
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo siete
La manifestación de Dios
Se ve a Dios con los ojos espirituales
Si yo os dijera con toda seriedad que en el jardín posterior de vuestra propia casa podríais encontrar un área llena de diamantes, ¿ignoraríais mis palabras y os despreocuparíais por buscar? Con toda la fuerza de mi alma deseo deciros hoy que existe un tesoro de inestimable valor a vuestro alcance. Los diamantes nos pueden servir para comprar alimento y abrigo, o para embellecer y decorar; pero el tesoro del que yo os hablo es más brillante que las joyas mismas. Este nunca pierde su brillo ni corre el peligro de que se lo roben. Me refiero al más grande de todos los dones—el de la vida eterna. No se puede obtener con simplemente pedirlo; no se puede comprar con dinero; el sólo desearlo no basta para conseguirlo; no obstante, se encuentra disponible para todas las personas que cumplan con los requisitos para su obtención.
Ha habido largos períodos en la historia cuando la verdad completa sobre cómo conseguir este tesoro no ha estado al alcance inmediato de los habitantes de la tierra. Sin embargo, en nuestros días, la plenitud del programa se encuentra aquí y puede llevar a los hombres a la exaltación y a la vida eterna, directamente hacia la divinidad. En el principio de la historia del hombre se conocía la plenitud del evangelio, pero, tal como predijo Amos:
He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová.
E irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán. (Amos 8:11-12.)
Tal como lo describe Amos, después de la era cristiana primitiva, siguieron siglos de oscuridad espiritual. Ahora nosotros anunciamos solemnemente al mundo que esa hambre espiritual ya ha pasado, la sequía espiritual ya ha terminado, y la palabra del Señor en toda su pureza y plenitud se encuentra hoy a la disposición de todos los hombres. Ya no hay más necesidad de andar errantes de mar a mar, ni del norte hasta el oriente, en busca del verdadero evangelio, porque la verdad eterna, restaurada por medio del profeta José Smith, está ahora al alcance de todos.
El Divino Maestro enseñó a José Smith esta esencial verdad: “Esto es vidas eternas: Conocer al único Dios sabio y verdadero, y a Jesucristo a quien él ha enviado. Yo soy él. Recibid, pues, mi ley.” (DyC 132:24.)
A pesar de todos los dioses que los hombres se crean para sí mismos y de la confusión que de ellos se deriva, el Dios viviente y verdadero se encuentra en los cielos, dispuesto a ayudar a todos sus hijos. Si existe algún distanciamiento entre Dios y el hombre, se debe a que éste se ha alejado de su Creador.
La pregunta más importante que el hombre puede hacerse es ésta: ¿Conozco realmente a Dios el Padre y a Jesucristo, su Hijo? En la respuesta yace la diferencia entre debatirse en medio de la indecisión o sentirse totalmente seguro.
El Señor ha prometido: . . . toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy. (DyC 93:1.)
En las bienaventuranzas, Cristo agrega: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mateo 5:8.)
Cada alma que cumpla con todos los requisitos necesarios puede lograr la vida celestial. No basta solamente con saber, sino que se debe obrar y hacer. Es esencial vivir en rectitud e indispensable recibir las ordenanzas pertinentes.
Jehová proclama: “Pero ningún hombre posee todas las cosas, a menos que sea purificado y limpiado de todo pecado.» (DyC 50:28.)
Y luego continúa diciendo el Redentor: “Y en verdad, todo hombre tiene que arrepentirse o padecer …” (DyC 19:4.)
. . . yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;
padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor . . .” (DyC 19:16-18.)
Hay tres Dioses: el Padre Eterno, Elohím, a quien oramos; Cristo o Jehová; y el Espíritu Santo, quien da testimonio de los otros dos y nos confirma la verdad de todas las cosas.
Muchos parecen deleitarse en tergiversar el asunto con sus razonamientos y cálculos humanos. El Padre y el Hijo, a cuya imagen hemos sido creados y quienes son Seres separados y distintos, al igual que cualquier padre lo es de su hijo, se han identificado a sí mismos al manifestarse al hombre a través de las épocas.
Cristo mismo ha declarado ser el Señor Dios Todopoderoso, Cristo el Señor, el Principio y el Fin, el Redentor del mundo, Jesús el Cristo, el Fuerte de Israel, el Creador, el Hijo del Dios viviente, Jehová.
