La Fe Precede al Milagro

La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball

Capítulo treinta y tres

La promesa lamanita
Los lamanitas y el evangelio


La historia del indio americano por los 400 años anteriores no ha sido más que de opresión y explotación. En los Estados Unidos del Este, los indios fueron “usados” por los colonizadores como prendas de empeño, como guías y también fueron forzados a pelear a favor de un bando u otro, en medio de los numerosos conflictos entre los poderes coloniales.

Los indios fueron presionados, expulsados, desahuciados y desterrados. Ellos combatieron en la “Batalla de América”, una guerra cuyos resultados fueron pocas conquistas y victorias temporales e infinidad de derrotas, cada una representando un paso más en dirección hacia el Oeste, reminiscencia de la continua marcha de sus víctimas nefitas hacia el Norte más de mil años atrás. En los siglos XVIII y XIX, la retirada tuvo lugar a lo largo de toda la nación.

Se defendieron, por supuesto; tuvieron que defenderse. Esta era su tierra natal —éstos eran sus bosques, sus montañas, sus planicies, sus bisontes, sus ciervos y sus pavos silvestres; éstos eran sus cementerios. Al principio no tenían ni cañones ni armas, sino que aprendieron a defenderse y a pelear sus batallas con arcos, flechas, lanzas y fuego —sus armas autóctonas.

Los indios cuentan con una historia llena de irregulari­dades, disturbios y sinsabores, pero se ha dicho que “la hora más oscura precede inmediatamente al amanecer”. Y el amanecer ha llegado y la plenitud del día se aproxima.

El Señor les había otorgado a los descendientes de Lehi la tierra más grandiosa y escogida de todo el mundo como una herencia perpetua. Nunca la habrían perdido si hubieran guardado los mandamientos del Señor, si hubieran preservado su cultura y crecido y progresado hasta donde eran capaces, y hasta donde lo hicieron en algunas épocas de su historia antigua. Mas se olvidaron de su Benefactor, perdieron su idioma escrito y su cultura y se degeneraron hasta el punto de no poder defenderse contra la astucia y perspicacia de los europeos.

No hace mucho tiempo, recorté un artículo de una revista en el cual se incluye una fotografía de una mujer india de semblante triste, envuelta en un manto con el cual está cubriendo a su pequeñito que estrecha contra sus brazos. El título del artículo es: “Mal trueque el del puesto mercantil”, y dice así: Más del 50% de los productos agrícolas que hoy se consumen en América (EUA) consistir de hierbas usadas por los nativos antes de que Colón asentara su bandera. Entre estos productos están las habichuelas (judías), el chocolate, el maíz, el algodón, los cacahuetes (maní), las patatas, las calabazas, el tabaco y el tomate. Para combatir las enfermedades, los aborígenes nos han dado el árnica, la cáscara sagrada, la cocaína, la ipecacuana, el aceite de gualteria, la vaselina, la quinina y la avellana bruja (Hamamelis virginica). Los botánicos no han podido descubrir en cuatrocientos años ninguna hierba medicinal que los indios no utilizaran.

Eso es lo que ellos nos dieron. He aquí lo que nosotros les hemos dado: Una alta tasa de mortalidad infantil, un promedio bajo de vida; dependencia de limosnas, pérdida de dignidad; abundantes enfermedades; un índice de desempleo de hasta el 80% entre algunas tribus. Los 600.000 indios americanos (EUA) que quedan se debaten hoy en su lucha por sobrevivir, aferrados a los peldaños más bajos de salud, educación y economía del sistema de vida americano. Más vale que alguien haga algo antes de que éstos se desplomen totalmente. Recuerde que Ud. mismo se encuentra situado en alguno de los peldaños más altos de esa escalera.

Este no fue el tipo de trato en el que dos partes se jugaron sucio mutuamente para finalmente llegar a un acuerdo amigable del cual ambos se beneficiaran. Este fue un negocio en el que el poder rigió todo; en el que el partido blanco, por un lado, se apropió de todo lo de valor —las tierras, el agua, las montañas, los ríos, los bisontes, los peces y la tierra natal y la estabilidad. El partido rojo, por otro lado, no recibió casi nada, prácticamente —reservas limitadas de »tierras yermas”, áridas y desoladas, que desde el principio les habían pertenecido. Hasta de éstas se apropiaron en exceso los conquistadores blancos. Fue realmente un mal trueque.

