
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capitulo diez.
El cuidado de la madre.
“¿Estás allí, madre?
Al recordar los días de mi infancia, veo en las paredes de mi casa varios cuadros con distintos pensamientos o refranes; algunos bordados a mano y otros grabados con tinta, que, además de servir de decoración, siempre eran una fuente de inspiración para todos. Entre ellos, hay uno que resalta en mi memoria, que dice: “¿Qué es el hogar sin una madre?”
Cuando yo era niño, recuerdo que, cada vez que entraba en la casa, lo primero que hacía era gritar: “¡Mamá!” por todos lados, no quedando tranquilo hasta cerciorarme de que ella estaba allí, y ya con esa seguridad que su presencia me inspiraba, salía corriendo a jugar otra vez. Todo lo que quería saber era si ella estaba en casa.
Mi madre murió cuando yo tenía once años. Mi acongojado corazón me hacía gritar su nombre muchas veces al entrar en la casa, pero para entonces mis llamados no eran más que ecos vacíos y engañosos.
Años más tarde, mi madrastra vino a llenar ese vacío que mi madre había dejado, y de nuevo volví a encontrar en mi adolescencia esa seguridad que antes había sentido cuando ella dulcemente contestaba: “Aquí estoy, hijo”.
Aquella casa de ladrillo fue testigo de mis días de seguridad y mis días de desolación, como también lo fueron aquella despensa que siempre se mantenía abastecida, aquella cocina de leña y el depósito de agua, la sala de recibir con su alfombra hecha a mano y aquel viejo reloj marcando constantemente las horas, los días y los años que transcurrían. Mientras mamá estuvo allí, en aquel hogar siempre reinó la estabilidad, la paz y la seguridad, además de respirarse un aire de confianza y una atmósfera de paz y aceptación.
Hace algunos años, en un pequeño lugar de veraneo de Seaside, Oregon (E.U.A), aparecieron en un día de asueto 2.000 muchachos jóvenes que se dispusieron a quebrar los vidrios de las ventanas, a derribar todas las señales, los rótulos y los letreros de las calles y de las tiendas y almacenes, haciendo necesaria la intervención de cien agentes de la policía y varios soldados del ejército nacional para poner cese a aquel gran disturbio ocasionado. Me pregunto si los hogares de los cuales provenían aquellos 2.000 jovencitos eran del tipo normal de hogar en el que siempre había una madre que pudiera contestar: “Aquí estoy, hijo”.
En una playa de California, las noticias reportaron que 30.000 adolescentes habían armado un gran escándalo público al llenar de arena cuanto envase de cerveza habían encontrado para arrojárselos luego a los agentes de la policía. Varios de los muchachos habían tratado de despojar a las jovencitas de sus ropas, cometiendo descaradamente abusos sexuales en plena vía pública.
Me pregunto también cuántos de los padres de aquellos 30.000 jovencitos les habían prestado a sus hijos automóviles y les habían dado dinero para ir a vacacionar a aquellos sitios y comprar cerveza con el único fin de embrutecerse. ¿Quiénes suministraron la gasolina y quiénes pagaron las multas por aquel desorden público?
¿Cuántas de las madres de aquellos 30.000 jóvenes se encontraban en ese entonces preocupadas por la formación de un buen hogar y cuántas por la adquisición de dinero?
¿Cómo justifican estas madres el abandono del hogar, cuando sus hijos tanto que las necesitan? Tienen que entregarse a la auto justificación para excusar el ausentarse del hogar y de los hijos.
