Un Nuevo Testigo de Dios, Volumen 1

TESIS II

La Iglesia de Cristo fue destruida: ha habido una apostasía de la religión cristiana, tan completa y universal, que ha hecho necesaria una nueva dispensación del Evangelio.

Capítulo 2

El efecto de la persecución pagana sobre la Iglesia Cristiana


Una variedad de causas han operado para producir el resultado expuesto en mi segunda Tesis, entre las cuales consideraré en primer lugar aquellas terribles persecuciones con las que fueron afligidos los santos en los primeros siglos de nuestra era.

Que no cause sorpresa el hecho de que clasifique esas persecuciones entre los medios por los cuales fue destruida la iglesia. La fuerza de la ira pagana se dirigió contra los líderes y los hombres fuertes del cuerpo religioso; y siendo prolongadas y despiadadamente crueles, aquellos más firmes en su adhesión a la iglesia se convirtieron invariablemente en sus víctimas. Al ser abatidos estos, no quedaron sino los más débiles para contender por la fe, lo cual hizo posible aquellas innovaciones subsecuentes en la religión de Jesús que una opinión pública pagana exigía, y que cambiaron tan completamente tanto el espíritu como la forma de la religión cristiana, que llegaron a subvertirla por completo.

Permítaseme además pedir que nadie se sorprenda de que se permita a la violencia actuar en tal caso. La idea de que el bien siempre triunfa en este mundo; que la verdad siempre es victoriosa y la inocencia siempre está divinamente protegida, son viejas y entrañables fábulas con las cuales hombres bien intencionados han entretenido a multitudes crédulas; pero los severos hechos de la historia y la experiencia real de la vida corrigen esa agradable ilusión. No me malinterpreten. Creo en la victoria final del bien, en el triunfo definitivo de la verdad, en la inmunidad última de la inocencia ante la violencia. Estas —la inocencia, la verdad y el bien— serán al final más que vencedores; tendrán éxito en la guerra, pero eso no impide que pierdan algunas batallas. Debe recordarse siempre que Dios ha dado al hombre su albedrío; y ese hecho implica que un hombre es tan libre para obrar con maldad como otro lo es para obrar con rectitud. Caín fue tan libre para asesinar a su hermano como ese hermano lo fue para adorar a Dios; y así, los paganos y los judíos fueron tan libres para perseguir y asesinar a los cristianos como los cristianos lo fueron para vivir virtuosamente y adorar a Cristo como Dios. El albedrío del hombre no valdría ese nombre si no concediera libertad al inicuo para colmar la medida de su iniquidad, así como al virtuoso para completar la medida de su rectitud. Tal libertad o albedrío perfecto es lo que Dios ha dado al hombre; y solo está modificado de tal forma que no frustre sus propósitos generales. Por eso sucede que, aun cuando el Asesinato acecha en presencia de su víctima indefensa y medita el crimen, ninguna voz que impida el acto “habla a través del manto de la oscuridad” gritando: “¡Detente! ¡Detente!” Por supuesto, de esto se sigue que, en paralelo con este hecho de la libertad humana, va la solemne verdad de la plena responsabilidad del hombre por el uso que hace de ella.

A la luz de estas reflexiones, digo entonces que después de Cristo, como antes de su tiempo, el reino de los cielos sufrió violencia, y los violentos lo arrebataron por la fuerza. En qué medida esa violencia, manifestada en las persecuciones de los tres primeros siglos cristianos, fue efectiva como factor en la destrucción de la iglesia es ahora lo que ocupará nuestra atención.

No obstante, al principio hay una dificultad que no puedo dejar de comentar: el desacuerdo entre eminentes escritores sobre la extensión y severidad de las persecuciones sufridas por los cristianos hasta la ascensión de Constantino al trono imperial de Roma. Por un lado, escritores incrédulos como Gibbon y Dodwell han tratado de minimizar el sufrimiento de los cristianos durante las persecuciones, y por otro lado, escritores cristianos como Milner, Paley y Fox han tratado de magnificarlo. El motivo, tanto de parte de los incrédulos como de los cristianos, es obvio. Cuanto más violentas y extensas las persecuciones, más mártires, y más glorioso el triunfo para la iglesia. Mientras que, por otro lado, si las persecuciones pueden demostrarse como limitadas, el sufrimiento presentado como insignificante y los mártires pocos en número, la iglesia queda despojada de buena parte de su gloria. Sin duda, ambas partes han llegado a extremos en su contienda. Desafortunadamente para el lado cristiano de la controversia, hay muchas razones para creer que el relato del sufrimiento cristiano en el período mencionado ha sido muy exagerado. Su principal autoridad—Eusebio—ha arrojado más o menos sospecha sobre la confiabilidad de todo lo que ha escrito, al declarar en el capítulo inicial de su Historia Eclesiástica y en otros lugares que: “Todo aquello que consideremos que puede ser ventajoso para el tema propuesto, procuraremos condensarlo en un cuerpo narrativo histórico. Para este propósito hemos recopilado los materiales que han sido dispersados por nuestros predecesores, y seleccionado, como de algunos prados intelectuales, los extractos apropiados de autores antiguos.”

