
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo veintisiete.
Los diezmos.
“DAD. . . a Dios”.
Movidos siempre por el deseo de enredar y engañar al Salvador, una vez más los fariseos le tendieron sus trampas en el siguiente pasaje:
. . . ¿Es lícito dar tributo a César, o no?. . . . Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos… les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. (Mateo 22:17-18, 21.)
Cierta vez un amigo me invitó a ir con él a su hacienda*. Abrió la puerta de un automóvil nuevo, se deslizó detrás del volante, y me dijo: “¿Qué te parece mi nuevo auto?” En medio del lujo y la comodidad del aire acondicionado, viajamos a través del campo hasta llegar a una elegante mansión rodeada de hermosos jardines y, sin la menor muestra de modestia, me dijo: “Esta es mi casa”.
Siguió manejando hasta llegar a una loma cubierta de césped, desde la cual se divisaba el sol escondiéndose ya detrás de las lejanas colinas. Señalando hacia el norte, mi amigo me preguntó: “¿Ves ese poblado de árboles?” Desde luego que los podía ver claramente en el pálido anochecer.
Luego, señalando hacia el oriente, me dijo: “¿Ves el lago?” También pude apreciarlo muy bien, resplandeciente en el ocaso.
“Mira ahora al barranco que se ve al sur”, y nos dimos vuelta en aquella dirección para explorar desde la distancia. En seguida me señaló los graneros, los silos y la casa que había hacia el occidente. Con una amplia moción del brazo, desde un lado hasta el otro, dijo con alarde: “Desde aquel grupo de árboles, y el lago y el barranco, hasta los edificios de la hacienda, y todo lo que queda entre ellos —todo es propiedad mía. Y el hato de ganado que ves en la pradera también me pertenece”.
Yo sabía que aquél era un hombre de grandes habilidades como organizador, inteligente e ingenioso; sin embargo, en muchos aspectos estaba llevando una vida estrecha. Tal parecía como que sus bienes materiales lo poseían a él. Había rechazado oportunidades de servir en la Iglesia a causa de que su hacienda lo mantenía “muy ocupado”, y contribuía muy poco económicamente porque siempre andaba “escaso de dinero debido a que todo está invertido en la hacienda”, como él decía.
Ante esto, no pude menos que pensar en una de las parábolas de Cristo:
La heredad de un hombre rico había producido mucho.
Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos?
Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes;
y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate.
Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?
Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios. (Lucas 12:16-21.)
El Salmista dijo: De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan.
Porque él la fundó sobre los mares, y la afirmó sobre los ríos. (Salmos 24:1-2.)
Mi amigo se sentía orgulloso de haber levantado su hacienda en medio del desierto con su propio esfuerzo y trabajo, pero ¿de dónde había recibido esa fuerza y cómo había obtenido aquella tierra y el agua con qué hacerla productiva, sino por medio de Dios?
Abundante lluvia esparciste, oh Dios;
A tu heredad exhausta tú la reanimaste. (Salmos 68:9.)
Si la tierra es de Dios, quiere decir entonces, que nosotros no somos sino sus arrendatarios y que le debemos al propietario una rendición de cuentas de la misma. Las Escrituras dicen: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. ¿Qué porcentaje de nuestros ingresos pagamos a César? ¿Y cuánto a Dios?
El mandamiento que el Señor nos ha dado a través de Malaquías dice:
¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas.
Traed todos los diezmos al alfolí… y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde. (Malaquías 3:8, 10.)
En los últimos días, el Señor ha dicho nuevamente:
Y si buscáis las riquezas que según su voluntad el Padre quiere daros, seréis los más ricos de todos los pueblos, porque tendréis las riquezas de la eternidad; y conviene que las riquezas de la tierra sean mías para dar. . . . (DyC 38:39.)
No encontramos ningún lugar en las Sagradas Escrituras en donde Dios haya dicho: “Te concedo el derecho sobre esta tierra incondicionalmente”. No nos corresponde a nosotros el dar, tener, retener, vender, despojar y explotar como nos parezca.
Las Escrituras modernas dicen que si guardáis los mandamientos, la abundancia de la tierra será vuestra, las bestias del campo y las aves del cielo. . .
Sí, todas las cosas que de la tierra salen. . . son hechas para el beneficio y el uso del hombre. . . . (DyC 59:16, 18.)
Esta promesa no parece incluir la tierra misma, sino únicamente el uso y su contenido, dados al hombre bajo condición de obedecer todos los mandamientos de Dios.