Desde luego que existen ciertas madres que definitivamente no pueden prescindir de trabajar, ya que tienen que sostener a sus hijos. Ellas merecen todo nuestro respeto. No obstante, que cada madre que trabaje analice honestamente su situación y se cerciore de contar con la aprobación del Señor antes de tomar la decisión de verse en prisas cada día, teniendo que llevar a sus pequeñitos a la guardería o al jardín infantil, apurando a los más grandecitos para irse a la escuela, a su esposo para ir al trabajo y apresurándose ella misma para llegar a tiempo al suyo. Que esas madres se aseguren de no estar justificando su ausencia en el hogar por la única razón de desear para los suyos una mayor comodidad física. Que piensen y analicen bien antes de permitir que sus caros hijos tengan que volver al hogar cada día para encontrarse con una casa vacía en donde su triste llamado: “¡Madre!” no encuentre ninguna respuesta cariñosa.
¿Es que no se dan cuenta estas madres ausentes y millones de esposos transigentes de que las actitudes básicas hacia los principios y reglas de la moral y hacia la Iglesia y Dios se forjan dentro del propio círculo familiar y se arraigan en los niños cuando éstos todavía están pequeñitos? Se ha dicho: Dejadme un niño hasta la edad de siete años y entonces lleváoslo y haced con él como os plazca. Los primeros años de vida del niño son los más decisivos.
El Salvador dijo: “Mis ovejas conocen mi voz”, y así sucede con los pequeñitos, que también conocen las voces de sus madres. La empleada, la vecina, la hermana o la abuela pueden muy bien vestir, alimentar y cambiarle los pañales al bebé, pero nadie más puede sustituir a Ja madre. Un pequeño de seis años se le perdió a su madre en un gran supermercado. Al encontrarse solo, el niño empezó a gritar desesperadamente: “¡Marta! ¡Marta!” Cuando localizaron a Ja madre y los reunieron nuevamente, ella le dijo: “Cielito, no deberías Mamarme Marta, pues para ti yo soy tu ‘Mami’; a lo que el pequeñito respondió: “Sí, yo lo sé, pero la tienda estaba tan llena de mamis, y yo quería a la mía.”
Los niños necesitan ese sentimiento de seguridad y esa confirmación de que se les ama y de que son únicos.
Al viajar hacia una conferencia a realizarse en cierto lugar bastante retirado, el avión en que yo volaba arribó a mi punto de destino con varias horas de anticipación a la reunión. El presidente de estaca de aquel lugar llegó a recogerme al aeropuerto y me llevó a su hogar, disculpándose por tener que regresar en seguida a trabajar para atender ciertos asuntos de importancia. Con la grata hospitalidad que se me ofreció, procedí a extender mis papeles sobre la mesa de la cocina y empecé a trabajar en mis asuntos, al mismo tiempo que la esposa del presidente cosía a máquina en el segundo piso.
Entrada ya la tarde, un pequeñito irrumpió a la casa por la puerta del frente, quedándose sorprendido de verme allí. Después de unos minutos de entablar plática y de hacernos amigos, el pequeño emprendió su búsqueda por todos los cuartos, gritando al mismo tiempo: “¡Mamá!” Fue escuchando la voz de su madre desde arriba, diciendo: “Sí, cielo, ¿qué pasa?”, y dejando de buscar para contestar simplemente: “Ah, nada”, y salir corriendo hacia afuera a jugar.
Minutos más tarde, apareció otro niño por la misma puerta llamando como el otro: “¡Mamá!, ¡mamá!” y al no más poner sus libros escolares sobre la mesa, procedió a recorrer la casa hasta oír la tranquilizante voz de su madre que desde arriba le respondía: »Aquí estoy, mi amor», e igualmente satisfecho, se fue tranquilo a jugar. Pasada media hora, la puerta se abrió de nuevo y esta vez era una jovencita, que después de dejar sus libros llamó también en voz alta: “¡Mamá!”, dejándose escuchar la misma voz desde arriba: »Sí, querida», luego de lo cual, ya satisfecha la jovencita, procedió a practicar sus lecciones de música.
Todavía se oyó una voz más llamar: “¡Mamita!” mientras descargaba sus libros de la secundaria, en respuesta a la cual aquella madre dijo: “Estoy aquí arriba cosiendo, querida”, bastándole a la jovencita para subir corriendo las escaleras y referirle a su madre los sucesos del día. ¡Oh, el hogar! ¡La madre! ¡Esa seguridad que daba el solo hecho de saber que ella estaba allí!
