Capítulo 30
Evidencia de la inspiración divina en José Smith derivada de las enseñanzas del profeta en cuanto a la extensión del universo, el lugar del hombre en él y su doctrina respecto a los dioses — conclusión
Ahora pasamos de la contemplación del universo a considerar el lugar del hombre en él y la doctrina relacionada con los Dioses tal como la enseñó José Smith.
Ya sea que se considere al hombre desde el punto de vista de su relación con otros animales, la belleza y majestad de su organismo físico, la superioridad de sus dones intelectuales o la sublimidad de sus aspiraciones espirituales, en cada aspecto se hallará algo que argumenta en favor de un lugar especial para él en el universo. Es cierto que muchos animales son físicamente más fuertes que el hombre; algunos son más veloces; otros tienen un sentido del olfato o de la vista más agudo, y otros poseen un oído más sensible; pero en ninguno de ellos se halla la combinación que hace al hombre superior a todos. ¿Qué animal, por fuerte o fiero que sea, no ha sido dominado por él? Algunos le ceden su fuerza, otros su velocidad para servirle; otros lo complacen con su belleza o le proveen productos útiles para su comodidad; y todos le rinden homenaje al someterse a su dominio.
Pero el hombre no se ha contentado con obtener dominio sobre la creación animal solamente. Gradualmente está dominando los elementos y extendiendo su imperio sobre toda la tierra. Los vientos y las corrientes oceánicas han sido desde hace tiempo sus siervos; el rayo lleva sus mensajes; el fuego le sirve de mil maneras; el vapor impulsa su carro; prácticamente ha aniquilado la distancia; pesa la tierra en sus balanzas; mide las distancias al sol y las estrellas, identifica las sustancias de las que están compuestas y determina las leyes matemáticas por las que se rigen. Al repasar, aunque sea parcialmente, los logros del hombre y considerar el dominio que ha adquirido tanto sobre la creación animal como sobre las fuerzas de la naturaleza, uno no puede evitar exclamar con el poeta:
“¡Qué obra tan admirable es el hombre! ¡Qué noble en razón! ¡Qué infinito en facultades! ¡En forma y movimiento, qué expresivo y admirable! ¡En acción, cuán semejante a un ángel! ¡En entendimiento, cuán semejante a un Dios! ¡La belleza del mundo! ¡El paradigma de los animales!”
Bien pudo decir el salmista —dirigiéndose a Dios—:
“¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?
¿Y el hijo del hombre, para que lo visites?
Le has hecho poco menor que los ángeles,
Y lo coronaste de gloria y de honra.
Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos;
Todo lo pusiste debajo de sus pies.”
Estos favores concedidos al hombre por el Creador, no menos que su superioridad sobre todas las demás criaturas de la tierra, proclaman para él un lugar especial en el universo; y según las enseñanzas de José Smith, tanto la superioridad de sus dones como los favores especiales que disfruta, provienen de su relación con la Deidad.
El profeta enseñó que los espíritus de los hombres, antes de recibir cuerpos de carne y hueso en esta tierra, existían con Dios en otro mundo; que Dios es el Padre de sus espíritus, siendo Jesucristo el primogénito. Esa existencia era tangible; implicaba las realidades de la vida en el reino o familia celestial. Cada espíritu allí era tan real como lo es cada hombre en esta vida presente. Cada espíritu allí tenía su albedrío, tal como cada hombre lo tiene aquí, y era libre de tomar el rumbo que eligiera seguir. “En la primera organización en el cielo,” dijo el profeta, “todos estuvimos presentes, y vimos al Salvador ser escogido y nombrado, y se presentó el plan de salvación, y lo aprobamos.”
Algunos espíritus llevaron tan lejos el ejercicio de su albedrío que se rebelaron contra Dios. Lucifer, el hijo de la mañana, lo hizo, y atrajo consigo a la tercera parte de las huestes celestiales, y se convirtieron en el diablo y sus ángeles. Esto no solo lo enseñó José Smith, sino también la Biblia.
