Capítulo 13
Se consideran las objeciones al testigo
Dado que, como hemos visto, una nueva dispensación del evangelio en los últimos días debe ser dada al hombre; y puesto que ni los “Reformadores” del siglo XVI, ni ninguna otra persona desde su época y antes de José Smith, ha hecho siquiera la pretensión de que Dios, mediante una nueva revelación y el ministerio de ángeles, restauró el evangelio; y siendo que esa es la manera en que Dios ha prometido restaurar el evangelio, ¿no podría ser José Smith el profeta de la Nueva Dispensación, el instrumento en las manos de Dios para llevar a cabo su propósito en la gran obra de los últimos días? Algún hombre debe ser escogido, ¿por qué no él?
Estas preguntas me conducen a considerar aquellas objeciones presentadas contra José Smith como razones para creer que no fue un profeta de Dios. En primer lugar, consideraré la objeción hecha en su contra debido a su humilde nacimiento y baja posición en la vida.
Sería una tarea casi interminable, y también inútil, repetir lo que se ha dicho de José Smith en este sentido. No contenta con los hechos del caso, la malicia ha recurrido a la tergiversación para degradar a su familia ante los ojos del mundo; y el desprecio y la burla han hecho todo lo posible por desacreditar sus pretensiones, señalando la roca de donde fue cortado y el supuesto pozo de donde fue extraído. Sus amigos y seguidores están preparados para admitir toda la verdad respecto a su origen humilde y su baja condición en la vida. El carácter de sus padres y las circunstancias en las que él mismo fue criado se detallan en el capítulo X de este libro.
Se recordará que sus antepasados estuvieron entre los primeros colonos de Nueva Inglaterra; que su padre fue un agricultor, industrioso y honorable, aunque en circunstancias humildes; y con la necesidad de trabajar con sus propias manos en el bosque o en el campo para mantener a su numerosa familia. Ya se ha dicho que el joven profeta José compartía estas labores.
Pero ¿qué valor tiene la objeción de nacimiento humilde y baja condición? ¿Se argumentará que si el Señor tuviera una comunicación que hacer a la humanidad, como la que José Smith afirma haber recibido, habría elegido a alguno de los grandes de la tierra, alguien de alta cuna, de inmensa fortuna, de vasto conocimiento, famoso por su elocuencia? A ese tipo podría elegirlo un hombre, pero ¡cuán a menudo ha hecho Dios lo contrario! Hagamos un breve repaso: Moisés y Aarón, hijos de una esclava israelita; Josué, igualmente; David, un pastor; el profeta Amós, pastor y recolector de higos silvestres; los apóstoles de Jesucristo, hombres del nacimiento más bajo y de las ocupaciones más humildes; Pedro y Andrés su hermano, eran pescadores; Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, también pescadores; Mateo, un despreciado recaudador de impuestos; Pablo, un fabricante de tiendas; y aunque de las ocupaciones del resto de los apóstoles no se sabe nada con certeza, tenemos todas las razones para creer que eran hombres de extracción humilde y ocupaciones sencillas.
Estos son algunos de aquellos a quienes Dios llamó para hacer su obra. No siempre ha limitado su elección a hombres de esta clase; en ocasiones ha escogido a hombres de linaje real y de lo que se considera los estratos más altos de la sociedad. Pero debido a que la Deidad ha elegido tan frecuentemente a sus siervos de entre los humildes por nacimiento y ocupación, no me corresponde a mí despreciar a los ricos, sabios y poderosos. Eso sería una arrogancia tan ofensiva al espíritu de la razón como al cielo, igual que lo que condeno en aquellos que desprecian al profeta José por su origen y circunstancias humildes. Al citar el hecho de que Dios en otras épocas ha escogido a hombres de nacimiento humilde y ocupación sencilla, solo deseo mostrar que no tiene valor la objeción presentada contra José Smith por razón de su baja condición en la vida.
