Capítulo 8
Argumentos Católicos—admisiones protestantes
Pero ¿qué hay del argumento católico de que ha existido una línea ininterrumpida de autoridad desde Pedro hasta León XIII; y que, paralelamente con esa línea de autoridad, ha continuado todo lo esencial del Evangelio, tanto en doctrina como en ordenanzas? Mi respuesta es: “¿De qué sirve el argumento frente a hechos que lo contradicen?” Los hechos tanto de la historia como de la profecía están en contra de la afirmación de que ha existido tal línea de autoridad divina, acompañada de una continuación de todos los elementos esenciales del Evangelio; y, por lo tanto, el argumento carece de valor. Pero, para que podamos ver cuán débil es el argumento en sí, examinémoslo.
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo… y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Sobre este pasaje, los escritores católicos comentan: “Ahora bien, el hecho ha demostrado… que los propios apóstoles sólo iban a vivir el tiempo ordinario de la vida del hombre; por tanto, la comisión de predicar y ministrar, junto con la promesa de la asistencia divina, concierne a los sucesores de los apóstoles no menos que a los propios apóstoles. Esto prueba que debe haber existido una serie ininterrumpida de tales sucesores de los apóstoles en cada época desde su tiempo; es decir, sucesores en sus doctrinas, en su jurisdicción, en sus órdenes y en su misión”.
El cardenal Gibbons, comentando el mismo pasaje, dice: “Esta frase contiene tres declaraciones importantes: 1º, la presencia de Cristo con Su Iglesia, ‘he aquí, yo estoy con vosotros’; 2º, su presencia constante, sin intervalo de un solo día de ausencia, ‘estoy con vosotros todos los días’; 3º, su presencia perpetua hasta el fin del mundo, y, por consiguiente, la duración perpetua de la iglesia, ‘hasta la consumación del mundo’. De ello se sigue que la verdadera iglesia debe haber existido desde el principio; no debe haber tenido ni un solo día de interrupción, ni separación de Cristo, y debe perdurar hasta el fin de los tiempos”.
En cuanto a la conclusión a la que aquí se llega, basta con decir que se basa en una suposición. Veamos nuevamente el pasaje en el que se basa el argumento, en su contexto:
“Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado. Y cuando le vieron, le adoraron; pero algunos dudaban. Y Jesús se acercó y les habló, diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones… y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
Se verá que la promesa fue hecha a los once apóstoles, no a la iglesia. Decir que esta promesa “concierne a los sucesores de los apóstoles no menos que a los propios apóstoles” es una suposición no justificada por el texto; y es sobre esa suposición que el reverendo John Milner y otros escritores católicos basan sus conclusiones de que la palabra de Jesús garantiza una continuación ininterrumpida de Su iglesia en la tierra.
El argumento del cardenal Gibbons es aún peor que el del Dr. Milner. Él dice que la promesa de Jesús a los apóstoles contiene tres declaraciones importantes, la primera de las cuales es: “La presencia de Cristo con Su iglesia”. Esto es peor que una suposición. El erudito cardenal ha escrito “iglesia”, donde debió escribir “apóstoles”; y por lo tanto la conclusión a la que llega—es decir, la duración perpetua de la iglesia—se basa en una afirmación incorrecta; y como las premisas sobre las que se basa el argumento son falsas, la conclusión también lo es.
El argumento de los católicos se considera invulnerable, porque la promesa de Jesús de estar con los apóstoles hasta el fin del mundo sería imposible de cumplir, a menos que “concierna a los sucesores de los apóstoles no menos que a los propios apóstoles”. Pero estar con sus sucesores no es estar con los apóstoles. Por lo tanto, el recurso que han ideado los católicos para cumplir esta promesa del Señor falla por completo en su propósito. Además, no hay necesidad de tal recurso para explicar cómo podría cumplirse la promesa de Jesús. “En la casa de mi Padre”—dijo Él dirigiéndose a estos mismos hombres—”muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo esté, vosotros también estéis”. Y allí están ellos con Jesús, en el lugar que Él preparó para ellos, y continuarán con Él hasta el fin del mundo.
Igualmente erróneo es el argumento católico sobre la continuación ininterrumpida de la iglesia de Cristo en la tierra, basado en el pasaje del capítulo dieciséis de Mateo, cuando Jesús, en el curso de una conversación con Pedro, le dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. En una nota al pie sobre este pasaje, en la Biblia Douay—la versión aceptada por la Iglesia Católica—se lee: “Por esta promesa estamos plenamente asegurados de que ni la idolatría, ni la herejía, ni ningún error pernicioso prevalecerá en ningún momento contra la iglesia de Cristo”. “Nuestro bendito Señor indica claramente aquí”—dice el cardenal Gibbons—”que la iglesia está destinada a ser asediada siempre, pero a no ser vencida jamás”.
