Capítulo 25
Evidencias externas indirectas — antigüedades americanas. Consideraciones preliminares (continuación)
III — Sobre la Probabilidad de Intercambio entre los Hemisferios Oriental y Occidental Durante las Épocas Jaredita y Nefita
Otra observación debería hacerse en estas consideraciones preliminares, a saber: No puede estar en conflicto con el Libro de Mormón admitir que la costa noreste de América haya sido visitada por los nórdicos en el siglo X, o que aventureros celtas hayan llegado a América incluso en una fecha anterior, aunque posterior al cierre del período nefita. Incluso podría ser posible que migraciones llegaran por medio de las islas del Pacífico a las costas occidentales de América.
Creo que es indiscutible que han existido migraciones desde el noreste de Asia hacia las regiones más septentrionales de América del Norte, por medio del estrecho de Bering, donde los continentes de Asia y América del Norte están separados por apenas treinta y seis millas de océano. Las razones para esta creencia son, primero, una identidad racial positiva entre los esquimales de América del Norte y los esquimales del norte de Asia; y segundo, una clara distinción racial entre los esquimales y los indígenas americanos de todas las demás partes de América del Norte.
Ninguna de estas migraciones es imposible ni siquiera improbable, aunque debe señalarse de paso que las pruebas para al menos algunas de ellas no descansan sobre evidencia histórica.
Si la teoría de que en tiempos antiguos los fenicios y sus colonos, los cartagineses, tuvieron contacto con las costas de América es verdadera o no, no lo puedo determinar. La evidencia histórica es insuficiente para justificar una opinión concluyente; y tampoco mi tratado sobre el tema en cuestión requiere una consideración extensa de este punto. Bastará con decir que, si existió tal contacto, tanto los registros nefitas como los jareditas del Libro de Mormón son silenciosos al respecto.
Sin embargo, debe admitirse que los registros que poseemos actualmente, especialmente el de los jareditas, son historias muy limitadas de estos pueblos. Todo lo que podemos decir es que no se menciona dicho contacto en los registros disponibles, y aun así es posible que embarcaciones fenicias hayan visitado algunas partes de las extensas costas del mundo occidental, y que tales eventos no hayan recibido mención en los registros jareditas o nefitas que conocemos.
Igualmente innecesario me resulta investigar si los antiguos habitantes de América “descubrieron Europa”, como algunos sostienen que ocurrió. No es imposible que entre el fin del período nefita y el descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón, embarcaciones americanas hayan llegado a las costas europeas.
E incluso si futuras investigaciones llegaran a probar que en tiempos nefitas, o incluso jareditas, se realizaron tales viajes, no afectaría al Libro de Mormón ni a la investigación que estamos llevando a cabo. Así como se dijo en relación con los fenicios u otros pueblos que podrían haber llegado a las costas de América, también puede decirse respecto de esta otra teoría de que los americanos “descubrieron Europa”, que no se hace mención de tal evento en el Libro de Mormón.
Pero debe recordarse que, para la historia de los jareditas, solo contamos con el compendio que Moroni hizo de las veinticuatro planchas de Éter. Si tuviéramos la historia completa de los jareditas escrita por Éter, aun así sería una historia limitada de un pueblo tan grande y durante un período tan largo—dieciséis siglos—apenas un esbozo, y totalmente insuficiente para brindar una concepción clara de su grandeza nacional, la extensión de sus migraciones o la magnitud de su civilización.
Y aun así, de esta historia ya abreviada, solo poseemos un compendio, del cual Moroni nos informa que no ha escrito “ni la centésima parte”. De ahí que nuestro conocimiento sobre los jareditas y sus movimientos sea muy limitado.
Aunque nuestro conocimiento sobre los nefitas es más extenso que el que tenemos de los jareditas, debemos reconocer que también es limitado. El Libro de Mormón es, en lo fundamental, un compendio de los registros nefitas más extensos; y en el punto donde la civilización nefita alcanzó su máximo desarrollo, Mormón nos informa que:
“Ni la centésima parte de los hechos de este pueblo, sí, el relato de los lamanitas y de los nefitas, y sus guerras,
sus contiendas y disensiones, y su predicación, y sus profecías, y su navegación, y la construcción de sus barcos, y la edificación de sus templos, y de sus sinagogas y de sus santuarios, y su rectitud, y su maldad, y sus asesinatos, y sus robos, y sus saqueos, y toda clase de abominaciones y prostituciones, pueden ser contenidas en esta obra.”
