La Fe Precede al Milagro

La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball

Capítulo nueve

La responsabilidad de los padres
Represas de rectitud


Yo crecí en tierra árida y a mí siempre me pareció que casi nunca llovía lo suficiente durante el período de crecimiento de las cosechas y apenas si alcanzaba para subsistir toda la temporada, ya que ni había agua suficiente en el río para abastecer a aquellos hambrientos canales de riego y así alcanzar las grandes extensiones de sedientos terrenos, ni tampoco la había para regar todas las cosechas.

A causa de esto, todos aprendimos a pedir siempre en nuestras oraciones que cayera lluvia —todo el tiempo suplicábamos que lloviera.

Desde muy pequeño, yo sabía que las plantas no podían sobrevivir sin agua en tierra seca por más de dos o tres semanas. Así es que aprendí a enganchar una vieja mula a lo que llamábamos “una lagartija”, que era un tronco de árbol cuyo extremo formaba una horqueta. En éste colocábamos un barril y yo tiraba de la mula hacia el “gran canal”, conocido como el Canal Unión, que quedaba a una cuadra de la casa. Con un balde, yo sacaba el agua del pequeño arroyo o de los charcos aledaños y llenaba el barril para que la mula lo jalara de regreso a casa. Ahí, entonces, yo podía regar las rosas, las violetas y las otras flores, y también los pequeños arbustos y las matitas y árboles nuevos con baldes llenos del precioso líquido. El agua era para nosotros como el oro líquido, por lo que las represas se convirtieron en la trama y urdimbre del tejido de mi vida. Cada vez que nos sentábamos a la mesa, siempre hablábamos sobre el agua, el riego, las cosechas, los torrentes, los sofocantes días calurosos y los cielos desprovistos de nubes.

Tal como sucedió en el tiempo de Elías cuando sufrieron aquella larga sequía que duró tres años, nosotros siempre estábamos a la expectativa de ver nubes en los cielos.

Todos los largos y secos veranos, nos veíamos buscando esas nubes oscuras y densas, las cuales, en efecto, cada año aparecían en el cielo; entonces se desataban las tormentas y los canales se volvían a llenar por varias horas y el río se precipitaba impetuosamente por su cauce.

A pesar de esto, los canales se vaciaban a menudo, pues al primer violento torrente que caía, la corriente se llevaba los diques de contención que se habían construido de rocas y de las ramas y hojas de las plantas. Entonces se llamaba a los hombres más fuertes para que corrieran a las cabeceras de los canales a reconstruir otros diques antes de que toda el agua fuera a desaguar al mar. Y mientras que todos juntaban ramas de los matorrales y troncos de los árboles y acarreaban rocas y otros desechos para construir nuevos diques, inmersos en aquella gran corriente de agua, algunos de los caballos se atascaban al luchar contra la fuerza de la corriente y se ahogaban, y varios de los hombres que ayudaban se escaparon de morir por un pelo.

Con el tiempo me di cuenta de que aquellos diques de contención para la derivación de la corriente que parecían tan seguros ya no eran suficientes. Lo que se necesitaba era una represa —un dique mayor que pudiera retener el agua de las lluvias del otoño, del invierno y de la primavera y así almacenarla para una época de necesidad posterior.

En la vida existen muchos tipos de represas. Algunas sirven para almacenar el agua; otras para almacenar alimentos, tal como lo hacemos con nuestro programa familiar de bienestar en la Iglesia y tal como lo hizo José en la tierra de Egipto durante los siete años de abundancia. De la misma manera, deben existir también represas o reservas de conocimiento para enfrentar las necesidades del futuro; reservas de aliento para sobreponerse a las corrientes del temor que llenan las vidas de incertidumbre; reservas de fuerza física que nos ayuden a soportar las cargas del trabajo y las enfermedades; reservas de bondad, de valor y de fe. Sí, especialmente reservas de fe, para mantenernos firmes y fuertes ante las presiones de este mundo. Cuando las tentaciones de un mundo decadente disminuyen nuestras energías, debilitan nuestra vitalidad espiritual y luchan por menoscabarnos, necesitamos una reserva de fe por medio de la cual los jóvenes, y estos mismos al hacerse adultos, puedan superar el desaliento, las dificultades, los momentos aterradores, las decepciones, los desengaños y los años de adversidad, necesidad, ansiedad, confusión y frustración.