Que el nacimiento de José Smith sea tan humilde como se quiera, no puede ser más bajo que el de Jesucristo. La situación de la madre del profeta no era más caída que la de María, la madre de Jesús. Una cabaña de troncos en Sharon, Vermont, no es un lugar de nacimiento más humilde que un establo en Belén. La rústica cuna de José Smith, hecha por las manos de su padre, aunque toscamente tallada, era al menos igual a el más rudo pesebre del establo en Belén; y la ocupación de agricultor que siguió el padre de José, y en la que el profeta lo ayudó en su niñez, no es más humilde que la ocupación de carpintero que siguió el supuesto padre de Jesús, y en la que Jesús sin duda le ayudó antes de comenzar su ministerio público. De hecho, podría decir que ni José Smith ni ningún otro profeta ha sido permitido comenzar desde una condición más baja en la vida que el Hijo de Dios; pues es justo que aquel que ha de ascender por encima de todas las cosas—todas las alturas, principados y potestades—también descienda por debajo de todas las cosas, para que en todo toque todos los puntos de la experiencia humana, de modo que cualquiera que sea la experiencia del hombre, por humilde que sea su posición, por angustiosas que sean sus desgracias; por pobre, abandonado o desolado que se halle; por mucho que sea ridiculizado, despreciado, odiado o perseguido; por mucho que sea tentado—al mirar desde su trono exaltado a la diestra de Dios, con su alma henchida de compasión, Jesús pueda decir: “El Hijo del Hombre ha descendido por debajo de todos ellos.”
Las objeciones presentadas contra José Smith basadas en su bajo nacimiento y humilde ocupación no tienen valor alguno. Escribiendo a los santos de Corinto, el apóstol de los gentiles dice: “Pues mirad, hermanos, vuestro llamamiento: que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo, y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es.” La razón que Dios da por proceder de esta manera en la selección de sus siervos se expresa así: “Para que ninguna carne se jacte en su presencia… para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor.”
Si la sabiduría de este método de proceder no resulta comprensible a la inteligencia del hombre, que lo acepte como una evidencia de que los caminos de Dios no son como los caminos del hombre, ni sus pensamientos como los pensamientos del hombre. También podemos tener la seguridad de esto: que así como los cielos son más altos que la tierra, así son los caminos de Dios más altos que los caminos del hombre, y sus pensamientos más que los pensamientos del hombre.
Además, como he señalado en otra parte, se ha convertido en un proverbio que todos los grandes movimientos, todas las reformas, todas las revoluciones deben producir sus propios líderes; y esto es tan cierto respecto a la gran obra de los últimos días —el establecimiento de la Iglesia de Cristo en la tierra— como lo es de cualquier otro gran movimiento. Los líderes de prácticas e instituciones ya establecidas, ya sean políticas, sociales o religiosas, rara vez, o nunca, se convierten en innovadores. Usualmente consideran que es de su interés oponerse al cambio, especialmente a aquellos cambios que, por su propia naturaleza, arrojan alguna sombra de duda sobre la corrección de las costumbres o instituciones existentes con las que están vinculados.
De ahí que los rabinos judíos, los sacerdotes, los escribas, los miembros del gran Sanedrín, no aceptaran la doctrina del Mesías ni se convirtieran en los principales apóstoles, setentas y élderes de la nueva iglesia. Por el contrario, esta clase fue la más obstinada opositora de las doctrinas enseñadas por el Hijo de Dios, y sus enemigos más implacables. Fue el pueblo común quien lo escuchó con agrado, y de entre ellos Él escogió a los apóstoles, quienes, mediante los poderes divinos del sacerdocio conferido sobre ellos, sacudieron los antiguos sistemas de moralidad y religión hasta sus cimientos.