Repito entonces: incluso en tiempos jareditas y nefitas pudieron haberse realizado viajes desde América hasta las costas de Europa, y sin embargo no se hace ninguna mención de ello en los registros nefitas y jareditas que conocemos actualmente.
Solo conozco una declaración en el Libro de Mormón que en cierto modo iría en contra de la probabilidad de un intercambio entre el Viejo y el Nuevo Mundo en tiempos nefitas; y esa se encuentra en el siguiente pasaje:
Y he aquí, es sabiduría que esta tierra sea aún guardada del conocimiento de otras naciones; porque he aquí, muchas naciones invadirían la tierra, de modo que no habría lugar para una herencia. Por tanto, yo, Lehi, he obtenido una promesa de que, en la medida en que aquellos a quienes el Señor Dios saque de la tierra de Jerusalén guarden sus mandamientos, prosperarán sobre la faz de esta tierra; y serán guardados de todas las demás naciones, para que posean esta tierra para sí. Y si acontece que guardan sus mandamientos, serán bendecidos sobre la faz de esta tierra, y no habrá quien los moleste, ni les arrebate la tierra de su herencia; y morarán seguros para siempre.
Esto fue declarado en la primera mitad del siglo VI a. C. No obstante, se observará que el convenio con Lehi se basaba en la condición de que aquellos a quienes el Señor condujera a la tierra de América debían guardar sus mandamientos; una condición que fue cumplida solo en parte, incluso durante el predominio nefita; y al final fue totalmente violada tanto por nefitas como por lamanitas, y por lo tanto puede descartarse como una objeción sustancial a la idea de contacto entre el Viejo y el Nuevo Mundo, incluso durante los tiempos nefitas. Aun así, de manera general, esta tierra fue preservada para los descendientes de Lehi hasta la llegada de los españoles en los siglos XV y XVI.
IV—El Nuevo Mundo desde el Fin del Período Nefita — La Civilización Lamanita
Otras consideraciones que pueden afectar las evidencias de las antigüedades americanas respecto al Libro de Mormón surgen de las condiciones que han prevalecido en el Nuevo Mundo desde el cierre del período nefita. Lo que he llamado el período nefita termina con el comienzo del siglo V d. C., y como fue hacia finales del siglo XV que América fue descubierta por los españoles y dada a conocer a los europeos, hay mil años durante los cuales muchas cosas pudieron haber sucedido que afectaron las condiciones en América al momento de su descubrimiento por Colón; y que, en el momento de ese descubrimiento, y aún hoy, influyen —por no decir que confunden— nuestro conocimiento de las antigüedades americanas, al mezclar indiscriminadamente lo moderno con lo antiguo, confundiendo movimientos locales con migraciones antiguas y generales, y mezclando hechos meramente tribales con los asuntos nacionales de épocas más antiguas, hasta que las cosas se vuelven en algunos aspectos casi ininteligibles.
Cuando los nefitas fueron derrotados en aquellas últimas grandes batallas en torno a Cumorah, parece que los lamanitas victoriosos estaban poseídos de una determinación frenética de destruir hasta el último vestigio de civilización, gobierno y religión; pero cuando destruyeron a sus enemigos, los nefitas, continuaron luchando entre ellos mismos, hasta que toda la superficie de la tierra fue una escena continua de guerras intestinas. Cuánto tiempo continuaron tales condiciones, nadie lo sabe, ya que el Libro de Mormón termina con su triste historia del derrocamiento de los nefitas, y no hay nada más allá de ese punto —el comienzo del siglo V d. C.— que pueda guiarnos. Es probable, sin embargo, que incluso la anarquía finalmente haya perdido fuerza; puede que hayan surgido relaciones tribales para suplir las formas más elaboradas y complejas de gobierno que habían sido derribadas, y de esas relaciones hayan surgido confederaciones de tribus, según dictaran el interés o la fortuna, ya fuera buena o mala, hasta que finalmente algo parecido a una semi-civilización comenzara a surgir del caos que siguió a la destrucción de los nefitas.
Los lamanitas enfurecidos podrían haber tenido éxito en destruir todo vestigio de gobierno, religión y ese orden social que había prevalecido en tiempos anteriores, pero la memoria de esas cosas, y sus ventajas, no podía ser borrada; y el recuerdo de ellas sería un incentivo para que las mentes fuertes restablecieran un orden establecido.
