Un Nuevo Testigo de Dios, Volumen 1

Capítulo 19

El testimonio de los milagros—la evidencia de las promesas cumplidas


Ya se ha señalado que los escritores cristianos han otorgado demasiada importancia a los milagros como evidencia de la autoridad divina de quienes los realizaban; esto debido a que, en algunos casos, los profetas de Dios no realizaron milagros; en otros, impostores sí los realizaron; y se predice que, en el futuro, los espíritus de los demonios tendrán poder para hacer milagros y engañar a los hombres. También he señalado que los milagros no son, propiamente hablando, eventos que violan las leyes de la naturaleza, sino que ocurren mediante la operación de leyes superiores de la naturaleza que el hombre aún no comprende; por lo tanto, los sucesos que llamamos milagrosos solo lo son en apariencia, y podemos esperar con confianza que llegará el día en que dejarán de parecer milagros.

Digo que los escritores cristianos han dado demasiada importancia al testimonio basado en lo que se denominan milagros; y sin embargo, no se me debe entender como si ignorara la importancia que pueden tener como evidencia secundaria. Cuando los milagros siguen a quienes reclaman tener autoridad divina en cumplimiento de sus promesas, el testimonio se vuelve realmente importante; porque si ciertos dones o poderes milagrosos son prometidos por los que afirman tener autoridad divina y luego no se cumplen—suponiendo, por supuesto, que sus discípulos cumplan las condiciones sobre las cuales se basan las promesas—el incumplimiento probaría que son impostores. Los milagros, en tales circunstancias, serían una prueba especialmente fuerte de autoridad divina si las promesas fueran de una naturaleza que el hombre no pudiera cumplir ni Lucifer imitar. Por ejemplo: Pedro, el día de Pentecostés, dijo de la manera más audaz imaginable al pueblo que, con la condición de arrepentimiento y bautismo, recibirían el Espíritu Santo.

Eso, a mi parecer, fue una promesa que no podía cumplirse mediante ninguna agencia humana; y aún más inconcebible sería suponer que el espíritu de los demonios pudiera influir en el cumplimiento de tal promesa. Sería un insulto a la dignidad de Dios—una blasfemia de primer grado—afirmar que agentes de Lucifer pudieran conferir el Espíritu Santo. Por grande que sea el poder que Dios, en su sabiduría, haya permitido retener a Lucifer, conferir el Espíritu Santo, o actuar en cualquier forma a través de él, no es uno de esos poderes. Si esta promesa hecha por Pedro se cumple, el pueblo a quien se le hizo tendría una prueba clarísima de que él poseía autoridad divina. Por otro lado, si esa u otra promesa de dones o poderes celestiales—aunque sean de naturaleza subordinada a la gran promesa del Espíritu Santo—no se cumple (siempre y cuando las condiciones se hayan cumplido), ello sería suficiente para probar que quien la hizo fue un impostor.

Es bajo esta luz que propongo presentar la evidencia de los milagros respecto a la divinidad de la misión de José Smith. Es decir, haciendo que su mayor peso como evidencia consista en el hecho de que sus seguidores los poseen y disfrutan en cumplimiento de las promesas que él les hizo.

Juan el Bautista, cuando confirió el Sacerdocio Aarónico a José Smith y a Oliver Cowdery, les dijo que este sacerdocio no incluía el poder de imponer las manos para conferir el don del Espíritu Santo; pero que tal poder les sería otorgado más adelante. Posteriormente, recibieron el Sacerdocio mayor o de Melquisedec por medio de Pedro, Santiago y Juan, lo cual les otorgó la autoridad prometida por el Bautista—el poder de imponer las manos para conferir el don del Espíritu Santo.

En septiembre de 1832, con motivo de la llegada de varios élderes a Kirtland tras sus misiones en los Estados del Este, seis de ellos se reunieron, y José Smith recibió una revelación que dirigía sus labores futuras, en la cual se les dio el siguiente mandamiento y promesa:

“Id por todo el mundo, y a cualquier lugar al que no podáis ir, enviad, para que el testimonio salga de vosotros a todo el mundo y a toda criatura. Y como dije a mis apóstoles, así os digo a vosotros, porque sois mis apóstoles, los sumos sacerdotes de Dios; sois aquellos que mi Padre me ha dado—sois mis amigos; por tanto, como dije a mis apóstoles, os digo nuevamente, que toda alma que crea en vuestras palabras y se bautice en agua para la remisión de los pecados, recibirá el Espíritu Santo.”

He considerado adecuado llamar la atención sobre el hecho de que José Smith afirmaba haber recibido poder mediante la ordenación por mensajeros celestiales para conferir el Espíritu Santo por la imposición de manos; y luego, que en esta revelación se hace una promesa de la recepción del Espíritu Santo a todos aquellos que crean en el testimonio de los siervos de Dios en esta nueva dispensación y se bauticen para la remisión de los pecados. En consecuencia, José Smith y los élderes de la Iglesia han hecho esta promesa a todos los habitantes de la tierra, y a tantos como han cumplido con las condiciones prescritas, les han impuesto las manos y han dicho: “Recibid el Espíritu Santo.” Si esta promesa de que recibirán el Espíritu Santo no se cumple, entonces los hombres que hacen la promesa quedan evidenciados como impostores. Si se cumple—puesto que, como ya se ha mencionado, ni el hombre ni las agencias de Lucifer pueden cumplir tal promesa—entonces constituye una evidencia muy positiva de que José Smith, por medio de quien se hace la promesa, fue divinamente autorizado, y que confirió autoridad divina a otros. Si él fue autorizado para impartir el Espíritu Santo mediante una ordenanza del evangelio, se deduce también que fue divinamente autorizado para predicar una nueva dispensación del evangelio y restablecer la Iglesia de Cristo en la tierra. La única pregunta que queda por considerar es: ¿reciben aquellos que cumplen con las condiciones el cumplimiento de la promesa?

Durante más de sesenta años el evangelio ha sido predicado entre casi todas las naciones de la tierra, tiempo durante el cual cientos de miles han recibido el mensaje, y han testificado que, para ellos, la palabra de promesa hecha al oído no ha sido defraudada en la esperanza, sino que han experimentado su cumplimiento. No siempre, y de hecho no frecuentemente, han visto la evidencia de haber recibido el Espíritu Santo en el terremoto o en el torbellino; sino en los susurros de la voz apacible del Consolador, que llena el alma de seguridad; que ensancha y vivifica el intelecto; que amplía mientras santifica los afectos; que muestra las cosas por venir o testifica que Jesús es el Cristo; que, a través de la adversidad o aflicción, es una voz en el oído que dice, cuando quienes la poseen se inclinan a la derecha o a la izquierda: “este es el camino, andad por él”; o que, aunque reúne a hombres y mujeres de todas las naciones y tribus de la tierra, con todas sus diversas costumbres y peculiaridades, aun así los hace un solo pueblo; funde todos sus deseos en la realización de un propósito común y les permite convivir en perfecta paz y unidad. Así es como obra el Espíritu Santo—y en tales operaciones los santos encuentran evidencia de su existencia entre ellos; y toda la Iglesia de Cristo está dispuesta y efectivamente testifica al mundo que el Espíritu Santo es dado en cumplimiento de la promesa hecha por medio de José Smith.