El incidente de que os hablé sucedió hace muchos años, pero algún tiempo después volví a ver a mi amigo en su lecho de muerte entre los lujosos muebles de su suntuosa mansión. Le crucé los brazos sobre el pecho y le cerré los párpados. Hablé en su funeral y seguí el cortejo desde el buen pedazo de tierra que había reclamado como suyo, hasta su tumba, un diminuto trozo rectangular del largo de un hombre alto y del ancho de uno corpulento.
Hace poco vi la misma propiedad, cundida de dorado grano, de alfalfa verde y de algodón blanco, aparentemente ignorante de la existencia de aquel que la reclamaba.
¡Oh, trivial hombre, eres como incansable hormiga moviendo las arenas del mar!
No es solamente el hacendado* el que es un arrendatario de las propiedades del Señor. Por ejemplo, al viajar por una carretera, me detuve a comprarle algo de fruta a un hombre a quien conocía. El puesto quedaba contiguo a un huerto. Le pregunté al hombre: “¿Son suyos todos estos árboles?”
Entonces me respondió: “De la carretera a la colina —todo me pertenece, lo mismo que toda la fruta que recogemos y vendemos”.
Pensé por un momento y dije: “¿No tiene ningún socio? Usted compró la tierra y las plantas, pero ¿quién puso los compuestos químicos en el suelo para hacerlas crecer? ¿Quién envió la savia viviente que corre por sus ramas? ¿Quién los hizo florecer y perfumar el aire con su dulce fragancia? ¿Creó Ud. la lluvia? ¿Puede Ud. darle órdenes al sol? ¿Pone Ud. instrucciones en los árboles para que éstos produzcan capullos y flores, frutas maduras, sabor y valor nutritivo? Aquél que hizo la tierra, los árboles y los elementos tiene el derecho real sobre todo ello. ¿Ha arreglado ya el pago del arrendamiento?
“Estoy seguro de que Ud. le paga al César su porción completa, sin jamás fallarle. Más, ¿calcula y paga la parte que le corresponde a Dios?
“¿Son estos árboles suyos y de nadie más? ¿Es que no hay reclamo de ningún socio sobre la fruta?
“¿Es usted íntegro? ¿Le robaría usted a Dios, su socio, teniendo presente que la tierra es del Señor y la abundancia de la misma también?
“Cuando Dios hubo creado al hombre y a la mujer, los colocó sobre la tierra para labrarla, guardarla y sojuzgarla. (Ver Génesis 2:15.) Tal parece que esta relación de propietario-arrendatario es justa —el Señor, o sea propietario, provee la tierra, el aire, el agua, la luz del sol y todos los elementos que la hacen fructífera. El arrendatario pone el trabajo”.
El Señor prometió después del diluvio:
Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y el día y la noche. (Génesis 8:22.)
Y el salmista cantó:
Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios. . .
Haces que se empapen sus surcos, haces descender sus canales; la ablandas con lluvias… Se visten de manadas los llanos . . . Dan voces de júbilo, y aun cantan. (Salmos 65:9-10, 13.)
De la misericordia de Jehová está llena la tierra. (Salmos 33:5.)
Un mes después de esto supe que el horticultor había perdido la vida en un accidente automovilístico. No había pagado su tenencia, ni tampoco pudo llevarse su huerto a la tumba. Pero cada primavera los árboles todavía florecen y cada otoño se recoge su exquisito fruto.
Un día, cerca de una playa, divisé una hermosa casa. Jactanciosamente, su ocupante la señaló como una obra de arte arquitectónico, construida sólidamente para soportar las tormentas sin problemas.
Cierto día se escuchó una advertencia. Un maremoto precipitó el mar sobre la playa. Todos los ocupantes de aquella casa fueron rescatados, mas cuando la gran marea se retiró, sólo quedó un piso de cemento como señal del lugar donde momentos antes yacía la posesión preciada de aquel hombre. Las piedras habían sido arrastradas al mar y la madera había sido reducida a palillos que flotaban sobre el agua. Recordé entonces cuán a menudo solía el salmista criticar al hombre por su vanidad.
En otra ocasión acompañé a un amigo a su banco. Revisó el contenido de su caja de seguridad y, alzando un puñado de acciones, bonos y escrituras, me dijo lleno de orgullo: “Todo esto que ves es mío. Representa el trabajo de toda una vida”.
Me quedé pensando: “¿Y cómo es que has prosperado y te ha ido tan bien? ¿Cómo obtuviste tus talentos y habilidades? ¿Es que tú mismo creaste tu don de la vista, de la voz, de la memoria y la capacidad de pensar?
