Capítulo 24
La iglesia fundada por José Smith como un monumento a su inspiración
La Iglesia fundada por José Smith es, en sí misma, un monumento a la inspiración del profeta. Abarca un sistema de gobierno eclesiástico tan amplio, tan eficaz en su administración, y al mismo tiempo protege de tal manera a los miembros del cuerpo religioso contra el sacerdotalismo —por lo cual entiendo aquí la opresión por parte de los gobernantes eclesiásticos— que nadie que llegue a conocer su organización y el espíritu de su administración puede dudar de que una sabiduría más profunda que la que poseía José Smith sin la inspiración de Dios presidió su creación. Debe tenerse en cuenta que el profeta, durante el desarrollo de la organización de la Iglesia, no era más que un joven; sin formación en historia, sin instrucción —salvo por parte de Dios— en la ciencia del gobierno; y afirmo que un hombre que hubiera vivido en un entorno como aquel que rodeaba a José Smith sería totalmente incapaz —si se le niega la inspiración divina— de dar origen a un sistema de gobierno como el que se halla en la Iglesia que él fundó.
Algunos dirán que él fundó este gobierno eclesiástico basado en el modelo descrito en el Nuevo Testamento, y con ello intentarán desestimar su logro. Pero los lineamientos del gobierno de la Iglesia que pueden rastrearse en el Nuevo Testamento son tan vagos que apenas pueden definirse, y han llevado a los más eruditos estudiosos cristianos a conclusiones diversas. Uno ve en el Nuevo Testamento una justificación para el sistema episcopal de gobierno y una jerarquía en las órdenes del ministerio. Otro ve en el Nuevo Testamento fundamentos para concluir que existe una perfecta igualdad en el ministerio cristiano, sin jerarquías entre los oficiales, sino un gobierno por medio de sínodos, asambleas y concilios de estos oficiales de igual rango. Y aún un tercero encuentra en ese mismo libro fundamento para la idea de que cada congregación constituye, por sí misma, una iglesia cristiana independiente, subordinada a ninguna otra organización, autogobernada y unida a otras sociedades similares solo por la simpatía que surge de una fe común y objetivos comunes. Tal es la confusión en la que se ven envueltos los eruditos al considerar solamente los datos que existen en el Nuevo Testamento sobre el gobierno de la Iglesia.
Aunque ya antes he bosquejado brevemente la organización de la Iglesia a partir de los datos que existen en el Nuevo Testamento, considero necesario volver sobre ese terreno para que podamos ver cuán escasos son los materiales, y cuán absolutamente imposible habría sido para José Smith elaborar una organización como la que estableció a partir de tales materiales.
Jesús llamó a doce hombres, a quienes nombró apóstoles, y les confirió autoridad divina, mediante la cual debían predicar el evangelio, administrar sus ordenanzas y proclamar que el reino de los cielos estaba cerca. También instituyó quórumes de setenta para que los auxiliaran en este ministerio, y a ellos les confirió poderes semejantes. Estos son los únicos oficiales de la Iglesia que, hasta donde informa el Nuevo Testamento, fueron llamados antes de la crucifixión de Jesús. Pero después de su resurrección, estuvo con sus discípulos durante cuarenta días, “hablándoles del reino de Dios”. Fue durante ese interesante período de asociación con sus discípulos cuando, sin duda, les dio aquellas instrucciones por las cuales se regirían al organizar iglesias conforme el evangelio comenzara a esparcirse.
Dondequiera que se encontraban personas que aceptaban el evangelio, se efectuaba una organización. En algunos casos se nombraban élderes para presidir estas organizaciones, y en otros casos se nombraban obispos, quienes eran asistidos en su labor por diáconos.
En su descripción de la organización de la Iglesia —que el apóstol nunca pretendió que fuera completa—, Pablo enumera en una ocasión los oficios en este orden: primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros. En otra ocasión menciona apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. El mismo autor sostiene que toda la organización constituye un solo cuerpo, aunque compuesto de muchas partes; que existe una relación de todas las partes con el todo, y una simpatía que las une. Enumera como propósito de esta organización: el perfeccionamiento de los santos, la obra del ministerio, la edificación del cuerpo de Cristo y la protección de los santos contra el engaño de hombres astutos que están al acecho para engañar.
También hay una insinuación de algún tipo de autoridad judicial en la Iglesia. Jesús mismo dijo: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano”. Pablo pregunta a los santos de Corinto: “¿Osa alguno de vosotros, cuando tiene algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos?” Y continúa: “¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas?… Para vergüenza vuestra lo digo. ¿Pues qué? ¿No hay entre vosotros sabio, ni aun uno, que pueda juzgar entre sus hermanos? Sino que el hermano con el hermano pleitea en juicio, y esto ante los incrédulos”. Digo que esto da evidencia de la existencia en la Iglesia de algún tipo de tribunal eclesiástico, pero de su naturaleza, alcance de su autoridad y modo de procedimiento no sabemos nada.