Siguiendo a la promesa del Espíritu Santo, en la revelación citada, viene esta serie de promesas:

“Y estas señales seguirán a los que creen. En mi nombre harán muchas obras maravillosas; en mi nombre echarán fuera demonios; en mi nombre sanarán a los enfermos; en mi nombre abrirán los ojos de los ciegos y destaparán los oídos de los sordos; y la lengua del mudo hablará; y si alguien les administra veneno, no les hará daño; y el veneno de una serpiente no tendrá poder para perjudicarlos. Pero un mandamiento les doy: que no se gloríen de estas cosas, ni las hablen delante del mundo; porque estas cosas os son dadas para vuestro provecho y para salvación.”

He escrito la última parte del pasaje en cursiva para que se entienda con mayor claridad que esta promesa de los dones milagrosos enumerados no fue hecha para que los siervos de Dios en esta nueva dispensación tuvieran evidencia de lo que comúnmente se considera milagros para señalar como prueba de su autoridad divina; sino que son bendiciones dadas a los santos para su provecho y salvación. Precisamente por el hecho de que no fueron dados como evidencia de autoridad divina, sino como promesas de bendición a los santos, se convierten en una prueba aún más fuerte de la autoridad divina en el ministerio de la nueva dispensación, siempre que se pueda probar que siguen a los que creen. Y quiero decir también que, debido al mandamiento de que los siervos de Dios no deben jactarse de estos poderes ante el mundo, es precisamente la razón por la cual tan poco se ha dicho de ellos como prueba de la misión divina de nuestro Nuevo Testigo; y aun ahora hago depender su peso principal como evidencia en el hecho de que su disfrute constituye el cumplimiento de una promesa hecha por el Dios del cielo por medio de José Smith, lo cual, si no se hubiera cumplido, lo probaría sin lugar a dudas como un impostor. Pero afirmo que estas promesas se cumplen en la experiencia de aquellos que creen en y aceptan la nueva dispensación, y presento el siguiente testimonio como evidencia:

En el mes de abril de 1830, José Smith se encontraba de visita en la casa del Sr. Joseph Knight, en Colesville, condado de Broome, Nueva York. Este caballero había prestado al profeta una ayuda oportuna mientras traducía el Libro de Mormón, y José deseaba que el Sr. Knight y su familia recibieran la verdad. Mientras estuvo en el vecindario del Sr. Knight, el profeta celebró varias reuniones. Entre los asistentes habituales se encontraba Newel Knight, hijo de Joseph Knight. Él y el profeta sostuvieron muchas conversaciones serias sobre el tema de la salvación del hombre. En las reuniones realizadas, la gente oraba mucho, y en una de las conversaciones mencionadas con el profeta, Newel Knight prometió que oraría en público. Sin embargo, cuando llegó el momento, su valor lo abandonó y se negó, diciendo que esperaría hasta estar solo en el bosque. A la mañana siguiente, cuando intentó orar en el bosque, fue abrumado por un fuerte sentimiento de haber descuidado su deber la noche anterior, al no orar en presencia de otros. Empezó a sentirse intranquilo, y su malestar aumentó tanto física como mentalmente, hasta que, al regresar a casa, su apariencia fue tal que alarmó a su esposa. Llamó al profeta, quien al llegar lo encontró en una condición deplorable y sufriendo intensamente. Su rostro y extremidades estaban distorsionados y retorcidos de todas las formas imaginables. Finalmente fue levantado del suelo y sacudido de manera aterradora. Los vecinos, al enterarse de su estado, corrieron a la casa. Después de haber sufrido por un tiempo, el profeta logró tomarle la mano, momento en que Newel le habló de inmediato, diciéndole que sabía que estaba poseído por el demonio y que el profeta tenía poder para expulsarlo. “Si sabes que puedo hacerlo, se hará”, respondió el profeta; y entonces, casi sin darse cuenta, reprendió a Satanás y le ordenó que saliera del hombre. Inmediatamente cesaron las contorsiones de Newel, y él dijo en voz alta que había visto al diablo salir de él y desaparecer de su vista.

“Este fue el primer milagro realizado en esta iglesia, o por cualquier miembro de ella,” escribió el profeta, “y no fue hecho por el hombre, ni por el poder del hombre, sino por Dios y por el poder de la divinidad; por tanto, que el honor y la alabanza, el dominio y la gloria, sean atribuidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.”

El siguiente relato de una sanación milagrosa se encuentra en History of the Disciples (Campbellitas), por Hayden; y es la declaración de testigos hostiles al profeta y a la obra en la que estaba comprometido:

“Ezra Booth, de Mantua, un predicador metodista de mucha más cultura que la ordinaria y con grandes capacidades naturales, acompañado de su esposa, el Sr. y la Sra. Johnson, y algunos otros ciudadanos de este lugar, visitaron a Smith en su casa en Kirtland, en 1831. La Sra. Johnson había estado afligida por algún tiempo con un brazo inmovilizado, y en el momento de la visita no podía levantar la mano hasta la cabeza. El grupo visitó a Smith, en parte por curiosidad y en parte para ver por sí mismos qué había en la nueva doctrina. Durante la entrevista, la conversación giró en torno al tema de los dones sobrenaturales, como los que se conferían en los días de los apóstoles. Alguien dijo: ‘Aquí está la Sra. Johnson con un brazo inmovilizado; ¿ha dado Dios algún poder a los hombres en la tierra para curarla?’ Pocos momentos después, cuando la conversación había cambiado de rumbo, Smith se levantó, cruzó la habitación, tomó a la Sra. Johnson de la mano y dijo con la mayor solemnidad e intensidad: ‘Mujer, en el nombre de Jesucristo, te ordeno que seas sanada’; e inmediatamente salió del cuarto. Los presentes quedaron sobrecogidos por la infinita presunción del hombre, y por la calma seguridad con la que habló. El repentino impacto mental y moral—no sé cómo explicar mejor el hecho bien atestiguado—electrizó el brazo reumático—la Sra. Johnson lo levantó con facilidad al instante, y al regresar a casa al día siguiente, pudo hacer su lavado sin dificultad ni dolor.”