Un niño se siente feliz cuando sabe que se le ama y observa que sus padres se sienten felices de tenerlo. Para él es más importante saber que sus padres estarán siempre allí, especialmente en caso de que surgiera una crisis.
Al igual que las otras de que hablamos, esta madre también pudo haber estado trabajando fuera del hogar. Sus hijos pudieron también haber contado con más posesiones materiales a causa del salario de su madre. Ella pudo muy bien haberse puesto a razonar que con dos salarios sus hijos desfrutarían de mayores ventajas, más paseos, viajes y vacaciones, más ropa, regalos y lujos. Sin embargo, esta madre sabía muy bien que más que cualquier lujo que el dinero extra podría haber agregado a la casa, lo que un niño realmente necesita es saber que su madre siempre estará dispuesta y disponible para atenderlo.
En un artículo que leí en una importante revista, se señalaba que el sentimiento de seguridad es la base y la clave de la salud mental de un individuo. La mayoría de las mujeres casadas mayores de 35 años que tienen un empleo en la actualidad lo han tomado no porque sus familias realmente “necesiten ese dinero”, sino con el fin de mantener un nivel más alto de vida, evadir en alguna medida las tareas del hogar, y para llevar, como ellas suponen, una vida más interesante y enriquecedora.
Millones de mujeres en los Estados Unidos trabajan hoy fuera de sus hogares y, en la mayoría de los casos, son mujeres cuyos esposos también trabajan. Gran número de estos padres tienen todavía hijos en edad de cuidado. Son miles de miles los niños que a diario se quedan desamparados por causa de que sus madres se van a trabajar innecesariamente.
¿Cuán cerca de la perfección puede estar una madre que se ve obligada a correr por las mañanas para levantar y despachar a todos los miembros de su familia, incluyéndose ella también, y luego tener que regresar exhausta después de un arduo día de trabajo para recibir a un esposo cansado y atender los problemas de varios pequeños y adolescentes, además de cumplir con los quehaceres de la casa, ocuparse de la cocina, de la limpieza y, como si fuera poco, todavía tener que atender sus compromisos sociales? De esos hogares se derivan muchos de los conflictos, problemas conyugales, divorcios y niños delincuentes que hoy existen. Son muy pocas las personas que en ocasiones atribuyen sus problemas conyugales justamente a estas causas primordiales; la mayoría más bien se culpan unos a otros por esos problemas que se engendraron y alimentaron bajo condiciones de extrema tensión. Cuando los padres disfrutan de una relación armoniosa mutua, los niños pueden sentir esa seguridad que ello proporciona.
La hermana Belle S. Spafford, ex Presidenta General de la Sociedad de Socorro, expresó: “A los niños se les debe proteger con los lazos más sólidos de amor. . . . No debe escatimarse ningún esfuerzo o sacrificio para protegerlos contra el mal y preservarlos en rectitud. … El amor y la santidad del hogar deben ser salvaguardados celosamente. . . .” Y en cuanto a las obligaciones de la madre, agrega que “toda actividad de la vida ajena al bienestar del hogar y de la familia viene en segundo plano”.
He ahí la constante preocupación de la Iglesia por que todos los miembros se casen en la Casa del Señor, a fin de formar hogares estables y criar y educar a sus hijos en rectitud.
El presidente Brigham Young dijo: “Es el llamamiento de la esposa y madre… el de establecer con su posteridad un vínculo de amor que se extienda más allá de la muerte y que se convierta en una herencia interna…,” (Discourses of Brigham Young [Discursos de Brigham Young], pág. 307.)
Cierta autoridad en el campo de desarrollo del niño declaró: “Cuanto mejor sea la relación entre los padres, mejor el sentimiento de aceptación que tendrá el niño —el factor más importante en su desarrollo es el clima emocional prevaleciente en la relación de los padres.”
