvación estarán a su alcance en el evangelio de Jesucristo. Estas son algunas cosas que el «Mormonismo» hace por el mundo. Estas son algunas de las doctrinas que ha proclamado y enfatizado, y que están abriéndose camino y siendo aceptadas por los hijos de los hombres. Además, los elementos se están formando de tal manera que aún será posible que una nación nazca al conocimiento del evangelio en un solo día.
El «Mormonismo» no fracasará. Esta obra ha echado raíces tan profundas y firmes en el mundo que no puede ser removida. Hemos pasado el día en que corríamos peligro de persecución por medios violentos. Hoy nos hallamos en gran medida seguros de los efectos naturales de las tergiversaciones que ustedes, caballeros de la Asociación Ministerial, fulminan contra nosotros. Esta Iglesia de Cristo está comenzando a llegar a lo que le pertenece por derecho. Oigo en mi mente el paso firme de millares sobre millares de los siervos de Dios entre las naciones de la tierra, proclamando estas grandes verdades del evangelio. Oigo a los hombres hacer cuentas y buscar el “dónde” y el “de dónde” de las verdades que han aprendido en esta generación; y, conforme avancen en ese cálculo, descubrirán que estas verdades fueron reveladas por Dios, de lo cual su Iglesia, y también nosotros mismos, tenemos el alto honor de ser testigos.
Juventud de Israel, estad orgullosos de la posición que Dios os ha dado. Sed fervientes en la fe; sed elevados en vuestras aspiraciones, porque queda para Sion una gloria, un desarrollo, un reconocimiento en este mundo que compensará con creces a nuestros padres por todas las escenas de agitación, lucha y trabajo por las que pasaron al establecer y sostener esta gran obra. También tendrán gozo en su posteridad; porque nosotros, sus hijos, llevaremos las cargas que sobre ellos se pusieron; y Sion triunfará; y el evangelio será proclamado y aceptado; y los hijos de los hombres serán salvos; y Dios será glorificado.
[Y ahora una palabra final respecto a nuestra “Declaración” en conferencia y a esta revisión ministerial de la misma. La “Declaración” fue conservadora en su tono, veraz en sus afirmaciones, conciliadora en su espíritu, e intentó formar una base de recto entendimiento de la actitud de la Iglesia. Explicó el pasado; expresó la intención de estricta adhesión a la obligación de descontinuar los matrimonios plurales—y con ello, con el tiempo, pasaría también la vida polígama—y declaró su intención de abstenerse de inmiscuirse en política. Que ese fue el espíritu y el propósito de la “Declaración” no puede ser cuestionado por quienes la hayan leído. Fue una base justa de entendimiento y arreglo de nuestras dificultades locales. ¿Y con qué espíritu fue recibida, al menos por esta Asociación Ministerial? Con fingida desconfianza de sus más solemnes aseveraciones; con tergiversación y crítica injusta; con sutiles insinuaciones de malas intenciones de nuestra parte; con la búsqueda no de justicia, reconciliación y amistad, sino con la cacería de un fundamento para futuras agitaciones, tumultos y contiendas; ¿y para qué? La única respuesta es: para ventaja sectaria y política, a menos que añadáis el odio sectario hacia una institución rival. ¿Qué pueden hacer los “mormones” en presencia de tales condiciones? Puedo deciros lo que hará un “mormón.” Les enseñará a estos señores críticos que las revisiones no serán de un solo lado. Que él mismo se volverá revisor. Y, en lo que concierne a la parte teológica de la controversia, ¡estos caballeros tendrán guerra si la quieren—guerra a cuchillo, y el cuchillo hasta la empuñadura, y eso en toda tribuna del estado! El “Mormonismo” aquí puede sostenerse por sí mismo. No tiene que disculparse por sus doctrinas ni repudiar sus principios. Sus representantes están listos, dispuestos y capacitados para vindicar sus doctrinas; y tienen cierto conocimiento de la insensatez y la debilidad de los credos de los críticos. Perdonad nuestras aparentes jactancias, caballeros, pero en palabras de Pablo: “nos habéis obligado.”
Volviéndome de vosotros, críticos, a todo el pueblo del estado de Utah, puedo decirles, sin distinción de credos ni filiación política, que tengo la mayor confianza en su equidad, en su innato sentido de justicia y amor por el trato limpio; en su hombría y amor por el honor. Y sé que ellos saben que esta agitación local por parte de la Asociación Ministerial y de políticos descontentos, que no pueden alcanzar puestos de preferencia política por virtud del ejercicio de la influencia de la Iglesia en política—la cual fingen denunciar, pero que gustosamente emplearían en su propio provecho si pudieran halagarla o intimidarla para que los apoyase—sé, digo, que el pueblo de Utah sabe que esta agitación es injusta; concebida en rencor y venganza; engendrada por la malicia; y alimentada por el odio. Ninguna condición existente en Utah la justifica. Los espectros que son invocados desde lo profundo para dar aparente sustento a esta impropia agitación no son más que viles creaciones de animales enfermos, fantasmas de imaginaciones desordenadas.
Compatriotas de Utah, en mi humilde juicio, si tenemos en consideración aquellas cosas que atañen a nuestro bienestar, a nuestra paz en casa, a nuestro prestigio en el exterior, a nuestros intereses en todo lo que nos concierne, desalentaremos a estos agitadores y diremos, como podemos decir, a las olas turbulentas de nuestra lucha social y civil: “paz, quietaos.”]
Parte III. Las doctrinas de José Smith vindicadas.
Prólogo.
Los discursos que componen la Parte III tratan de algunas de las doctrinas expuestas en las revelaciones recibidas por José Smith, y en sus discursos, las cuales, en el momento en que fueron presentadas, lo expusieron al grito de “falso profeta” e incluso de “profeta caído” por parte de algunos de sus antiguos discípulos, así como a acusaciones de “paganismo” y “blasfemia.” Lentamente, sin embargo, con el transcurso de las décadas, y al desarrollarse una nueva y menos ofensiva terminología de la que conoció el Profeta, un cambio se ha producido en el pensamiento religioso y filosófico del mundo, hasta que hoy muchas de aquellas doctrinas expuestas por José Smith, el Profeta “mormón”—sin intención alguna de hacerlo, y en realidad sin saber que lo hacían—son ahora enseñadas por las mentes más destacadas e incluso en algunas de nuestras más altas instituciones de enseñanza. Señalar este hecho sorprendente es el propósito con que se presentan los tres discursos siguientes.
I.
El primer mensaje del mormonismo vindicado.
Un discurso en el Tabernáculo, Ciudad de Salt Lake, domingo por la tarde, 8 de agosto de 1909.
Reportado por F. W. Otterstrom.
El Encuentro Nacional Anual del Grand Army of the Republic se celebró en la Ciudad de Salt Lake en agosto de 1909, y muchos de los veteranos de esa organización estuvieron presentes en los servicios del Tabernáculo en la ocasión en que se pronunció este discurso, de ahí la referencia a ellos en los párrafos finales.
I.
Presumo, hermanos y hermanas míos, que una gran parte de esta magnífica congregación está compuesta de aquellos que son forasteros dentro de las puertas de nuestra ciudad; y no dudo que, impulsados por la curiosidad y el interés, nuestros amigos se hallan aquí con la esperanza de aprender algo acerca de la fe de los Santos de los Últimos Días, a quienes, quizá, muchos de ellos consideran un pueblo extraño. Por mi parte, si pudiera, me gustaría responder a esa curiosidad o interés de nuestros amigos exponiendo qué mensaje tiene el mormonismo para ellos y para el mundo. Quisiera pronunciar, si me fuese posible, la palabra más escogida que tengamos para ellos y para la humanidad; pero me sobrecoge la magnitud de la tarea que tal proposición me impone, y confieso francamente mi propia incapacidad de afrontar tal empresa a menos que se me brinde ayuda divina y que Dios asista mediante la inspiración de su Espíritu. Si Él ayuda, entonces, por supuesto, no fracasaremos; y si no fracasamos, a Él concedamos alabanza, honor y gloria, puesto que el éxito será por su ayuda.
Para presentaros este mensaje nuestro, amigos míos, es necesario referirse a un poco de historia relacionada con este movimiento llamado mormonismo. Quizá muchos de vosotros sabéis—pues muchos de vosotros estáis ya avanzados en años—quizá estéis al tanto del hecho de que en las primeras décadas del siglo XIX hubo gran agitación en lo que respecta a la religión a lo largo de los Estados Unidos y en algunas partes de Europa; pero más especialmente en aquella parte de nuestro propio país conocida como la Western Reserve—el norte de Ohio; también en el oeste de Nueva York, y en los estados de Kentucky y Tennessee. En esas regiones de nuestra nación pareció producirse un gran despertar espiritual—o, al menos, así se le consideró en aquel tiempo—y la excitación religiosa reinaba por doquier. Fue tal la intensidad de aquel fervor en ciertos lugares, que incluso las ocupaciones ordinarias de la industria se interrumpían mientras el pueblo se congregaba en grandes reuniones de campamento para escuchar a renombrados ministros exhortar y exponer en cuanto a religión.
Aquel gran avivamiento religioso se extendió hasta el oeste de Nueva York, donde residía la familia de José Smith, cerca de Palmyra, en ese estado. Su familia había sido inclinada a lo religioso durante generaciones antes de su nacimiento; y cuando esa agitación religiosa de la que hablo llegó a Palmyra, la familia de José Smith se vio afectada por ella. Este joven, entonces de unos quince años, también fue influido; pero su mente estaba profundamente turbada a causa de las divisiones y contiendas que existían entre las diversas sectas religiosas. Se escuchaban clamores de “¡Helo aquí!” y “¡Helo allí!” en cuanto a Cristo y la religión; y aun cuando se celebraban reuniones de avivamiento en unión, al llegar el momento en que los conversos, ganados mediante ese esfuerzo conjunto, se dividían entre las diversas sectas, gran parte del buen espíritu que había prevalecido parecía disiparse, y predominaban las contiendas y celos.
Este joven, José Smith, observó esas divisiones, y parece como si la pregunta de Pablo a los corintios inclinados a la disensión le hubiera llegado, formulando esta dura interrogante: “¿Acaso Cristo está dividido?” ¿Hará Dios que un grupo de hombres aprenda un conjunto de principios, una forma de gobierno de la Iglesia y ordenanzas, y que luego enseñe a otro principios diametralmente opuestos? ¿Es Dios autor de confusión? Y en su alma se asentó la convicción de que no todo estaba bien en el mundo religioso.
En medio de estas reflexiones se topó con la Escritura que, en cierto sentido, puede considerarse una de las piedras angulares históricas del mormonismo, a saber: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.”
La Primera Visión de José Smith
José Smith nos informa que esta Escritura se convirtió, para su alma, en la misma voz de Dios. A la luz de ella, revisó la situación y finalmente llegó a esta conclusión: que si alguna vez un hombre estuvo perplejo, lo estaba él; que si alguna vez un hombre careció de sabiduría, él carecía de ella; que si algún hombre no sabía qué hacer, era él. Tenía confianza en las Escrituras. Las enseñanzas de una madre santa y de un padre cristiano habían inculcado esa fe en su corazón; y por lo tanto, resolvió, con confianza infantil, ir a Dios con esta pregunta:
“¿Cuál de todas estas sectas es la correcta? ¿Cuál es la verdadera Iglesia de Cristo? ¿A cuál debo unirme?”
Habiendo resuelto plantear estas preguntas a la Mente Infinita—a Dios—se retiró a un bosque cercano a la casa de su padre—que, dicho sea de paso, aún permanece en pie, sin ser dañado por la mano del hombre. Sin embargo, al intentar orar, se encontró dominado por un espíritu de oscuridad, y su lengua fue atada de tal modo que no podía expresar su pensamiento. Justo cuando estaba a punto de entregarse a una aparente destrucción, vio descender hacia él un gran pilar de luz blanca, y al posarse sobre él la oscuridad se disipó, y he aquí que, en medio de la luz, que sobrepasaba el resplandor del sol al mediodía, contempló a dos Personajes, semejantes el uno al otro; y uno, llamándolo por su nombre y señalando al otro, dijo:
“José, éste es mi Hijo Amado; ¡Escúchalo!”
Esto habla bien de la estructura intelectual de la mente de este joven, que en medio de tan extraordinarias circunstancias aún pudiera sostenerse en el gran pensamiento que lo había llevado a esa situación, y en la presencia en la cual se encontraba. Al Personaje hacia quien fue dirigido, José Smith planteó la pregunta:
“¿Cuál de estas sectas es tu Iglesia, y a cuál debo unirme?”
Ahora, amigos míos, soportad, os ruego, por un momento, la aparente dureza de la respuesta que se dio a esa gran pregunta. El Personaje a quien él se dirigió le contestó que todas las iglesias estaban equivocadas; que no debía unirse a ninguna de ellas; que sus credos eran una abominación a Su vista; que esos profesores eran todos corruptos; que se acercaban a Él con los labios, pero sus corazones estaban lejos de Él; que enseñaban como doctrina los mandamientos de hombres, “teniendo apariencia de piedad, pero negando la eficacia de ella.” Se le mandó expresamente otra vez que no los siguiera, recibiendo al mismo tiempo la promesa de que la plenitud del evangelio le sería dada a conocer en el futuro.
¡Ese fue un mensaje tremendo para ser entregado a un mundo que suponía estar viviendo bajo la plena gloria cristiana! ¡Bastaba para intimidar al corazón más firme ser llamado a proclamarlo! Pero, amigos míos, el mormonismo no tendría derecho a existir a menos que tal fuera la condición del mundo. De iglesias y credos ya había suficientes; y a menos que existiera alguna gran y fundamental razón por la cual un nuevo mensaje debía ser enviado al mundo, entonces el mormonismo no tendría ningún derecho de existir.
La visión terminó, y el joven llevó su experiencia a sus amigos, y de ello ha surgido lo que el mundo llama mormonismo. Ahora, hablemos un poco acerca de la sustancia de esta visión y veamos si no podemos suavizar la aparente dureza con que comienza este mensaje del mormonismo: “Las iglesias están equivocadas.”
Pero, amigos míos, el pueblo que vivía entonces no era responsable de esas condiciones. Ellos las habían heredado. Generaciones atrás los hombres habían transgredido las leyes, cambiado las ordenanzas, quebrantado el convenio eterno del evangelio y formulado credos que no lograban captar ni expresar con fidelidad las verdades centrales del evangelio de Jesucristo, la naturaleza de Dios, la relación del hombre con la Deidad, ni el propósito de la existencia terrenal del hombre. Las falsas ideas y doctrinas que prevalecían respecto a estas cosas fueron heredadas por nuestra generación de generaciones precedentes. Era el caso de los padres que “comieron uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera.”
Los Credos son una Abominación
“Los credos son una abominación, y los profesores son todos corruptos.” ¡Esa es una acusación severa contra la cristiandad! ¿Queremos decir con ello que toda la cristiandad es corrupta? ¿Que la virtud ha huido? Por supuesto, en cierto sentido, todos los hombres han pecado y están destituidos de la gloria de Dios. No hay quien haga enteramente el bien, no, ni siquiera uno. Toda carne es corrupta delante de Dios, en cuanto tiene en sí una inclinación al mal—una concupiscencia hacia los caminos pecaminosos. Pero no es eso lo que está en cuestión aquí. No, amigos míos, no queremos decir que toda la cristiandad sea corrupta, ni que la virtud haya desaparecido de la tierra. Os ruego considerar más de cerca el lenguaje: “Los credos son una abominación”; los “profesores son corruptos”; “enseñan como doctrina los mandamientos de hombres.” Aquí se alude a los profesores, es decir, a los maestros de los credos como “corruptos,” no necesariamente a los confesores de los credos. ¿Qué, entonces, acusamos de corrupción a todo el ministerio cristiano? De ningún modo. Estamos dispuestos a creer que muchos de ellos, como sus seguidores, son hombres que luchan sinceramente por la verdad y desean la elevación de la humanidad; pero aquellos que, en épocas pasadas, pudieron formular los credos que existen en la cristiandad, expresando tales creencias acerca de Dios y del hombre, y de la relación de Dios con el hombre; aquellos que pudieron formular credos que condenarían eternamente a inocentes infantes; o que cerrarían para siempre las puertas de la misericordia contra la vasta mayoría de los hijos de Dios—tanto los que murieron en ignorancia de la verdad revelada, como aquellos que murieron conociéndola pero rechazándola—en los terribles dogmas del castigo eterno; hombres que pudieron formular tales credos ciertamente tenían mentes que se habían desviado, que estaban “corrompidas,” de modo que no querían o no podían ver la verdad. De manera que la dureza de este mensaje nuestro se reduce considerablemente cuando se lo analiza. Estos formuladores de credos estaban enseñando como doctrina los mandamientos de hombres; se acercaban al Señor con los labios, pero sus corazones estaban lejos de Él; habían reducido la religión a simples formas de piedad. El terreno tenía que ser limpiado de la basura teológica que se había acumulado a lo largo de los siglos, para que aparecieran las rocas vivientes sobre las cuales Dios pudiera fundar su Iglesia en realidad; y así nuestro mensaje tuvo que comenzar con esta declaración sobre el estado de la cristiandad.
El Primer Mensaje de Dios Confirmado
Ahora, algo singular ha sucedido en nuestro tiempo, en nuestros días, dentro de los últimos años, y más especialmente en el pasado año. Han transcurrido noventa años desde que este primer mensaje de Dios por medio de José Smith fue dado al mundo, declarando que las iglesias estaban equivocadas; pero, fijaos bien, nosotros no nos sentamos en juicio sobre los credos, religiones o maestros religiosos del mundo. No hemos pretendido hacerlo. Tampoco lo hizo José Smith; él confesó su propia incapacidad para juzgar el asunto, de ahí que acudiera a Dios en busca de sabiduría. Creemos que habría estado más allá de la capacidad de la sabiduría humana determinar cuál de las sectas o iglesias era aceptable para Dios, o decir cuál era Su Iglesia; pero Dios era competente para sentarse en juicio, y lo hizo, y pronunció la conclusión, e hizo de José Smith y de la Iglesia de Cristo que surgió de su mensaje—Dios los hizo heraldos de este juicio Suyo a los habitantes de la tierra.
Pero, volviendo a lo que estaba a punto de señalar,—tras el paso de noventa años ocurre algo notable, y es una maravillosa confirmación de este mensaje aparentemente duro con el que nuestro profeta comenzó su obra. Actualmente está en marcha dentro de la gran Iglesia Católica—esa iglesia que tiene en su comunión a más de la mitad de todos los cristianos del mundo—lo que se llama el movimiento “modernista.” Ese movimiento, dicho brevemente, consiste en esto: se hace una demanda, de parte de muchos de sus eruditos y teólogos, por una mayor libertad intelectual, y que la iglesia salga de las tinieblas de los credos y símbolos de la Edad Media y viva en armonía con las nuevas verdades que han sido desarrolladas mediante la inspiración de Dios, operando sobre las mentes de los hombres modernos, de nuestros científicos y filósofos contemporáneos.
Para ser exactos en la declaración del asunto, permitidme leeros algo del programa que sugiere este movimiento modernista dentro de la Iglesia Católica; y que nadie lo estime como algo sin importancia, como un simple “crujir de espinas debajo de la olla.” Roma no lo considera así, os lo aseguro. Un escritor en la North American Review de junio de este año nos asegura que esta revolución dentro de la Iglesia de Roma es una de las más poderosas revoluciones desde aquella encabezada por Martín Lutero en el siglo XVI. La Iglesia Católica ya ha señalado la importancia que le da, al emitir lo que se conoce como la “Carta Encíclica sobre el Modernismo,” del actual papa de la iglesia romana, un documento de unas cien páginas impresas, en el que los errores, o supuestos errores, de los modernistas son detallados y revisados desde el punto de vista de los ortodoxos dentro de la Iglesia Católica. En cada diócesis se ha nombrado un “comité de vigilancia” para mantener la observación de que, ya sea en panfletos, libros o discursos, cualquier prelado o cura de la iglesia que presumiera simpatizar con este movimiento, pudiera ser denunciado y silenciado al instante. Algunos de los hombres más dotados dentro de la iglesia han sido llevados al retiro de la vida oficial; otros han sido silenciados; algunos han sido expulsados de cátedras de instrucción en instituciones católicas de enseñanza; y por todas partes se llama a los obispos a ejercer la mayor vigilancia para reprimir la palpitante vida intelectual de este movimiento.
Newman Smyth, en Scribner’s de febrero del presente año, da la siguiente relación de los esfuerzos del Vaticano por suprimir el modernismo:
“El Vaticano ha logrado suprimir algunas revistas eruditas; en su lugar han aparecido otras más populares. Ha persuadido a algunos maestros ilustrados a recaer en la obediencia del silencio por una temporada, aunque sin retractación real de sus opiniones; a otros los ha obligado a mantenerse firmes en su propia conciencia intelectual ante el mundo entero. Ha prohibido la publicación de ciertas revistas italianas, solo para aumentar su circulación. Prohibió a los fieles leer el Programa de los Modernistas, y el público pidió una edición nueva y ampliada. Ordenó a los obispos bávaros que velaran porque el pueblo leyera ‘el catecismo y buenos libros,’ y obtuvo de la autoridad civil de Innsbruck la confiscación de una conferencia de un profesor modernista de derecho canónico, lo que no impidió que en poco tiempo se publicaran cuarenta y tres ediciones de ella, y que muchos miles de estudiantes liberales alemanes organizaran una huelga en favor de la libertad de enseñanza académica. El índice de escritos prohibidos aumenta; pero no puede seguir el paso de la prensa modernista. En suma, la encíclica Pascendi, que pretendía destruir de un golpe una herejía de las escuelas, ha conseguido crear una literatura de ella para el pueblo. Ordena la máxima vigilancia en cada diócesis para descubrir ideas modernistas; y en la misma Roma, bajo la sombra del Vaticano, se ha establecido una sociedad editorial científico-religiosa, y sus publicaciones, aumentando en poder así como en número, se hallan ya esparcidas por muchas tierras.
“Además de todo esto, debe tomarse en cuenta el número de periódicos seculares que simpatizan, más o menos abiertamente, con los modernistas. Una autoridad eclesiástica que en tiempos pasados podía sujetar pueblos y humillar reyes, aún ha de demostrar si es más poderosa que la fuerza de una prensa libre en un estado libre.”
A la carta encíclica que fue emitida por el papa Pío, los mismos modernistas han dado una respuesta de lo más audaz y sin temor, y la han publicado junto con la encíclica del Papa para todo el mundo. (Véase Programa del Modernismo, Putman’s Sons, 1908.) Este movimiento, por cierto, es descrito como “un llamado claro para el rejuvenecimiento del catolicismo.” Los modernistas creen que la iglesia—la Iglesia Católica romana—puede armonizar sus enseñanzas con el pensamiento de esta época presente, que la iglesia más antigua puede sobrevivir convirtiéndose en la más moderna.
Las ambiciosas aspiraciones de los modernistas pueden conocerse aún más claramente en las siguientes preguntas que ellos mismos formulan, y en las respuestas que ofrecen:
“En este momento (1908), preñado de toda clase de revoluciones morales, cuando el mundo intelectual, aún alejado de Cristo y de su Iglesia, progresa de cien maneras hacia una renovación indefinible del espíritu, nos preguntamos con franqueza: ¿Hay en la Iglesia católica, en ese gran organismo en que el espíritu religioso del evangelio ha venido a encarnarse, un poder de conquista o simplemente un instinto conservador? ¿Oculta todavía, en las complejidades secretas de su maravillosa organización, capacidades para ganar adeptos, o su vitalidad está amenazada por gérmenes de una pronta decadencia? ¿Su misión será en adelante limitarse a una vigilancia desconfiada sobre la ruda y sencilla fe de sus rápidamente menguantes fieles, o se levantará para readquirir aquella influencia social que perdió en largos años de indolente auto-aislamiento?
“Por nuestra parte, hemos respondido hace mucho a esta cuestión crítica. Siempre hemos contemplado las aspiraciones de la mente contemporánea con simpatía; nuestros corazones han latido al unísono con su ardiente entusiasmo por los nuevos ideales de fraternidad universal; y hemos visto en todos sus movimientos los síntomas de un glorioso renacimiento religioso. * * * Hablando el lenguaje de nuestra época y pensando su pensamiento hemos tratado de ponerlo en contacto con las enseñanzas del catolicismo, para que a través de ese contacto sus profundas afinidades mutuas se hicieran evidentes. No podemos creer que la Iglesia finalmente rechace nuestro programa como pernicioso.”
Solo quiero presentar estas declaraciones ante vosotros y hacer esta pregunta: ¿Por qué se demanda este rejuvenecimiento de la Iglesia Católica? ¿Por qué esta exigencia de abandonar símbolo y credo de la Edad Media, a fin de entrar en armonía con la verdad moderna tal como ha sido desarrollada por el pensamiento y la ciencia contemporáneos? ¿No presuponen las preguntas que la iglesia contra la que se protesta está equivocada en credo, doctrina y actitud hacia el progreso?
No debo ir más lejos en la discusión de esta situación católica, porque deseo llamar vuestra atención a cosas aún más sorprendentes en el mundo protestante, especialmente en nuestro propio país.
Reforma en el Protestantismo
En los números recientes de la revista Cosmopolitan ha venido publicándose una serie de artículos de Harold Bolce sobre la tendencia de la enseñanza universitaria en los Estados Unidos. Hace unos dos años, el señor Bolce trazó un itinerario para sí mismo, teniendo como propósito nada menos que visitar las universidades principales de la nación, con el fin de familiarizarse con la orientación de la enseñanza universitaria, y más especialmente en lo que respecta a los temas económicos, sociales, filosóficos y religiosos. Como resultado de esa investigación, informa de su recorrido en cuatro artículos de esta revista. Llamaré su atención únicamente a lo que se dice sobre la tendencia de la enseñanza religiosa dentro de las universidades. Leo los siguientes extractos del número de agosto del Cosmopolitan.
El artículo está precedido de una nota del editor en la que se dice:
“Se ha mostrado en la serie de artículos que comienza con Blasting at the Rock of Ages que nuestras grandes universidades repudian el dogma y la ortodoxia de la iglesia establecida y proclaman una nueva religión despojada del credo bíblico y eclesiástico. ¿Por qué los eruditos más profundos de nuestras instituciones de enseñanza emprenden esta obra revolucionaria? ¿Qué esperan lograr? * * * He aquí la respuesta. Los académicos han colocado el cristianismo en el crisol del erudito. Están decididos a reducir las instituciones sagradas a pruebas científicas. Los hombres de colegio abordan el tema con la mayor reverencia. Es falso caracterizarlos como ateos o iconoclastas. Afirman que lo que necesitamos no es menos de Dios, sino más de Dios. Profetizan la introducción en el mundo de un sistema de creencias superior al cristianismo de los siglos.”
Tal es la concepción editorial de la tendencia de la enseñanza en nuestras universidades, sobre este asunto, con los artículos del señor Bolce delante de ellos. Y ahora, del mismo artículo, leo lo siguiente:
“En lugar de vivir en armonía con Dios, la iglesia —dicen los colegios— ha erigido un zar celestial, una concepción que ha sido perjudicial para el hombre, porque le ha dado un sentido de debilidad, inferioridad y temor.”
Ésa es la acusación de los colegios contra las enseñanzas de las iglesias en cuanto a sus concepciones de Dios. Ahora bien, noten:
“Los colegios dicen que la iglesia, por su temor a la verdad nueva, ha sido en todo tiempo un obstáculo al progreso.”
¿No es acaso una cosa sorprendente decir eso de la iglesia de Jesucristo, que en realidad debería estar a la vanguardia misma en la búsqueda y la conservación de la verdad?
“El Dr. Andrew D. White, antiguo presidente de la universidad de Cornell, dice que la iglesia, en su aprehensión del progreso del saber, persiguió a Roger Bacon, y que al hacerlo hizo más daño al cristianismo y al mundo que el causado por todos los esfuerzos de todos los ateos que jamás hayan existido.”
“El profesor Borden P. Bowne, de la universidad de Boston; el profesor Frank Sargent Hoffman, de Union College; y decenas más, dicen que la iglesia es la última en entrar en posesión de la verdad; que con frecuencia se queda atrás, aun en lo que respecta a la conciencia progresiva de la época; que ha tenido que retroceder de su posición en cada campo de la ciencia; y que todavía está retrocediendo y debe continuar cediendo el paso al progreso de la verdad en los asuntos espirituales. Pues muchos profesores afirman que la iglesia, como se ha revelado en el clamor suscitado por las revelaciones de lo que enseñan las universidades, todavía se empeña en estrangular el pensamiento.
“Y puesto que la oposición a la verdad, como se sostiene, sigue siendo el papel de los cuerpos religiosos, el deber ineludible de las instituciones de enseñanza libres es dar al mundo una nueva revelación.”
José Smith proclamó esa necesidad noventa años antes de que estos profesores despertaran a la realidad de la necesidad de una nueva revelación.
Pero para continuar:
“Los profesores creen que la civilización está bajo la dominación de muchas doctrinas falsas, y que el hecho de que éstas se consideren sagradas no es razón para que deban ser preservadas.”
No sólo sostienen estos profesores—decenas de ellos, recuérdenlo—que la iglesia está equivocada ahora, sino que sostienen que lo ha estado por siglos. Escuchen esto:
“La presente cruzada de los colegios está cargada con la convicción de que las iglesias y el pensamiento eclesiástico no sólo están atrasados, sino que a lo largo de los siglos han sido un obstáculo para el progreso humano, y que aún hoy son la última barrera que impide al hombre entrar en su verdadero reino espiritual. Dicen que el hombre se ha ganado el derecho de conocer la verdad, la verdad que lo hará libre; y que la ignorancia del hombre acerca de su poder en un mundo de espíritu—donde él podría, si quisiera, ser dueño, con toda la armonía, salud, felicidad y abundancia que esa maestría implica—es el secreto de los siglos de aflicción, odio, guerras y crímenes que han maldecido al mundo.”
Les molestaré con sólo una cita más:
“Ésta, entonces, es la justificación declarada de la acusación de los colegios contra muchas instituciones apreciadas. La vieja acusación redactada por críticos irreverentes contra la iglesia se repite con nueva fuerza y nuevo significado. Se señala que fue la Jerusalén religiosa, no la Roma pagana, la que clamó por la crucifixión. Motley, Draper y otros historiadores han sido citados en apoyo de la enseñanza de que la iglesia, en muchas épocas, asesinó a más personas de las que salvó. Y estas víctimas fueron quemadas vivas, estranguladas o decapitadas, no por crímenes cometidos, sino, en algunos casos, por leer las Escrituras, o por mirar de reojo una imagen tallada, o por sonreír ante una procesión idólatra al pasar. * * *
“Pero los hombres de colegio no son ciegos a lo que la iglesia ha logrado. En este aspecto del tema son particularmente católicos. Sin embargo, se enseña ahora en prácticamente todos los departamentos de filosofía de las grandes universidades que una nueva revelación está vivificando esta era, y que no sólo es el derecho sino el deber de los colegios colocarse, si pueden, como intérpretes del año aceptable del Señor. El profesor R. M. Wenley, de la Universidad de Míchigan, enseña que tenemos todas las razones para anticipar grandes cambios en el cristianismo. El mundo del pensamiento está en proceso de una alteración tan profunda que la creencia ortodoxa difícilmente podrá escapar a los efectos transformadores de la nueva idea de Dios. Cientos de miles de jóvenes en América están cayendo bajo la influencia de la nueva filosofía universitaria, y en lugar de disculparse por enseñar que el Dios de los colegios es más grande que el Dios de la iglesia, los filósofos universitarios contemplan con serenidad e incluso con júbilo la rendición final de lo que consideran creencias desacreditadas.”
En relación con los métodos adoptados por las iglesias para impartir verdades religiosas y fomentar una vida religiosa—especialmente el método de los avivamientos; y recuérdese que en los últimos años muchos de los excesos de este método han sido eliminados desde los días de juventud de José Smith. Sobre este método de las iglesias, el Sr. Bolce representa a las universidades como sosteniendo el siguiente punto de vista:
“El profesor Boris Sidis, del Instituto Patológico de Nueva York, quien recientemente concluyó una serie de experimentos psicológicos en Harvard, está implacablemente enfrentado contra la religión popular tal como se expresa en los avivamientos, y sus conclusiones han sido respaldadas por el profesor William James en una introducción al informe publicado por el primero. Si existe en la enseñanza universitaria estadounidense una doctrina más audaz que la siguiente, formulada por el profesor Sidis y avalada por el principal filósofo de Harvard, aún no la he encontrado: ‘Bien puede exclamar el presidente Jordan, de la universidad de Stanford: “El whisky, la cocaína y el alcohol producen locura temporal, y lo mismo ocurre con un avivamiento religioso—uno de esos avivamientos en los que los hombres pierden la razón y el autocontrol. Esto no es más que una forma de embriaguez, no más digna de respeto que la embriaguez que yace en la cuneta.”’”
El profesor Jordan, comenta el psicólogo de Harvard como resultado de sus investigaciones, “fue demasiado moderado en su expresión. El avivamiento religioso es una culpa social; es más peligroso para la vida de la sociedad que la embriaguez. Como borracho, el hombre cae por debajo de la bestia; como revivalista, se hunde más bajo que el borracho.” — (Cosmopolitan, julio de 1909).
Ahora, mis amigos, ¿después de eso se quejarán de la severidad del mensaje que José Smith fue comisionado a dar al mundo hace noventa años? Él nunca dijo nada tan duro como lo que las universidades americanas están diciendo ahora acerca de las iglesias. ¡Me parece como si Dios hubiera llamado desde los altos asientos de la enseñanza, desde la clase más intelectual del mundo, para confirmar la verdad del mensaje de su profeta!
El mundo despreció la palabra de un joven sin instrucción sobre este asunto, aunque viniera con un mensaje de Dios—del Ser de más Alta Inteligencia. ¿Qué dirán ahora al testimonio de los instruidos—que confirma el mensaje de José Smith?
Lo que afirma el Mormonismo
No quiero ocupar todo el tiempo, sin embargo, discutiendo esta parte negativa de nuestro mensaje. Deseo decir algo en forma afirmativa, algo que disipe la tristeza que esta primera parte de nuestro mensaje pueda imprimir en la mente de quienes la contemplen. En la parte afirmativa de nuestro mensaje venimos a ustedes con estas alegres nuevas: Dios ha vuelto a hablar. Él ha renovado, por así decirlo, las relaciones oficiales con el mundo. En aquel tiempo, cuando los hombres suponían que Dios había pronunciado su última palabra en cuanto a revelación; en aquel tiempo cuando se creía que los ángeles ya no visitarían la tierra; en aquel tiempo cuando los hombres concluían que el volumen de la revelación estaba terminado y para siempre cerrado—en la hora más oscura de estos grandes errores, ¡he aquí que los cielos se abren! los ángeles visitan la tierra; el volumen americano de Escritura, el Libro de Mormón, la escritura de los antiguos habitantes de América, antes de que cayeran en la anarquía y la barbarie, cuando eran sabios e ilustrados, cuando tenían comunión con Dios y con Cristo, y recibieron el evangelio—su registro es sacado a la luz para ser un testigo de Dios; un testigo de Su justicia, de Su misericordia; vino como una protesta contra el pensamiento oscuro y terrible de que Dios pudiera dejar perecer a un hemisferio entero en ignorancia de su mente y de su voluntad, y del evangelio de Jesucristo.
En el momento en que esos pensamientos se cristalizaban en dogma, Dios los dejó a un lado, renovó la revelación, dio una nueva dispensación del evangelio a los hijos de los hombres, restauró la autoridad divina, restableció la Iglesia de Cristo, depositó en ella su verdad revelada, y le dio la comisión de proclamarla a todos los habitantes de la tierra—“a toda nación, tribu, lengua y pueblo;” advirtiendo que el reino de Dios estaba cerca. Nuestro mensaje llega entonces con el anuncio de estas grandes verdades; y el Mormonismo es este evangelio restaurado de Cristo, esta Iglesia de Cristo restablecida, o no es nada.
