Jesús el Cristo

Conferencia General de Abril 1959

Jesús el Cristo

por el Élder Hugh B. Brown
Del Quórum de los Doce Apóstoles


Mientras seguimos disfrutando del espíritu de la Pascua, el énfasis a lo largo de esta gran conferencia ha sido sobre la divinidad de Cristo. Desde el profundo y erudito discurso de apertura del presidente J. Reuben Clark, Jr., el sábado por la mañana, hasta todas las sesiones de la conferencia, todos han dado testimonio de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios Viviente. No puedo esperar añadir nada a lo que se ha dicho, excepto, tal vez, enfatizarlo mediante la repetición.

Se sabe poco de los detalles de la estancia del Maestro en la tierra, excepto durante esos tres años trascendentales de su ministerio, los años más significativos de la historia. Si hemos de comprender correctamente el significado moral y espiritual, así como el esplendor de su vida única, desde Belén hasta Betania, debemos verla a la luz de la eternidad. Vivió su vida en esta tierra en la cúspide del tiempo, y en el punto más alto de esa cúspide vemos la luz de la resurrección, el faro más glorioso del universo, irradiando esperanza y valor a un mundo entenebrecido. Desde esa eminencia, miremos hacia atrás, más allá del Edén, y allí encontraremos que Jesús el Cristo estuvo con Dios el Padre en el principio.

Y ese principio debió preceder al principio del que leemos en Génesis, cuando se creó la tierra, por la razón obvia de que él fue su Creador. Sí, vivió antes de que comenzara el tiempo tal como lo entendemos. Hay abundante evidencia escritural para respaldar la creencia de que Cristo tuvo una existencia preterrenal. El tiempo no permite citar o leer muchos pasajes de las Escrituras, pero me gustaría referirme a uno o dos.

Juan, en su inspirado prefacio, dijo:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.
“Este era en el principio con Dios.
“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”
(Juan 1:1–3, 14).

A este maravilloso testimonio, Pablo añade esta corroboración:
“Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.
“Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten”
(Colosenses 1:16–17).

Y el autor de Hebreos añade:
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas,
“en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo”
(Hebreos 1:1–2).

Jesús mismo se refirió a su preexistencia muchas veces; por ejemplo, dijo:
“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38).

Y luego, en esa oración suprema encontramos el pasaje conmovedor:
“Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:5).

En otro momento, reprendiendo a sus seguidores incomprensivos, dijo:
“¿Esto os ofende?
“Pues ¿qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?”
(Juan 6:61–62).

Estas pruebas de la preexistencia de Cristo confirman nuestra fe en la inmortalidad del alma, pues si el espíritu tuvo una existencia antes de que el cuerpo fuera creado, ese espíritu es capaz de existir independientemente después de que el cuerpo muera.

El hecho de que él salió del sepulcro con espíritu y cuerpo reunidos—y este es el hecho central en las enseñanzas de los apóstoles—nos da la certeza divina de que nosotros también, mediante su sacrificio expiatorio, participaremos de las bendiciones de la resurrección. Escuchemos su promesa:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”
(Juan 11:25–26).

Leamos juntos las palabras de Juan, escritas mientras estaba en la isla de Patmos, como se registran en Apocalipsis:
“He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron” (Apocalipsis 1:7).

“Y cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciendo: No temas; yo soy el primero y el último,
“y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos”
(Apocalipsis 1:17–18).

Juan continúa:

“Después de esto oí una gran voz de una gran multitud en el cielo, que decía: ¡Aleluya! Salvación, honra, gloria y poder son del Señor nuestro Dios…
“Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES”
(Apocalipsis 19:1,16).

Además:
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más.
“Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido…
“Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”
(Apocalipsis 21:1-6).

Zacarías dijo que cuando el Maestro aparezca, estará sobre el Monte de los Olivos, y el monte se partirá en dos. Los que contemplen las heridas en sus manos preguntarán de dónde provienen esas heridas, y él responderá:
“Con estas fui herido en casa de mis amigos” (Zacarías 13:6).

“Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén al oriente; y el monte de los Olivos se partirá por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo un valle muy grande; y la mitad del monte se apartará hacia el norte y la otra mitad hacia el sur” (Zacarías 14:4).

Proclamamos la preexistencia y la naturaleza divina de Cristo, el propósito de su vida, la realidad de su resurrección y la certeza de su segunda venida como verdades eternas y promesas proféticas bien fundamentadas. Estas verdades tienen un significado iluminador y edificante para nuestro mundo atribulado. Son nuestra herencia del mundo judeocristiano, aclaradas y ampliadas por la revelación moderna.

Son relevantes para nuestro tiempo, una época que, como señaló recientemente Adlai Stevenson, “es un tiempo de conflicto ideológico, de fermento en la tecnología, un período de revolución en la ciencia… una era en la que finalmente los medios están al alcance para liberar a la humanidad de las antiguas cadenas del dolor y el hambre. Es todo esto, pero la verdadera crisis de nuestro tiempo radica en un nivel más profundo. Toda esta libertad y espacio nos obligan con más fuerza a enfrentar el tema fundamental de la fe que hay en nosotros.”

Como dijo el difunto A. Powell Davies: “El mundo es demasiado peligroso para cualquier cosa que no sea la verdad y demasiado pequeño para cualquier cosa que no sea la hermandad.”

Debe haber una reafirmación de las verdades sobre la paternidad de Dios, la divinidad de Cristo y la hermandad del hombre. Verdades por las cuales el Salvador dio su vida. La verdad y la hermandad, el amor a Dios y al prójimo, harán libres a los hombres y establecerán la paz en un mundo amenazado por una guerra devastadora y final.

Los intentos blasfemos y agresivos de las ideologías comunistas por borrar a Cristo de su literatura y extirpar todo recuerdo de él de los corazones y las mentes de los hombres, para degradar y esclavizar a la humanidad, deben fracasar, porque así como Dios creó al hombre a su imagen, su imagen está indeleblemente estampada en las almas de los hombres, y ellos saben instintivamente que son hijos de Dios.

El desafío del mal, con su inevitable confusión, tiende a hacer más evidente la relevancia de la vida y el mensaje de Cristo y más urgente la aplicación de sus enseñanzas divinas.

Sería una cobardía casi traicionera diluir, suavizar y volver insípido el poder salvador de estas gloriosas verdades. De hecho, como dijo Pablo:
“Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla…
“Y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”
(Filipenses 2:10-11).

Añadimos humildemente pero sin temor a los testimonios de los profetas y apóstoles antiguos nuestro propio testimonio de que él vive, de que es un ser personal, de que vendrá nuevamente con su cuerpo glorificado y resucitado que aún lleva las marcas de la crucifixión, y de que no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en el cual podamos ser salvos (Hechos 4:12), de lo cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.

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