¿Se pueden justificar las lecciones de música y de danza, y la ropa nueva y los campamentos o excursiones al aire libre cuando todo eso puede significar el sacrificio mismo del hogar y de la madre en el altar del empleo?
Una niña expresó en cierta ocasión: »La verdad es que no quiero ir al día de campo. Preferiría quedarme con mamá en casa, pero ella nunca tiene tiempo para quedarse conmigo.” ¿Es acaso que estamos promoviendo actividades que alejan a nuestros hijos del hogar, cuando ellos deberían estar ayudando en los quehaceres de la casa y ocupados en algún empleo?
El ausentismo de las madres siempre se encuentra ligado con la juventud que se mantiene ociosa —la juventud delincuente.
Cuando nos enteramos de las destructivas aventuras de los miles de estudiantes de las secundarias y de los recién ingresados a las universidades que irrumpen en invasiones masivas a los lugares de recreación, nos preguntamos: ¿Cómo es que se les permite la ociosidad hasta el punto en que se enferman del aburrimiento? Ya que en el hogar sólo encuentran monotonía, estos jóvenes recurren a las actividades perjudiciales y a la inmoralidad.
Cierto juez dijo; “Estas disparatadas vacaciones embaucan y alucinan a toda esa juventud que no tiene nada que hacer. . . . Nunca tenemos ninguna clase de problemas con aquellos jóvenes que persiguen con dedicación intereses especiales, practican pasatiempos auténticos, desarrollan la radio-afición o son verdaderos atletas.”
¡Esa generación ociosa! Pasan y pasan las horas y no encuentran nada que hacer. Vienen los sábados, y tampoco hay nada que hacer. Luego llegan los tres largos meses de vacaciones escolares y siguen sin encontrar en qué ocupar el tiempo provechosamente.
No hay adagio más cierto que el que dice: “La mente del ocioso es taller del diablo.”
Otro juez ha declarado que hay muchos jóvenes que andan vagando por las calles, perdiendo su tiempo inútilmente. Sus padres no les exigen que busquen un empleo y lo único que consiguen con esto es involucrarse en problemas. … Es alarmante el índice de desempleo que hay entre nuestra juventud… y [mucha] la ociosidad entre los que se presentan en esta corte.
No se está refiriendo él al pálido y escuálido jovenzuelo que se pasa trabajando doce horas al día en las minas de carbón, sino a ese muchacho alentado que se pasa el día sin hacer nada, mientras que sus indulgentes padres trabajan duro para sostenerlo. Es absurdo suponer que un joven robusto y lleno de energía lleve un ritmo de vida normal cuando dispone de un exceso de tiempo libre, incluyendo tres meses enteros de ocio durante las vacaciones del verano [en E.U. A. y otros países]. El mismo juez continúa diciendo: Cuando veo a esos jóvenes en edad de trabajar perdiendo el tiempo deambulando por los restaurantes de las carreteras o por las cafeterías y fuentes de soda, o en las bancas de los parques, circulando por las calles en auto sin rumbo fijo, o haraganeando en las esquinas de las avenidas a todas horas del día y de la noche, me sorprendo realmente de su habilidad para mantenerse fuera de dificultades en la manera en que lo hacen. … La ociosidad es uno de los factores principales de la mala conducta de la mayoría de los jóvenes. . . .
He notado que normalmente el padre del adolescente en edad promedio para trabajar, pero que no se encuentra empleado en ninguna parte, es el padre falto de carácter que se excede en el cuidado de sus hijos y se sobrepasa de indulgente. Tanto él como su esposa se afanan en trabajar para darle al hijo todos los gustos posibles, con la idea de que éstos son totalmente indispensables para él, Consideran que a su niño no le deben faltar todas las comodidades del hogar, ni tampoco un automóvil ni dinero para gasolina, e igualmente una tarjeta de crédito. . .
