Capítulo 31
La evidencia del martirio
La prueba más elevada que un hombre puede dar a otro de su amistad es que sacrifique su vida por él. “Nadie tiene mayor amor que este”, dijo Jesús, “que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Cuando un hombre hace eso, da todo lo que posee y, por tanto, no puede dar más. La mayor prueba de sinceridad que un hombre puede ofrecer a sus semejantes—la prueba más alta de que ha dicho la verdad en un caso determinado—es que persevere en ello hasta la muerte y selle su testimonio con su sangre. Cuando hace eso, pone el sello más rotundo posible sobre aquello de lo que testificó y, desde entonces, la verdad de la que dio testimonio debe tener vigencia en todo el mundo.
Tan importante se volvió tal testimonio a los ojos de Pablo, que dijo: “Porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador. Porque el testamento con la muerte se confirma; pues no es válido entre tanto que el testador vive” (Hebreos 9:16–17). A la luz de este principio, y al considerar la importancia del gran testimonio que él ofrecía al mundo, no debe sorprender que se llamara a José Smith a poner el gran sello del martirio a la obra de su vida. Probablemente se habría considerado que su obra quedaba incompleta si esto hubiese faltado; pero ahora no es así: su carácter como profeta quedó plenamente consumado al caer como mártir bajo el fuego asesino de una turba en Carthage, en el estado de Illinois.
Las circunstancias que rodearon la muerte del profeta, resumidas brevemente, son las siguientes: La extrema amargura de sus enemigos culminó en la primavera y principios del verano de 1844 con una acusación contra él, en calidad de alcalde de Nauvoo, y contra algunos miembros del Concejo Municipal, por disturbio público al suprimir en el ejercicio de su cargo un periódico difamatorio y calumnioso conocido como el Nauvoo Expositor. Un tal Sr. Morrison, juez de paz en Carthage, emitió una orden de arresto contra José Smith y el Concejo Municipal, haciéndola efectiva ante él mismo “u otro juez de paz”. José Smith y el Concejo, al estar seguros de que era peligroso ir a Carthage, insistieron en ser llevados ante “otro juez de paz”, como lo permitía la orden. El alguacil se negó a aceptar esto, por lo que los detenidos solicitaron un recurso de habeas corpus ante el tribunal municipal de Nauvoo. Se concedió la audiencia y el caso fue desestimado. Sin embargo, posteriormente, a petición del juez Thomas, juez del circuito judicial que incluía Nauvoo, José y el Concejo Municipal aceptaron un nuevo juicio por el mismo cargo ante el juez de paz D. H. Wells, y fueron nuevamente absueltos. Pero los enemigos del profeta declararon que la conducta del alcalde y el Concejo Municipal constituía una resistencia a la ley, y usaron eso para influir en la opinión pública contra los santos.
Se reunieron turbas alrededor de Carthage y comenzaron actos de violencia como secuestros, azotes y otros abusos contra los santos que vivían en distritos periféricos de Nauvoo. Para protegerse, las personas atacadas huyeron a Nauvoo, lo que se difundió como si se estuvieran concentrando fuerzas mormonas. El gobernador del estado, Thomas Ford, fue mantenido al tanto por las autoridades de la ciudad de todo lo que acontecía en Nauvoo. Al preguntarle qué curso de acción seguir en caso de que una turba armada atacara la ciudad, respondió que José Smith era teniente general de la Legión de Nauvoo, y que era su deber proteger la ciudad y sus alrededores, y emitió órdenes en ese sentido. Así, declarado, calificado y autorizado por el gobernador del estado, se convocó a la Legión de Nauvoo y se tomaron medidas para defender la ciudad; y como las fuerzas de la turba se volvían cada día más atrevidas, Nauvoo fue finalmente puesta bajo ley marcial.