Sobre estos pasajes comenta Gibbon:
“El más serio de los historiadores eclesiásticos, el propio Eusebio, confiesa indirectamente que ha relatado todo lo que pudiera redundar en gloria, y que ha suprimido todo lo que pudiera contribuir al descrédito de la religión. Tal confesión excita naturalmente la sospecha de que un escritor que ha violado tan abiertamente una de las leyes fundamentales de la historia, no ha tenido tampoco un gran respeto por la observancia de las demás”.

Draper también se refiere a esto cuando, comentando sobre las inexactitudes de los primeros escritores cristianos, dice:
“En las composiciones históricas hubo una falta de honestidad y veracidad casi increíble para nosotros; así, Eusebio ingenuamente declara que en su historia omitirá todo lo que pueda desprestigiar a la iglesia, y magnificará todo lo que pueda contribuir a su gloria”.

Pero si bien debe admitirse que hay mucho motivo para creer que los padres cristianos exageraron tanto la extensión como la severidad de aquellas primeras persecuciones, sigue siendo claro que tanto la extensión como la severidad de las mismas fueron mayores y más perjudiciales para la iglesia de lo que permiten los escritores incrédulos; y esa verdad puede demostrarse independientemente de los testimonios de los padres cristianos. Las pruebas a las que me refiero son los propios edictos, considerados a la luz de la conocida crueldad del pueblo romano, intensificada por la malicia del celo religioso despertado para suprimir a una sociedad odiosa, cuyas doctrinas se consideraban destructivas para la antigua religión de Roma y una amenaza para la existencia misma del Estado.

Dejando de lado las persecuciones infligidas a los cristianos por los judíos —cuya narración se halla en el Nuevo Testamento—, llamo la atención sobre la primera gran persecución pagana bajo el cruel edicto del emperador Nerón. Para nuestra información respecto a esta persecución no debemos nada a escritores cristianos, sino al juicioso Tácito, a quien incluso “la crítica más escéptica se ve obligada a respetar”. Nerón, habiendo incendiado la ciudad de Roma con el fin de presenciar una gran conflagración, y deseando desviar de sí mismo la sospecha, primero acusó y luego trató de forzar a los cristianos a confesar el gran crimen —y ahora, Tácito:

“Con tal propósito, infligió los más exquisitos tormentos a aquellos hombres que, bajo el apelativo vulgar de cristianos, ya estaban marcados con merecida infamia. Derivan su nombre y origen de Cristo, quien en el reinado de Tiberio sufrió la muerte por sentencia del procurador Poncio Pilato. Durante un tiempo esta funesta superstición fue reprimida; pero luego volvió a resurgir, y no solo se extendió por Judea, la primera sede de esta secta perniciosa, sino que incluso fue introducida en Roma, el asilo común que recibe y protege todo lo que es impuro, todo lo que es atroz. Las confesiones de los arrestados descubrieron una gran multitud de cómplices, y todos fueron condenados, no tanto por el crimen de haber incendiado la ciudad, como por su odio hacia el género humano. Murieron entre tormentos, y estos fueron agravados con insultos y burlas. Algunos fueron clavados en cruces; otros cosidos en pieles de bestias salvajes y expuestos a la furia de los perros; otros, nuevamente, embadurnados con materiales combustibles, fueron usados como antorchas para iluminar la oscuridad de la noche. Los jardines de Nerón fueron destinados para tan lúgubre espectáculo, que fue acompañado de una carrera de carros y honrado con la presencia del emperador, quien se mezcló con el populacho vestido como auriga. La culpa de los cristianos merecía sin duda los más ejemplares castigos, pero la repulsión pública se transformó en compasión, por la opinión de que aquellos infelices eran sacrificados, no tanto por el bien público, como por la crueldad de un tirano celoso”.

Los eruditos eminentes están divididos en cuanto a si esta persecución bajo Nerón se extendió a las provincias o se limitó a la ciudad de Roma. Gibbon asume que fue breve y confinada a la ciudad. Según Milman, “el Sr. Guizot, basándose en la autoridad de Suplicio Severo y de Orosio, se inclina por la opinión de quienes extienden la persecución a las provincias. Mosheim también tiende hacia ese lado en esta cuestión tan disputada. Neander adopta la postura de Gibbon, que es, en general, la de los escritores más eruditos”.