Tal trueque tuvo su inicio inmediatamente después del trascendental año de 1492 y todavía no ha llegado a su fin. Se trató de un negocio injusto, inequitativo y desleal. ¿Por qué no se levantaron los indios y exigieron un trato justo? La verdad es que sí lo hicieron, pero, desorganizados como se encontraban, limitados de armas de guerra y con el número incontable de derrotas que cargaban sobre sus espaldas, no les fue posible enfrentar la situación.

Probablemente de todas las profecías que se han hecho, ninguna ha tenido un cumplimiento más literal, intenso y devastador que la siguiente predicción de Mormón: Mas he aquí, sucederá que los gentiles los perseguirán y esparcirán. . . . (Mormón 5:20.)

¡Y vaya si no ha sido trágico y literal el cumplimiento de esta Escritura!

Alzad por unos momentos vuestra vista hacia la redondeada colina que se eleva sobre los ríos Big Hora (Gran Cuerno) y Little Big Hom (Pequeño Cuerno) del estado de Montana. Subid hacia la colina por el camino pavimentado hasta llegar a un edificio gubernamental construido en memoria de la última batalla de Custer. Mirad a vuestro alrededor y ob­servad los monumentos —pequeños monumentos de mármol.

La enciclopedia dice lo siguiente: Custer se dirigió hacia el corazón de la línea de batalla de los indios. La colina del otro lado del arroyo le sirvió de máscara al enemigo, de modo que cuando Custer se lanzó cuesta abajo, los salvajes lo arremetieron y lo cercaron por la retaguardia. No obstante el número de indios era veinte veces mayor que el bando heroico [se refiere a los hombres blancos], éstos intentaron alcanzar la cima de la colina. Sólo el general y un pequeño grupo de los suyos lo lograron. Entonces los embistió un nuevo bando de mil indios cheyenes al mando de su jefe, Rostro de Lluvia, y no quedó una sola alma. . . . Los cadáveres de los del bando derrotado fueron dejados como cayeron. . . . Murieron cuarenta y cuatro indios. En el campo de batalla yace hoy un monumento pequeño de mármol por cada hombre blanco que pereció. (Encyclopedia Americana, 8:336-337; cursiva agregada.)

El relato dice que “ni una sola alma sobrevivió” de aquella batalla, lo cual es un hecho más en cumplimiento de las Escrituras que dicen que “serán estimados como la nada». Los miles de pieles rojas que se retiraron —esta vez victoriosos— no fueron considerados como almas por los historiadores.

Otro relato pertinente es el de la historia de los indios cherokees, la cual conmueve aun al de más duro corazón —expulsados a golpe de bayoneta de sus hogares y de sus tierras, desterrados de sus campos y arrojados hacia las áreas pantanosas y plagadas de mosquitos del territorio indio. El prejuicioso historiador de nuevo señala que los indios fueron los culpables. Sus sufrimientos y muertes son considerados en nada; sólo importó despojarlos de sus hogares, sus huertos y campos de cultivo. Los “héroes blancos” los desterraron y les expropiaron sus tierras (a golpe de bayoneta) a los ‘ ‘demonios rojos”, para quedarse con ellas.

Sigamos ahora a los navajos en su larga, lastimosa y penosa marcha desde sus exquisitamente bellas tierras de piedra arenisca roja del norte de Arizona hasta la parte central de Nuevo México y el Bosque Redondo sobre el Río Pecos. Los vemos caminar de regreso a su tierra natal, después de firmar los tratados pertinentes.

Y ahora, en tiempos modernos, nuestra atención se ve cautivada por una fotografía de doble plana que encontramos en la revista Life. Estamos en la fase más recia del invierno. Recorriendo penosamente interminables kilómetros de kilómetros cuadrados de nieve profunda y de llanuras espesas de rastrojo azotado por el viento, dos mujeres indias montadas a caballo se afanan abriendo un nuevo camino en la espesura de la nieve. Menos mal que sus caballos pueden hacerlo; menos mal que sus gruesas faldas les cubren los tobillos, que sus frazadas las defienden del frío y que sus pañuelos les cubren sus rostros y cabezas, porque el viento azota y el frío es intenso, y el camino que aún les queda por recorrer es largo. Gracias al cielo que poseen un sentido de dirección, pues de fallarles los caballos, jamás se les podría encontrar vivas. En sus “hogans” han dejado a sus pequeños para poder ir en busca de alimento para sus familias. Su carreta la han dejado bajo un árbol, un árbol solitario. Esparcidas por un lado y otro se divisan sus ovejas, congelándose en medio de la nieve. Esa que se ha congelado y que el niño lleva arrastrando pertenece al casi más de medio millón de ovejas, cabras y reses de ganado que quedaron atrapadas sin más alimento que una triste gota. Tendrán comida por algunos días, pero luego los cadáveres se pudrirán y ya no serán comestibles.