No es un nuevo evangelio, amigos míos, no es una nueva religión. Sino el viejo evangelio, la vieja religión y la Iglesia de Cristo que aparecen nuevamente bajo una nueva dispensación. Nosotros, tanto como ustedes de otras denominaciones cristianas, creemos que no hay otro nombre dado bajo el cielo mediante el cual los hombres puedan ser salvos sino el nombre de Jesús de Nazaret, Jesús el Cristo. Por lo tanto, para nosotros no puede haber más que un solo evangelio verdadero y una sola Iglesia verdadera.
No sólo esto, sino que nuestro mensaje va más lejos. Llega a ustedes con la alegre noticia de que Dios aún está en el mundo, no apartado de él, no permaneciendo distante en observación indiferente de la creación de sus manos—sino que Él está en ella. Lo que los hombres llaman la inmanencia divina. Su Espíritu impregna todos los elementos. “Él está en el sol, la luz del sol, y el poder por el cual fue creado. Él está en la luna, y la luz de la luna, y el poder por el cual fue hecha.” También está en los muchos soles ardientes que llamamos estrellas fijas, y el poder por el cual fueron creados. Él es “la luz que está en todas las cosas, que da vida a todas las cosas; la ley por la cual todas las cosas son gobernadas—aun el poder de Dios.”
Es decir, Dios mediante y por su Espíritu es inmanente en el mundo—en su mundo—el universo. Los elementos—la sustancia que llamamos materia—son eternos; y el elemento unido con el espíritu puede alcanzar una plenitud de gozo; cuando están separados no pueden alcanzar una plenitud de gloria, ni responder al fin de su existencia. En esta visión, “los elementos son el mismo tabernáculo de Dios;” o, como algunos de sus científicos dicen, “el universo material no es más que el vestido de Dios.” Bajo ese vestido está el Dios vivo, palpitante, compasivo, en quien vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser.
Dios está en su mundo reconciliándolo consigo mismo y llevando a cabo su soberana voluntad. Pero principalmente, Dios por su Espíritu puede estar en el hombre, si el hombre lo permite. Sí, el hombre puede ser, y a menudo es, “el tabernáculo de Dios, incluso templos.” Puede haber tal morada de Dios en el hombre que Dios le sea muy cercano y no lejano. Tu vida, amigos míos, y la mía, pueden tocar la vida de Dios; su rica gracia espiritual y vida pueden derramarse en nuestras pobres vidas, haciéndolas realmente ricas—¿quién, entonces, hablará de fracaso? Pero veamos esto claramente.
Mientras nuestro mensaje proclama a Dios como inmanente en el mundo por su Espíritu, y de manera suprema en el hombre—también proclama nuestro mensaje que Dios es una persona. Dios, amigos míos, para los Santos de los Últimos Días, no es una mera abstracción, una palabra vacía sin realidad objetiva; una mera esencia o influencia espiritual; sino que, por el contrario, Dios es una persona en el sentido de que es un individuo. Él se nos revela por medio de Jesucristo. Creemos en esa revelación de Dios que se lee en la vida y el carácter del Nazareno—el Señor Jesucristo. Para nosotros, él es la misma imagen y semejanza de Dios; no, más aún, ¡como fue y es ahora el Cristo, así es Dios!
Recuerden que el Cristo se presentó en su cuerpo inmortal resucitado ante sus discípulos, allá en el monte en Galilea, donde había designado encontrarse con ellos. Y mientras estaba allí, en toda la gloria de un ser inmortal resucitado, ya no sujeto a la muerte, les dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” Así como el Cristo estuvo de pie ante sus discípulos, él era Dios manifestado en la carne. Y así como es el Hijo, así, se nos asegura, es el Padre: una gloriosa e inmensa inteligencia de realidad tangible, tanto como lo fue Cristo allí en el monte en toda su gloria resucitada—un ser cuyo corazón late en simpatía por sus hijos.
¿Sus hijos? Sí, amigos; este mensaje mormón nos manda proclamar que los hijos de los hombres son también hijos de Dios, esencia de su esencia, y naturaleza de su naturaleza. Nuestro mensaje proclama al hombre divino, como también proclama a Dios humano—¡Dios y el hombre de una misma raza! Pero Dios en relación al hombre, perfecto; el hombre, caído e imperfecto en su estado actual, pero heredero de la salvación e hijo de Dios, destinado a llegar a ser como su Padre y su Hermano Mayor, el Cristo. Ven, entonces, que yo tenía razón al decir que Dios no es para nosotros una mera abstracción, sino un ser personal real con quien sostenemos relaciones muy definidas—la relación de hijo a padre, con todas las simpatías que surgen de la concepción de tal relación.
La Inmortalidad del Hombre
Otra cosa con la que nuestro mensaje carga es la inmortalidad del hombre—una inmortalidad verdadera, no meramente una continuación de la conciencia después de la muerte, no simplemente un alargamiento de la vida, sino una preexistencia de vida e inteligencia antes de que habitáramos en la carne. Nuestra morada estaba con Dios antes de venir a esta tierra. En nuestra primera, primigenia niñez, vivimos en su presencia, y hemos salido de ella meramente para obtener experiencia en medio de las condiciones que prevalecen en este mundo nuestro. Creemos y enseñamos la inmortalidad del hombre; una inmortalidad que se extiende hacia atrás antes del nacimiento, así como hacia adelante después de la muerte.
Nuestro mensaje también proclama la persistencia del individuo. Hay algo en ti, amigo mío, según este mensaje mormón al mundo—hay algo en todos nosotros, que no fue creado y que no morirá. Algo que es indestructible e increable; algo que debe vivir, porque no puede ser destruido—el alma, la inteligencia del hombre. Esa entidad, esa inteligencia—tú—no serás absorbido ni perderás tu identidad. Tú, amigo, como inteligencia y como hombre vivirás por todas las eternidades. Tú, amigo, acumularás experiencias y crecerás en gracia, en conocimiento, en poder, en fuerza y en dominio, hasta que alcances algo que sea digno de ser llamado divino—¡un hijo de Dios en verdad!
En el día en que ustedes, nuestros visitantes, miembros del Grand Army of the Republic—en el día en que desfilen por las calles de nuestra ciudad, de nuestra Sion, y los veamos pasar—quizás, con pasos vacilantes y formas encorvadas, ya no con el paso elástico de la juventud como cuando respondieron al llamado de su patria cuando la gran República estuvo en peligro—¡ese día los contemplaremos! Pensaremos en ustedes, amigos míos, con espíritu de simpatía; y meditaremos en el tiempo en que esas formas envejecidas suyas se revestirán de inmortalidad—cuando aun estos cuerpos darán en la resurrección los elementos vitales necesarios para la manifestación de sus espíritus en todas las eternidades por venir.
Nuestro mensaje, amigos, reafirma la realidad de la resurrección de los muertos. Hemos sido comisionados para decir que aunque un hombre muera, vivirá de nuevo, y vivirá eternamente. Cristo es nuestra garantía de la realidad de la resurrección de todos los hombres. Ustedes, entonces, volverán a vivir—sí, ¡y en juventud inmortal, poseedores de todos los altos poderes de una gloriosa hombría! Volverán a encontrarse con los camaradas y con los antiguos comandantes más allá de las alturas, para encender sus fogatas de campamento y relatar las glorias de sus victorias en la preservación de nuestra gran nación. Así pensaremos en ustedes al pasar en desfile, y nuestra simpatía se dirigirá hacia ustedes, pero los consideraremos como hijos de Dios—¡hombres inmortales! No solo en la historia, sino en la realidad.
¿Y qué no podrá lograrse en la eternidad, amigos, bajo tales circunstancias? ¿Qué no podremos alcanzar todos en un estado como aquel en el cual nuestro evangelio nos da esperanza de creer, por medio de Jesucristo nuestro Señor? ¡Piensen en la eternidad en la cual vivir, con Dios como su amigo, con hombres buenos como sus compañeros, y con la eternidad misma para resolver los problemas de la existencia—¡eternidad!—su brillante horizonte extendiéndose ilimitadamente delante de ustedes! Digo, ¿qué no podrán esperar lograr? Al menos desarrollo, desarrollo intelectual y espiritual; al menos crecimiento, crecimiento moral—crecimiento del alma—hasta alcanzar, finalmente, la ciudadanía en el reino de Dios, la filiación con Dios, y la hermandad con todas las Inteligencias divinas.
Entonces ven, amigos míos, este mensaje del mormonismo, comenzando de manera tan severa, ¡a qué música nos conduce! ¡a qué armonías! Aquí estamos, con ustedes, revestidos de esta fe, de estas esperanzas, de este espíritu de caridad para con el mundo. Nuestro mensaje es optimista; tenemos buenas nuevas para el mundo, no un mensaje de luto y condenación, sino de seguridad, de esperanza y de aliento—un mensaje que eleva. El mormonismo proclama la llegada de un día más brillante para el mundo—el largamente prometido milenio con el reinado de Cristo—
“¡El alba rompe, las sombras huyen!
¡Ved, el estandarte de Sion se ha desplegado!
¡El amanecer de un día más brillante
Majestuoso surge sobre el mundo!
Las nubes del error desaparecen
Ante los rayos de la verdad divina;
La gloria, estallando desde lejos,
Pronto brillará ampliamente sobre las naciones.”
Dios lo conceda, por amor de Cristo. Amén.
II.
Otras Doctrinas de José Smith Vindicadas por las Universidades
I.
Los hombres, los Avatares de Dios.
Avatāra, en la mitología hindú, significaba una encarnación; una manifestación de la Deidad. Este discurso fue pronunciado en el Tabernáculo de Salt Lake, el 21 de noviembre de 1909.*
A comienzos del mes de agosto del año 1909 tuve el placer de dirigirme a una congregación desde este púlpito; y cuando los comentarios que hice en aquella ocasión fueron publicados, quienes estuvieron a cargo de la publicación los titularon: “El Mensaje del ‘Mormonismo’.” En parte, los comentarios incluían una reseña de una serie de artículos publicados en la revista Cosmopolitan durante los primeros meses del verano, en los cuales el Sr. Harold Bolce daba a conocer el resultado de una gira de dos años por las universidades de los Estados Unidos, señalando la tendencia del pensamiento religioso y filosófico entre los profesores de dichas universidades. En aquella ocasión llamé la atención al hecho de que el primer gran mensaje que José Smith entregó al mundo—esto es, que todas las iglesias estaban equivocadas y que sus credos eran una abominación ante el Señor—recibía una confirmación maravillosa de las declaraciones de estos profesores citados en los artículos mencionados. Esa ocasión en agosto no permitió una reseña completa o exhaustiva de dichos artículos, ni ofreció la oportunidad, por simple falta de tiempo, de indicar todos, o siquiera los principales puntos en los que el pensamiento educado moderno sustentaba las declaraciones del gran profeta moderno. Es este tema el que deseo renovar y discutir en la presente ocasión.
La cuestión que ahora propongo examinar les probará, creo yo, que es inútil que el mundo desprecie algunas de las doctrinas fundamentales proclamadas por el Profeta José Smith, bajo el pretexto de que fueron expresiones de un joven ignorante, oscuro y sin educación—puesto que, creo que podré demostrarles que, desde algunos de los más altos asientos del saber en la nación, llega una clara confirmación de muchas de las cosas que enseñó nuestro profeta; y, por tanto, que sus declaraciones sobre la doctrina que vamos a considerar no nacieron de la ignorancia, sino de la inspiración de Dios.
En el Cosmopolitan de julio de 1909, en la reseña editorial del artículo del Sr. Bolce, aparece esta declaración:
“Muchos maestros universitarios, aunque adhieren a doctrinas semejantes a las de la Ciencia Cristiana, el Nuevo Pensamiento y el movimiento Emanuel, son partidarios de estudiar las fuerzas del mundo espiritual de una manera fría y científica. El dogma cristiano ortodoxo es considerado en desacuerdo con sus propios principios y es interpretado en una luz nueva y revolucionaria. La filosofía de los profesores está purgada de misticismo y fe ciega. Al conmover a sus jóvenes estudiantes, creen que conmoverán al mundo, y por eso están dirigiendo sus energías hacia la interpretación científica de aquellas fuerzas que están transformando maravillosamente nuestra era contemporánea.”
El propio Sr. Bolce, al explicar más a fondo la actitud de muchos de los educadores en las universidades, presenta al profesor James C. Monaghan, recientemente de la Universidad de Notre Dame y anteriormente de la Universidad de Wisconsin, diciendo a sus clases, respecto al adagio “hay espacio en la cima”, que no existe cima alguna, “que el progreso—particularmente el progreso espiritual—es eterno.”
Los Santos de los Últimos Días reconocerán de inmediato que esa declaración está en armonía con la doctrina “mormona.”
Continuando, el Sr. Bolce dice:
“Los amigos de los filósofos universitarios insisten en que, si existe un abismo entre ellos y el pueblo, es porque las masas aún no han cruzado hacia la vida de progreso y de libertad espiritual. Se trata simplemente de que los profesores, desde el punto de vista de sus seguidores, están invitando nuevamente a la humanidad a los campos hacia los cuales los profetas llamaron al mundo siglos atrás. La elección, se declara, es retroceder hacia la bestia, o avanzar hacia el superhombre.”
Creo que los Santos de los Últimos Días también reconocerán en esto una nota del “Mormonismo”; porque ellos creen que, sea lo que sea el hombre hoy, cualquiera que sea su excelencia—aun la excelencia de los hombres más altamente desarrollados—, existen alturas más allá de las que ha alcanzado, a las cuales le es posible elevarse.
Yo sólo quería leer esos dos párrafos con el fin de presentar, de manera general, la actitud de los profesores en relación con los credos de los hombres y las Iglesias cristianas existentes. Ahora llamo su atención a algunas doctrinas que nuestro profeta enseñó con respecto al hombre. Por supuesto, ustedes que están familiarizados con la enseñanza cristiana de hace tres cuartos de siglo, recordarán el hecho de que era bastante común representar al hombre como un ser bastante inferior, insignificante, un pobre gusano de la tierra; y la fraseología aplicada a él era que era una criatura “concebida en pecado y formada en iniquidad.” Refiriéndose a estas ideas como algo injertado en el cristianismo, aunque ajeno a su genio, el profesor G. H. Howison, de la Universidad de California, en su contribución al libro Conceptions of God (1902), y hablando de quienes sostienen y enseñaron tales puntos de vista, dice:
“Su tema monótono era la grandeza inevitable del Ser Supremo y la insignificancia absoluta del hombre. Su tradición yacía como un sudario sobre el espíritu humano—es más, yace sobre él hasta el día de hoy, y sofoca ahora, como sofocaba entonces, la voz que allí responde al llamado de Jesús.” (p. 96.)
Cuando el profeta avanzó con la entrega de su mensaje al mundo, se apartó de esta visión de la bajeza esencial de la naturaleza del hombre, y procedió a proclamarlo como hijo de Dios, no sólo mediante algún medio de adopción, sino por su propia naturaleza. Lo proclamó como una inteligencia eterna en cuanto a su espíritu, y que, después de la experiencia de la resurrección de entre los muertos, sería un ser inmortal, un príncipe del cielo, un heredero de todo lo que Dios posee, y coheredero con Jesucristo, capaz de un progreso infinito y de posibilidades asombrosas. En una ocasión—para ser más específico, en 1844—al disertar sobre el tema del hombre y su espíritu, planteó esta pregunta:
“La mente del hombre, el espíritu inmortal—¿de dónde vino? Todos los hombres eruditos y doctores en divinidad dicen que Dios lo creó en el principio, pero no es así. La sola idea disminuye al hombre en mi estimación. No creo en esa doctrina; sé algo mejor. ¡Oídlo, todos los confines de la tierra! porque Dios me lo ha dicho. Si no me creen, eso no hará que la verdad quede sin efecto. * * * Decimos que Dios mismo es un ser que existe por sí mismo. ¿Quién se los dijo? Es lo suficientemente correcto, pero ¿quién les dijo que el hombre no existía de la misma manera, sobre el mismo principio? Dios hizo un tabernáculo y puso en él el espíritu del hombre, y se convirtió en un alma viviente. * * * No dice en el hebreo que Dios creó el espíritu del hombre; dice que Dios hizo al hombre de la tierra y puso en él el espíritu de Adán, y así se convirtió en un alma viviente. La mente o la inteligencia que el hombre posee es coeterna con Dios mismo. * * * Dios mismo no se crea a sí mismo. La inteligencia es eterna, y existe sobre un principio autoexistente; es un espíritu de edad en edad, y no hay creación en ello. El espíritu del hombre no es un ser creado, existió desde la eternidad, y existirá por la eternidad.”
Tal fue la enseñanza del profeta sobre este tema. Sin embargo, podría complementar la declaración anterior citando una de las revelaciones que también trata este asunto. El mundo cristiano está dispuesto a conceder al Cristo, el Hijo de Dios, una existencia coeterna con Dios; y de hecho consideraría heterodoxo sostener cualquier otro punto de vista que no fuera la coeternidad del Hijo con el Padre; y citan en apoyo de esta visión el hermosísimo prefacio del evangelio de Juan; a saber: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios. Este estaba en el principio con Dios. * * * En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” Y luego se explica más adelante que este “Verbo… se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.”
Todos los cristianos ortodoxos creen que este pasaje establece la coeternidad de Cristo con el Padre. Ahora bien, esa es una doctrina muy grande; pero deseo mostrarles que, tan excelente como es, el Señor en nuestra dispensación ha añadido otra verdad a esa, por medio de lo que se dice en la revelación de la cual leo ahora. Jesucristo es representado como diciendo:
“De cierto, de cierto os digo, que yo estaba en el principio con el Padre, y soy el primogénito. [Ahora, fíjense—dirigiéndose a los varios hermanos que estaban presentes cuando se recibió esta revelación]—Vosotros también estabais en el principio con el Padre; lo que es espíritu, es decir, el espíritu de verdad.”
Es decir, aquella parte del hombre que es espíritu, esa inteligencia, esa cosa dentro del hombre que es consciente de su propia existencia y de la existencia de otros; que tiene poder de querer y de dirigir y de hacer cosas; esa cosa dentro del hombre que razona y reflexiona y tiene memoria; ese ser que, de manera muy enfática, eres tú mismo, y no simplemente la casa en la que vives; ese también estaba en el principio con el Padre. Y ahora la revelación amplía la verdad más allá de aquellos a quienes el Cristo habló directamente en el momento en que fue dada la revelación; porque en un versículo posterior dice: “El hombre”, indudablemente refiriéndose a la raza—
“El hombre también estaba en el principio con Dios. La inteligencia, o la luz de la verdad, no fue creada ni hecha, ni en verdad puede serlo.
Toda verdad es independiente en esa esfera en la cual Dios la ha colocado, para actuar por sí misma, como toda inteligencia también, de lo contrario no hay existencia.
He aquí, ésta es la agencia del hombre, y ésta es la condenación del hombre, porque lo que fue desde el principio está claramente manifestado a ellos, y no reciben la luz.
Y todo hombre cuyo espíritu no recibe la luz está bajo condenación,
Porque el hombre es espíritu. Los elementos son eternos, y el espíritu y el elemento, inseparablemente conectados, reciben una plenitud de gozo;
Y cuando están separados, el hombre no puede recibir una plenitud de gozo.
Los elementos son el tabernáculo de Dios; sí, el hombre es el tabernáculo de Dios, incluso templos.”
Esa es doctrina audaz. Cuando nuestro profeta vino con este magnífico mensaje al mundo, fue recibido con el grito de “¡Blasfemia, blasfemia!” Han pasado ya tres cuartos de siglo desde que estas declaraciones fueron dadas por primera vez al mundo; y quiero mostrarles lo que dicen hombres en los más altos asientos del saber con respecto a principios que son idénticos a estos, o muy análogos a ellos, aunque, por supuesto, los eruditos que cito tal vez ni siquiera estén conscientes de la existencia de estas verdades reveladas dadas al mundo por José Smith. No están, por supuesto, dando conscientemente ningún testimonio a las doctrinas anunciadas por nuestro profeta; pero están dando un testimonio inconsciente de la verdad; y me alegra ver crecer la verdad, ya sea por medios directos o indirectos. A veces pienso que los medios indirectos que Dios está usando para difundir sus verdades son más poderosos y de mayor alcance, quizá, que los medios directos que buscamos usar, y que Dios está usando a través de su Iglesia. Pero ahora vayamos a este registro y a lo que nuestros eruditos están diciendo sobre principios idénticos o análogos a estos. El profesor Howison, a quien cité antes, dice:
“Hijo del hombre, tú eres hijo de Dios. ¡Despierta, corazón! ¡vístete con los atavíos de tu majestad, y comprende tu igualdad, tu libertad, tu inmortal pertenencia en el Orden Eterno!” (Conceptions of God, p. 96).
El profesor Robert Kennedy Duncan, en las páginas finales de su obra The New Knowledge (1905), dice:
“Otra concepción más del nuevo conocimiento es la de los vastos depósitos de energía inter-elemental de los cuales vivimos apenas en el borde—un depósito de energía tan grande que cada respiro que tomamos tiene en sí suficiente poder para mover los talleres del mundo. El hombre aprovechará esta energía algún día, de alguna manera. * * * Pero ahora que sabemos, o creemos saber, de este tesoro infinito de energía inter-elemental latente para que la mano del hombre futuro lo use, no es difícil ni fanático creer que los seres que ahora están latentes en nuestros pensamientos y ocultos en nuestros lomos estarán un día de pie sobre esta tierra como quien se para sobre un escabel, y se reirán y extenderán sus manos entre las estrellas. * * * ‘En el principio Dios creó,’ y en medio de su creación puso al hombre con una pequeña chispa de la divinidad en él para hacerle esforzarse por conocer—y en ese esfuerzo crecer y progresar hacia algún gran y digno fin desconocido en este mundo. Le dio manos para hacer, una voluntad para impulsar, y sentidos para comprender—tan sólo un equipo de trabajo: y así ha ganado su camino, hasta ahora, fuera de las horribles condiciones de la prehistoria.”
He estado presentándoles en mi discurso las palabras de nuestro profeta. El Sr. Bolce representa a los profesores de nuestras universidades americanas como diciendo:
“Los profesores ven en el hombre, y solamente en el hombre, la conciencia y el poder destinados a dirigir los asuntos del mundo. El profesor Münsterberg insiste en que el mundo que queremos es la realidad, y que la más humilde de todas las criaturas mortales ‘tiene más dignidad y valor que incluso un Dios Todopoderoso,’ tal como ese ser es concebido popularmente. * * * Declaran los profesores que si la energía divina es divisible y el espíritu del hombre inferior al de Dios, el futuro eterno del alma carece de atractivo. El cristianismo así lo enseña, dicen, y es de todas las filosofías la más pesimista. Para siempre, en su esquema, el hombre debe ser un subordinado. Y no sólo eso, sino que incontables miles de millones de almas—gusanos del polvo—son creados destinados a una desesperación perpetua; mientras que la suprema felicidad de un resto afortunado es reunirse alrededor del trono de un Dios superior y augusto y cantar sus alabanzas.”
Luego sigue este contraste con la visión anterior:
“En oposición a esta concepción está la nueva psicología que enseña que el espíritu del hombre es la más alta expresión consciente de lo infinito, y que al invocar los poderes—las fuerzas divinas—residentes en lo humano, todo lo que la humanidad desea puede lograrse.”
Así de completa resulta para estos filósofos la divinidad del espíritu humano. Continuando, se expresan estas ideas:
“Las universidades, al enseñar esta fe, se alinean con aquellos que creen que en la emancipación y la plenitud del pensamiento moderno se realizarán obras mayores que las que Cristo hizo. Por lo tanto, para librar a la mente moderna de este efecto paralizante de lo que consideran supersticiones atrofiantes, los profesores atacan los dogmas ortodoxos.”
“Lejos de ridiculizar las fuerzas del espíritu, las universidades proclaman que las leyes de la energía divina son el estudio más importante que enfrenta el hombre moderno. Los profesores toman partido con el profesor Slater, de la Universidad de Chicago, a quien oí enfatizar con marcada sinceridad que el ‘nombre de Jesús no está escrito, sino arado en la historia del mundo.’ Sin embargo, en su determinación de aproximarse a la idea de Dios como científicos, se consideran a sí mismos más reverentes que el gran cuerpo de los religiosos, quienes, creen ellos, se entregan a una postración y a un ritual idólatras.”
En confirmación aún más fuerte de la doctrina de José Smith, y en un lenguaje más directo, está la siguiente declaración del profesor Herrick, de la Universidad Dennison, quien dice:
“Centradas en la mente del hombre, por tanto, están las fuerzas dinámicas del universo. Más allá y por encima de nuestros cálculos más atrevidos está la potencia del pensamiento. Y en las siguientes palabras alegóricas, el Científico explicó cómo la mente del hombre, asumiendo y afirmando su poder, puede absorber el fuego de la energía creativa: ‘La leña desaparece en la chimenea, pero el calor acogedor invade la habitación, penetra nuestra sangre, acelera nuestro pulso, despierta la acción vital, y finalmente se convierte en parte de la historia de nuestra vida.’ Si mantenemos en mente esta imagen de un elemento que se transmuta por procesos naturales en vida y felicidad humanas, no es difícil comprender la interpretación científica de la oración, del Nuevo Pensamiento, de la Ciencia Cristiana, del Movimiento Emmanuel, y de fuerzas similares que están transformando maravillosamente nuestra era contemporánea. Como científicos, no como fieles en antiguos altares, muchos eruditos se han aliado con las fuerzas de la salud y la sanidad espiritual.”
Y, sin embargo, cuando el Profeta José y los primeros élderes de la Iglesia enseñaron que el mundo de hoy tenía derecho a disfrutar de los mismos “dones espirituales,” de fuerzas que caracterizaron a la Iglesia de Cristo en los primeros siglos cristianos—por medio de los cuales los enfermos eran sanados, los cojos caminaban, y se disfrutaba del poder de la profecía y la revelación—fueron catalogados como personas presuntuosas y, en general, desacreditados; en efecto, una de las quejas contra los Santos al establecerse en el condado de Jackson, Misuri (1831–1833) fue que
“Éstos pretendían comunicaciones y revelaciones directas del cielo, sanar a los enfermos por la imposición de manos y, en resumen, realizar todos los milagros portentosos obrados por los inspirados apóstoles y profetas de antaño. * * * Blasfeman abiertamente contra el Dios Altísimo, y desprecian su santa religión al pretender recibir revelaciones directas del cielo, al pretender hablar en lenguas desconocidas por inspiración directa, y por diversas pretensiones derogatorias a Dios y a la religión, y para la completa subversión de la razón humana.”
Esto proviene de un documento puesto en circulación por la turba anti-«mormona» del condado de Jackson en el verano de 1833 (Evening and Morning Star, diciembre de 1833). Pero ahora encontramos, según la representación del Sr. Bolce, a profesores en universidades afirmando su fe en la posibilidad de que esta fuerza espiritual opere en la actualidad entre los hijos de los hombres; e incidentalmente, nuestro autor observa: “Estos hombres no son soñadores; son de una sólida contextura mental.”
Como resultado de que el hombre despierte a la conciencia de estas fuerzas interiores, nuestro autor dice:
“‘La sociedad humana, por primera vez en la historia, está volviendo en sí,’ dice el profesor Edmund J. James, ‘y está tomando conciencia de fines y propósitos definidos hacia los cuales se esfuerza; de la posibilidad de establecer ciertos ideales hacia los cuales pueda luchar siempre.’ Y ahora que el hombre ha descubierto que en su naturaleza reside un espíritu de energía que es divino, dicen las universidades, y que puede convocarlo para hacer su voluntad, la potencia y futura operación de esta fuerza psíquica nadie puede calcularla. La ciencia, habiendo encontrado un camino hacia Dios por medio de la psicología, las oportunidades de la raza, al invocar en la conciencia humana el espíritu que cubre todo espacio, son absolutamente infinitas. La ciencia, por lo tanto, está demostrando por nuevas vías, o al menos afirma demostrar, que el hombre es Dios hecho manifiesto.”
Más de setenta y cinco años antes de esta declaración del científico, sin embargo, resonaron por los corredores del tiempo estas palabras de nuestro profeta:
“Los elementos son el tabernáculo de Dios; sí, el hombre es el tabernáculo de Dios, ¡aun templos!”
Continuando, el Sr. Bolce concluye su artículo sobre este tema en los siguientes términos:
“Y la filosofía moderna, tal como se expone en las universidades americanas, sostiene esta encarnación no como un ideal fantástico y meramente bello, sino como un principio operativo y comprensible en el alma de la humanidad. Los profesores, por lo tanto, que están cavando lo que creen que son tumbas para dogmas muertos, se erigen en exponentes de la enseñanza de que el hombre es la encarnación y expresión consciente de la fuerza que guía toda vida y mantiene toda materia en su curso. El hombre ha iniciado el ciclo de esa osada victoria profetizada por los antiguos videntes, y que atrajo con tanta fuerza la imaginación de Poe. No meramente en retórica religiosa, sino en realidad, dicen los eruditos, el hombre es el avatar de Dios.”
Es decir, el hombre es la encarnación de Dios, la encarnación de un espíritu divino; su espíritu es uno con el Espíritu Infinito, incluso el espíritu y esencia de Dios. Que nadie vuelva a decir, al considerar las enseñanzas de José Smith sobre la divinidad del espíritu del hombre, que sus doctrinas son meramente la expresión de un hombre ignorante y sin letras, puesto que las doctrinas que él enseñó hace tres cuartos de siglo ahora reciben esta espléndida, aunque inconsciente, vindicación a través de las declaraciones de los hombres más eruditos de nuestro país y de nuestra época.
II.
La existencia de una pluralidad de inteligencias divinas—Dioses.
La tendencia de la enseñanza de los profesores en las universidades de América está respaldando las ideas expresadas por José Smith en relación con la Deidad; no mediante afirmación directa, por supuesto, pero por implicación natural, sostienen sus doctrinas en relación con la Deidad. Permítanme llamar su atención a lo que el profeta enseñó sobre el tema de la Deidad, citando un párrafo de un discurso pronunciado por él en 1844. Creo que este párrafo presenta de una sola vista lo esencial de lo que el profeta tenía que decir acerca de Dios:
“¿Qué clase de ser era Dios en el principio? Abran sus oídos y escuchen, todos los confines de la tierra. * * * Dios mismo fue una vez como nosotros ahora somos, y es un hombre exaltado, y se sienta entronizado en los cielos. Ese es el gran secreto. Si el velo se rasgara hoy, y el gran Dios que sostiene este mundo en su órbita, y que sostiene todos los mundos y cosas por su poder, se hiciera visible—digo que si lo viéramos hoy, lo verían como un hombre en forma, como ustedes mismos en la misma imagen presente y en la misma forma que un hombre: porque Adán fue creado en la misma figura, imagen y semejanza de Dios, y recibió instrucciones de él y caminó y habló y conversó con él, como un hombre habla y se comunica con otro.”
Esta doctrina fue recibida con el grito de “¡Blasfemia!” aún más marcado que la doctrina del Profeta respecto a la divinidad del hombre. La concepción general de la cristiandad ortodoxa en relación con Dios era que él era un ser incorpóreo, que no tenía cuerpo; con lo cual querían decir que no era materia; que era inmaterial y sin forma. Adoptaron la vieja idea pagana de que Dios era “sin partes, sin pasiones”; que carecía de cualidades, en efecto, si esas otras descripciones de él eran verdaderas.
¿Cuál es el resultado inevitable de las doctrinas de estos profesores en nuestras universidades, de lo que se dijo en la parte II de este tratado? Es que hay en el hombre un espíritu divino: que el hombre es “Dios manifestado en la carne.” De aquí surge muy naturalmente la pregunta: ¿Acaso los hombres, como tales, llegan a ser inmortales? ¿Existen medios por los cuales los hombres puedan llegar a ser entidades eternas—como espíritus y cuerpos inseparablemente unidos—individuos inmortales? Y si es así, ¿serían acaso menos encarnaciones de un espíritu divino en su estado inmortal de lo que lo son ahora como mortales? La respuesta es obvia; y si solamente se admite que el hombre, como hombre, puede llegar a ser inmortal, entonces la doctrina de José Smith respecto a Dios recibe un fuerte apoyo por necesaria implicación de parte de los mencionados maestros de universidad; porque si es verdad, como ahora estos maestros nos aseguran que lo es, que “el hombre es Dios hecho manifiesto;” que “concentradas en la mente del hombre están todas las fuerzas dinámicas del universo”—entonces verdaderamente estas doctrinas no pueden estar muy alejadas del audaz anuncio de José Smith, de que “Dios mismo fue una vez como nosotros somos ahora, y es un hombre exaltado, y se sienta entronizado en los cielos.” Para completar el apoyo a las doctrinas de José Smith desde las enseñanzas de las universidades, sólo se hace necesario afirmar que el hombre individual persiste; que llega a ser, como hombre—cuerpo y espíritu—un ser inmortal. Hágase esta declaración: El espíritu en el hombre es divino—él es una encarnación de Dios; el hombre será inmortal. Diga esto, y entonces toda la doctrina de José Smith, tanto respecto al hombre como a Dios, recibe perfecto respaldo de la tendencia de la enseñanza universitaria, tal como la representan los escritos del Sr. Bolce aquí analizados; y no hay escape a esa conclusión. Manténgase la primera proposición, a saber, que el espíritu del hombre es divino, y entonces la pregunta se resuelve simplemente en esto: ¿Existe tal cosa como la resurrección de entre los muertos para el hombre? El Cristo responde: Sí; y se proclama a sí mismo como la “resurrección y la vida;” y las “primicias de la resurrección.”
Pablo argumenta de la manera más elocuente la realidad de la resurrección de entre los muertos; de hecho, todo su ministerio tuvo como fundamento esta doctrina. Recordarán cómo presenta su argumento en el capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios; en donde reúne el testimonio cristiano de la resurrección de Cristo; y después de reunirlo, declara que si Cristo no resucitó de entre los muertos, entonces la fe de los santos era vana, y los hombres aún estaban en sus pecados y sin esperanza en el mundo; porque es sólo mediante Cristo que los hombres pueden esperar la resurrección de los muertos. No sólo el Cristo y Pablo argumentan a favor de este gran hecho aún por realizarse en la experiencia del hombre, sino que hallarán también muchísimos filósofos cristianos que hoy en día defienden la misma verdad. Entre ellos se encuentra uno de los primeros científicos de los pueblos de habla inglesa de la actualidad, Sir Oliver Lodge, quien al hablar sobre el tema de la resurrección, en su reciente obra Science and Immortality, dice:
“Es claro que el cristianismo, tanto por sus doctrinas como por sus ceremonias, con razón enfatiza el aspecto material de la existencia. Porque se funda en la idea de la encarnación; y su creencia en alguna forma de resurrección corporal se basa en la idea de que toda existencia personal real debe tener un doble aspecto, no sólo espiritual, ni sólo físico, sino de alguna manera ambos. Tal opinión, en una forma refinada, es común a muchos sistemas de filosofía, y de ningún modo está en desacuerdo con la ciencia.”
Esa es la declaración de uno de los más destacados científicos de nuestros días. Y continúa diciendo:
“El cristianismo, por lo tanto, complementa razonablemente la mera supervivencia de un espíritu desencarnado, un vagabundo sin hogar o un fantasma melancólico, con el abrigo cálido y cómodo de algo que puede legítimamente llamarse un ‘cuerpo’; es decir, postula un vehículo supersensible o modo de manifestación, adaptado para servir a las necesidades de la vida terrenal; una entidad etérea u otra, que constituye el persistente ‘otro aspecto,’ y que cumple algunas de las funciones que los átomos de la materia terrenal están constreñidos a cumplir ahora. Y podemos asumir, como consonante con el cristianismo, o incluso como parte de él, la doctrina de la dignidad y el carácter sacramental de algún equivalente físico o cuasi-material de toda esencia espiritual.”