Esta controversia no debe detenernos ni un momento. No importa para mi propósito si los edictos de Nerón se extendieron a las provincias o si se limitaron en su aplicación a los cristianos de la capital. El testimonio de Tácito basta para probar, primero, que la persecución fue general dentro de la ciudad; segundo, su terrible crueldad; y tercero, el gran desprecio con que los romanos consideraban a los cristianos.

Someto a la consideración del lector que un pueblo tan profundamente detestado como lo eran los cristianos, no era probable que recibiera un trato benigno de parte de los romanos; y cuando, como ocurrió posteriormente, el pueblo clamó por el sacrificio de los santos, a quienes aborrecía como enemigos del género humano, en lugar de verlos con compasión como hicieron los ciudadanos de Roma durante la persecución bajo Nerón —cuando el pueblo romano, digo, clamó por el sacrificio de los cristianos y los emperadores fueron lo bastante crueles e injustos como para emitir edictos para su destrucción—, las persecuciones de aquellos tiempos no fueron tan limitadas ni tan poco severas como Gibbon y otros nos quieren hacer creer. Incluso en esta persecución bajo Nerón, si no se enviaron edictos a las provincias ordenando la ejecución de los cristianos, no es inverosímil pensar que los que despreciaban a los seguidores de Cristo, al ver justificada su conducta por lo que estaba ocurriendo en Roma bajo la supervisión del propio emperador, no vacilaran en infligir sufrimientos a los santos sin necesidad de la formalidad de un decreto oficial.

Fue esta persecución no oficial la que, sin duda, surgió en las provincias como resultado indirecto de la persecución en la capital, la que ha llevado a varios escritores destacados a creer que la persecución de Nerón se extendió por todo el imperio. Sea como fuere, una “gran multitud” sufrió en la ciudad de Roma y fue sometida a tales torturas y modos crueles de muerte —descritos, obsérvese, por el poco amistoso Tácito— que queda poco por añadir, incluso para las fervientes imaginaciones de los padres cristianos. Es razonable creer que las persecuciones posteriores no fueron menos crueles que esta bajo Nerón; y por lo tanto, aunque se debe hacer cierta concesión por exageración en los escritos de los padres cristianos, puede concluirse con seguridad que aquellas persecuciones que precedieron al reinado de Constantino fueron tanto generalizadas como horriblemente crueles.

Lo que usualmente se denomina la tercera persecución de la Iglesia cristiana ocurrió durante el reinado de Trajano, 98–117 d. C. Aquí, como en la persecución bajo Nerón, podemos determinar algo de su severidad y forma a partir de un escritor romano. Trajano confió el gobierno de Bitinia y Ponto a su amigo personal, el joven Plinio. El nuevo gobernador, en la administración de los asuntos de sus provincias, se vio perplejo respecto a qué curso seguir con respecto a los cristianos que eran presentados ante él para juicio. En consecuencia, escribió a su amo solicitando instrucciones; y considero su carta de tal importancia —por mostrar la severidad a la que estaban sujetos los cristianos, el carácter de los cristianos y el número de miembros infieles que evidentemente habían ingresado a la iglesia en ese tiempo— que la presento íntegra:

“Salud.—Es mi costumbre, señor, referirle todo aquello en lo que tengo alguna duda. ¿Quién mejor que usted puede dirigir mi juicio en su vacilación, o instruir mi entendimiento en su ignorancia? Nunca había tenido la fortuna de presenciar ningún juicio a cristianos antes de venir a esta provincia. Por tanto, no sé con certeza cuál es el objeto usual de la investigación o del castigo, ni hasta qué punto deben llevarse. También me ha surgido como cuestión problemática si debe hacerse distinción entre los jóvenes y los ancianos, los tiernos y los robustos; si debe haber lugar para el arrepentimiento, o si la culpa del cristianismo, una vez incurrida, no puede ser expiada ni siquiera con la retractación más inequívoca; si el mero nombre, separado de cualquier conducta delictiva, o si los crímenes vinculados al nombre deben ser el objeto del castigo.