Cierta mujer que había fracasado en retener su empleo, a pesar del hecho de que se trataba de una persona muy competente y educada, explicó con la mayor naturalidad: ‘ ‘Oh, no hay de qué preocuparse. Mis padres jamás me exigieron que trabajara y por eso yo nunca me preocupé tampoco”. No parecía sentirse avergonzada.
El juez en mención procede a decir: Este es el tipo de padres que aceptan sin reserva la queja de Juanito: “Es que no encuentro trabajo en ninguna parte.” ¡¿Qué no puedes encontrar trabajo?! Pues, para que veas, tengo algo que decirte. . . . Muchísimos de los de mi generación nacimos en la época de la crisis económica (la década de 1930 en E.U.A.), cuando no era posible encontrar empleo en ninguna parte; sin embargo, de una manera u otra logramos conseguir trabajo. Desde luego que no era lo que buscábamos, pero, de todos modos, empleo era empleo. No faltaban los de tipo servil, desagradables o matadores, que no sólo eran duros, sino que ni siquiera te pagaban bien. . . .
[En las cortes correccionales] los jueces siempre les dan a los jóvenes que son arrestados la alternativa de buscar un trabajo en el término de treinta días a contar del arresto, o en su defecto quedar encarcelados después de ese lapso de tiempo. Son pocos los casos en que han tenido que detener a alguno. Como si esta alternativa fuera poco, de una u otra manera el muchacho encuentra empleo.
Por supuesto, siempre hay objeciones a esta filosofía, pues muchos argumentan que un trabajo dado a un adolescente representa una oportunidad perdida para un jefe de familia. Ante esto, la réplica del juez es la siguiente: Que se destituya a todas las mujeres de las fábricas y que se les mande de vuelta a sus hogares, que es el lugar donde les corresponde estar. . . para que se ocupen de la cocina, la costura, la limpieza de la casa y todas las tareas tradicionales de la mujer. Tal medida no sólo redundaría en el beneficio de ellas mismas y de sus hijos abandonados, sino que también contribuiría a la creación de un mundo mejor.
Si algunos de los millones de mujeres que trabajan en la actualidad, sin tener necesidad de ello, dejaran sus empleos y se dedicaran de nuevo al cuidado de sus hogares, es probable que habría empleos para los individuos del sexo masculino que actualmente no tienen trabajo, así como oportunidades de trabajo de medio y de tiempo completo para la juventud, que bien debería ayudar a las finanzas familiares y a quienes les es menester hacer uso útil de esa abundancia de energía que poseen.
En el tono siguiente, el juez de quien hemos venido hablando ofreció su sabio consejo:
“Es que no encuentro trabajo”, se quejan. ¿Sí? ¡Qué pena! ¿Cómo es que puede suceder esto en un mundo que clama por manos que quieran trabajar? ¿Es que hemos mimado a nuestros hijos a tal punto de querer recompensarles cada esfuerzo que hagan?
También se les oye replicar: “Pero, ¿a dónde podemos ir?”
Escuchadme, jóvenes: Id a casa y arremangaos las camisas; entonces disponeos a recoger el algodón, a cosechar el maíz o a ralear las remolachas*. Sí, ocupaos en estas actividades antes y después de ir a estudiar, en los días sábados y durante las vacaciones. Nada perderéis con guardar vuestra pelota y bate de béisbol o vuestras botas de excursionista. Pintad la cerca de vuestras casas, lavad vuestros automóviles, cosechad la fruta, cortad el césped, reparad la zaranda, sembrad hortalizas, cultivad flores, podad los árboles y los arbustos. La mayoría de los jóvenes es esto lo que necesitan, que se les den responsabilidades de las cuales puedan sacar provecho.
Y cuando os pregunten: “¿Qué podemos hacer?” Enviadlos de compras o a trabajar a un hospital, a ayudar a los vecinos o al conserje de la capilla, a fregar los platos, limpiar y pasar la aspiradora o barrer y trapear los pisos, tender camas, preparar las comidas o aprender a coser a máquina.