Una cosa, sin embargo, que José Smith enseñó y que, hasta donde sé, no enseña la Biblia, es que estos espíritus, en su estado preexistente, alcanzaron diversos grados de inteligencia y nobleza de carácter. En el Libro de Abraham, citado en mi capítulo anterior, se lee:
“Ahora bien, el Señor me había mostrado a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes que el mundo fuese; y entre todas estas había muchas de las nobles y grandes; y Dios vio que estas almas eran buenas, y se hallaba en medio de ellas, y dijo: A estos haré mis gobernantes, porque él estaba entre aquellos que eran espíritus; y me dijo: Abraham, tú eres uno de ellos; fuiste escogido antes de nacer.”
¡Qué hermosa es esta doctrina! ¡Qué razonable! ¡Cuántos problemas explica! ¡Qué luz arroja sobre la vida y el carácter del hombre! A pesar de la gran influencia de la herencia y el ambiente en el carácter, ahora podemos entender cómo es que, a pesar de una ascendencia indiferente y entornos viciosos, surgen algunos caracteres que son verdaderamente virtuosos y grandes, y eso, puramente por la fuerza de la inteligencia y nobleza que sus espíritus alcanzaron en el reino celestial antes de tomar cuerpos en la tierra. Su grandeza de alma no pudo ser completamente reprimida por el entorno de esta vida, por muy adverso que fuera para su desarrollo. Así como el sol lucha por brillar a través de las nubes y nieblas que a veces oscurecen su resplandor, así también estos espíritus, impulsados por su innata nobleza, rompiendo con todas las desventajas que acompañan a un nacimiento humilde y un destino severo, se elevan a las alturas nativas de la verdadera grandeza.
Si se hiciera una observación más amplia de la humanidad, y se consideraran aquellas ventajas y desventajas bajo las cuales generaciones enteras, naciones y razas de hombres han vivido; si se toma en cuenta el hecho de su preexistencia en conexión con otro hecho: que los espíritus de los hombres, antes de venir a esta tierra, eran desiguales en inteligencia y en todo grado de nobleza; si se recuerda que en ese estado preexistente todos los espíritus poseían libre albedrío, y que allí manifestaron todos los grados de fidelidad a la verdad y a la rectitud, desde los que fueron valientes en defender el bien hasta los que fueron completamente desleales y se rebelaron contra Dios; si además se recuerda que, sin duda, en esta vida terrenal esos espíritus son recompensados por su fidelidad y diligencia en aquel estado preexistente —si todo esto, digo, se considera, muchas de las cosas que han confundido a muchas mentes nobles en su esfuerzo por reconciliar las variadas circunstancias en que han vivido los hombres con la justicia y la misericordia de Dios, desaparecerán.
La doctrina de la preexistencia de los espíritus, así como su relación con la Deidad, es sin lugar a dudas una doctrina escritural; pero parece que fue reservada al profeta José Smith para darle claridad y fuerza. La paternidad de Dios, y su corolario necesario, la hermandad del hombre, son frases trilladas muy en boga en estos días modernos; pero es cuestionable si han transmitido a las mentes de los hombres alguna idea definida de la verdadera relación de padre e hijo que existe entre el hombre y la Deidad. En labios de los sectarios, estas frases siempre se han empleado para expresar alguna relación mística o indefinida que no se explica claramente ni es explicable. Fue reservado, repito, al gran profeta moderno dar a estas frases realidad. Él declaró que la relación era tan real como la que existe entre cualquier padre e hijo en la tierra; que el espíritu del hombre es en realidad descendencia de la Deidad —”una chispa encendida de su llama eterna”. Para él, la paternidad de Dios y la hermandad del hombre no eran meras abstracciones más o menos hermosas, sino una realidad. Las palabras enseñadas por el Salvador de los hombres a sus discípulos como la forma correcta de dirigirse a la Deidad —”Padre nuestro que estás en los cielos”— no son una verborrea sin sentido, sino que expresan la verdadera relación entre el hombre y Dios.
Inspirado por estas enseñanzas, un discípulo en Nauvoo, hace cincuenta años, compuso, y los Santos todavía cantan, la siguiente invocación al Padre y a la Madre Celestiales:
¡Oh mi Padre, tú que moras
En lugar de gloria y luz!
¿Cuándo volveré a tu presencia
Y otra vez veré tu faz?
En tu santa habitación
Moró mi espíritu fiel;
En mi infancia primitiva
Fui nutrido junto a Él.