Esto es todo lo que está escrito en el Nuevo Testamento acerca de la organización de la Iglesia. La descripción es fragmentaria y, en consecuencia, imperfecta; y los materiales son en conjunto demasiado escasos e insuficientes, como pronto se verá, para la formación de un sistema tan elaborado de gobierno eclesiástico como el que fue establecido por José Smith.
Los oficiales y la organización de la Iglesia fundada por José Smith surgieron del Sacerdocio, que, como ya se ha dicho, es el poder de Dios delegado al hombre, mediante el cual el hombre se convierte en agente de Dios con autoridad para actuar en su nombre y por Él. Aunque necesariamente existe una unidad en este poder —es decir, que es un solo poder—, en el ejercicio de sus funciones se reconocen divisiones. Primero, una división en lo que se llama respectivamente el Sacerdocio de Melquisedec y el Aarónico; el primero es mayor y se dedica más especialmente a las cosas espirituales, mientras que el segundo se ocupa en mayor medida de los asuntos temporales.
Dentro de cada una de estas divisiones hay grados de poder o autoridad. Hablando del Sacerdocio de Melquisedec, un grado de él convierte a los hombres en élderes; otro, en sumos sacerdotes; otro, en setentas; otro, en patriarcas; y otro, en apóstoles. Hablando del Sacerdocio Aarónico, un grado de él convierte a los hombres en diáconos; otro, en maestros; otro, en sacerdotes; y otro más, en obispos. El obispado es la presidencia del Sacerdocio menor y comprende su plenitud.
Estos respectivos grados del sacerdocio están limitados al cumplimiento de deberes o funciones específicas. Aunque el diácono y el maestro pueden enseñar y exponer las Escrituras, persuadir y exhortar a los hombres a venir a Cristo, y el primero puede visitar los hogares de los miembros de la Iglesia, vigilarlos y asegurarse de que no haya iniquidad en la Iglesia, ninguno de ellos puede bautizar para la remisión de los pecados ni administrar la santa cena. Aunque el sacerdote puede enseñar y exponer doctrina, bautizar y administrar la santa cena, y ayudar al élder en el cumplimiento de sus deberes cuando sea necesario, no puede imponer las manos para conferir el Espíritu Santo. Así también en el Sacerdocio de Melquisedec: cada grado u orden tiene deberes específicos asignados, pero el mayor siempre incluye al menor y puede, en caso necesario, oficiar en todos los oficios por debajo del suyo.
Ahora procedo a considerar la organización de la Iglesia. En primer lugar y por encima de todos los oficiales está la Primera Presidencia, compuesta por tres Sumos Sacerdotes Presidentes. Su jurisdicción y autoridad son universales. Su jurisdicción se extiende a todos los asuntos de la Iglesia, tanto temporales como espirituales; tanto en las estacas organizadas de Sion como en las misiones y ramas de la Iglesia en el extranjero. En esa presidencia residen los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Es decir, el Presidente de la Iglesia es el portavoz de Dios para la Iglesia, y solo él recibe la ley del Señor por revelación y la anuncia al pueblo; en la práctica, este es el poder legislativo. De todos los sumos consejos —los tribunales judiciales de la Iglesia—, excepto cuando los Doce Apóstoles actúan como sumo consejo en el extranjero, hay apelación a la Primera Presidencia, la cual determina finalmente el asunto y define la ley de la Iglesia; de ahí que aquí reside el poder judicial. La prueba de que en la Presidencia reside el poder ejecutivo se encuentra en el hecho de su presidencia universal y su autoridad sobre todos los asuntos de la Iglesia.
El quórum de los Doce Apóstoles es igual en poder y autoridad a la Primera Presidencia. El Primer Quórum de los Setenta es igual en autoridad al quórum de los Doce y, por lo tanto, indirectamente igual en autoridad a la Primera Presidencia. Pero esto es evidentemente, en lo esencial, una disposición para emergencias, y aunque ese poder existe y puede utilizarse cuando la ocasión lo requiera, por lo general permanece inactivo. Es decir, los poderes antes descritos como pertenecientes a la Primera Presidencia solo pueden ser ejercidos en su totalidad por el quórum de los Doce Apóstoles en el caso de que la Primera Presidencia se desorganice por muerte u otras causas; y por los Setenta solo en caso de destrucción o ausencia de la Primera Presidencia y de los Doce. Pero estos poderes de la Presidencia, sin disminución, serían ejercidos por el quórum de los Doce y por los Setenta, si se diera el caso; y esta disposición hace que la Iglesia sea prácticamente indestructible en su cabeza. Pero, como ya se ha mencionado, estas son solo disposiciones para casos de emergencia, y mi deseo es presentar al lector la belleza y armonía de la organización de la Iglesia cuando todos sus concilios están en su lugar.