En otras palabras, Sir Oliver evidentemente cree en algo equivalente a la resurrección del hombre; que habrá algún tipo de sustancia cuasi-material que formará el futuro revestimiento del espíritu del hombre, adecuada para los estados futuros de su existencia y experiencias.
Ahora, mis amigos, el punto es este: si nuestros profesores, como vemos que lo hacen, insisten en que hay encarnado en el hombre un espíritu divino, y llevamos a los hombres a través del velo de la muerte, y se convierten en hombres inmortales, poseyendo tabernáculos inmortales, ¿qué tenemos aquí sino el “superhombre” de los profesores, o el “hombre exaltado” de la doctrina de José Smith? Y si postulamos para estos inmortales, como lo hacen tanto José Smith como los profesores, una oportunidad ilimitada de progreso y desarrollo, entonces, en verdad, no es imposible que el hombre pueda acercarse, hasta cierto punto, a la excelencia de su Padre y de su hermano mayor, Jesucristo.
Esto me lleva a considerar otro pensamiento en conexión con la doctrina de José Smith, a saber: la doctrina de que existe una pluralidad de inteligencias divinas en el universo —“muchos señores y muchos dioses,” como diría Pablo.
Se suponía que José Smith era culpable de gran blasfemia cuando anunció al mundo que en la gran visión de Dios que se le dio, contempló a dos personajes, cada uno semejante al otro, y que le hablaron; y que uno dijo al otro, llamando al profeta por su nombre: “José, este es mi Hijo Amado; escúchalo.” Como José representó que había dos personajes divinos—el Padre y el Hijo—separados y distintos el uno del otro, se le acusó de haber pronunciado una gran blasfemia. Tal declaración estaba en desacuerdo con la concepción ortodoxa de la Deidad. Se había sostenido en los credos de los hombres—no obstante que profesaban creer en Dios el Padre, en Dios el Hijo y en Dios el Espíritu Santo—que de algún modo u otro las tres personas de la Trinidad no eran más que una esencia o sustancia; que eran un solo ente, y no tres personajes o individuos separados y distintos.
Pero si la doctrina considerada en la parte II de este tratado es verdadera en cuanto a que el espíritu del hombre es divino; y si ese espíritu pasa por la resurrección y llega a ser un personaje inmortal—aún divino—¿cuál es el resultado? El resultado debe ser que hay una multitud de inteligencias divinas; lo cual es solo otra manera de decir con Pablo, y con José Smith, que hay “muchos señores y muchos dioses.” Y así, el resultado inevitable de las enseñanzas en nuestras universidades conduce al apoyo de esta doctrina que fue “anunciada” al mundo por el Profeta José Smith, a saber, que hay una multitud de inteligencias divinas en los cielos—espíritus y ángeles y arcángeles; y Dioses que se reúnen en concilios solemnes—la “congregación de los poderosos” de David, donde Dios “juzga entre los dioses” para generar la sabiduría que está presente en todo el universo, que ha sido llevado del caos al cosmos por la sabiduría y el poder de estas inteligencias divinas. Pero en lo que “atañe a nosotros,” hay una sola Deidad designada para presidir entre esas inteligencias—el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y esta Deidad, o gran presidencia, preside sobre nuestro mundo y las esferas asociadas con él: sobre nuestra tierra y sus cielos.
Esta doctrina de la existencia de una pluralidad de inteligencias divinas tiene además el respaldo de un profesor muy eminente—nada menos que el Profesor James, difunto de la Universidad de Harvard. Dentro del año, sus conferencias ante la Universidad de Oxford, en Inglaterra, han sido publicadas, y esta obra lleva por título A Pluralistic Universe. El resultado de la erudita discusión del Profesor James de todas las cuestiones implicadas en este asunto es que, en lugar de que el universo sea, como satíricamente lo expresa al referirse a la visión monista de él—“un bloque sólido,” se trata de un universo pluralista. Uno de sus pasajes dice lo siguiente:
“Les propongo que discutamos la cuestión de Dios, sin enredarnos de antemano en la suposición monista. ¿Es probable que haya una conciencia sobrehumana, en primer lugar? Una vez que eso se resuelva, la pregunta ulterior, de si su forma es monista o pluralista, está en orden.” (p. 295).
Esta cuestión sobre la existencia de una “conciencia sobrehumana,” el profesor la decide afirmativamente como, al menos, probable; y luego anuncia que la única manera de escapar de las inconsistencias de otras teorías “es ser francamente pluralista y asumir que la conciencia sobrehumana, por vasta que sea, tiene ella misma un envolvimiento externo, y en consecuencia es finita.” (p. 311).
“La línea de menor resistencia, entonces, según me parece,” añade, “tanto en teología como en filosofía, es aceptar, junto con la conciencia sobrehumana, la noción de que no lo abarca todo; la noción, en otras palabras, de que hay un Dios, pero que es finito, ya sea en poder o en conocimiento, o en ambos a la vez. Estos, no necesito decírselo, son los términos en los que los hombres comunes han llevado, por lo general, su trato activo con Dios; y las perfecciones monísticas que hacen de la noción de Él algo tan paradójico en lo práctico y en lo moral, son las adiciones frías de mentes profesoriales remotas, que operan a la distancia sobre sustitutos conceptuales de Él solamente.” (p. 311).
El profesor James también explica que el monismo contemporáneo repudia cuidadosamente toda complicidad con el monismo espinosista, “en el cual, dice, los muchos se disuelven en el uno y se pierden; mientras que en la forma idealista mejorada se preservan en toda su multiplicidad como el objeto eterno del uno. El absoluto mismo es así representado por los absolutistas como teniendo un objeto pluralista. Pero si aun el absoluto ha de tener una visión pluralista, ¿por qué habríamos de dudar nosotros en ser pluralistas por nuestra propia cuenta? ¿Por qué hemos de envolver a nuestros ‘muchos’ con el ‘uno’ que trae consigo tanto veneno?” (p. 311).
Dirigiéndose directamente a los hombres de Oxford sobre el movimiento reciente hacia concepciones pluralistas del universo, el profesor James dice: “Si los hombres de Oxford pudieran ser ignorantes de algo, casi parecería que habían permanecido ignorantes del gran movimiento empírico hacia una visión pluralista pansíquica del universo, en la cual nuestra propia generación ha sido atraída, y que amenaza con hacer cortocircuito de sus métodos por completo y convertirse en su rival religioso a menos que estén dispuestos a hacerse sus aliados.” (p. 313).
El profesor insiste además en que, al concebir el sistema del mundo pluralísticamente, desterramos lo que él llama nuestra “extranjería”—por lo cual entiendo que se refiere a nuestra separación del mundo (es decir, del universo).
“Somos, en efecto, partes internas de Dios, y no creaciones externas, según cualquier posible lectura del sistema pansíquico. Sin embargo, dado que Dios no es el absoluto, sino que Él mismo es una parte cuando el sistema se concibe pluralísticamente, sus funciones pueden considerarse no del todo diferentes de las de las demás partes menores, y, por consiguiente, semejantes a nuestras funciones. ‘Teniendo un entorno, estando en el tiempo y desarrollando una historia como nosotros mismos, escapa de la extranjería de todo lo humano, del absoluto estático, intemporal y perfecto. * * * Sea cual sea el contenido del universo, si solo se admite que es muchos en todas partes y siempre, que nada real escapa de tener un entorno, lejos de derrotar su racionalidad, como los absolutistas pretenden unánimemente, se le deja en posesión de la máxima racionalidad prácticamente accesible a nuestras mentes. Nuestras relaciones con él, intelectuales, emocionales y activas, permanecen fluidas y congruentes con las principales demandas de nuestra propia naturaleza’.” (pp. 318, 319).
No podemos, por supuesto, entrar aquí y ahora en todas las explicaciones y argumentos que presenta el profesor James al tratar este tema, pero el propósito de toda su obra es establecer la idea de que la unidad que uno descubre en las leyes y fuerzas de nuestro universo surge de una “armonía libre de entidades individuales”; que la realidad absoluta es un sistema de seres autoactivos que forman una unidad; y, por lo tanto, concluye que el mundo es un “universo pluralista.” Con esta visión, el profesor Howison, de la Universidad de California, si lo entiendo correctamente, en su contribución a un volumen sobre la Concepción de Dios, está en gran medida de acuerdo.
A esto puede añadirse también las opiniones de Arthur Kenyon Rogers, Ph.D., profesor de filosofía en Buttler College, expresadas recientemente en un libro titulado The Religious Conception of the World: An Essay in Constructive Philosophy (1907). Sobre el punto particular en cuestión, “la naturaleza de la unidad de Dios y de los seres conscientes menores,” dice:
“El mundo moderno va sintiendo cada vez más que, si ha de haber algún contenido real y una satisfacción permanente para la vida espiritual, tendrá que remitirse en gran parte al tipo de experiencia que obtenemos de manera concreta y verificable en nuestras relaciones humanas y sociales de cada día. * * * * Ahora bien, también aquí, en el ámbito social, existe un sentido verificable y significativo en el cual podemos hablar de identificarnos con otros. Pero no consiste en absoluto en fundir nuestras vidas conscientes en un todo único e inseparable de contenido consciente. Más bien se trata de trabajar por intereses comunes y preocuparnos por las mismas cosas, de sentir interés por el bienestar del otro, respeto por su carácter, consideración por la individualidad esencial del prójimo. Dos cosas en esta situación—y estas dos, las más fundamentales—son por completo ajenas a una fusión y absorción absolutas. El amor, como amor humano, presupone necesariamente la conciencia autónoma e independiente de aquel hacia quien se dirige. Y la vida moral, a la cual se adhieren algunos de los valores más profundos, implica a su vez tanto una autonomía personal que la absorción destruiría, como una preocupación extrapersonal, un interés desinteresado por los demás, para lo cual ninguna convergencia de toda la realidad en un único centro de autoconciencia podría dar cabida. * * * *
“Solo tenemos, entonces, que extender un paso más esta concepción, para pasar de lo que es simplemente una descripción del orden social a una filosofía del universo. El modo último de comprender el universo no es la autoconciencia, sino una sociedad de yos. Pero en esta comunidad hay un miembro que ocupa una posición bastante excepcional. Pues Dios, como la realidad interna de lo que llamamos el mundo de la naturaleza, se encuentra claramente de algún modo, de manera especial, en el centro de las cosas, como no lo hacen los yos humanos. En Él se resumen las condiciones necesarias para dar plena cuenta del mundo menor de nuestra propia experiencia social más inmediata, ya que las vidas de los hombres confiesamente tienen sus raíces en la naturaleza. En Él, por lo tanto, podemos suponer que la unidad del todo se refleja directamente, y en Él se reúnen los hilos sueltos del propósito universal tal como aparece en nuestras experiencias humanas parciales y limitadas. Pero no obstante, si hemos de seguir la concepción, Él sigue siendo solo un miembro de la comunidad, y no la suma total de las cosas existentes. Existe como alguien cuya naturaleza requiere la existencia de otras vidas que no entran dentro de la misma unidad consciente inmediata que la suya. Él también es un ser social como lo son los hombres, y encuentra su vida en la cooperación social, aunque las condiciones completas de su vida puedan estar eternamente presentes a su conciencia como no lo están a la nuestra. Pero mientras su conocimiento pueda abarcar toda la existencia, la inclusión será únicamente de conocimiento. Mi vida consciente seguirá siendo solo mía, la cual nadie más en el universo puede compartir directamente, ni siquiera el mismo Dios. Nadie más siente mis sentimientos ni tiene mis sensaciones. * * * *
“Y esta es la posición que ya se había defendido en un capítulo anterior. En otras palabras, Dios no nos crea por una elección arbitraria suya, de modo que nuestra naturaleza como yos humanos sea meramente secundaria y derivada. Esta naturaleza nuestra es un hecho último de la realidad. Está implicada en la constitución más profunda del universo, en la naturaleza misma de Dios. La realidad es una confederación de seres libres; y ninguno de ellos es en última instancia responsable de los otros, ya que cada uno por igual es esencial para el todo con el que la realidad se identifica.”
Quizás alguno de ustedes me formule la pregunta: ¿Y qué con todo esto? ¿Por qué discutir cuestiones de este carácter? ¿Qué fuerza espiritual o moral puede uno obtener de la contemplación de tales temas? Pues bien, en primer lugar, para los Santos de los Últimos Días, aquellos que tienen fe en la dispensación de la plenitud de los tiempos y en el Profeta José Smith—¿acaso no significa nada para ustedes encontrar que las inspiraciones de Dios en este hombre son confirmadas por las conclusiones de los filósofos laboriosos que llegan con setenta y cinco años de retraso, después que las palabras del profeta ya habían salido al mundo? Después de que fue denunciado como un charlatán, un falso profeta y un engañador, por haber proclamado las verdades que hemos estado considerando—¿no significa nada para ustedes comprobar que las verdades que él defendió están impregnando las filosofías de los hombres y que están recibiendo la sanción y aprobación de los eruditos? Para mí significa mucho; me da confirmación de mi fe; y me regocijo en el triunfo que la verdad está alcanzando.
Luego, para todos, sean o no Santos de los Últimos Días, me parece que el tener fijado en la mente, en la conciencia, el pensamiento de la realidad de las cosas—la realidad de Dios, la realidad de lo divino en el hombre, la conciencia de que este espíritu dentro de nosotros es de naturaleza divina, y de que es capaz de alcanzar algo realmente bueno y grandioso—algo verdaderamente valioso—bondad, poder y gloria; tener presente ese pensamiento en la conciencia mientras cumplimos los deberes de la vida—sentir que “por un sabio y glorioso propósito Dios nos ha colocado aquí en la tierra” y que simplemente “ha retenido el recuerdo de nuestros amigos y nacimiento anteriores”—ser conscientes de todo esto, digo, es obtener fuerza para la batalla de la vida.
Sentir que nosotros, en nuestra esencia, somos uno con Dios, y que Él nos envuelve muy de cerca mediante influencias espirituales que podemos invocar en nuestra ayuda—ser conscientes del hecho de que nuestra vida es parte de la vida de Dios—ser conscientes de esto es desterrar de nosotros el pensamiento del fracaso en la vida. Obtenemos fuerza espiritual, y energía y poder para afrontar las responsabilidades y deberes de la vida, mediante la contemplación de estos sublimes temas. Este es el efecto práctico de estas doctrinas: sabemos que nuestra vida toca la vida de Dios; que nuestra vida es una con la vida de Dios, y esto inspira a nobles esfuerzos, de los cuales pueden brotar los más altos y gloriosos resultados posibles en la existencia humana.
Parte IV. Discursos Misceláneos.
I.
El Espíritu del Mormonismo; Una Calumnia Refutada.
I.—Un discurso en el Tabernáculo Mormón de Salt Lake, 16 de enero de 1910.
(Redactado por F. W. Otterstrom.)
“¿Acaso una fuente echa por la misma abertura agua dulce y amarga?
¿Puede, hermanos míos, la higuera producir aceitunas, o la vid, higos?
Así tampoco ninguna fuente puede dar agua salada y dulce.”
Tal es el lenguaje de Santiago, cuya epístola aparece en las Sagradas Escrituras del Nuevo Testamento; y el pasaje, reducido simplemente a su esencia, significa, por supuesto, que una fuente impura no puede dar corrientes puras, ni una buena fuente puede dar corrientes impuras; tal como es la fuente, así también es el río.
Me he sentido algo sorprendido, si no asombrado, en estos últimos tiempos, por la amargura que se ha manifestado en la discusión, en nuestra prensa local, acerca de algunas doctrinas y de ciertos pasajes de la historia de este gran movimiento conocido como el Mormonismo. Últimamente ha habido un revolver de viejas controversias pasadas, hasta el punto de que uno pensaría que estamos bajo la necesidad de volver a pelear las viejas batallas de hace 60 o 70 años; porque este revolver de antiguas disputas se remonta hasta aquella época en referencia a este gran movimiento de los últimos días.
Tengo en mente hacer una pequeña contribución a esta discusión desde el punto de vista de este texto. Por supuesto, se dice que el árbol debe ser juzgado por su fruto; y eso debe admitirse como un juicio justo, porque en toda maquinaria moral la eficacia debe finalmente ser juzgada por los resultados morales, y no podríamos, aunque quisiéramos, escapar al juicio del mundo, el cual será pronunciado sobre los resultados de nuestro sistema religioso y ético. Pero, aunque ese es un método excelente para estimar el valor de cualquier sistema religioso, filosófico o ético, no excluye la justicia y la rectitud de juzgarlo también desde el punto de vista de Santiago, a saber: ¿Es pura la fuente de donde brota? Si lo es, sería en verdad una anomalía que los ríos que de ella salen no fueran como la fuente—puros. Así que, por un momento, voy a invitar su atención al espíritu con el cual tuvo inicio esto que el mundo llama Mormonismo. Esto nos da la oportunidad de repasar brevemente algunos hechos muy conocidos para ustedes, pero importantes, sin embargo; y podemos comenzar con aquel maravilloso incidente de la niñez del Profeta José Smith, cuando apenas tenía catorce años.
Él acudió, como ustedes saben, al Señor en oración, en respuesta a la Escritura que decía: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche.” Llegó a conocer bien ese pasaje, pues en al menos una ocasión había constituido el texto de un sermón al cual asistió, y llegó a ser para él como la voz misma de Dios en su alma. Finalmente, puso a prueba esa Escritura e inquirió de Dios, con el resultado bien conocido por todos ustedes: que recibió una gloriosa visión de Dios el Padre y del Hijo, y recibió conocimiento del propósito del Padre de dar una nueva dispensación del evangelio al mundo por medio de él, a condición de que permaneciera fiel.
Pasaron tres años y, al repasar las experiencias de ese período, y al recordar—como cualquier joven lo haría—las ligerezas de la juventud, la liviandad y las tonterías propias de la adolescencia, un sentimiento de pesar se apoderó de él al hacer ese repaso; y se preguntó en qué medida habría ofendido a Dios. Rogó nuevamente al Señor en oración para conocer su situación, con el resultado de que un mensajero santo, procedente de la presencia de Dios, lo visitó y le dio a conocer que, a pesar de las liviandades de su juventud, aún era acepto ante el Señor, y le aseguró que seguía siendo el instrumento escogido en las manos de Dios para la realización de sus propósitos. Además, le reveló la existencia de un volumen completo de Escritura, que contenía la palabra del Señor dada a los profetas que habían vivido en estos continentes americanos en la antigüedad.
Por supuesto, no estoy relatando estos incidentes conocidos de la historia del Profeta con la intención de informarles sobre hechos que ustedes ya saben, sino que simplemente quiero llamar su atención al proceder que él siguió, para preguntarles si no es totalmente digno de elogio en él; y, en la medida en que nosotros hemos seguido ese proceder, ¿no es igualmente loable? Este buscar al Señor y hallarlo. Esta guía mediante el espíritu de la oración. Este fue el espíritu en el cual tuvo inicio el Mormonismo, como se le llama, en lo que respecta al Profeta; y ahora quiero seguir un poco más adelante su desarrollo.
Con el tiempo, otros comenzaron a participar en el desarrollo de esta obra. Entre los que procuraron ser útiles en llevarla a la existencia estaba el propio padre del Profeta. Él deseaba que su hijo inquiriera del Señor para saber qué camino debía seguir y cuál sería su suerte y parte en esta obra. El Profeta inquirió del Señor y recibió el siguiente mensaje, contenido en su Doctrina y Convenios:
“He aquí, una obra maravillosa está a punto de salir a luz entre los hijos de los hombres;
Por tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que quedéis sin culpa ante Dios en el último día;
Por tanto, si tenéis deseos de servir a Dios, sois llamados a la obra.
Porque he aquí, el campo ya está blanco para la siega; y he aquí, el que mete su hoz con su fuerza, éste atesora para sí, para que no perezca, sino que lleve salvación a su alma;
Y la fe, la esperanza, la caridad y el amor, con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios, lo califican para la obra.
Recordad la fe, la virtud, el conocimiento, la templanza, la paciencia, la bondad fraternal, la piedad, la caridad, la humildad, la diligencia.
Pedid y recibiréis; llamad y se os abrirá.”
¿Qué virtud existe fuera de aquellas aquí enumeradas y encomendadas? ¿Qué decís de esta fuente: buena o corrupta?
Con el tiempo, pero apenas unos meses después, en realidad, Oliver Cowdery vino al Profeta—él que sería el Segundo Élder de la Iglesia de Cristo que estaba por establecerse—un joven, maestro de escuela, herrero, anteriormente comerciante—una variedad de ocupaciones, por supuesto, imposibles fuera de la vida de frontera en América, en las primeras décadas del siglo XIX. Había oído de los tratos de Dios con este profeta que estaba siendo preparado para su gran misión; y así vino a él. También él, como el padre del Profeta, estaba dispuesto a echar su suerte con el Profeta y con la obra que se desarrollaba. También él quería conocer la voluntad del Señor respecto a su relación con esta obra; y ahora, ¿qué dijo el Señor a él? Está relatado en la sección seis de Doctrina y Convenios. Fue dado en abril de 1829, un año antes de que la Iglesia fuera organizada; y a Oliver el Señor dijo:
“Una obra grande y maravillosa está a punto de salir a luz entre los hijos de los hombres.”
Observad cómo esa predicción se repite constantemente en estas revelaciones. Basta con señalar la gran obra de los últimos días y su maravillosa historia para demostrar el carácter profético de esta repetida declaración en esas primeras revelaciones. Continuando:
“He aquí, yo soy Dios; prestad atención a mi palabra, que es viva y poderosa, más cortante que espada de dos filos, que penetra hasta partir las coyunturas y los tuétanos; por tanto, prestad atención a mis palabras.
He aquí, el campo ya está blanco para la siega; por tanto, el que desee segar, meta su hoz con su fuerza y siegue mientras dure el día, para que atesore para su alma salvación eterna en el reino de Dios;
Sí, cualquiera que meta su hoz y siegue, ése es llamado de Dios;
Por tanto, si pedís, recibiréis; si llamáis, se os abrirá.
Y ahora, por cuanto has pedido, he aquí, te digo: guarda mis mandamientos y procura sacar a luz y establecer la causa de Sión.
No busques riquezas, sino sabiduría; y he aquí, los misterios de Dios se te revelarán, y entonces serás enriquecido. He aquí, el que tiene la vida eterna es rico.”
“De cierto, de cierto te digo, así como deseas de mí, así te será hecho; y si lo deseas, serás el medio de hacer mucho bien en esta generación.
No digas nada a esta generación sino arrepentimiento; guarda mis mandamientos y ayuda a sacar a luz mi obra, conforme a mis mandamientos, y serás bendecido.
Por tanto, sé diligente, permanece fiel junto a mi siervo José, en cualesquiera circunstancias difíciles en que se halle por causa de la palabra.”
Detengámonos aquí un poco para contemplar las frases tan notables de esta revelación: “No busques riquezas.” —Pues bien, se nos dijo aquí mismo, hace apenas unos días, en nuestros periódicos locales, como también hace cerca de un año en una de las grandes revistas de nuestro país, que “la lujuria por el oro, no el amor de Dios”, era la fuerza motriz del mormonismo.
“Amonéstale [al Profeta] en sus faltas.” —¿Cómo? ¿un profeta con faltas? ¡Oh sí! ¿Y que sea amonestado por sus hermanos? Sí. ¡Qué humildad se requiere aquí del profeta; qué franqueza, qué cualidad divina! — “Amonéstale en sus faltas, y también recibe amonestación de él. Sé paciente; sé sobrio; sé templado; ten paciencia, fe, esperanza y caridad.”
Se nos dice, y se acusaba en los viejos libros antimormones de hace cincuenta, sesenta y setenta años, que estos hombres eran mentirosos, intemperantes, ociosos, buscadores de dinero; que eran absolutamente indignos de confianza; y, sin embargo, al mirar tras bastidores, allí donde la palabra de Dios llega a ellos, ¡he aquí la pureza de la fuente de la cual procede el mormonismo! Y esto no era teatro para las galerías del mundo. Estas revelaciones no fueron publicadas al mundo en aquel tiempo; en realidad, no existía la idea de que alguna vez fueran a publicarse. Así como los pensamientos secretos de un hombre están en relación con sus acciones, así también lo estaban estas revelaciones con la Iglesia.
II.
El pueblo juzgado por sus leyes.
Entre los historiadores es común considerar que las leyes que se promulgan constituyen uno de los medios más verídicos para conocer las condiciones prevalecientes entre un pueblo; porque las cosas que las leyes prohíben, o las cosas que ordenan, son en verdad una revelación de las inclinaciones de ese pueblo. Asimismo, la legislación de un pueblo revelará sus aspiraciones, sus esfuerzos por la justicia y la rectitud; y del mismo modo las revelaciones que Dios dio por medio de José Smith, a partir de las cuales se desarrolló la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, revelan el espíritu de esta gran obra de los últimos días, los propósitos y aspiraciones de la Iglesia.
De nuevo, el hermano del Profeta, Hyrum—su compañero de toda la vida y al final su consocio en el martirio—, en la primavera de 1829, vino desde Manchester hasta Harmony, más de cien millas, para inquirir del Señor. Su hermano Samuel había estado recientemente en contacto con José y Oliver, y había recibido el testimonio del Señor de que la obra en la que estos jóvenes estaban empeñados era verdadera; y había recibido el bautismo de sus manos. Fue él quien llevó la noticia a la casa del padre del Profeta, de que los hermanos habían recibido el ministerio de Juan el Bautista, y habían recibido autoridad divina para enseñar el evangelio de arrepentimiento—el evangelio preparatorio—y para bautizar para la remisión de los pecados. Esto movió a Hyrum a acudir de inmediato a Harmony, para averiguar si había una palabra del Señor para él; y esta palabra llegó:
“Una obra grande y maravillosa está a punto de salir a luz entre los hijos de los hombres.
He aquí, yo soy Dios; prestad atención a mi palabra, que es viva y poderosa, más cortante que espada de dos filos, que penetra hasta partir coyunturas y tuétanos; por tanto, prestad atención a mi palabra.
He aquí, el campo ya está blanco para la siega; por tanto, quien desee segar, meta su hoz con su fuerza, y siegue mientras dure el día, para que atesore para su alma la salvación eterna en el reino de Dios.”
“Sí, cualquiera que meta su hoz y siegue, ése es llamado de Dios.
Por tanto, si me pides, recibirás; si llamas, se te abrirá.
Ahora bien, como has pedido, he aquí, yo te digo: guarda mis mandamientos y procura sacar a luz y establecer la causa de Sion.
No busques riquezas, sino sabiduría, y he aquí, los misterios de Dios se te manifestarán, y entonces serás hecho rico; he aquí, el que tiene la vida eterna es rico.
De cierto, de cierto te digo: así como deseas de mí, así se hará contigo; y si lo deseas, serás el medio de hacer mucho bien en esta generación.
No digas nada a esta generación sino arrepentimiento. Guarda mis mandamientos y ayuda a sacar a luz mi obra conforme a mis mandamientos, y serás bendecido.”
El espíritu de esto es magnífico, es bueno, no malo. Contemplen estas palabras dirigidas a Hyrum Smith, y tendrán, quizá mejor que en cualquier otra parte, el verdadero espíritu del mormonismo:
“De cierto, de cierto te digo: así como deseas de mí, así se hará contigo; y si lo deseas, serás el medio”—¿de hacer qué? ¿De holgazanear en lujos, vivir sin el trabajo de sus manos, verse privado de la bendición de ganar su pan con el sudor de su rostro, y participar en el orgullo, la gloria, el honor y los aplausos del mundo? No; no es eso; sino: “serás el medio de hacer mucho bien en esta generación.”
El llamamiento de Sidney Rigdon
Lo mismo se aplica a otros personajes que fueron llegando a la obra. Cuando Sidney Rigdon vino con Edward Partridge—este último descrito por el Profeta como un modelo de piedad y como uno de los grandes hombres del Señor, del cual el Señor habló más tarde diciendo que era como Natanael de la antigüedad, porque no había engaño en su corazón—, cuando Sidney Rigdon, en diciembre de 1830, acudió al Profeta para inquirir de él, el Señor lo elogió por su labor pasada en el ministerio de los Discípulos, donde había estado enseñando arrepentimiento, fe y bautismo en agua para la remisión de los pecados. Y ahora, la carga de la palabra del Señor para este hombre, Sidney Rigdon, era sencillamente que de allí en adelante su misión sería ampliada: que no solo bautizaría con agua, sino que ahora también bautizaría con agua y con fuego y con el Espíritu Santo. Ninguna promesa de riquezas y posiciones; ninguna exaltación mundana le fue ofrecida, sino advertencias de trabajo y fatiga en el ministerio, y de la oposición del mundo.
Y, dicho sea de paso, hay algo interesante en este episodio de la incorporación de Sidney Rigdon a la obra. Se suele sostener, en publicaciones antimormonas, que José Smith, ni en su información general ni en facultades intelectuales, estaba a la altura de la tarea de sacar a luz el Libro de Mormón. Se asumía que algún hombre más capacitado, con mejor conocimiento de las Escrituras y de la historia, y con más habilidad literaria, estaba detrás del telón manipulando los asuntos para sacar a la luz el Libro de Mormón y la Iglesia Mormona. Pero Sidney Rigdon no vino al Profeta sino hasta diciembre de 1830. Cuando vino—además de lo que ya mencioné de lo que se le prometió—fue designado como escribiente del Profeta; y después, en todas sus labores y asociaciones, ocupó siempre una posición subordinada al Profeta. En ese momento Sidney Rigdon era un hombre de treinta y siete años; el Profeta apenas de unos veinticinco.
Cabe preguntar a nuestros amigos antimormones: ¿cómo es que, si Sidney Rigdon fue el verdadero espíritu rector en la creación del Libro de Mormón y de la Iglesia Mormona—“el verdadero Mefistófeles del blasfemo drama que se estaba representando”—, después de supuestamente desempeñar este papel durante años en secreto, al salir a la luz pública, con todas sus ventajas de edad, educación, experiencia y elocuencia como orador, consintió en ocupar un puesto secundario en el gran drama que se iba a representar? No, ¡ni siquiera un segundo puesto! Pues ese había sido conferido a Oliver Cowdery, quien había sido ordenado y sostenido por la Iglesia como el Segundo Élder de la Iglesia, mientras que Sidney Rigdon, en su incorporación, tuvo que contentarse con ser el escribiente del Profeta.
¿Hay acaso coherencia en esas afirmaciones de tipo antimormón?
Unos días con el Profeta
5 de octubre.
“Emprendí un viaje hacia el este y hacia Canadá en compañía de los élderes Rigdon y Freeman Nickerson. Llegamos a Springfield mientras los hermanos estaban en reunión, y el élder Rigdon habló a la congregación. Una gran y atenta congregación se reunió en casa del hermano Rudd en la tarde, a quienes testificamos. Tuvimos una gran concurrencia—prestaron buena atención. Oh Dios, sella nuestro testimonio en sus corazones.”
(Página 6 del manuscrito mencionado.)
11 de octubre.
“Dejamos Westfield y, continuando nuestro viaje, nos hospedamos esa noche en casa de un hombre llamado Nash, un incrédulo, con quien razonamos, pero sin resultado alguno. Me siento muy bien de ánimo. El Señor está con nosotros, pero tengo mucha ansiedad por mi familia.”
(Página 7.)
Jueves 24.
“En casa del señor Beman, en Colburn, de donde partimos hacia Waterford, donde hablamos a una pequeña congregación; de allí a Mount Pleasant, y predicamos a una gran congregación esa misma noche, cuando Freeman A. Nickerson y su esposa declararon su creencia en la obra y se ofrecieron para el bautismo. Gran excitación prevaleció en todos los lugares que visitamos. El resultado está en manos de Dios.”
Viernes 25.
“Esta tarde, en casa del señor Patrick; esperamos celebrar una reunión esta noche. La gente es muy supersticiosa. Oh Dios, establece tu palabra entre este pueblo. Celebramos una reunión esta noche; tuvimos una congregación atenta; el Espíritu dio expresión.”
28 de octubre.
“En la tarde partimos el pan e impusimos las manos para el don del Espíritu Santo y para la confirmación, habiendo bautizado a dos más. El Espíritu se dio con gran poder a algunos, y paz a otros. Que Dios lleve adelante su obra en este lugar hasta que todos lo conozcan. Amén.”
(Página 16.)
Martes 29.
“Después de predicar a las 10 de la mañana bauticé a dos y los confirmé a la orilla del agua. Anoche ordenamos a F. A. Nickerson élder; y una de las hermanas recibió el don de lenguas, lo que hizo que los santos se regocijaran sobremanera. Que Dios aumente los dones entre ellos por amor a su Hijo.”
El día 29 el grupo del Profeta emprendió el regreso a casa.
“Que el Señor prospere nuestro viaje. Amén.”
(Página 17.)
Viernes 1 de noviembre.
“Salí de Búfalo, Nueva York, a las 8 de la mañana y llegué a mi casa en Kirtland el lunes 4, a las 10 de la mañana, y encontré a mi familia bien, de acuerdo con la promesa del Señor en la revelación del 12 de octubre, por lo cual sentí dar gracias a mi Padre Celestial.”
Ahora, amigos míos, esto es apenas unos días con el Profeta. Ustedes pueden seguirlo a lo largo de toda su carrera—en libertad y en cadenas, en medio de sus gozos y en la oscuridad de sus pesares; siempre encontrarán la misma actitud de oración hacia Dios—siempre acciones de gracias por las bendiciones, clamores por ayuda en la hora de necesidad, y siempre oraciones por guía divina al desarrollar la gran organización de la Iglesia de Cristo. Díganme: ¿es el espíritu en que este hombre trabajaba malo o bueno? ¿Es este el proceder de un libertino y un mentiroso? ¿O es el proceder de un hombre justo? Para mí se derivan tremendas consecuencias en relación con esta conducta de nuestro Profeta; y la importancia de esas consecuencias, pienso, también les impresionará a ustedes cuando llame su atención hacia ellas. Cuando ven a este hombre buscando tan constantemente la comunión con Dios, buscando guía y ayuda—si Dios no vino en su ayuda y no lo guió, ¿qué esperanza pueden tener los hombres de que Dios escuche la oración en absoluto? ¿O de que dé guía divina a quienes la buscan? Si pudiera persuadirme de que Dios no escuchó ni respondió a las oraciones de este hombre—desde su inocente juventud, y continuando hasta su grito de mártir: “¡Oh Señor, Dios mío!”—si Dios, digo, no lo escuchó, no caminó a su lado y no guió sus pasos, yo diría a todo el mundo: Vuestras oraciones no son más que burlas; vuestro cielo sobre vosotros es de bronce; la tierra bajo vuestros pies es de hierro. ¡Cesad de orar; hacedlo todo por vosotros mismos; sed autosuficientes, y haced lo mejor que podáis con vuestra propia fuerza inherente; desarrollad la sabiduría humana que podáis, y caminad en su luz, porque es todo lo que hay—vuestros clamores de ayuda y guía no pueden penetrar los cielos, y no hay Dios que os escuche ni os ayude!
Pero, por supuesto, creyendo, como yo creo, que Dios respondió a los clamores del corazón del Profeta, a sus oraciones, digo a todos los hombres: ¡He aquí el resultado de las oraciones de José Smith en los logros de su obra de vida! En esta circunstancia podemos encontrar ánimo para creer que Dios oirá y contestará las oraciones, y ayudará a todos los que busquen conocer la verdad y andar en su luz.