Por sabia y gloriosa causa
Me pusiste aquí en la tierra,
Y ocultaste la memoria
De mi origen celestial.
Mas a veces un susurro
Me decía: “Eres de allá”;
Y sentía que vagaba
De una esfera más allá.
Te aprendí a llamar “mi Padre”
Por tu Espíritu en mí;
Mas sin la Llave del Conocimiento
No sabía yo el porqué.
¿Hay en el cielo padres solos?
¡No!, la razón lo dirá:
Verdad es razón eterna:
Tengo madre allá también.
Cuando acabe esta existencia,
Cuando el cuerpo deje aquí,
Padre, Madre, quiero veros
Y vivir allí con Vos.
Cuando al fin haya cumplido
Todo lo que vine a hacer,
Con vuestra aprobación santa,
Volveré a morar con Vos.
Habiendo expuesto la preexistencia del espíritu del hombre y su relación con la Deidad, debo ahora referirme a las enseñanzas del profeta sobre la existencia futura del hombre y las posibilidades que se abren ante él a lo largo de las eternidades.
José Smith enseñó la resurrección literal del cuerpo y su inmortalidad. Declaró que la misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí existirá en esa vida futura, solo que estará acompañada de una gloria eterna que ahora no disfrutamos. En una ocasión dijo:
“Les diré lo que quiero. Si mañana he de ser llamado a descansar en aquella tumba, en la mañana de la resurrección quiero estrechar la mano de mi padre y exclamar: ‘¡Padre mío!’, y él dirá: ‘¡Hijo mío, hijo mío!’ (…) ¿Les parecería extraño si relatara lo que he visto en visión en relación con este interesante tema? Aquellos que han muerto en Jesucristo pueden esperar entrar en todo el gozo que aquí poseyeron o anticiparon cuando resurjan. Tan clara fue la visión que vi a los hombres antes de salir de la tumba, como si se levantaran lentamente. Se tomaban de las manos y se decían unos a otros: ‘¡Padre mío!’, ‘¡Hijo mío!’, ‘¡Madre mía!’, ‘¡Hija mía!’, ‘¡Hermano mío!’, ‘¡Hermana mía!’. Y cuando la voz llame a los muertos a resucitar, supongamos que estoy sepultado junto a mi padre, ¿cuál sería el primer gozo de mi corazón? Ver a mi padre, a mi madre, a mi hermano, a mi hermana; y cuando estén a mi lado, los abrazaré y ellos a mí (…) La esperanza de ver a mis amigos en la mañana de la resurrección alegra mi alma y me hace soportar los males de la vida. Es como si ellos hubiesen hecho un largo viaje, y al regresar los recibimos con mayor gozo.”
El profeta también enseñó que las relaciones formadas en esta vida estaban destinadas a ser eternas, sin excluir la de esposo y esposa, con todos sus afectos perdurables. Enseñó que el convenio matrimonial que une al hombre y a la mujer como esposo y esposa debe hacerse para la eternidad, y no solo “hasta que la muerte los separe”. Para que sea eterno, sin embargo, el convenio matrimonial debe contraerse con ese objetivo en mente, y debe ser sellado y ratificado por la autoridad de Dios en la tierra—es decir, por el santo sacerdocio, esa autoridad que ata en la tierra y en el cielo, en el tiempo y en la eternidad; que también desata en la tierra y en el cielo—en el tiempo y en la eternidad. De lo contrario, tales convenios no tienen eficacia, virtud ni validez alguna en la resurrección ni después de ella. La casa de Dios es una casa de orden, y es inútil esperar que los convenios hechos “hasta que la muerte los separe” perduren en la eternidad; o que los convenios celebrados con miras a la eternidad, si no han sido sellados por la autoridad de Dios, tengan fuerza vinculante en o después de la resurrección de los muertos.
Deseo ser perfectamente claro en este punto. Debe recordarse que el Profeta José Smith enseñó que el hombre, es decir, su espíritu, es descendencia de la Deidad; no en un sentido místico, sino real; que el hombre no solo tiene un Padre en los cielos, sino también una Madre. Y cuando digo que el profeta enseñó que la resurrección es una realidad, y que la relación de esposo y esposa está destinada a ser eterna, junto con todos sus afectos entrañables, quiero decir todo eso en su sentido más literal. Quiero decir que en la vida venidera el hombre construirá y habitará, comerá, beberá, se relacionará y será feliz con sus amigos; y que el poder del aumento eterno contribuirá al poder y al dominio de aquellos que, mediante su rectitud, alcancen estos privilegios.