“Mientras tanto, este ha sido mi método respecto a aquellos que eran llevados ante mí como cristianos: si se declaraban culpables, los interrogaba dos veces más, con amenaza de castigo capital. En caso de perseverancia obstinada, ordenaba que fueran ejecutados. Porque no me cabía duda de que, cualquiera fuese la naturaleza de su religión, una obstinación sorda e inflexible merecía el castigo del magistrado. A algunos, contagiados por la misma locura, y que por su privilegio de ciudadanía he reservado para ser enviados a Roma, los he remitido a su tribunal. En el curso de este asunto, como es habitual cuando se alienta la información, surgieron más casos. Se presentó un libelo anónimo con una lista de nombres de personas que, sin embargo, declararon no ser cristianas en ese momento ni haberlo sido nunca; y repitieron después de mí una invocación a los dioses y a su imagen, la cual, para este propósito, había hecho traer junto con las imágenes de las deidades. Realizaron ritos sagrados con vino e incienso y execraron a Cristo, cosas que, según me dicen, un verdadero cristiano nunca puede ser obligado a hacer. Por ello los dejé en libertad.

“Otros, nombrados por un informante, primero afirmaron y luego negaron el cargo de cristianismo, declarando que habían sido cristianos pero que habían dejado de serlo, algunos hacía tres años, otros desde aún más atrás, algunos incluso hacía veinte años. Todos adoraron su imagen y las estatuas de los dioses, y también execraron a Cristo. Y esta fue la descripción que dieron de la naturaleza de su religión que una vez profesaron, sea que merezca el nombre de crimen o de error: que solían reunirse en un día determinado, antes del amanecer, y cantar entre ellos un himno a Cristo como a un dios, y comprometerse con un juramento a no cometer ninguna maldad; sino, por el contrario, a abstenerse de robos, hurtos y adulterios; también de no faltar a su palabra ni negar un compromiso; después de lo cual, acostumbraban separarse y reunirse nuevamente para una comida común, inofensiva, de la cual, sin embargo, desistieron tras la publicación de mi edicto, en el que, de acuerdo con su orden, prohibí toda clase de sociedades de ese tipo.

“Por esta razón juzgué necesario investigar, mediante tortura, a dos mujeres que se decía eran diaconisas, para saber la verdad. Pero no pude obtener nada, excepto una superstición depravada y excesiva. Por lo tanto, pospuse cualquier investigación adicional y decidí consultarlo. Porque el número de los culpables es tan grande que exige una seria deliberación. Muchas personas han sido denunciadas de todas las edades y de ambos sexos; y muchas más estarán en la misma situación. El contagio de esta superstición se ha extendido no solo por las ciudades, sino incluso por aldeas y campos. No obstante, no creo que sea imposible reprimirla y corregirla. El éxito de mis esfuerzos hasta ahora prohíbe tales pensamientos de desaliento; pues los templos, que antes estaban casi desiertos, comienzan a frecuentarse, y las solemnidades sagradas, que hacía tiempo se habían interrumpido, ahora se celebran de nuevo, y las víctimas sacrificadas se venden en todas partes, cuando antes apenas hallaban comprador. Por lo cual concluyo que muchos podrían ser reconducidos si la esperanza de impunidad tras el arrepentimiento se confirmara absolutamente.”

A esto, Trajano envió la siguiente respuesta:

“Has hecho perfectamente bien, mi querido Plinio, en la investigación que has realizado respecto a los cristianos. Porque en verdad no se puede establecer una regla general que se aplique a todos los casos. No debe buscarse a estas personas. Si son llevadas ante ti y se les halla culpables, que sean castigadas con la pena capital, pero con esta restricción: que si alguno renuncia al cristianismo y demuestra su sinceridad suplicando a nuestros dioses, por más que sea sospechoso por su pasado, obtendrá el perdón para el futuro, mediante su arrepentimiento. Pero no debe prestarse atención en ningún caso a los libelos anónimos, pues tal precedente sería de lo peor y totalmente incongruente con las máximas de mi gobierno.”

Gibbon hace gran énfasis en la perplejidad de Plinio respecto a cómo proceder contra los cristianos. Ya que la vida de ese romano se había dedicado a la adquisición de conocimientos y a los asuntos del mundo; y desde los diecinueve años se había distinguido como abogado en los tribunales de Roma, el gran historiador de La Decadencia y Caída del Imperio Romano concluye, a partir de la ignorancia de este gobernador romano, que no existían leyes generales ni decretos del senado en vigor contra los cristianos antes de que Plinio aceptara el gobierno de Bitinia. No hay, sin embargo, nada en la circunstancia de la ignorancia de Plinio que justifique tal conclusión.

No es difícil concebir cómo pueden existir leyes y decretos contra los cristianos y, sin embargo, un hombre ocupado como Plinio no tener conocimiento técnico del modus operandi de los procedimientos contra ellos. Su misma carta, citada arriba, parece reconocer la existencia de tales leyes antes de que él fuera a Bitinia; ya que como excusa para su ignorancia respecto al modo de proceder en el asunto, no alega ni la inexistencia ni la novedad de las leyes, sino simplemente el hecho de que nunca había estado presente en un juicio a cristianos antes de aceptar el gobierno de sus provincias.