¿Por qué es que vuelvo a la letanía de los ultrajes cometidos contra los indios? Por la simple y sencilla razón de que tenemos una deuda que pagarles. Estamos sumamente endeudados con ellos y nunca podremos decir que les hemos liquidado tal deuda hasta que no hayamos hecho todo lo que está en nuestras manos por restaurar al indio y devolverle las oportunidades que nos sea posible ofrecerles.

Un planeador sin motor permanece inútil en el campo hasta que un avión motorizado lo eleva en el aire por medio de un cable de remolque. Cuando el planeador se halla en alto, se sostiene por sí solo y vuela a la voluntad de su piloto por cientos de kilómetros en cualquier dirección —ascendente o descen­dente— hasta elevadas altitudes. Cuando el piloto localiza las corrientes de aire ascendentes, está listo para aumentar la altitud. Se desliza de corriente a corriente, como un ave gigantesca en el aire. Y así permanece en las alturas hasta que decide descender.

Recordad que, de no haber existido una fuerza que lo elevara, el planeador se habría quedado en el campo hasta podrirse. El planeador representa al indio; el cable de remolque el programa de desarrollo del indio y el evangelio de Jesucristo. Los miembros de la Iglesia son ese avión de fuerza y deben realizar las operaciones de elevación y tiro. Las corrientes de aire simbolizan los principios del evangelio.

Esto por supuesto nos recuerda la declaración de Pablo a Roma: porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo influencia, a fin de que todas las grandes y gloriosas promesas concer­nientes a los descendientes de Lehi se cumplan en ellos; que su vigor de cuerpo y mente aumente y que, por sobre todas las cosas, te amen a ti y a tu Hijo, y que sean más diligentes y fieles en el cumplimiento de los mandamientos que les han sido dados a conocer por medio del evangelio de Jesucristo, y que muchos de ellos tengan el privilegio de entrar en esta santa casa y de recibir las ordenanzas correspondientes, tanto para sí mismos como para sus antepasados. (Temples of the Most High, pág. 173 [Templos del Altísimo].)

Por muchos años, se recuerda hoy, el indio fue llamado »el americano extinguidizo”. Por muchos años también, las enfermedades, viscisitudes, el hambre y la guerra los aquejaron onerosamente, causando gran número de víctimas.

En una declaración que se cita con alguna frecuencia, el presidente Wilford Woodruff, al tiempo de dirigir la Iglesia, dijo: Estoy ansioso de ver el cumplimiento de todas las cosas que el Señor ha dicho, porque sucederán así como vive Dios el Señor. Sión está destinada a levantarse y dar fruto. Los lamanitas florecerán como la rosa en las montañas. Siento los deseos de declarar hoy, a pesar de que creo en esta promesa, que cuando veo que el poder de la nación los acosa para barrerlos de la faz de la tierra, se me hace un poco difícil creer en el cumplimiento de esa profecía más que en cualquier otra revelación de Dios de las que tengo conocimiento. Tal parecería que no quedarán suficientes indios a quienes predicar el evangelio; pero a pesar de esta escena oscura, cada palabra que ha salido de la boca de Dios concerniente a ellos será cumplida, y vendrá el tiempo cuando recibirán el evangelio. Será el día en que el poder de Dios se encuentre entre ellos y entonces nacerá una nueva nación en un día. Sus grandes jefes estarán llenos del poder de Dios y recibirán el evangelio; se levantarán y construirán la nueva Jerusalén, y nosotros les ayudaremos. Ellos son remanentes de la casa de Israel. . . . (Journal of Discourses 15:282.)

Es seguro que la población lamanita de las Américas, como mínimo, debe haber llegado a los varios millones, pues durante algunos períodos de la historia de que se habla en el Libro de Mormón, las guerras se sucedieron incesantemente y la tierra se cubrió de sus cadáveres. Mormón dice: … y perecieron muchos miles de ambas partes, tanto entre los nefitas como entre los lamanitas. (Mormón 4:9.)

Y es imposible que la lengua relate, o que el hombre escriba una descripción completa de la horrible escena de sangre y mortandad. . . .(Mormón 4:11.)