Los grandes poderes enumerados, entonces, se centran en la Primera Presidencia. A la derecha de la Primera Presidencia podríamos decir que están los Doce Apóstoles, investidos con la autoridad para oficiar en el nombre del Señor, bajo la dirección de la Primera Presidencia, para edificar la Iglesia y regular todos sus asuntos en todo el mundo. Junto a ellos están los Setenta como sus asistentes en la gran obra que se les ha asignado. A estas dos órdenes del sacerdocio se les asigna especialmente, y sobre ellas recae, la responsabilidad del ministerio en el extranjero de la Iglesia. Son testigos del Señor Jesucristo en todas las naciones de la tierra, y su deber especial es predicar el evangelio y regular los asuntos de la Iglesia en el extranjero.
A la izquierda de la Primera Presidencia podríamos decir que están los sumos sacerdotes, a quienes pertenece el derecho de presidencia local en la Iglesia. De entre sus filas se eligen los patriarcas, presidentes de estaca, consejeros del sumo consejo, obispos y sus consejeros.
Junto a los sumos sacerdotes se encuentran los élderes, quienes deben asistirlos en el cumplimiento de sus deberes. Estos quórumes del sacerdocio constituyen el ministerio permanente de las estacas de Sion, a quienes corresponde más especialmente la presidencia local y el deber de predicar el evangelio dentro de las estacas de Sion.
La presidencia del Sacerdocio Aarónico se centra en el Obispado Presidente de la Iglesia, el cual preside sobre todos los obispos itinerantes y locales. Los primeros son obispos nombrados para presidir sobre grandes distritos y que viajan de un lugar a otro dentro de estos, organizando los asuntos temporales de la Iglesia; los segundos son obispos asignados a presidir barrios regularmente organizados, y cuya jurisdicción se limita a dichos barrios respectivamente.
Para ayudar a los obispos en los deberes de sus respectivos obispados están los quórumes de sacerdotes, maestros y diáconos.
El deber de los sacerdotes es visitar los hogares de los Santos, enseñar al pueblo, exponer las Escrituras, bautizar a los creyentes y administrar la santa cena. Cuarenta y ocho sacerdotes forman un quórum, cuya presidencia corresponde al obispado.
El deber de los maestros es ser ministros permanentes en los respectivos barrios donde residen, detectar la iniquidad en la Iglesia y asegurarse de que los miembros cumplan con sus deberes. Veinticuatro de ellos constituyen un quórum, que es presidido por un presidente y dos consejeros escogidos de entre sus miembros.
El deber de los diáconos es asistir al maestro, y también pueden exponer, enseñar, advertir e invitar a todos a venir a Cristo. Doce de ellos forman un quórum, y de entre ellos se escogen un presidente y dos consejeros para presidir.
Antes de pasar a la descripción del sistema judicial de la Iglesia, conviene explicar brevemente su división territorial. Una estaca de Sion es una división territorial de la Iglesia que abarca varias aldeas, pueblos o barrios eclesiásticos. Una estaca está presidida por una presidencia compuesta por un presidente y dos consejeros, todos los cuales deben ser sumos sacerdotes. En cada estaca hay un sumo consejo compuesto por doce sumos sacerdotes. La presidencia de la estaca es también la presidencia del sumo consejo, el cual constituye el más alto tribunal judicial de la estaca. Las estacas están divididas en barrios eclesiásticos, presididos por un obispado, asistido en sus labores por los quórumes del sacerdocio menor, como ya se explicó.
Los poderes judiciales de la Iglesia están investidos en el tribunal ordinario del obispo, en los sumos consejos permanentes de las estacas de Sion, en los sumos consejos temporales de sumos sacerdotes en el extranjero, en el Sumo Consejo Presidente Viajante —que es también el quórum de los Doce Apóstoles—, en un tribunal especial compuesto por el Obispo Presidente de la Iglesia y doce sumos sacerdotes (del cual se hablará más adelante), y finalmente en la Presidencia de la Iglesia.
