Capítulo 27
Evidencia de inspiración derivada de la sabiduría en el plan propuesto para la mejora de la condición temporal de la humanidad
La Nueva Dispensación del evangelio de Jesucristo no se ocupa únicamente del bienestar espiritual del hombre; también contempla su salvación temporal. Es decir, busca la mejora de aquellas condiciones que hoy hacen que la suerte de la inmensa mayoría de la raza humana sea tan difícil de soportar.
Nada puede ser más evidente para el entendimiento que el hecho de que la base de todas nuestras empresas comerciales o industriales es el egoísmo. El deseo egoísta de riqueza, para que sigan la comodidad y el lujo y se disfruten, o para ejercer un poder que alimente el orgullo familiar o la vana ambición, parece haberse apoderado por completo de los pensamientos del hombre civilizado, y casi llena el ámbito de su actividad. Casi sin darse cuenta, el egoísmo se ha intensificado en nuestra vida moderna. Los inventos de nuestro tiempo han multiplicado enormemente las comodidades y lujos humanos. La comodidad que proviene de la abundancia ha sido puesta al alcance de un mayor número de personas que en cualquier otro tiempo en la historia del mundo; sin embargo, aquellos que han entrado en el círculo encantado del disfrute de la comodidad y el lujo no están satisfechos. Algo falta para que su contentamiento sea completo. Ven, por ejemplo, la inestabilidad de su riqueza, y notan que asuntos muy pequeños pueden arrebatársela. De modo que el temor de perder lo que se posee es casi tan tormentoso como la incapacidad de adquirir riquezas. El deseo de asegurar permanentemente lo que se posee, y de que en igual seguridad descienda a su posteridad, ocasiona tanta ansiedad y esfuerzo en el rico como la determinación de llegar a poseer riquezas lo ocasiona en el menos afortunado—el pobre envidioso.
En lugar de que esta mayor distribución de comodidades y lujos entre la humanidad contribuya a la suma del contentamiento humano, ha aumentado su inquietud; pues el lujo, al ser mostrado más comúnmente ante las masas, ha enloquecido a todos con el deseo de poseerlo, y, al fracasar en ello, la vida se siente apenas digna de vivirse. Pero la posesión es posible solo para unos pocos; la gran masa de la humanidad está excluida de su alcance.
Este éxito de unos pocos y el fracaso de muchos divide a las comunidades civilizadas en dos clases—los orgullosos y los envidiosos. También resulta en la división de las comunidades en capitalistas y obreros; los primeros viviendo en la abundancia por los productos de su riqueza, los segundos, en su mayoría, apenas sobreviviendo con los escasos medios que obtienen mediante su trabajo. El capital, hay que decirlo, siente poder y olvida el derecho; el trabajo, en su desesperación, se vuelve temerario y viola la ley. El capital, para asegurar y perpetuar sus intereses, se combina en enormes corporaciones que controlan la producción y los mercados, inflan sus acciones, sobornan a legislaturas, congresos y parlamentos; oprimen al trabajador en sus salarios, roban al pueblo; y, habiendo prosperado por su engaño y fraude, se burla de todo intento de arrebatarle los despojos en los que se deleita.
El trabajo, para protegerse contra la creciente avaricia y el poder del capital, forma sociedades y ligas, y no solo exige lo que fácilmente puede reconocerse como sus derechos, sino que con frecuencia demanda lo que el capital no puede dar. Cada uno, confiado en su capacidad para coaccionar al otro, provoca paros laborales y huelgas, con el resultado de que, no pocas veces, el conflicto termina en lucha civil, ilegalidad y derramamiento de sangre.