En el mismo espíritu, Gibbon señala la benevolencia tanto del emperador como del gobernador como evidencia en contra de que esta persecución fuera muy severa. Aun concediendo plenamente esa benevolencia, ¿cuál era la situación de los cristianos en cuanto a la posibilidad de persecución en Bitinia y Ponto después de que Plinio recibió las instrucciones de su amo? (1) No debían ser buscados activamente, es decir, perseguidos por el simple hecho de destruirlos; (2) no se debía dar crédito a denuncias anónimas; (3) si eran llevados ante el juez y renunciaban a su religión suplicando a los dioses de Roma, debían recibir el perdón. Hasta aquí se extendían las tiernas misericordias de Trajano. Sin embargo, aún podían ser acusados por cualquiera lo suficientemente osado como para firmar la denuncia; y si los cristianos acusados se rehusaban a negar su fe, eran castigados con la pena de muerte.

Si se considera cuán amarga era la malicia de sus enemigos, y cuán extendido era el odio hacia el cristianismo, se reconocerá que incluso en Bitinia y Ponto, a pesar de la clemencia del emperador y la humanidad del gobernador, quedaban muchas oportunidades para afligir a la iglesia y hacer que la persecución contribuyera a su destrucción. Digo incluso en Bitinia y Ponto fue así; ¡cuánto más lo sería en aquellas provincias donde magistrados menos humanos que Plinio aplicaban las leyes, y que procedían sin pedir instrucciones al emperador! En tales provincias, los santos eran susceptibles de ser acusados anónimamente, torturados no para obligarlos a confesar, sino a negar el cargo, y si fracasaban en ello, eran ejecutados sin misericordia.

Los límites de esta investigación impiden un examen exhaustivo de las diversas persecuciones sufridas por los cristianos. Por tanto, me contentaré con una breve referencia a aquellas que fueron más desastrosas para la iglesia.

Pasando, entonces, por alto las persecuciones bajo Aurelio y Vero, en las cuales los sufrimientos de los cristianos en la Galia fueron especialmente severos —sobre todo en las ciudades de Lyon y Vienne, donde las iglesias fueron casi destruidas por su violencia—; y también dejando de lado las persecuciones que surgieron bajo los edictos de Severo, que fueron emitidos más especialmente para impedir la propagación del cristianismo que para castigar a quienes ya se habían convertido, llego a la persecución general y terrible bajo Decio Trajano, a mediados del siglo III. El incentivo que motivó la acción de Decio contra los cristianos se atribuye de diversas maneras: al odio hacia su predecesor Filipo, a quien había asesinado y que era favorable a la iglesia; a su celo por el paganismo; y, por último, a su temor —fingido o real— de que los cristianos usurparan el imperio. Quizás todos estos motivos combinados lo impulsaron a hacer la guerra contra la iglesia.

Según el testimonio de un tal Dionisio, citado por Eusebio, la persecución, al menos en África, comenzó antes de que se emitieran los edictos de Decio. “La persecución entre nosotros”, dice el escritor referido, “no comenzó con el edicto imperial, sino que lo precedió por un año entero. Y un cierto profeta y poeta, funesto para la ciudad [Alejandría], quienquiera que haya sido, incitó a las masas de paganos contra nosotros, agitándolos a volver a su superstición ancestral. Estimulados por él, y tomando plena libertad para ejercer cualquier tipo de maldad, consideraban que esa era la única piedad, y que el culto a sus demonios consistía en matarnos. Pero cuando los alcanzó la sedición y la guerra civil, su crueldad se desvió de nosotros hacia entre ellos mismos. Entonces respiramos un poco, mientras su furia contra nosotros se aplacaba algo. Pero, enseguida, se nos anunció el cambio hacia un gobierno más severo, y un gran terror nos amenazaba. El decreto [de Decio] había llegado, muy parecido a lo que fue predicho por nuestro Señor, mostrando los aspectos más espantosos, de modo que, si fuera posible, aun los escogidos tropezarían. Todos, en efecto, estaban profundamente alarmados, y muchos de los más eminentes cedieron de inmediato; otros, que ocupaban cargos públicos, fueron llevados ante los ídolos por sus propios actos; otros fueron entregados por sus conocidos, y al ser llamados por nombre, se acercaban a los sacrificios impuros y profanos. Pero pálidos y temblorosos, como si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas y los sacrificios a los ídolos. Muchos de la multitud que los rodeaba se burlaban de ellos, y era evidente que temían tanto morir como ofrecer el sacrificio. Pero algunos se acercaban con mayor prontitud al altar y afirmaban con osadía que nunca antes habían sido cristianos; acerca de ellos es ciertísima la declaración de nuestro Señor, de que apenas se salvarán. Del resto, unos siguieron a los primeros; otros huyeron, y algunos fueron capturados, y de estos, algunos resistieron hasta llegar a la prisión y las cadenas, y otros, tras unos días de encarcelamiento, renegaron del cristianismo antes de llegar al tribunal. Y algunos también, tras soportar la tortura por un tiempo, finalmente renunciaron. Otros, sin embargo, columnas firmes y benditas del Señor, confirmados por el mismo Señor, y recibiendo en sí mismos fuerza y poder conforme a su fe, se convirtieron en admirables testigos de su reino.”