La disciplina de la Iglesia requiere que, en caso de dificultades entre miembros, se haga todo esfuerzo posible por parte de los involucrados para reconciliarse. Si esto falla, se requiere que llamen a otros para ayudar a lograr la reconciliación; pero si mediante este medio no es posible resolver el caso, el asunto se lleva al tribunal del obispo, por medio de una denuncia del miembro agraviado, y allí el caso es escuchado mediante testimonio y se emite una decisión. El tribunal del obispo es el primero o más bajo tribunal de la Iglesia, y el obispo es conocido como el juez común. En caso de que las partes o alguna de ellas quede insatisfecha con la decisión del obispo, existe el derecho de apelar al sumo consejo de la estaca, donde se vuelve a escuchar el caso. La organización del sumo consejo es digna de consideración. Está compuesto por doce sumos sacerdotes, presididos por la presidencia de la estaca. El sumo consejo no puede actuar a menos que estén presentes siete de sus miembros; pero siete tienen el poder de llamar a otros sumos sacerdotes para que actúen temporalmente en lugar de los consejeros ausentes. Siempre que se organiza un sumo consejo, los doce miembros sortean sus lugares. Aquellos que saquen números pares —dos, cuatro, seis, ocho, diez, doce— deben estar a favor del acusado; los que saquen números impares, a favor del acusador. En todos los casos, el acusado tiene derecho a la mitad del consejo, para prevenir daño o injusticia. Los consejeros que representan respectivamente al acusado y al acusador no se convierten en partidarios empeñados en ganar el caso sin importar su rectitud o justicia; por el contrario, cada hombre debe hablar conforme a la equidad y la verdad; y aparte de eso, su deber es asegurar que cada parte en la disputa reciba justicia y que no sea objeto de insulto o agravio.
Siempre que el sumo consejo se reúne para actuar en un caso, los doce consejeros deben considerar si el caso es muy difícil o no. Si no se considera un caso difícil, entonces solo se designan dos consejeros, uno en representación del acusado y otro del acusador, para que hablen. Pero si el caso se considera difícil, se designan cuatro para hablar; si es aún más difícil, se designan seis; pero en ningún caso deben hablar más de seis. En todos los casos, tanto el acusador como el acusado tienen el privilegio de hablar por sí mismos, después de que se haya presentado toda la evidencia y hayan hablado todos los consejeros designados. Una vez presentadas todas las pruebas y habiendo hablado los representantes del acusado y del acusador, así como el acusado y el acusador mismos, el presidente da una decisión conforme a su comprensión del caso y llama a los doce consejeros a sostenerla mediante votación. Pero si los consejeros que no hablaron, o cualquiera de ellos, descubren un error en la decisión del presidente, tienen el derecho de manifestarlo y el caso se vuelve a escuchar. Si tras una reconsideración cuidadosa se aporta nueva luz sobre el caso, la decisión se modifica en consecuencia. Pero si no se recibe luz adicional, la primera decisión permanece sin cambios. Tales son los lineamientos generales de la organización de un sumo consejo y el modo de proceder ante él.
Hay tres tipos de sumos consejos en la Iglesia. Son similares en organización y el procedimiento ante ellos es prácticamente el mismo, pero difieren en autoridad y jurisdicción.
I. El Sumo Consejo Viajante.
Este consejo está compuesto por los Doce Apóstoles de Jesucristo. Es un sumo consejo viajante y presidente, y, trabajando bajo la dirección de la Primera Presidencia de la Iglesia, tiene el derecho de edificar la Iglesia y regular todos los asuntos de la misma en todo el mundo. Siempre que actúan como un sumo consejo, no hay apelación contra sus decisiones; es decir, solo pueden ser cuestionados por las autoridades generales de la Iglesia en caso de transgresión.
II. Los Sumos Consejos Permanentes en las Estacas de Sion.
La Iglesia está dividida en ramas o barrios con oficiales apropiados; y estas ramas, barrios y asentamientos de los Santos están agrupados en estacas de Sion. En cada estaca hay un sumo consejo permanente, cuya jurisdicción se limita a los asuntos de esa estaca en particular donde se encuentra ubicado.
III. Sumos Consejos Temporales.
Los sumos sacerdotes en el extranjero, es decir, fuera de las estacas organizadas de Sion, siempre que las partes en conflicto, o alguna de ellas, lo soliciten, y los sumos sacerdotes en el extranjero consideren que el caso tiene suficiente importancia para justificar tal acción, están autorizados a organizar un sumo consejo temporal para juzgar el caso. Este consejo debe organizarse siguiendo el modelo y proceder del mismo modo que los de las estacas de Sion. Si la decisión de cualquier sumo consejo —excepto la del Sumo Consejo Presidente Viajante— resulta insatisfactoria, existe derecho de apelación a la Primera Presidencia, la cual toma las medidas que la sabiduría y el Espíritu del Señor indiquen. Pero sea cual sea su decisión, es final.