Mientras tanto, las fuerzas de la turba eran activas en difundir tergiversaciones al gobernador, hasta que, finalmente, en su perplejidad, resolvió visitar personalmente los lugares de disturbios, y con ese fin fue a Carthage. Allí fue recibido por una delegación de Nauvoo—el élder John Taylor y el Dr. John M. Bernhisel—quienes representaban al alcalde y al Concejo Municipal. Ellos le presentaron una exposición completa del caso y todos los documentos correspondientes. El gobernador opinó que, para demostrar al pueblo que los santos estaban dispuestos a someterse a la ley, lo mejor sería que José Smith y todos los implicados en la destrucción del Expositor fueran a Carthage para un examen. El élder Taylor llamó la atención del gobernador al hecho de que ya habían sido juzgados por dos tribunales competentes y absueltos; que habían cumplido la ley en todos sus aspectos, y que sus enemigos albergaban intenciones asesinas y solo estaban usando este asunto para atrapar a José Smith. Sin embargo, el gobernador insistió en que lo apropiado era que el profeta fuera a Carthage.
Entonces el élder John Taylor declaró que, debido a la agitación existente, sería extremadamente peligroso para José Smith y sus amigos ir a Carthage; que ellos tenían hombres y armas para defenderse, pero que si sus fuerzas y las del enemigo llegaban a estar en estrecha proximidad, lo más probable sería un enfrentamiento. En respuesta a esto, el Gobernador “nos aconsejó encarecidamente,” dice el élder Taylor, “que no lleváramos nuestras armas, y empeñó su palabra como Gobernador, y la fe del Estado, de que seríamos protegidos, y que él garantizaría nuestra completa seguridad.”
Tan pronto como la delegación regresó de Carthage, se convocó una reunión entre el profeta y algunos de sus amigos, y se consideraron las exigencias del Gobernador. Finalmente se determinó que sería inseguro para el profeta José ir a Carthage, y él mismo sintió la inspiración de dirigirse al oeste. Esa noche cruzó el río Misisipi, y esperaba continuar su viaje tan pronto como se perfeccionaran los arreglos necesarios.
Algunos de los “amigos” del profeta, al enterarse de su decisión de abandonar Nauvoo y buscar un refugio para la Iglesia en el oeste, lo acusaron de ser como el pastor infiel que, cuando los lobos se acercaban al rebaño, huía. Le suplicaron que regresara y se entregara, confiando en las promesas del Gobernador de un juicio justo. Influenciado por estas súplicas, y dolido por la acusación de cobardía proveniente de aquellos que debieron haber sabido mejor y haberle ayudado a huir, el profeta dijo: “Si mi vida no tiene valor para mis amigos, tampoco la tiene para mí.” Y contra su propio mejor juicio, y con la convicción en el alma de que sería asesinado, resolvió regresar. Rogó a su hermano Hyrum que lo dejara, pero nada pudo inducir a Hyrum a abandonar al profeta. Habiendo estado a su lado durante casi todas las tormentas de su carrera, no estaba en la naturaleza de Hyrum Smith abandonar al profeta en la hora más oscura de su vida.
Al llegar a Nauvoo, el profeta envió de inmediato un mensaje al gobernador Ford para informarle que estaría en Carthage al día siguiente. A la mañana siguiente, el profeta y un grupo de sus amigos partieron hacia Carthage. En el camino se encontraron con el Capitán Dunn, un oficial de la milicia del estado, que traía una requisición del Gobernador para que se entregaran las armas del estado que estaban en posesión del pueblo de Nauvoo. Él rogó encarecidamente al profeta que regresara a Nauvoo con él, pensando sin duda que su tarea sería más fácil si el profeta estaba presente, y José Smith accedió a la solicitud. Fue en esa ocasión, al encontrarse con la compañía del Capitán Dunn, a unas cuatro o cinco millas de Carthage, que José pronunció estas palabras proféticas:
“Voy como un cordero al matadero, pero estoy tan tranquilo como una mañana de verano. Tengo la conciencia limpia ante Dios y ante todos los hombres. Moriré inocente, y aún se dirá de mí: ‘fue asesinado a sangre fría.’”