Mas, a pesar de que esta gran obra de los últimos días, llamada mormonismo, tuvo su inicio en este espíritu de oración—este manifiesto hambre y sed de justicia; a pesar de que a todos los que buscaban ser útiles en ella y ser identificados con su desarrollo se les ordenaba estrictamente guardar los mandamientos de Dios; de que fe, esperanza, caridad, templanza, castidad y paciencia eran cualidades requeridas; de que debían buscar sabiduría y no riquezas—“los obreros en Sion trabajarán para Sion; porque si trabajan por dinero perecerán” (2 Nefi 26:31); a pesar de que el río llamado mormonismo brota de una fuente tan noble y pura, ¡cuánto ha sido difamado, ya sea por malinterpretación o por malicia, y los motivos de sus fundadores tergiversados!
No hace mucho tiempo, de hecho no más tarde que el último Día de Acción de Gracias, un ministro, al predicar lo que pienso que en lo principal debió de haber sido un excelente discurso, se dio el lujo de echar una mirada en nuestra dirección y decir lo que creo fue una de las cosas más crueles que se podría decir de los Santos de los Últimos Días. Les leeré lo que la prensa informó que el caballero dijo. Ustedes saben que la prensa local de nuestra ciudad, de cuando en cuando, se agita enormemente acerca de nuestro pago de diezmos y ofrendas a la Iglesia; y, en verdad, si uno lee esos informes y no supiera la realidad, pensaría que los Santos de los Últimos Días son una comunidad que se está empobreciendo por llevar adelante la obra del Señor. Este ministro se refirió a eso, y lo que dijo sobre ese punto en particular resulta más bien refrescante, y lo recomiendo a la atención del periódico local en cuestión:
“Uno de nuestros periódicos locales ha señalado, como una de las causas de la supuesta pobreza y desventaja del pueblo mormón, la recaudación de diezmos. Creemos que el periódico yerra en esto, porque nosotros mismos estamos a favor de los diezmos y los hemos practicado durante los últimos veinte años. Los hijos de Israel nunca fueron tan prósperos como cuando traían los diezmos y ofrendas al tesoro del Señor”;—y todos los que conocen la historia de Israel saben que eso es verdad. “La verdadera causa de esta supuesta pobreza y desventaja, por supuesto, no está en relación con los diezmos, sino en los bajos ideales en los hogares y la falta de respeto por la mujer. A medida que el hogar terrenal se eleva, se vuelve más semejante al hogar de más allá de los cielos, el hogar final del alma.”
III.
El Lugar de la Mujer en el Mormonismo
Digo que la acusación hecha respecto a “bajos ideales en los hogares, y la falta de respeto hacia la mujer” es la cosa más cruel que podría decirse de los Santos de los Últimos Días, o, en realidad, de cualquier pueblo. Sería el comentario más triste que se podría hacer sobre cualquier sistema, si fuese verdad; pero lo rechazo como un cargo contra mi pueblo, y digo que es falso; y, por el contrario, afirmo que el evangelio de Jesucristo, en la nueva dispensación de él confiada a este mundo por el ministerio del Profeta José Smith, enseña el más alto respeto hacia la mujer que puede describirse con el lenguaje humano o llevarse a la práctica. No hay un pueblo en el mundo que crea de manera tan religiosa y absoluta en aquella doctrina de Pablo que en la economía de Dios “ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón, en el Señor.”
Algunos, mediante tergiversación, han afirmado que nosotros creemos en esa doctrina de manera tan absoluta que sostenemos que no hay salvación para el hombre ni para la mujer fuera de la relación matrimonial. Por supuesto, ese es un extremo al cual no llegamos. Creemos—o al menos, permítanme decir que yo creo, y pienso que tengo fundamento para tal creencia en los principios de nuestra fe—que es posible que tanto el hombre como la mujer sean salvos sin matrimonio alguno. Es posible que un hombre sea salvo con una sola esposa y, si me permiten decirlo con paciencia, si hemos de tener en cuenta las enseñanzas de las Escrituras hebreas, que hablan de Abraham como teniendo un lugar en el reino de Dios—es más, que su propio seno es la meta hacia la cual se vuelven todos los ojos cristianos, donde esperan hallar paz y descanso celestial—y si creemos esto de Abraham, podemos estar justificados en creer que es posible que un hombre sea salvo aunque haya tenido más de una esposa. Pero, instruidos por nuestra fe, honramos a la mujer de tal manera que sostenemos que el hombre no puede alcanzar las cumbres de exaltación y gloria posibles para las inteligencias que llamamos hombres, sino solo cuando esté santamente unido a la mujer en un matrimonio divinamente instituido; porque en ese estado, y solo en ese estado, existe el poder de las vidas eternas, y de gloria creciente, y de dominio y de exaltación. Ningún hombre puede alcanzar estas cosas elevadas sino cuando está unido con la mujer en santo matrimonio.
Acepto todo lo que el caballero reverendo dijo acerca de la belleza y la bendición del hogar. Desde el punto de vista mormón, en verdad, es el principal factor de la civilización; la fuente y manantial de la vida nacional, de la grandeza y de la estabilidad. Y, como dijo nuestro amigo reverendo, “a medida que el hogar terrenal se eleva, se asemeja más al hogar más allá de los cielos, el hogar final del alma.” Un sentimiento muy bello, en verdad, y los mormones creemos en él de manera tan absoluta que miramos hacia adelante a la existencia real de la familia “más allá de los cielos,” o al menos en el cielo—por toda la eternidad—de tal modo que aun ahora hacemos nuestros votos y convenios matrimoniales con referencia a esa condición: la perpetuación eterna de la familia. No nos contentamos con que la ceremonia matrimonial termine con esa nota lúgubre salida de las tumbas—“hasta que la muerte los separe”—sino que nos regocijamos más bien en las palabras benditas de nuestra ceremonia dada por Dios—las palabras inspiradoras de vida, gozo y esperanza—“Yo los declaro marido y mujer por el tiempo y por toda la eternidad.”
A aquellos que expresan el temor de que todo esto es demasiado concreto, demasiado realista, demasiado sensual, les respondemos que tal ha sido la influencia refinadora de la mujer sobre el hombre, desarrollando lo más puro y lo mejor de su naturaleza; tal ha sido la influencia del hogar sobre la civilización en este mundo, que no podemos menos que creer que los gozos del cielo serán realzados y purificados por ello, y aun la concepción de su vida comunitaria debe engrandecerse al pensarla compuesta de familias indestructibles. Por eso nuestras esperanzas y aspiraciones más santas están asociadas con la familia—en la cual la mujer es necesariamente un factor principal y honrado en este mundo y en el venidero. Y no solo es esta nuestra esperanza para el futuro, sino que creemos que es una condición que ha prevalecido en todas las eternidades pasadas, como señala uno de nuestros himnos:
“¿En los cielos padres solos?
No, pensarlo es un error;
La verdad me dice eterno:
Tengo allí una Madre en flor.
Cuando deje esta existencia,
Cuando al polvo torne yo,
Padre, Madre, allá en los cielos,
¿Con vosotros viviré yo?
Y al cumplir con lo dispuesto,
Todo cuanto enviáisme a hacer,
Con mutuo gozo y contento,
¿Podré allí con vos volver?”
Desafío al mundo cristiano a igualar—por no hablar de superar—esta concepción de la nobleza de la mujer y de la maternidad y del ser esposa—colocándola lado a lado con el Padre Divino—consorte y Madre de inteligencias divinas—los espíritus de los hombres. Algunos objetan a esa concepción, y buscan disminuir su belleza y gloria diciendo que presenta a la mente una Deidad pluralista, compuesta por Padre divino y Madre divina. Esa, sin embargo, es una consecuencia que ellos atribuyen a nuestra fe, no un principio que nosotros aceptemos; porque la Deidad, para nosotros, como todos los que están familiarizados con nuestras doctrinas saben, consiste en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el gran Consejo creador y presidente que sostiene y guía el destino de nuestra tierra y de sus esferas asociadas.
Estos caballeros que tienen tanto temor de que se piense en una deidad y un universo pluralistas, harían bien en colocarse un poco en la frontera del pensamiento cristiano más elevado de nuestra época, y descubrirán que muchos de nuestros primeros y más grandes filósofos están comenzando a enseñar la doctrina de que, en la medida en que lo Infinito o lo Absoluto existe, existe en una pluralidad de inteligencias divinas; y que la unidad de Dios no es sino la libre armonía de inteligencias divinas. Y, además de eso, mientras el mundo cristiano enseñe que en la Deidad hay tres personalidades—el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo—en vano intentarán apartarse de la concepción de una deidad pluralista.
Y ahora, estoy a punto de violar lo que algunos consideran los cánones del buen gusto en la oratoria pública, al hacer referencia a un asunto bastante personal. Pero lo que voy a presentar responde tan completamente a esta acusación de “bajos ideales en el hogar—y la falta de respeto hacia la mujer”—que me atreveré a incurrir en algo un tanto personal.
Ha sido mi costumbre, desde hace ya varios años, que en el aniversario del nacimiento de mi madre, y en el aniversario del mío, visitarla en persona y conversar con ella, o, si me hallo lejos de su hogar, escribirle una comunicación. Hace cuatro años, al no poder visitarla, en el aniversario de mi propio nacimiento, le envié la siguiente comunicación, escrita en honor de la mujer—en honor de ella—mi madre. Ahora se la leo a ustedes. Le di un título, llamándola:
La Heraldo de Dios de la Resurrección y de la Hermandad Humana—La Mujer
“Después de su santo oficio de esposa y de madre, el honor más exaltado que la Deidad haya conferido jamás a la mujer fue hacerla su primera mensajera de la resurrección; y, al menos en su forma más enfática, también la mensajera de la hermosa doctrina de la Paternidad de Dios y de la hermandad de los hombres.
La manera de conferirle esta alta y sagrada comisión a la mujer fue la siguiente—el relato es de Juan:
El Cristo había sido crucificado y puesto en el nuevo sepulcro provisto por José de Arimatea. Luego, temprano en la mañana del tercer día después de la crucifixión, vino María Magdalena al sepulcro y lo halló vacío; por lo cual corrió y avisó a Pedro y a Juan que el cuerpo de Jesús había sido llevado. Hubo una visita apresurada y agitada al sepulcro, y, de parte de Pedro y de Juan, una partida igualmente apresurada. Pero María se quedó cerca de la tumba vacía. Allí fue donde había visto por última vez a Aquel a quien amaba—ahí debía comenzar su búsqueda de Él—y ella lo buscaría, pues es propio de la naturaleza de la mujer esperar—¡oh gloriosa inconsistencia!—contra toda esperanza. Y fue recompensada por su amor que la hizo quedarse, aunque fuera junto a un sepulcro vacío; porque pronto unos ángeles le dijeron: ‘¿Por qué lloras?’ Y María respondió: ‘Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.’ Y entonces uno mayor que los ángeles estaba a su lado y dijo: ‘¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?’ Y ella respondió:
‘Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.’
‘¡María!’
‘¡Raboni!’, exclamó, con los brazos extendidos—‘No me toques,’ le dijo él suavemente, amorosamente, no con dureza—‘No me toques; porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios.’
Así comisionada, María dijo a los discípulos que había visto al Señor, ‘y que Él le había dicho estas cosas.’
Y así, a una mujer le fue dado por primera vez llevar el alegre mensaje pronunciado primero por lenguas angélicas—‘¡Ha resucitado!’ Como también el mensaje de que el Padre de Cristo es el Padre del hombre; que el Dios de Cristo es el Dios del hombre; y que, en consecuencia, todos los hombres son hermanos.”
“¡Muchos elogios se han escrito en tu alabanza, oh mujer! ¡Mucho honor se te ha concedido en la economía de Dios para el mundo! Pero aquí tu gloria—dentro de los límites de nuestra oración inicial—alcanzó su punto culminante. Nunca fuiste tan honrada antes; nunca, hasta donde alcanza la visión humana, lo serás más. En verdad, ¿cómo podrías serlo? ¿Qué le concierne más al mundo saber que lo que se encierra en tu mensaje—Cristo ha resucitado; su Padre es el Padre del hombre; su Dios, el Dios del hombre; todos los hombres son hermanos? ¡Esto es la suma de la ley y del evangelio—todo lo demás, comentario! Y tú, oh mujer, ¡la mensajera de estas buenas nuevas! ¡Cuán honrada fuiste! Aun la gloria de ser ‘la última en la cruz, y la primera en el sepulcro,’ queda eclipsada por el honor de ser heraldo de esto. Guarda este honor. Reclámalo en todo su esplendor dado por Cristo; porque es propio que a ti, a quien primero se dio a conocer que la vida humana en la tierra es perenne, se te hiciera también heraldo de la vida inmortal, y proclamar además su gran fuente y sus relaciones. ¡Y así fuiste honrada por la Deidad, oh Madre de la vida humana—heraldo de la vida inmortal! ¡Y de la paternidad común y hermandad de la raza humana! Por estas cosas sublimes aprendo a honrarte, y aquí, descubierta mi cabeza y con reverencia santa, te rindo homenaje.”
Eso fue enviado, el 13 de marzo de 1906, a mi madre. No fue escrito con intención, ni remotísima, de publicarse; y aunque pueda carecer mucho de excelencia y quedarse corto en dignidad respecto al alto tema que trata; no obstante, cualesquiera que sean sus defectos, no carece de aprecio y honor hacia la mujer. Es el resultado de mucha reflexión y pensamiento, de alguien nacido y criado en el sistema mormón; tal sentimiento de respeto y honor que expresa hacia la mujer en sus altos oficios me lo ha enseñado mi fe mormona, en letra y espíritu. Si alguien dijera, en oposición a esto, que mi breve tratado se apoya en hechos del Nuevo Testamento, tal objetor debe recordar que mi fe mormona me enseña a aceptar tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento como “la palabra de Dios”, hecho con demasiada frecuencia pasado por alto por nuestros críticos; y de ellos, al igual que de otros libros que contienen revelaciones de Dios, aprendo mi mormonismo.
Hace pocos días, aquella a quien se dirigieron estas palabras exhaló su vida en mis brazos; y ayer permanecimos junto a la tumba abierta mientras amigos y deudos depositaban a esta mujer honrada en su descanso. Todavía me encuentro en la atmósfera de estas cosas sagradas; y desde en medio de estas santas asociaciones, denuncio como falso—espero que no fuera hecho con malicia—el cargo de que la fe mormona transmite “bajos ideales en el hogar y falta de respeto y honor hacia la mujer.” Esa acusación no es verdadera.
Crítica Injusta Respondida
Una palabra, para concluir, sobre los límites propios de la controversia religiosa. En 1824, Robert Southey, Esquire, poeta laureado de Inglaterra en ese tiempo, escribió un libro titulado The Book of the Church. Era una defensa de la posición protestante con respecto a las Sagradas Escrituras, y una comparación de las actitudes respectivas de católicos y protestantes hacia ellas. El libro fue respondido por Charles Butler, Esquire, un católico romano; y en el prefacio de su libro, que dedicó a Charles Blundell, Esquire, dice:
“Admito de buen grado que presentar contra nuestro credo o conducta todo lo que la investigación y el argumento justo puedan suministrar es controversia legítima; pero ciertamente, ocultar nuestros méritos o representarlos muy brevemente e imperfectamente, y exponer nuestros defectos extensamente y con la mayor exageración; imputar a nuestro cuerpo general lo que en justicia solo corresponde a individuos; o valorar los escritos o acciones de nuestros antepasados en las edades oscuras según las nociones y costumbres de la edad presente, es una injusticia clamorosa.”
Eso establece un verdadero principio, y registra una queja justa. Eleva una protesta que se ajusta precisamente a nuestro caso. En la controversia sostenida contra nosotros, nuestros méritos, tanto en doctrina como en práctica, son o bien ocultados, o bien representados muy brevemente e imperfectamente, mientras que nuestros defectos se muestran extensamente y con la mayor exageración; al cuerpo general de la Iglesia se le imputa lo que, en justicia, solo corresponde a individuos; y puedo añadir a esta enumeración que somos juzgados en cuanto a nuestras convicciones asentadas y a nuestros sentimientos establecidos respecto a nuestra relación con nuestros conciudadanos no de nuestra fe religiosa, y nuestra actitud como ciudadanos de la gran república, nuestro país, por las expresiones poco meditadas y a veces ásperas de algunos dirigentes cuando se hallaban en un estado de irritación y perturbación; contraviniendo así el principio establecido hace mucho tiempo por Edmund Burke y bastante aceptado, de que—
“No es justo juzgar el temple o la disposición de ningún hombre ni de ningún grupo de hombres cuando están serenos y en reposo, a partir de su conducta y de sus expresiones en un estado de perturbación e irritación.”
Por sus obras serán juzgados
Ahora bien, por supuesto, como lo dije al comienzo de mis palabras, la maquinaria moral de cualquier sistema será juzgada por los resultados morales que produce. Reconocemos el hecho de que una vida bella y perfecta es una prueba irrefutable en favor de un sistema que la produce; y, sin embargo, mientras se exalta este tipo de evidencia en la vindicación de un sistema, debe tenerse en cuenta la naturaleza humana, pues una vida perfecta y hermosa dentro de cualquier sistema es más bien una rareza, aun entre los primeros cristianos que fueron llamados santos lo fue así. No se les llamaba santos porque, buenas almas, lo fueran realmente en el sentido de ser perfectos; se les llamaba santos porque aspiraban a serlo; por sus luchas en pos de la justicia. Una investigación minuciosa de sus vidas, sin embargo, demostrará que estaban hechos de la misma materia que compone a nuestra humanidad—que eran hombres sujetos a las mismas pasiones y debilidades que nosotros, y que quedaban muy por debajo de los grandes ideales establecidos por el evangelio de Jesucristo.
No presento esto como una disculpa ni como justificación de nuestros propios fracasos. Estoy dispuesto a que este árbol del mormonismo sea juzgado por sus frutos absolutamente, y que se mantenga o caiga según esa prueba. Pero, a lo que sí me opongo, es al proceder tan a menudo seguido por nuestros críticos. Ese proceder es como si alguien entrara en un huerto de veinte o cincuenta acres de árboles frutales, y buscara con empeño hallar aquí y allá—como se puede, incluso en los mejores huertos—el fruto golpeado por el viento, marchito, mildeado, raquítico o arrugado, y reuniéndolo cuidadosamente lo presentara como el fruto del huerto. ¡Cuando en realidad existen decenas de toneladas de frutos hermosos, maduros y perfectos que son un honor para el huerto y para su labrador! Sin embargo, todo eso es pasado por alto, y se pide que se juzgue el huerto por los especímenes marchitos que se han reunido.
Así también en esta obra llamada mormonismo. Que nuestros críticos tomen en cuenta la rica cosecha de almas justas que este sistema ha producido; y a los hombres y mujeres rectos y honorables que hoy forman parte de él, y que no juzguen al pueblo por aquellos que han fracasado en alcanzar los elevados ideales que el mormonismo sostiene como la meta del logro moral y espiritual, y que han fracasado porque se apartaron de nuestros principios y de las prácticas que ellos prescriben.
Mis hermanos y hermanas, yo creo en el evangelio de Jesucristo. En la medida en que el alma del hombre puede ser consciente de la verdad, yo soy consciente de la verdad de este gran sistema de los últimos días. Lo amo con todo mi corazón. No hay latido en mi pecho—no importa cuán lejos pueda quedar de alcanzar las altas demandas del evangelio—no hay latido, digo, que no palpite con amor hacia esta obra. Yo creo que es verdadera—no, sé que es de Dios. La fuente de donde brota es pura. El agua que fluye de esa fuente, los arroyos, son también puros. En el nombre de Dios, amén.
II.
Impresiones erróneas acerca de los Santos de los Últimos Días—Lo que ellos no creen.
Un discurso pronunciado en el Tabernáculo de Salt Lake, el domingo 19 de marzo de 1911, después de un discurso pronunciado por el élder Charles W. Penrose, del Consejo de los Doce. (Reportado por F. W. Otterstrom.)
II.
Mis hermanos y hermanas, me regocijo grandemente en estos sublimes principios expuestos por nuestro amado hermano y, desde hace ya muchos años, prominente élder de la Iglesia, Charles W. Penrose. Mientras le escuchaba en esta ocasión, pensé en las muchas veces que he tenido la oportunidad de oírle y ser instruido en estos principios que conciernen a la salvación de los hombres. Comenté al élder George Albert Smith, a cuyo lado me senté durante el discurso, cuánto deben los jóvenes de Israel, cuánto la actual membresía viviente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y los muchos miles que han partido—cuánto debemos todos al fiel servicio de este testigo de Dios. Sentí el deseo de reconocer mi propia deuda hacia él por el servicio que ha prestado a la Iglesia y al mundo. Siento en mi corazón gratitud a Dios por su ministerio, por los dones de su mente. Agradezco al Señor que el Espíritu de Dios haya tocado su entendimiento con inspiración para nuestra edificación durante todos estos años. Esos son mis sentimientos hacia el hermano Charles W. Penrose. ¡El Señor lo bendiga!
Al contemplar el deber de dirigirme a esta congregación, un deber que surge del llamamiento que recibí para asistir a esta conferencia, y mientras escuchaba el discurso que acaba de concluir, llegué a la conclusión de que es casi tan importante decirle al mundo lo que no creemos como lo es decirles lo que sí creemos. En verdad, hay gran fuerza en ocasiones en una declaración negativa, en una negación de ciertas doctrinas que se nos atribuyen calumniosamente como creencias nuestras, pero en las cuales no creemos. La fuerza de esta declaración negativa ha sido reconocida por todos los grandes concilios de la iglesia católica, al menos desde el primero hasta el último. En cada anuncio formal de dogma, por parte de los concilios de esa iglesia, se ha añadido una cláusula de anatema.
Por ejemplo, en el gran Concilio de Nicea, celebrado a principios del siglo IV de la era cristiana, después de definir la doctrina concerniente a la naturaleza de Dios y la relación de las personas de la santa trinidad, la iglesia católica añadió esta cláusula:
“Pero aquellos que digan que hubo un tiempo en que él [el Hijo] no existía, y que no existía antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o afirmen que es de alguna otra sustancia o esencia, o que el Hijo de Dios es creado y mutable o cambiante, la iglesia católica los declara malditos.”
Creencia católica.
Y de nuevo, en el Concilio de Trento, celebrado en el siglo XVI, al definir la doctrina de la justificación, que entonces estaba en debate y constituía uno de los puntos de diferencia entre los protestantes y la iglesia católica, después de definir dicha doctrina de la justificación, la Iglesia dijo:
“Si alguno dijere que el pecador es justificado por la fe sola en el sentido de que no se requiere nada más que coopere para alcanzar la gracia de la justificación, y que el pecador no necesita ser preparado y dispuesto por el movimiento de su propia voluntad, sea anatema.”
Y así, el último concilio celebrado por esa iglesia, conocido como el Concilio Vaticano, llevado a cabo en los últimos meses de 1869 y en los primeros meses de 1870, al definir la infalibilidad del obispo de Roma, el papa del mundo católico, incluyó la cláusula de anatema en los siguientes términos:
“Pero si alguno, lo que Dios evite, se atreviera a contradecir esta nuestra definición, sea anatema.”
Fe en la Divinidad
Leo estas declaraciones para mostrarles que la declaración negativa es reconocida como poseedora de gran fuerza; porque estas cláusulas de anatema en los anuncios de los concilios se insertan para proteger la fe de la Iglesia Católica del error. Estoy de la opinión, repito, de que una declaración negativa de nuestra parte, respecto de algunas cosas en las que no creemos, tendría cierta fuerza, y voy a tratar de hacer una aplicación de este principio, aunque sea de una manera un tanto informal, esta tarde.
Para empezar, tomemos esta doctrina expuesta con tanta habilidad por el élder Penrose en relación con nuestra creencia en Dios, en Jesucristo y en el Espíritu Santo, la Trinidad de las Sagradas Escrituras y de nuestra fe. Nosotros profesamos fe en esa Divinidad, y a esa Divinidad únicamente rendimos honores divinos en adoración sagrada; pero resulta extremadamente difícil lograr que la gente del mundo crea que hasta este punto somos cristianos. Se nos acusa, en algunos casos, de adorar a un hombre; a veces se nos acusa de adorar a José Smith. Porque proclamamos su misión y la divinidad de la misma, y decimos que a través de él ha sido restaurada a la tierra la autoridad divina para hablar y actuar en el nombre de esta Divinidad a la que adoramos—porque hemos enfatizado su misión e insistido en su divinidad—porque hablamos mucho de ello y escribimos mucho al respecto—el mundo nos ha acusado de adorar a José Smith; pero eso no es verdad. Nosotros adoramos únicamente a esta Divinidad de las Escrituras cristianas; y si no podemos decir, por causa de la caridad cristiana, “sea anatema” aquel que nos acuse de adorar a otro Dios que no sea este, digamos al menos a los que afirman que adoramos a otra Divinidad distinta de la de las Santas Escrituras, que ellos tergiversan y calumnian a sus hermanos “mormones.”
De igual modo, en relación con nuestra creencia en el Salvador de los hombres. El élder Penrose ha explicado aquí que creemos y aceptamos a Jesús de Nazaret como el Salvador de los hombres; que él fue y es el Hijo de Dios, a quien Dios dio al mundo, para que mediante la fe en él y la obediencia a su evangelio, el mundo pudiera ser salvo; y que aquellos que digan que buscamos otra fuente y tenemos otras expectativas de salvación distintas de las que provienen de él y de su poder, sepan también que ellos, por lo menos, tergiversan a los Santos de los Últimos Días.
Informes erróneos
Otro asunto, en relación con esto, podría tratarse con más amplitud, y es la acusación de que creemos en lo que se llama la “expiación de sangre.” En efecto, creemos en ella; y también el mundo cristiano cree en ella. ¿Acaso no es creencia del mundo cristiano que será salvo mediante la sangre expiatoria de Jesucristo, el Hijo de Dios? ¡Por supuesto que sí! Y nosotros también creemos en la expiación de Cristo—sí, y en la manera misma en que se efectuó esa expiación—que la forma misma de ella fue necesaria para la salvación de los hombres. Creemos que no hay otro medio que pudiera haberse ideado para hacer una satisfacción adecuada a la justicia y preservar íntegramente la ley moral del universo. Exactamente lo que se realizó en la expiación del Señor Jesucristo—su muerte, y la manera de su muerte, el derramamiento de su sangre—fue necesario para la salvación del mundo, porque en el evangelio, como en la ley, “sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados” (Heb. 9:21).
Sin embargo, parecería que hay algunas cosas para las cuales ni siquiera esta expiación puede traer perdón. Por ejemplo, lo dijo el mismo Maestro:
“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada. A cualquiera que dijere palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este mundo ni en el venidero.” (Mateo 12:31-32).
Y esto a pesar de la expiación de Cristo. Otra vez está escrito:
“Ningún homicida tiene vida eterna permanente en él.” (1 Juan 3:15).
Y de nuevo:
“El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.” (Génesis 9:6).
“Sangre por sangre” era la doctrina de esa Escritura.
Ahora bien, creemos en esa doctrina; es decir, creemos que aquellos que transgreden al punto de manchar sus manos con la sangre de sus semejantes, necesitan entregar sus vidas para que la expiación sea completa; y que su ejecución debe ser tal que permita el derramamiento de su sangre. Y es por causa de esta creencia que las leyes de Utah permiten tal método de ejecución para delitos capitales que produzca el derramamiento de sangre del homicida.
Pero la reputación ha corrido, la calumnia ha pasado de boca en boca, se ha impreso de un libro a otro, hasta que el informe ha llegado a todo el mundo, de que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la Iglesia “mormona,” se arroga el derecho de quitar la vida humana por apostasía de la Iglesia y por ciertos otros pecados. Esa es una calumnia; no es verdad. No creemos en esa doctrina; no reclamamos para la Iglesia el derecho de aplicar la pena capital ni el derecho de ejecutar venganza. No enseñamos ni sostenemos que la Iglesia tenga el derecho de asesinar a hombres por apostasía, aun cuando sean homicidas. Por mucho que pudiéramos creer que merecen la muerte, la Iglesia no reclama el derecho de ejecutarlos.
La doctrina de la Iglesia en relación con ese asunto se encuentra aquí en Doctrina y Convenios. Está en una revelación dada antes de que la Iglesia cumpliera un año, y se halla en la sección 42 de Doctrina y Convenios.
Revelación citada
“Y ahora, he aquí, hablo a la Iglesia: No matarás, y el que matare no tendrá perdón en este mundo ni en el venidero;
Y otra vez digo: No matarás; mas el que matare, morirá.”
Sí, ¿pero cómo? ¿De mano de quién? Léelo en un versículo posterior, en la misma revelación:
“Y acontecerá que si alguno de entre vosotros matare, será entregado y juzgado conforme a las leyes de la tierra; porque recordad que no tendrá perdón, y será comprobado conforme a las leyes de la tierra.”
Y por supuesto, quienes administran las leyes de la tierra deben ser los ejecutores de esa ley; la Iglesia no reclama ningún derecho de ejecutar tal ley. Esa es nuestra creencia respecto a este tema.
“Sí, pero”—dirá alguno—“¿acaso no consta en los registros que en años pasados se hicieron declaraciones muy enfáticas e incluso vehementes respecto a este asunto por hombres muy prominentes de la Iglesia mormona?” Sí, se usaron algunas expresiones muy exageradas, muy poco prudentes; pero esas palabras desmedidas, amargas y demasiado celosas, por parte de hombres sin duda bien intencionados, no anunciaron en esos casos la doctrina de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Se preguntará: ¿Cómo explicar esas expresiones que ustedes declaran no estar autorizadas por la ley de la Iglesia? ¿Cómo justificarlas? Pues bien, no voy a justificarlas en absoluto, pero sí puedo explicarlas.
No puede ser que el mundo sea tan ignorante, en esta época ilustrada, como para no saber que las iglesias no pueden ser responsables de toda declaración hecha en su nombre o desde sus púlpitos. Escuchen este pasaje de los escritos del erudito Edersheim, en su Historia de la vida y tiempos de Cristo; él dice:
“Nadie mediría la fe de los cristianos por ciertas afirmaciones de los Padres; ni juzgaría los principios morales de los católicos romanos por citas lascivas de los casuistas; ni estimaría a los luteranos por las declaraciones y actos de los primeros sucesores de Lutero; ni a los calvinistas por la quema de Servet. En todos esos casos debe tenerse en cuenta, en primer lugar, el marco general de la época.”
Así también en nuestra historia: no toda palabra que se ha pronunciado, ni siquiera por hombres de alta autoridad en la Iglesia, ha sido siempre la palabra exacta y perfecta de Dios.
Creencia en la revelación
Ese pensamiento me conduce a otro tema: nuestra creencia en la revelación continua y en un sacerdocio inspirado en la Iglesia. Hemos oído, por boca de nuestro hermano que me precedió, que creemos en las revelaciones de Dios. Uno de nuestros Artículos de Fe lo expresa así:
“Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actualmente revela, y creemos que aún revelará muchas grandes e importantes cosas relativas al reino de Dios.”
Creemos que la Iglesia de Cristo está al alcance del oído de Dios; es decir, no solo que Él escucha las oraciones de sus Santos, sino también que responde a esas oraciones. Sentimos que esta Iglesia de Cristo—esta nuestra Iglesia—está en contacto con lo Infinito y en sintonía con lo Infinito; que la inteligencia y el poder de Dios se hallan entre sus recursos; que donde la sabiduría humana se queda corta, se puede acudir a Dios a través de los canales designados, y la inteligencia, sabiduría y poder de Dios pueden ponerse al servicio de la Iglesia de Cristo.
Es posible que su profeta se despoje de deseos e intereses personales, que aparte de sí todo pensamiento y noción preconcebida, y busque conocer la mente y voluntad de Dios; entrando así en el lugar santísimo, preparado de ese modo, es posible, si Dios quiere, que vuelva con la ley de Dios para su pueblo, para su Iglesia, haciendo de la sabiduría y la fortaleza de Dios la sabiduría y fortaleza de su Iglesia. Creemos en eso; pero en la Iglesia hay solamente un hombre a la vez que tiene el derecho de venir así con la ley de Dios a su pueblo.
Aunque cada individuo, en su capacidad personal, y para guía en la posición que ocupa en la Iglesia, puede tener acceso, por medio de las inspiraciones del Espíritu de Dios, a la misma fuente de conocimiento, fuerza y poder. Creemos en un sacerdocio inspirado para la Iglesia; creemos en maestros inspirados; pero eso no nos obliga a creer que cada palabra pronunciada desde el púlpito sea la palabra misma de Dios.
Quizá algunos de ustedes piensen que hay un pasaje en una de nuestras revelaciones algo en contra de esta concepción de las cosas; por ejemplo, aquí en la sección 68 de Doctrina y Convenios, hay una revelación que fue dada al élder Orson Hyde y a la Iglesia. Está escrito allí que el élder Hyde fue llamado a ir de tierra en tierra como maestro del evangelio—
“Y he aquí, esto es un ejemplo para todos los que fueron ordenados a este sacerdocio, cuya misión les ha sido designada para salir;
Y este es el ejemplo para ellos: que hablen conforme sean inspirados por el Espíritu Santo.
Y todo lo que hablen cuando sean inspirados por el Espíritu Santo, será Escritura, será la voluntad del Señor, será la mente del Señor, será la palabra del Señor, será la voz del Señor, y el poder de Dios para salvación.”
Expresiones inspiradas
Pero noten esto: el hecho que da a sus palabras el valor de Escritura, haciendo que sus palabras sean como la palabra de Dios y el poder de Dios para salvación—la condición previa para ello es que “hablen conforme sean inspirados por el Espíritu Santo.” “Todo lo que hablen cuando sean inspirados por el Espíritu Santo, será Escritura,” etc.
Pero no le es dado al hombre mortal caminar siempre en ese plano en el que la luz del sol de la inspiración divina brilla sobre él. Los hombres pueden, mediante el cuidado, la devoción y la fortaleza espiritual, elevarse a veces hasta ese plano elevado; pueden pararse en ocasiones como en la cima de las montañas, descubiertos, en la presencia de Dios, su espíritu unido al Espíritu de Él, hasta que la mente de Dios fluya a través de ellos para bendecir a quienes escuchan sus palabras; y no hay necesidad de que alguien se levante a decir: “Este hombre fue inspirado por Dios”, porque todo el pueblo que recibe de su ministración lo sabe por el efecto de su espíritu sobre sus propios espíritus.
Pero, a veces, los siervos de Dios están en planos infinitamente más bajos que el aquí descrito. A veces hablan simplemente desde su conocimiento humano, influidos por pasiones; influidos por los intereses de los hombres, por la ira, la irritación y todas aquellas cosas que irrumpen en la mente incluso de los siervos de Dios. Cuando hablan así, eso no es Escritura, eso no es la palabra de Dios, ni el poder de Dios para salvación; pero cuando hablan inspirados por el Espíritu Santo, entonces su voz se convierte en la voz de Dios.
De modo que los hombres, incluso algunos en altos cargos en la Iglesia, a veces hablan solo con sabiduría humana; o con prejuicio o pasión; y cuando lo hacen, eso no es probable que sea la palabra de Dios. ¡No creo que el mundo deba exigir de nosotros tal perfección como para insistir en que nuestros maestros religiosos siempre pronuncien la palabra infalible de Dios! En todo caso, debemos admitir nosotros mismos que en tiempos pasados se dijeron muchas cosas imprudentes, aun por élderes prominentes de la Iglesia; cosas que no estaban en armonía con las doctrinas de la Iglesia; y que no tenían el valor de Escritura, ni nada semejante; y no eran revelación.
Además, ninguna revelación llega a convertirse en doctrina de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días hasta que sea aceptada por esa Iglesia mediante acción formal; debe ser aceptada por voto oficial de la Iglesia antes de convertirse en la ley de la Iglesia.