Debe recordarse en este contexto —como prueba adicional de lo que aquí se dice— que cuando se revivieron las antiguas distinciones entre nefitas y lamanitas en el año 231 d. C., ya no representaban los primeros a los descendientes de Nefi y su grupo, ni los segundos a los de Lamán y su grupo, como en tiempos anteriores; ni representaban los primeros a un pueblo civilizado, y los segundos a uno bárbaro, como lo habían hecho en algunas partes de épocas pasadas. En cuanto a civilización, ambos grupos eran iguales, y así permanecieron durante los ciento setenta años turbulentos que siguieron.
Durante más de dos siglos después de la aparición del Mesías en el Nuevo Mundo, solo hubo un pueblo en la tierra, y estos eran seguidores del Mesías—cristianos. Esa fue la edad dorada americana —una era de paz, prosperidad y expansión, hasta que las tierras, tanto del norte como del sur, estaban habitadas por un pueblo numeroso y feliz.
Entonces vino el orgullo que sigue a la riqueza, y la corrupción que sigue a la comodidad. Surgieron sectas dentro de la iglesia, y el cisma siguió al cisma. Luego las sectas cismáticas y perversas persiguieron a los verdaderos seguidores de Cristo. Las antiguas distinciones entre lamanitas y nefitas fueron revividas; y bajo esos nombres se comenzó una guerra intestina. Los verdaderos seguidores de Cristo, que habían adoptado el nombre de nefitas, tristemente se apartaron de la rectitud —ya no eran cristianos en verdad, pero luchaban bajo el nombre que los cristianos habían adoptado, hasta que la serie de guerras entre ambos grupos culminó en la anarquía.
Esto se menciona para recordar al lector que durante ese período no había distinción en términos de civilización entre lamanitas y nefitas. Después de la caída del partido nefita —más apropiado que decir pueblo nefita— siguieron las guerras y la anarquía lamanita; de la cual, sin embargo, me atrevo a conjeturar que hubo una revuelta y un esfuerzo por volver al orden gubernamental establecido y a algún tipo de civilización.
Extendidos a lo lejos a sus pies, se veían nobles bosques de roble, sicomoro y cedro, y más allá, campos dorados de maíz y las elevadas plantas de maguey, entremezclados con huertos y jardines en flor; pues las flores, tan solicitadas para sus festivales religiosos, eran aún más abundantes en este populoso valle que en otras partes de Anáhuac. En el centro de la gran cuenca se contemplaban los lagos, que entonces ocupaban una porción mucho mayor de su superficie que en la actualidad; sus orillas estaban densamente salpicadas de pueblos y aldeas, y, en medio de todo —como una emperatriz india con su corona de perlas— la hermosa Ciudad de México, con sus torres blancas y templos piramidales, reposando, por así decirlo, en el seno de las aguas: la célebre “Venecia de los aztecas”. Elevado por encima de todo se alzaba el cerro real de Chapultepec, la residencia de los monarcas mexicanos, coronado por el mismo bosque de cipreses gigantescos que hoy en día proyectan sus amplias sombras sobre la tierra. A lo lejos, más allá de las aguas azules del lago, y casi oculta por el follaje intermedio, se divisaba una mancha brillante: la capital rival de Tezcuco, y, aún más allá, el cinturón oscuro de pórfido que ceñía el valle, como un marco rico que la naturaleza había ideado para engastar su joya más preciada.
Por las declaraciones de Bernal Díaz también estamos justificados en creer que un estado de civilización algo similar existía en Yucatán y otras partes de Centroamérica. Mientras que las conocidas obras de Squier, Baldwin, Rivero y Tschudi, y los muy excelentes y populares volúmenes de Prescott sobre el Perú, nos justifican en la creencia de que, aunque con diferencias de carácter, la civilización del Perú fue igual e incluso superior en algunos aspectos a la de México en la época de la conquista; y el imperio de los incas fue incluso más extenso que el de los montezumas.
