
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo veintinueve.
La sumisión.
“Dar coces contra el aguijón.
Yendo por el camino hacia Damasco, el Señor le apareció a Saulo de Tarso y le dijo: ‘ ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. (Hechos 9:5.) Esta figura de dicción capta la esencia misma de la rebelión contra Dios: sólo podemos herirnos a nosotros mismos. Si una persona es aguijoneada y provocada a ira por el dolor, es probable que tontamente comience a golpear contra la fuente de irritación, con lo cual únicamente aumentará su sufrimiento.
En los días de mi juventud, recuerdo que teníamos un vecino que por muchos días tuvo que andar con muletas. Cuando se le preguntaba cuál había sido la causa de su accidente, trataba de evadir la respuesta, pero un testigo me dijo con una sonrisa entre dientes: “Juan se tropezó con una mecedora la otra noche, y en su arranque de enojo inmediato le dio una patada a la silla y se quebró el dedo del pie”.
Saúl, el primer rey de Israel, al igual que Saulo de Tarso, también dio coces contra el aguijón para su eterno pesar. Desobedeció los mandamientos de Dios y se rebeló contra las limitaciones impuestas por su Señor. Su obstinación le costó su reino y produjo la denuncia mordaz del profeta Samuel:
Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey.
. . . Aunque eras pequeño en tus propios ojos, ¿no has sido hecho jefe de las tribus de Israel, y Jehová te ha ungido por rey sobre Israel? (1 Samuel 15:23, 17.)
¡Ah rey más insensato! Habiéndosete dado poder, riqueza y oportunidad, los desechaste a causa de tu arrogancia, capricho y engreimiento.
En los días de Brigham Young, hubo un hombre que se rebeló contra el llamado de éste de ir a los valles del sur (EUA). Su objeción era: “Nadie puede decirme lo que debo hacer”. Por causa de su rebelión personal, alejó a toda su familia de la Iglesia. ¡Cuán insignificante fue la decisión de este hombre para el gran programa de colonización de la Iglesia! Los valles fueron colonizados de todas formas. Ni en lo más mínimo perjudicó a la Iglesia con su errado proceder. A pesar de todo, la Iglesia ha seguido creciendo ininterrumpidamente. Pero, en cambio, ¡cuánto ha sufrido él en su progreso eterno! En contraste, aquellos miembros que dejaron sus hogares y colonizaron nuevas regiones se establecieron por sí mismos y criaron familias llenas de fe y devoción.
Para satisfacer su egoísmo, nutrir su orgullo y justificar su vana ambición, otro hombre asumió una posición similar contra las autoridades de la Iglesia. Siguió el patrón usual —no hubo apostasía al principio, sólo un complejo de superioridad de conocimiento y ligeras críticas hacia las Autoridades Generales. Dijo que amaba a estos hermanos, pero que ellos habían fallado en ver las cosas que él veía. Estaba seguro de que su interpretación era la correcta. Expresó que, a pesar de todo, seguiría amando a la Iglesia, mas su crítica aumentó y se desarrolló hasta extremos incalculables. No quería reconocer con sensatez que estaba errado, pues tenía su propio orgullo. Comentó el asunto con familiares y conocidos, y sus hijos, a pesar de que no aceptaban su filosofía completamente, se vieron afectados en su confianza hacia las autoridades y la Iglesia. Se sintieron frustrados y se alejaron de ésta; se casaron con personas que no eran miembros y su padre prácticamente los perdió. Más adelante se dio cuenta de su absurda posición y volvió a ser humilde y a participar activamente en la Iglesia, pero en cuanto a sus hijos ya era tarde.
Sé de otro hombre que, habiendo sido relevado de una alta posición en la Iglesia, se resintió grandemente. Él sabía que los llamamientos en la Iglesia eran responsabilidades temporales, mas tornó su rencor contra el dirigente que lo había relevado quejándose de la manera en que se había procedido. Pensaba que no se le había dado el reconocimiento adecuado, que había sido el momento menos propicio y que la acción representaba una censura al desempeño de su cargo. De modo que; entabló su propio caso, se llenó de resentimientos, empezó a faltar a las reuniones de la Iglesia, trató de encontrar justificación a sus faltas y se desvinculó de la obra del Señor. Sus hijos también se vieron afectados y participaron de sus mismas frustraciones. Sus nietos crecieron sin desarrollar ninguna espiritualidad. Mucho tiempo después,’ ‘volvió en sí» y al encontrarse al borde de la muerte, quiso regresar al camino, se dio la “media vuelta”, pero, entonces tuvo que enfrentarse con el hecho de que su familia no efectuaría la transformación que en aquellos momentos él hubiera dado su vida por ver operarse en ellos.