Palabra revelada
Hay algo que siempre me da gran y abundante gozo, y es esto: aquí en Doctrina y Convenios tenemos un volumen de revelaciones que ha sido dado a la Iglesia como palabra de Dios, y aceptado como tal por la Iglesia. Aceptamos cuatro grandes libros como las Escrituras autorizadas de la Iglesia, en los cuales están expresadas las doctrinas de la Iglesia, a saber: la Biblia, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, y la colección de escritos llamada La Perla de Gran Precio, que contiene el Libro de Moisés, el Libro de Abraham, y algunos de los escritos del Profeta José.
He estado dedicado por algunos años a la defensa de nuestra fe, y en estos libros de Escritura que nos han sido dados bajo la inspiración de Dios, y aceptados por la Iglesia de Cristo como conteniendo la doctrina de la Iglesia, no encuentro ninguna doctrina que no pueda ser defendida con éxito ante cualquier grupo de hombres en el mundo, no importa cuán sabios o inteligentes sean—es más, entre más sabios e inteligentes, más fácil resulta la defensa.
Los libros que he nombrado constituyen nuestra Escritura, no las palabras fortuitas de los hombres desde el púlpito; y conforme en el futuro recibamos línea sobre línea, precepto sobre precepto—y el volumen de la revelación escrita crezca—poseerá las mismas características de verdad que poseen nuestros actuales volúmenes de Escritura.
Hay otro punto sobre el cual me gustaría hablar, a saber, aquel artículo de nuestra fe que declara que:
“Creemos en ser honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y en hacer el bien a todos los hombres.”
Ahora bien, por supuesto, ese artículo abarca toda la ley moral del evangelio en lo que concierne a la conducta personal, y también en lo que respecta a la conducta en relación con los demás. Introduce un tema demasiado amplio para exponerlo aquí; por lo tanto, limitaré mis observaciones únicamente a las dos primeras cosas—que, en realidad, son una sola—esto es, que creemos en ser “honrados y verídicos.”
Si se juzgara el carácter de los Santos de los Últimos Días por lo que se dice de ellos en las revistas de actualidad y en la prensa diaria, uno realmente pensaría que no poseen ninguna cualidad de honradez ni de veracidad; sino que, tanto en la vida cívica como en la vida religiosa, toda su conducta se basa en la chicana, el fraude y la mentira. Y sin embargo, aquí está nuestro artículo de fe: creemos en ser honrados, en ser verídicos. Eso significa que creemos en hablar la verdad y en obrar conforme a la verdad; abarca tanto la creencia como la acción; la actitud mental y la práctica real.
La palabra de Dios es verdad
Permítanme llamar la atención sobre otro hecho—y el hermano Penrose lo mencionó también—y es que creemos en ciertos atributos que posee Dios. Entre estos atributos—además de la eternidad, la omnipotencia, la omnipresencia, la omnisciencia, la santidad, la sabiduría, el conocimiento, el poder, el amor, la justicia y la misericordia—se encuentra también el atributo de la verdad; y este atributo de la verdad es absoluto en Dios.
Las Escrituras dicen, con toda certeza, que Él es “Dios de verdad, y no hay iniquidad en él; justo y recto es.” Otro profeta dijo: “Misericordia y verdad irán delante de tu rostro.” Y otro ha dicho: “Dios no es hombre para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta.”
En esta misma línea, nosotros tenemos un dicho muy grandioso, dado al Profeta José antes de la organización de la Iglesia, pero que perdurará por todo tiempo, y en toda época y en toda experiencia, a saber:
“Porque Dios no anda por senderos torcidos, ni se desvía a la diestra ni a la siniestra, ni varía de lo que ha dicho; por tanto, sus sendas son rectas, y su obra es una vuelta eterna.” (DyC 3:2).
Debido a este atributo de verdad en Dios, debe pensarse que transmite a las instituciones que Él funda su propia naturaleza; ellas deben estar en armonía con sus atributos. En consecuencia, cuando Él establece su Iglesia, será una Iglesia de verdad; se mantendrá por la verdad como su Fundador; hablará la verdad sin variación, sin desviarse a la derecha ni a la izquierda.
¿Dios no veraz? ¡El solo pensarlo—si no fuera porque lo estoy refutando—sería blasfemia! Echaría abajo el universo moral que Dios pronunciara falsedad. Es impensable; no puede admitirse. Asimismo, aquello que Dios funda—una institución como su Iglesia—debe también, repito, sostenerse sobre la verdad.
Pero aquellos que juzgan nuestra reputación por lo que se dice de nosotros en las revistas de actualidad—una persona que formara su juicio a partir de esas calumnias, creería que no hay verdad en nosotros ni en la Iglesia. Pero nosotros, sin embargo, creemos en la verdad; creemos en ser honrados, verídicos, virtuosos; y a los que nos acusan de creer otra cosa que no sea esto, o que dicen que confiamos en la falsedad y creemos en practicarla, cuando no hablan con ignorancia—¡a ellos digo: “sean anatema”!
Y a aquellos entre nosotros—los de nuestra fe—y temo que pueda haber uno entre diez mil, no lo sé, pero he encontrado algunos que sostendrán la idea de que aun el reino de Dios tiene que recurrir a veces al engaño y a la mentira para enfrentar alguna emergencia—¡a todos tales, sin excepción, digo anatema! ¡Sean malditos! Ellos hacen gran injusticia a la Iglesia a la que pertenecen. La Iglesia no puede sostenerse sobre la falsedad. La verdad, toda ella, y constantemente la verdad, debe ser el credo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, o de lo contrario se probaría a sí misma como no siendo producto del Dios de verdad, porque Él es verdadero. Dudar de ello sería deslealtad; pensarlo, salvo para refutarlo, sería blasfemia.
Testimonio
Hay mucho más que podría tratarse en forma negativa, y quizá ser anatema, pero esto me satisface en esta ocasión, y ha llegado el momento de concluir esta reunión. Me uno aquí, esta tarde, con mi hermano, el élder Penrose, en dar testimonio de la verdad del evangelio de Jesucristo; de la existencia de Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo. Con él, les testifico de la virtud, del poder y de la gracia salvadora en la expiación del Señor Jesucristo; y les testifico que no hay otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos, sino el nombre de Jesús de Nazaret.
Con él, les testifico, a partir de mi experiencia, que los hombres pueden tener comunión con Dios, que su Espíritu sí da inspiración al espíritu del hombre, y que por ese medio puede haber ahora unión y comunión entre los hombres y Dios, mediante la obediencia al evangelio. Sé, y doy testimonio junto con el élder Penrose, que esta es la Iglesia de Jesucristo, fundada en estos últimos días; que hubo virtud, poder y divinidad en la misión de José Smith, el instrumento en las manos de Dios para introducir esta nueva dispensación del evangelio de Jesucristo.
Testifico que aquellos que creen el evangelio y lo obedecen; que aquellos que con esfuerzo sincero—aun cuando sea con tropiezos—buscan obedecerlo, a ellos se les extenderá la gracia divina y el poder de Dios, y su ayuda; que de la abundancia de su misericordia y gracia, Dios ayudará a los débiles, siempre que mantengan su rostro constantemente dirigido hacia Él, y que, tras todos sus errores y fracasos, conserven una sincera determinación de vencer las cosas de este mundo y las debilidades de la naturaleza humana. Dios recordará que ellos no son sino hombres en formación, y será misericordioso, y en última instancia les dará la victoria, si tan solo se esfuerzan, oran y no desfallecen.
Esto lo sé, porque Dios me lo ha enseñado en mis propias experiencias, y les doy testimonio de ello en el nombre de Jesucristo. Amén.
III.
Las cosas de Dios más grandes que la concepción del hombre.
Discurso en el Tabernáculo de Salt Lake, domingo 12 de septiembre de 1909.
(Reportado por F. W. Otterstrom.)
I.
Nunca me enfrento a esta congregación del tabernáculo sin una gran cantidad de aprensión de mi parte, que llega a convertirse en un temor y temblor internos. Presumo que surge del hecho de que tal posición hace sentir en uno el peso de la responsabilidad que recae sobre aquel que emprende la tarea de ser un maestro público; y, a veces, he sentido, en lo personal, que sería más feliz si estos deberes ocasionales no recayeran sobre mí. Sin embargo, no podemos dejar de recordar que al cumplir con este deber, el Señor a veces ha sido bondadoso con nosotros y nos ha bendecido con una medida de éxito, y alguna verdad, o parte de la verdad, ha sido presentada de manera que los santos la comprendieran. Esto da a uno ánimo y fe para intentarlo de nuevo y, tal vez, amigos míos, en esta ocasión, si podemos acercarnos aceptablemente al Señor, nuestra reunión conjunta pueda resultar en bendición. Oro fervientemente para que ese sea el resultado de nuestra reunión esta tarde.
No he podido fijar un texto que anticipe la verdad que me gustaría presentar en esta ocasión. No tengo un texto, pero sí un tema en mente que ha tomado, más o menos, una forma definida—un tema que puede ilustrarse con muchos textos, y ciertamente con muchas experiencias históricas del pueblo de Dios en diversas épocas del mundo. Mi pensamiento puede expresarse en estos términos: No importa cuál sea tu concepción de las cosas divinas—por amplia o elevada que sea—las cosas divinas en sí mismas son mucho mayores que tus concepciones de ellas. Les ruego, piensen en ello un momento y grábenlo bien en su mente: No importa cuán grandes o abarcadoras sean vuestras concepciones de las cosas divinas, las cosas divinas en sí mismas siempre son mayores que vuestras concepciones de ellas.
Debió ser un pensamiento como este lo que llevó a nuestro Profeta José Smith a hacer la siguiente declaración:
“Las cosas de Dios son de honda importancia, y solo el tiempo y la experiencia, y el pensamiento cuidadoso, reflexivo y solemne pueden descubrirlas. Tu mente, ¡oh hombre!, si has de guiar un alma a la salvación, debe extenderse tan alto como los cielos más elevados, y penetrar y contemplar el abismo más profundo y la vasta extensión de la eternidad—¡debes comunicarte con Dios!”
LAS COSAS DIVINAS MAL ENTENDIDAS
Asociado con este tema que aquí hemos anunciado, hay otro, a saber: que, como consecuencia de la incapacidad del hombre para comprender plenamente las cosas de Dios, existe un gran peligro de que malinterprete las cosas divinas—los mensajes de Dios y los propósitos de Dios. La experiencia del pueblo de Dios demuestra abundantemente esta segunda verdad.
Por ejemplo: piensen en la mala interpretación que los judíos tuvieron respecto al Mesías prometido. Sus profetas e incluso sus patriarcas, en sus escritos y profecías, habían anunciado la venida del Mesías, el Redentor no solo de Israel, sino del mundo. Y, sin embargo, cuando vino, los judíos lo malinterpretaron por completo, y tanto lo malentendieron a él y a su misión, que lo rechazaron.
La existencia nacional de Israel había sido muy precaria y difícil. Habían sido subyugados una y otra vez por las naciones que los rodeaban. Durante muchas generaciones, su pequeño reino no había sido más que un volante entre las raquetas de asirios y persas, de persas y egipcios; y en la época del advenimiento del Mesías, Palestina había sido reducida a la condición de provincia romana, bajo el yugo de hierro del dominio romano.
Los judíos miraban con frecuencia hacia atrás, a los días gloriosos de David y Salomón, cuando Israel podía enorgullecerse de su existencia nacional. Anhelaban, nuevamente, un rey y la independencia nacional; y por eso consideraban la promesa del Mesías como la venida de un rey que redimiría a Israel y lo establecería como nación en la tierra. Pero en lugar de un rey, vino un campesino; en lugar de un conquistador, vino un maestro; y no reconocieron, en su carácter y misión, los elementos que lo exaltarían muy por encima de todos los reyes terrenales y le darían un imperio sobre los hijos de los hombres que superaría con creces en gloria a todo lo que pudiera otorgar un potentado o monarca terrenal.
Interpretaron por completo de manera errónea la misión del Mesías; y, sin embargo, cuando se toma en cuenta la posición de Cristo hoy en el mundo—aunque solo hemos tenido un desarrollo parcial de sus verdades, aunque la gloria de su reino se ha visto algo detenida por motivo del alejamiento de los hombres de ese sistema divino de verdad que él estableció; a pesar de que hemos tenido un cristianismo débil y vacilante—¡hasta qué alturas ha elevado esto al Mesías de los judíos en poderosa influencia entre las naciones de la tierra!
Aquí encontramos ilustrado, de la manera más hermosa, el principio con el que comenzamos nuestro discurso: primero, la mala interpretación de los hombres respecto a las cosas de Dios; y, sin embargo, la verdad de que, por grandes que sean las concepciones de los hombres acerca de las cosas divinas, las cosas divinas en sí mismas las superan en gloria, grandeza y poder. Porque los judíos nunca atribuyeron ni siquiera al Mesías de sus profecías la gloria que ya ha llegado a Cristo. Él reina, con mayor o menor supremacía, en los corazones de por lo menos más de un tercio de los habitantes de la tierra, y es aceptado como profeta, como sacerdote y, en algún sentido, como el Redentor de todos los hombres. Y eso, creo yo, supera con mucho las concepciones que los judíos tenían de la gloria de su Mesías.
Tomemos otra ilustración de nuestro tema. Los primeros cristianos, al igual que los judíos, no lograron comprender la misión de Cristo. Estaba grabada en la mente de aquellos primeros conversos a la fe cristiana la idea de que “la salvación viene de los judíos” (Juan 4:22); y me parece que añadieron a las palabras de Cristo la idea de que no solo la salvación provenía de Israel, sino que, en su concepto, la salvación era únicamente para Israel.
Aquellos primeros conversos cristianos no tenían idea de que su Mesías habría de convertirse en el Mesías y Salvador de todos los hombres; y fue necesaria una revelación especial al apóstol principal, Pedro, para que aun él entendiera que el mensaje de Cristo era tanto para el gentil como para el judío. Recordarán que, cuando el Señor inspiró a cierto gentil llamado Cornelio para que preguntara al Señor qué debía hacer para ser aceptado por Dios, por revelación especial a Pedro, mientras los mensajeros de aquel devoto gentil se acercaban a su morada, le fue mostrada una visión cuyo significado era que a quien Dios reconociera como limpio, Pedro no debía llamar inmundo. Tres veces se le enseñó esta lección al apóstol principal, y, he aquí, en ese mismo momento los mensajeros de Cornelio llamaban a su puerta.
Pedro recibió a los mensajeros, quienes le informaron que Dios había visitado a aquel devoto gentil y le había mandado que enviara por el apóstol principal de Cristo. Pedro descendió a la casa de Cornelio y le enseñó las verdades del evangelio; y mientras hablaba, el Espíritu Santo reposó sobre los gentiles presentes, tal como lo había hecho sobre los judíos en el día de Pentecostés. Entonces Pedro entendió la interpretación de su visión, y dijo:
“¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?”
De esta manera, el Señor llevó a Pedro a tener una visión más amplia de la misión de Cristo; pero fue extremadamente difícil lograr que el resto de los cristianos de aquel tiempo aceptara ese pensamiento. Por lo tanto, cuando Pablo se levantó, siendo levantado por el Señor para llevar su mensaje a los gentiles, los cristianos judíos consideraron como su principal ofensa el que enseñara esta aplicación más amplia del evangelio de Cristo a los hijos de Dios; y aquellos primeros cristianos fanáticos lo acusaron con firmeza de blasfemia y de introducir a los inmundos en el templo de Dios.
Se requirieron todas las revelaciones que Dios dio a Pedro; se requirió toda la inspiración que Dios dio a Pablo—toda su energía, todo su saber, toda su elocuencia inspirada—para dar a conocer al mundo que la salvación no era solo para el judío, sino también para el gentil. Y las primeras congregaciones cristianas en Judea parecen haber rechazado, en un ánimo sombrío, las mayores revelaciones aceptadas por los apóstoles; y la gran corriente del evangelio pasó de largo junto a ellos, dejándolos en su oscuridad; mientras que Pablo y sus asociados corrían de un lado a otro por el vasto Imperio Romano, plantaban el estandarte del evangelio en muchas ciudades gentiles, y hacían resonar al mundo con el mensaje del Mesías.
Aquellas personas, los primeros cristianos—muchos de ellos sin duda hombres y mujeres buenos y de mente pura—fallaron en comprender debidamente la gran misión del Mesías, y por lo tanto esa misión siguió adelante, más allá de ellos, y los dejó en su oscuridad.
Podemos decir, al cerrar esta parte de nuestras reflexiones, que se cumplió la profecía del Mesías respecto a los judíos que lo rechazaron; y, en cierto modo también, respecto a los judíos que lo aceptaron, pero no lograron comprender la grandeza de su misión, la universalidad de la salvación que él trajo al mundo. Se cumplió, digo, la profecía del Mesías:
“El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él.”
Y también la declaración de Pablo:
“A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles.”
Ahora me pregunto si ustedes tendrán paciencia para que señale también el hecho de que nosotros, en esta dispensación de la plenitud de los tiempos, estamos en el mismo peligro de no comprender la grandeza de las cosas de Dios que nos han sido restauradas. Nosotros también somos humanos; también fallamos en captar todo el significado de la verdad que constituye el centro alrededor del cual giran nuestros pensamientos. No alcanzamos a darnos cuenta de que, por grandes que sean nuestras concepciones de las cosas divinas, sin embargo, esas cosas divinas son infinitamente mayores que nuestras concepciones de ellas.
II.
Una obra maravillosa y un prodigio
Tomen este libro de Doctrina y Convenios. En cerca de una decena de las primeras revelaciones, encuentran hecha esta declaración: “Una obra grande y maravillosa está a punto de aparecer entre los hijos de los hombres.”
¿Cuántos de los primeros conversos de la Iglesia comprendieron el significado de ese solemne anuncio? Ellos estaban en presencia de ciertos hechos que entonces se desarrollaban, que eran realmente grandes y maravillosos a sus ojos. En una época en que las iglesias ortodoxas enseñaban que Dios ya no hablaría más desde los cielos para dar nuevas revelaciones; en una época en que toda la cristiandad enseñaba que la visitación de ángeles había cesado; en una época en que se consideraba ortodoxo pensar que el volumen de las Escrituras estaba completo y cerrado para siempre—en ese entonces, estos primeros conversos habían escuchado el maravilloso anuncio del testigo de Dios: que los cielos se habían vuelto a abrir; que Dios una vez más se había revelado al hombre sobre la tierra; que habían venido ángeles con mensajes de parte de Dios; que se había sacado a la luz un volumen entero de Escrituras que daba testimonio de Dios, el Libro de Mormón, el cual hablaba de los antiguos habitantes de este continente, dando cuenta de la migración de sus padres desde el viejo mundo hacia esta tierra; que relataba el surgimiento y la caída de naciones e imperios en este hemisferio occidental; que testificaba de la bondad de Dios hacia ellos, de que Él se les había revelado, y de que había enviado al Mesías resucitado para darles a conocer el evangelio del Hijo de Dios y proclamar los medios de su salvación.
Los primeros conversos a la Iglesia habían presenciado cómo se sacaba a la luz ese volumen de Escrituras. Habían visto organizarse una iglesia bajo la dirección e inspiración de Dios. Habían visto renovarse aquellos dones y gracias espirituales que caracterizaron a la Iglesia primitiva de Cristo. Contrario a las expectativas y enseñanzas de la cristiandad moderna, los enfermos eran sanados; los cojos se levantaban y andaban; en algunos casos, los ojos de los ciegos eran abiertos. Los hombres sintieron una vez más que estaban en la presencia inmediata del poder vivo y palpitante de Dios en el mundo, y especialmente en la Iglesia de Cristo. Estas cosas eran, en verdad, “grandes y maravillosas” para ellos; pero ¡qué lejos quedan estas pocas primeras manifestaciones de la gloria completa de la obra de los últimos días cuando las vemos ahora!
Los santos de aquellos primeros días no soñaban que se desplegaría una doctrina y una organización de la Iglesia tal como la contemplamos hoy. No comprendían en esos tiempos iniciales que habría nuevamente un quórum de apóstoles, investidos con los mismos dones, poderes y autoridad que caracterizaron al primer apostolado de la Iglesia de Cristo. No sabían entonces que habrían de ser llamados a la existencia miles y decenas de miles de apóstoles asistentes—los setenta—que serían comisionados para ir por todo el mundo bajo la dirección de los Doce, a predicar el evangelio a todas las naciones y a reunir a Israel.
No tenían idea de que decenas y aun centenares de obispos serían llamados oficialmente para presidir en medio del pueblo de Dios. No comprendían que serían restauradas las llaves para la redención de los muertos, a fin de que el evangelio pudiera ser proclamado en el mundo de los espíritus y los hombres llevados al conocimiento de la verdad, para que pudieran “vivir en espíritu según Dios” y, en última instancia, ser juzgados como los hombres son juzgados en la carne. No sabían que habrían de edificarse templos, en los cuales esta obra tanto por los vivos como por los muertos pudiera realizarse.
No podían comprender entonces que en esta dispensación de la plenitud de los tiempos, todos los fines de la tierra habrían de juntarse; y que “todas las cosas en Cristo habrían de reunirse en uno, en él,” hasta que todas las familias de la tierra que recibieran la verdad pudieran, en todo sentido, ser unidas en cadenas de amor a los pies del Cristo viviente.
Los primeros conversos de la Iglesia no tenían tal visión de la obra de Dios. Y no es un reproche hacia ellos que no comprendieran plenamente estas cosas, o que no anticiparan la historia maravillosa que el pueblo de Dios habría de realizar. Eran simplemente como los hijos de los hombres en todas las generaciones, y como nosotros mismos. Por maravillosas que fueran para ellos las cosas divinas, por grandes que fueran sus concepciones de ellas, las cosas divinas mismas eran infinitamente mayores de lo que ellos concebían.
III.
La Nueva Jerusalén
Tomemos otra ilustración de mi tema. En el Libro de Mormón se reveló esta verdad: que en este mundo occidental finalmente se edificaría una ciudad santa por el pueblo de Dios. Una ciudad llamada “Sion,” la “Nueva Jerusalén.”
Cuando los santos vieron revelado ese hecho en el Libro de Mormón, naturalmente desearon saber el lugar donde se levantaría la ciudad; y el Señor finalmente reveló el lugar donde se ubicaría la Ciudad de Sion. El lugar de esa ciudad está en la parte central de la tierra de Sion. Independence, condado de Jackson, Misuri, fue designado como el lugar donde debía fundarse la ciudad santa.
Tan pronto como esto se supo, inmediatamente comenzó la congregación del pueblo hacia ese punto. Algunos pocos centenares de santos se reunieron en esa tierra e intentaron poner los cimientos de la ciudad, cuya gloria se describía en las Escrituras nefitas. Con el tiempo, sin embargo, los santos fueron expulsados del condado de Jackson por la crueldad de sus vecinos, quienes rechazaron su religión y se levantaron contra el pueblo de Dios.
Cuando los santos se vieron obligados a salir del condado de Jackson, se consideraron a sí mismos como exiliados de Sion, y fue más bien con corazones afligidos y esperanzas desvanecidas que comenzaron a edificar otras ciudades en distintas partes de Misuri. Finalmente, todo el estado de Misuri se levantó contra el pueblo de Dios—e injustamente, y en violación de todo principio de gobierno constitucional—expulsó a unos doce mil santos de ese estado.
Como ustedes saben, los santos se establecieron en el lado de Illinois, junto al río Misisipi, y fundaron la ciudad de Nauvoo. Aun entonces se consideraban exiliados de Sion, y muchos de ellos pensaban que la causa de Dios se estaba perdiendo, que sus propósitos estaban siendo frustrados; eran exiliados de la tierra de promesa; la Ciudad de Sion era como un sueño que se desvanecía rápidamente de su conciencia.
Entonces el Profeta comenzó a instruirlos más plenamente respecto a este asunto de Sion. Les llamó la atención al hecho de que toda América, tanto el continente del norte como el del sur, era la tierra de Sion; que la promesa de Dios concerniente a Sion se relacionaba con este hemisferio occidental; que estos grandes continentes estaban consagrados principalmente a la descendencia de José, el patriarca en Israel, hijo de Jacob, y que toda esta tierra le había sido dada como herencia.
Por eso es que tanto Moisés como Jacob, en sus bendiciones sobre la cabeza de José, declaran que sus bendiciones habían prevalecido por encima de las bendiciones de sus progenitores; y que sus tierras se extendían hasta “los límites eternos de los collados.” A él le fue dado el derecho de primogenitura en Israel, para estar a la cabeza de Israel (1 Crónicas 5:1–2):
“Rubén era el primogénito; mas como profanó el lecho de su padre, su primogenitura fue dada a los hijos de José, hijo de Israel; y no fue contado por la primogenitura”—es decir, de Rubén.
“Porque Judá prevaleció sobre sus hermanos y de él vino el príncipe; mas la primogenitura fue de José.”
Y de ahí que las Escrituras declaren con frecuencia que Dios es Padre de Israel, y que Efraín es su primogénito (Jeremías 31:9).
Esta era una visión más amplia del tema de Sion que la que los santos habían concebido. ¿Pueden ver en esta ilustración la confirmación de nuestro tema, a saber: que no importa cuán grandes sean vuestras concepciones de las cosas divinas, las cosas divinas en sí mismas son infinitamente mayores de lo que ustedes las conciben?
IV.
La restauración de Israel
Otra ilustración más. Es un principio prominente de la fe de los Santos de los Últimos Días que las grandes promesas que Dios ha hecho a Israel, en el sentido de que será recogido de entre su dispersión, se cumplirán en esta dispensación de la plenitud de los tiempos.
Por supuesto, ustedes saben, estando familiarizados con la historia de Israel, que ellos han sido esparcidos entre todas las naciones de la tierra. Esto es cierto en referencia a todas las tribus de Israel. “Tamizaré la casa de Israel entre todas las naciones” es lo que Amós representa diciendo al Señor (Amós 9:8–9).
Ciertamente saben también que después del reinado de Salomón, Israel se dividió en dos reinos: el reino del norte compuesto por las diez tribus, y el reino del sur, Judá, compuesto por las tribus de Judá y Benjamín. Tras una existencia nacional de unos doscientos años, los asirios vencieron al reino del norte y llevaron cautivo al pueblo a Asiria; pero mientras estaban en cautiverio allí, nos informa la tradición, el pueblo resolvió dejar a aquella nación pagana por la cual había sido llevado en cautiverio, e ir a una tierra nunca antes habitada por el hombre, y allí resolvieron guardar los estatutos y juicios de Dios aún mejor de lo que lo habían hecho en la tierra de sus padres.
El historiador que nos relata estas circunstancias (Esdras) también dice que realizaron algo así como un viaje de un año y medio hacia el norte, a través del estrecho paso de los ríos Éufrates y Tigris, y luego hacia el norte, y habitaron la tierra; y desde aquellos días han sido conocidos como “las diez tribus perdidas de Israel.”
El reino de Judá mantuvo solo una existencia precaria; primero estuvo sujeto a una nación y luego a otra, hasta que finalmente, hacia fines del primer siglo de la era cristiana, la nación fue completamente subyugada por el poder romano; su pueblo fue llevado cautivo y vendido como esclavo, o dispersado como exiliado entre las naciones de los gentiles. Desde entonces, hasta hoy, Judá ha sido objeto de burla y proverbio, un pueblo quebrantado y esparcido.
Pero por encima de todos estos hechos históricos resuena clara y fuerte la promesa de Dios, tal como fue pronunciada por boca de Jeremías, diciendo:
“Oíd palabra de Jehová, oh naciones, y hacedlo saber en las islas que están lejos, y decid: El que dispersó a Israel lo reunirá, y lo guardará, como el pastor a su rebaño. Porque Jehová redimió a Jacob, lo redimió de mano del más fuerte que él.” (Jeremías 31:10–11).
“He aquí, yo los haré volver de la tierra del norte, y los reuniré de los confines de la tierra, y con ellos ciegos y cojos, la mujer encinta y la que dio a luz juntamente; en gran compañía volverán acá. Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque yo soy a Israel por padre, y Efraín es mi primogénito.” (Jeremías 31:8–9).
Las Escrituras hebreas están llenas de esta promesa. Se repite y se vuelve a repetir; y es bien sabido que la tradición vive en Israel, que aunque ahora está disperso, llegará el tiempo en que será llamado a reanudar el hilo de su existencia nacional, y que Israel aún será conocido entre las naciones de la tierra.
Tan amplia como ha sido la dispersión, así de amplio será también el recogimiento. Este mensaje nuestro, el evangelio de Jesucristo, siempre ha estado acompañado de la proclamación de esta doctrina del recogimiento de Israel. El profeta Amós nos dice que Dios había “tamizado” a Israel entre las naciones, y ahora a los siervos de Dios en esta dispensación se les ha dado la comisión de clamar en voz alta a Israel:
“Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas,”
hablando de Babilonia.
Dios, digo, ha prometido repetidamente que habrá un recogimiento de Israel, y se nos dice que aquellos que fueron llevados a las “tierras del norte” volverán a la tierra de sus padres; que sus profetas oirán la voz de Dios y no se detendrán, sino que saldrán en el poder de Dios y traerán a su pueblo a Sion, donde recibirán bendiciones de manos de los hijos de Efraín, el primogénito, quien tiene el derecho patriarcal de bendecir y sellar en la casa de Israel.
Esta es la fe de los Santos de los Últimos Días respecto a Israel.
V.
Las tribus perdidas en el norte
Permítanme hacer aquí una pequeña digresión. He observado algunas críticas en nuestra prensa local con relación a las opiniones que se dice tienen los Santos de los Últimos Días acerca del regreso de las tribus perdidas de Israel desde la tierra del norte.
Recientemente se ha descubierto el polo norte—bueno, descubierto dos veces, si los informes son ciertos*. Y la mencionada prensa local afirma que la Iglesia sostiene la opinión de que, en algún lugar de esa región helada del polo, estas tribus perdidas han vivido, y que ha sido la esperanza de los Santos de los Últimos Días que, desde las regiones polares, esas tribus regresen para suplementarlos en número, poder e influencia aquí, en esta tierra de nuestra Sion.
Hay más o menos burla sobre este asunto, porque, ahora que se ha descubierto el polo norte, he aquí que no hay pueblo allí, ni lugar para que lo haya. Campos de hielo, montañas de hielo, témpanos de hielo, con la desolación que los acompaña—¡una soledad absoluta allá en los polos! Bueno, creo que los hombres, desde hace algún tiempo, han estado lo suficientemente cerca del polo como para llevar a cualquier persona reflexiva a la conclusión de que tales condiciones de desolada soledad deben haber existido allí, más bien que algún continente de clima benigno y suelos fértiles donde pudiera establecerse un gran pueblo.
Permítanme ofrecer esta sugerencia: si nosotros, que creemos en los mensajes de Dios dados en estos últimos días, corremos el riesgo—debido a nuestra incapacidad de apreciar estos mensajes en todo su valor—de tener malentendidos respecto a los mensajes y a los propósitos de Dios, ciertamente aquellos que no tienen simpatía hacia ellos, y que no creen en ellos, son más propensos a tener todavía mayores malentendidos respecto a los mensajes y a los propósitos de Dios.
Siendo eso así, es posible también que nuestros críticos de la prensa local hayan formado ideas erróneas acerca de una supuesta creencia nuestra respecto a la existencia de las diez tribus en alguna región polar. No sé cuántos Santos de los Últimos Días habrán sostenido la opinión de que en las regiones polares estaban localizadas las tribus perdidas de Israel. No sé cuántos de nuestros propios estudiantes—los estudiantes del evangelio en esta dispensación de la plenitud de los tiempos—habrán sostenido la misma opinión.
Está la declaración de Esdras de que hubo un viaje de un año y medio hacia el norte desde Asiria por parte de las diez tribus; y está la promesa repetida con frecuencia en las Escrituras hebreas de que el Señor traería de vuelta del norte a las tribus de Israel. A partir de estas declaraciones, algunos de nuestro pueblo pudieron haber concluido que necesariamente estas tribus perdidas debían estar establecidas en las porciones más extremas del norte de la tierra, de ahí la región del polo norte. Puede que haya algo en nuestra literatura en ese sentido—no puedo afirmarlo con certeza, porque no he tenido recientemente la oportunidad de examinar nuestra literatura en relación con esa opinión particular.
Pero de esto estoy seguro: en ninguna de las revelaciones de Dios hay expresión alguna que lleve a creer que Dios haya ubicado a las diez tribus alrededor del polo norte. Las revelaciones del Señor no nos conducen necesariamente a tal conclusión.
Cuando el Salvador estuvo en el hemisferio occidental, ministrando entre los nefitas, les recordó el anuncio que había hecho a sus discípulos en Judea, cuando dijo:
“También tengo otras ovejas que no son de este redil; a aquellas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.” (Juan 10:16).
Cuando ministraba a los nefitas, digo, el Mesías les explicó que ellos eran las “otras ovejas” que tenía en mente en ese pasaje. Algunos de los discípulos, explicó, pensaban que él se refería a los gentiles, sin comprender que su manifestación de sí mismo y de su verdad a los gentiles sería mediante las manifestaciones del Espíritu Santo, y no por su ministerio personal a ellos. Los discípulos en Judea, entonces, tenían un malentendido sobre este asunto, aunque Jesús mismo había dicho que él no había sido enviado (personalmente) sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 15:24).
Así pues, aquí, en este mundo occidental, estaban las “otras ovejas” que Cristo tenía en mente en esta notable declaración a sus discípulos en Judea. El Mesías también informó a los nefitas que no solo había cumplido esta Escritura, sino que ahora tenía otra misión que le había sido dada, a saber: visitar a las tribus perdidas de la casa de Israel y manifestarse a ellas; porque aunque estas tribus estaban perdidas para los hijos de los hombres, no estaban perdidas para el Padre. Él conocía su ubicación, y había dado comisión a su Hijo para ministrarles (véase 3 Nefi, caps. 15, 16, 17).
Pero no hay nada en la declaración del Mesías a los nefitas que nos obligue a creer que estas tribus perdidas estaban localizadas alrededor del polo norte; únicamente expresiones en las Escrituras que llevan a concluir que estaban situadas en tierras del norte.
Además, respecto al regreso de las “tribus perdidas de Israel,” creo que hay quienes, viendo que había pocas esperanzas de ubicarlas en el polo norte, han sostenido que quizá dichas tribus se encontraban en alguna porción desprendida de la tierra. En cuanto a eso, no tengo opinión que expresar; pero esto sí creo, por mi parte: que dentro de las regiones conocidas de la tierra, donde habitan los hijos de los hombres, es perfectamente posible que Dios cumpla todas sus predicciones respecto al regreso de Israel.
Bien pudo Dios dispersar, o para usar el lenguaje del profeta Amós—“Tamizaré la casa de Israel entre todas las naciones, como se zarandea el grano en una criba, y no caerá un granito en tierra” (Amós 9:9)—es decir, que no se pierda del conocimiento de Dios, aunque ahora esté perdido para los hombres. Y así como fue posible perder a estas tribus de Israel entre las naciones de la tierra, también es posible para Dios recobrarlas de su condición dispersa de entre esas naciones, mediante una manifestación de poder divino.
Y respecto a esta manifestación de poder divino, permítanme decir que siempre debe tenerse en cuenta el carácter del lenguaje profético. Deben recordar que los videntes y profetas no hablan el lenguaje frío y calculador de la filosofía, donde cada palabra se pesa en la balanza exacta del pensamiento. Los profetas no siguen la precisión en su lenguaje que se exige a los científicos. Estos hombres, profetas y videntes, se comunican con Dios. Su vida finita toca, por un momento, la vida infinita de Dios. Su sabiduría limitada toca, por un momento, la suprema sabiduría del Infinito. Por un instante ven las cosas en grande; e infundidos e inspirados con el fuego que han recibido de este contacto con lo divino, ¡he aquí!, vienen con su mensaje y lo expresan con palabras de pasión espiritual.