Mientras tanto, la riqueza se acumula en manos de unos pocos; y aunque no todos los años muestran un deterioro en la condición de las masas, es un hecho al menos que no existe una proporción justa entre las crecientes ganancias de los capitalistas y los salarios de los trabajadores. Como resultado, la amargura entre empleador y empleado aumenta año tras año; y el ámbito de nuestras actividades industriales, en lugar de presentar una escena de armonía y buena voluntad, donde se reconozcan como comunes los intereses tanto del capital como del trabajo, y el bienestar de ambos dependa del otro, representa más bien la escena de dos campos enemigos, donde la desconfianza y los celos han alineado a las partes respectivas para el conflicto mortal.
Filósofos y filántropos que han visto y deplorado los males de nuestro sistema económico moderno no han faltado; pero solo unos pocos se han atrevido a proponer remedios. De estos, algunos han sugerido métodos cooperativos en el comercio, en la manufactura, en el intercambio y en otros tipos de trabajo, con una distribución equitativa de las ganancias, no solo para conservar la energía, sino también como una base económica más justa que nuestros actuales métodos individualistas y competitivos. Muchos intentos se han hecho para llevar a la práctica estos principios, y en varios casos, por un tiempo, se logró un éxito parcial. Sin embargo, al final, la avaricia humana, la debilidad o la necesidad individual, real o imaginada, junto con la incapacidad de hacer que el sistema sea universal—condición que sus defensores consideran esencial para su éxito—han resultado ser demasiado obstáculos para estos intentos de cooperación, y las diversas empresas han terminado en manos de una corporación, o han pasado a ser negocios de individuos, o bien han sido absolutamente abandonadas.
Otros, al ver el fracaso de los intentos voluntarios por obtener los beneficios del sistema cooperativo, han abogado por la ampliación de los poderes del Estado hasta el punto de encomendarle la gestión de toda la industria; tomando tanto control sobre el individuo como para obligarlo a trabajar de acuerdo con su capacidad, y remunerarlo según sus necesidades.
Otros han ido aún más lejos, y han propuesto no solo convertir al individuo en una criatura del Estado en lo referente al trabajo y al salario, sino también controlarlo en todas las relaciones de la vida, incluso invadiendo las relaciones domésticas hasta el punto de abolir la institución del matrimonio y todo el gobierno doméstico fundado en la autoridad paternal. Estas dos últimas sugerencias, con varias ampliaciones, se clasifican como socialismo y comunismo, respectivamente. El primero tiene muchos defensores en casi todos los países civilizados, especialmente en Alemania y Francia, donde ejercen una influencia política de considerable peso. El segundo, el comunismo, desde los fracasados intentos de Robert Owen en Inglaterra, de Saint-Simon y Fourier en Francia, y de M. Cabet—discípulo de Fourier—en Nauvoo, Illinois, Estados Unidos, puede considerarse relegado al cementerio de teorías impracticables, que de vez en cuando han captado la atención de mentes filosóficas con inclinación a especular sobre los asuntos humanos.
Pero por malo que sea nuestro moderno sistema económico, con todas sus manifiestas absurdeces en el desperdicio de energía, y la injusticia en la distribución de los productos del trabajo, la humanidad ha preferido, hasta ahora, soportar sus males conocidos y sus incongruencias, antes que confiar su destino a los sistemas propuestos por los socialistas y comunistas.
La Nueva Dispensación del Evangelio, sin embargo, contemplando como lo hace la inauguración de aquella era de paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres, de la cual han cantado los ángeles y escrito los profetas, debe forzosamente, y de hecho lo hace—como señalé al comienzo de este capítulo—tomar en cuenta las condiciones sociales e industriales imperantes, y ofrece una solución a las dificultades presentadas, que, aunque está dentro del ámbito de lo realizable, es eficaz como remedio para los males bajo los cuales la humanidad gime. El no hacerlo habría sido un grave defecto en una obra que pretende lo que la obra fundada por José Smith afirma. Además, dado que lo que ofrece como solución a las desigualdades e injusticias industriales existentes está basado en la revelación directa de Dios, o lo es en sí misma, la sabiduría divina debe manifestarse en el plan propuesto para la mejora de la condición humana. Todo esto es lo que la humanidad tiene el derecho de esperar de un plan divino con tal propósito, y todo esto lo afirmo del plan revelado por medio de José Smith.