A menudo los hijos sufren por los errores de sus padres. Conozco el caso de una pareja que se disgustó con el obispo porque les negó una recomendación para entrar en el templo. El matrimonio, que se había sellado en el templo, había sido bendecido con ocho adorables niños. Como no iban a permitir que aquel joven obispo los disciplinara de aquella manera, no podían aceptar que se les limitara y humillara. ¿Es que eran menos dignos que otros? Opinaban que, sin lugar a dudas, el joven obispo era muy estricto y sumamente ortodoxo. Nunca más participarían en las actividades de la Iglesia ni pondrían un pie en aquella capilla en tanto que él siguiera dirigiendo el barrio. ¡Iban a demostrarle quiénes eran ellos! La historia de esta familia es trágica; los cuatro hijos menores nunca fueron bautizados y los cuatro mayores no recibieron tampoco el sacerdocio, ni fueron investidos ni sellados. Ninguno de ellos sirvió una misión. Hoy los padres todavía se sienten molestos y obstinados. Se cubrieron con una nube tan densa que ni las más justas oraciones pudieron penetrarla.
El individuo que se opone a los designios y propósitos del Señor sólo puede encontrar desilusión, decepción y miseria. El Señor dice: “Y los rebeldes serán traspasados de mucho pesar…” (DyC 1:3.), y explica en términos generales el destino de aquellos que dan coces contra el aguijón, que se rebelan contra Él y desacreditan su programa.
. . . Tan inútil le sería al hombre extender su débil brazo para contener el río Misurí en su curso decretado, o devolverlo hacia atrás, como evitar que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días.
He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos?
Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección única: Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de justicia.
Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre.
He aquí, antes de que se dé cuenta, queda abandonado a sí mismo para dar coces contra el aguijón, para perseguir a los santos y combatir contra Dios. (DyC 121:33-38.)
Los Césares quemaron a los primeros santos como antorchas, los arrojaron a las garras de bestias salvajes en los coliseos, los obligaron a buscar refugio en las catacumbas, les confiscaron sus propiedades y acabaron con sus vidas para destruir así el plan del Señor, pero todo fue inútil, pues lo que lograron con ello fue más bien intensificar los fuegos de la devoción y del sacrificio.
Los perseguidores decapitaron a Juan el Bautista y martirizaron a los Apóstoles, todo para destruir las obras de Dios; pero fracasaron en su intento. Mientras que relativamente pocos fueron los contemporáneos que los escucharon, miles de personas desde entonces han sido iluminadas por su doctrina, edificadas con sus ejemplos e inspiradas por sus testimonios.
“El mormonismo acabará si eliminamos a su profeta”, dijeron hace un siglo los perseguidores de la Iglesia cuando asesinaron a José Smith a sangre fría. No cabe duda que sus diabólicas sonrisas de satisfacción al consumar tan horrendo hecho se tornaron en expresiones de perplejidad al darse cuenta de que lo único que habían logrado con aquello era dar coces contra puntas espinosas, causándose daño tan sólo a sí mismos. El cruel martirio del profeta no destruyó el mormonismo. Al contrario, la piel desgarrada por los balazos fecundó la tierra, la sangre que hicieron derramar humedeció las semillas, y el espíritu que enviaron directamente a los cielos testificará contra ellos a través de todas las eternidades. La causa que intentaron destruir permanece hoy y continúa extendiéndose.
Gamaliel, el venerado doctor fariseo de la ley, que fue maestro de Saulo de Tarso, comprendió cuánta futilidad había en rebelarse contra Dios. Cuando los sacerdotes principales conspiraban contra los apóstoles, este sabio hombre les advirtió:
. . . mirad por vosotros lo que vais a hacer respecto a estos hombres.
. . . Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá;
mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios. (Hechos 5:35, 38-39.)
Esta rebelión de que hablamos no es un vicio que aqueje a los extraños, sino que es un pecado que aflige particularmente a los nuestros.
Los antediluvianos impusieron su propia ley y ellos mismos se cerraron las puertas. Jonás, en su egoísmo, se ofendió cuando el arrepentimiento de Nínive invalidó el cumplimiento de su profecía. Judas se rebeló contra Dios y sufrió los bofetones de Satanás. Sherem, con su conocimiento, elocuencia y su empleo de lisonjas al hablar, luchó por desviar a muchos de su fe básica, pero murió lleno de remordimiento y humillación. Nehor también trató de difundir su causa, incrementar su popularidad y dirigir la persecución con sus críticas y lisonjas, mas padeció una muerte ignominiosa. Korihor, con sus enseñanzas y su libertad y razonamientos intelectuales, gozó de una popularidad temporal para también terminar mendigando en las calles. Pablo, el rey Saúl y Alma, así como muchos otros en nuestros días, se han propuesto encubrir sus pecados, gratificar su orgullo y vana ambición, afligir al Espíritu del Señor, y apartarse de los lugares santos y de las influencias de rectitud. En las propias palabras del Salvador, tenemos:
He aquí, antes que se dé cuenta, queda abandonado a sí mismo para dar coces contra el aguijón, para perseguir a los santos y combatir contra Dios. (DyC 121:38.)