Cuando los santos se establecieron por primera vez en Commerce, luego llamado Nauvoo, era una localidad muy insalubre. La malaria era común, y otras personas que habían intentado establecerse allí habían fracasado. La exposición a la que los santos habían sido sometidos tras su expulsión de Misuri los hacía víctimas fáciles de la malaria. Para mediados de julio de 1839, la mayor parte de ellos había sido atacada por la fiebre y se encontraba en estado muy delicado. Desde el 21 hasta el 23 de julio inclusive, hubo manifestaciones notables del poder de Dios en la Iglesia a través de las administraciones del profeta José a los enfermos. Su propio relato al respecto en su diario es extremadamente breve; dice así:

“Domingo 21: No hubo reunión debido a mucha lluvia y mucha enfermedad; sin embargo, muchos de los enfermos fueron sanados este día por el poder de Dios, mediante la instrumentación de los élderes de Israel ministrándoles en el nombre de Jesucristo.”

“Lunes y martes, 22 y 23: A los enfermos se les administró con gran éxito, pero muchos siguen enfermos y están apareciendo nuevos casos a diario.”

Otra mano, sin embargo, ha registrado la manifestación del poder de Dios en ese memorable 22 de julio de 1839: la de Wilford Woodruff, entonces futuro Presidente de la Iglesia, y cito su relato:

“Como consecuencia de las persecuciones a los santos en Misuri y de las exposiciones a las que fueron sometidos, muchos de ellos enfermaron poco después de llegar a Commerce, luego llamado Nauvoo; y como había muy pocas viviendas disponibles, José llenó su casa y su tienda con ellos, y debido a su constante atención a sus necesidades, pronto enfermó él mismo. Después de estar confinado en su casa varios días, y mientras meditaba sobre su situación, sintió un gran deseo de cumplir con los deberes de su oficio. La mañana del 22 de julio de 1839, se levantó de su cama y comenzó a ministrar a los enfermos en su casa y en el patio, y les mandó en el nombre del Señor Jesucristo que se levantaran y fueran sanados; y los enfermos fueron sanados por todos lados a su alrededor.”

“Muchos estaban tendidos enfermos a lo largo de la orilla del río; José caminó hasta la casa de piedra más baja, ocupada por Sidney Rigdon, y sanó a todos los enfermos que encontró en su camino. Entre ellos estaba Henry G. Sherwood, que estaba al borde de la muerte. José se paró en la puerta de su tienda y le mandó en el nombre de Jesucristo que se levantara y saliera; y él obedeció y fue sanado. El hermano Benjamin Brown y su familia también estaban enfermos, el primero aparentemente en estado de agonía. José los sanó en el nombre del Señor. Después de sanar a todos los que estaban enfermos a lo largo de la orilla del río hasta la casa de piedra, llamó al élder Kimball y a otros para que lo acompañaran al otro lado del río para visitar a los enfermos en Montrose. Muchos de los santos vivían en los antiguos cuarteles militares. Entre ellos había varios del Quórum de los Doce. Al llegar, la primera casa que visitaron fue la ocupada por el élder Brigham Young, Presidente del Quórum de los Doce, quien yacía enfermo. José lo sanó; luego él se levantó y acompañó al profeta en su visita a otros en la misma condición. Visitaron al élder W. Woodruff, y también a los élderes Orson Pratt y John Taylor, todos los cuales vivían en Montrose. Ellos también lo acompañaron.”

El siguiente lugar que visitaron fue la casa de Elijah Fordham, de quien se pensaba que estaba a punto de dar su último aliento. Cuando el grupo entró en la habitación, el profeta de Dios se acercó al moribundo, le tomó la mano derecha y le habló; pero el hermano Fordham no pudo hablar, sus ojos estaban fijos como de vidrio, y parecía completamente inconsciente de todo lo que lo rodeaba. José le sostuvo la mano y lo miró a los ojos en silencio durante un buen rato. Un cambio en el semblante del hermano Fordham pronto fue perceptible para todos los presentes. Recuperó la vista, y cuando José le preguntó si lo reconocía, él respondió en un susurro: “Sí”. José le preguntó si tenía fe para ser sanado. Él respondió: “Temo que es demasiado tarde; si hubieras venido antes, creo que habría podido ser sanado”. El profeta le dijo: “¿Crees en Jesucristo?” Él respondió con voz débil: “Sí”. Entonces José se puso de pie, aún sosteniéndole la mano en silencio por unos momentos; luego habló con voz muy fuerte, diciendo: “Hermano Fordham, te mando en el nombre de Jesucristo que te levantes de esta cama y seas sanado”. Su voz fue como la voz de Dios, y no de hombre. Parecía que la casa temblaba hasta sus mismos cimientos. El hermano Fordham se levantó de la cama y fue sanado inmediatamente. Tenía los pies envueltos en cataplasmas, los cuales pateó para quitárselos; luego se vistió, comió un tazón de pan con leche y siguió al profeta a la calle.

El grupo visitó luego al hermano Joseph Bates Noble, quien yacía muy enfermo. Él también fue sanado por el profeta. Para ese momento, los impíos comenzaron a alarmarse y siguieron al grupo hasta la casa del hermano Noble. Después de que el hermano Noble fue sanado, todos se arrodillaron para orar. El hermano Fordham fue quien oró en voz alta, y mientras oraba, cayó al suelo. El profeta se levantó, y al mirar a su alrededor vio a varios incrédulos en la casa, a quienes ordenó salir. Cuando la habitación fue despejada de los impíos, el hermano Fordham recobró el conocimiento y terminó su oración.

Después de sanar a los enfermos en Montrose, todo el grupo siguió a José hasta la orilla del río, donde él tomaría el bote para regresar a casa. Mientras esperaban el bote, un hombre del Oeste, que había presenciado cómo los enfermos y moribundos eran sanados, le pidió a José que fuera a su casa a sanar a dos de sus hijos que estaban muy enfermos. Eran gemelos de tres meses. José le dijo al hombre que no podía ir, pero que enviaría a alguien para sanarlos. Le pidió al élder Woodruff que acompañara al hombre y sanara a sus hijos. Al mismo tiempo, sacó de su bolsillo un pañuelo de seda y se lo entregó al hermano Woodruff, diciéndole que les limpiara los rostros a los niños con él, y serían sanados; y añadió: “Mientras conserves este pañuelo, será un vínculo entre tú y yo”. El élder Woodruff hizo lo que se le mandó, y los niños fueron sanados, y hasta el día de hoy conserva el pañuelo.