Por supuesto, para ellos, en ese estado de ánimo, las montañas se hunden; los valles se elevan. Por supuesto, los profetas, si están en el norte, oirán la voz de Dios, y las montañas de hielo fluirán ante su presencia; los collados se regocijarán y las montañas gritarán de gozo. Cuando los hombres vienen con esta inspiración sobre ellos, ven y sienten las cosas en grande, y hablan de ellas en ese espíritu; y cuando nosotros reducimos lo que ellos nos traen desde el corazón de Dios a nuestras mezquinas concepciones, debemos estar preparados para tener en cuenta el lenguaje figurado con que hablan.
Es posible que, si no lo hacemos, malinterpretemos, en parte, algún hecho material de su mensaje. Especialmente debe uno estar en guardia en asuntos tan altamente pintorescos como el regreso de las tribus perdidas de su larga dispersión—de las tierras del norte. En tal acontecimiento, no solo “fluirán las montañas de hielo” ante la presencia de sus profetas, sino que se levantarán calzadas en medio del gran mar profundo; sus enemigos serán presa de ellos; en desiertos áridos brotarán manantiales de aguas vivas; la tierra reseca dejará de ser un suelo sediento; ¡los “límites de los collados eternos temblarán ante su presencia”! (DyC, secc. 133).
Debemos hacer alguna concesión, repito, a la hipérbole de ese lenguaje en el que se transmite el mensaje de los profetas—recuerden, está vibrante con las grandes cosas de Dios; y hace un esfuerzo por abarcar esas cosas grandiosas.
Israel se está recogiendo ahora
Pero, pasando a una consideración más cercana de este “recogimiento de Israel”—Israel se está recogiendo, ciertamente; tal vez no de acuerdo con nuestra concepción de ello, ni de acuerdo con nuestras ideas acerca de cómo Israel debería o habría de recogerse. No obstante, digo que Israel se está recogiendo a la tierra de Sion.
Ustedes, Santos de los Últimos Días—¿de dónde vinieron? De las islas británicas, de Alemania, de los países escandinavos, de las islas del mar. ¿Quiénes son ustedes? Israelitas, recogidos por el mensaje del evangelio, el cual incluye la palabra de Dios para ustedes de reunirse en esta tierra de Sion. Son principalmente de la tribu de Efraín, de acuerdo con las declaraciones inspiradas de los patriarcas que pronunciaron bendiciones sobre sus cabezas.
Pues bien, si ustedes—recogidos de entre una multitud de naciones—son de Israel, ¿no será que Israel, por centenas de miles y millones, está también en las tierras de donde ustedes vinieron, que fueron principalmente las tierras del norte de Europa? Porque nuestra misión ha tenido poco éxito entre las razas latinas del sur de Europa.
Ustedes han sido recogidos por la proclamación del evangelio y son de Israel; y no solo han venido ustedes que han recibido el evangelio, sino que también sus parientes alemanes, sus parientes escandinavos, sus parientes británicos han estado viniendo a la tierra de Sion. De hecho, parece que América es un asilo para todos los pueblos; y aun aquellas razas contra las que quisiéramos cerrar nuestras puertas—pese a toda la sabiduría, cautela y legislación de nuestros legisladores nacionales y de los oficiales administrativos de nuestro gobierno—también ellas vienen a la tierra de Sion. ¿Y quién podrá decir que esas razas no tienen herencia en Sion?
Este hemisferio occidental no solo está otorgado a los descendientes de José en Israel, no solo vendrán a él los de las tribus perdidas de Israel, sino que también las razas gentiles tienen la promesa de una herencia en esta tierra; y aquí recibirán las bendiciones del evangelio de Jesucristo, recibiéndolo de manos de los hijos de Efraín, sobre quienes se ha conferido comisión y otorgado autoridad divina para predicar el evangelio y administrar en sus ordenanzas.
De modo que Israel está siendo recogido en estos últimos días a la tierra de Sion, y aquí también se están congregando las razas gentiles. Aquí, en los Estados Unidos solamente, podemos alcanzar a más alemanes de los que podemos predicar en Alemania, debido a las limitaciones de la libertad religiosa en ese país. Aquí podemos predicar a más ingleses que en Inglaterra. Aquí podemos predicar a más escandinavos que en Escandinavia.
Aquí tenemos la oportunidad de enseñar la verdad al Israel recogido en esta bendita tierra de Sion, y aquí, y entre las demás naciones conocidas de la tierra, existe pleno alcance y oportunidad para el cumplimiento de todas aquellas cosas que los siervos de Dios han predicho en todas las épocas del mundo respecto a Israel, sin necesidad de suponer que sea preciso ir a las regiones polares del norte o a porciones apartadas de la tierra en algún lugar del espacio ilimitado.
VI.
Los propósitos de Dios no fallarán
Los propósitos de Dios no están fallando. Dios es inmanente en este mundo, y lo está modelando conforme a sus propios designios divinos. No habrá fracaso en los planes de Jehová.
La única cuestión es esta: ¿podemos ampliar tanto nuestro pensamiento, podemos elevarnos por encima de los estrechos límites de nuestro razonar, en los cuales estamos tan contentos de andar—podemos tener una visión más amplia respecto a los propósitos y a los mensajes de Dios para los hijos de los hombres? Esa es la única pregunta. El Señor Todopoderoso, repito, está llevando a cabo sus designios en relación con la tierra de Sion; en relación con el recogimiento de Israel y el regreso de las diez tribus; así como cumplirá sus propósitos con referencia al restablecimiento de Judá en la tierra prometida de Canaán, y la redención de Jerusalén. Todo esto sucederá en sus tiempos y estaciones. La palabra del Señor saldrá de Jerusalén, y la ley saldrá de Sion—más aún, en mi opinión, ya está saliendo en gran medida de Sion—de un modo que alcance a los habitantes de la tierra y les traiga las bendiciones que Dios ha decretado para los hijos de los hombres.
Mis hermanos y hermanas, me regocijo en la grandeza de esta obra de Dios—esta dispensación de la plenitud de los tiempos. La amo, en parte, por su grandeza—en su misma magnitud hay inspiración. Me encanta contemplar los propósitos de Dios en sus vastas posibilidades. Me regocijo al sentir que hoy los hijos de los hombres se están elevando hacia una concepción más alta y más verdadera de las cosas de Dios.
¡Hablamos, y a veces incluso nos atrevemos a esperar, la venida del milenio! Me pregunto cuáles serán nuestras sensaciones si alguna mañana despertamos con la realidad de que el milenio ya está en camino, y lo ha estado desde hace algún tiempo. Cuando pienso en el poderoso progreso que se ha hecho en estos tiempos modernos, y especialmente desde que Dios abrió los cielos y se reveló a su siervo José Smith; cuando tomo ese acontecimiento como punto de partida y contrasto las condiciones de hoy con las que existían cuando aquella primera revelación fue dada al Profeta José Smith, me parece que la predicción de que las cosas viejas pasarán y todas las cosas serán hechas nuevas está en camino de cumplirse con gran rapidez.
En ese tiempo—al inicio de la tercera década del siglo XIX—no existía un solo kilómetro de ferrocarril en ninguna parte del mundo; hoy, todas las naciones civilizadas son una red de vías férreas y sistemas ferroviarios. Hemos pasado de la carreta de bueyes y la diligencia al poderoso tren expreso que truena con velocidad de rayo a través de la tierra. La distancia ha sido reducida—casi aniquilada, en comparación con los tiempos antiguos.
En la navegación oceánica hemos pasado de las toscas naves impulsadas solo por el viento, a los poderosos galgos oceánicos que cruzan los mares como trenes expresos; y los océanos, antaño un misterio temido, son ahora simplemente las cómodas autopistas entre los continentes, ¡las carreteras del comercio! El hombre, dentro del período que consideramos, no solo ha dominado el transporte sobre la tierra y sobre el mar; sino que tenemos demostraciones recientes de que el hombre también ha dominado el elemento del aire, y puede navegarlo con tanta velocidad y facilidad como la tierra o el agua.
Dentro del período mencionado—1820 a 1909—hemos pasado de la vela de sebo a la luz eléctrica. En comunicación hemos pasado del correo a caballo al telégrafo, y de allí al telégrafo inalámbrico, y al teléfono; de modo que ahora estamos en comunicación instantánea con todas las partes de la tierra. Ningún acontecimiento de importancia puede suceder esta noche sin que mañana en la mañana esté registrado en las páginas de la prensa, esperándonos en nuestras mesas de desayuno.
Luego, en lo que respecta a los adelantos que prometen paz—tan poderosos se han vuelto los instrumentos de destrucción; tan revolucionarias las promesas de este reciente dominio del aire, que parecería que la guerra debe ser una imposibilidad en un futuro cercano; y se hace imperativo que los hombres ideen—los estadistas deben idear, los filántropos deben idear, los patriotas deben idear—algún medio por el cual las cuestiones internacionales que surgen se resuelvan sin permitir que las naciones recurran al terrible fallo de la guerra. El tiempo en que las espadas se convertirán en rejas de arado, y las lanzas en hoces, parece no estar lejos, ¡aun el tiempo en que las naciones no aprenderán más la guerra—la visión de los profetas!
Estas son las condiciones en medio de las cuales vivimos: un tiempo en que la propiedad es más segura que nunca lo fue en el mundo; un tiempo en que la libertad personal es más segura que nunca lo fue en el mundo; un tiempo en que las comodidades de la vida, entre las masas de la humanidad, casi igualan las condiciones que solo los reyes podían disfrutar en las edades pasadas.
Cuando veo todas estas bendiciones, y me doy cuenta de que año tras año aumentan con velocidad acelerada—cuando veo que el sentimiento de hermandad universal se expande—cuando veo grandes y poderosas inteligencias que se proyectan lejos en la frontera del pensamiento cristiano, asiendo las verdades de Dios y tejiéndolas en sistemas de filosofía práctica, tendiendo a preparar a los habitantes de la tierra para esa plenitud de verdad que Dios, por medio de sus profetas, ha decretado que se derrame sobre las naciones de la tierra en los últimos días—cuando veo estas evidencias del progreso del hombre en los últimos tres cuartos de siglo, desde que Dios habló desde el cielo a José Smith, no puedo menos que creer que hay alguna conexión entre la reapertura de los cielos para restaurar el evangelio y esta más amplia difusión del conocimiento mediante la cual se ha traído a los hombres tanto el consuelo como la iluminación en las cosas materiales.
¡La edad dorada que soñaron los profetas, que cantaron los profetas—la edad dorada—el milenio—ha amanecido al fin sobre la tierra! Y justo aquí, en medio de ello, Dios ha establecido su Iglesia. Le ha dado el conocimiento de los medios de salvación. Le ha dado a la Iglesia autoridad divina para ministrar en las ordenanzas del evangelio, y la venida de esta obra es el heraldo del despertar del mundo moderno. Porque cuando salió a la luz el Libro de Mormón, por esa señal Israel podía saber, y el mundo podía saber, que Dios había puesto su mano para cumplir y realizar las cosas que había decretado respecto al recogimiento de Israel y respecto a todos los habitantes de la tierra—su felicidad, paz, gloria y seguridad (2 Nefi 30 y 3 Nefi 21).
Esta es nuestra parte en la obra: proclamar estas cosas; ejemplificar la ley de Dios y la excelencia del evangelio de Jesucristo; proclamar a los hijos de los hombres que Dios no es un Dios lejano—Uno que trasciende el mundo; sino Dios inmanente en el mundo, y que los hombres pueden vincular sus vidas con la vida de Dios; y sentir la inspiración de su vida vibrando en las suyas, elevando, purificando, exaltando—hasta que el hombre, el individuo, y las comunidades de hombres, las naciones—puedan caminar con Dios en esta gran era que ahora amanece sobre el mundo.
Y, sin embargo, por grandes que sean nuestras concepciones de las cosas de Dios—de las cosas divinas—estad seguros de que las cosas divinas mismas son infinitamente mayores de lo que nuestras concepciones pueden ser—¡entonces, cuán grandes deben ser en verdad! El profeta habló con certeza cuando dijo de Dios:
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos.” (Isaías 55:8–9).
Pero aunque estamos obligados a conceder la verdad de ello, ¿no podemos acaso participar y gozar en alguna medida de un conocimiento de las cosas divinas y en ello regocijarnos, como siento que lo hacemos hoy mediante este breve vislumbre de algunas de las cosas de Dios?
IV.
El mormonismo como un cuerpo de doctrina
Un discurso en el Tabernáculo de Salt Lake, domingo 13 de marzo de 1910.
(Reportado por F. W. Otterstrom.)
I.
Introducción
Hace algún tiempo, dentro de este último año, un caballero de cierta prominencia en la vida pública de nuestro estado sintió que debía aludir, en un discurso público, a nuestra fe religiosa como un “cuerpo de doctrina,” y al hacerlo creo que agotó su habilidad en forjar una expresión de desprecio hacia ella. Dijo:
“Me atrevo a opinar, como juicio personal, que, considerada como un cuerpo de doctrina, ninguna persona bien instruida otorgaría a este credo del sacerdocio ni siquiera el frío respeto de una mirada pasajera.”
No vale la pena molestarse por expresiones como esa. No hacen ningún daño a nuestra fe, ni a nuestra sociedad—la Iglesia. Tal observación puede llevar a uno a preguntarse si este caballero, que goza de cierta reputación de inteligencia, y especialmente por su capacidad de seguir hasta sus conclusiones lógicas cualquier investigación que emprenda—digo, puede llevar a preguntarse si este caballero mismo ha concedido a nuestra fe ese “frío respeto de la mirada pasajera” al que se refiere; o si se ha atrevido a juzgarla sin concederle ni siquiera esa “mirada pasajera”—ya que asume, con altivez presuntuosa y orgullo intelectual, que “ninguna persona bien instruida”—de las cuales él, por supuesto, se cuenta—se la daría.
Por mi parte, el único efecto que produjo en mí tal observación fue llevarme, medio divertido, a volver a examinar si realmente las cosas de nuestro credo eran tan malas como se insinuaba; y una vez más revisé los fundamentos de nuestra fe. Regresé de ese examen con mis convicciones profundizadas, con mi respeto y admiración muy acrecentados hacia este cuerpo de doctrina, tan despectivamente calificado por aquel caballero, y con mi fe en él fortalecida.
Cuando se me llamó esta tarde para dirigirme a ustedes, me pareció que no podría prestarles mejor servicio que darles el beneficio de un examen de nuestra fe como cuerpo de doctrina—en la medida en que ello sea posible en una sola reunión; y esto vale tanto para los que son extraños dentro de nuestras puertas, como para los miembros de la Iglesia.
Es una buena cosa, de vez en cuando, volver a los primeros principios, como un medio de mantener a la vista el sistema completo por el que trabajamos. Toda religión debe tener alguna clase de filosofía; debe dar algún tipo de explicación de las cosas; alguna interpretación de la vida y su significado; alguna explicación del universo y hacia dónde se encamina todo. La religión debe dirigirse tanto al entendimiento como al corazón; a la razón tanto como a las emociones.
La religión ha sido descrita, por alguien, como “la moralidad tocada por la emoción,” y en algunos de sus aspectos creo que esa es una descripción muy acertada de la religión. Pero vivimos en una época que plantea preguntas de adultos, y la religión debe dar respuestas de adultos. Creo que nuestra fe es capaz de hacerlo. La amo porque apela tanto a mi entendimiento como a las emociones de mi corazón; y, por consiguiente, cuando escuché esa referencia despectiva hacia ella, resolví hacer lo que estuviera en mi mano, por medio de una exposición de nuestra fe, para mostrar a este caballero, y a quienes piensan como él, cuán equivocados estaban.
Así que ahora, vayamos a nuestra tarea:
II.
La visión mormona del universo
Primero, respecto al mundo mismo—quiero decir con esa expresión el conjunto total de las cosas, el universo. En 1832, el Profeta José Smith vino con este mensaje, en una de las revelaciones contenidas en el Libro de Doctrina y Convenios:
“A todo reino se le da una ley; y hay muchos reinos; pues no hay espacio en el cual no haya un reino; y no hay reino en el cual no haya espacio, ya sea un reino mayor o menor.”
Con este término “reino,” nuestro Profeta no tiene en mente un número de personas gobernadas por un rey; el contexto revela el hecho de que lo que el profeta tenía en mente eran aquellos grandes sistemas planetarios que constituyen el universo. Estos son los “reinos” que él tenía en mente; y aquí anuncia una doctrina verdaderamente maravillosa, cuando declara que no hay espacio en el cual no exista alguno de estos reinos—mundos y sistemas de mundos; y que no hay reino en el cual no exista también extensión, o espacio.
Un gran científico y erudito expresa la misma verdad en el siguiente lenguaje:
“Por toda la eternidad el universo infinito ha estado, y está, sujeto a la ley de la sustancia: La extensión del universo es infinita e ilimitada. No hay parte vacía, sino que en todas partes está lleno de sustancia. La duración del mundo es igualmente infinita e ilimitada. No tiene fin; es eternidad.”
Tal es la síntesis de lo que él llama la “ley de la sustancia,” expresada por una de las mentes más profundas de Alemania, Ernesto Haeckel. Analícenlo, y verán que es precisamente la misma concepción anunciada por nuestro Profeta en 1832, cuando dijo: “No hay espacio en el cual no haya un reino; y no hay reino en el cual no haya espacio.”
Creo que quizá será necesario detenernos en esa idea durante algunos minutos, para poder captar algo de su inmensidad. Tuve un maestro, en una ocasión, muy hábil en impartir conocimiento a sus alumnos en el asunto de resolver problemas matemáticos. El método que seguía era este: tomaba un ejemplo muy simple que involucraba los mismos principios que debían aplicarse en el problema más difícil; luego resolvía el problema simple y nos decía que resolviéramos el más difícil de la misma manera. Así que opino que, si pasamos un corto tiempo considerando nuestro propio pequeño sistema solar, tal vez nos ayude a formarnos alguna idea de la inmensidad del universo del cual hablamos.
Todos ustedes saben bien que nuestro sistema solar está formado por lo que los astrónomos llaman ocho planetas mayores y un gran número de planetas menores, situados entre las órbitas de Marte y Júpiter; que nuestros planetas, en el orden de su cercanía al sol, son Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno—estos son los ocho planetas mayores.
En cuanto a su diámetro, se nos dice que Mercurio mide 3,200 millas; que el diámetro de Venus es de 7,760 millas; que la Tierra tiene 7,918 millas de diámetro; que Marte mide 4,200 millas de diámetro; que Júpiter mide 85,000 millas de diámetro (¡mientras que nuestra Tierra mide menos de 8,000 millas, recuérdese!); que el diámetro de Saturno es de 73,000 millas. Y sin embargo, tomen todos estos planetas y todos sus satélites, tan maravillosos y grandes como son, y considérenlos fundidos en una sola gran esfera, y aun así, nuestro sol por sí solo, el centro de este sistema planetario, es más de 750 veces más grande que todos estos planetas juntos.
Pasemos ahora a considerar estos diversos planetas en relación con la distancia a la cual giran alrededor de su astro principal—el sol. Mercurio completa el circuito en 116 días; Venus hace el circuito alrededor del sol en 224 días; la Tierra, por supuesto, como recordarán, completa el circuito en 365 días; pero Marte requiere 687 días para hacer el recorrido; mientras que Júpiter requiere 4,330 días (más de 11 años); Saturno 10,767 días (más de 29 años); Urano 20,660 días, o 56 años; y Neptuno 60,127 días, o alrededor de 165 años.
Las distancias de estos planetas desde el sol, en millones de millas, son las siguientes: Mercurio, 36 millones de millas; Venus, 67 millones; la Tierra, 92 millones; Marte, 141 millones; Júpiter, 483 millones; Saturno, 875 millones; Urano, 1,770 millones; Neptuno, 2,746 millones de millas.
Estas cifras y los hechos que representan se dan para que pueda formarse alguna ligera idea de la extensión de nuestro propio sistema solar; y para que, después de contemplar su inmensidad y descubrir que, por inconcebiblemente grande que sea, todavía no es una parte muy considerable del universo, podamos elevarnos a una breve contemplación de espacios aún mayores—las profundidades del universo y sus contenidos.
Verán ustedes, estoy usando nuestro sistema solar como el maestro al que me referí hace un momento usaba el problema sencillo de aritmética, para ayudar a resolver el problema más complejo de comprender un poco más claramente la inmensidad del universo. Reanudemos nuestra labor. El profesor Newcomb, en su Astronomía Popular, utiliza la siguiente ilustración para ayudar a la mente común a captar la inmensidad del sistema sideral:
“Volviendo nuestra atención de este sistema a los millares de estrellas fijas que esmaltan los cielos, lo primero que se debe considerar es su enorme distancia unas de otras, en comparación con las dimensiones del sistema solar, aunque estas últimas son de por sí inconcebiblemente grandes. Para dar una idea de las distancias relativas, supongamos que un viajero por los espacios celestes pudiera trasladarse desde el sol hasta el planeta más lejano de nuestro sistema en 24 horas. Tan enorme sería su velocidad, que lo llevaría a cruzar el océano Atlántico, desde Nueva York hasta Liverpool, en menos de una décima de segundo del reloj. Partiendo del sol con esa velocidad, cruzaría las órbitas de los planetas interiores en rápida sucesión, y las de los exteriores más lentamente, hasta que, al cabo de un solo día, llegaría a los confines de nuestro sistema, cruzando la órbita de Neptuno. Pero, aunque pasara por ocho planetas el primer día, no pasaría ninguno al día siguiente, porque tendría que viajar de 18 a 20 años, sin disminución de velocidad, antes de llegar a la estrella más cercana; y luego tendría que continuar su viaje una distancia igual antes de alcanzar otra. Todos los planetas de nuestro sistema habrían desaparecido en la distancia durante los primeros tres días, y el sol no sería más que una estrella insignificante en el firmamento. La conclusión es que nuestro sol es uno de un número enorme de cuerpos luminosos por sí mismos, esparcidos a tales distancias que se requerirían años para recorrer el espacio entre ellos, aun viajando a la velocidad que hemos supuesto.” (Astronomía de Newcomb, p. 104).
En este mismo momento, las grandes constelaciones de invierno están dejando nuestros cielos; sin embargo, todavía en la tarde, pueden ver a Orión en el cielo occidental; y siguiéndole, y brillando más que todas las estrellas del firmamento, la estrella Sirio. Nuestros astrónomos estiman que la luz viaja por el espacio a la enorme velocidad de 198,000 millas por segundo; que en unos ocho minutos un rayo de luz llega a nuestra tierra desde el sol.
Pues bien, esta estrella Sirio, a la que llamo su atención, está tan distante de nosotros que se requieren unos 16 años para que un rayo de luz llegue hasta nosotros desde ese espléndido y lejano sol; y desde la conocida estrella Polar, se requieren 40 años para que un rayo de luz llegue a nuestra tierra. El Sr. Samuel Kinns, bien conocido en Inglaterra como uno de los principales pensadores de aquella nación, nos dice que esta estrella Sirio, juzgando por la cantidad de luz que emite, es 3,000 veces más grande que nuestro propio sol; y argumenta que, si este gran astro es tantas veces más grande que nuestro sol, ¿no será posible que el séquito de planetas del cual es, sin duda, el centro, sea proporcionalmente mayor que nuestro sistema planetario?
Nadie sabe, por supuesto, cuántas estrellas fijas existen. Nuestros astrónomos nos dicen que su número varía desde 30 a 50, 60 o incluso cientos de millones; y que no es irrazonable suponer—argumentan ellos—que, puesto que encontramos que este pequeño planeta nuestro está habitado por seres sensibles, por inteligencias, por hombres y mujeres capaces de establecer gobiernos nacionales y altos grados de civilización, no es irrazonable suponer que en algunos de esos sistemas de mundos más magníficos pueda haber seres más inteligentes, más poderosos que nosotros, y más avanzados en artes y ciencias y en todo lo que constituye métodos superiores de vida y de civilización.
Y si nuestros astrónomos están siquiera aproximadamente en lo cierto respecto a las decenas de millones de soles que reportan, y si es cierto que estos son centros de sistemas planetarios, entonces, por supuesto, de mundos como el nuestro, y más magníficos que el nuestro, hay centenares de millones. Sobre este asunto, el profesor John W. Draper dice:
“El hombre, cuando contempla las incontables multitudes de estrellas—cuando reflexiona que todo lo que ve es solo una pequeña porción de aquellas que existen, y aun así cada una es un sol que da luz y vida a multitudes de mundos opacos, y por lo tanto invisibles—cuando considera el enorme tamaño de estos diversos cuerpos y su inconmensurable distancia unos de otros, puede formarse una idea de la escala en la que el mundo (universo) está construido.”
Estas reflexiones, confío, ayudarán a grabar en nuestras mentes la inmensidad del universo, hasta que podamos comprender en alguna medida la grandeza de aquella verdad anunciada por el Profeta José, cuando dijo:
“Hay muchos reinos; y no hay espacio en el que no haya un reino; y no hay reino en el que no haya espacio, ya sea un reino mayor o un reino menor;”
y las deducciones de Ernesto Haeckel, cuando dijo:
“La extensión del universo es infinita e ilimitada. No hay parte vacía, sino que en todas partes está lleno de sustancia. La duración del mundo es igualmente infinita e ilimitada. No tiene fin; es eternidad.”
El mormonismo reconoce ciertas verdades eternas, verdades necesarias, porque no se puede concebir lo contrario de ellas—como, por ejemplo, que el espacio o extensión es ilimitado, tal como lo expresa uno de nuestros himnos:
“Si pudieras ir a Kolob
En un abrir y cerrar de ojos,
Y luego continuar volando
Con esa misma velocidad—
“¿Crees que alguna vez podrías,
A través de toda la eternidad,
Descubrir la generación
Donde los Dioses comenzaron a ser?
“¿O ver el gran principio,
Donde el espacio no se extendía?
¿O contemplar la última creación,
Donde los Dioses y la materia terminan?”
No se puede limitar el espacio en ninguna concepción que uno forme—por más que lo intente; porque tan pronto como fijamos un límite, nuestra mente concibe extensión más allá del punto señalado, y podemos colocarlo tan distante como queramos.
Así también, en relación con la duración. El mormonismo no reconoce límite a la duración. El tiempo es interminable; no hay un principio absoluto ni un fin absoluto del tiempo. Todos los principios y fines de los que se habla no conciernen a la duración absoluta, sino al “tiempo” dentro de la eternidad, cuando cierto orden de cosas comienza o cuando llega a su fin. Así medimos la duración, y la llamamos tiempo.
Lo mismo sucede en relación con la materia. El mormonismo reconoce la eternidad de la materia y también la eternidad del espíritu; que la materia es increada; el espíritu también es increado. Estos, espíritu y materia, son existencias eternas, constituyendo lo que nuestro Libro de Mormón llama “cosas para actuar y cosas para ser actuadas.” (2 Nefi 2:14).
Volviendo ahora a la inmensidad del universo—este ilimitado, vibrante y agitado océano de mundos y sistemas de mundos—¿está habitado por seres conscientes? ¿O permanece desierto salvo por nuestra pequeña tierra—menos que un solo grano de arena en infinitas riberas marinas?
Sobre este asunto, Sir Robert Ball, uno de los principales hombres de ciencia en Inglaterra, tiene un pasaje muy reflexivo; y aunque parecería que abre nuevamente el tema de la inmensidad del universo, sobre el cual ya nos hemos detenido bastante, no puedo consentir en omitir ninguna parte de lo que sigue:
“Sabemos de la existencia de 30,000,000 de estrellas o soles, muchos de ellos mucho más magníficos que aquel que da luz a nuestro sistema. La mayoría de ellos no son visibles al ojo humano, ni siquiera reconocibles por el telescopio; pero las placas fotográficas sensibilizadas—que para este propósito son ojos que pueden mirar fijamente durante horas sin parpadear—han revelado su existencia más allá de toda duda o cuestión, aunque la mayoría de ellos están a distancias casi inconcebibles, miles de decenas de miles de veces más lejos que nuestro sol. Un mensaje telegráfico, por ejemplo, que llegaría al sol en ocho minutos, no alcanzaría a algunas de estas estrellas en 1,800 años.
La mente humana, por supuesto, no concibe realmente tales distancias, aunque pueden expresarse en fórmulas que la mente humana ha ideado; y la desconcertante declaración es, desde un punto de vista, singularmente deprimente, pues reduce en gran medida la probable importancia del hombre en el universo. Es muy improbable, casi imposible, que estos grandes centros de luz hayan sido creados para no iluminar nada; y como están demasiado distantes para sernos de utilidad, podemos aceptar justamente la hipótesis de que cada uno tiene a su alrededor un sistema de planetas como el nuestro. Tomando un promedio de solo 10 planetas por cada sol, tal hipótesis indica la existencia, dentro del estrecho alcance al que todavía se limita la observación humana, de al menos 300,000,000 de mundos separados, muchos de ellos sin duda de tamaño gigantesco; y es casi inconcebible que esos mundos puedan estar totalmente desprovistos de seres vivientes y conscientes que los habiten.
Concediendo la, para nosotros, imposible hipótesis de que la causa final del universo sea el azar, un concurso fortuito de átomos autoexistentes, aun así, el accidente que produjo seres pensantes en este pequeño e inferior mundo debe haberse repetido con frecuencia; mientras que si, como sostenemos, hay un Creador consciente, es difícil creer—sin una revelación al respecto—que haya malgastado tan glorioso poder creativo en simples masas de materia insensible. Dios no puede amar los gases. La probabilidad, por lo menos, es que existan millones de mundos—pues, después de todo, lo que la placa sensibilizada percibe no debe ser sino una fracción infinitesimal del todo—habitadas por seres conscientes.”
Esto es hasta donde pueden llegar los hombres de ciencia. Nuestros astrónomos se paran sobre la tierra con sus telescopios dirigidos hacia el planeta Marte, que más se asemeja a las condiciones físicas de nuestro propio mundo, hasta donde se puede juzgar, y especulan sobre si Marte está habitado o no. Y mientras ellos permanecen en esta vacilación, nuestro Profeta, mediante las revelaciones de Dios y la inspiración del Todopoderoso que estaba en él, proclamó que estos mundos y sistemas de mundos están habitados por los hijos e hijas de Dios.
Permítanme leerles un pasaje de la escritura mormona:
“Hay muchos reinos; pues no hay espacio en el cual no haya un reino; y no hay reino en el cual no haya espacio, ya sea un reino mayor o un reino menor;
“Y a todo reino se le da una ley; y a toda ley hay también ciertos límites y condiciones. * *
“¿A qué compararé estos reinos, para que los entendáis?
“He aquí, todos estos son reinos, y cualquier hombre que haya visto alguno o el menor de estos, ha visto a Dios obrando en su majestad y poder.
“He aquí, compararé estos reinos a un hombre que tiene un campo y envió a sus siervos al campo para que trabajaran en él;
“Y dijo al primero: Id y trabajad en el campo, y en la primera hora vendré a vosotros, y contemplaréis el gozo de mi semblante;
“Y dijo al segundo: Id también vosotros al campo, y en la segunda hora os visitaré con el gozo de mi semblante”—y así dijo a todos.
“Y así todos recibieron la luz del semblante de su señor; cada hombre en su hora, y en su tiempo, y en su estación;
“Comenzando por el primero, y así hasta el último, y del último al primero, y del primero al último.
“Por tanto, a esta parábola compararé todos estos reinos, y sus habitantes; cada reino en su hora, y en su tiempo, y en su estación; conforme al decreto que Dios ha establecido.”
El difunto élder Orson Pratt, en una nota al pie comentando estos pasajes, dice:
“Los habitantes de cada planeta bendecidos con la presencia y visitas de su Creador.”
Aquello que los hombres de ciencia solo pueden decir propiamente que es una probabilidad, el Profeta José lo proclama valientemente como una verdad revelada—el universo no está deshabitado, sino que está habitado por seres conscientes—la descendencia de Seres Divinos.
III.
La filosofía del mormonismo
Creo que ahora tenemos suficientes datos ante nosotros como para proceder a la consideración de la filosofía del mormonismo.
Con su permiso, entonces, y pidiéndoles que me sigan tan de cerca como les sea posible en lo que ahora tengo para ofrecer, leeré—porque uno debe ser cuidadoso al exponer concepciones de cosas importantes—leeré algunos párrafos que tocan estos grandes y, pienso yo, esenciales principios del llamado mormonismo, que deberían considerarse cuando hablamos del mormonismo como un cuerpo de doctrina. Confío en que finalmente lleguemos a la conclusión de que merece más que el “respeto de una mirada pasajera.”
Sería difícil caracterizar la filosofía mormona bajo cualquiera de las escuelas existentes. “Eternalismo” sería el término que yo seleccionaría como el más adecuado para sus concepciones filosóficas. Es dualista, pero no en el sentido de que divide el universo en dos sustancias completamente distintas—el mundo material y un “Dios inmaterial”—como hace, en lo fundamental, la filosofía cristiana. También es monista, pero no en el sentido de que, en el último análisis de las cosas, no reconoce distinciones en la materia, o de que la materia—la materia burda—y el espíritu o mente, un tipo de materia más sutil y pensante, estén fundidos en una sola sustancia inseparable que sea al mismo tiempo “Dios y naturaleza,” como afirman los monistas.
Su dualismo consiste en esto: que, si bien reconoce una sustancia infinitamente extendida, el universo, ilimitada y sin vacío en parte alguna, sino llena de sustancia en todas partes, sostiene, sin embargo, que tal sustancia existe en dos modos principales, teniendo algunas cualidades en común y otras distintas: primero, la materia burda, generalmente reconocida como materia, simple y llana; y segundo, una sustancia más sutil y pensante, usualmente considerada por otros sistemas de pensamiento como “espíritu,” es decir, “sustancia inmaterial”—si se me permite usar términos tan contradictorios. Estas dos clases de materia han existido desde toda la eternidad y existirán por la eternidad, en relaciones íntimas. Ninguna produce a la otra, son existencias eternas—“cosas para actuar y cosas para ser actuadas.”
El monismo del mormonismo, aludido hace un momento, si bien reconoce el universo como sustancia infinitamente extendida y toda sustancia como material—y, por tanto, en este aspecto, monista—también reconoce que la sustancia universal es de dos clases: una, la materia burda; la otra, una materia más sutil o pensante; que posee algunas cualidades en común con la materia burda, y en otras es distinta. “Todo espíritu es materia,” dijo nuestro Profeta, “pero es más fino o más puro [es decir, que la materia burda tangible a nuestros sentidos ordinarios] y solo puede ser discernido por ojos más puros. No podemos verlo; pero cuando nuestros cuerpos sean purificados veremos que todo es materia.”
Una vez hechas estas distinciones, y manteniéndolas siempre presentes en la conciencia, de modo que no se pierda la diferencia entre las cosas ni se confundan, podemos en lo sucesivo usar los términos “inteligencia” y “materia”—equivalentes a mente y materia—como designaciones de los dos modos en que, para el mormonismo, existe la sustancia eterna e infinitamente extendida, el universo.
Decir que la inteligencia domina a la materia y produce todos los incesantes cambios que ocurren en el universo, tanto de creación como de destrucción—pues ambas fuerzas operan—es, como dice nuestra Perla de Gran Precio:
“Hay muchos mundos que han pasado por la palabra de mi [Dios] poder; y hay muchos que ahora existen; y como un mundo pasará y sus cielos, así también vendrá otro; y no hay fin a mis obras;”
y de allí la creación y la demolición a las que aquí se hace referencia.
Decir que la mente domina a la materia, repito, es simplemente decir que lo superior domina a lo inferior; que aquello que actúa es mayor que aquello que es actuado; que la mente es la causa eterna del “siempre devenir” en el universo, la causa y el sustentador del mundo cósmico. Es también decir que la mente es poder; que la mente posee como cualidades el poder de pensar, y de querer, y de vivir, y de amar.