Eusebio relata extensamente los sufrimientos de individuos tanto en las divisiones oriental como occidental del imperio, pero no es necesario seguirlo en todos esos detalles. Será suficiente decir que esta persecución fue más terrible que cualquiera de las que la precedieron. Se extendió por todo el imperio y tuvo como objeto declarado forzar la apostasía de los cristianos.

Cuán implacables debieron ser los esfuerzos por lograr la destrucción o la apostasía de los cristianos, se pone de manifiesto cuando se sabe que a los gobernadores de las provincias se les “ordenó, bajo pena de perder sus propias vidas, exterminar completamente a todos los cristianos, o hacerlos regresar por medio del dolor y las torturas a la religión de sus padres.” “Durante dos años,” continúa Mosheim, “una gran multitud de cristianos en todas las provincias romanas fueron eliminados por diversos tipos de castigos y sufrimientos. Esta persecución fue más cruel y aterradora que cualquier otra anterior; e inmensos números, consternados, no tanto por el miedo a la muerte como por el temor a las torturas prolongadas mediante las cuales los magistrados trataban de vencer la constancia de los cristianos, profesaron renunciar a Cristo y procuraron para sí la seguridad, ya sea sacrificando —es decir, ofreciendo incienso ante los ídolos— o mediante certificados comprados con dinero.”

Gibbon, quien nunca admite la severidad de las persecuciones bajo los emperadores excepto cuando lo obligan hechos irrefutables, dice sobre esta bajo Decio:

“La caída de Filipo (el predecesor de Decio) introdujo, con el cambio de gobernantes, un nuevo sistema de gobierno tan opresivo para los cristianos que su condición anterior, desde la época de Domiciano, fue representada como un estado de perfecta libertad y seguridad, si se compara con el tratamiento riguroso que experimentaron bajo el breve reinado de Decio. Los obispos de las ciudades más importantes fueron removidos mediante exilio o muerte; la vigilancia de los magistrados impidió al clero de Roma, durante dieciséis meses, proceder a una nueva elección; y era opinión de los cristianos que el emperador toleraría más pacientemente una competencia por el trono que la elección de un obispo para la capital.”

Milner, citando a Cipriano, dice sobre el efecto de esta persecución:

“Gran número de personas cayeron en la idolatría de inmediato. Aun antes de que algunos fueran acusados de ser cristianos, muchos corrían al foro y ofrecían sacrificios a los dioses como se les ordenaba; y las multitudes de apóstatas eran tan grandes que los magistrados deseaban aplazar a muchos hasta el día siguiente, pero los míseros suplicantes los importunaban para que se les permitiera probar que eran paganos esa misma noche.”

El reinado de Decio fue breve, duró solo dos años, y hacia su final, como si estuviera saciado de derramamiento de sangre, la persecución violenta contra los santos disminuyó un poco en severidad; pero sus sucesores, Galo y su hijo Volusiano, la renovaron. Una enfermedad pestilente estalló por ese tiempo y se extendió por varias provincias, y los sacerdotes paganos persuadieron al pueblo de que era un castigo enviado sobre ellos por la tolerancia mostrada hacia los cristianos. Esto fue suficiente para reavivar las llamas del odio y, por dos años más, la Iglesia de Cristo sufrió violencia como lo había hecho bajo Decio.

Solo queda por mencionar una persecución más, la que comúnmente se conoce como la de Diocleciano. Podría llamarse más propiamente la persecución galeriana, pues Galerio, yerno del emperador, y uno de los tres —junto con Constancio Cloro y Maximiano— que compartían con él la responsabilidad de gobernar el imperio, fue quien más tuvo que ver con ella. Se dice que Galerio fue instado a asegurar los edictos de Diocleciano contra los cristianos por su madre, Romlia, una mujer muy altiva, que se había ofendido porque los santos la habían excluido de sus reuniones sacramentales. Sea como fuere, se concede generalmente que esta, la más severa de todas las persecuciones contra la Iglesia de Cristo, fue iniciada y llevada a cabo por el odio y la influencia de Galerio.