El tribunal especial mencionado hace un momento —compuesto por el Obispo Presidente de la Iglesia y doce sumos sacerdotes especialmente llamados para cada ocasión— no debe dejarse de mencionar, ya que demuestra que nadie en la Iglesia está tan exaltado como para no estar sujeto a las leyes y tribunales de la Iglesia, al igual que el miembro más humilde. Este tribunal especial se convoca con el propósito de juzgar al Presidente del Sacerdocio Mayor, quien también es el Presidente de la Iglesia, en caso de que se le halle en transgresión. Puede investigar su conducta, someterlo al examen más riguroso, y si la evidencia demuestra que ha transgredido, el tribunal puede condenarlo y su decisión será definitiva, sin derecho a apelación.
Así, nadie —ni siquiera el más alto oficial— está fuera del alcance de las leyes y consejos de la Iglesia. Por muy grande y exaltado que sea un oficial individual de la Iglesia, la Iglesia y su sistema de gobierno son aún mayores y más exaltados que él; porque, aunque el Presidente de la Iglesia es el portavoz de Dios —el virrey de Dios en la tierra—, aún así puede ser juzgado y su conducta investigada por este tribunal al que he hecho referencia. Por lo tanto, si alguna vez llegara el tiempo en que la Iglesia tuviera la desgracia de ser presidida por un hombre que transgrediera las leyes de Dios y se volviera injusto (y el hecho de que existan provisiones para su juicio y condenación demuestra claramente que se considera posible que tal cosa ocurra y que el Presidente de la Iglesia no es considerado infalible); entonces, el sistema de gobierno de la Iglesia proporciona un medio para destituirlo sin destruir la Iglesia, sin revolución ni siquiera desorden.
Por supuesto, el único castigo que está en poder de la Iglesia imponer, si no se respetan las decisiones de sus consejos o tribunales, es suspender la comunión (disfellowship) o excomulgar a los ofensores. En el primer caso, el transgresor simplemente queda suspendido de los privilegios de comunión en la Iglesia; este castigo puede ser impuesto por el obispo hasta que se haga la debida restitución. En el segundo caso —la excomunión— la persona pierde completamente su membresía en la Iglesia, junto con todo el sacerdocio que poseía; y si alguna vez ha de recuperar su condición, debe hacerlo mediante el bautismo y la confirmación, tal como al principio. Para quienes tienen en poco su posición en la Iglesia, la suspensión de comunión o la excomunión no representa ningún terror especial; pero para el hombre de fe, cuyas esperanzas completas de vida eterna con todas sus bendiciones dependen de su posición en la Iglesia de Cristo, no hay castigo mayor que pueda amenazarle. El castigo de la excomunión es muy serio a los ojos de los fieles, y dado que el hombre, en su estado imperfecto, es impulsado a la rectitud tanto por el temor al castigo como por la esperanza de recompensa, la excomunión tiene un efecto saludable en el mantenimiento de la disciplina de la Iglesia.
Tal es, en resumen, una descripción del sistema judicial de la Iglesia, y también de la Iglesia misma. Y al contemplar su integridad y eficacia; las disposiciones hechas para llevar adelante la obra de Dios dentro de las estacas organizadas de Sion y en todo el mundo —tanto en el hogar como en el extranjero—, crece en uno el asombro ante su magnitud. Además, al contemplar el sistema judicial de la Iglesia, las disposiciones elaboradas y sin embargo poco costosas establecidas para impartir justicia equitativa a todos, y hacer que todos —aun los más altos— estén sujetos a sus tribunales y leyes, da un profundo significado a la enfática pregunta de Pablo: “¿Osa alguno de vosotros, cuando tiene algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos?”; y también da un poderoso testimonio de la profunda sabiduría que lo creó —una sabiduría mayor que la que podría poseer un joven criado en las zonas rurales del estado de Nueva York.
“La formación de un gobierno libre a gran escala,” comenta Lord Beaconsfield, “aunque es sin duda uno de los problemas más interesantes de la humanidad, es ciertamente el mayor logro del ingenio humano. Tal vez debería llamarlo más bien un logro sobrehumano; pues requiere una prudencia refinada, un conocimiento vasto, y una sagacidad perspicaz, unidas a un poder ilimitado de combinación, que es casi en vano esperar que tales cualidades tan raras se congreguen en una sola mente.” Es cierto que su señoría hace estos comentarios en relación con un gobierno secular, pero no veo razón por la cual tales reflexiones no se apliquen igualmente a un gobierno eclesiástico, especialmente a aquel que fue traído a la existencia por la labor de vida de José Smith; pues es a la vez libre y fundado a gran escala, y presenta todas las dificultades que se encontrarían en la creación de un gobierno secular.