Hyrum Smith, esa mañana antes de salir de Nauvoo, y a pesar de una aparente actitud alegre, también dejó evidencia de que el destino que aguardaba a su hermano y a él mismo en Carthage ya se había prefigurado en su mente. Leyó un pasaje en el Libro de Mormón, cerca del final del capítulo doce de Éter:
“Y aconteció que oré al Señor para que concediera a los gentiles gracia, a fin de que tuvieran caridad; y aconteció que el Señor me dijo: Si no tienen caridad, no te importa, tú has sido fiel; por tanto, tus vestidos serán hechos limpios. Y porque has visto tu debilidad, serás fortalecido hasta sentarte en el lugar que he preparado en las mansiones de mi Padre. Y ahora, me despido de los gentiles, sí, y también de mis hermanos a quienes amo, hasta que nos encontremos ante el tribunal de Cristo, donde todos los hombres sabrán que mis vestidos no están manchados con vuestra sangre.”
En ese pasaje dobló la hoja, y allí permanece hasta el día de hoy, testigo silencioso de que él también sabía que iba “como un cordero al matadero.”
Las armas del estado fueron aseguradas conforme a la requisición del Gobernador Ford, y el profeta y sus amigos, acompañados por la compañía de milicia del Capitán Dunn, emprendieron nuevamente el camino hacia Carthage, adonde llegaron alrededor de la medianoche. Una compañía de milicianos acampada en la plaza pública—los Carthage Greys—fue despertada por el paso de la comitiva, y expresó amenazas ominosas y una andanada de maldiciones.
A la mañana siguiente, José Smith y varios miembros del Concejo Municipal de Nauvoo comparecieron ante un juez de paz en Carthage, y fueron obligados a comprometerse a comparecer ante el tribunal de circuito en su próxima sesión, acusados de disturbio público. Sin embargo, tan pronto como este asunto fue resuelto, José y Hyrum Smith fueron arrestados por una acusación de traición contra el estado, presentada por Henry O. Norton y Augustine Spencer—hombres sin carácter alguno y cuyas palabras eran absolutamente poco fiables. Fueron encarcelados arbitrariamente, quedando así completamente a merced de sus enemigos. Los amigos del profeta protestaron ante el Gobernador por tal trato, pero fue en vano. El gobernador Ford lamentó que la situación hubiera ocurrido—no creía en la acusación, pero pensaba que lo mejor era dejar que la ley siguiera su curso.
Al día siguiente, 26 de junio, hubo una larga entrevista entre el profeta y el gobernador en la cárcel. José relató todas las dificultades que habían surgido en Nauvoo y explicó y defendió sus acciones y las de sus asociados. Al concluir la conversación, el profeta dijo: “Gobernador Ford, no pido nada que no sea legal; tengo derecho a esperar protección al menos de usted; porque, al margen de la ley, usted ha empeñado su palabra y la del estado para protegerme, y deseo ir a Nauvoo.” “Y usted tendrá protección, general Smith,” respondió el Gobernador. “No hice esta promesa sin consultar a mis oficiales, quienes todos empeñaron su honor para cumplirla. No sé si iré mañana a Nauvoo, pero si voy, lo llevaré conmigo.”
Al día siguiente—el siempre memorable 27 de junio—el Gobernador rompió la promesa que había hecho a José Smith el día anterior, a saber: que si iba a Nauvoo, lo llevaría con él. Disolvió la milicia, excepto una pequeña compañía que destinó para acompañarlo a Nauvoo, y dejó a los Carthage Greys, una compañía compuesta por los peores enemigos del profeta y sus amigos, como los encargados de custodiar a los prisioneros. Era comentario público entre los miembros de la milicia disuelta que se alejarían solo un poco del pueblo y que, después de que el Gobernador partiera hacia Nauvoo, regresarían y matarían al profeta. Cuando Dan Jones, uno de los élderes de la Iglesia que escuchó tales amenazas, informó de esto al Gobernador, este le respondió que estaba siendo demasiado ansioso por la seguridad de sus amigos.