¡Qué revelación hay aquí! Como he mencionado en otro lugar, en lugar de que el poder divinamente otorgado de la procreación sea una de las cosas principales que deba cesar, es uno de los medios principales de la exaltación y gloria del hombre en esa gran eternidad que, como una vista interminable, se extiende ante él. A través de ese poder, el hombre alcanza la gloria del aumento eterno de vidas eternas, y el derecho de presidir como sacerdote y patriarca, rey y señor sobre su posteridad siempre creciente. En lugar de que el mandamiento “Sed fecundos, y multiplicaos y henchid la tierra” sea una ley injusta, es uno mediante el cual se perpetúa la raza de los Dioses, y es tan santo y puro como el mandamiento “Arrepentíos y sed bautizados”. Por medio de esa ley, en conexión con la observancia de todas las demás leyes del evangelio, el hombre alcanzará el poder de la divinidad, y como su Padre—Dios—su principal gloria será llevar a cabo la vida eterna y la felicidad de su posteridad.
Si alguien dijera que tales puntos de vista sobre la vida venidera son demasiado materialistas, que tienen demasiado sabor a la tierra y sus placeres, mi respuesta es que, si se pregunta qué cosa ha contribuido más a la civilización y refinamiento del hombre, a su felicidad y dignidad, a su verdadera importancia, elevación y honor en la vida, se hallará que las relaciones domésticas en el matrimonio, los lazos familiares, la paternidad, con sus gozos, responsabilidades y afectos, serán seleccionados como lo más importante por encima de todo lo demás. Y esas relaciones y asociaciones que tanto han contribuido al verdadero progreso y refinamiento del hombre en este mundo pueden confiarse a que no lo degradarán en la vida venidera. Por el contrario, con todos los afectos purificados, con todas las cualidades de la mente mejoradas y los atributos del alma fortalecidos, podemos esperar razonablemente que lo que tanto ha hecho por el hombre en esta vida contribuirá aún más abundantemente a su felicidad, exaltación y gloria en la vida venidera.
Otro punto que no debo dejar de mencionar. Sé cuán sacrílego puede sonar a los oídos modernos hablar de que el hombre llegue a ser un Dios. Sin embargo, ¿por qué habría de considerarse así? El hombre es descendencia de la Deidad, es de la misma raza y lleva en sí—aunque sin desarrollar—las facultades y atributos de su Padre. También tiene ante sí una eternidad de tiempo en la cual desarrollar tanto las facultades de la mente como los atributos del alma—¿por qué debería considerarse cosa extraña que al final el hijo llegue a alcanzar la misma exaltación y participe de la misma inteligencia y gloria que su Padre? Si Jesucristo, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”, ¿por qué habría de considerarse blasfemo enseñar que el hombre, por medio de la fe y la rectitud al seguir los consejos de Dios, llegará finalmente a ser como Él, y compartirá Su poder y Su gloria, siendo un Dios, incluso un hijo de Dios?
Concedo que la altura desde nuestra posición actual parece tremenda; sin embargo, no es imposible de alcanzar, ya que tenemos la eternidad para trabajar en ello. Detente junto a la cuna de un recién nacido y obsérvalo. Dentro de ese pequeño cuerpo de pulpa organizada—con ojos incapaces de distinguir objetos; piernas que no pueden sostener el peso de su cuerpo; sin poder moverse; manos sobre las cuales no tiene control; oídos que oyen pero no distinguen sonidos; una lengua que no puede hablar—, sin embargo, dentro de ese indefenso tabernáculo, ¡qué poderes dormidos residen! Dentro de ese germen en la cuna hay poderes latentes que solo necesitan tiempo para desarrollarse y asombrar al mundo. De allí puede surgir el hombre de profundo conocimiento, que añada algo con su sabiduría al total del saber humano. Tal vez de ese germen nacerá un historiador profundo, un poeta o un orador elocuente capaz de influir en la razón y las pasiones de los hombres, y guiarlos hacia cosas más puras y elevadas de las que hayan conocido. O tal vez un estadista esté allí en embrión; un hombre cuya sabiduría dirija el destino del Estado o tal vez, con poder divino, ¡gobierne el mundo! Si de un germen como este en la cuna puede surgir un desarrollo de poder como el que vemos en la más elevada y noble hombría, ¿no podría ser que tomando esa hombría más elevada y noble como germen, llegue de ella—bajo la mano guiadora de nuestro Padre Celestial—un desarrollo aún más maravilloso, hasta que el germen de la más alta hombría se convierta en un Dios? La distancia entre el hombre más noble y la posición de Dios es quizás mayor que la que hay entre el infante en la cuna y el hombre en su máximo desarrollo; pero si es así, hay un tiempo más largo—la eternidad—para alcanzar el resultado; y Dios y las influencias celestiales, en lugar de padres humanos y medios terrenales, obrarán el desarrollo necesario.