Por la propia naturaleza de las cosas, debe ser necesario que hombres cuyas mentes no estén torcidas por las costumbres y tradiciones prevalecientes sean escogidos para establecer un nuevo orden de religión, de gobierno o de sociedad. ¿Cómo podrían los sacerdotes y rabinos judíos, atados por la costumbre a una adhesión servil a las formas externas y ceremonias del ritual mosaico —cuyo espíritu había sido anulado hacía tiempo por el cúmulo de falsas tradiciones— abrir sus mentes para recibir las doctrinas más amplias y nobles del evangelio de Cristo, sin mezclarlas con el boato y la pompa que los hombres de esa época consideraban esenciales para la religión? ¿Pueden acaso los hombres educados con apego a gobiernos despóticos, y cuyos intereses están ligados a su mantenimiento, mirar con agrado los principios democráticos o convertirse en campeones de una república?
Finalmente, ¿acaso estaban calificados los líderes religiosos de principios del siglo XIX —educados en la creencia de que la revelación había cesado, que la voz de la profecía había sido silenciada para siempre, que el ministerio de ángeles había terminado, que los poderes milagrosos del Espíritu Santo habían desaparecido, que la antigua organización de la iglesia ya no era necesaria—, hombres llenos del orgullo que el conocimiento del mundo frecuentemente infunde en los corazones de quienes lo poseen, para estar a la cabeza y convertirse en protagonistas principales en la dispensación del cumplimiento de los tiempos? ¿Una dispensación iniciada por una nueva revelación, por numerosas visitas de ángeles, y que terminaría finalmente en el pleno establecimiento de la Iglesia de Cristo, la restauración de la casa de Israel y la completa redención de la tierra y todos sus habitantes?
Una obra así era demasiado grande, demasiado elevada y profunda para mentes llenas de ideas sectarias y falsas. Por eso Dios eligió como su siervo para estar a la cabeza de esta gran y última dispensación a un hombre cuya mente no estuviera torcida por una educación falsa; sino alguien de gran capacidad; poseedor de amplitud y libertad de pensamiento, de temperamento valeroso y entusiasta; un hijo de la naturaleza, con una conciencia no endurecida por el engaño mundano y ajeno a motivos que no fueran los dictados por un propósito honesto; y, además, lleno de una confianza implícita en Dios—una confianza nacida de una fe viva en la existencia de la Deidad y de la conciencia de la rectitud de sus propias intenciones y vida.
Tan infundada como la objeción basada en su humilde origen y condición en la vida, es aquella otra que surge del hecho de que fue mal hablado por el mundo. No debe el lector confundir aquí la reputación con el carácter. Son cosas muy distintas, te lo aseguro. Este último es lo que uno es; la primera puede ser la estimación de un necio, o, aún peor, puede ser y a menudo lo es una creación de mentirosos y bribones—formada por tergiversaciones y puesta en pie por la malicia. Cuando es favorable, muchas veces se obtiene sin mérito, y otras tantas se pierde sin merecerlo. Pero con el carácter no es así. Este permanece independiente de la opinión de los necios o la tergiversación de los bribones. Se forma en gran parte por nosotros mismos; en parte por nuestro entorno; en parte por Dios. Es lo que somos, sin importar lo que el mundo pueda pensar o decir de nosotros.
He dicho tanto que el lector bien podría recordar que el carácter de un hombre puede ser bueno, mientras que su reputación puede ser vil; o viceversa. Por lo tanto, no hay nada tan inseguro como criterio para juzgar a un hombre que lo que el mundo dice de él—su reputación.
Esto es especialmente cierto respecto a los siervos de Dios. Encomendados como lo están, por lo general, a reprender al mundo por el pecado y la injusticia, y a llamar a la humanidad al arrepentimiento, han aparecido como rudos perturbadores de la paz y la comodidad de los hombres—iconoclastas empeñados en romper las imágenes a las que los hombres han entregado su corazón. El mundo no los ama, y aquello que odia, lo calumnia—y de allí surge, con el mundo, la reputación de los siervos de Dios. Las balanzas en las que son pesados son falsas; por lo tanto, la declaración de su valor que proviene de esa fuente es falsa.