Así como la materia más burda existe en última instancia en elementos que son en sí mismos eternos—no creados ni creables—de igual manera la sustancia más sutil o pensante, la inteligencia, es eterna—no creada ni creable. Esa es la doctrina de la revelación que dice:
“El hombre estaba en el principio con Dios. La inteligencia, o sea, la luz de la verdad, no fue creada ni hecha—ni, en verdad, puede serlo;”
y así como los elementos materiales—átomos—existen, algunos en mundos y sistemas de mundos organizados, el cosmos; y otros en masas caóticas, así también las inteligencias, las entidades inteligentes, existen en estados algo análogos: algunas en la forma de hombres perfeccionados y exaltados, revestidos de cuerpos inmortales, como lo fue—o más bien lo es ahora, hoy—el Cristo, participando de una naturaleza divina, habiendo ganado su exaltación mediante pruebas y luchas en los diversos estados o cambios por los que han pasado; otras inteligencias existen en cuerpos espirituales, menos tangibles que la primera clase, poseedoras de menos experiencia, menos poder y dignidad, pero que aún están en camino de progreso a través de otros estados que aún deberán experimentar; también existen inteligencias que aún no son engendradas como espíritus, no unidas todavía con los elementos de la sustancia burda, unión con la cual es esencial para el desarrollo más alto de las inteligencias.
Encontramos esta última doctrina principalmente registrada en el Libro de Doctrina y Convenios, de la siguiente manera:
“Los elementos son eternos, y el espíritu y el elemento, inseparablemente conectados [como en el caso de los personajes resucitados y glorificados], inseparablemente conectados, reciben una plenitud de gozo; y cuando se separan, el hombre no puede recibir una plenitud de gozo.”
“Los elementos son el tabernáculo de Dios; sí, el hombre es el tabernáculo de Dios, aun templos; y todo templo que sea profanado, Dios destruirá ese templo.”
Tal es la visión mormona del universo y los modos de existencia en él, brevemente delineada. Estas existencias, tanto de la sustancia pensante como de la materia burda, están sujetas a infinitos cambios y desarrollos en los que no existen términos absolutos. Cada ola sucesiva de progreso puede alcanzar grados cada vez más altos de excelencia, pero nunca alcanzar la perfección final: el ideal siempre se aleja conforme se le aproxima; y, por tanto, el progreso es eterno, aun para las más altas de las existencias.
Un pensamiento más en conexión con todos estos asuntos. Les leí hace unos momentos un pasaje que decía que a todos estos reinos del universo infinito se les da una ley, y a toda ley también hay ciertos límites y condiciones. Más adelante, en la misma revelación, se añade:
“En verdad os digo que él [Dios] ha dado una ley a todas las cosas por la cual se mueven en sus tiempos y en sus estaciones. Y sus cursos están fijados; aun los cursos de los cielos y de la tierra, que comprenden la tierra y todos los planetas; y se dan luz unos a otros en sus tiempos y en sus estaciones, en sus minutos, en sus horas, en sus días, en sus semanas, en sus meses, en sus años; todos estos son un año con Dios, pero no con el hombre.”
De paso, puede ser interesante notar, respecto a la idea expresada arriba—esto es, que “a toda ley hay ciertos límites y condiciones”—que un hombre erudito de nuestro propio país hizo una declaración notable sobre este mismo principio. El pasaje citado de José Smith lleva la fecha de diciembre de 1832. Sesenta y tres años más tarde, Henry Drummond, hablando sobre este principio de que la ley está limitada por la ley—o que la ley misma está bajo el dominio de la ley—dijo:
“Una de las generalizaciones más notables de la ciencia reciente es que aun las leyes tienen su ley.”
Es decir, que aun las leyes tienen ciertos límites y condiciones que las restringen. Permítanme ilustrarlo, si puedo. El antiguo marinero, digamos de hace cien años, no conocía otras fuerzas de la naturaleza aplicadas a la navegación, excepto las mareas, las corrientes oceánicas y los vientos. Creía que esas eran todas las fuerzas propulsoras que intervenían en la navegación marítima. Si estuviera vivo hoy, y pudiera ver uno de nuestros grandes greyhounds oceánicos, los modernos transatlánticos de pasajeros, abriéndose paso entre las olas en contra tanto de las corrientes oceánicas como del viento, y aun así alcanzando mayor velocidad de la que jamás pudo lograr en su velero con ambos, viento y marea, a su favor, declararía que contemplaba un milagro. Pero eso no sería cierto. Nosotros, hoy, con nuestro conocimiento de otras fuerzas además de las del viento y las corrientes oceánicas que intervienen en la navegación, vemos la velocidad del buque a vapor como algo perfectamente natural.
Las fuerzas naturales que conocía el marinero de hace cien años son simplemente superadas por otras fuerzas de la naturaleza; no en violación de ninguna ley natural, sino mediante la aplicación de fuerzas desconocidas para el navegante de hace un siglo. Así también, sin duda, lo hallaremos cierto respecto a casi todas las leyes o fuerzas que existen. Encontraremos aún otras leyes, aún otras fuerzas, que limitan o superan, cuando se aplican, las fuerzas que ahora conocemos.
Pero lo que quería hacer es simplemente llamar su atención al hecho de que el mormonismo enseña esta grandiosa doctrina, a saber: que todo el universo—ilimitado e infinito como es, y teniendo dentro de sí y operando ahora procesos tanto de evolución como de disolución—como está escrito en el Libro de Moisés (Perla de Gran Precio):
“He aquí, hay muchos mundos que han pasado por la palabra de mi poder. Y hay muchos que ahora existen, e innumerables son para el hombre. * * * Y así como una tierra pasará y sus cielos, así también vendrá otra; y no hay fin a mis obras”—
no obstante todo esto que acontece en el universo, la operación tanto de fuerzas creadoras como destructoras, se nos asegura por la palabra de Dios, así como por las deducciones de científicos y filósofos, que todo el poderoso cambio que ocurre en el universo, así como el universo mismo, están bajo el dominio de la ley; y en la conciencia de ese reinado de la ley, nuestra fe nos enseña a reposar en sublime y perfecta confianza en el hecho de que:
“Dios está en su mundo:
Todo está bien con el mundo.”
Tal concibo que sea el efecto de esta concepción: que vivimos bajo el reinado de la ley; y que las fuerzas constructivas predominan en la economía de las cosas, pues de no ser así, las cosas que existen no existirían ni persistirían.
IV.
El origen del mal moral
Ahora llegamos a un elemento de nuestra fe sumamente interesante, y es la transgresión de la ley, que el apóstol Juan declara ser pecado: “porque el pecado,” dijo él, “es la transgresión de la ley.” Esta transgresión de la ley es un hecho que debe ser tenido en cuenta en el conjunto de las cosas.
La existencia del mal moral en el mundo es uno de los problemas que ha inquietado a los teólogos cristianos desde los tiempos más antiguos hasta ahora. Ellos han tenido extrema dificultad en reconciliar su concepción de Dios como un ser absoluto, infinitamente sabio, todopoderoso, todo bondadoso, y que creó todo de la nada, y aun así no atribuirle a Él la creación del mal. Si todas las cosas han sido producidas por un Creador infinitamente justo, perfecto, todopoderoso y bueno, ¿cómo puede existir el mal moral en su economía? Esa es una pregunta para la cual no se ha encontrado aún una explicación satisfactoria.
El mormonismo enseña que Dios no crea el mal moral; sino que el mal moral surge del albedrío de las inteligencias, y que mientras existan inteligencias dotadas de libre albedrío, significa que pueden violar la ley, si insisten en hacerlo. Concebir esto como imposible sería negar el libre albedrío de las inteligencias.
Sé que hay un pasaje que, quizá, podría citarse contra mi afirmación de que Dios no crea el mal. Ocurre en los escritos de Isaías, donde se dice—y es el único lugar en las Escrituras donde se dice, hasta donde he podido averiguar—“Yo [Dios] hago la paz,” y “Yo creo el mal.” “Yo creo”—¿qué? “El mal,” como el opuesto de la paz, como la guerra, el hambre y cosas semejantes. Pero, ¿con qué fin causa Dios la guerra o el hambre? Solo con fines correctivos, para castigar a los hombres, para llevarlos a reconocer su mal proceder o la transgresión nacional. Para tales fines, Dios ha hecho, en ocasiones, que sobrevengan esas condiciones que reconocemos como males.
Pero esa clase de males es algo muy distinto del mal moral. Aunque Dios pueda traer hambre, tormenta, tempestad o guerra con fines correctivos, Dios no es el creador de la mentira; no es el creador de la calumnia; ni de la embriaguez; ni de la avaricia, ni de la malicia, ni del robo, ni de la falta de bondad, ni de los adulterios. Estos males morales no son de su creación.
Jesucristo no dijo: “No nos induzcas en tentación,” porque, como nos instruye el apóstol Santiago, Dios no puede ser tentado por el mal. “Que nadie,” dice él, “cuando sea tentado, diga: Soy tentado de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a hombre alguno. Sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Y la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte.”
La oración del Cristo, tal como la enseñó a sus apóstoles, y tal como fue restaurada por la palabra del Señor a nuestro Profeta, no es: “Y no nos metas en tentación,” sino: “No permitas que seamos llevados en tentación; líbranos del mal.”
En lo que respecta al mal moral, entonces, digo que no es creación de Dios. Es una de esas posibilidades que son eternas. No comenzó con la transgresión de Adán en esta tierra. Existía antes de eso; aun en los cielos, cuando Lucifer se rebeló contra el Rey y la Majestad del cielo—Dios. Lucifer tuvo poder aun allí para pecar; y tan atrás como se extienda el albedrío de las inteligencias, siempre ha existido la posibilidad del pecado; y tan adelante como se extienda el albedrío de las inteligencias, siempre existirá la posibilidad de la transgresión de la ley, del pecado; porque el pecado, en potencia, es una realidad eterna. Es concurrente con el libre albedrío de las inteligencias.
Pero Dios, según la doctrina mormona, no crea el mal, ni tienta a los hombres con él, y luego, cuando no son lo suficientemente fuertes para resistir la tentación, los condena eternamente por caer. La única manera en que Dios influye sobre los hombres es favorablemente, es decir, los ayuda en su comprensión y adopción del bien. Él no crea, de acuerdo con la doctrina mormona, la inteligencia, pues esta es una cosa independiente, autoexistente; por lo tanto, ni siquiera Dios crea la inteligencia del hombre; esta es increada e increable—una realidad eterna. Como he dicho en otra parte, Dios no es responsable del uso que hagan de su libertad; ni es el autor de sus sufrimientos cuando caen en pecado; el sufrimiento surge de las violaciones de la ley a las que la “inteligencia” se suscribió, y debe ser soportado hasta que se aprendan las lecciones de obediencia a la ley.
El hombre tiene su elección de avanzar hacia arriba o hacia abajo en cada estado que ocupa; con frecuencia frustra incluso los propósitos benevolentes de Dios respecto de él, por su propia perversidad; atraviesa experiencias terribles, sufre de manera espantosa, y sin embargo aprende por lo que sufre, de modo que su mismo sufrimiento se convierte en un medio para su perfeccionamiento; aprende—rápida o lentamente, según la naturaleza inherente en él—la obediencia a la ley; aprende que “aquello que es gobernado por la ley también es preservado por la ley, y perfeccionado y santificado por la misma; y aquello que quebranta la ley y no permanece en la ley, sino que procura hacerse ley para sí mismo, y quiere permanecer en el pecado, y del todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, la justicia ni el juicio. Por tanto, deben quedar inmundos todavía.”
Esta concepción de las cosas libera a Dios de la responsabilidad por la naturaleza y el estado de las inteligencias en todas las etapas de su desarrollo; su naturaleza inherente y su voluntad las hacen, en primer lugar, lo que son; y esta naturaleza pueden cambiarla, lentamente, quizás, pero cambiarla al fin. Dios las ha puesto en condiciones de cambiarla, al ampliar su inteligencia mediante el cambio de ambiente y mediante experiencias.
V.
El lugar y la misión de Cristo en la doctrina mormona
Hay un hecho singular conectado con este tema del mal moral—del pecado. Y es que la transgresión de la ley moral conlleva sufrimiento, así como la violación de la ley física puede resultar en dolor, enfermedad o muerte. El camino del transgresor es duro. “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” “La paga del pecado es muerte.” No solo son estas verdades conocidas, sino que también es cierto que, con frecuencia, los justos son hechos partícipes de sufrimientos por causa de las transgresiones de los impíos. Los inocentes se ven envueltos en la miseria de los culpables. Ningún hombre vive solo para sí mismo, y puede, y a menudo lo hace, involucrar a otros en sus transgresiones. Es posible que los padres sufran por causa de los pecados de los hijos. Es posible que los hijos sufran por causa de los pecados de los padres. Muchos padres todavía pueden exclamar como lo hizo David sobre su hijo rebelde Absalón: “¡Oh, hijo mío! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti!”
Este es uno de los problemas que enfrenta el pensamiento religioso—que los inocentes se vean envueltos en los sufrimientos de los culpables. Sin embargo, en medio de nuestra perplejidad por semejante aparente injusticia, nos llega el poderoso testimonio de que no solo es posible, sino que es un hecho, que los inocentes puedan y de hecho sufran con y a causa de los culpables; ¿no podrían también sufrir por ellos, puesto que el sufrimiento vicario es una posibilidad? De esa posibilidad depende todo el evangelio de Cristo y el poder redentor de la expiación. Está profundamente escrito en las experiencias de los hombres que los inocentes pueden sufrir con y por causa de los culpables; y es doctrina de la revelación cristiana que los inocentes pueden sufrir por los culpables, como lo atestiguan los siguientes pasajes:
“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.”
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios.”
“Se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado… Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan.”
“Cristo padeció por nosotros… quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.”
Es muy claro, entonces, que es doctrina de la revelación cristiana—doctrina que, por supuesto, el mormonismo acepta—que Cristo sufrió por las transgresiones del hombre. También hay evidencia en las Escrituras—si tuviéramos tiempo para señalarla—que demuestra que todo el plan de la vida terrenal del hombre y su redención fue considerado aun antes de que se echaran los cimientos de la tierra misma. Y el Redentor fue escogido y aceptado, y de ahí que fuera “el Cordero inmolado desde la fundación del mundo.” Pablo se declara a sí mismo viviendo “en la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio del mundo.”
Los hechos, en resumen, son estos: llegó el momento en que, para el progreso de las inteligencias espirituales, una vida terrenal bajo condiciones como las que existen en este mundo se hizo necesaria para ellas. Traer a efecto esa vida terrenal—la unión del espíritu con el elemento terrenal y las experiencias que tal vida traería—implicaba la transgresión de la ley, lo que involucraba a la raza en pecado y muerte, de donde solo era posible sacarla mediante una expiación adecuada que satisficiera las demandas de la ley inexorable.
En esta crisis se levantó en los concilios del cielo un gran Alma compasiva, que reconoció no solo el hecho de que los inocentes podían sufrir con los culpables, o por causa de los culpables, sino también por los culpables, y se ofreció a sí mismo en sacrificio por el pecado que habría de cometerse al romper la armonía de las cosas, con el fin de dar a las inteligencias las ventajas de la vida terrenal y sus lecciones. El Cristo haría expiación por la transgresión de Adán, de modo que, así como en Adán todos mueren, como dicen las Escrituras, así en Cristo todos serán vivificados; que “puesto que la muerte entró por un hombre, también por un hombre vino la resurrección de los muertos.”
Y no solo se hizo esta expiación vicaria para cubrir la transgresión de Adán, sino que se extendió también a los pecados individuales de los hombres, para que no sufrieran si aceptaban el evangelio. La doctrina está mejor expresada en una revelación dada a nuestro Profeta que en cualquier otro lugar de la literatura sagrada; por lo tanto, cito esa revelación. Recuérdese que la transgresión de la ley moral—el pecado—trae consigo sufrimiento, y ahora esta revelación, dada a través del Profeta a Martín Harris, uno de los tres testigos del Libro de Mormón, reprendiéndolo por algunas de sus faltas:
“Y en verdad, todo hombre debe arrepentirse o sufrir, porque yo, Dios, soy infinito.
Por tanto, no revoco los juicios que pronunciare, sino que ayes saldrán, llanto, lamentos y crujir de dientes, sí, a aquellos que se hallen a mi izquierda.
…
Por tanto, os mando que os arrepintáis, arrepentíos, no sea que os hiera con la vara de mi boca, y con mi ira y con mi enojo, y vuestros sufrimientos sean dolorosos—¡cuán dolorosos no lo sabéis! ¡Cuán exquisitos no lo sabéis! ¡Sí, cuán difíciles de soportar no lo sabéis!”
“Porque he aquí, yo, Dios, he sufrido estas cosas por todos, para que no tuvieran que sufrir si se arrepintiesen;
“Mas si no se arrepienten, tendrán que sufrir lo mismo que yo,
“Cuyo sufrimiento me hizo a mí mismo, Dios, el más grande de todos, temblar a causa del dolor, y sangrar por cada poro, y padecer tanto en cuerpo como en espíritu; y desear que no tuviera que beber la amarga copa y encogerme—
“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí y terminé mis preparativos para con los hijos de los hombres;
“Por tanto, os mando otra vez que os arrepintáis, no sea que os humille con mi omnipotente poder, y que confeséis vuestros pecados, no sea que sufráis estos castigos de los cuales os he hablado, de los cuales, en lo más mínimo, sí, aun en el más leve grado, habéis probado cuando retiré mi Espíritu.”
Presumo que la experiencia de Martín Harris, aquí descrita, ha sido por lo menos la experiencia suficiente de todo hombre y mujer maduros—que saben que este testimonio es verdadero, es decir, que el pecado produce sufrimiento—dolor, angustia del corazón; y cuando el Espíritu del Señor se retira y la oscuridad, como negrura de noche, inunda el alma del hombre, y el sol de justicia parece ocultarse para él, entonces se le hace sentir lo que significa pecar contra la ley de Dios tal como ha sido revelada a su alma. Cuando piensas en la amargura de ese sufrimiento personal, no te maravillarás de que, cuando la pesada carga del pecado del mundo entero descansó sobre el Hijo de Dios en Getsemaní—ciertamente no te maravillarás de que sudara grandes gotas de sangre en su agonía; ni te asombrarás de su sufrimiento en la cruz.
Ahora bien, decimos que la transgresión de la ley moral resulta en sufrimiento. Es posible que los inocentes sufran por los culpables, y mediante el acto voluntario del Cristo, él tomó sobre sí tus pecados y los míos, si tan solo queremos ser comprados por el precio que pagó por nosotros. Él ha sufrido para que nosotros no tuviésemos que sufrir, si tan solo obedeciésemos su ley de aquí en adelante.
La expiación de Cristo, tanto por la transgresión de Adán como por los pecados individuales de los hombres, introduce en la economía moral de Dios el elemento de la misericordia, y del amor de donde la misericordia brota. Para dar lugar a la misericordia, sin embargo, fue necesario que la justicia quedara satisfecha; de ahí la expiación. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.” Este sacrificio del Cristo es la manifestación de ese amor de Dios que une en relaciones de simpatía a todas las inteligencias del universo; por el cual sufren no solo los unos con los otros y a causa de los otros, sino también, cuando es necesario, los unos por los otros. Esta es la doctrina de la expiación de Cristo; estas son las buenas nuevas de salvación, el evangelio de Jesucristo. Tú puedes ser rescatado, yo puedo ser rescatado, del sufrimiento que viene del pecado, por medio de la expiación vicaria del Cristo.
Y para que las fuerzas de esa expiación se apliquen a nosotros, manifestamos nuestra aceptación de este medio de salvación por medio de nuestro arrepentimiento del pecado, y al entrar en las aguas del bautismo, en el gran elemento purificador del mundo, donde somos sepultados con Cristo a semejanza de su propia sepultura; y luego salimos del sepulcro acuático a semejanza de su gloriosa resurrección; y así como él despertó a una nueva vida física mediante la resurrección, así también nosotros podemos salir del bautismo a una nueva vida espiritual. También completamos el bautismo mediante la aplicación del elemento purificador, el bautismo del Espíritu Santo—semejante a un bautismo de fuego. El Espíritu de Dios es impartido así a nuestro espíritu, lo que significa que nuestras vidas quedan unidas con la vida de Dios; por el cual su sabiduría puede estar a nuestro servicio; por el cual su fuerza puede ser nuestra fuerza; su gloria, nuestra gloria. De este modo los hombres pueden unirse con Dios mediante estos símbolos tan hermosos y santos del evangelio de Jesucristo.
Luego, para mantener constantemente ante nosotros estas lecciones objetivas, y para recordar el precio que fue pagado por la posibilidad de nuestra redención del pecado, con frecuencia participamos de los emblemas del cuerpo y de la sangre de Cristo, mediante los cuales renovamos convenio, mediante los cuales renovamos la vida espiritual, y así mantenemos nuestra comunión con Dios, para que la sangre de Cristo nos limpie de todo pecado.
Esto, en parte, constituye el cuerpo de nuestra doctrina. Este es el grandioso plan de la salvación del hombre y la filosofía que lo sustenta. Esta es nuestra doctrina respecto al universo, respecto a la existencia de inteligencias dentro de él, el propósito de la vida terrenal del hombre, y el medio provisto para la redención del hombre de las consecuencias de la transgresión de la ley implicada en esa vida terrenal. Juzgad vosotros, en este día, si un cuerpo de doctrina como este no merece algo más que “el frío respeto de una mirada pasajera.”
V.
La Paz.
Comentarios en la “Reunión por la Paz,” celebrada en el Tabernáculo de Salt Lake, el domingo por la tarde, 16 de mayo de 1909, después de un discurso del élder W. W. Riter sobre el tema de la “Paz Universal.”
I.
La bienaventuranza de la paz.
“Y él [Jehová] juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra.”
Este es el pasaje de las Escrituras al que se refirió el élder Riter como siendo, tal vez, el que más se repetirá hoy que ningún otro pasaje de las Escrituras; porque en nuestra propia tierra, y en otras tierras cristianas, este día está dedicado a la promoción de la paz; a la sugerencia de formas y medios mediante los cuales el arbitraje pacífico pueda sustituir el terrible arbitrio de la guerra en la resolución de las dificultades internacionales.
Presumo que no hay nadie que no ame la paz. Recordamos, por supuesto, la exhortación del Salmista de “buscar la paz y seguirla.” Recordamos, en esta ocasión, el cántico de los ángeles en el nacimiento del Cristo, cuando la esperanza de Isaías, en una nueva forma, fue expresada en el canto de los ángeles en las colinas de Judea: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” Pienso que, de todas las salutaciones que jamás se hayan dirigido al hombre, la más hermosa es aquella salutación de Cristo, después de su resurrección, al encontrarse con sus discípulos: “¡La paz sea con vosotros!” Esta llegó a ser después la salutación universal cristiana: “¡La paz sea con vosotros! … Él [el Cristo] nos ha llamado a la paz,” es la declaración de Pablo. Y otra vez: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.” De la sabiduría se dice:
“Sus caminos son caminos deleitosos,
y todas sus veredas paz.”
De todas estas expresiones aprendemos, por supuesto, lo deseable, lo bello y lo lleno de gracia que es la paz—“paz en la tierra, y hacia los hombres buena voluntad.” Extraño, en verdad, sería el espectáculo de un hombre que se expresara a favor de la guerra en vez de la paz. La paz es la madre de la abundancia; la nodriza de las ciencias y de las artes; porque sin paz estas cosas no pueden abundar. La paz es esencial para el progreso de las naciones; alguien la ha llamado la “salud tranquila de las naciones.” Todo impulso del corazón y toda deducción de la mente razonable alinearía a todos los hombres del lado de la paz. El buen sentido la exige; la prosperidad y el progreso de las naciones la demandan. Yo doy mi voz por la paz.
Pero en nuestra contemplación de este tema, hay otras cosas que, pienso, deben ser consideradas. No debemos olvidar que existe tal cosa como la “paz innoble.” La ha habido en el pasado, y puede haberla en el futuro, así como también existen las llamadas “guerras honorables.” Hay algunas cosas en este mundo que no pueden ser arbitradas. Un ladrón, por ejemplo, entra en tu hogar, y llena su bolsa con tus objetos de valor—tus joyas, tu dinero, el producto de tu frugalidad e industria—y cuando lo atrapas con las manos en la masa, tal vez no deje caer su bolsa y proponga arbitraje. No puedes arbitrar el caso; debe ser apresado y llevado ante los tribunales, y recibir el castigo debido a su crimen. La comunidad debe ser protegida contra tales personajes.
Es igualmente cierto que hay asuntos internacionales que no pueden ser arbitrados. Un ejército no puede invadir nuestro territorio y, mientras lo ocupa aún, proponer el arbitraje de las diferencias entre nosotros. No soportaremos la presencia del invasor. Debe ser expulsado de la patria. Hasta que lleguemos a una base de justicia asegurada en los asuntos personales y en los asuntos nacionales, el mundo no puede esperar prescindir de la fuerza que puede exigir y asegurar justicia. La mera existencia de la ley implica fuerza. El gran Napoleón, quien aún será reconocido más como un estadista que como guerrero, dijo una vez: “Vuestras leyes no son más que nulidades sin la fuerza necesaria para hacerlas respetar.” La ley implica pena; la pena implica fuerza; la fuerza, en su último análisis, significa ejércitos y armadas, y no hay escapatoria a esta conclusión.
Mientras que Dios es descrito como un Dios de justicia, también se le describe como un Dios de batallas: y tenemos varios ejemplos nombrados en las Santas Escrituras, donde Dios justificó la guerra—a pesar de todos los horrores que la acompañan. Hay cosas peores que la guerra, y hay cosas incluso mejores que la paz. La justicia es mejor que la paz; y sin justicia, estad seguros, no podéis tener una paz duradera. La guerra es horrible, pero la esclavitud es peor. La privación de vuestros derechos, del derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad—ser privado de esto es peor que la guerra; y tales cosas valen todo lo que cueste mantenerlas, dignas de todo lo que incluso una guerra nos costaría mantenerlas.
II.
El Dios de las Batallas.
Quedé muy impresionado, hace muchos años, al leer el relato de Josué cuando estaba tomando posesión de la tierra que Dios había dado a la raza hebrea. Al acercarse a Jericó, en los primeros días de sus conquistas, en una ocasión observó a un extraño que se acercaba con la espada desenvainada en la mano; y Josué se dirigió a él y dijo: “¿Eres de los nuestros, o de nuestros adversarios? … No,” respondió este glorioso personaje, “mas como príncipe del ejército de Jehová he venido ahora;” y Josué cayó a sus pies y lo adoró sin reproche, reconociéndolo como señor, e inquirió qué quería que hiciera; y la persona divina—porque no era menos que eso—exigió al guerrero Josué quitarse las sandalias de los pies, porque estaba sobre tierra santa. ¡Qué diferente este incidente de aquel en que un ángel apareció a Juan, el amado discípulo, y Juan, abrumado por el resplandor del ángel, cayó y lo adoró, o lo habría hecho, pero el ángel lo levantó rápidamente y dijo: “Mira, no lo hagas, porque yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que tienen el testimonio de Jesús; adora a Dios.” Pero en el caso de Josué, al inclinarse ante este personaje con la espada desenvainada en la mano, “Príncipe de los ejércitos de Jehová,” no fue detenido en su adoración; lo que nos demuestra que este personaje era más que un ángel—que era divino. ¿Qué, Deidad? Sí; ¿y por qué, si no, fue adorado por Josué? Nuevamente, está escrito en las Escrituras:
“Los hijos de Rubén, y los gaditas, y la media tribu de Manasés … pelearon contra los agarenos … y fueron ayudados contra ellos, y los agarenos fueron entregados en su mano; porque clamaron a Dios en la batalla, y él fue favorable a ellos, porque en él confiaron. Y cayeron muertos muchos, porque la guerra era de Dios.”
Estos incidentes representan, en verdad, a Dios como un Dios de batallas. Sé que se dice que “la guerra es un infierno,” y por lo tanto, desde ese punto de vista, algunas personas pueden pensar que Dios tiene poco o nada que ver con la guerra; pero aquí puedo decir que comparto las ideas de su Gracia, el Arzobispo de Armagh, quien, en un poema publicado hace algunos años, dijo:
“Dicen que ‘la guerra es un infierno,’ la ‘gran maldición,’
El pecado imposible de perdonar—
Sin embargo, puedo mirar más allá de ella en su peor momento,
Y aún encontrar azul en el cielo.
Y cuando noto cuán noblemente las naturalezas se forman
Bajo la roja lluvia de la guerra, lo creo cierto,
Que aquel que hizo el terremoto y la tormenta,
Quizás hizo también las batallas.
Así como las muchas llamas de colores del cielo
Al atardecer no son sino polvo en rico disfraz—
El polvo ascendente del terremoto,
En la batalla enmarca las pinturas de Dios en los cielos.”
III.
La Justicia como Base de la Paz.
Verán, por lo que he dicho aquí, que aunque me interesa este tema de la paz y creo en ella, tengo poca simpatía con la histeria que a veces acompaña a quienes la promueven. Si el mundo quiere paz—muy bien; el mundo puede tenerla; pero esa paz mundial que ha sido el sueño de profetas y sabios debe tener como fundamento la justicia. No hay expresión más hermosa que esta: “La justicia y la paz se besaron”; y la paz vale poco hasta que ha sido besada por la justicia. Hagan de la justicia universal el fundamento de la paz universal, y la paz quedará asegurada.
¿Y podemos esperar esa paz universal? Por supuesto que sí. Ha sido prometida al mundo por la sabiduría divina, y su palabra no fallará; pero cuando llegue la paz universal, será porque la justicia se habrá establecido y porque la rectitud estará asegurada. Así que aquellos de nosotros que estamos interesados en establecer la paz internacional—la paz universal—debemos proceder buscando establecer justicia y rectitud, tanto a nivel personal como nacional.
Ya se ha avanzado de manera maravillosa en esa dirección. Ya podemos ver despuntar el alba sobre las colinas del oriente, que nos da la seguridad del día venidero de paz del que hablaron los profetas. El élder Riter ha trazado para nosotros algunos de los desarrollos de este progreso. Yo creo que, en los tiempos modernos, nuestros avances hacia él han sido casi a pasos agigantados. Fue en 1815 cuando se organizó la primera sociedad de paz en el mundo. Esa organización se efectuó en los Estados Unidos, inmediatamente después del cierre de la desafortunada guerra de 1812, nuestra última guerra con Gran Bretaña—¡ruego a Dios que sea, en verdad, la última!
Las circunstancias de esa guerra—la pena de ver a pueblos de la misma raza y de la misma religión envueltos en un conflicto mortal; y además, la desgracia de que la gran batalla terrestre principal se librara quince o veinte días después de que la paz entre las dos naciones ya había sido firmada—todo esto creó un fuerte sentimiento contra guerras de esa índole, guerras entre pueblos tan estrechamente vinculados por intereses, sentimientos y religión—¡era como hermano contra hermano!
Y la gran guerra intestina entre los estados americanos presentó al mundo un cuadro aún más triste, y creó un sentimiento todavía más fuerte a favor de la paz. Así comenzó el movimiento pacifista a partir de esas circunstancias; y de aquellos comienzos locales, creció hasta convertirse en un movimiento nacional; y hoy es internacional.
En 1899 tuvimos la felicidad de ver establecido el primer gran tribunal internacional permanente de arbitraje, el inicio del cumplimiento de aquel sueño de los profetas: el establecimiento del parlamento universal del mundo, la federación de las naciones. Las principales naciones de Europa y América enviaron delegaciones a La Haya ese año, y allí se estableció ese tribunal permanente de arbitraje, que ya ha resuelto unos doce casos internacionales, y que tiene aún varios casos pendientes. Esto es un progreso más allá de lo que los hombres soñaban hace apenas un cuarto de siglo.
Pero estas cosas crecen lentamente. No debemos asombrarnos si el movimiento que finalmente estableció ese tribunal internacional permanente de arbitraje avanzó despacio. “Las constituciones,” dice una autoridad en derecho civil, “no se hacen—crecen.” Surgen de la larga experiencia de los pueblos. Se forjan sobre el yunque de la experiencia humana.
Tomen una sola nación, un pueblo homogéneo: ¡qué lento ha sido, en los siglos pasados, el proceso para llegar a resolver las cuestiones relativas a los derechos civiles de las personas, a sus derechos políticos bajo la ley! ¡Qué despacio han aprendido los individuos que la verdadera libertad es la libertad bajo la ley, y no la licencia de hacer lo que a uno le place, sin considerar los derechos de los demás!
Pueden estar seguros de que si una nación o una raza ha avanzado lentamente en estas cuestiones cuando el pueblo era homogéneo, cuando su civilización era idéntica, cuando sus aspiraciones eran de un mismo carácter—entonces, con mayor razón, las naciones de distintas razas, civilizaciones, tradiciones y temperamentos avanzarán aún más despacio y requerirán más tiempo para conformar su conducta a un derecho internacional cuyo objetivo sea dispensar justicia entre las naciones.
Aun así, podemos esperar que este movimiento hacia un reconocimiento de la justicia internacional y de la paz universal sea más rápido que en edades pasadas en lo relativo a reformas y progresos nacionales, ya que vivimos en una era caracterizada por la difusión del conocimiento y por un círculo de inteligencia en constante expansión.
En este pasaje que les he leído, hay algo a lo que quiero llamar su atención, que solemos pasar por alto, y es lo siguiente: “Y Él [Jehová] juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos,” etc. ¡Noten eso! Jehová “juzgará entre las naciones”; luego viene la promesa de convertir las espadas en rejas de arado, y las lanzas en hoces. ¿Cuándo? Cuando Jehová juzgue entre las naciones—cuando su ley, cuya esencia misma es la justicia, sea observada y honrada por las naciones; entonces podremos esperar el cumplimiento del sueño del profeta—y no antes.
Y cuando el sueño de los poetas y sabios se cumpla, y la federación de naciones sea una realidad, y exista el parlamento mundial—¿qué ocurrirá entonces? Pues incluso entonces descubrirán que la ley implica fuerza para obligar a la obediencia, y que esa fuerza, en último análisis, significa ejércitos, armadas—¡guerra! Así que, ¿cuándo será removido el mundo de la posibilidad de la guerra? No lo sé. Mi juicio es que necesitaremos tribunales, policías, ejércitos, armadas—la encarnación misma de la fuerza—mientras exista en individuos, grupos, comunidades o naciones la disposición de recurrir a actos de injusticia, de violar la ley, de satisfacer la inclinación del hombre de agredir a su semejante. Estas cosas deben ser contenidas; y, en algunos casos, sólo la fuerza es el medio por el cual pueden ser contenidas; de modo que los medios para la aplicación de la ley, en la medida en que puedo ver, deben existir mientras exista la ley.
Bien, ¿no es esta una visión poco alentadora para la paz internacional—para la paz universal? Leo en mis Escrituras que incluso hubo guerra en el cielo; y no sé si no habrá guerras futuras en otros cielos—estoy seguro de que las habrá, si hay rebelión contra la ley, la justicia y el buen orden; y eso se proyectará hacia el futuro, así como fue una realidad en el pasado. ¿No ven, entonces, que la conclusión de todas nuestras reflexiones sobre el tema simplemente significa que deben existir rectitud y justicia, o no habrá paz? No puede haber paz sin justicia. Ni los dioses ni los hombres han podido tener paz en el pasado, ni siquiera en el cielo, aparte de estos principios; y lo que fue cierto en el pasado, creo que probablemente lo será en el futuro.