Estuvieron los pueblos de los mulekitas, que fueron destruidos totalmente. Los pueblos de los jareditas, que habitaron la tierra por siglos y que deben haber ascendido a grandes números. Coriántumr, como recordaréis, vio que ya habían matado por la espada a cerca de dos millones de los de su pueblo, [¿Se había mencionado alguna vez anterior, o desde ése entonces, dos millones en una batalla?]. . . sí, habían sido muertos cerca de dos millones de hombres valientes, y también sus esposas y sus hijos. (Éter 15:2.)

Al relatar Mormón la última gran batalla, habla de sus propios diez mil que fueron talados y los diez mil de Moroni. Luego habla de otros veintiún hombres y de los diez mil de cada uno—

… y su carne, y sus huesos, y su sangre yacen sobre la faz de la tierra, para descomponerse en el suelo, y para deshacerse y regresar a su madre tierra. (Mormón 6:15.)

Los remanentes de Israel se dividieron en numerosas tribus y familias y sus guerras civiles continuaron. Se ha calculado que cuando Colón vino a América, sólo quedaban 233.000 [en los Estados Unidos] de los varios millones que habían existido sobre el continente. Ya casi se habían extinguido y todavía seguían desapareciendo a causa de la guerra y las pestilencias.

En 1927, cuando el presidente Grant ofreció la oración dedicatoria del Templo de Arizona, los indios estaban perdiendo a sus hijos, pues como dijo Mormón, “eran considerados como nada», antes de la venida de los colonizado­res, y cuando se disipó la nube de batallas, los muertos blancos fueron laureados, contados y sepultados, mientras que los indios ni siquiera fueron contados. Habían estado extinguién­dose a causa de la guerra, y luego, después de la subyugación de 1868, estaban muriendo a causa de contaminaciones y enfermedades infecciosas, del hambre y del intenso frío. Su estado de salud había llegado al nivel más bajo de todos los tiempos. La tasa de mortalidad infantil era terriblemente alta. ¿Cómo iban a poder sobrevivir las tiernas criaturas? La incidencia de tuberculosis, al igual que otras enfermedades, era absolutamente increíble. Sus abastecimientos de agua estaban por lo  general  contaminados  y representaban un peligro potencial, y careciendo de las instalaciones necesarias para la eliminación de basura, no era extraño que se propagaran las enfermedades infecciosas, las neumonías y la desnutrición, todas con efectos devastadores.

Desde el año 1900, los indios americanos han subido nuevamente a un número de 600.000. Para el año 1975 habrán alcanzado su fuerza original; de hecho, hoy día los indios comprenden el grupo étnico de más rápido crecimiento en América. Actualmente, en cada estado de los Estados Unidos se halla un considerable número de ellos. (Gordon H. Fraser, Moody, pág. 23.)

En la actualidad hay probablemente casi el mismo número de miembros de la Iglesia que son lamanitas o mestizos (de sangre mezclada y parcialmente lamanitas) que el total de nativos que había en los Estados Unidos antes del cambio del panorama, en que el americano extinguidizo empezó a crecer en número de nuevo, de acuerdo con las oraciones y profecías de los líderes de la Iglesia.

Hoy se están uniendo a la Iglesia en grandes números. Existen varias estacas de población mayormente lamanita. Ellos mismos dirigen sus barrios, quórumes del sacerdocio y sus organizaciones auxiliares. Ya hay muchas misiones que se están concentrando en enseñar el evangelio a los hijos de Lehi.

Hay algunos miles de jóvenes inscritos en el programa de seminarios para los indios y asimismo miles de indios en las universidades estadounidenses y especialmente un gran número en las instituciones educativas del Pacífico y en la Universidad Brigham Young. Hay varios miles en las escuelas de México, Chile, del Pacífico y en el programa de alojamiento para estudiantes indígenas de la Iglesia.

Muchos jóvenes han servido ya misiones regulares y otros miles se preparan para salir al campo. Son numerosos los lamanitas que están recibiendo su investidura y sellándose en el templo.

Algunos de los momentos más felices de mi vida los he tenido precisamente al celebrar en el sagrado templo ceremonias de matrimonio de maravillosas parejas indias al frente del altar.

En su “Proclamación al Mundo” de 1845, los Doce Apóstoles declararon: Muy pronto se requerirá que los hijos e hijas de Sión dediquen una porción de su tiempo a la instrucción de los hijos de la selva, pues ellos deben ser educados e instruidos en todas las artes de la vida civil tanto como en el evangelio mismo.