Había muchos enfermos que José no podía visitar, así que aconsejó a los Doce que fueran a visitarlos y sanarlos, y muchos fueron sanados por medio de sus manos. Al día siguiente de los eventos descritos, José envió a los élderes George A. y Don Carlos Smith río arriba para sanar a los enfermos. Subieron hasta la casa de Ebenezer Robinson—uno o dos kilómetros—e hicieron lo que se les mandó, y los enfermos fueron sanados.

La manifestación del poder de Dios no estuvo en modo alguno limitada al ministerio personal de José Smith, ni a la tierra de América. Dios honró el ministerio de aquellos que recibieron autoridad mediante su profeta, y derramó sus bendiciones sobre los que recibieron el mensaje en tierras lejanas, como lo demuestra el siguiente testimonio.

A continuación, se presenta un editorial en The Merlin, un periódico no mormón, publicado en Merthyr Tydvil, Gales, bajo el título de “Un Suceso Extraordinario”:

“Durante la noche del viernes de la semana pasada (22 de septiembre de 1848), entre las once y las doce, tuvo lugar un suceso muy extraordinario en Newport. Un joven llamado Reuben Brinkworth se encontraba en 1840 (?) en las Bermudas, a bordo del Terror, bajo el mando del comodoro Franklin, en la expedición al Ártico, cuando, en medio de una tormenta con truenos y relámpagos, quedó repentinamente privado tanto del oído como del habla, y en tan lamentable condición regresó a Stroud, Inglaterra, de donde era originario. Desde entonces residía con el Sr. Naish, fabricante de canastos, en Market Street, Newport, quien, junto con otras personas, pertenece a la comunidad conocida como ‘mormones’. Personas de esta denominación lograron comunicarle sus doctrinas a Brinkworth mediante escritura, señas y el alfabeto manual. Su triste condición, alegan ellos, despertó su compasión tanto por su bienestar espiritual como temporal; y sus doctrinas le causaron una impresión considerable—quizá especialmente porque su credo era que Dios realizaba milagros en estos días así como en los tiempos antiguos, y que un milagro podía obrarse a su favor. El viernes pasado por la noche, el joven fue tomado por una especie de ataque, en el cual permaneció algún tiempo; y al recobrarse se le instó, por medio de señas, a creer en el Salvador, para que el poder sanador de Dios pudiera manifestarse en su favor. Además, se le rogó fervientemente que se bautizara; sin embargo, esto fue fuertemente rechazado por una persona que se hallaba en la habitación. El sordo y mudo, no obstante, indicó su consentimiento. Fue llevado al canal y bautizado en el nombre de nuestro Salvador; e inmediatamente al salir del agua exclamó: ‘¡Gracias al Señor, ahora puedo hablar y oír tan bien como cualquiera de ustedes!’ Ahora habla con fluidez y oye perfectamente; este suceso milagroso es atribuido al poder de la Providencia por los amigos del joven, quienes vinieron con él a nuestra oficina y nos dieron los detalles. Hemos oído de otra fuente que este cambio feliz en la condición del joven se supone que fue producido por la acción del fluido eléctrico durante la tormenta del viernes por la noche. Nosotros no nos tomaremos la libertad de juzgar este asunto.”

Posteriormente, el Sr. Reuben Brinkworth hizo una declaración sobre el acontecimiento milagroso, y fue publicada en la Millennial Star, de la cual cito a continuación:

“El 2 de julio de 1839 embarqué a bordo del Terror, siendo el comodoro Sir J. Franklin el encargado de emprender un viaje de exploración en busca del paso del Noroeste hacia la India. Al regresar a Inglaterra, desembarcamos en las Bermudas el 16 de julio de 1843, y en la tarde de ese mismo día ocurrió una terrible tormenta con truenos, durante la cual quedé repentinamente privado del oído y del habla. Al mismo tiempo, cinco de mis compañeros—John Ennis, William Collins, John Rogers, Richard King y William Simms—fueron llamados a la eternidad. Permanecí inconsciente durante quince días—completamente ajeno a todo lo que ocurría a mi alrededor; pero al recuperar la razón, vino la terrible convicción de que había perdido dos de mis facultades. Recuerdo bien ese momento y siempre lo recordaré—el lenguaje no puede describir la sensación abrumadora que invadió mi mente cuando tomé plena conciencia de la realidad de mi condición.

“Quiero señalar que el tema de la religión nunca había inquietado mi mente; ni siquiera la calamidad que me sobrevino despertó en mí un sentimiento parecido; sin embargo, sentí cierto grado de gratitud por no haber corrido la misma suerte que mis compañeros más desafortunados; aunque debo confesar, para mi vergüenza, que esa gratitud no fue dirigida hacia el Gran Dispensador de todos los eventos, quien pudo haber tomado mi vida como la de ellos, si así lo hubiera deseado. Pero no fue su voluntad. Fui preservado, y ahora soy un testigo viviente de su bondad amorosa hacia los pecadores más abandonados, si tan solo se vuelven a Él y buscan su rostro.

“En ese entonces yo tenía unos diecinueve años. Después de permanecer en las Bermudas cerca de tres semanas, zarpamos de nuevo hacia Inglaterra y llegamos a Chatham el 14 de diciembre. Solo permanecí allí catorce días, luego me dirigí a Londres, y gracias a la amable ayuda de algunos caballeros, ingresé a la escuela para sordos y mudos en Old Kent Road, donde permanecí diez semanas, pero al no gustarme el encierro y estar lejos de casa, me sentía insatisfecho y desdichado, y resolví marcharme, cosa que hice. Luego fui a casa de George Lock, en Oxford Arms, Silver Street, Reading, con quien viví durante dieciocho meses, sosteniéndome durante todo ese tiempo con los salarios que había ganado a bordo del Terror. Después fui a Rugby, no para quedarme allí, sino de camino hacia la casa de mi madre en Stroud, Gloucestershire.