El argumento de los católicos es que si tuvo lugar la gran apostasía—la cual, como hemos visto, está claramente predicha en las Escrituras y, como creo, confirmada por los hechos ya presentados al lector en este volumen—entonces la promesa expresa de Jesucristo de que las puertas del infierno no prevalecerían contra Su iglesia ha fracasado. “Si la predicción de nuestro Salvador sobre la preservación de Su iglesia del error es falsa, entonces Jesucristo no es Dios, ya que Dios no puede mentir. Ni siquiera es un profeta, pues predijo falsedades. Más aún, es un impostor, y todo el cristianismo es un miserable fracaso y un gran engaño, ya que se basa en un falso profeta.”
Este argumento y su conclusión se basan en una concepción demasiado limitada de la Iglesia de Cristo. Esa Iglesia existe no sólo en la tierra, sino también en el cielo; no sólo en el tiempo, sino en la eternidad. No ha sido vencida simplemente porque los hombres en la tierra se hayan apartado de ella; hayan corrompido sus doctrinas, cambiado sus ordenanzas y transgredido sus leyes. La Iglesia de Cristo en los cielos, compuesta por “una multitud innumerable de ángeles—la congregación general y la iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos—”ha estado muy por encima del alcance de los poderes del infierno; y, en última instancia, aquí en la tierra será triunfante. Para repetir una ilustración que ya he usado: la verdad puede perder una batalla, puede perder dos o tres, y sin embargo salir victoriosa en la guerra. Así sucede con la Iglesia de Cristo: muchos de los inscritos como sus miembros pueden ser abatidos por la cruel persecución; los que quedan pueden capitular ante el enemigo, y mediante compromisos traicionar la causa de Cristo y exponerlo a vituperio público. El reposo y el lujo—recompensas de dicha perfidia—pueden traer tales oleadas de maldad que apenas se halle virtud entre los hombres, y que no se encuentre lugar permanente en la tierra para la Iglesia del Redentor. Sin embargo, esa Iglesia aún existe en los cielos, en toda la gloria de la congregación de los primogénitos; y de tiempo en tiempo se enviará desde allí una dispensación tras otra del evangelio a los hijos de los hombres, hasta que se halle un pueblo que permanezca fiel a todas sus doctrinas, acepte sus ordenanzas, obedezca sus preceptos, preserve sus instituciones, y la Iglesia de Cristo llegue a ser triunfante en todas partes, tanto en la tierra como en el cielo. La promesa del Señor Jesús no fallará: las puertas del infierno no prevalecerán finalmente contra su Iglesia.
La fe del lector en este punto de vista sin duda se fortalecerá si le recuerdo que la apostasía sostenida en las páginas anteriores no es la primera vez en la experiencia del hombre que el evangelio ha sido quitado de entre ellos. Está escrito por Pablo que: “previendo la Escritura que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham.” Un poco más adelante el apóstol pregunta: “¿Entonces para qué sirve la ley?” Refiriéndose a la ley de Moisés. Es decir, si el evangelio fue predicado a Abraham, ¿para qué servía la ley de Moisés? Su respuesta es: “Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa… De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe.”
Habiendo, en el capítulo tres de su epístola a los Hebreos, hecho referencia al trato de Dios con los hijos de Israel en el desierto, y habiendo en el primer versículo del capítulo cuatro advertido a los santos contra pecados similares a los cometidos por Israel, Pablo dice: “Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos [el antiguo Israel]; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron.” La única conclusión que puede extraerse de estos pasajes es esta: en tiempos muy antiguos el Evangelio fue introducido entre los hombres; pero debido a su falta de disposición o capacidad para guardar sus leyes y vivir conforme a sus preceptos—”a causa de la transgresión”—fue quitado de entre ellos. Dios, sin embargo, no queriendo dejar a sus hijos completamente sin luz, les dio una ley menos elevada—la ley de los mandamientos carnales. Una ley más adecuada a su condición, con formas y ceremonias que prefiguraban lo por venir, diseñada para ser un ayo que llevara al pueblo a Cristo.