Deben ser vestidos, alimentados e instruidos en los principios y en la práctica de la virtud, la modestia, temperancia, limpieza, industriosidad, artes mecánicas, buenos modales, costumbres, vestido, música y toda otra actividad que promueva su refinamiento, purifi­cación, exaltación y glorificación como hijos e hijas de la casa real de Israel y de José, que se están preparando para la venida del Esposo.

De modo que, como hijos e hijas de Sión, se requerirá muy pronto que dediquemos una porción de nuestro tiempo, como lo ha dicho el Señor por medio de sus profetas, a la preparación e instrucción de estos lamanitas que han sido vedados por tanto tiempo y que apenas empiezan a estirarse, a bostezar y a despertar de su sueño para allegarse a los suyos.

Cuando el élder Boyd K. Packer regresó de una visita que hizo al Perú, me contó una experiencia que tuvo en una reunión sacramental de una rama del Cuzco, en los majestuosos Andes. Nos dice que la capilla se encontraba en pleno silencio, acababan de finalizar los ejercicios espirituales de apertura y se encontraban preparando los emblemas de la Santa Cena.

De repente, un pequeño granuja lamanita apareció de la calle. Callosos y agrietados eran los piesecitos que lo encaminaron hacia la puerta abierta, a lo largo del pasillo y a la mesa sacramental. He aquí un testimonio oscuro y sucio de la privación, el deseo, el hambre insatisfecha —espiritual y corporal— Casi inadvertidamente, el pequeño se acercó con disimulo a la mesa del sacramento y, con un hambre aparente­mente espiritual, se reclinó sobre ésta y tiernamente restregó su sucia carita contra el fresco y suave lienzo blanco.

Una mujer que se encontraba en la banca del frente, apa­rentemente indignada por la intrusión, le clavó la mirada y, con el ceño fruncido y un gesto de desaprobación, sacó corriendo al pequeñuelo por entre el pasillo hasta devolverlo a la calle— su propio mundo.

Minutos más tarde, apareció de nuevo el golfillo y, apa­rentemente urgido por alguna necesidad interior, venció la timidez y sigilosa y cautelosamente recorrió el pasillo nueva­mente, temeroso y dispuesto a escapar si eso fuese necesario. Esta vez venía como impelido y dirigido por algunas voces inaudibles de “un espíritu familiar”, y como movido por las memorias de un pasado desvanecido que parecía revivir nueva­mente, como que si cierta fuerza intangible lo impulsara a buscar algo que añoraba, pero que no podía identificar.

Desde su asiento en el estrado, el élder Packer le captó la mirada, lo llamó con algunas señas y le abrió sus brazos para recibirlo. Después de vacilar por algunos momentos, el pequeño galopín lamanita se encontró cómodamente anidado en las rodillas y brazos del élder Packer, con la cabecita despeinada apoyada contra aquel grande y noble corazón —un corazón compasivo de niños desamparados, especialmente de los pequeños lamanitas.

Tiempo más tarde, el élder Packer me recordó el incidente con una voz templada. Inclinándose hacia adelante en su silla, con los ojos llenos de brillo y con la voz entrecortada de emoción, me dijo: “Cuando sostuve a ese pequeñito en mis brazos, me pareció que no era a un solo pequeño lamanita al que sostenía. Era una nación, en verdad; una multitud de naciones de almas impedidas y hambrientas en busca de algo profundo, bueno y noble que no podían explicar —un pueblo humilde y anhelante de revivir memorias desvanecidas sobre antepasados erguidos con los ojos completamente abiertos y con el aliento sostenido, ansiosos y emocionados. Un pueblo en busca de verdades entonces vagas en sus mentes; de profecías que ineludiblemente habrían de cumplirse un día; y con la vista hacia el cielo fija en un Ser santo y glorificado declarando: ‘He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. . . y en mí ha glorificado el Padre su nombre. . . soy la luz y la vida del mundo’ “.

El día del lamanita ha llegado definitivamente y nosotros somos el instrumento de Dios que habremos de contribuir al cumplimiento de las profecías concernientes a una vitalidad renovada, la aceptación del evangelio y la recuperación de un lugar favorecido por el Señor como parte de su pueblo escogido. Todas las promesas del Señor se cumplirán; no podríamos impedirlo aunque tratásemos. Está en nuestras manos el acelerar o demorar el proceso a través del enérgico o negligente cumplimiento de nuestras responsabilidades.