Ese plan no comienza con la comunidad ni con la nación, y a través de ellas intenta alcanzar al individuo. Aunque no ignora el valor de las instituciones ni la necesidad de condiciones favorables, no deposita toda su confianza en instituciones arbitrarias o regulaciones para lograr con éxito sus propósitos. Comienza con el individuo, con un llamado al arrepentimiento, con una apelación a volverse hacia la justicia. Le enseña que mediante el arrepentimiento, acompañado de una fe verdadera y santa en Dios, puede obtener, mediante el bautismo, una remisión de sus pecados, una conciencia de inocencia renovada, perdida a causa de la transgresión, y la posesión del Espíritu Santo. Este último añade a su propia fuerza, en cierto grado, la fuerza del Dios Todopoderoso. Por su influencia, es guiado a toda verdad, enseñado en el conocimiento de las cosas celestiales, recibe un testimonio de que Jesús es el Cristo; mediante él es reprendido por sus errores, elogiado por resistir el mal, guiado en la incertidumbre; al buscar su influencia y escuchar sus consejos, se purifica el corazón, se libera de sus pasiones y egoísmo, ama a su prójimo como a sí mismo, y está listo para buscar el bien ajeno antes que el propio.
Es con un elemento como éste—limpio y purificado por tal proceso, y por tanto hecho apto para el uso del Maestro—con el que el plan revelado por medio de José Smith propone trabajar. Es una evidencia de que otros esquemas para la mejora de las aflicciones de la humanidad se originaron en la limitada sabiduría del hombre, el que no tomaran en cuenta la necesaria preparación de los elementos para sus comunidades modelo. Y permítaseme observar, de paso, que dicha preparación solo puede lograrse mediante el Evangelio de Jesucristo y el espíritu de ese evangelio, como se ha descrito anteriormente. Es vano que los hombres intenten edificar comunidades en las que se abolirá el egoísmo y reinarán el amor y la buena voluntad, hasta que hayan desarrollado en los individuos que las compondrán esas mismas cualidades que deben caracterizar a la comunidad; pues las comunidades no pueden ser mejores que los individuos que las integran. Sería tan absurdo como intentar mezclar piezas de hierro con piezas de barro para formar una sustancia homogénea, o hacer una cuerda de arena seca, o emprender cualquier otra cosa imposible, como organizar una sociedad en la que se haya abolido la necesidad, donde abunde el altruismo y prevalezcan todas las virtudes, con hombres injustos, orgullosos, envidiosos, celosos, lujuriosos, suspicaces, traicioneros, y sin otro patrón de verdad o rectitud que la inteligencia humana. Aquí es donde empieza a verse la sabiduría del plan para la salvación temporal de la humanidad revelado por medio de José Smith: comienza con el individuo—con la preparación de los elementos.
Luego de la preparación de los elementos, el plan reconoce la Paternidad de Dios y la hermandad del hombre. Reconoce también que la tierra es del Señor; que le pertenece por derecho de propiedad. Él la creó y la sostiene con su poder, y el derecho del hombre sobre las porciones que acapara con avidez solo puede ser el de un mayordomo. Siguiendo estos principios hasta su conclusión lógica, el plan contempla la consagración completa al Señor de todas las posesiones de quienes lo aceptan. La persona que desea hacer la consagración lleva sus posesiones al obispo de la Iglesia y se las entrega, mediante una escritura y convenio que no puede ser quebrantado. La consagración es completa.