El Padre Elohím declara a Jesús y se refiere a El como: “Mi Unigénito Hijo”, “el Verbo de mi poder”. Y dos veces, por lo menos, durante el bautismo de Jesús y el el Monte de la Transfiguración, el Padre declaró: “Este es mi Hijo Amado, en quien me complazco.”
La Biblia proporciona suficiente historia secular y religiosa, así como enseñanzas gloriosas. No obstante contar con estas Escrituras, todavía existe confusión entre el mundo cristiano.
Para conocer a Dios, se debe estar consciente de1 persona, atributos, poder y gloria tanto de Dios el Padre como de Dios el Hijo. Mucho es lo que aprendemos de las visitaciones que han tenido los profetas.
Moisés declara que él “vio a Dios cara a cara, y habló con él . . .”(Moisés 1:2.)
Esta experiencia de Moisés concuerda con la escritura que dice:
Porque ningún hombre en la carne ha visto a Dios jamás, a menos que haya sido vivificado por el Espíritu de Dios.
Ni puede hombre natural alguno aguantar la presencia de Dios, ni conforme a la mente carnal. (DyC 67:11-12.)
Queda entendido, entonces, que para poder soportar la gloria del Padre o la presencia del Cristo glorificado, un ser mortal tiene que ser trasladado o vivificado de alguna otra manera.
El aplicarse una crema o loción en el cuerpo antes de ir a nadar, o el usar un traje impermeable grueso de buzo pueden servir de protección contra el frío y el agua. Un traje de asbesto puede proteger a un bombero de las llamas del fuego en un incendio; un chaleco a prueba de balas puede proteger contra un atentado de asesinato; un hogar con calefacción puede proteger de los vientos fríos del invierno; una densa sombra protectora o una cubierta o pantalla de vidrio ahumado pueden modificar el calor abrasador o los fuertes rayos del sol de mediodía. En forma similar, existe una fuerza protectora que Dios utiliza cuando expone a sus siervos del género humano a la gloria de su presencia y de sus creaciones.
Moisés, uno de los profetas de Dios, poseía la protección del sagrado sacerdocio: . . . y la gloria de Dios cubrió a Moisés; por lo tanto, Moisés pudo soportar su presencia. (Moisés 1:2.)
En gloriosa visión celestial, Moisés “vio el mundo … y todos los hijos de los hombres …” (Moisés 1:8.) En esos momentos, Moisés estaba protegido, mas cuando la fuerza que le había permitido soportar tal abundancia de gloria se apartó de él, Moisés quedó casi extenuado.
Y la presencia de Dios se apartó de Moisés, de modo que su gloria no lo cubría; Moisés quedó a solas; y … cayó a tierra. (Moisés 1:9.)
Y por el espacio de muchas horas, Moisés no pudo recobrar su fuerza natural. Por lo que exclamó: . . . mis propios ojos han visto a Dios . . . mis ojos espirituales; porque mis ojos naturales no podrían haber visto; porque me habría desfallecido y muerto en su presencia; mas su gloria me cubrió, y vi su rostro, porque fui transfigurado delante de él. (Moisés 1:11.)
También existe otro poder en este mundo, uno que es potente y atroz. En el desierto de Judea, en el pináculo del templo y en la cumbre del monte, tuvo lugar un encuentro decisivo entre dos hermanos, Jehová y Lucifer, ambos hijos de Elohím. Cuando Jesús se encontraba físicamente débil por causa de estar ayunando, fue tentado por Lucifer con estas palabras: “Si eres Hijo de Dios, dí a esta piedra que se convierta en pan.” (Lucas 4:3.)
En los pináculos del templo, el demonio lo retó nuevamente, insinuando el innecesario uso de poder; a lo que Jesús contestó: “No tentarás al Señor tu Dios.” (Lucas 4:12.)
En un alto monte, el demonio tentó a Cristo, ofreciéndole reinos, tronos, poderes y dominios; la satisfacción de las necesidades, deseos e instintos físicos; la gloria de la riqueza, la comodidad y el bienestar —todas estas cosas le ofreció Lucifer a Jesús con la condición de que lo adorara.
De manera pues, que en su mortalidad, Jesús fue tentado, pero supo resistir, ordenando: “Vete, Satanás …” (Mateo 4:10.)
