La Fe Precede al Milagro

La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball

Capítulo dos.

El testimonio.
“Y no recibís nuestro testimonio”


Existen muchas personas que han experimentado en sus vidas la dulzura, la paz y el gozo que llegan a aquellos que ven con claridad el sendero hacia la eternidad y que, sabiendo perfectamente que no hay otro camino, luchan denodadamente por alcanzar sus metas eternas. Al igual que éstas, existen también aquellas personas que dudan el que otros puedan “saber” tales cosas, mas el Señor ha repetido una y otra vez la irrefutable promesa.

El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta. (Juan 7:17.)

Ante los tribunales de justicia siempre se les pide a los testigos, antes de someterlos a un interrogatorio, jurar que la información dada es “la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad”. De ahí que al conjunto de declaraciones dadas por un testigo se le llama “testimonio”.

En materia de asuntos espirituales podemos igualmente testificar. Podemos contar con la auténtica certeza de la existencia real de un Dios personal; de la actual vida activa de Cristo, independiente pero semejante a la del Padre; de la divinidad de la restauración de las doctrinas y organización de la Iglesia de Dios sobre la tierra por medio de José Smith y otros profetas; así como del poder del divino y autoritario sacerdocio dado al hombre por revelación de Dios. Toda persona consciente puede llegar a conocer la veracidad de estas cosas con la misma seguridad con la que sabe que el sol nos da su luz. Fracasar en alcanzar este conocimiento es admitir que no se ha pagado el precio necesario para adquirirlo. Tal como cualquier -‘rulo académico, éste se obtiene por medio de mucha dedicación. El alma purificada a través del arrepentimiento y las ordenanzas apropiadas obtiene un testimonio después de demostrar sinceridad de intención, estudiar e investigar concienzudamente y orar con toda devoción.

El conocimiento firme de las cosas espirituales abre las puertas a grandes e inefables recompensas y gozos. El ignorar un testimonio es caminar a tientas por cuevas de impenetrable oscuridad, o transitar lentamente por entre la niebla de caminos escabrosos. La persona que camina en la oscuridad aun en pleno mediodía, que tropieza con obstáculos fácilmente superables, y que se sume en la sombría y titubeante luz de la vela de la inseguridad y el escepticismo, cuando no tiene ninguna necesidad de ello, es digna de la más grande conmiseración. El conocimiento espiritual de la verdad no es más que la luz potente que ilumina la caverna; el viento y el sol que disipan la niebla; la maquinaria que remueve los obstáculos del camino. Es la mansión de la colina que reemplaza a la choza entre pantanos; el segador mecánico que arrincona la hoz y la guadaña; el tractor, el tren, el automóvil o el avión que han desplazado a las yuntas de bueyes. Es los granos nutritivos del maíz en lugar de las hojas de éste en el comedero de los animales. En realidad, es mucho más que todo lo que podamos mencionar, como lo explica el apóstol Juan—

. . . ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. (Juan 17:3.)

La vida eterna es el más grande de todos los dones de Dios. No es fácil obtenerla, sino más bien es necesario pagar un precio muy alto.

Nicodemo, el famoso personaje del Nuevo Testamento, inquirió acerca de este don y su precio. La respuesta del Salvador lo llenó de perplejidad. Entrevistemos ahora a ese buen hombre que tan cerca estuvo de la marca, pero que aparentemente perdió por puntos:

Te llamas Nicodemo, ¿no es así? Eres miembro de la poderosa secta de los fariseos, ¿No es cierto? Y, ¿no eres también un miembro del Sanedrín judío? ¿No conociste a aquel personaje de Nazaret llamado Jesucristo y escuchaste sus sermones y presenciaste sus milagros? ¿No le miraste a los ojos y escuchaste su voz?

Eres un buen hombre, Nicodemo; eres honorable y justo, porque todavía defenderás a nuestro Señor enfrente de tus colegas, pidiendo que no se le condene sin ser escuchado. Eres también un hombre generoso, pues traerás cien libras de áloes y mirra a su sepelio. Posees cierto grado de fe, mas, ¿crees tener el valor suficiente para enfrentar las críticas? Has venido de noche a causa de tu posición y nadie te ha visto. Te encuentras hablando con el Señor, y dices:

Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él. (Juan 3:2.)

Su inmediata respuesta a tu silenciosa pregunta te hace fruncir el ceño. No es más que la sencilla y única respuesta a la más difícil de todas las preguntas.

De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. (Juan 3:3.)

Eres muy versado en la ley, Nicodemo, pero, ¿lo eres asimismo en el evangelio? Para ganar la vida eterna debe haber un renacimiento, una transformación y un sincero desprendimiento del orgullo, debilidades y prejuicios. Debes ser como un niño pequeño, limpio y obediente. Al parecer, todavía no has entendido.

“¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” (Juan 3:4.) Tal pregunta parece extraña de un hombre tan letrado como tú. ¿Es que debes reducir todo a la lógica humana? ¿Es acaso que todo tiene que ser racionalmente aceptable para tu mente finita y materialista? ¿Te parece esto muy complicado? ¿O es que temes por lo que tus hermanos fariseos piensen de ti, preocupado de perder tu alta posición en el Sanedrín? ¿O es, simplemente, que no ves? Ciertamente se te ha dado alguna luz. Has aceptado que el obrador de milagros debe ser enviado por Dios, mas la cortina que se te ha entreabierto te será cerrada si no actúas de acuerdo con el nuevo conocimiento que se te ha dado.

Eres muy culto y educado, mi buen hombre, y muchos se sientan a tus pies para aprender de ti. ¿Es, entonces, que tu alta preparación te ciega? ¿Piensas que un profeta de Dios debe ser probado en los probetas de un laboratorio de física? ¿Te cuesta demasiado trabajo aceptar algo que no puedes comprobar por las leyes de las escuelas en donde has estudiado?

No pareces aceptarlo. ¿Es acaso que su simplicidad te frustra? ¿Estás tratando de encontrar una razón lógica? No puedes medir estas verdades con las escalas de tu conocimiento y entrenamiento seculares. Estas serían muy crudas y mundanas. Necesitas un mecanismo más fino.

De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.

Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.

No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.

El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu. (Juan 3:5-8.)

¡Cuán hermoso —poderoso e irrefutable! ¿Existe, entonces, excusa alguna para dudar, titubear o rechazar? Oh, Nicodemo, estos momentos de crisis no pueden durar más así. Estás al borde del más grande de los peligros. Tu decisión puede representar la diferencia entre la exaltación y la pérdida más grande que puedas imaginarte. Tuviste una chispa de deseo. ¿Vas a permitir que ésta se extinga?

¿Qué fue lo que hizo referirte a nuestro Maestro como a un “maestro venido de Dios”? ¿Crees en los profetas? ¿No has esperado toda tu vida a un Redentor? Después de todos sus sermones, testimonios y milagros, ¿todavía lo consideras simplemente un maestro inspirado? ¿No podría ser Él el tan esperado  Cristo?   ¿Has  tratado  de  creer y  aceptar, o  te encuentras   atado   por   las   cadenas de la tradición, del  materialismo y del prestigio?

No seas tímido; despierta, elévate, libérate y alza las cortinas que tu entrenamiento y educación han colgado sobre las ventanas de tu alma. Has de saber que no estás hablando con ningún hombre común, ni con un simple filósofo o maestro. Te encuentras en la presencia del Mesías real, el gran médico, el padre de la psiquiatría, el verdadero Cristo. Estás interrogando al Creador de los cielos y de la tierra, al Hijo de Dios.

Abre las cortinas, mi incrédulo hermano. Libérate de tu conservatismo intelectual. Este es un momento crucial. Se te está ofreciendo un don cuyo precio va más allá de tu imaginación. ¿Vas a desperdiciarlo? Al hablar con Cristo, deberías estar lleno de temor, pisando temblorosamente tierra sagrada, y arrodillado en reverente humildad. Él es tu Señor, tu Salvador, tu Redentor. ¿Es que no puedes entender, oh hombre de poca fe? ¿No puedes sentir su amor y bondad y la tristeza y decepción que hay en sus penetrantes ojos al ver cómo te alejas? Lo que realmente está diciéndote es: “Despréndete del orgullo y la arrogancia. Libérate de las cargas mundanas. Arrepiéntete de tus transgresiones; purifica tus manos, y mente, y corazón creyendo que yo soy el pan de la vida, el manantial de aguas vivas. Acéptame a mí y mi evangelio. Desciende a las aguas del verdadero bautismo.”

¿Puedes imaginar la limpieza del que emerge de las aguas de la tumba, como alma lavada, y la libertad, gozo y gloria que le acompañan? Y aún, después de todo esto, todavía preguntas, “¿Cómo pueden ser posibles estas cosas? Tu pregunta da lugar al siguiente reproche del Maestro: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto? (Juan 3:10.)

Oh, amado hermano mío, las puertas de la oportunidad ya se están cerrando. ¿Por qué no puedes comprender? ¿Son demasiados los obstáculos materiales? Él ya sabe de la influencia que tienes, de tu riqueza, erudición, tu alta posición en la sociedad, en el gobierno, en el poderoso grupo eclesiástico al que perteneces.