Esta doctrina clarifica muchas declaraciones de las Escrituras. “Ahora somos hijos de Dios,” dijo el apóstol Juan, “y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él [Cristo] se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” Ahora podemos entender mejor la exhortación de Jesús: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” “Al que venciere, le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono.”
Todas estas declaraciones nos dan razón para creer que el hombre puede llegar a ser como Cristo y como Dios; que puede andar en sus pasos, llegar a ser como ellos y heredar la misma gloria junto a ellos. El Profeta José Smith corrigió la idea de que Dios, tal como es ahora, siempre fue Dios: “Hemos imaginado,” dijo, “y supuesto que Dios fue Dios desde toda la eternidad. Refutaré esa idea y quitaré el velo para que podáis ver. (…) Es el primer principio del evangelio conocer con certeza el carácter de Dios y saber que podemos conversar con él como un hombre conversa con otro, y que él fue una vez un hombre como nosotros; sí, que Dios mismo, el Padre de todos nosotros, habitó en una tierra al igual que Jesucristo mismo lo hizo. (…) Las Escrituras nos informan que Jesús dijo: ‘Así como el Padre tiene poder en sí mismo, así también el Hijo tiene poder’. ¿Para qué? Pues, para hacer lo que hizo el Padre. La respuesta es obvia: en cierto modo, para poner su cuerpo y volver a tomarlo. Jesús, ¿qué vas a hacer? Entregar mi vida como lo hizo mi Padre, y volver a tomarla. ¿Lo creéis? Si no lo creéis, no creéis la Biblia.” (…) “Dios mismo fue una vez como nosotros ahora somos, y es un Hombre exaltado y se sienta entronizado en los cielos. Ese es el gran secreto. Si el velo se rasgara hoy y el gran Dios que mantiene al mundo en su órbita, y sostiene todos los mundos y todas las cosas por su poder, se hiciera visible—digo, si lo vierais hoy, lo veríais como un hombre en forma—como vosotros mismos, en toda la persona, imagen y forma de un hombre, porque Adán fue creado conforme a la misma forma, imagen y semejanza de Dios, y recibió instrucción de Él, y caminó y habló y conversó con Él, como un hombre habla y se comunica con otro.”
“(…) He aquí, entonces, la vida eterna: conocer al único Dios sabio y verdadero, y debéis aprender cómo llegar a ser Dioses vosotros mismos, y ser reyes y sacerdotes para Dios, de la misma manera que todos los Dioses lo han hecho antes que vosotros—es decir, pasando de un grado pequeño a otro mayor, de una capacidad pequeña a una más grande, de gracia en gracia, de exaltación en exaltación, hasta que alcancéis la resurrección de los muertos, y podáis morar en llamas eternas y sentaros en gloria, como lo hacen los que están entronizados en poder eterno.”
Pero si Dios el Padre no siempre fue Dios, sino que llegó a su posición exaltada actual por grados de progreso, como lo indican las enseñanzas del profeta, ¿cómo ha existido un Dios desde toda la eternidad? La respuesta es que ha existido y ahora existe una línea interminable de Dioses, que se extiende hacia las eternidades pasadas, sin principio y sin fin. Su existencia corre paralela a la duración eterna, y sus dominios son tan ilimitados como el espacio sin fin. Estas verdades llevaron a uno de los discípulos del profeta a escribir:
Si a Kolob tú volaras
En un parpadeo veloz,
Y después sin detenerte
Continuaras sin error,
¿Crees que en la eternidad
Podrías hallar la ocasión
En que el linaje de Dioses
Tuvo su generación?
