
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo veintiséis
La Palabra de Sabiduría
Tesoros de conocimiento escondidos
Cierto día me senté a conversar con un abogado amigo mío en el despacho de directores de mi oficina en Arizona.
Con su lenta y apacible forma de hablar, mi amigo me dijo: “Vine a felicitarte por tu llamamiento al apostolado y a conversar contigo antes de que te traslades a Salt Lake City”. Hablamos sobre las responsabilidades de mi nuevo llamamiento y luego él me contó una experiencia que tuvo mientras estudiaba en la Facultad de Derecho de la Universidad George Washington.
Había un grupo de jóvenes estudiantes, miembros de la Iglesia, que debido a que no existía entonces ninguna estaca en el Este del país (EUA), llevaban a cabo sus clases de Escuela Dominical en una residencia alquilada. Su maestro era Don B. Colton, diputado del estado de Utah.
Una mañana particular de domingo, estaban estudiando la sección 89 del libro Doctrina y Convenios, conocida como la ley de salud del Señor. El hermano Colton había dado una excelente presentación sobre la Palabra de Sabiduría, que es “el orden y la voluntad de Dios en la salvación temporal de todos los Santos de los Últimos Días”.
Hizo hincapié también en la siguiente declaración del Señor: Por motivo de las maldades y designios que existen y que existirán en el corazón de hombres conspiradores en los últimos días, os he amonestado y os prevengo, dándoos esta palabra de sabiduría por revelación. (DyC 89:4.)
Al Señor le disgusta que sus hijos terrenales ingieran “vino y bebidas alcohólicas”. Él ha declarado que el “tabaco no es para el cuerpo. . . y no es bueno para el hombre”. Y además, “las bebidas calientes no son para el cuerpo…”
El hermano Colton también recalcó las ricas promesas que el Señor hizo a aquellos que guardaren esta ley de salud: Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia a los mandamientos. . . . hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos; y yo, el Señor, les prometo que el ángel destructor pasará de ellos, como de los hijos de Israel, y no los matará. Amén. (DyC 89:18-19, 21.)
Al reparar en estos versículos, uno de los estudiantes preguntó: “Hermano Colton, la promesa dice que si se observan estas leyes, se encontrará ‘sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos’. Muchos de los que asisten a esta universidad consumen tabaco y licor y violan todos los mandamientos, incluyendo la ley de castidad y, sin embargo, en algunos casos sobresalen más que otros académicamente. En lo que a mí respecta, mi obediencia a la Palabra de Sabiduría no me ha elevado intelectualmente por encima de ellos. ¿A qué se debe eso?”
El hermano Colton decidió posponer la respuesta a esta pregunta para la siguiente semana.
Al llegar el día viernes, como de costumbre, varios de los diputados se encontraban almorzando en el restaurante de la Cámara de Representantes, cuando el hermano Colton apareció y se unió al grupo. Los otros empezaron a bromear en tono amistoso: “Escondamos los cigarros y las tazas de café, que aquí viene el diputado mormón”. Un diputado de uno de los estados del Oeste (EUA) intervino en su defensa, diciendo: “Caballeros, pueden burlarse del Sr. Colton y divertirse a costa de la Iglesia Mormona, si desean, pero déjenme contarles algo que me sucedió cierta vez”.
La historia que les relató era más o menos así: “Me encontraba yo en mi estado natal haciendo campaña política, estrechando las manos de los votantes y tratando de conocer a mis simpatizantes, Al llegar el domingo, me tocó quedarme en un pueblecito de las afueras de la ciudad.
“Me senté en la antesala del hotel a leer el periódico, cuando a través de la ventana de vidrio cilindrado divisé a varias personas que se encaminaban en una misma dirección. Movido por la curiosidad, los seguí hasta una pequeña capilla y me introduje discretamente en el salón, buscando un asiento en la parte de atrás, desde donde pudiera escuchar y observar todo lo que sucediera.
“Aquel servicio religioso fue algo diferente; nunca había visto otro igual. Un hombre al que llamaban obispo dirigió la reunión. La congregación entonó cantos de alabanza, y otro hombre llamado de la audiencia ofreció una oración, al parecer sin previo aviso. La música que se tocó era suave. En el mayor de los silencios, un joven se arrodilló y pronunció una oración para bendecir el pan que él y su compañero habían desmenuzado en pequeños pedazos con anterioridad, y luego varios muchachos de alrededor de doce o trece años tomaron cada uno una bandeja de pan partido y lo distribuyeron entre la congregación. Lo mismo hicieron con unas copitas de agua. Después de que el coro hubo cantado un himno, yo me imaginé que vendría un sermón, pero en lugar de ello el obispo anunció: ‘Hermanos y hermanas, hoy es nuestro día mensual de ayuno y testimonios, de modo que pueden proceder a hablar conforme se sientan dirigidos por el Espíritu. Esta hora no es para discursos, sino para hablar de sus propias almas, de sus sentimientos más profundos y de sus creencias. El tiempo es de ustedes.”