Resta aún describir el espíritu del gobierno de la Iglesia. Así como en el Nuevo Testamento podemos rastrear los lineamientos de la organización de la Iglesia (aunque en algunos puntos son vagos, y en otros parecen faltar por completo, sentimos que no obstante están ahí), que José Smith presenta en su totalidad, cada detalle completo; así también, en las enseñanzas de Jesús y algunos de los apóstoles, tal como se registran en el Nuevo Testamento, podemos percibir el verdadero espíritu del gobierno de la Iglesia de Cristo. Ninguna manifestación más clara de ese espíritu puede encontrarse que la que se expone en el incidente donde la madre de los hijos de Zebedeo trajo a sus dos hijos al Maestro, diciendo: “Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda.” A esto Jesús respondió que no le correspondía a Él decidir quién se sentaría a su derecha o a su izquierda, sino que “es para aquellos para quienes está preparado por mi Padre.”
Los otros apóstoles se indignaron ante esta manifestación de ambición por parte de los hijos de Zebedeo y su madre. Entonces “Jesús los llamó y dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen autoridad sobre ellas. No será así entre vosotros; sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.”
En armonía con este espíritu, Pedro, unos treinta años más tarde, dijo: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, recibiréis la corona incorruptible de gloria.”
Cualquier gobierno eclesiástico que se establezca en la tierra debe reflejar necesariamente este espíritu, o contradirá la idea de su origen divino. Qué tan bien el espíritu del gobierno en la Iglesia fundada por José Smith cumple con este requisito se verá en las observaciones que estoy a punto de hacer.
Ante todo, debo decir que esta organización de la Iglesia que he descrito, aunque ordenada por Dios, no puede subsistir sin el consentimiento del pueblo. Cuando el joven profeta José contemplaba la gran obra de organizar la Iglesia de Cristo, recibió un mandamiento del Señor en el que se le instruía que debía reunir a sus hermanos que habían recibido el evangelio y obtener su consentimiento para tal proceder.
Así, en el tiempo señalado —el 6 de abril de 1830—, cuando estos hermanos se reunieron, se les presentó la cuestión de organizar la Iglesia, y votaron unánimemente a favor de ello. También, por voto unánime, sostuvieron a José Smith como el primer élder y a Oliver Cowdery como el segundo élder de la Iglesia, y procedieron a ordenarse mutuamente en consecuencia. Así, desde el mismo inicio de la organización de la Iglesia, el Señor enseñó a su siervo que la organización que estaba por establecer debía reconocer el derecho del pueblo a tener voz en sus asuntos. El principio del consentimiento común habría de ser un factor destacado en su gobierno, junto con la voz de Dios. Es tan cierto en los gobiernos eclesiásticos como en los civiles que estos derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Por tanto, es una ley de la Iglesia que “nadie debe ser ordenado a ningún oficio en esta Iglesia, donde haya una rama regularmente organizada de la misma, sin el voto de dicha Iglesia.” Y además se establece que “todas las cosas se harán por consentimiento común en la Iglesia, mediante mucha oración y fe.”
No solo se reconoció el consentimiento del pueblo como un factor importante en el establecimiento del gobierno de la Iglesia, sino que también se dispone que este sea consultado con frecuencia mediante elecciones regulares de oficiales bajo el principio de aceptación popular. Dos veces al año, en las conferencias generales de la Iglesia, los oficiales generales son presentados ante el pueblo para su aceptación. Cuatro veces al año, en las conferencias trimestrales celebradas en todas las estacas de Sion, tanto los oficiales generales como los de estaca son presentados ante el pueblo para recibir su voto de confianza y apoyo. Una vez al año se celebran conferencias de barrio, donde se realiza una votación similar en apoyo tanto de los oficiales locales como de los generales del barrio.
Esta votación no es una formalidad. Tiene virtud. Ningún hombre puede ocupar un cargo en la Iglesia por más tiempo del que pueda obtener el apoyo de sus miembros; porque cuando el pueblo se niega a sostener a un hombre con sus votos, ningún poder en la Iglesia puede imponerlo al pueblo contra su voluntad.