Según Eusebio, la persecución comenzó en el año decimonoveno del reinado de Diocleciano—303 d. C. El emperador, al emitir su primer edicto, no pudo ser llevado a la infamia de atentar directamente contra las vidas de los santos; al parecer, solo se le pudo llevar a ello gradualmente. Su primer edicto ordenaba la destrucción de las iglesias cristianas, la entrega de las sagradas escrituras y la degradación de los cristianos de sus cargos. Poco después, el palacio real en Nicomedia fue incendiado en dos ocasiones, y de él huyó Galerio, divulgando que temía que la malicia cristiana hubiera intentado su asesinato. Como los cristianos fueron acusados del crimen, el incidente sirvió de excusa para emitir un segundo edicto, “en consecuencia del cual familias enteras de los piadosos fueron asesinadas por orden imperial, algunas con la espada, otras también con fuego. Pero el populacho, atando a otro grupo sobre tablones, los arrojó a las profundidades del mar.”

Una rebelión que ocurrió en Siria alrededor de este tiempo también fue atribuida a una intriga cristiana, y se emitió un tercer edicto ordenando que los jefes de la iglesia en todas partes fueran encarcelados. “El espectáculo de los acontecimientos después de estos sucesos excede toda descripción. Innumerables multitudes fueron encarceladas en todas partes, y los calabozos destinados anteriormente a asesinos y los criminales más viles fueron entonces llenados con obispos, presbíteros y diáconos, lectores y exorcistas, de modo que no quedó espacio para los condenados por crímenes.”

Se ordenó después de un tiempo que se concediera la libertad a los prisioneros bajo la condición de que ofrecieran sacrificios en el altar de los dioses paganos. Para lograr ese propósito, se ordenó a los jueces que emplearan las torturas más insoportables.

Diocleciano pensó destruir la “superstición” cristiana venciendo la constancia de sus líderes; pero al encontrar más resistencia de la que anticipaba, finalmente emitió un cuarto edicto, instruyendo a los magistrados que forzaran a todos los cristianos —sin distinción de edad, sexo o posición oficial— a ofrecer sacrificios a los dioses, y que usaran la tortura para obligarlos a apostatar. Los magistrados obedecieron con rigor el edicto del emperador, y la Iglesia cristiana fue reducida al último extremo.

Las escenas de sufrimiento por torturas y derramamiento de sangre en todo el imperio —excepto en la Galia, donde reinaba Constantino— desafían toda descripción. “Miles de hombres, mujeres y niños,” dice Eusebio, refiriéndose a quienes sufrieron en Egipto, “despreciando la vida presente por causa de la doctrina de nuestro Salvador, se sometieron a la muerte de diversas formas. Algunos, después de ser torturados con raspaduras, el potro, los más terribles azotes y otras innumerables agonías que harían estremecer solo con oírlas, fueron finalmente arrojados a las llamas; otros sumergidos y ahogados en el mar; otros ofrecieron voluntariamente sus propias cabezas a sus verdugos; otros murieron en medio de los tormentos; algunos se consumieron por el hambre; y otros más fueron clavados en la cruz. Algunos fueron ejecutados como los malhechores comunes; otros, de manera aún más cruel, fueron clavados cabeza abajo y mantenidos vivos hasta morir de inanición en la propia cruz.”

Después de describir torturas similares pero aún más crueles sufridas por los cristianos de Tebaida, Eusebio continúa:

“Y todas estas cosas no ocurrieron solo por unos días o por algún tiempo, sino durante una serie de años enteros. A veces diez o más, otras veces más de veinte, otras no menos de treinta, e incluso sesenta, y en otros casos hasta cien hombres con sus esposas e hijos pequeños eran asesinados en un solo día, mientras eran condenados a diversos y variados castigos. Nosotros mismos hemos presenciado, estando en el lugar, a muchos apretujados juntos en un solo día sufriendo decapitación, algunos los tormentos de las llamas; de tal manera que el arma homicida quedó completamente embotada y, al perder su filo, se rompía en pedazos; y los mismos verdugos, cansados de tanta matanza, se veían obligados a turnarse entre sí.”