En cuanto al dolor que las guerras nos traen—apenas sé qué decir al respecto. Pero aun las penas tienen su misión en este mundo; y el sufrimiento tiene su propósito. Creo que todo cristiano que entienda correctamente el evangelio de Jesucristo valorará mucho más la salvación que recibe, precisamente por lo que costó—el sudor de sangre del Cristo en Getsemaní, así como sus sufrimientos en el Calvario. Creo que un hombre debe valorar las libertades que disfruta mucho más por el terrible precio que se pagó por ellas. Leo en nuestro Libro de Doctrina y Convenios que Dios inspiró a los padres de nuestra república a establecer la Constitución de nuestro país—los Estados Unidos; y nos dice que Él “redimió la tierra con el derramamiento de sangre.” ¿Acaso esas batallas del pasado, esos sufrimientos y sacrificios de generaciones pasadas, no tienen valor? Yo aprecio las libertades de nuestra época y la civilización de nuestros tiempos, no solo por el valor que tienen en sí mismas, sino también por el precio que las generaciones anteriores pagaron por ellas. Se santifican mediante el sufrimiento y el sacrificio que ha sido necesario para alcanzarlas.
El Padre Ryan expresó unos sentimientos que comparto, y voy a leérselos. Se dice—no recuerdo ahora quién lo dijo—que “los calvarios y los crucifijos son los que más profundamente marcan a la humanidad—los triunfos de la fuerza son pasajeros, se desvanecen y se olvidan—los sufrimientos de la Verdad quedan grabados con más hondura en los anales de las naciones.” Yo no creo que todo el sufrimiento del pasado se haya desperdiciado, de ninguna manera:
«¡Las coronas de rosas se marchitan; las coronas de espinas perduran!»
Y ahora este poema:
LA TIERRA CON RECUERDOS
«¡Sí! Dame una tierra donde se extiendan las ruinas,
Y donde los vivos caminen con cuidado sobre los corazones de los muertos;
Sí, dame una tierra bendecida por el polvo,
Y brillante con las obras de los justos oprimidos!
Sí, dame la tierra que tenga leyenda y cantares
Que guarden los recuerdos de días ya idos;
Sí, dame la tierra que tenga historia y canción,
Que relate la lucha del Bien contra el Mal;
Sí, dame la tierra con una tumba en cada sitio,
Y nombres en las tumbas que no serán olvidados;
Sí, dame la tierra de los escombros y las tumbas,
¡Hay grandeza en las tumbas—hay gloria en la penumbra!
Pues del pesar nace el brillo futuro,
Y las tumbas de los muertos, cubiertas de hierba,
Podrán ser el escabel del trono de la Libertad,
Y cada ruina en el sendero de la Fuerza,
¡Será aún una roca en el Templo de la Verdad!»
Ahora bien, tengamos paz, aun si debemos luchar por ella—y, en mi opinión, por algún tiempo más, si quieren tener paz, será porque estarán preparados para luchar por ella; y cuando se establezca el gran gobierno central—la federación mundial de naciones—necesitará de la fuerza, del poder, para obligar a los hombres a someterse a sus justos decretos. Este sueño del profeta, aquí en Isaías, se cumplirá en verdad, cuando Dios juzgue entre las naciones; porque cuando Él juzgue entre las naciones, juzgará con rectitud y con justicia; y eso asegurará la paz del mundo; y entonces nuestros armamentos nacionales ya no serán necesarios. Pero, ¿qué experiencias, nacionales e internacionales, median entre el lugar donde estamos ahora y la consecución de ese fin—quién puede decirlo? Otro profeta vislumbró ese otro aspecto de la cuestión, cuando declaró que las naciones forjarían sus arados en espadas, y sus hoces en lanzas (Joel 3:10); y es muy probable que también haya algo de esa experiencia para las naciones modernas.
Aun así, soy un hombre de paz, creo en la paz. Pienso trabajar por la paz, pero no puedo cerrar los ojos a estas realidades nacidas de la experiencia de pueblos y naciones; mas ruego a Dios que el espíritu de paz crezca en el mundo—hay gran necesidad de él; pero cuando la paz llegue a ser universal y permanente, tengan por seguro que lo será porque la rectitud y la justicia habrán sido establecidas en el mundo.
VI.
Las misteriosas armonías de la gran república.
Una exposición de la idea de que Dios tuvo parte en la fundación del gobierno de los Estados Unidos y dirige sus destinos.
(Discurso del 4 de julio en Spanish Fork, 1908.)
I.
Introducción.
Señor presidente, damas y caballeros: Aprecio el honor que me han hecho al invitarme a venir a su hermosa y próspera ciudad para expresarles en este día algunos pensamientos que la ocasión sugiere. Creo que está bastante generalizada la opinión de que la antigua manera de celebrar el 4 de julio, como muchas otras costumbres de antaño, está quedando en desuso.
Los trece cañonazos al amanecer, el izamiento de la bandera, la reunión temprana del pueblo, el desfile a pesar del calor y el polvo, la lluvia o el lodo, la representación de los trece estados por trece señoritas—todas hermosas; la reunión del pueblo en la arboleda, la oración del capellán, la lectura de la Declaración de Independencia, con todos sus graves cargos contra el rey Jorge III intactos; y, sobre todo, el largo, serio y fatigoso discurso del “orador del día”: todo esto va quedando atrás, y solemos celebrar el natalicio de nuestra nación con ceremonias menos imponentes; y ante este cambio, en lo personal, me he sentido plenamente reconciliado. Tan reconciliado, de hecho, que había tomado una resolución de no participar nunca más en aquellos métodos anticuados de celebración; de no infligir jamás a mis conciudadanos otro discurso de 4 de julio, tan a menudo mal llamado “oración”.
Pero al recibir la muy halagadora invitación de su comité para dirigirme a los buenos ciudadanos de Spanish Fork, cambió el rumbo de mi pensamiento, y se me ocurrió que, en este tiempo particular, la ocasión podía brindar la oportunidad de expresar ideas que, estoy seguro, el pueblo de su ciudad, y en verdad el pueblo de todo nuestro estado, harían bien en considerar. Y así, aquí estoy, para aventurar unas pocas palabras, que espero resulten de interés a los aquí reunidos, y sin ofender a nadie.
El milagro de los logros americanos.
Creo que ningún hombre inteligente puede contemplar lo que los Estados Unidos de América han logrado en los últimos ciento treinta y seis años sin sentirse sobrecogido por la certeza de que lo alcanzado es fruto de algo más que del simple esfuerzo humano sin ayuda.
El establecimiento, la conservación y la expansión de las instituciones libres hasta culminar en el triunfo del autogobierno pacífico y permanente del pueblo; la ampliación de nuestras fronteras desde los Grandes Lagos hasta el golfo, desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico; las victorias sobre el desierto; la maravillosa expansión de la civilización; las contribuciones que hemos hecho a la civilización misma; los triunfos del intelecto sobre las cosas materiales; la práctica aniquilación de las distancias; la red de ferrocarriles, transcontinentales y locales, acompañada de la red de telégrafos que pone en comunicación inmediata todas las partes de nuestra tierra, y con todo el mundo; la multiplicación de artefactos mecánicos que liberan al hombre de gran parte de las faenas de la vida; el asombroso incremento de las comodidades y conveniencias de la vida humana, en el campo, en los pueblos, en las ciudades y en la nación; el progreso general en la vida intelectual, moral y espiritual; la ampliación de nuestras oportunidades educativas y la amplia difusión del conocimiento entre el pueblo; el aumento entre la gente, si no de patriotismo, al menos de confianza en la permanencia y el éxito de nuestro sistema de gobierno—todos estos triunfos, repito, proclaman una fuerza superior a la de la sola sabiduría humana, como la potencia que fundó y ha dirigido los destinos de nuestro país hacia la consecución de todo esto.
Por algún sabio propósito, aún por revelarse con mayor claridad, a través de las tramas y las contratrama de los hombres, siento que Dios está desarrollando las misteriosas armonías que conformarán la historia de nuestra gran república. Es esta idea la que quiero destacar hoy: la idea de que Dios tuvo parte en la fundación de nuestra nación y que ha dirigido hasta aquí su curso. Y me siento tanto más libre de abordar este tema hoy porque creo que me dirijo a quienes, en términos generales, aceptan este punto de vista.
II.
La inspiración de los fundadores de la Constitución estadounidense.
El siguiente pasaje se encuentra en un libro que muchos de nuestros conciudadanos aceptan como escritura, y que representa a la Deidad diciendo:
“No es justo que un hombre esté en servidumbre a otro. Y con este fin establecí la constitución de esta tierra [los Estados Unidos] por medio de hombres sabios a quienes levanté para este propósito, y redimí la tierra por el derramamiento de sangre.”
(Doctrina y Convenios, Sección 101)
Creo que esta doctrina puede sostenerse de dos maneras:
Primero, haciendo referencia a los sucesos históricos de la revolución americana, en cuyos dolores de parto nació nuestra nación.
Y segundo, por medio de un análisis de los principios de la constitución sobre los cuales se funda nuestra nación.
Naturalmente, la consideración de estas dos ramas del tema debe ser muy limitada. Comencemos con la primera proposición.
Hace ciento treinta y seis años, cuando los patriotas americanos reunidos en Filadelfia firmaron la Declaración de Independencia, existían trece colonias, en rebelión contra Gran Bretaña, extendidas a lo largo de la costa atlántica, desde Massachusetts hasta Georgia. A grandes rasgos, la población no llegaba a los tres millones. No eran un pueblo militar. Eran una población agrícola y de frontera. La tarea inmediata que tenían por delante, en lo económico, era la sumisión del desierto. No contaban con grandes depósitos de pertrechos de guerra, ni estaban bien provistos de armas. Su comercio era primitivo y dependía del favor y la marina de la nación contra la cual estaban en guerra. No tenían grandes genios militares entre ellos, y desde el punto de vista de quienes creen que Dios pelea del lado de quienes tienen los ejércitos más grandes y mejor preparados y la artillería más pesada, la lucha por la existencia nacional independiente parecía desesperada.
A los ojos de muchos colonos, era una esperanza ilusoria este sueño de independencia. Estaban a punto de medir fuerzas con uno de los imperios más formidables del mundo. Una nación lista y armada en todos los frentes; “sus navíos,” como dijeron algunos de los principales hombres de Virginia, “surcaban triunfantes todos los mares; sus ejércitos nunca marchaban sino a la victoria segura.” ¿Cuál podría ser el resultado de un conflicto semejante, sino que las colonias serían presa fácil de Gran Bretaña, y la rebelión terminaría convirtiendo en un derecho firme e indudable por conquista el “derecho” que el parlamento británico entonces reclamaba de gravar impuestos a América sin representación?
El mero hecho de que las colonias triunfaran frente a tales probabilidades adversas, al conquistar su independencia, necesariamente argumenta el apoyo de un poder sobrehumano que interviene en los asuntos de las naciones. Y cuando se consideran los medios secundarios por los cuales la victoria finalmente fue asegurada a las colonias, tanto más evidente se hace el hecho de la intervención divina.
La mente escéptica, reacia a tal fe, naturalmente diría que la victoria de las colonias se logró porque Francia y España, antiguos enemigos de Gran Bretaña, y Holanda, su celoso rival por el comercio mundial, se unieron a las colonias americanas en la guerra contra Gran Bretaña, y que esas naciones, más que los ejércitos coloniales, ganaron para las colonias su independencia. Para mí, sin embargo, es precisamente aquí donde la interposición de la providencia divina se hace más evidente; y hallo mi creencia expresada con más acierto por uno de los más distinguidos historiadores estadounidenses, Marcus Wilson, quien, comentando sobre el tratado de paz firmado por Gran Bretaña, Francia, España, Holanda y los Estados Unidos, dijo:
“Esto cerró la guerra más importante en la que Inglaterra jamás se había involucrado—una guerra que surgió enteramente de su trato mezquino hacia sus colonias americanas. El gasto de sangre y tesoro que esta guerra costó a Inglaterra fue enorme; ni siquiera sus antagonistas europeos sufrieron mucho menos severamente. Los Estados Unidos fueron el único país que pudo esperar resultados beneficiosos de la guerra, y estos fueron ordenados por una extraña unión de motivos y principios opuestos, sin igual en los anales de la historia. Francia y España, los déspotas arbitrarios del viejo mundo, se erigieron como protectores de una república naciente, y se habían combinado, contrariamente a todos los principios de su fe política, para establecer las libertades emergentes de América. No fueron más que instrumentos ciegos en las manos de la providencia, empleados para ayudar en la formación de una nación que habría de cultivar esas virtudes republicanas que estaban destinadas aún a regenerar al mundo sobre los principios de la inteligencia universal, y finalmente a derrocar el gastado sistema de la usurpación tiránica de los pocos sobre los muchos.”
A esta expresión de mi fe, espero no añadir nada. Sí deseo, sin embargo, además de la evidencia ya presentada sobre la idea de la interposición de la providencia en los sucesos que llevaron al establecimiento de nuestra nación, llamar su atención al hecho de que algunos de los grandes líderes estadounidenses del período revolucionario tuvieron una previsión casi perfecta de todos estos acontecimientos que la historia registra como cumplidos. Entre estos hombres inspirados, que muchos de ustedes creen que Dios levantó para fundar la constitución de nuestro país, ciertamente no hubo ninguno más inspirado que el gran orador de Virginia, Patrick Henry.
El señor Wirt, su biógrafo, llama la atención sobre un hecho de su historia que parece haber sido extrañamente pasado por alto por quienes hablan de este gran hombre y de las contribuciones que hizo a la causa general de la libertad en nuestra tierra. El señor Wirt nos relata una conversación que tuvo lugar en la residencia del coronel Samuel Overton, en Virginia, en presencia de varios caballeros prominentes, que es tan claramente profética que no encontrarán en Isaías, ni en Miqueas, ni en Amós, ni en ninguno de los profetas judíos, un pasaje que la supere en claridad profética. Citaré el incidente tal como lo relata el señor Wirt, quien lo recibió del señor Pope, y lo registra en su excelente biografía de Patrick Henry:
“Fui informado por el coronel John Overton que, antes de que se derramara una sola gota de sangre en nuestra contienda con Gran Bretaña, se encontraba en casa del coronel Samuel Overton, en compañía del señor Henry, el coronel Morris, John Hawkins y el coronel Samuel Overton, cuando este último preguntó al señor Henry: ‘¿Cree usted que Gran Bretaña llevará a sus colonias a los extremos? Y si así lo hiciera, ¿cuál piensa que sería el resultado de la guerra?’ Entonces el señor Henry, después de mirar a su alrededor para ver quiénes estaban presentes, se expresó confidencialmente ante la compañía de la siguiente manera:
‘Ella nos llevará a los extremos; no habrá arreglo; las hostilidades comenzarán pronto, y será una prueba desesperada y sangrienta.’
‘Pero,’ dijo el coronel Samuel Overton, ‘¿cree usted, señor Henry, que una nación tan incipiente como la nuestra, sin disciplina, sin armas, sin municiones, sin barcos de guerra, ni dinero para obtenerlos, cree posible, en tales circunstancias, oponerse con éxito a las flotas y ejércitos de Gran Bretaña?’
‘Seré franco con ustedes,’ respondió el señor Henry. ‘Dudo que podamos, solos, enfrentarnos a una nación tan poderosa. Pero,’ continuó (levantándose de su silla con gran animación), ‘¿dónde está Francia? ¿Dónde está España? ¿Dónde está Holanda?—los enemigos naturales de Gran Bretaña. ¿Dónde estarán ellos todo este tiempo? ¿Suponen que permanecerán como espectadores ociosos e indiferentes de la contienda? ¿Acaso Luis XVI estará dormido durante todo este tiempo? ¡Créame, no! Cuando Luis XVI esté convencido, por nuestra seria oposición y por nuestra Declaración de Independencia, de que toda perspectiva de reconciliación se ha perdido, entonces, y no antes, nos proveerá de armas, municiones y vestimenta; y no solo de esto, sino que enviará sus flotas y ejércitos a pelear nuestras batallas; formará con nosotros un tratado ofensivo y defensivo contra nuestra madre antinatural. ¡España y Holanda se unirán a la confederación! ¡Nuestra independencia será establecida! ¡Y tomaremos nuestro lugar entre las naciones de la tierra!’
Aquí concluyó; y el coronel John Overton dice que jamás olvidará la voz y la manera profética con que estas predicciones fueron pronunciadas, y que después se han cumplido tan literalmente. El coronel Overton dice que, al oír la palabra independencia, la compañía pareció sobresaltada; pues nunca antes habían escuchado algo semejante ni siquiera insinuado.”
Creo que este pasaje por sí solo, cuando se forme la lista de los “profetas americanos,” colocará a este primer hombre de nuestro período revolucionario en un lugar destacado de esa lista, y aún tendremos ocasión de sentirnos tan orgullosos de nuestros profetas americanos como los judíos de los suyos.
De otras manifestaciones de inspiración en los hombres que guiaron los consejos de nuestra nación en este período revolucionario, no puedo hablar aquí en detalle. Sin embargo, es motivo de orgullo que su sabiduría fuera reconocida por amigos al otro lado del mar. Del primer congreso continental, el conde de Chatham, en la Cámara de los Lores de Gran Bretaña, dijo:
“Debo declarar y afirmar que, en toda mi lectura y estudio de la historia (y ha sido mi estudio favorito—he leído a Tucídides y he estudiado y admirado a los grandes estados del mundo), en cuanto a solidez de razonamiento, fuerza de sagacidad y sabiduría de conclusión, bajo una complicación tal de circunstancias, ninguna nación o cuerpo de hombres puede preferirse al congreso general de Filadelfia.”
¿De dónde obtuvieron estos hombres la sabiduría que desafió la admiración del primer estadista de Gran Bretaña y de su época, un hombre de gigantescos poderes intelectuales, de integridad incorruptible, que consagró las grandes facultades de su mente al servicio de su país? ¿Podría el desierto impartir tantos conocimientos sobre principios de gobierno y de estadismo como los que se manifestaron en los consejos de aquellos colonos, manufactureros y comerciantes estadounidenses? ¿Qué libros existían de los que pudieran aprenderlos? ¿Fue acaso el genio de la tierra que habitaban el que les enseñó el arte de gobernar? ¿Fue el espíritu de libertad que se cernía sobre el país, sobre lago, río y bosque, buscando su autoexpresión a través de ellos? ¿Acaso las olas salvajes del Atlántico, al romper contra los guijarros de la escarpada costa de Nueva Inglaterra, entonaban himnos de sabiduría cívica en sus almas? Dejad que los poetas y novelistas lo atribuyan a la fuente que quieran; para mí fue la inspiración de Dios la que tocó sus espíritus y les dio entendimiento.
Y no solo fue esa inspiración sabiduría para los consejos americanos, sino que también inspiró valor en presencia de la derrota y paciencia que enseñó a sus ejércitos a esperar su victoria. Dio esperanza y serenidad al espíritu turbulento de Washington, y fe y confianza a sus compañeros de armas. Mantuvo vivos los fuegos del patriotismo en el corazón del soldado raso y tranquilizó los temores de los seres queridos que quedaban para velar por los hogares durante la ausencia de esposos, padres e hijos. Influyó en todas las fases de la gran lucha hasta que “el sol de Yorktown se levantó sobre la bandera extendida de una nación, sobre la libertad conquistada de una nación.” Y la nación de los Estados Unidos comenzó esa carrera cuyos logros son la admiración y el asombro del mundo.
III.
Las cosas singulares en el gobierno estadounidense.
Pasemos ahora a considerar la segunda proposición; a saber, que la inspiración de quienes fundaron nuestra constitución puede sostenerse mediante un análisis de los principios sobre los que se erige nuestro gobierno. Que existieron repúblicas, e incluso repúblicas federadas, antes de la nuestra, no cabe duda; que la justicia del principio de gobierno por el pueblo había sido reconocida por maestros de la ciencia del gobierno civil es igualmente cierto; pero nunca antes en la historia del mundo se había desarrollado un sistema de gobierno tan altamente complejo, ni ninguno en el que hubiera tal equilibrio y ajuste justo de poderes, como lo admitiría cualquier estudiante de historia y de derecho constitucional.
En primer lugar, la división del poder soberano del gobierno en tres departamentos coordinados e independientes, tanto en los estados como en la nación—el ejecutivo, el legislativo y el judicial—es más acentuada que en cualquier otro gobierno jamás establecido. Luego, en la división del poder soberano entre los estados y el gobierno general, nuestro sistema es único. Por un lado, el gobierno general está más limitado y, por otro lado, más extendido que en cualquier otra república fundada anteriormente. Limitado, en cuanto a que el gobierno general está restringido a los poderes expresamente conferidos por la constitución, mientras que todos los demás poderes de gobierno quedan reservados a los estados o al pueblo, respectivamente. El lado en que sus poderes están más extendidos que en cualquier confederación anterior es en esto: que se confiere al gobierno general poder para ejecutar sus propias leyes, con su propia maquinaria, y sobre todos los ciudadanos, tanto en cada estado como en todos ellos.
El filósofo francés De Tocqueville declara que el principio de nuestra república descansa sobre “una teoría completamente nueva, que puede considerarse como un gran descubrimiento en la ciencia política moderna, y para la cual aún no existe un nombre específico.” Ampliando sobre el tema, dijo:
“Esta constitución, que al principio podría confundirse con las constituciones federales que la precedieron, descansa, en verdad, sobre una teoría completamente nueva, que puede considerarse como un gran descubrimiento en la ciencia política moderna. En todas las confederaciones que precedieron a la constitución estadounidense de 1789, los estados aliados, para un fin común, acordaban obedecer las disposiciones de un gobierno federal; pero se reservaban el derecho de ordenar y realizar la ejecución de las leyes de la Unión. Los estados americanos que se unieron en 1789 acordaron que el gobierno federal no solo dictara, sino que también ejecutara sus propios decretos. En ambos casos el derecho es el mismo, pero el ejercicio de ese derecho es distinto, y esta diferencia produjo las consecuencias más trascendentales. La nueva palabra que debería expresar esta novedad aún no existe. La mente humana inventa con más facilidad cosas nuevas que palabras nuevas, y por ello nos vemos obligados a emplear muchas expresiones inadecuadas e impropias.”
Nuestra propia experiencia nacional demuestra que es la adopción de este principio en nuestro sistema de gobierno lo que aporta el elemento de fortaleza que usualmente se supone ausente en las formas republicanas de gobierno, y lo que hace posible que una república persista, sea fuerte y, al mismo tiempo, conserve la libertad del pueblo.
El principio que más nos concierne hoy en nuestras deliberaciones, sin embargo, es el gran y fundamental principio de nuestro sistema de gobierno—la “ley de leyes”, como la llama De Tocqueville—la doctrina de la soberanía del pueblo: “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.” Este principio es, por supuesto, la base no solo de nuestra república, sino de todas las repúblicas. Sin embargo, en nuestro sistema americano ha recibido mayor énfasis; ha cobrado nueva vida; se ha convertido en una realidad. No faltan escritores sobre gobierno civil que digan que este principio está activo en todos los gobiernos, y, en efecto, hasta cierto punto, eso es verdad; pero en su mayor parte, en los tiempos modernos, hasta el establecimiento de nuestro propio gobierno, este principio encontraba expresión únicamente “en los sufragios comprados de algunos satélites del poder.” En otras ocasiones “en los votos de la minoría tímida o interesada.” O bien se “descubría en el silencio del pueblo y se basaba en la suposición de que el hecho de la sumisión establece el derecho a gobernar.”
Pero en nuestro sistema este principio no es estéril ni está oculto; es reconocido por las costumbres del pueblo, así como proclamado por las leyes. “Se expande libremente y llega sin impedimento a sus consecuencias más remotas,” como sostiene De Tocqueville, y tiene aplicación directa en los asuntos de gobierno. Es un principio que saca el gobierno de las manos de unos pocos privilegiados, y reconoce el poder civil como residente en el pueblo. Derrumba la doctrina del derecho divino de los reyes para gobernar, y de los sacerdotes para intervenir, salvo en el ejercicio de sus derechos de ciudadanía en común con sus conciudadanos. Aquella declaración de nuestra Independencia que dice que “los gobiernos derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados,” puede parecer a primera vista una afirmación sin importancia, pero de ella se desprenden consecuencias tremendas, y en verdad fue revolucionaria en su carácter, tal como estaban las cosas en los asuntos políticos del Imperio Británico cuando se proclamó.
Y cuando decimos que creemos que la constitución de nuestro país fue establecida por inspiración divina, obrando a través de los hombres que la formularon, debemos recordar que estamos comprometidos con esta doctrina del gobierno por el pueblo; y para quienes sostenemos la idea de que nuestra constitución es inspirada, ese principio de nuestro gobierno es ordenado por Dios.
Al referirme a esta idea de que la constitución de nuestro país es un instrumento inspirado, a veces me inclino a pensar que no apreciamos la seriedad de esa doctrina. Somos propensos a hablar de ello con demasiada ligereza, y como si se aplicara a una masa de cosas que nunca nos hemos tomado el tiempo de analizar y considerar en detalle. Pero si realmente queremos decir lo que decimos al sostener esta visión de la constitución como un instrumento inspirado, entonces recordemos que creemos que la constitución, no solo en su conjunto, sino en sus partes, es inspirada de Dios. Es decir, fue una sabiduría divina la que reconoció el poder del gobierno civil como residente en el pueblo. En otras palabras, Dios ordena, al menos para nuestro país, que el gobierno sea por el pueblo; que el poder soberano del gobierno que ellos ordenan y establecen sea dividido en sus tres ramas coordinadas e independientes: ejecutiva, legislativa y judicial; que haya una división adicional de los poderes soberanos del gobierno entre los estados y el gobierno general; que el gobierno general esté autorizado a ejercer únicamente aquellos poderes que le son expresamente conferidos por la constitución; que el resto de los poderes soberanos del gobierno estén reservados a los estados y al pueblo, respectivamente.
La teoría de que la constitución de nuestro país es inspirada nos compromete con la doctrina de que debe haber libertad de prensa, libertad de expresión, separación de iglesia y estado, y la libertad, igualdad e independencia del ciudadano individual—todas estas cosas, en conjunto y por separado, son ordenadas por Dios; y quien infrinja cualquiera de estas cosas ordenadas por nuestra constitución inspirada, es infiel a ese orden de cosas que Dios ha establecido para nuestro gobierno por medio de una constitución inspirada.
Hay aún más en todo esto para aquellos de nosotros que creemos que la constitución es un instrumento inspirado; porque la mayoría de quienes así creemos, creemos también que el Libro de Mormón es una historia verdadera de la antigua América; y en ese libro se registra un hecho histórico que tiene una relación directa con el tema que aquí estamos considerando. Se refiere a un nuevo elemento en el gobierno por el pueblo; uno que nos convendría mucho tener en la debida consideración. Y es este: la responsabilidad personal directa que el individuo lleva consigo bajo un sistema de gobierno donde el pueblo gobierna. El incidente ocurre en el supuesto reinado de Mosíah I, en un período que corresponde con la segunda mitad del segundo siglo antes de Cristo. El viejo rey propuso a su pueblo una revolución en la forma de gobierno por la cual se abandonara la monarquía y se estableciera en su lugar la forma republicana de gobierno. Al instar esta medida revolucionaria, el buen rey dijo:
«No es común que la voz del pueblo desee algo contrario a lo que es justo; pero es común que la parte menor del pueblo desee lo que no es justo; por tanto, esto observaréis y lo haréis vuestra ley: que hagáis vuestros negocios por la voz del pueblo. Y si llega el tiempo en que la voz del pueblo escoja la iniquidad, entonces será el tiempo en que los juicios de Dios vendrán sobre vosotros; sí, entonces será el tiempo en que os visitará con gran destrucción, tal como hasta ahora ha visitado esta tierra. * * * * Y os mando que hagáis estas cosas en el temor del Señor; y os mando que hagáis estas cosas, y que no tengáis rey; que si este pueblo comete pecados e iniquidades, recaigan sobre sus propias cabezas. Porque he aquí, os digo, los pecados de muchos pueblos han sido causados por las iniquidades de sus reyes; por tanto, sus iniquidades recaen sobre las cabezas de sus reyes. Y ahora, deseo que esta desigualdad ya no exista más en esta tierra, especialmente entre este mi pueblo; sino que deseo que esta sea una tierra de libertad, para que todo hombre goce de sus derechos y privilegios por igual, mientras el Señor juzgue conveniente que vivamos y heredemos la tierra; sí, mientras cualquiera de nuestra posteridad permanezca sobre la faz de la tierra.»
El viejo rey, en este pasaje, señala la existencia de un elemento importante en el gobierno por el pueblo: el elemento moral; la responsabilidad personal directa del individuo por los males que se produzcan bajo un gobierno donde el pueblo gobierna. Pero para que este elemento de responsabilidad moral se haga efectivo en el gobierno, es lógico que cada individuo debe ser libre y no estar coaccionado en el ejercicio de sus deberes políticos, en el acto de emitir su voto. Cada individuo debe tener una voz igual en el gobierno. Todo hombre debe ser un soberano en la institución civil, y su voto debe representar la voz y el juicio de un hombre libre. Un voto no intimidado por la influencia, ni coaccionado por ningún poder en absoluto. Menos que esto traería todo el sistema de gobierno por la voz del pueblo al desprecio y al fracaso. Bajo el sistema de gobierno por el pueblo, para conservar la responsabilidad moral del pueblo en los asuntos civiles, no puede haber otro recurso que el juicio inteligente del individuo. El acto de cada hombre debe ser el acto de un hombre libre; y aquellos que corromperían el electorado de un gobierno donde el pueblo gobierna, o lo influenciarían por cualquier otra fuerza que no sea un llamamiento a la razón, destruirían este elemento de responsabilidad moral personal en el gobierno civil; y en el caso de aquellos de nosotros que aceptamos este libro del cual estoy citando—si recurriéramos a cualquier otra fuerza que no fuera la de la razón, estaríamos oponiéndonos al orden de cosas que Dios ha establecido.
Este viejo rey del que hablo manifestó sabiduría en otro aspecto. Su sugerencia de este cambio de una monarquía a una república llevaba consigo la disposición de que el cambio no entrara en vigor hasta después de su muerte. Él seguiría siendo rey mientras viviera; entonces comenzaría el gobierno por la voz del pueblo. ¿Era consciente el viejo monarca de que sería difícil inaugurar este gobierno del pueblo mientras él aún viviera? ¿Que habría quienes buscarían conocer sus deseos, luego proclamarlos, influenciar las mentes del electorado, y así seguir teniendo el gobierno de Mosíah en lugar del gobierno por el pueblo? No sé hasta qué punto estos pensamientos habrán sido los pensamientos del rey; pero ciertamente eliminó graves dificultades de la institución de su recién concebida forma de gobierno para su pueblo al posponer su inauguración hasta después de su muerte. Pues, sin duda, los deseos de alguien tan estimado, tan sabio y desinteresado, habrían tenido tal influencia que sus deseos, expresados de cualquier manera, habrían sido seguidos por el pueblo, y en cierta medida se habría frustrado el propósito de su propuesta revolución.
Estas reflexiones traen a mi memoria las palabras de un escritor estadounidense (Orville Dewey), cuyos escritos aprendí a estimar en los primeros días de mi lectura. Especialmente admiré el siguiente pasaje sobre cuál debe ser el carácter de un pueblo libre, tomado de su ensayo sobre la Vida Humana:
«La libertad, señores, es algo solemne—algo grato, gozoso, glorioso, si ustedes quieren; pero es algo solemne. Un pueblo libre debe ser un pueblo reflexivo. Los súbditos de un déspota pueden ser despreocupados y joviales si así lo desean. Un pueblo libre debe ser serio; porque tiene que realizar la mayor obra que jamás se haya hecho en el mundo—gobernarse a sí mismo. Esa hora en la vida humana es la más seria cuando pasa del control paterno a la hombría libre; entonces el hombre debe atarse a sí mismo la ley justa más fuertemente de lo que jamás lo hicieron su padre o su madre. Y cuando un pueblo deja las riendas de la autoridad prescriptiva y entra en el terreno de la libertad, ese terreno debe ser cercado con la ley; debe ser cultivado con sabiduría; debe ser santificado con oración. El tribunal de justicia, la escuela libre, la iglesia santa deben erigirse allí, para atrincherar, defender y conservar la sagrada herencia. * * * En el universo no existe confianza tan tremenda como la libertad moral; y toda buena libertad civil depende de su uso. Pero mírenlo bien. Alrededor de cada ser humano, de cada ser racional, se traza un círculo; el espacio interior está libre de obstrucciones, o al menos de toda coacción; es sagrado para el ser mismo que allí se encuentra; está asegurado y consagrado a su propia responsabilidad. ¿Puedo decirlo?—¡Dios mismo no penetra allí con ningún poder absoluto, con ningún poder coercitivo! Obliga a los vientos y a las olas a obedecerle; obliga a los instintos animales a obedecerle; pero no obliga a los hombres a obedecer. Ese ámbito lo deja libre; ejerce influencias sobre él; pero la última, final, solemne e infinita cuestión entre el bien y el mal, la deja al propio hombre. ¡Ah! En lugar de deleitarse locamente en su libertad, puedo imaginar a un hombre protestando, quejándose, temblando de que se le haya concedido una prerrogativa tan tremenda. Pero se le ha concedido, y nada salvo la obediencia voluntaria puede cumplir con tan solemne deber; nada salvo un heroísmo mayor que el que libra batallas y derrama su sangre en el altar de su patria—el heroísmo de la abnegación y del dominio propio. ¡Que venga esa libertad! La invoco con todo el ardor de los poetas y oradores de la libertad; con Spenser y Milton, con Hampden y Sydney, con Rienzi y Dante, con Hamilton y Washington, la invoco. ¡Que venga esa libertad! ¡Que no venga ninguna que no conduzca a ella! Que venga la libertad que rompa toda cadena, no solo de hierro, y de la ley de hierro, sino también de la dolorosa constricción, del temor, de las pasiones esclavizantes, de la loca voluntad propia; la libertad de la perfecta verdad y el amor, de la santa fe y la alegre obediencia.»
Confío en que esta consideración de algunos de los detalles que forman parte de la idea de que nuestra constitución es un instrumento divinamente inspirado, nos lleve a comprender con mayor énfasis la seriedad de esa declaración, y también a darnos cuenta de las responsabilidades que sostenemos como hombres libres, como soberanos en un gobierno libre. Confío, sin embargo, en que no piensen que llamo la atención sobre estos asuntos porque crea que habrá algún fracaso de parte del pueblo de nuestra gran república en perpetuar estas instituciones tan vitales para nuestro sistema de gobierno. No puedo creer que nuestra nación haya sido traída a la existencia bajo las circunstancias que asistieron a su nacimiento para terminar al final en un fracaso. Por el contrario, estoy convencido de que ha llegado plenamente el tiempo para el establecimiento en este mundo, de manera permanente, del gobierno por el pueblo. Que el reinado de los tiranos ha terminado y que el gobierno del pueblo ha comenzado, y permanecerá. El pueblo de nuestro país, especialmente el pueblo de nuestro estado, confío y creo que se mantendrá firme en los grandes principios que perpetuarán las instituciones libres; que en nuestro país habrá «justicia igual y exacta para todos los hombres, de cualquier condición o persuasión, religiosa o política»; que nuestra nación continuará como una unión indisoluble de estados indestructibles; que «los gobiernos estatales serán apoyados en todos sus derechos como la administración más competente para nuestros asuntos internos, y el baluarte más seguro contra las tendencias antirrepublicanas»; que el gobierno general «será preservado en todo su vigor constitucional como el ancla de nuestra paz en casa y de nuestra seguridad en el extranjero»; que se ejercerá «un cuidado celoso del derecho de elección por parte del pueblo»—no intimidado por la influencia, no coaccionado por ningún poder salvo un llamamiento a la razón; que se mantendrá la «absoluta aquiescencia en la decisión de la mayoría, el principio vital de las repúblicas»; también la «supremacía de la autoridad civil sobre la militar»; la «difusión de la información y la denuncia de todos los abusos ante el tribunal de la razón pública; la libertad de prensa y la libertad personal»*—todo esto será mantenido, y con estos principios sostenidos podemos estar seguros de que el gobierno libre no perecerá de entre los hombres.
