Otras actividades podrían ser: leer buenos libros, reparar los muebles de la casa, hacer cualquier otra reparación o trabajo pendiente, limpiar la casa, planchar la ropa, pasar el rastrillo sobre el césped lleno de hojas, quitar la nieve de donde estorbe, repartir periódicos, cuidar sin cobrar costo alguno a los niños de aquellas madres vecinas que tengan necesidad de trabajar; en fin, convertirse en verdaderos aprendices.
Cierto padre de familia se dirigió a la juventud de la siguiente manera: Vuestros padres no os deben diversiones; vuestras comunidades no os deben centros de recreación; ni tampoco el mundo os debe una forma de vida; más bien vosotros le debéis al mundo; sí, le debéis vuestro tiempo, vuestra energía, vuestros talentos, vosotros mismos. En pocas y llanas palabras, creced, salid de vuestro mundo de ensueños; ejercitad vuestra determinación.
En su ansiedad por proteger al adolescente, los legisladores han cambiado totalmente las leyes hasta el otro extremo. No obstante, no hay ninguna ley que prohíba ninguno de los trabajos antes sugeridos.
El presidente David O. McKay dijo en cierta ocasión: Hoy vivimos en una época artificiosa que amenaza con el surgimiento de una generación futura de negligencia. Es la flojedad de carácter, más bien que la de los músculos, la verdadera causa de la mayoría de los problemas que hoy enfrentan la juventud de América.
Me pregunto yo ahora: ¿Se arrodillan en oración cada noche y cada mañana las familias de estos delincuentes juveniles antes de que ellos cometan tales actos de pillaje? ¿Llevan a cabo esas familias sus noches de hogar, pasan días de campo, vacaciones o se divierten juntos cómo familia? ¿Ejercen los padres de estos delincuentes la disciplina necesaria dentro del hogar, o es que les permiten a sus hijos actuar libres de toda restricción, responsabilidad o control?
El clamor popular que se oye por reducir el creciente índice de delincuencia juvenil es como sigue: Necesitamos más centros de corrección y reformatorios, Necesitamos que se asignen más fondos públicos a la creación de mejores edificios, especialistas altamente capacitados, trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras. Necesitamos ampliar más los locales de las cárceles y aumentar el número de cuerpos de seguridad.
Es evidente que lo que se persigue con todas estas proposiciones no es más que combatir el mal sin contemplar las causas. ¿No creéis vosotros que ya es tiempo de considerar las causas fundamentales? “Es que necesitamos más dinero” es lo que dicen, pero el dinero no es la solución. Primeramente debemos reconocer que un gramo de prevención vale más que una tonelada de curación.
El Señor nos dio el modelo desde hace mucho tiempo. Para ello organizó la familia. No se necesita gran sabiduría para darse cuenta de dónde yace el error y de que la prevención es la medida a tomar para la solución del problema. De un hogar religioso, en donde se practican la disciplina y el amor y en donde reinan la felicidad entre padres y las dulces relaciones entre padres e hijos, difícilmente resultarán hijos pródigos, con pocas excepciones. Esta sería la verdadera solución para cerrar las instituciones correccionales y las agencias sociales y reducir así el número de prisioneros en las cárceles.
La reducción de la delincuencia sería realizable por medio de la conversión de los hogares en fortalezas de sólida espiritualidad. Esto también se lograría si los padres se dedicaran más plenamente a sus familias y si todas las madres que pudieran dejar sus trabajos se volvieran a sus hogares para obrar como verdaderas madres.
Organicemos, pues, nuestras familias adecuadamente y disciplinemos a nuestros hijos con sabiduría, creando así la clase de hogares que nuestro Padre Celestial desea que tengamos.
