¿O ver el gran principio
Donde el espacio no va más?
¿O la última creación
Donde acaban Dios y más?
Mas el Espíritu susurra:
“Ningún hombre pudo hallar
El lugar llamado ‘espacio puro’,
Ni el velo fuera rasgar.
“Las obras de Dios continúan,
Mundos y vidas sin fin;
Progreso y perfección avanzan
En ronda sin concluir.”
Estas concepciones sobre el origen, desarrollo y gloria futura del hombre implican la idea de una pluralidad de Dioses—una doctrina quizás desconcertante para los oídos modernos, ya que los hombres en nuestra época han sido enseñados a considerar como sacrílego hablar o pensar en más de un Dios. Pero puesto que el cristianismo moderno se encuentra tan alejado de otras verdades del evangelio, ¿no podría estar equivocado también en esto? ¿Qué significa aquella expresión en Génesis, cuando, al hablar de la creación del hombre, se representa a Dios diciendo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”? ¿No es razonable inferir que se dirigía a otros Dioses que estaban presentes? En el relato de la creación dado en el Libro de Abraham, se usa el plural de forma constante: “Y los Dioses prepararon la tierra para que produjera seres vivientes.” “Y los Dioses tomaron consejo entre sí y dijeron: ‘Descendamos y formemos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza’”, etc.
Pasando por alto muchas otras expresiones del Antiguo Testamento que transmiten la idea de la existencia de una pluralidad de Dioses, tomo el prefacio del evangelio según San Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios.” Generalmente se acepta que el “Verbo” aquí mencionado como estando con Dios en el principio es Jesucristo. Si existiera alguna duda de que se refiere a Jesús, esta se disipa en el versículo catorce del mismo capítulo, en el cual se encuentra dicho prefacio: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
Aquí, entonces, al menos se da cuenta de dos Dioses: uno que habitaba con el otro en el principio, y uno—el Verbo—que luego vino a la tierra, se hizo carne y habitó entre los hombres, y fue conocido como Jesús de Nazaret.
Cuando Jesús—el Verbo—fue bautizado en el Jordán, al salir del agua, los cielos se abrieron, el Espíritu de Dios descendió sobre él, y he aquí una voz del cielo dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” Aquí nuevamente aparecen en escena dos Dioses: el “Verbo” y, sin duda, el Dios con quien el “Verbo” había morado en el principio. En otras palabras, aquí estaban Dios el Padre y Dios el Hijo, ambos presentes, aunque distintos y separados—dos Dioses.
En el saludo a las siete iglesias de Asia, que Juan incorpora en su prefacio al Apocalipsis, dice: “Gracia y paz a vosotros… de Jesucristo, el testigo fiel… al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén.” Llamo especial atención a las palabras escritas en cursiva—”para Dios, su Padre”—las cuales solo pueden significar Dios y el Padre de Dios, lo cual ciertamente transmite la idea de una pluralidad de Dioses.
No tengo espacio aquí para considerar expresiones como—de las cuales las Escrituras están llenas—”Jehová, Dios de dioses y Señor de señores”; “Jehová, Dios de dioses, Jehová, Dios de dioses, él sabe, e Israel lo sabrá, si ha sido en rebelión”, etc.; “Dad gracias al Dios de los dioses… dad gracias al Señor de los señores”; “Y hablará palabras contra el Dios de los dioses”; “El Cordero los vencerá, porque él es Señor de señores y Rey de reyes.”
Sé que tales expresiones no tendrían valor como evidencia en esta discusión si provinieran de reyes o profetas paganos que a veces se presentan hablando en la Biblia; pero las expresiones aquí cuidadosamente seleccionadas se encuentran en labios de Moisés, de los hijos de Israel, de David, de Daniel y del apóstol Juan; y viniendo como vienen de siervos reconocidos y divinamente autorizados por Dios, son importantes no solo por apoyar sino por proclamar la idea de una pluralidad de Dioses.
“Yo y el Padre uno somos”, dijo Jesús en una ocasión. “Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle.”