Él no te ofrece un reino subordinado y decadente como tú desahuciada y moribunda Judá. Él te invita a regir, no como emperador de un reino temporal del mundo, tal como el de Roma, cuyo destino sea desmoronarse como la arcilla, sino como ciudadano del reino de los cielos, para elevarte en estatura y autoridad en el debido tiempo, hasta que seas rey por derecho propio, con un dominio más grande que todos los imperios de la tierra combinados.

Parece que en tu decisión te sientes agobiado y preocupado por los tesoros mundanales y las aclamaciones de los hombres y las comodidades de la riqueza. Nuestro corazón llora por ti, amigo Nicodemo. Pareces un hombre tan bueno, filántropo, bondadoso y generoso. Podrías haber sido un elemento sumamente poderoso en el reino del Señor. Tuviste la chispa del deseo. Pudiste haber sido uno de sus setentas para proclamar la verdad como un representante delantero, o un apóstol, o aun el presidente de su Iglesia. Pudiste haber llenado la posición que tomó Matías o haber sido un apóstol para los gentiles, junto con Pablo. Qué poco comprendemos las grandes oportunidades que a menudo perdemos al tomar una decisión equivocada. Pero, en fin, como el precio era muy alto.

Deseoso de que no te pierdas en la oscuridad sin tener toda oportunidad posible, Cristo te ofrece su testimonio nueva­mente. El no podrá librarte de la culpa. No puedes escapar de la condenación por refutar este testimonio, Sr. Razonador. Escucha ahora sus palabras:

Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?

Porque no envió Dios a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.

De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio. (Juan 3:12,17,11.)

Oh, Nicodemo, ¿por qué rechazaste su testimonio? ¿Por qué cerraste tu corazón al entendimiento? ¿Por qué te mostraste indeciso cuando el Redentor del mundo se dignó testificar? Si hubieras tomado humildemente los pasos del arrepentimiento y el debido bautismo, entonces habrías recibido el don del Espíritu Santo por la imposición de manos de uno de sus apóstoles, o aun El mismo lo podría haber hecho.

El Espíritu Santo, por tanto, habría permanecido contigo mientras te mantuvieras digno y te habría susurrado al oído aquello que necesitabas para exclamar junto con tu Redentor:

Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos. (Juan 3:11.)

Tú podrías haber caminado por donde El caminó y vivido donde El vivid;

Tú podrías haber comido del mismo pan y tomado del mismo alimento de que El participó y haberte arrodillado en el mismo lugar donde El oró;

Él podría haber lavado y secado tus cansados pies.

Él podría haber impuesto sobre tu cabeza el fuego de sus preciosas manos.

Tú podrías haber aligerado su carga y limpiado las gotas de sangre de su cuerpo y de su rostro;

Tú podrías haber obrado en su defensa cuando en su agonía El más lo necesitaba;

Las palabras más mortificantes casi siempre brotan de los labios y se expresan por escrito;

Las palabras más tristes, “Podría haber sido”, resultan ser los lamentos más amargos.

Ahora, mis amados amigos, vosotros también sois generosos y bondadosos. Vosotros también sois devotos y espirituales. Más, ¿os sentís, igual que Nicodemo, agobiados por todas esos prejuicios e ideas preconcebidas? ¿Son demasiadas vuestras riquezas y os halláis tan sujetos a las cosas de este mundo que encontráis difícil aceptar lo que la Iglesia de Cristo requeriría de vosotros? ¿Es que sois tan importantes como para temer que vuestra posición o influencia local se vean perjudicadas? ¿Os sentís demasiado débiles como para aceptar y cumplir con un servicio que se os pueda pedir? ¿Os halláis muy ocupados como para estudiar, orar y aprender más sobre el programa de Cristo? ¿Habéis sido entrenados con una orientación demasiado materialista como para aceptar los milagros, las visiones, los profetas y las revelaciones?

Si algunos de vosotros sois como Nicodemo modernos, os ruego percibir el nuevo mundo de verdades. El Señor Jesucristo os hace la súplica de considerar lo siguiente: Mi verdadera iglesia ha sido restaurada en la tierra con mis doctrinas de salvación.

He puesto en las posiciones de autoridad a apóstoles y a otros llamados asimismo por medios divinos, y a la cabeza he puesto a un profeta que hoy recibe mis santas revelaciones.

Hay muchas iglesias, pero son de los hombres y no mías.

Existen muchos credos, pero no provienen de mí.

Existen muchas organizaciones por todo el mundo, pero no han sido organizadas debidamente ni son de mi aceptación.

También hay legiones de falsos representantes y usurpadores religiosos, pero yo no los he llamado ni reconozco sus ordenanzas.

Mi segunda venida está a la mano.

Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.

Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono. . . . El que tiene oído, oiga. . . (Apocalipsis 3:20-22.)