¿Y quiénes habrán de edificar estas represas? ¿No es ésta la razón por la que Dios le dio a cada criatura dos padres?

¿Quiénes más, sino nuestros antepasados, habrían de talar los bosques, arar la tierra y labrar nuestro futuro? ¿Quiénes más, sino ellos, habrían de establecer el comercio, excavar los canales y explorar el territorio? ¿Quiénes más habrían de plantar los huertos, sembrar los viñedos y erigir las viviendas?

De modo, pues, que son esos padres que engendraron y parieron a estas criaturas los que están llamados a establecer buenos cimientos en el hogar y a construir esos graneros y establos, esos tanques, depósitos y represas.

Yo les guardo un profundo agradecimiento a mis padres por haber construido esas represas para mis hermanos y para mí. Esas represas estaban llenas de hábitos de oración, estudio, actividades, servicio sincero, verdad y rectitud. En casa, cada mañana y noche nos arrodillábamos en nuestras sillas cerca de la mesa y orábamos juntos, tomando cada quien un turno diferente cada vez. Al casarme, este hábito persistió y nuestra familia continuó practicándolo.

El profeta Lehi y su esposa Saríah construyeron y abastecieron sus represas para sus hijos. Uno de ellos dijo en cuanto a esto: Yo, Nefí, nací de buenos padres y recibí, por tanto, alguna instrucción en toda la ciencia de mi padre. . . habiendo logrado un conocimiento grande de la bondad y los misterios de Dios. (1 Nefi 1:1.)

A pesar de que dos de los hijos ignoraron esas enseñanzas, haciendo uso de su propio libre albedrío, Nefi y los otros miembros de su familia habían sido fortificados firmemente y toda su vida aprovecharon intensamente el contenido de aquellas represas construidas y abastecidas por unos padres dignos.

Jacob, otro de los hijos de Lehi, también utilizó considerablemente aquel depósito heredado de su padre, y lo pasó asimismo a su hijo Enós, quien dio testimonio de ello en la siguiente forma:

. . . yo, Enós, sabía que mi padre era un varón justo, pues me instruyó. . . en el conocimiento y amonestación del Señor. . . .
. . . salí a cazar. . . y las palabras que frecuentemente había oído a mi padre hablar, en cuanto a la vida eterna y el gozo de los santos, penetraron mi corazón profundamente.
Y mi alma tuvo hambre; y me arrodillé ante mi Hacedor. . . . (Enós 1, 3-4.)

Enós fue perdonado por el Señor al utilizar gran cantidad del contenido de aquella reserva de fe que sus padres habían creado para él y sus hermanos.

Recuerdo una ocasión en la que conocí a una encantadora pareja en la que ambos eran fieles Santos de los Últimos Días, con una familia espléndida y una vida llena de éxito. Al hablarme de su historia familiar, me dijeron que el esposo provenía de un hogar de activos miembros de la Iglesia, cuya vida giraba en torno a Cristo. En la familia había siete hijos y todos, menos uno, habían permanecido fieles en la fe, habían servido sus misiones proselitistas honorablemente, se habían casado en un templo santo, y ahora estaban criando hogares felices y llenos de prosperidad, tal como había sucedido con sus padres. El otro hijo de qué hablamos se había alejado del buen camino y estaba atravesando por problemas conyugales, además de otras serias dificultades.