“Aquí relataré una circunstancia de crueldad de la cual fui víctima; sintiendo sed, entré a una taberna para beber algo; había caballeros en el salón, quienes, al ver que yo era mudo, me hicieron señas para que me acercara, y me hicieron muchas preguntas por escrito, a las cuales respondí de la misma manera. Mientras me interrogaban, uno de los hombres salió y trajo a un policía, quien me arrastró hasta la comisaría, donde me mantuvieron toda esa noche, al día siguiente y la noche siguiente; en la mañana del segundo día me llevaron ante un magistrado, quien ordenó que me llevaran a un médico. Allí fui sometido a una operación, en la que me cortaron la lengua en dos lugares; el médico quedó convencido de que yo era realmente sordo y mudo, y entonces fui liberado. Por el trato recibido, decidí acudir a otro de los magistrados de la ciudad, a quien le relaté por escrito lo que había sucedido. Me dijo muy poco, más que escribiría a Londres sobre el asunto, y luego supe por un caballero que el magistrado que me había examinado fue destituido de su cargo. Luego continué mi viaje a Stroud, al que llegué sin más inconvenientes, y allí permanecí dos días. Después me dirigí a Newport, Monmouthshire, y dediqué mi tiempo a enseñar el alfabeto para sordos y mudos durante unos tres años, al cabo de los cuales conocí a los Santos de los Últimos Días. En ese tiempo me alojaba en una posada administrada por James Durbin, con el letrero del ‘Golden Lion’, en Pentonville. Uno de los clientes del lugar me conoció y me convenció de ir a vivir con él y su hermano, quien era miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Allí fue donde primero me familiaricé con las doctrinas enseñadas por este pueblo, mediante la lectura y el alfabeto manual. Estuve investigándolas durante unos tres meses, hasta que me convencí de la verdad de esas doctrinas, que desde entonces han sido tan beneficiosas para mi bienestar tanto temporal como eterno. El 22 de septiembre había estado, mediante el alfabeto para sordos y mudos, conversando libremente con algunos Santos, y había decidido firmemente bautizarme esa misma noche; por tanto, expresé mi deseo de recibir la ordenanza del bautismo, y fui llevado al canal en la madrugada del 23, y bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y al salir mi cabeza del agua, escuché las voces de personas que estaban en el camino de sirga, y ese fue el primer sonido que había oído desde que perdí la audición en la isla de Bermudas, en 1843. Con el oído también recobré el habla, y las primeras palabras que pronuncié fueron: ‘Gracias al Señor, ahora puedo hablar y oír tan bien como cualquiera de ustedes.’ No necesito explicar mi sorpresa en ese momento; fue inmensa, y aún hoy me parece maravilloso, no que Dios posea tal poder, sino que lo haya manifestado a mi favor. Tengo mucho por lo cual alabarlo y glorificar su santo nombre, porque al obedecer sus mandamientos divinos, no solo recibí la remisión de mis pecados—lo cual estimo más que todas las bendiciones terrenales—sino también la sanación de mi sordera y mudez; y ahora puedo oír tan claramente y hablar tan fluidamente como antes, aunque estuve privado de ambas facultades por más de cinco años, sin poder oír ni el ruido más fuerte ni usar mi lengua para hablar.”

“Hay un error en The Merlin respecto a la fecha de mi desembarco en las Bermudas; debió haber sido en 1843, en lugar de 1840. El mismo error apareció también en Millennial Star, No. 22, Vol. X, lo cual fue causado por haber extraído el relato de ese periódico.

“Las siguientes personas fueron testigos de mi bautismo:
HENRY NAISH,
JOHN ROBERTS, miembros de la Iglesia.
JOHN WALDEN.
JANE DUNBIN,
THOMAS JONES, no miembros.
JACOB NAISH.

Cito los siguientes casos de una de las publicaciones de la Iglesia—la Millennial Star—de la cual podría seleccionarse una cantidad suficiente de tales incidentes para llenar un volumen entero. Estas cartas fueron dirigidas al élder Orson Pratt, uno de los Doce Apóstoles de la nueva dispensación, quien entre 1848 y 1850 fue editor de la Star y presidente de la Misión Europea:

SANACIÓN DE UNA NIÑA CIEGA

Berrien, Montgomeryshire, Gales del Norte
23 de mayo de 1849

Siento que es mi deber informar la siguiente historia a las autoridades de la Iglesia de Jesucristo, para demostrar que la manifestación del poder de Dios acompaña a esta Iglesia, en los últimos días, tal como lo hizo con la Iglesia de los primeros apóstoles. A saber:

Mi hija Sophia Matilda, de ocho años de edad, en el mes de mayo de 1848 fue afligida en sus ojos; pronto perdió la vista del ojo izquierdo, y al recurrir a ayuda médica, en lugar de recuperar la vista, perdió inmediatamente el otro ojo. El cirujano indicó que las pupilas estaban cerradas, y temía que nunca pudiera recuperar la vista. Me aconsejaron acudir a un cirujano eminente en Shrewsbury, en el condado de Salop, y en junio de 1848 envié allá a mi hija junto con su madre, pues ya estaba completamente ciega, y los sufrimientos de la pobre criatura eran indescriptibles, aunque el Señor le dio paciencia en su aflicción. Permaneció en Shrewsbury durante quince días, pero no encontró beneficio alguno; como último recurso humano, me aconsejaron enviarla a un oculista de renombre en Liverpool (el Dr. Neile), bajo cuyo tratamiento fue aliviada, y ocurrió una mejora gradual que fue para nosotros motivo de gran alegría, hasta el otoño de ese mismo año.

Mantuve correspondencia con el Dr. Neile, quien me pidió continuar el tratamiento que había prescrito, pero fue en vano, pues ella recayó en el mismo estado anterior, y permaneció en total oscuridad durante todo el invierno, sufriendo intensamente. Para febrero del presente año (1849), se había reducido a un mero esqueleto. En ese tiempo, mi cuñado me visitó antes de embarcarse hacia California, y me dijo que si tenía fe en el Señor Jesucristo y llamaba a los élderes de la Iglesia, creía que ella sería sanada. También yo pronto logré creer, y obedecí el mandamiento de Santiago. La Iglesia elevó oraciones por nosotros, y, gracias al Dador de todo bien, noté cierta mejoría incluso antes de que se realizara la ordenanza.

El siguiente domingo, los élderes Dudley y Richards, de Pool Quay, vinieron a mi casa y realizaron la ordenanza sobre mi hija; el dolor desapareció pronto, y fue sanada por el poder de Dios y las oraciones de los fieles. Gracias al Dios Todopoderoso, aún disfruta de estas grandes bendiciones. Confiando en que os regocijaréis conmigo en el Señor por sus grandes misericordias manifestadas hacia mí, me despido atentamente,

HENRY PUGH

Hace algunos años, el autor, al hablar en Farmington, sede del condado de Davis, Utah, tuvo ocasión de referirse a este caso de sanación, y al finalizar sus palabras, un caballero llamado James Loynd se levantó y dijo que conocía bien el caso, ya que la persona sanada era pariente suya, y declaró que el relato anteriormente mencionado era verdadero en todos sus detalles. Al recordar esto mientras hacía una recopilación de casos de sanación ocurridos en la Iglesia, escribí a este caballero, y a continuación presento mi carta y su respuesta:

SALT LAKE CITY, UTAH, 31 de diciembre de 1894
Sr. James Loynd, Farmington, Utah

Estimado hermano: Hace algunos años, mientras pronunciaba un discurso público en su localidad, tuve ocasión de referirme a algunos testimonios de casos notables de sanación en la Iglesia que fueron recopilados y publicados en la Millennial Star por el élder Orson Pratt. Recuerdo que, después de leer uno de los muchos casos publicados por el élder Pratt, usted se levantó entre el público y testificó que la persona sanada—creo que restaurada de la ceguera—era pariente suyo, quizá su esposa.

