La Fe Precede al Milagro

La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball

Capítulo treinta y uno

La Restauración
Y lo llamaron José


Hace sesenta años, F. M. Bareham escribió lo siguiente: Hace un siglo, [en 1809], los hombres seguían incansablemente la trayectoria de Napoleón y esperaban con impaciencia febril las noticias sobre las guerras. Mientras esto sucedía, en sus hogares se estaba dando nacimiento a muchos niños. Pero ¿quién iba a pensar en los niños en aquellas circunstancias? Todo lo que la gente tenía en mente era las batallas.

En el transcurso de un año, entre las batallas de Trafalgar y Waterloo, llegó discretamente al mundo una hueste de héroes: Gladstone nació en Liverpool; Tennyson en la Parroquia de Somersby; y Oliver Wendell Holmes en Massachusetts. Abraham Lincoln nació en Kentucky y el mundo de la música se vio enriquecido con el advenimiento de Félix Mendelsohn de Hamburgo, Alemania.

Más adelante, Bareham continúa diciendo: Pero nadie pensaba en los niños entonces, todos tenían su mente en las batallas. No obstante, ¿hubo alguna batalla en 1809 que fuera más importante que los niños que nacieron en ese mismo año? Nosotros presumimos que Dios puede controlar Su mundo solamente por medio de grandes batallas, mientras que todo el tiempo lo hace por medio de hermosos niños.

Cuando un error requiere corrección, o una verdad ser predicada, o un continente ser descubierto, Dios envía a un niño al mundo para hacerlo.

Mientras que la mayoría de los miles de preciosos infantes que nacen cada hora jamás serán conocidos fuera de sus vecindarios, hay muchas grandes almas que de entre ellos se levantarán y descollarán en su medio. Vemos, con Abraham, a las inteligencias que fueron organizadas antes que existiera el mundo; y entre todas éstas había muchas de las nobles y grandes; y escuchamos la voz del Señor decir: A éstos haré mis gobernantes. . . Abraham, tú eres uno de ellos; fuiste escogido antes de nacer. (Abraham 3:22-23.)

A Adán y Eva Él les ordenó:
Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla. . . (Génesis 1:28.)

Y el salmista canta:
He aquí, herencia de Jehová son los hijos. . . Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos.  . . . (Salmos 127:3, 5.)

Refiriéndose a estos “hombres célebres”, Carlyle dijo: El regalo más precioso que el cielo puede darle a la tierra es un hombre de genio, como le llamamos; el alma de un hombre efectivamente enviado desde los cielos para comunicarnos el mensaje de Dios.

¡¿Qué madre hay que al mirar a su hermoso infante con ternura no se imagine a su hijo como el futuro Presidente de la Iglesia o el líder de la nación?! Al anidarlo entre sus brazos, lo ve como a un futuro estadista, un líder, un profeta. ¡Algunos sueños se hacen realidad! Una madre nos da a un Shakespeare, otra a un Miguel Ángel, mientras que otra a un Abraham Lincoln, y aún otra a un José Smith.

En el momento en que los teólogos se debaten y tropiezan buscando verdades, cuando los labios fingen y los corazones deambulan, y el mundo “discurre de un lugar a otro, buscando palabra de Jehová y no la haya” —cuando la necesidad de disipar las nubes del error, de penetrar la oscuridad espiritual y de que los cielos sean abiertos se hace imperante, un pequeño infante viene a la tierra. Apenas si hay algunos vecinos esparcidos por la apartada área montañosa que se han enterado de que Lucy está esperando un bebé. No hay cuidado prenatal ni enfermeras; ni hospital, ni ambulancia o sala de partos. Hay tantos niños que viven y mueren en este rústico ambiente, y pocos se enteran de ello.

¡Lucy va a tener otro hijo! No hay trompetas que suenen, ni anuncios de última hora, ni fotos ni avisos a nadie; simple­mente unos cuantos vecinos amigables se encargan de esparcir el rumor por la comunidad. ¡Fue un varón! Lejos están de imaginarse sus hermanos de que en su propia familia ha nacido un profeta. Ni aun sus orgullosos padres vislumbran su destino espectacular. Ni siquiera los agricultores del campo ni los gandules de la tienda del lugar, ni las habladurías de la aldea alcanzan a imaginar sobre lo mucho que podrían dialogar de tener el don de la visión poética.

“Le dieron por nombre José”, se informa. Mas nadie sabe, ni siquiera sus padres, en estos momentos, que este infante y su padre han sido mencionados en las Escrituras por 3.500 años, nombrados así por causa de sus antepasado José, el salvador de Egipto e Israel, a quien le fueron dados a conocer. Ni siquiera su madre que lo adora sospecha, ni en sus sueños más ambiciosos ni en sus silenciosas meditaciones, que este hijo suyo, al igual que su antepasado, se convertirá en la gavilla de grano principal ante la cual todos los demás se inclinarán y en la estrella ante la cual el sol y lo luna y las otras estrellas darán reverencia.

El despertará el odio y la admiración de muchos; él edificará un imperio y restaurará una iglesia —la Iglesia de Jesucristo. Millones lo seguirán y erigirán monumentos en su nombre; los poetas lo elogiarán y muchos escritores llenarán bibliotecas con libros sobre él.

No hay alma viviente que pueda predecir que este sonrosado infante se convertirá en otro Moisés de igual poder espiritual y que será más grande que muchos profetas que le precedieron. Hablará con Dios, el Eterno Padre, y con Jesucristo, su Hijo; y los ángeles serán sus instructores especiales.