Aquel diputado del Oeste hizo una pausa, y luego continuó: “Nunca había tenido una experiencia como ésa. Se levantaron a hablar varias personas de la congregación. Con profunda solemnidad, un hombre expresó cuánto amaba a la Iglesia y al evangelio y habló de lo que éstos significaban en la vida de su familia.
“Desde otro ángulo del salón, se levantó una mujer que, con honda convicción, habló sobre una curación milagrosa ocurrida en su familia como resultado de la oración y el ayuno, concluyendo con lo que ellos llaman un testimonio: que el evangelio de Jesucristo que se enseña en la Iglesia era verdadero y que a causa de él su vida se había llenado de gran felicidad y de profunda paz.
“Después se paró otra mujer que dio testimonio sobre su seguridad de que Jóse Smith era verdaderamente un Profeta de Dios y de que él había sido un instrumento del Señor para restaurar el verdadero evangelio a la tierra.
“Un hombre del coro, que evidentemente era un inmigrante recién llegado, habló en inglés con alguna dificultad, particularmente al usar los verbos y construir oraciones. Dijo que hacía dos años que dos jóvenes misioneros le habían enseñado el evangelio en la lejana Holanda, y que, desde que él y su familia habían abrazado la verdad, se había operado una gran transformación en sus vidas y vivían muy felices por ello.
“En aquella reunión hubo participación tanto de parte de los ancianos, como de los adultos y los jóvenes. Algunos eran granjeros u obreros, otros eran maestros, hombres de negocios o profesionales de otros campos. En ningún momento se advirtió en ellos arrogancia alguna, sino que, al contrario, había una atmósfera de discreta solemnidad, cordial amabilidad y dulce espiritualidad.
“Luego se levantaron sucesivamente varios niños. Ellos no hablaron tanto de su conocimiento de las cosas espirituales, como de su amor hacia sus padres y hacia el Salvador, acerca de quien habían aprendido mucho en la Primaria*, en la Escuela Dominical y en sus hogares.
»Al concluir la reunión, el obispo se levantó e hizo algunos comentarios pertinentes de elogio, además de expresar sus propias convicciones. Luego dio por terminada la reunión.”
Aquel diputado advirtió, entonces, que todos los que estaban alrededor de la mesa le escuchaban muy atentamente: “Nunca había sentido que el tiempo transcurriera tan rápidamente como en aquella ocasión», continuó. » Realmente me dejaron muy impresionado. Conforme cada persona había hablado, había concluido en el nombre de Jesucristo, así es que yo estaba conmovido y profundamente impresionado. Me detuve a pensar entonces: ¡Qué sinceros! ¡Qué dulces y qué espirituales! ¡Qué gran seguridad parecen tener en cuanto a su Redentor! ¡Qué paz la que inspiran! ¡Qué gran segundad tienen en su conocimiento espiritual, qué gran fuerza y fortaleza, y qué vidas más significativas!”
Luego continuó diciendo: “Pensé en mis propios hijos y nietos y en su atropellada existencia, sus egocéntricas actividades, sus aparentes vacíos espirituales, sus rutinarias vidas en busca de dinero, de diversión y de aventuras. Entonces me dije, con un entusiasmo nuevo para mí: ‘Cómo quisiera que mi propia posteridad pudiera tener esta misma seguridad y fe, esta profunda convicción. No sé, pero esta humilde gente parece tener un secreto del que no goza la mayoría de las personas, algo que vale más que cualquier otra cosa —un tesoro escondido de plenitud espiritual’ “.
Así concluyó aquel almuerzo y los diputados volvieron a sus puestos.
Llegó el siguiente domingo y el élder Colton se encontró de nuevo frente a su clase de Escuela Dominical, constituida por jóvenes estudiantes universitarios. Les contó esta misma historia y dijo que lo que aquel diputado había observado era lo que constituía precisamente esos “tesoros de conocimiento escondidos” que se prometían en las revelaciones, y que estos misterios del reino se relacionaban con todas las verdades y no simplemente con los logros científicos, casos legales y otras cosas seglares. Les dijo que “los tesoros de conocimiento” abarcaban mucho más que las cosas materiales y que se extendían hasta áreas infinitas no exploradas todavía por muchas personalidades brillantes en otros campos. Luego les repitió la declaración de las Escrituras que ha venido a convertirse en un proverbio entre los miembros de la Iglesia: “La gloria de Dios es la inteligencia, o en otras palabras, luz y verdad.” (DyC 93:36.)
El conocimiento no se basa únicamente en las ecuaciones de álgebra, los teoremas de geometría o los milagros del espacio. Abarca más que eso, tal como se registra en la epístola a los Hebreos, un conocimiento por el cual ha sido “constituido el universo por la palabra de Dios”; por el cual “Enoc fue traspuesto para no ver muerte”; por el cual Noé, con una sabiduría que ningún otro humano tenía, construyó un arca en tierra seca y así salvó a una raza llevando la simiente de la misma por en medio del diluvio. (Ver Hebreos 11:3, 5, 7.)
Este conocimiento escondido es el poder que transporta a una persona a mundos nuevos y más altos, y la eleva hacia nuevas esferas espirituales.