Si aún conserva el recuerdo de ese suceso, agradecería que confirmara mi relato del caso, ya que estoy a punto de enviar a la imprenta un libro en el cual su confirmación sería de gran valor para mí.

Confío en que me perdonará por esta intromisión, pero creyendo que usted tiene interés en la gran causa de la verdad, me atrevo a molestarlo.

Muy sinceramente, su hermano,
B. H. ROBERTS

FARMINGTON, UTAH, 16 de diciembre de 1894

Élder B. H. Roberts, Salt Lake City

Estimado hermano: Recuerdo con mucha claridad la ocasión en que usted habló hace algunos años en Farmington, y mi confirmación de uno de los casos de sanación que usted leyó en esa ocasión. Se trataba del caso de Sophia Matilda Pugh, quien ahora es mi esposa, Sophia M. Loynd. El relato sobre cómo recuperó la vista fue descrito con exactitud por su padre en una carta publicada en la Millennial Star (Vol. XI). Han pasado ya cuarenta y seis años desde que se obró el milagro. Sophia M. Loynd, quien fue sanada de manera tan extraordinaria, aún vive y se une a mí para firmar esta carta. Ella tiene cincuenta y cuatro años, goza de buena salud, y es un testigo viviente del poder milagroso que hay en la Iglesia de Cristo. Ella afirma que ese caso de sanación fue lo que llevó a sus padres a unirse a la Iglesia. Emigraron a Utah, donde fallecieron en la fe.

He escrito esto en presencia de mi esposa, le he leído el texto y ella se une a mí para decirle que puede hacer con esta carta el uso que estime conveniente.

Sinceramente suyo,
(firmado) JAMES LOYND,
SOPHIA M. LOYND

SANACIÓN DE UNA NIÑA NACIDA CIEGA

BRISTOL, 25 de noviembre de 1849

Estimado Presidente Pratt:

Como fue tan amable de publicar la carta que le envié el 9 de julio de 1849, con el relato del poder milagroso de Dios manifestado en la sanación de Elizabeth Ann Bounsell, lo cual causó gran revuelo entre los cristianos piadosos de esta ciudad, me atrevo nuevamente a escribirle. El suceso mencionado hizo que muchas personas vinieran a la casa para verificar si era cierto. Y al verlo, muchos se regocijaron; otros se burlaron, diciendo: “Se habría sanado igual si los élderes no le hubieran impuesto las manos”. Entre estos últimos estaba un supuesto gran hombre, llamado Charles Smith (quien escribió un débil ataque contra los Santos), que dijo que eso no era suficiente para convencerlo.

Entonces, la madre tomó a otra de sus hijas y la puso sobre sus rodillas, diciéndole: “Señor, ¿esta niña es ciega?” Tras examinarle los ojos, dijo: “Lo es”. “Bueno,” dijo la madre, “ella nació ciega, y ahora tiene cuatro años; y la voy a llevar con los élderes de nuestra Iglesia para que le unjan los ojos con aceite y le impongan las manos; y usted puede volver a visitarla cuando tenga tiempo y verla con los ojos abiertos; porque sé que el Señor la sanará y verá”. “Bueno,” dijo él, “si alguna vez llega a ver, será una gran prueba.”

La madre llevó a la niña con los élderes, y el élder John Hackwell le ungió los ojos e impuso las manos sobre ella, solo una vez, y el Señor escuchó su oración, de modo que ahora la niña puede ver con ambos ojos tan bien como cualquier otra persona. Por ello, todos estamos agradecidos a nuestro Padre Celestial y estamos dispuestos a testificarlo ante el mundo entero.

Suyo en el reino de Dios,
GEORGE HALLIDAY

P. D.—Nosotros, los padres de la niña, firmamos lo anterior como verdadero.
WILLIAM BOUNSELL
ELIZABETH BOUNSELL
No. 12, Broad Street, Bristol

HUESOS ACOMODADOS POR LA FE

RUMFORD, 1 de mayo de 1849

Estimado hermano Gibson:

A su solicitud, ahora me siento a relatar brevemente la bondad y el poder de Dios manifestado en mi favor. Hace unos dos años, mientras trabajaba como constructor de carruajes, ayudando a mover un vagón de tren, me disloqué el muslo y fui llevado a casa. Como mis padres no eran miembros de la Iglesia, y no había élderes en la ciudad (Sterling), se recurrió a la medicina, pero debido a la hinchazón no pudieron acomodarlo. Fui examinado nuevamente por el Dr. Jeffrey y otro llamado Taylor, de Glasgow, quienes dijeron que se había formado una especie de gel en la articulación de la cadera, y que antes de poder acomodarla, eso debía ser eliminado mediante sangrías; así que me hicieron 24 incisiones, pero no sirvió de nada. Estuve con gran dolor durante tres semanas, y se propuso hacerme nuevas sangrías; pero yo me negué.

Al enterarme por usted que el élder Samuel W. Richards, de América, venía a Sterling, le dije a mis familiares que cuando él viniera, verían el poder de Dios, y yo sería sanado. Así fue: cuando llegó, me ungió en el nombre del Señor y el hueso volvió a su lugar. Me levanté a la mañana siguiente y fui a trabajar, para asombro de los doctores y amigos. Actualmente soy un élder viajante, camino mucho y no siento molestia alguna. Puedo presentar una docena de testigos, dentro y fuera de la Iglesia, que dan fe de esta sanación.

Sigo siendo su hermano,
JAMES S. LOW

TESTIMONIO DE DAVID RICHARDS

NANTYGWNITH, GEORGETOWN, MERTHYR TYDFIL,
14 de septiembre de 1850

Estimado Presidente Pratt: Le envío el testimonio de un milagroso caso de sanación ocurrido hace pocos días en Abercanaid; vi al hermano en su aflicción y también el testimonio que dio en mi casa, a más de tres kilómetros de distancia. Le envío este testimonio con permiso para usarlo como considere conveniente.

WM. PHILLIPS

MERTHYR TYDFIL, 10 de septiembre de 1850

El viernes 23 de agosto de 1850, como a las once de la mañana, mientras trabajaba en una mina de carbón, una piedra de unas 200 libras cayó sobre mí. Fui llevado a casa, y el doctor que estaba presente dijo que no podía hacer nada por mí y pidió que me envolvieran en una sábana para que muriera. Tenía un bulto en la espalda del tamaño de la cabeza de un niño. Más tarde, el médico le dijo a un pariente mío, como a las seis de la tarde, que no podría recuperarme.