Quitar el evangelio de la tierra, entonces, no es algo nuevo; no es algo peculiar a los primeros siglos de la era cristiana. Ya había ocurrido antes, cuando la transgresión llevó al pueblo a apartarse de sus ordenanzas y a desatender sus preceptos. Así también, después de la introducción del evangelio mediante el ministerio personal del Hijo de Dios, cuando los hombres transgredieron sus leyes, y corrompieron sus enseñanzas y ordenanzas con sus vanas y necias fantasías, o con sus esfuerzos por modificarlo para hacerlo aceptable a una nación pagana, a causa de la transgresión, fue quitado de entre ellos. No de forma abrupta. No en el sentido de que los cristianos se acostaran una noche en el siglo tercero siendo buenos y fieles santos, y despertaran a la mañana siguiente despojados del evangelio y convertidos en paganos. No; sino que, a medida que los ancianos y obispos que poseían autoridad divina fueron destruidos por la persecución, o murieron por causas naturales, y que el pueblo, con cada generación sucesiva, se volvía peor y menos digno del evangelio, los falsos maestros—sin autoridad de Dios—usurparon el poder, corrompieron el evangelio y la iglesia, hasta que lo falso desplazó a lo verdadero, y el anticristo se sentó en el templo de Dios.
No quedó más que fragmentos del evangelio: aquí una doctrina y allá un principio, como piedras sueltas caídas y rodadas desde un muro en ruinas; pero sin que nadie supiera dónde encajaban en la estructura, y con tantas piedras faltantes que reconstruir el muro con lo que queda es imposible.
Los relatos fragmentarios del evangelio, tal como los registraron algunos de los apóstoles y sus colaboradores, es todo lo que le quedó al mundo. ¡Todo! Pero esto era mucho. Ha servido al pueblo desde los días de la gran apostasía así como la ley de los mandamientos carnales sirvió a Israel después de la transgresión que motivó que el evangelio les fuera quitado. Esos fragmentos de la verdad, por desconectados que estén, han sido como la luz de la luna y las estrellas para el viajero nocturno; no la luz del sol, ciertamente, que ilumina con claridad el camino, pero sí una luz que, aunque tenue, es mejor que la oscuridad total; y que, confío, aún conducirá a muchos de los hijos de nuestro Padre hacia la luz solar del evangelio restaurado de Cristo.
No será necesario examinar extensamente el argumento protestante, a saber: que el evangelio había sido corrompido y sepultado bajo los escombros de la idolatría durante siglos—es cierto—pero que los “Reformadores” del siglo XVI despejaron los escombros y sacaron nuevamente a la luz el evangelio, y restauraron la Iglesia de Cristo con toda su simplicidad de organización y eficacia de poder. Sobre esto, basta con decir que, habiendo sido quitado el evangelio de la tierra y perdida la autoridad divina, la única forma de que fueran restaurados es mediante la reapertura de los cielos y la entrega de una nueva dispensación a los hombres. Como esto responde al argumento, solo es necesario probar que los protestantes admiten la apostasía.
Lutero dijo de sí mismo: “Al principio, estaba solo.” Calvino, en su epístola, afirma: “Los primeros protestantes se vieron obligados a romper con todo el mundo.”
El editor de La decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon, el reverendo H. H. Milman, un clérigo protestante, escribe en el prefacio de dicho libro: “Es inútil, es deshonesto negar o disimular las primeras corrupciones del cristianismo, su alejamiento gradual y acelerado de su simplicidad primitiva, y más aún de su espíritu de amor universal.”
El lector ya conoce la declaración de Wesley de que los cristianos se habían vuelto paganos nuevamente y que sólo conservaban una forma muerta de fe.
En el Diccionario Bíblico de Smith—obra avalada por sesenta y tres eruditos y teólogos—se lee lo siguiente: “No debemos esperar ver la Iglesia de Cristo existente en su perfección sobre la tierra. No se la encuentra así perfecta, ni en los fragmentos reunidos de la cristiandad, ni mucho menos en alguno de esos fragmentos.”
Roger Williams se negó a continuar como pastor de la iglesia bautista más antigua de América, con el argumento de que no existía en la tierra ninguna iglesia debidamente constituida, ni ninguna persona autorizada para administrar ordenanza alguna; “ni puede haberla hasta que sean enviados nuevos apóstoles por la gran cabeza de la iglesia, a cuya venida estoy aguardando.”
Alexander Campbell, fundador de la secta de los “Discípulos de Cristo”, declara: “El significado de esta institución (el reino de los cielos) ha estado sepultado bajo los escombros de la tradición humana durante cientos de años. Se perdió en la Edad Oscura y no ha sido desenterrado sino hasta hace poco.”
Y finalmente, la más grande de todas las sectas protestantes, la Iglesia de Inglaterra, en su homilía Sobre los peligros de la idolatría, dice: “Laicos y clérigos, instruidos e ignorantes, todas las edades, sectas y clases han estado sumergidas en una abominable idolatría, sumamente detestada por Dios y condenatoria para el hombre, durante ochocientos años o más.”
