En forma similar había luchado ya una vez Satanás por subyugar a Moisés. Satanás, quien también era un hijo de Dios, se había rebelado en contra de El y había sido expulsado de los cielos y condenado a no tener un cuerpo terrenal como el que su hermano, Jehová, sí poseería. Mucho de esto dependió del resultado del grandioso duelo ocurrido en los cielos. ¿Sería posible que Satanás pudiera dominar y ejercer control sobre Moisés, aquel profeta que había sido tan intensamente instruido por su propio Señor?
“Moisés, hijo del hombre, adórame”, le dijo Satanás, prometiéndole mundos, lujos y poder. Pero moisés miró a Satanás y dijo: “¿Quién eres tú? Porque, he aquí, yo soy un hijo de Dios, a semejanza de su Unigénito . . .” (Moisés 1:13.)
Moisés sabía cuál era su misión y estaba preparado para esta tentación:
. . . ¿dónde está tu gloria, para que te adore?
Porque he aquí, no pude ver a Dios, a menos que su gloria me cubriese y fuese fortalecido ante él. Pero yo puedo verte a ti según el hombre natural. ¿No es verdad esto?
Bendito sea el nombre de mi Dios, porque su Espíritu no se ha apartado de mí por completo, o de lo contrario, ¿dónde está tu gloria?, porque para mí es tinieblas. Y puedo discernir entre ti y Dios. (Moisés 1:13-15.)
¡Qué acertado contraste! Moisés, el poseedor del sacerdocio, tenía que ser protegido para soportar la presencia de Jehová, pero a este impostor lo podía ver con sus ojos naturales y sin ningún problema.
De modo, pues, que ya con un conocimiento pleno, el profeta demandó: “Vete de aquí, Satanás …” (Moisés 1:16.) El impostor, el tentador, el diablo, no dispuesto a abandonar a esta posible víctima, encendido en furia, “gritó en alta voz e hirió la tierra, y mandó y dijo: Yo soy el Unigénito, adórame a mí”. (Moisés 1:19.)
Moisés se dio cuenta del engaño y vio el poder de las tinieblas y la “amargura del infierno”. He aquí una fuerza nada fácil de controlar o resistir. Aterrado, clamó a Dios, y con renovado poder, declaró: . . . No cesaré de clamar a Dios . . . porque su gloria ha estado sobre mí; por tanto puedo discernir entre ti y él. . . En el nombre del Unigénito, retírate de aquí, Satanás. (Moisés 1:18-21.)
Ni aún Lucifer, el lucero de la mañana, el archienemigo del género humano, puede soportar el poder del sacerdocio. Temblando, sacudiéndose, blasfemando, llorando, gimiendo y crujiendo los dientes, se apartó del victorioso Moisés.
Cuando se encuentra debidamente protegido por la gloria de Dios y cuando ha alcanzado un grado suficiente de perfección, el hombre puede ver a Dios.
Entonces la gloria del Señor nuevamente cubrió a Moisés y éste escuchó la promesa: . . . librarás de la servidumbre a mi pueblo . . . … y serás más fuerte que muchas aguas, porque éstas obedecerán tu mandato cual si fueses Dios. (Moisés 1:26, 25.)
¡Qué promesa! ¡Qué poder! Al escuchar esta promesa del Señor, podemos imaginarnos el agua fluyendo de la roca, el maná cayendo del cielo, las codornices revoloteando entre los arbustos, y las aguas del mar retrocediendo para dar paso en tierra seca a los hijos refugiados de Israel.
A Abraham también lo visitó un personaje celestial, diciendo: … Yo soy el Señor tu Dios; yo habito en el cielo . . . Jehová es mi nombre . . . (Abraham 2:7-8.)
Así fue que yo, Abraham, hablé con el Señor cara a cara, como un hombre habla con otro. . . . y él dijo: Hijo mío. . . . Y puso sus manos sobre mis ojos, y vi aquellas cosas que sus manos habían creado, … y no pude ver su fin. (Abraham 3:11-12.)
Abraham fue protegido asimismo para poder soportar el brillo de la presencia del Señor y para que pudiera ver y comprender. Las visiones que él tuvo entonces, previo a su establecimiento en Egipto, no admiten descripción. Es posible que ni una sola alma haya podido ver, ni aun con el más potente de los telescopios, ni la milésima parte de lo que vio Abraham acerca de este universo, con todas sus infinitas partes y funciones. También vio la creación de esta tierra, tal como se lee en las palabras que el Padre le dirigió: Y he creado incontables mundos, y también los he creado para mi propio fin; y por medio del Hijo, que es mi Unigénito, los he creado. (Moisés 1:33.)