En una de las páginas del diario del profeta José Smith se registra lo siguiente: Escríbele a Oliverio Cowdery y pregúntale si no ha comido ya suficientes algarrobas. ¿No piensa que ya es hora de volver y de ser ataviado con los vestidos de justicia y subir a Jerusalén? Orson Hyde lo necesita. History of the Church [Historia de la Iglesia], vol. 5, pág. 366.)
Esto hace alusión al Hijo Pródigo cuyo triste destino lo rebajó al grado de comer algarrobas con los cerdos después de haber malgastado su herencia. Al igual que él, Oliverio Cowdery, un hombre de singulares oportunidades, luchó con su conciencia y ahogó sus mejores impulsos; y por fin, cuando los poderes terrenales estaban a punto de extinguirse, su influencia en el mundo se acabó casi por completo; entonces volvió en sí y de nuevo abrazó el programa contra el cual se había revelado antes. Su cuñado, David Whitmer, refiriéndose a su regreso a la Iglesia en una época posterior de su vida, dijo “Oliverio murió como uno de los hombres más felices que jamás yo haya visto. Después de estrechar las manos de su familia y de besar a su esposa e hija, dijo: ‘ ¡Ahora me postraré por última vez!’… y falleció con una sonrisa en el rostro.” Paz, esa dulce paz, es la que finalmente invade el corazón de los hombres cuando humildemente se someten a la suave influencia del Espíritu.
Alma hijo también habría de aprender lo que significaba dar coces contra el aguijón. La historia de su transformación no es diferente de la de Pablo. Con sus compañeros, se propuso “sostener el arca”, corregir a los líderes de la Iglesia y apoderarse de las mentes del pueblo. Estos eran hombres jóvenes, brillantes, elocuentes y extraordinarios. Y tal como Saulo de Tarso, ellos también se dieron a la tarea de destruir la Iglesia. En ese entonces eran hombres malvados e idólatras, y su poder e influencia yacía en su erudición y en la “grandeza de sus palabras” y adulaciones.
Un ángel del Señor se les apareció a todos estos jóvenes en una nube y les habló “como con voz de trueno que hizo temblar el suelo”. Tan grande fue su asombro, que cayeron a tierra y Alma quedó mudo e inerte. Llevado ante su padre, se recuperó después que aquellos que lo amaban hubieron ayunado y orado mucho.
Les tomó mucho valor el reconocer que estaban equivocados, pero estos jóvenes varones así lo hicieron y viajaron entre todo el pueblo “esforzándose celosamente por reparar todos los daños que habían causado a la Iglesia”. Habían dado coces contra el aguijón, tal como Pablo, pero una vez convencidos de sus errores, se habían tornado a combatir en defensa del Señor todo el resto de sus días.
Y sea dicho aquí para su gloria eterna, que mucha gente buena ha probado y se ha recuperado de los efectos de las ofensas, habiéndose dado cuenta de que en tanto que vivamos en la tierra, viviremos y trabajaremos con personas imperfectas y que habrá mal entendidos, ofensas y heridas a los sentimientos más sensibles. Aun los mejores motivos son muchas veces mal interpretados. Es consolador encontrar a tantas personas que, en la grandeza de su alma, han enderezado sus pensamientos, se han humillado, han perdonado lo que habían considerado ofensas personales y han buscado la reconciliación por su propio bien y el de su posteridad. Hay muchos otros que, habiendo caminado por senderos críticos, solitarios y escabrosos, han aceptado correcciones, reconocido errores, desechado el resentimiento de sus corazones y recobrado así la paz, esa codiciada paz que se hace tan necesaria cuando no se tiene.
Lo mejor de todo sería vivir de tal manera que, obedeciendo los mandamientos del Señor, nunca sintiéramos esos aguijones; mas si nos tocara sufrir esas penas de conciencia y justo castigo, resolvámonos a seguir el ejemplo de Pablo y, después de arrepentimos, seamos tan enérgicos en las obras de justicia como lo fuimos en la oposición. De esta manera podremos esperar también la recompensa que el Señor tiene reservada para sus hijos dignos.
