Las elecciones frecuentes se consideran baluartes de la libertad en el gobierno civil; no veo por qué no deberían serlo también en el gobierno eclesiástico; y así como en un caso hacen imposible la tiranía de los gobernantes seculares, en el otro despojan a los sacerdotes del poder de enseñorearse sobre la herencia de Dios, la Iglesia. Si la elección frecuente de un parlamento en Gran Bretaña, y la elección frecuente de oficiales ejecutivos y legislativos en los Estados Unidos, son consideradas por un lado como salvaguarda contra la tiranía e injusticia de quienes son elegidos para administrar los asuntos del gobierno civil del pueblo, y por otro lado se estima que son también una salvaguarda contra la revolución, porque ofrecen amplias y frecuentes oportunidades para corregir todo abuso de poder y efectuar cualquier reforma necesaria en las leyes—si, digo, estas elecciones frecuentes en los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña logran todo eso, ¿cuánto más cuidadosamente se protegen las libertades del pueblo; cuán rápidamente puede reprimirse cualquier tendencia a la opresión, y cuánto más fácilmente puede lograrse una reforma sin desorden mediante la aún mayor frecuencia de elecciones en la Iglesia? Especialmente dado que esas elecciones no solo son más frecuentes que en los estados mencionados, sino que también se llevan a cabo sin costo alguno.
Es ley en la Iglesia que las decisiones de los quórumes del sacerdocio deben tomarse “con toda rectitud, en santidad y humildad de corazón, mansedumbre y longanimidad, y en fe, y virtud, y conocimiento, templanza, paciencia, piedad, afecto fraternal y caridad; porque la promesa es que si estas cosas abundan en ellos, no serán estériles en el conocimiento del Señor.” No hay nada en esto que justifique el ejercicio de un poder arbitrario ni ninguna autoridad indebida sobre los hombres.
En marzo de 1839, mientras el profeta se hallaba prisionero en la cárcel de Liberty, escribió a la Iglesia para instrucción y consuelo, y en el transcurso de su carta, al hablar del sacerdocio y del ejercicio de sus poderes, observa: “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos? Porque sus corazones están tan puestos en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección—que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos con los poderes del cielo, y que los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de rectitud. Es cierto que pueden conferirse sobre nosotros,” continúa, “pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer control, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran; el Espíritu del Señor se contrista; y cuando se retira, amén al sacerdocio o a la autoridad de tal hombre. He aquí, antes de que se dé cuenta, es dejado a sí mismo, para dar coces contra el aguijón, perseguir a los santos y luchar contra Dios. Hemos aprendido por triste experiencia que esta es la naturaleza y disposición de casi todos los hombres: tan pronto como obtienen un poco de autoridad, como ellos suponen, comenzarán inmediatamente a ejercer un dominio injusto. Por eso muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.”
“Ningún poder o influencia puede ni debe mantenerse mediante la virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, por gentileza y mansedumbre, y por amor sincero; por bondad y conocimiento puro, lo cual engrandece mucho el alma, sin hipocresía ni engaño; reprendiendo a tiempo con severidad, cuando el Espíritu Santo lo inspire, y luego mostrando un aumento de amor hacia aquel a quien has reprendido, no sea que te tenga por enemigo; para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que las ligaduras de la muerte.”
Como la carta de la cual se ha citado lo anterior fue inspirada por el Espíritu del Señor y está publicada en Doctrina y Convenios, al menos en parte, las ideas expuestas en relación con el espíritu del gobierno de la Iglesia por medio del sacerdocio constituyen la palabra y la ley de Dios para la Iglesia. Qué tan bien este espíritu de gobierno corresponde al que se refleja en las enseñanzas del Mesías y de los primeros apóstoles ya mencionados, el lector lo podrá percibir fácilmente. Todo lo que deseo señalar aquí es que las instrucciones del profeta sobre este tema no son en absoluto las enseñanzas de un hombre ambicioso de poder y autoridad sobre sus seguidores; ni las de un hombre empeñado en establecer el dominio injusto del sacerdotalismo. El conocimiento, la persuasión, la paciencia, la mansedumbre, la longanimidad, la bondad fraternal, el amor no fingido, no son las fuentes de donde aquellos ambiciosos de posición y poder se sienten satisfechos de extraer su autoridad. El esfuerzo de enseñorearse de los semejantes mediante el ejercicio directo de la autoridad, que surge de la ventaja de una posición exaltada o de la posesión de gran vigor mental, firmeza, resolución, audacia, actividad u otras habilidades trascendentes, siempre caracteriza a los impostores. Enseñar principios correctos y luego permitir que las personas se gobiernen a sí mismas no es en absoluto el método de gobierno adoptado por líderes autoerigidos o impostores. Estos siempre son impacientes con las restricciones y están ansiosos por alcanzar una posición elevada. De ahí que el espíritu de gobierno que rige en la Iglesia de Jesucristo fundada por José Smith, ya que encuentra sus fuentes de poder y autoridad en la impartición de conocimiento, la persuasión y el amor no fingido, da testimonio no solo de que el profeta no fue motivado por una ambición vulgar, sino que también constituye un sólido testimonio del origen divino de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y por supuesto, también un testimonio de la autoridad divina de aquel que fue, bajo Dios, su fundador.