La persona que consagra así sus posesiones, ya sean muchas o pocas, si se trata de una consagración plena, tiene derecho a reclamar al obispo una mayordomía de entre las propiedades consagradas a la Iglesia. Esa mayordomía puede ser una granja, una fábrica, una imprenta, un establecimiento comercial, una vivienda con el privilegio de ejercer un oficio o profesión, según los gustos, habilidades o capacidades individuales. Las mayordomías se aseguran mediante una escritura y convenio que no puede quebrantarse, por lo que los mayordomos están protegidos en sus derechos sobre ellas.
El ingreso de una mayordomía que exceda lo necesario para el sustento del mayordomo y su familia se consagra al almacén del Señor, donde se reúne, de igual manera, todo el excedente de la comunidad. Dicho excedente se usará, primero, para suplir la necesidad donde las mayordomías no produzcan ingresos suficientes para las necesidades de quienes las poseen; segundo, para formar o adquirir nuevas mayordomías para quienes aún no hayan recibido una; tercero, para proveer medios a aquellos que los necesiten para la mejora o expansión de sus respectivas mayordomías; cuarto, para la compra de tierras con fines públicos, el establecimiento de nuevas empresas, el desarrollo de recursos, la construcción de casas de adoración, templos, el envío del evangelio al extranjero, o para cualquier otra cosa que beneficie al bienestar general y contribuya a fundar el Reino de los Cielos en la tierra.
Los distintos mayordomos tienen derecho sobre el fondo general creado por la consagración del excedente de cada uno, para obtener los medios necesarios para la mejora o expansión del negocio que se les haya confiado como su mayordomía; y mientras estén en plena comunión con la Iglesia, y sean mayordomos sabios y fieles, su solicitud al tesorero del fondo general debe ser respetada y aprobada. El tesorero, por supuesto, es responsable ante la Iglesia por la administración del fondo general, y está sujeto a ser removido en caso de incompetencia o transgresión.
Cada mayordomo es independiente en la gestión de su mayordomía, y es el dueño de su propio tiempo. Debe pagar por lo que compra; puede exigir pago por lo que vende. No tiene derecho sobre la mayordomía de su vecino, ni su vecino tiene derecho sobre la suya; pero ambos tienen derecho—y también sus hijos, cuando lleguen a la edad adulta y comiencen su vida por sí mismos—al excedente colectivo del almacén del Señor, para que se les ayude en caso de necesidad.
Las diversas ramas o barrios eclesiásticos de la Iglesia, donde se lleva a cabo el plan anteriormente descrito para administrar los asuntos temporales de la vida, deben ser cada uno independiente en la gestión de sus respectivos almacenes, sujetos, por supuesto, a la supervisión general del obispo presidente de la Iglesia y de la Primera Presidencia.
Tal es un resumen breve—y temo que, por mi intento de ser breve, algo imperfecto—del plan para la administración de los asuntos temporales de la vida en la Iglesia de Cristo. Es un sistema que contempla la humillación del rico y la exaltación del pobre, mediante la operación de la consagración y la mayordomía, como se ha descrito anteriormente. Por el acto de consagración, tanto el hombre rico como el pobre hacen un reconocimiento formal de que la tierra y su plenitud son del Señor; y al recibir de nuevo una mayordomía, cada uno recibe aquello que sus necesidades demandan, o que su capacidad justifica poner bajo su administración; y lo cual puede ampliarse a medida que demuestre mayor fidelidad y habilidad para controlar sabiamente su mayordomía para su propio bien y el bien general.
El plan reconoce la verdad de que hay suficiente y de sobra en la tierra para proveer abundantemente todas las necesidades de la raza humana: todas sus necesidades y todos los lujos razonables, si la riqueza generada por la industria humana fuera justamente distribuida. En él también se reconoce que las habilidades trascendentes para manipular los elementos o gestionar los asuntos mediante los cuales se crea la riqueza no han sido concedidas para servir únicamente al beneficio personal, al orgullo o a la ambición; ni deben emplearse únicamente en beneficio de la familia del poseedor. Este plan revelado a José Smith enseña un uso más noble y elevado de las habilidades, y un campo de simpatía más amplio que el que solo abarca una familia. Una gran mente, en cualquier ámbito de habilidades—y no menos en lo financiero o temporal que en el derecho, el gobierno o la literatura—pertenece a la humanidad, y es el mejor don de Dios para ella; pues por medio de ella, Dios, en parte, brilla. El empleo de talentos y genio para el interés común debe ser fruto de una simpatía universal y de una disposición a cooperar con Dios para llevar a cabo la vida eterna y, tanto en el tiempo como en la eternidad, la felicidad eterna del hombre. Por eso está escrito que el habitante de Sion trabajará por Sion, y si trabaja por dinero, perecerá con su dinero.