Por otro lado, la esposa venía también de un hogar de siete hijos en el que la Iglesia no significaba mucho para ellos. Según dijo ella, siempre habían evitado el pago de sus diezmos, olvidado sus oraciones e ignorado las otras actividades de la Iglesia, descuidando completamente la parte espiritual de sus vidas. Los siete hijos habían crecido en la misma casa, sujetos a las mismas condiciones, y todos, excepto esta hija, habían pasado por alto sus obligaciones espirituales, tal como lo habían hecho sus padres.

Ambas familias procedían de los mismos círculos sociales; no obstante, los primeros padres de qué hablamos habían construido y abastecido una represa alta y sólida de hábitos y cualidades de fe para el uso de sus hijos, mientras que la otra familia no había edificado ninguna represa de fortaleza espiri­tual, sino más bien había dependido del sobrante de los demás. Los torrentes que les habían sobrevenido habían derribado sus pequeños inseguros diques de canalización, tal como los de rocas y ramas de qué hablamos antes.

El Señor en verdad ha inspirado a los dirigentes de su Iglesia para hacer marcado hincapié en la edificación de la fe y la unidad familiar. Se insta a cada familia a que practique regularmente el hábito de la oración familiar cada mañana y noche y a dedicar por lo menos una tarde o noche de la semana para congregarse al calor de la unidad familiar, apartados del mundo y de sus llamativas atracciones. Para esto, esa noche seleccionada se apaga el televisor o el radio, se desconecta o no se contesta el teléfono, se cancela toda llamada o compromiso, para así poder pasar unas horas todos juntos en un ambiente familiar cordial y acogedor.

Mientras que con lo que hemos dicho se cumple un objetivo con el solo hecho de reunir a toda la familia, se obtiene además un beneficio mayor, que es el que se deriva de las lecciones mismas de la vida. He aquí una oportunidad en la que el padre puede enseñar a sus hijos el valor de la integridad, el honor, el sentido de responsabilidad, el sacrificio y la fe en Dios. La combinación de las experiencias de la vida y las Escrituras constituye la base para esta enseñanza; y todo ello, recubierto por el amor filial entre padres e hijos, produce una influencia que en ninguna otra manera se puede lograr. De manera que, las represas de rectitud se abastecen con el fin primordial de preparar a los hijos para enfrentar los días oscuros de tentación y deseo, de sequía e incredulidad. A medida que los niños crecen, ellos mismos pueden cooperar en el abastecimiento del depósito, tanto para sí mismos como para toda la familia. De modo que, como componentes esenciales de los programas del Señor, nosotros tenemos la noche de hogar, las oraciones familiares y la enseñanza de los principios del evangelio dentro del seno de la familia.

Hace algunos años estuve de visita en un país en el cual se enseñaban ciertas ideologías extrañas y en donde cada día se promulgaban “doctrinas perniciosas” tanto en las escuelas como por medio de la prensa. Como consecuencia, al asistir cada día a la escuela, los niños tenían que escuchar esas doctrinas, filosofías e ideales extraños.

Alguien dijo una vez que “la gota perenne hace que hasta la piedra más sólida se desgaste”. Pensando en esto, procedí a preguntar: “¿Pueden estos niños retener su propia fe? ¿No se sienten abrumados por la constante presión de sus maestros? ¿Cómo podéis aseguraros de que no perderán su simple fe en Dios?”

La respuesta que recibí vino a ser la siguiente: “Cada noche restituimos lo que se ha perdido de la represa. Les enseñamos a nuestros hijos una rectitud verdadera para que las falsas filosofías no obstruyan sus mentes. Creemos que nuestros hijos están creciendo en fe y rectitud a pesar de las casi insoportables presiones externas”.

Es así, por tanto, que aun los diques dañados pueden ser reparados y rescatados, tal como se puede detener una inundación con sacos de arena. De la misma forma se puede salvar al niño y mantenerlo en el camino recto mediante la constante enseñanza de la verdad, el mejoramiento de la calidad de las oraciones, las enseñanzas del evangelio, las expresiones de amor y el genuino interés que muestren los padres.