“¿Pagas diezmos? ¿Le das a Dios aquello que desde siempre le ha pertenecido? No dudo de que el César nunca deja de recibir su parte. ¿Qué hay en cuanto a Dios? Las oportunidades que se te han dado en esta tierra, tú mismo las aceptaste bajo una condición. Tú sólo arrendaste Su tierra, Su equipo, usaste Sus elementos, como bien sabes.
“¿Es acaso que el hombre débil posee, lega y da como si él mismo hubiera hecho los cielos y la tierra? Y ¿es que hace esto sin presentar ningún informe o rendición de cuentas?”
En el recinto de una universidad conocí a un hombre muy preparado, brillante, y poseedor de altos grados académicos. Hablamos sobre el asunto de los ingresos. A pesar de que los suyos eran considerablemente grandes, el sentía que no eran suficientes para cubrir sus necesidades.
“¿Paga Ud. diezmo?”, le pregunté.
“¿Para qué iba a pagarlos? si él había ganado su propio del salmista:
“De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan”.
Ante esto él objetó, “Yo no reclamo ninguna tierra. No uso ninguno de los elementos —Yo entreno las mentes de los hombres. No tengo ninguna deuda con nadie. Lo que recibo me lo gano por mí mismo”.
Entonces le pregunté: “¿Por medio de qué gran poder lo gana?”
“Del de mi inteligencia”, dijo.
Continué interrogando: ¿Cómo es que nació su inteligencia? ¿La creó Ud. mismo? ¿La ensambló en una fábrica? ¿La compró en un almacén? ¿Combinó Ud. todos los elementos pertinentes, diseñando todo el complejo y dándole el debido poder? ¿Dónde obtuvo su fortaleza, su visión, poder y salud? ¿Dónde adquirió su respiración y su continuidad de vida? ¿Puede Ud. fabricar inteligencias, construir cuerpos y crear almas?”
El hombre se mostraba arrogante y orgulloso. Al igual que los otros, necesitaba la amonestación dada a los rebeldes israelitas:
Cuídate de no olvidarte de Jehová tu Dios. . . sus mandamientos… y sus estatutos. . .
[No suceda que] tus vacas y tus ovejas. . . y la plata y el oro. . .y todo lo que tuvieres se aumente;
Y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Jehová tú Dios,. . .
que te hizo caminar. . . [lleno de] sed, donde no había agua, y él te sacó agua de la roca del pedernal; . . .
y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza.
Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer la riqueza. . . . (Deuteronomio 8:11, 13-15, 17-18.)
Por largos años aquel hombre había estado haciendo mal uso de sus fondos —apropiándose de la décima parte que le correspondía a su Creador. ¿Qué derecho tenía él de usar sin permiso los fondos del arrendamiento del Señor, sin rendir ninguna cuenta y sin la dignidad y fidelidad proporcionales, sobre las cuales se le habían prometido las otras nueve partes? Aquel hombre había olvidado la pregunta de Malaquías: “¿Robará el hombre a Dios?” (Malaquías 3:8.)
Yo viví más tiempo que ese hombre también. Fue una experiencia triste la hora de su partida. Aquel hombre fuerte se había vuelto débil y su poder estaba muerto. Su cerebro, todavía revestido del cráneo, ya no funcionaba más. No respiraba; no enseñaba más a los jóvenes, no daba más órdenes a ningún oyente, ni percibía ya ningún salario; no ocupaba ya más ningún apartamento, sino más bien un pedazo de terreno en una ladera cundida de hierbas. Mas hoy, espero que él sepa que “de Jehová es la tierra y todo lo que hay en ella”.
Le pregunté a otro hombre si pagaba diezmos. Ruborizado me contestó: “Nosotros no tenemos dinero suficiente para diezmar”.
“¿Cómo? ¿Que no pueden sufragar la integridad? ¿Que no pueden devolverle al programa del Gran Proveedor aquello que desde siempre ha sido de Él”.
El hombre me respondió: “Mis estudios fueron muy caros. Nuestros pequeñitos nos han costado mucho y ya viene otro en camino. Ya vendrá el turno del doctor y del hospital. Nuestro auto estaba averiado, así que tuvimos que gastar en él también. Las vacaciones, enfermedades y el alto costo de la vida nos dejan sin nada que dar a la Iglesia”.
“¿Cree Ud. en Dios?”
“Por supuesto”, me contestó.