Ambos tesoros de conocimiento, el seglar y el espiritual, están escondidos; sí, escondidos únicamente para aquéllos que no buscan adecuadamente ni se esfuerzan por encontrarlos. El conocimiento de lo espiritual no se da a un individuo que no hace ningún esfuerzo, al igual que tampoco el seglar. El conocimiento de las cosas espirituales da el poder de vivir eternamente y de elevarse por encima de los demás, y vencer y desarrollarse, para finalmente crear.
El conocimiento escondido no es imposible de encontrar. Se encuentra disponible para todos los que lo busquen realmente. El Redentor dijo: “Buscad y hallaréis”.
Sin embargo, el conocimiento espiritual no se hará disponible simplemente con pedirlo. No basta solamente con orar; se requiere además persistencia y una vida de devoción.
El conocimiento de las cosas seglares de la vida es temporal y por tanto limitado; el conocimiento de las verdades infinitas es también temporal, pero además es eterno.
De todos los tesoros de conocimiento, el más vital es el de conocer a Dios, su existencia, sus poderes, amor y promesas.
Cristo dijo: El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. (Juan 14:21.)
El profeta José Smith explicó que esto significa que la visita del Padre y del Hijo a una persona es una realidad —una aparición personal— y no simplemente el acto de morar en su corazón. (Véase DyC 130:3.)
Este testimonio personal es el tesoro más valioso de todos.
Podemos adquirir conocimiento acerca del espacio y conquistarlo en grado limitado; podemos explorar la luna y otros planetas, pero ningún hombre podrá jamás encontrar verdaderamente a Dios en un laboratorio de una universidad, ni en los tubos de ensayo de física en los talleres de experimentación, ni tampoco en los campos de prueba de Cabo Kennedy. A Dios y su plan sólo se les puede encontrar en la honda reflexión, la lectura apropiada, la intensa y humilde oración devota, de rodillas, y en la sinceridad nacida de la necesidad y la confianza.
Habiendo cumplido completamente con estos requisitos, no existe alma entre polo y polo, ni de océano a océano, que no pueda obtener con toda seguridad este conocimiento, este tesoro escondido de conocimiento, este conocimiento salvador y exaltador.
El presidente Joseph Fielding Smith, en un discurso dado en la Universidad Brigham Young, citó de las revelaciones de los últimos días lo siguiente: “. . .el hombre no puede salvarse en la ignorancia», y luego hizo la pregunta:
¿Ignorancia de qué? ¿Queremos decir con eso que un hombre debe ser perito en su conocimiento seglar —que debe dominar cierta disciplina de educación? ¿Qué significa realmente?
Significa que un hombre no puede salvarse en la ignorancia de los principios salvadores del evangelio. No podemos salvarnos si no tenemos fe en Dios, ni tampoco ser salvos en nuestros pecados. . . . Debemos recibir las ordenanzas y los convenios pertenecientes al evangelio y permanecer leales y fieles hasta el fin. El día llegará en que, si somos fieles y justos, obtendremos todo conocimiento, mas eso no se requiere de nosotros en esta breve vida mortal, porque sería imposible. Sin embargo, con fe e integridad hacia la verdad, podemos poner en esta tierra los cimientos sobre los cuales edificaremos para la eternidad.
La inteligencia verdadera consiste en el uso creativo del conocimiento, no simplemente en una acumulación de hechos.
Lo esencial y lo más grande de todo conocimiento es, entonces, conocer a Dios y su plan para nuestra exaltación. Podemos conocerlo de vista, de oído o de sentimiento. Mientras que son relativamente pocos los que realmente llegan a conocerlo, todos pueden llegar al mismo conocimiento, y no solamente los profetas antiguos y modernos, sino como él dijo:
. . . toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy. (DyC 93:1)
Si los hombres reúnen los requisitos, tienen esta inalterable promesa de su Redentor.
En una de sus oraciones, Jesús dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. (Mateo 11:25.)
Pablo también dijo:
Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció. . . .
Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. (1 Corintios 2:7-8, 11.)
Tener un conocimiento tanto de lo seglar como de lo espiritual es lo ideal. Tener únicamente el seglar es, como dijo Judas el apóstol:
. . . nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto. . . . (Judas 12)
El conocimiento seglar es algo que puede desearse; el espiritual es una necesidad. Necesitaremos todo el conocimiento seglar que podamos acumular a fin de crear mundos y poblarlos, pero únicamente a través de los misterios de Dios y estos tesoros escondidos de conocimiento podremos llegar al lugar y a la condición en que podamos usar ese conocimiento en la creación y exaltación.
Debemos aprender a dominarnos a nosotros mismos, por medio de la obediencia a la ley de salud del Señor y a sus otras leyes, del control de nuestros apetitos físicos y de nuestra decisión de dar el primer lugar en nuestras vidas al servicio de Dios y de nuestro prójimo, de manera que podamos recibir las cosas escondidas del espíritu y podamos alcanzar la perfección con el Padre y el Hijo.
