Los acontecimientos de ese día demostraron que las amenazas de los enemigos del profeta no eran vanas. Alrededor de las cinco de la tarde, la cárcel fue súbitamente rodeada por una turba armada, compuesta por entre ciento cincuenta y doscientas personas. Forzaron las puertas de la prisión y asesinaron sin piedad a los hermanos Smith. Hyrum fue el primero en ser herido de muerte, y cayó diciendo tranquilamente: “¡Estoy muerto!” Por un momento, el profeta se inclinó sobre el cuerpo caído de Hyrum, y exclamó: “¡Oh, mi pobre y querido hermano Hyrum!” Luego, levantándose de inmediato, se dirigió a la puerta entreabierta, por donde la turba disparaba sus armas, y les disparó con una pistola que Cyrus Wheelock, uno de los hermanos que lo había visitado en prisión, le había dejado esa misma mañana. Luego se apartó de la puerta e intentó saltar por la ventana; al hacerlo, fue herido de bala y cayó al suelo, exclamando: “¡Oh Señor, Dios mío!” Un terror instantáneo se apoderó de sus asesinos y huyeron.
Junto al brocal del pozo, justo debajo de la ventana desde la cual había medio saltado, medio caído—se extinguieron los últimos instantes de la vida del joven profeta, y una alma más fue añadida al número de los que están debajo del altar “que fueron muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían.” (Apocalipsis 6:9)
José Smith era inocente de todo crimen; su muerte fue el resultado directo de la amarga y constante persecución que lo siguió desde el momento en que el Señor se le apareció por primera vez y lo hizo profeta para las naciones; y con su muerte, tan trágica y tan conmovedora, puso un sello indiscutible al mensaje que llevaba al mundo—un sello que hace que su testimonio tenga fuerza vinculante—”Porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador; porque el testamento con la muerte se confirma” (Hebreos 9:16–17). ¡El profeta no cayó en vano! ¡No fue en vano que su sangre tiñera de rojo el suelo del gran estado de Illinois! Fue apropiado que el profeta de la gran Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos completara su obra sellando su testimonio con su sangre, para que su clamor de mártir—“¡Oh Señor, Dios mío!”—se uniera al clamor de tantos profetas que, como él, fueron enviados a testificar de Dios.
Mi tarea llega a su fin—y sin embargo, me despido de ella con pesar más que con alegría; porque he aprendido a amar este tema sagrado; y ahora que debo considerarlo una tarea concluida, en vez de tenerlo como dulce compañero de mis pensamientos, afanes y gozo diarios, me causa más tristeza que felicidad, y me despido de él como de un querido amigo cuyas afecciones, intereses y vida misma se han entrelazado con los míos. Además, sé que este libro sale a un mundo que le tendrá poca simpatía, y puede que lo espere un trato tan áspero como el que se dio al Nuevo Testigo de Dios, a quien esta obra reivindica, pues da testimonio de la divinidad de su misión. Pero sea cual sea la acogida que reciba este libro—trato duro o indiferencia fría—el autor está convencido de que llegará el día en que el mundo escuchará con respeto el mensaje proclamado por José Smith.
Y ahora permíteme concluir: es un hecho; el mundo necesitaba un Nuevo Testigo de Dios; la Iglesia de Cristo fue destruida; hubo una apostasía del cristianismo tan completa y universal que fue necesario una nueva dispensación del evangelio; los antiguos profetas de Dios predijeron el surgimiento, en los últimos días, de una nueva dispensación del evangelio—que sería predicado a todo el mundo; Dios ha enviado a su ángel con esa nueva dispensación del evangelio; Dios levantó un Nuevo Testigo para sí mismo y lo comisionó divinamente para predicar el evangelio, administrar sus ordenanzas y hablar en su nombre, y ha dado al mundo abundante evidencia de la autoridad divina y la inspiración de ese Testigo—
EL PROFETA JOSÉ SMITH.
