¡Cuán grandiosos son el poder de Dios, su majestad y su gloria! A Saulo de Tarso también le habló Jehová para llamarlo al ministerio en una visión dada a él exclusivamente: Y los hombres que iban con Saulo se pararon atónitos, oyendo a la verdad la voz, mas sin ver a nadie. (Hechos 9:7.)
No obstante, Saulo de Tarso sí vio a Jehová, al Cristo glorificado, y oyó su voz y conversó con El. Aunque parcialmente protegido como estaba del resplandor de luz del cielo que sobrepasaba al sol de mediodía, Pablo [Saulo] cayó a tierra, temblando y totalmente sobrecogido. La voz le dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues …” (Hechos 9:5.) Tan intensa fue la luz que lo cubrió, que aun con protección quedó ciego. Pablo expresó más tarde: “Y como yo no veía a causa de la gloria de la luz, llevado de la mano por los que estaban conmigo, llegué a Damasco.” (Hechos 22:11.) Después de tres días de estar en total oscuridad, un milagro del sacerdocio le restauró la vista a Pablo.
¡Oh, la gloria del Señor! ¡Cuán grande y majestuosa es!
Pablo escribió a Timoteo:
. . . Jesucristo … el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores,
el único que tiene inmortalidad, que habita en la luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver … (1 Timoteo 6:14-16.)
Enoc también necesitó protección, tal como leemos cuando el Señor le habló, diciéndole:
. . . Úntate los ojos con barro, y lávatelos, y verás . . .
Y vio los espíritus que Dios había creado, y también vio cosas que el ojo natural no percibe . . . (Moisés 6:35-36.)
Los impíos no se atrevían a tocar a Enoc “porque el temor se apoderó de todos los que lo oían; porque andaba con Dios». (Moisés 6:39.)
En el caso del profeta Daniel, éste se encontraba tan preocupado, que estuvo afligido por el espacio de tres semanas, durante las cuales no comió manjar delicado, ni entró en su boca carne ni vino. Entonces recibió una visión que solamente él vio:
. . . y no quedó fuerza en mí. . . . Pero oí el sonido de sus palabras … y … caí sobre mi rostro en un profundo sueño, con mi rostro en tierra.
Y he aquí una mano me tocó, e hizo que me pusiese sobre mis rodillas y sobre las palmas de mis manos. . . .
Mientras me decía estas palabras, estaba yo con los ojos puestos en tierra, y enmudecido. (Daniel 10:8-10, 15.)
Existe otro mundo con el cual nosotros, los mortales, no estamos muy familiarizados. Es posible que no se encuentre muy lejos de nosotros.
Los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, que constituían la Presidencia de la Iglesia Primitiva, llegaron a conocer el poder de Dios. Estos tres personajes subieron a lo alto del monte con el Señor, Jehová, cuando El todavía vivía en este mundo mortal, antes de su crucifixión. En aquel elevado monte, encontraron un lugar tranquilo, apartado y privado.
¡Qué experiencia más gloriosa! El Hijo de Dios, su Maestro, “se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz”. Y Moisés y Elias, dos personajes celestiales, les aparecieron, y “una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd.” (Mateo 17:2-3, 5.) La gloria de la experiencia sobrepasó su capacidad de soportar, por lo que desfallecieron y se postraron sobre sus rostros. Y mientras permanecieron en este estado, sucedieron y se dijeron cosas indescriptibles.
De modo que, debidamente protegidos, aquellos tres mortales sobrevivieron a esta fuerte y abrasadora experiencia.
Dándose cuenta de que la muerte por martirio era inminente y de que un testimonio verbal podría olvidarse fácilmente, y de que su importante conocimiento tenía que ser perpetuado a través de las épocas, Pedro escribió su solemne testimonio. No se trataba de ninguna fábula ni conjuración de la imaginación, ni tampoco de ninguna concepción de la mente humana —se trataba de algo real y auténtico:
. . . habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.
Pues cuando él [Cristo] recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.
Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. (2 Pedro 1:16-18.)