“¿Realmente?” insistí. “¿Cree Ud. que Dios haría una promesa que no estuviera dispuesto a cumplir? Usted no tiene ninguna confianza en Dios; si no es así, ¿por qué duda de sus gloriosas promesas? Usted tiene fe puramente en sí mismo. Dios prometió que El abriría las ventanas de los cielos y derramaría sobre usted abundantes bendiciones, fuera de toda comprensión, basadas por supuesto en su fidelidad. ¿Es que no tiene necesidad de esas bendiciones? Por esa décima parte, Él le recompensará con bendiciones jamás imaginadas. Dijo El: ‘Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman’. (1 Corintios 2:9.)
Y también: . . . buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. (Mateo 6:33.)
“¿No cree Ud. que Dios cumplirá su parte? No, no confía en el Señor. Usted retiene todos los fondos que recibe y los usa de acuerdo con su propio juicio. Teme que El no cumpla con Sus promesas.
“Sus propias deudas y problemas muestran su incapacidad de administrar sus propios asuntos. Ha fracasado hasta cierto punto en su abundante mayordomía. ¿Puede Ud. controlar sus negocios mejor que el Señor? ¿No cree que haría bien en usar a este gerente en el que ahora no tiene confianza? Sabemos que El no fallará».
Los diezmos no son para Dios. Somos nosotros los que cortamos los cupones y cobramos los dividendos, siendo los más beneficiados.
Un hombre asalariado se quejaba: “Mi vecino tiene una finca, de la cual saca todo el sustento para su familia. Nosotros compramos el nuestro en la tienda con nuestro dinero. Ellos matan una res, un puerco y se alimentan de lo que tienen en un hondo congelador. Colman la mesa de verduras y legumbres que cosechan en su huerto. El campo provee el alimento para las vacas que les suministran sus productos lácteos; su granja les da trigo para las aves que después sirven en la mesa; las gallinas les dan carne y huevos. ¿No debería él pagar diezmos sobre la producción de la tierra de su granja?”
La respuesta es: Por supuesto que sí; debe hacerlo si es fiel a sus convenios. Ningún hombre honesto le robaría al Señor sus diezmos y ofrendas.
De nuevo preguntamos: ¿Os sentís generosos cuando pagáis vuestros diezmos? ¿Os jactáis cuando la suma es grande? ¿Es generoso con sus padres el niño que lava el automóvil de la casa o que tiende su cama? ¿Sois generosos cuando pagáis vuestra renta o canceláis notas de pago en los bancos? No es que seáis generosos o dadivosos, sino que, cuando pagáis vuestros diezmos, simplemente estáis siendo honestos.
“Yo hice la tierra, y creé sobre ella al hombre”, dice el Señor. “Yo, mis manos, extendieron los cielos, y a todo su ejército mandé”. (Isaías 45:12.)
Es probable que vuestras actitudes sean el producto de vuestros conceptos erróneos.
¿Seríais capaces de robarle un peso a un amigo? ¿O un neumático al auto de vuestro vecino? ¿Seríais capaces de pedirle prestado a una viuda el dinero de su seguro sin la menor intención de pagarle después? ¿Asaltaríais un banco? Os asombráis de tales sugerencias, seguramente. Entonces, ¿le robaríais a vuestro Dios, vuestro Señor, quien ha establecido tales arreglos tan generosos con vosotros?
¿Tenéis algún derecho de apropiaros de los fondos de vuestro patrón para pagar vuestras deudas, comprar un auto, vestir a vuestra familia, alimentar a vuestros hijos, o construir una casa?
¿Tomaríais del dinero de vuestros vecinos para enviar a vuestros hijos a la universidad o a una misión? ¿Les ayudaríais a vuestros familiares o amigos con el dinero que no os pertenece? Algunas personas mezclan sus normas y pierden la visión de sus ideales. ¿Tomaríais del dinero de vuestros diezmos para pagar el fondo de construcción o la contribución para el mantenimiento del barrio? ¿Les llevaríais regalos a los pobres con el dinero de alguna otra persona? ¿Con el dinero del Señor?
El Señor continúa preguntando: “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado”. (Malaquías 3:8.)
También ha dicho: “hoy… es un día de sacrificio y de requerir el diezmo de mi pueblo”. (DyC 64:23.)
¿No se aplica la ley del diezmo a todos los hijos de los hombres, sin importar su credo o la iglesia a la que pertenezcan? Todos los que creen en la Biblia deben creer verdaderamente que ésta es una ley de Dios.
Las palabras del Divino Maestro hacen eco una y otra vez en nuestros oídos: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. El Señor bendecirá a todos los que aman y obedecen esta ley.
