Juzgado por su reputación ante el mundo cuando vivió entre los hombres, el mismo Señor Jesús sería condenado como un blasfemo malhechor; un violador de antiguas costumbres; un traidor al gobierno de César; alguien tan vil como para estar aliado con Lucifer, por cuyo poder expulsaba demonios; mediante magia sanaba a los enfermos, ciegos y cojos; quien, por sus muchos crímenes, fue crucificado entre dos ladrones; y cuyo cuerpo—siendo sus discípulos del mismo espíritu que su maestro—fue robado por ellos, y luego propagaron la falsa noticia de que Jesús había resucitado de entre los muertos. Tal fue el relato del mundo acerca de Cristo, en su época y en la de sus apóstoles—¡tal fue la reputación del Hijo de Dios! Si lo juzgáramos por ella, ¿no sería rechazado como un impostor? ¡Qué injusto sería tal juicio! A quienes rechazan a José Smith como siervo y testigo de Dios porque fue, y es, mal hablado por el mundo, les planteo esta pregunta: “¿No podría el juicio que ustedes emiten sobre él—basado en lo que el mundo, y por lo general sus enemigos, dicen de él—ser igualmente injusto y falso?”
“Si el mundo os aborrece,” dijo Jesús a sus apóstoles, “sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.”
A la luz de estas palabras del Señor Jesús, ¿qué valor tiene la objeción que se plantea contra José Smith como profeta y testigo de Dios, basada en el hecho de que fue mal hablado por el mundo? Siendo un siervo del Altísimo, enviado a reprender al mundo por su injusticia, ¿no es razonable esperar que el mundo hablara en su contra? ¿No habría algo claramente mal si no lo hiciera? “Bienaventurados seréis,” dijo Jesús, “cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos, porque he aquí, vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres con los profetas.”
No es, pues, cosa extraña que se hable mal del gran Profeta de la nueva dispensación. Es una vieja historia, esta difamación de los siervos de Dios por parte del mundo; tan antigua que uno se pregunta cómo es que los hombres no se han acostumbrado lo suficiente como para asignarle su verdadera importancia—o mejor dicho, su falta de importancia. Pero parece ser el destino de cada época seguir los pasos de la anterior: edificar los sepulcros de los profetas, adornar los monumentos de los justos, y decir: “Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido partícipes con ellos en la sangre de los profetas.” Y sin embargo, con extraña incongruencia, esos mismos constructores de sepulcros, esos que los adornan, mientras profesan honrar a los profetas de las edades pasadas, ¡persiguen hasta la muerte a los profetas de su propia generación! Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y oídos, siempre resisten al Espíritu Santo; como hicieron sus padres, así hacen ellos también—¿a cuál de los profetas no persiguieron?
“¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas!” ¡Más extraña aún se vuelve la inconsistencia de la conducta humana! ¡Lo verdadero rechazado; lo falso exaltado! Y tan común se ha vuelto esta práctica que un gran pensador, al tocar este tema, dijo: “Siempre hay algo grande en aquel hombre contra quien clama el mundo, al que todos arrojan piedras, y sobre cuyo carácter todos intentan cargar mil crímenes sin poder probar uno solo.”
Aquí puedo detenerme nuevamente para preguntar: ¿Cuál es el valor de la objeción hecha contra José Smith como profeta y testigo de Dios, basada en el hecho de que fue mal hablado por el mundo? Esa ha sido la herencia de los siervos de Dios por tanto tiempo que no hay memoria humana que lo contradiga. Si José Smith no hubiera recibido tal trato por parte del mundo, habría carecido de una de las señales de un verdadero profeta. Si hubiera sido recibido con los brazos abiertos por el mundo, se lo podría haber denunciado con razón como un falso profeta; porque de esa manera han sido recibidos: —”¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, porque así hacían sus padres con los falsos profetas!” El hecho aquí declarado por el Hijo de Dios es una respuesta completa a las objeciones basadas en la calumnia del mundo contra los profetas de Dios en todos los tiempos posteriores; y no es menos una respuesta a las objeciones dirigidas contra José Smith que a las dirigidas contra otros profetas.
