Jesús—”Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?”
Los judíos—”No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios.”
Jesús—”¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois? Si él [es decir, Dios que dio la ley] llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y la Escritura no puede ser quebrantada, ¿decís vosotros de aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis.”
Obsérvese que en la conversación anterior, cuando Jesús fue acusado de hacerse Dios, no negó el cargo; sino que, por el contrario, llamó su atención al hecho de que Dios, en la ley dada a Israel, había dicho a algunos de ellos: “dioses sois.” Y además, Jesús argumentó que, si a aquellos a quienes vino la palabra de Dios se les llamó dioses en la ley judía, y la Escritura en la que ese hecho se declaraba no podía ser quebrantada—es decir, que no se podía negar ni contradecir la verdad—, ¿por qué habrían de quejarse los judíos cuando él, Cristo, quien había sido especialmente santificado por Dios el Padre, se llamaba a sí mismo Hijo de Dios?
En otra ocasión Jesús dijo a los fariseos: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?”
Fariseos—”De David.”
Jesús—”¿Cómo, pues, David en espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?”
Los fariseos no pudieron responderle, ni se atrevieron a interrogarle más. Todo lo que me interesa en este pasaje es observar que un Dios está representado diciendo a otro: “Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”, y eso prueba claramente la existencia de más de un Dios.
No se puede citar autoridad más alta en apoyo de ninguna doctrina teológica. Estas conversaciones de Jesús con los judíos prueban tan completamente que Jesús mismo enseñó la existencia de una pluralidad de Dioses, que no puede haber duda al respecto.
Se me dirá, sin embargo, que Pablo dice expresamente: “No hay más que un solo Dios.” Esa declaración, tomada por sí sola, parecería concluyente; pero considerada en relación con su contexto, que la explica, se hallará en armonía con todos los pasajes aquí presentados para probar una pluralidad de Dioses. La declaración citada está seguida inmediatamente de estas palabras: “Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, ya sea en el cielo, o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), para nosotros, sin embargo, solo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él.”
De esto se desprende que hay muchos que se llaman dioses, tanto en el cielo como en la tierra. Si la referencia a “muchos dioses y muchos señores” se hubiera limitado a los que se llaman así en la tierra, se podría debilitar el argumento al suponer que se refiere a los falsos dioses de los paganos; pero cuando se nos dice que los hay tanto en el cielo como en la tierra, lo cual entiendo que implica que hay quienes son llamados dioses en ambos lugares, los cristianos no podrán afirmar que los muchos dioses mencionados como existentes en el cielo sean falsos dioses.
Sin embargo, el apóstol enseña que para nosotros hay un solo Dios, el Padre; y un solo Señor, Jesucristo. Eso mismo enseñó el profeta José Smith. Él enseñó que hay un solo Dios a quien es propio rendir honra divina en adoración—Dios el Padre, el Padre de Jesucristo, y del cual el Espíritu Santo es testigo. Y estos tres, según las enseñanzas del gran profeta moderno, como en las Escrituras judías, constituyen una sola Deidad, o Gran Presidencia, a quien únicamente el hombre debe rendir adoración. Pero esto no elimina la existencia de muchos otros Dioses y Señores que viven y reinan en otros universos y mundos, más de lo que se elimina la existencia de otros reyes y emperadores de este mundo cuando decimos que para un súbdito británico solo hay un soberano a quien debe lealtad.
Si se sustituyera la frase “Gran Presidencia” por “Deidad”, y “Presidente” por “Dios”, tendríamos una nomenclatura que transmitiría ideas más correctas sobre los Dioses que la que se usa comúnmente. ¿Cómo, entonces, se elevarían las enseñanzas del profeta José respecto a los Dioses para coincidir con las concepciones sobre la magnitud y extensión del universo, tanto como la conocen actualmente nuestros científicos como la ha revelado el profeta? Una infinidad de mundos y sistemas de mundos, ascendiendo uno sobre otro en esplendor creciente, en el espacio ilimitado y la duración eterna, tendría como concomitante una línea interminable de hombres exaltados para presidir sobre ellos y dentro de ellos como Sacerdotes, Reyes, Patriarcas, Dioses. Y no hay confusión, desorden ni lucha en sus vastos dominios; pues todos gobiernan según el mismo principio justo que caracteriza el gobierno de Dios el Padre. Los Dioses han alcanzado aquella excelencia por la que oró Jesús en favor de sus apóstoles y de los que creerían en su palabra, cuando dijo:
“Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, así como nosotros… No ruego solo por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros… Y la gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.”