El élder Phillips vino a verme y realizó la ordenanza de la Iglesia para los enfermos. Mientras ordenaba que los huesos se unieran en el nombre de Jesús, estos se acomodaron, haciendo un ruido como el crujido de una canasta vieja. Recuperé las fuerzas y ahora puedo recorrer varios kilómetros para testificar de este gran milagro. El médico que me atendió estaba asombrado y dijo ante testigos que mi columna estaba rota, pero que ahora estaba sana y me recuperaba tan bien como cualquier hombre que hubiera visto. Incluso muchos de nuestros peores enemigos confesaron que fui sanado por el poder de Dios.

DAVID RICHARDS
MORGAN MILLS

Testigos:
THOMAS REES
JOHN THOMAS
HENRY EVANS

SANACIÓN DE LA LEPRA

No. 9 GUARDIAN STREET, SPRINGFIELD LANE, SALFORD,
19 de mayo de 1849

El invierno pasado, una joven se me acercó en Carpenter’s Hall. Era hija de un cortador de pana llamado Lee, residente en Cook Street, Salford, y dijo que sus padres deseaban que fuera a ver a su hermano, quien sufría de una grave lepra. Fui en compañía de uno o dos hermanos. Creo que nunca había visto algo tan terrible (excepto la viruela); toda la parte inferior de su rostro, debajo del mentón, así como el dorso de sus manos y muñecas, eran una masa total de costras. No se podía insertar ni la punta de una aguja entre ellas, eran tan espesas. Tenía ocho años y medio y había estado afligido desde los seis meses. Había estado en el hospital de Manchester y en el dispensario de Salford, y todavía estaban pagando la cuenta del médico que lo atendía. El médico les dijo a sus padres que no podía hacer nada, pues la enfermedad era demasiado virulenta para que la medicina la alcanzara. Les costaba conseguir que durmiera una noche completa y tardaban hasta tres horas en bañarlo.

La primera noche que fuimos, no hubo molestias durante la noche, y en tres semanas estaba completamente libre de la enfermedad, y su carne fue renovada como la de un niño pequeño.

JOHN WATTS

A quien pueda interesar: Certifico que fui atacada por una enfermedad parecida a la lepra en el año 1837, e hice todo lo posible por curarme, pero no lo logré; todos los médicos a los que acudí no pudieron ayudarme. La enfermedad se esparció por todo mi cuerpo hasta septiembre de 1843, cuando fui bautizada en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días por William McFarland, élder de la Iglesia, el 1 de septiembre de 1843, y esa misma noche la lepra desapareció.

JENET RIDD

Testigos:
WILLIAM McFARLAND
JAMES CRYSTAL
ALEXANDER RIDD

TOOELE CITY, 28 de abril de 1894

MI QUERIDA PRIMA JULIA: Estoy casi inclinado a pensar que creerás que he olvidado por completo la promesa que te hice hace algún tiempo, de escribirte sobre el caso de sanación que presencié, relacionado con mi hermano Hyrum. No he olvidado la promesa, pero he estado bastante ocupado con mis deberes habituales y con los asuntos de la conferencia que necesitaban atención antes y después del 6 de abril.

Ahora, haré lo mejor que pueda para cumplir mi promesa de contarte el caso de la joven sanada por el Señor. Hace algunos años—creo que unos siete u ocho—mi hermano Hyrum vivía en Salt Lake City. Él estaba a cargo del negocio de Grant Brothers’ Livery Co.. Los empleados de la fábrica de calzado de Z.C.M.I. organizaron con nuestra compañía un paseo a la granja de Calder’s para pasar el día. Justo antes del anochecer, parecía que se acercaba una tormenta—o quizá ya había comenzado, no lo recuerdo con certeza.

Mi hermano, quien había conducido uno de los carros grandes hasta Calder’s, reunió al grupo y les dijo que consideraba apropiado regresar a la ciudad antes del anochecer, por temor a que ocurriera un accidente en State Road. Las personas se negaron a partir, y Hyrum les advirtió en ese momento que no se haría responsable de ningún accidente que pudiera ocurrir.

Al regresar de Calder’s, bajo la lluvia y en la oscuridad, el carro que conducía mi hermano volcó, y una joven sufrió fracturas en algunos huesos; además, al quedar tan expuesta, contrajo un resfriado que resultó en neumonía. Su condición se volvió crítica, y los médicos realizaron una consulta y concluyeron que era imposible que se recuperara. Hyrum se sintió muy afligido al saber de su estado, y al enterarse de que los médicos habían dicho que la joven no viviría más de dos días—y que probablemente no pasaría de veinticuatro horas—vino a verme y me dijo que había recibido un testimonio de que, si él y yo íbamos a administrarle, ella sanaría.

Me complació acompañarlo, pero cuando llegué a la casa donde vivía y la vi, pensé que estaba muriendo, y le dije a mi hermano que no creía que valiera la pena bendecirla. Él se volvió y me dijo: “¿No te dije que recibí un testimonio de que si la bendecíamos, sanaría?” Me sentí avergonzado por mi negativa a bendecir a la joven, y entonces le administramos; y mientras tenía mis manos sobre su cabeza, recibí un testimonio de que se recuperaría.

Poco después de salir de la casa de la joven, me encontré con el hermano Wm. H. Rowe (gerente de la fábrica de zapatos), quien se sentía muy mal y me dijo que la joven iba a morir. Le aseguré entonces que no debía temer, porque había sido bendecido por el Señor con el testimonio de que ella se recuperaría, y le expliqué lo que mi hermano me había dicho, y nuestra visita al hogar de la hermana enferma.

A la mañana siguiente, el médico que la atendía fue a los establos y le dijo a mi hermano que había un cambio asombroso en la condición de la joven, y que no podía explicar la mejora, y que ahora tenía esperanzas de que se recuperara. Mi hermano le dijo que él no tenía dificultad en explicar el cambio, y entonces le relató nuestra visita. El médico no creía que nuestra visita tuviera algo que ver con la mejora, a pesar de haber admitido que no podía explicarla.

La joven se recuperó, y lo último que supe de ella es que aún trabajaba en la fábrica de zapatos de Z.C.M.I.. Tengo un vago recuerdo de que me dijeron que se había casado, pero no estoy seguro de eso. No la he vuelto a ver desde que fui a su casa con Hyrum, y no sé si su familia supo que los médicos la habían desahuciado. Creo que su nombre era Maria DeGray, pero si deseas usar su nombre, me aseguraré de que sea correcto.