Gibbon, cuya continua reticencia a admitir la severidad de estas persecuciones me induce a citarlo siempre que se ve obligado a admitirla, dice sobre esta persecución:

“Se ordenó a los magistrados emplear todos los métodos de severidad que pudieran apartarlos de su odiosa superstición y obligarlos a volver al culto establecido de los dioses. Esta rigurosa orden fue extendida, por un edicto posterior, a todo el cuerpo de cristianos, quienes fueron expuestos a una persecución violenta y general. En lugar de las restricciones legales que exigían el testimonio directo y solemne de un acusador, se convirtió en deber, así como en interés, del funcionario imperial descubrir, perseguir y atormentar a los más molestos entre los fieles. Se anunciaron fuertes penas contra todo aquel que se atreviera a salvar a un sectario proscrito de la justa indignación de los dioses y los emperadores.”

Esta persecución duró diez años; y al final de ese período la iglesia presentaba un espectáculo desolador. Por todas partes, incluso en la Galia, las casas de adoración cristiana yacían en ruinas. Ríos de sangre cristiana habían corrido en cada provincia del imperio, con excepción de la Galia, donde gobernaba Constantino; y allí, como se recordará, una persecución anterior bajo Aurelio y Vero casi había destruido las iglesias.

El culto público fue suspendido. Los santos fueron obligados a apostatar mediante torturas, huyeron hacia los pueblos bárbaros, o permanecieron ocultos. Mientras tanto, los magistrados, incitados tanto por la avaricia como por el odio al cristianismo, confiscaron no solo los bienes de la iglesia, sino también las propiedades privadas de los ministros. En otros casos, los líderes de la iglesia fueron asesinados, mutilados y enviados a las minas, o desterrados del país. “Muchos, por temor a las torturas, se quitaron la vida, y muchos apostataron de la fe; y lo que quedaba de la comunidad cristiana consistía en personas débiles, pobres y temerosas.”

Después de adoptar estas medidas para la destrucción de la Iglesia, se pusieron en práctica severidades de otro carácter. “Se consideró necesario someter a las más intolerables penalidades a la condición de aquellos individuos perversos que aún rechazaran la religión de la naturaleza, de Roma y de sus antepasados. A las personas de nacimiento noble se les declaró incapaces de ocupar honores o empleos; a los esclavos se les privó para siempre de la esperanza de libertad, y a todo el pueblo cristiano se le excluyó de la protección de la ley. A los jueces se les autorizó a escuchar y resolver cualquier acción presentada contra un cristiano. Pero a los cristianos no se les permitió presentar queja por ninguna injusticia que ellos mismos hubieran sufrido; y así, esos infortunados sectarios fueron expuestos a la severidad, mientras eran excluidos de los beneficios de la justicia pública. Esta nueva forma de martirio, tan dolorosa y prolongada, tan oscura e ignominiosa, fue, quizás, la más adecuada para agotar la constancia de los fieles; ni puede dudarse que las pasiones e intereses de los hombres se dispusieron en esta ocasión a secundar los designios de los emperadores.”

Que los romanos consideraban completada la destrucción de la Iglesia cristiana tras la persecución de Diocleciano se demuestra por las inscripciones halladas en monumentos y medallas. Dos columnas en España, erigidas para conmemorar el reinado de Diocleciano, llevaban las siguientes inscripciones:

En la primera:
“DIOCLECIANO, JOVIANO, MAXIMIANO HERCULIO, CÉSARES AUGUSTOS, POR HABER EXTENDIDO EL IMPERIO ROMANO EN ORIENTE Y OCCIDENTE, Y POR HABER EXTINGUIDO EL NOMBRE DE LOS CRISTIANOS, QUIENES LLEVARON A LA RUINA A LA REPÚBLICA;”

En la segunda:
“DIOCLECIANO, ETC., POR HABER ADOPTADO A GALERIO EN ORIENTE, POR HABER ABOLIDO EN TODAS PARTES LA SUPERSTICIÓN DE CRISTO, POR HABER EXTENDIDO EL CULTO A LOS DIOSES.”

Y en una medalla de Diocleciano se lee:
“EXTINGUIDO EL NOMBRE CRISTIANO.”

Cuando se recuerda que estas persecuciones, a las que me he referido brevemente, se extendieron por más de tres siglos; que los emperadores cuyos edictos las iniciaron poseían poder ilimitado para ejecutar sus decretos; que la época en que ocurrieron fue de una crueldad más allá de la comprensión moderna; que el odio romano —es decir, pagano— hacia los cristianos era de una amargura venenosa, porque se les hizo creer que la existencia de la religión antigua de Roma, y más tarde la existencia misma del imperio, dependían de la destrucción del cristianismo—cuando se recuerda todo esto, no es de extrañar que los santos quedaran exhaustos, o casi hasta el punto de que solo quedaran hombres “débiles y temerosos” para resistir, infructuosamente, la paganización del cristianismo—la destrucción de la Iglesia de Cristo.

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