El plan también reconoce la dignidad de todo trabajo, y dispone que el ocioso será tenido en memoria ante el Señor. La ociosidad es una ofensa contra la doctrina del evangelio y ha recibido una severa condena de parte de Dios; pues Él ha declarado que “el ocioso no comerá el pan ni vestirá las vestiduras del obrero,” ni tendrá lugar en la Iglesia, a menos que se arrepienta.
Se observará que el plan revelado a través de José Smith, aunque difiere del actual sistema egoísta y competitivo, no es socialismo de Estado ni comunismo. No convierte al hombre en una criatura del Estado, ni invade la santidad de su hogar. Preserva un sano individualismo, en tanto permite a cada hombre controlar su propia mayordomía y ser dueño de su propio tiempo. Provee para el bienestar general, en tanto centraliza todos los medios excedentes de la comunidad y los pone a disposición de los hombres más sabios, quienes los distribuyen para la mejora de empresas o mayordomías gestionadas por hombres de capacidad demostrada e integridad aprobada; o los emplean en el desarrollo de nuevas empresas, o los distribuyen en nuevas mayordomías a quienes aún no las hayan recibido. Este sistema, por lo tanto, protege contra la necesidad y la miseria, por un lado; y por el otro, recolecta los medios excedentes para ser usados en nuevas iniciativas, cuyo éxito alejará a la comunidad cada vez más de la pobreza y la aflicción, que son actualmente la ansiedad y la vergüenza del mundo.
Por medio de este plan, la ansiedad de los padres por asegurar bienes o fortuna para su posteridad se ve aliviada, ya que sus hijos tendrán derecho sobre los bienes excedentes de la comunidad para recibir una mayordomía cuando estén preparados para comenzar su vida. Y dado que la prosperidad y el éxito de sus hijos dependen del éxito y la prosperidad de la comunidad, los padres encontrarán en ello un incentivo para el esfuerzo honorable. Los hijos no encuentran fortuna para despilfarrar, ni oportunidad para crecer en la ociosidad o contraer aquellos vicios que los inhabilitan para los asuntos serios de la vida. Sino que, entrenados desde la juventud para ser industriales, y comenzando con una mayordomía que, mediante la industria y la economía, les proveerá lo necesario y les permitirá contribuir al bien general, tienen la oportunidad, mediante la buena gestión de su mayordomía, de mejorarla y expandirla, demostrar sus capacidades, crecer en estima pública, y tener cada vez más responsabilidades confiadas a su cargo, hasta alcanzar una posición en la que puedan hacer todo el bien que son capaces de hacer o que está en sus corazones realizar.
Las dos principales objeciones a los métodos cooperativos, al socialismo de Estado y al comunismo son, primero, que al tomar los frutos del esfuerzo individual, del talento o de las habilidades financieras trascendentes y aplicarlos al bien común en lugar del engrandecimiento personal, se elimina uno de los principales incentivos al esfuerzo sincero; y segundo, que al crear en la mente de los individuos la seguridad de que sus necesidades serán provistas por un fondo común, y que la necesidad no podrá alcanzarlos, se elimina el otro gran incentivo a la industria. En otras palabras, se sostiene que la ambición y el temor a la miseria son los principales motores de la actividad humana. Si se eliminan esos incentivos, se argumenta, naturalmente se tiene una comunidad apática, ociosa y, por tanto, no progresiva, que muy pronto, por falta de principios motivadores, caerá en la pobreza, la ignorancia y, finalmente, en la disolución.