Con amor y los mejores deseos para todos, sin olvidarte a ti, quedo como

Tu afectuoso primo,
HEBER J. GRANT

SANADA DE LA CEGUERA

Hasta donde recuerdo, fue en el mes de junio de 1879 cuando estaba construyendo una bodega de piedra para Vernee Halliday, en la ciudad de Provo. Alrededor del mediodía, después de terminar las paredes tan alto como pude desde el interior, antes de quitar las líneas para salir, miré a lo largo de la pared para ver si todas las piedras estaban alineadas, cuando vi una pequeña esquina de una piedra algo fuera de lugar. Con mi martillo la golpeé suavemente para ajustarla, manteniendo mis ojos en la línea para ver cuándo quedaba en su lugar. Mientras hacía esto, sentí como si algo hubiera tocado mi ojo, pero nada que me causara preocupación. En ese momento no le di mayor importancia.

Trabajé toda la tarde y la mañana siguiente, pero comencé a sentir que mi ojo se calentaba mucho, y comenzó a lagrimear. En la tarde empeoró, se inflamó tanto que no podía ver; además, mi cabeza comenzó a dolerme hasta tal punto que como a las cuatro tuve que dejar el trabajo e irme a casa. Al llegar, mi esposa, al ver el estado inflamado de mi ojo, me llevó a una habitación oscura, y desde entonces hasta muy temprano al día siguiente usó casi dos paquetes de té haciendo lociones fuertes para aliviar la inflamación.

A las cuatro de la mañana me puse un pañuelo sobre el ojo y fui a despertar al Dr. W. R. Pike. Al llegar a su casa, él estaba atendiendo a un hombre de Payson. Cuando terminó, me preguntó en qué podía ayudarme. Le hablé de la inflamación en mi ojo y el dolor de cabeza, y le pedí que lo examinara para ver cuál era la causa. Después de examinarlo, me dijo que un tercio del cristalino del ojo estaba destruido. El centro del lente estaba ausente y solo quedaba un poco en los bordes. Dijo que había sido golpeado con algo áspero como una piedra, y que nunca volvería a ver con ese ojo. Describió la transparencia del ojo y me aseguró que no podía restaurarse de forma natural. Dijo que era probable que también perdiera la visión del otro ojo en cualquier momento, y que una sustancia blanca y opaca crecería sobre mi ojo de modo que nunca volvería a ver.

Después de salir del consultorio, me encontré en la calle con un señor Harrison, quien había vivido anteriormente en Salt Lake City. Me habló de la doctora Pratt, quien acababa de regresar a Salt Lake desde el Este, donde había estado estudiando el ojo, y había hecho mucho bien. Así que ese mismo día fui a verla, pero tuve que ser guiado por mi esposa. Cuando llegamos a Salt Lake, ya era demasiado tarde para que pudiera hacer algo con mi ojo ese día, y nos dijo que regresáramos a las diez de la mañana siguiente. Así lo hicimos, y tras escuchar mi relato, examinó mi ojo lesionado con la ayuda de muchas lentes, y me dijo lo mismo que el Dr. W. R. Pike. Permitió a mi esposa mirar a través de la lente, y ella describió el aspecto de mi ojo como una herida de la que un perro hubiera arrancado un pedazo.

La Dra. Pratt entonces me tomó por el cabello del frente, y empujando mi cabeza hacia atrás, se disponía a sacarme el ojo. Le pregunté qué iba a hacer, y me respondió que iba a sacarlo para poner uno de vidrio.

Mi esposa le sujetó el brazo, y yo me levanté rápidamente de la silla diciendo: “Eso no lo harás, ¡tendrás que dispararme primero!”

Luego le pregunté si podía darme una loción para calmar el dolor. Tomó un pequeño frasco y puso una gota en mi ojo, lo cual eliminó inmediatamente todo el dolor. Luego me dio una receta, la cual mandé preparar, y después regresamos a casa.

Tal como ambos doctores habían dicho, la materia opaca creció gradualmente sobre mi ojo durante tres o cuatro semanas, al cabo de las cuales ya no podía distinguir a mi propia esposa, ni siquiera cuando su vestido tocaba mi ropa, a menos que hablara. Hasta ese momento no había podido trabajar, y comenzaba a sentirme frustrado.

En ese tiempo se celebró la conferencia trimestral en Provo. El domingo por la mañana fui como pude a la conferencia, aún con el pañuelo en el ojo. Estaban presentes las autoridades generales, los presidentes George Q. Cannon y Joseph F. Smith, y el apóstol John Henry Smith. Durante la reunión de la mañana, decidí que debía pedirles que me administraran por mi vista, y al terminar los servicios fui a la sacristía, donde estaban realizando esta ordenanza para muchos otros antes que yo.

Al entrar, los hermanos Joseph F. y John Henry Smith vinieron a saludarme, preguntándome qué me pasaba y qué deseaba que hicieran. Me presentaron al hermano George Q. Cannon, a quien no había conocido antes. A los hermanos Smith sí los conocía del viejo país. Me dijeron que tomara asiento, que cuando terminaran con los demás, me atenderían, y que recuperaría la vista. Después de atender a los otros, llegaron a mí. No recuerdo ahora quién ungió ni quién selló la bendición, pero sí sé que desde esa misma hora, la materia blanca y opaca que había crecido sobre mi ojo comenzó a desaparecer gradualmente, hasta que mi visión fue completamente restaurada, y ha permanecido hasta hoy tan perfecta como siempre lo fue. De este hecho podemos testificar yo mismo, mi familia y otras personas que aún viven en Provo.

Mientras sufría esta aflicción, razonaba que si Dios creó el ojo, también sabía cómo repararlo y restaurarlo cuando estaba dañado; y testifico a todos los que lean esto que Él restauró la vista al ciego.

ROBERT McKINLEY.

Permítaseme asegurar al lector que estos casos de sanación de enfermos, apertura de ojos ciegos, destape de oídos sordos, etc., no son más que un puñado de tierra comparado con una montaña. Serían necesarios volúmenes enteros para contener los testimonios de los santos en cuanto al cumplimiento de las promesas del Señor hechas por medio del gran profeta moderno. Pero lo que se ha incluido en este capítulo será sin duda suficiente para demostrar que esas promesas se han cumplido. La Iglesia ha hecho poco o ningún esfuerzo por publicar relatos de “milagros”. Pero el hecho de que más de sesenta años después de haberse hecho estas promesas sobre los dones de sanación, etc., la confianza principal de los santos en tiempos de enfermedad sigue siendo la unción con aceite y la imposición de manos por parte de los élderes—y esto en todas las ramas de la Iglesia—debe ser evidencia suficiente incluso para el más escéptico de que las promesas de Jesucristo hechas por medio de José Smith se han cumplido, o de lo contrario, la fe de los más firmes ya habría decaído hace tiempo.

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