Junto a la evidencia de autoridad divina que brinda el espíritu del gobierno de la Iglesia, se encuentra la manera en que ese gobierno fue traído a la existencia. “Los gobiernos —comenta Herbert Spencer— no se hacen, crecen.” Una observación que es tan cierta para el gobierno eclesiástico como para el civil; y aunque el crecimiento del gobierno de la Iglesia fundado por José Smith fue rápido, fue, no obstante, un crecimiento, un desarrollo; no fue algo fabricado. Con esto quiero decir que no hubo ningún plan más o menos elaborado formado por el profeta, una creación mental de oficiales con deberes asignados, poderes definidos y autoridad limitada, seguido de una organización realizada de acuerdo con tal plan. Por el contrario, la organización en su inicio fue extremadamente simple. Antes de que se organizara la Iglesia, tanto el Sacerdocio de Melquisedec como el Aarónico ya habían sido conferidos a José Smith, pero los únicos oficiales conocidos en la Iglesia al momento de su organización, el 6 de abril de 1830, eran élderes, sacerdotes, maestros y diáconos. No fue sino hasta el 4 de febrero de 1831 que se nombró a un obispo, y eso, por supuesto, mediante revelación. Luego, en noviembre del mismo año, se reveló que debían ser nombrados otros obispos. El primer sumo consejo de la Iglesia no se organizó sino hasta el 17 de febrero de 1834. El quórum de los Doce Apóstoles y los quórumes de los Setenta no fueron organizados sino hasta el invierno de 1835. Así, a lo largo del proceso, un oficial era nombrado un día y se definían sus deberes; otro era nombrado al día siguiente o al año siguiente, y se daba una explicación de sus funciones y quizás se fijaba un límite a su autoridad. De esta manera, se dio línea sobre línea, precepto sobre precepto; el profeta y quienes cooperaban con él estaban, aparentemente, inconscientes de que estaban desarrollando gradualmente un sistema de gobierno, cada parte del cual se ajustaba maravillosamente a cada otra parte y al conjunto. Esto da evidencia de que si no había un plan general para esta organización en la mente de José Smith, sí lo había en la mente de Dios, quien, mediante la instrumentación de este hombre, estaba fundando Su Iglesia.
José Smith, bajo la dirección de Dios, estaba edificando mejor de lo que él mismo sabía. Tanto él como otros asociados con él fueron llamados a poner los cimientos de una gran obra—cuán grande, ellos no lo sabían. Uno puede estar tan cerca de una montaña que no percibe ni la vastedad del conjunto ni la grandeza de sus contornos. No es sino hasta que uno se aleja lo suficiente que la magnificencia de sus cumbres nevadas, la solemnidad de sus acantilados escarpados y sus profundos barrancos conmueven las sensibilidades del alma. Así sucede con esta obra establecida mediante los esfuerzos de José Smith y sus colaboradores. Estaban demasiado cerca de ella como para comprender su grandeza; demasiado absortos en sus partes como para contemplar, y mucho menos entender completamente, el significado y la armonía del todo. No fue sino hasta que la obra estuvo bien avanzada hacia su culminación, y que los hombres se alejaron un poco en el tiempo, que comenzaron a darse cuenta de que, a partir de las partes dadas a ellos en diversos momentos y bajo variadas circunstancias, se estaba desarrollando gradualmente un sistema tan sublime de gobierno eclesiástico, que no tenía igual en todo el mundo.
Y ahora permítaseme decir, al concluir este capítulo, que si se tiene en cuenta la falta de educación y la inexperiencia de José Smith en cuanto al gobierno y su administración; si se consideran los escasos materiales en el Nuevo Testamento para un sistema de gobierno eclesiástico como el que el joven profeta fundó; si se examina con atención la maravillosa organización en sí misma, tan completa en sus oficiales e instituciones y, sin embargo, tan simple en su administración; si no se pierde de vista el espíritu que impregna este gobierno y que caracteriza sus administraciones; si por un lado se observa su eficacia y por el otro las provisiones hechas para la seguridad de las libertades del pueblo; si se observa la manera en que fue traído a la existencia—pieza por pieza—; si todo esto, digo, se considera sin prejuicio, el lector no puede estar lejos de la conclusión de que la Iglesia misma da un testimonio incontestable de la divinidad de su origen.
