Sus coetáneos de Vermont no se imaginan que este pequeñito recién nacido vivirá como pocos hombres han vivido, logrará realizar lo que pocos hombres han logrado y morirá como a pocos les ha tocado morir, en medio de su propia sangre sagrada, en una prisión y en las manos de sus asesinos, como un mártir de la verdad sempiterna.

Ninguna expectativa resulta suficiente. ¡El destino deja atrás toda imaginación o sueño!

Con maravillas obra Dios, en la profundidad; y mésese en tempestad, y pasa por la mar.
Allá en la profundidad, de minas de valor; sus planes atesora él, y obra su poder.
William Cowper (Himnos de Sión, 124.)

Es así como, a medida que se han ido separando los pétalos de la flor de los Smith y durante los breves años de maduración de este fruto de los lomos de aquel otro José de Israel, el mundo se prepara para el evento más grande que ha ocurrido desde el meridiano de los tiempos. El trío de infantes: La Libertad, El Derecho y la Justicia luchan por sobrevivir; una pequeña nación colonial lucha por levantarse; gentes de muchas naciones, revolviéndose en el proceso de su unificación, se establecen paso a paso y en medio de penalidades y ardua labor con la mira de ver el nacimiento de un nuevo programa divino, “una obra maravillosa y un prodigio”, la restauración del evangelio en toda su plenitud.

“Nosotros presumimos”, dijo Bareham, “que Dios puede controlar Su mundo solamente por medio de grandes batallas, mientras que todo el tiempo lo hace por medio de hermosos niños.”

¡Oh insensatos hombres que piensan proteger al mundo con armamentos, naves de guerra y equipo espacial, cuando que todo lo que se necesita es rectitud!

Después de leer las páginas de la historia —seis mil años de ella— ¿es que no podemos ver que Dios envió a sus niños a convertirse en los maestros y profetas que habrían de preve­nirnos de nuestro amenazante destino? ¿Es que no podemos leer la inscripción sobre el muro? La historia se vuelve a repetir.

¡Oh hombres mortales, sordos y ciegos! ¿Es que no podemos leer el pasado? Por miles de años las rejas del arado han sido convertidas en espadas a martillazos y las podaderas en lanzas, y la guerra aún persiste.

Desde que Belsasar vio el dedo escribiendo sobre el muro de su palacio, la advertencia continúa reapareciendo. Tal parece reiterar con gran vigor la acusación de Daniel contra aquel pueblo orgulloso:
. . . Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin.
Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto.
Y tú, su hijo Belsasar, no has humillado tu corazón, sabiendo todo esto;
. . . diste alabanza a dioses de plata y oro, de bronce, de hierro, de madera y de piedra, que ni ven, ni oyen, ni saben; y al Dios en cuya mano está tu vida, y cuyos son todos tus caminos, nunca honraste.
. . . Sea bendito el nombre de Dios… El… quita reyes, y pone reyes. . . (Daniel 5:26-27, 22-23; 2:20-21.)

La respuesta a todos nuestros problemas — personales, nacionales e internacionales— nos ha sido dada repetidas Veces por medio de los profetas tanto de tiempos antiguos como modernos. ¿Por qué hemos de arrastrarnos sobre la tierra, cuando podríamos estar ascendiendo hacia el cielo? El sendero no es oscuro; tal vez sea demasiado fácil de verse. En nuestra búsqueda por esas soluciones, recurrimos a programas extranjeros, a conferencias de alto nivel y a sedes internacio­nales. Nos vemos supeditados a nuestras fortificaciones, nuestros dioses de piedra; nuestras naves, aviones y proyectiles, nuestros dioses de hierro —que no tienen oídos, ni ojos ni sentimientos. Acudimos a ellos en pos de liberación y en busca de protección, sin darnos cuenta de que, como los dioses de Baal, cada uno “quizá está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme” cuando más se requiere su ayuda. Y como Elías, tal vez clamemos a nuestro mundo:

¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle. … (1 Reyes 18:21.)

El testimonio que deseo compartir con vosotros es que el Señor es Dios. Él ha trazado el camino, pero somos nosotros los que no lo seguimos. El visitó personalmente a José Smith en nuestro mundo, en nuestro propio siglo. El señaló el camino de la paz tanto en este mundo como en los eternos. Ese camino es la rectitud. El profeta José, junto con los otros profetas que le han sucedido, proclamó la maduración de este mundo en la iniquidad y la solución a todos los problemas exasperantes. El Libro de Mormón, que fue traducido por él, relata la historia de un período de 200 años de paz en que vivieron en los días antiguos, época mayor de felicidad de la que se tiene registro completo hasta ahora.

Dios vive, al igual que su Hijo Jesucristo y no indefi­nidamente puede el hombre burlarse de ellos. Escuchemos y arrepintámonos, “porque cercano está el día de Jehová en el valle de la decisión. . . pero Jehová será la esperanza de su pueblo. . .”(Joel3:14, 16.)

José Smith es un verdadero profeta del Dios viviente, al igual que sus sucesores. El manto de autoridad, profecía, revelación y poder se encuentra sobre su siervo escogido que nos dirige actualmente, y él es el profeta de Dios no solamente para los Santos de los Últimos Días, sino también para toda alma viviente que se encuentra sobre la faz de la tierra. Este es mi testimonio.