Estas se consideran las fallas de los planes de los socialistas y comunistas, al menos en lo que respecta a la fase industrial de sus propuestas, y preveo que se formularán las mismas objeciones contra el plan para la salvación temporal de la humanidad revelado por medio de José Smith.
Se han escrito volúmenes enteros sobre la indignidad del deseo de engrandecimiento personal, y sobre el hecho de que las necesidades humanas sean consideradas los principales incentivos de la actividad; y no es mi propósito agregar nada más al inmenso cuerpo de escritos sobre el tema. De hecho, tomando a la humanidad promedio tal como es, en lugar de como los idealistas desearían que fuese o creen que es, me inclino a pensar que la objeción presentada contra el socialismo y el comunismo en cuanto a su fase industrial es válida; y que, por más indignos que puedan parecer la satisfacción de la ambición personal y el temor a la necesidad como incentivos al trabajo, siguen siendo los incentivos principales a la acción; y si se eliminan, hay serias razones para temer que se cumpliría lo que los detractores de la acción y los intereses comunales predicen. Pero mi punto es que esta objeción no tiene validez alguna contra un sistema en el que el individualismo no es suprimido. El éxito de una persona en la gestión de su mayordomía, dentro del plan revelado a través de José Smith, depende de su esfuerzo individual; y aunque el sistema requiere la consagración, de tiempo en tiempo, del excedente resultante de la gestión de las mayordomías, también se establece que los mayordomos tendrán derecho a solicitar medios del fondo general para mejorar o ampliar sus mayordomías. Pero las posibilidades de obtener tales medios dependen de las capacidades que el individuo haya desarrollado en la gestión de lo que ya se le ha confiado; por tanto, su progreso, su crecimiento y posición en la comunidad, junto con la comodidad, conveniencia y belleza de su entorno, dependen principalmente de su esfuerzo personal.
Además, debe recordarse que el sistema revelado por medio de José Smith enseña como deber religioso la consagración y el uso de las habilidades individuales para el bien común; y también enseña que la industria y la economía son deberes religiosos.
Es preparando las unidades que componen la sociedad mediante la aceptación y práctica del evangelio; preservando todo lo deseable del individualismo y al mismo tiempo proveyendo generosamente al bienestar común; reconociendo el sentimiento religioso y la rectitud como elementos necesarios para su éxito; enseñando que es deber de aquellos con habilidades extraordinarias emplearlas para el bien común; inculcando la humildad necesaria para que aquellos con habilidades más modestas estén dispuestos a trabajar en esferas menos elevadas, y, sobre todo, dependiendo de la influencia iluminadora y orientadora del Espíritu Santo, tanto en cada miembro de la comunidad como en los líderes designados, que el plan para la mejora de la actual y angustiosa condición de la sociedad, revelado por medio de José Smith, espera alcanzar el éxito final.
Si alguien me dijera que el éxito de este plan depende de demasiadas contingencias; que la realización de todas ellas es impracticable; que la humanidad jamás alcanzará esa excelencia individual y colectiva de rectitud que el plan requiere; mi respuesta sería que entonces la condición del mundo es desesperada, porque éste es el único plan que puede lograr el alivio de las duras condiciones bajo las cuales la humanidad se hunde. Pero no pierdo en absoluto la esperanza de su éxito. Si no puede hacerse universal de inmediato, su éxito se manifestará dentro de la Iglesia de Cristo; y a medida que la paz, la prosperidad y la felicidad de quienes lo aceptan indiquen la sabiduría que lo formuló, más y más buscarán sus beneficios, hasta que todos los hijos de los hombres gocen de sus bendiciones.
