Si esa oración no contempla que los apóstoles y quienes crean en sus palabras lleguen a ser como Dios el Padre y Jesucristo, compartiendo su gloria y su poder; siendo uno con ellos como ellos son uno entre sí, llegando a ser como ellos—Dioses—, entonces su lenguaje carece de significado, y es una burla vacía, el verborreo de alguien que no sabía lo que decía. Pero Jesús sabía por qué oraba; y sabía que no estaba pidiendo lo inalcanzable para sus apóstoles ni para los que creerían en sus palabras. Solo pedía para ellos aquella gloria, excelencia y exaltación que muchos ya habían alcanzado en otros mundos.
Digo que los Dioses han alcanzado esa excelencia de unidad por la cual oró Jesús, y ya que los Dioses la han alcanzado, y todos gobiernan sus mundos y sistemas de mundos por el mismo espíritu y sobre los mismos principios, hay una unidad en su gobierno que lo hace uno, así como ellos son uno. Dejen que mundos y sistemas de mundos, galaxias de sistemas y universos se extiendan como quieran a lo largo del espacio ilimitado: José Smith ha revelado la existencia de un gobierno que, aunque caracterizado por la unidad, es coextensivo con ellos. Que la duración, en cuanto al pasado, no tenga principio—sin embargo, José Smith ha revelado la gran verdad de que, en esa duración sin comienzo, ha existido siempre una sucesión interminable de hombres exaltados, llamados Dioses. Que la duración, en cuanto al futuro, no tenga fin—que el fin del tiempo esté tan remoto como el principio, lo cual es cierto, pues ninguno existe—, aun así, José Smith ha revelado la gran verdad de que, en ese futuro eterno, se crearán nuevos mundos, sistemas de mundos y universos a partir del inagotable depósito de materia eterna, y serán el hogar de la posteridad siempre creciente de los Dioses. Que nadie tema—hay espacio suficiente en el infinito para todo este multiplicarse y aumentar. Que nadie tema—hay materia suficiente para todos estos mundos y sistemas de mundos, en el depósito inagotable de materia eterna distribuida por el espacio ilimitado. Que nadie tema—hay tiempo suficiente en la duración infinita para lograr todo lo que Dios ha decretado por medio de su profeta respecto a la perfección y exaltación de nuestra raza.
Y esta exaltación del hombre no resta majestad ni exaltación a los Dioses. La doctrina de José Smith no degrada a la Deidad; simplemente señala la futura exaltación del hombre. La gloria de Dios no consiste en estar solo en su grandeza, sino en compartir esa grandeza, su inteligencia y su gloria con otros. Es un caso en que cuanto más se da, más rico se vuelve quien da, porque ensancha constantemente el círculo de su propio poder y dominio. Así como la gloria de los padres terrenales aumenta al tener hijos bellos e inteligentes, capaces de alcanzar la misma inteligencia, desarrollo y posición que sus padres, así también la gloria del Padre Celestial—Dios—se acrecienta al tener hijos que lleguen al mismo honor y exaltación que él, y que sean dignos de compartir su poder, su gloria y su dominio eterno.
¡Qué gloria hay aquí! ¡Qué honor! ¡Qué exaltación! ¡Qué tronos, principados, reinos, dominios, poderes! ¡Qué incentivo para vivir rectamente! ¡Qué ánimo para luchar contra las debilidades y hacer guerra por la rectitud contra la carne, el mundo y el diablo! Bien puede decir el apóstol, al hablar de esta doctrina: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él [Cristo] es puro.”
Esta es la doctrina del gran profeta moderno, José Smith—el testimonio del Nuevo Testigo de Dios. Y en la sublimidad de la doctrina; en su grandeza; en las nobles aspiraciones que inspira en el alma del hombre su contemplación, puede verse la evidencia de inspiración divina en aquel que la reanunció al mundo.
