El modelo fue trazado, el cuadro diseñado y el plano dibujado. Bajo circunstancias especiales, en tiempos de verdadera necesidad y en los momentos más precisos, Dios se manifiesta a los hombres que se encuentran preparados para soportar su presencia. Y en vista de que Dios ha sido el mismo ayer, hoy y siempre, los cielos nunca pueden cerrarse a menos que los hombres mismos se cieguen en la incredulidad.
En nuestra propia dispensación, ocurrió otra grandiosa experiencia similar a las que hemos mencionado. La necesidad era apremiante; una apostasía había cubierto la tierra y una densa oscuridad se había cernido sobre sus habitantes; las mentes de los hombres se habían nublado y la luz se había entenebrecido. El tiempo había llegado en que la libertad religiosa habría de proteger la semilla hasta que ésta germinara y creciera. En la persona de un jovencito se vio manifestada la preparación individual de este tiempo; un joven muchacho con una mente abierta y limpia, con una fe absoluta en la promesa de Dios en cuanto a que los cielos no habrían de permanecer ya más herméticos como el hierro, ni la tierra impenetrable como el bronce, tal como lo habían estado por tantos siglos.
Aquel naciente Profeta se encontraba libre de falsas nociones o ideas preconcebidas. Ninguna de las tradiciones, leyendas, supersticiones o fábulas que habían prevalecido por siglos se había arraigado en él. No había nada que tuviera que borrar o desechar de su mente. Había orado para pedir conocimiento y dirección, y los poderes de la oscuridad se habían combinado para impedir el aparecimiento de la luz. Cuando se arrodilló a solas en el silencioso bosque, su sincera oración produjo una real batalla que lo amenazó con la destrucción. Por siglos, Lucifer había sujetado las mentes de los hombres con ilimitado poder, y no era ahora cuando iba a permitir que su satánico poder terminara allí mismo. Para él esto constituía una amenaza contra los poderes ilimitados de su dominio. Dejemos ahora que Jóse Smith nos cuente su propio relato: … se apoderó de mí una fuerza que me dominó por completo, y … se me trabó la lengua. . . . Una espesa niebla se formó alrededor de mí, y por un tiempo me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina.
… en el momento en que estaba para . . . entregarme a la destrucción —no a una ruina imaginaria, sino al poder de un ser efectivo del mundo invisible … vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza . . .
. . . me sentí libre del enemigo que me había sujetado. Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo! (José Srmith-Historia 15-17.)
El joven José recobró finalmente su voz e hizo las preguntas pertinentes, por las cuales se había dirigido al bosque, y de ello se desarrolló una conversación, gran parte de la cual se le prohibió escribir. Continúa diciendo el Profeta: . . . Cuando otra vez volví en mí, me encontré de espaldas mirando hacia el cielo. . . . (José Smith-Historia 20.)
José había tenido básicamente la misma experiencia que Abraham, Moisés y Enoc, quienes habían visto al Señor y escuchado su voz. Además de esto, José escuchó la voz del Padre dando testimonio de su Hijo, tal como les había ocurrido a Pedro, Santiago y Juan en el Monte de la Transfiguración. José también había visto a Elohím en persona. Había librado una desesperada batalla contra los poderes de las tinieblas, como lo habían hecho Moisés y Abraham. Y así como a todos estos profetas, el Señor también lo protegió a él con el poder de su gloria. Este joven muchacho dio al mundo un nuevo concepto. Ahora había, por lo menos, una persona sobre la tierra que conocía a Dios y cuyo conocimiento era indiscutible, ya que él lo había visto y oído.
La promesa de la vida eterna se ofreció nuevamente al hombre terrenal, tal como se lee en la escritura: Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. (Juan 17:3.)
A la luz del testimonio de José Smith, las Escrituras antiguas cobran un nuevo significado; su verdad literal se confirma con la experiencia de un hombre de tiempos modernos, quien, vivificado y protegido por el Espíritu, vio efectivamente al Padre y al Hijo. ¡Qué bendición más grande la de poder ver a Dios y conversar directamente con El siendo todavía un ser mortal! A pesar de que muy pocos de nosotros tendremos esa bendición, podemos a través de nuestra compresión de las Escrituras y por medio de humilde oración, llegar a conocer a Dios en gran medida. Contamos con la promesa de que si alcanzamos un grado suficiente de purificación personal, indiscutiblemente ¡veremos a Dios y sabremos cómo es El!
