La civilización en América al momento de la llegada de los españoles —ya que no hay evidencia histórica sustancial de migraciones extranjeras de las cuales pudiera haber surgido— debió haber surgido, como ya se ha sugerido, de entre los lamanitas después de la caída de los nefitas en Cumorah: era una civilización lamanita. No quisiera, sin embargo, que el lector se forme una opinión demasiado elevada de esa civilización. Su principal expresión, donde alcanzó su mayor desarrollo, se encontraba en la existencia de numerosas ciudades, palacios y templos; en la práctica regular de industrias, agricultura y manufactura; en un orden social establecido, un sistema de gobierno organizado y una religión establecida. En la medida en que estas condiciones constituyen civilización, México, algunas partes de Centroamérica y el Perú pueden considerarse civilizados. Pero una vez dicho esto, también debe afirmarse que faltaban muchas cosas en las condiciones existentes en esas regiones para ajustarse a la idea generalmente aceptada de civilización. Los gobiernos eran crueles despotismos; el sistema industrial reducía a las masas a condiciones apenas alejadas de la esclavitud absoluta; la religión de México y Centroamérica, al menos, era la más oscura, sanguinaria y repulsiva que se haya descrito en los anales de la historia humana; mientras que la repulsiva práctica del canibalismo refinado era más extendida y horrible que entre cualquier otro pueblo del mundo. Estas y muchas otras consideraciones, demasiado numerosas para detallarse aquí, deben impedirnos albergar nociones exaltadas de esta civilización lamanita. Veremos, a medida que avancemos con la presentación de nuestras evidencias, que estas condiciones horribles no eran más que el fruto natural de las tendencias lamanitas a lo largo de toda su historia.
V — Sobre los Escritores de Antigüedades Americanas
Aún es necesario hacer otra observación en estas consideraciones preliminares. Las autoridades en las que debemos basarnos para nuestro conocimiento de las antigüedades americanas están profundamente en conflicto entre sí. No hay una sola que pueda seguirse sin reservas, y es imposible decir con algún grado de exactitud cuál es siquiera el consenso de opinión de los expertos sobre muchos temas, tan divergentes y contradictorias son sus posturas. Este conflicto de opiniones se extiende a temas tan importantes como los siguientes: ¿Quiénes fueron los primeros habitantes de América? ¿Fueron razas autóctonas, o su presencia en América se debe a migraciones? Si se debió a migraciones, ¿de qué tierras vinieron? ¿Hubo una o varias migraciones? ¿Cuál fue el curso de su migración? ¿Son de una sola raza o de varias distintas? ¿Son los monumentos de civilización hallados en América antiguos o relativamente modernos? ¿Representan la civilización de razas ya desaparecidas, o son la obra de los antepasados no muy lejanos de los indios actuales? ¿Es la civilización representada por estos monumentos realmente de un orden muy elevado, o era solo uno o dos pasos por encima de la barbarie?
Para respaldar cualquiera de estas opiniones contradictorias sobre los antiguos habitantes de América y su civilización, uno no tiene dificultad en encontrar autoridades respetables. Uno puede respaldar con nombres respetados en este campo de investigación la teoría de que los indios americanos descienden de las Tribus Perdidas de Israel; la teoría malaya del origen; la fenicia; la egipcia; la atlántica; y una serie de otras teorías menores. Se puede alinear una lista formidable de autores a favor de la teoría del origen autóctono de la antigua civilización americana; y tal vez una lista aún más larga e igualmente erudita de autoridades a favor de un origen exótico. Todo lo cual hace evidente que los escritores sobre el tema deben ser evaluados en peso, no solo contados en número; y también nos advierte que, en presencia de tal diversidad de opiniones, muchas cosas relativas a las antigüedades americanas deben permanecer como cuestiones abiertas.
Debe recordarse que, hasta ahora, en lo que respecta a las investigaciones humanas, se sabe muy poco sobre la América antigua. “Eso”, como observó un francés, “está aún por descubrirse”. Es cierto que muchos de sus antiguos monumentos han sido localizados, pero parecen contar una historia distinta a cada explorador que los contempla. No faltan tabletas de piedra con jeroglíficos y documentos antiguos escritos en pieles y en papel; pero hasta el presente son libros sellados incluso para los eruditos. Mientras tanto, no se ha descubierto una Piedra de Rosetta que proporcione la clave para descifrarlos, y aún no ha surgido un Champollion americano que revele su misterio.
Al considerar las autoridades sobre las antigüedades americanas, debe observarse especialmente una cosa: hay que estar prevenidos tanto contra la credulidad y el sesgo de los escritores antiguos, como contra el escepticismo y el sesgo de los escritores modernos. Los primeros, viviendo en una época de superstición y credulidad, y teniendo intereses particulares que proteger, querían que creyéramos demasiado; los segundos, viviendo en una época excesivamente crítica y escéptica, quieren que creamos demasiado poco. No hay duda de que los escritores españoles vinculados a la conquista de América adornaron sus relatos para dar mayor importancia, a los ojos de sus compatriotas europeos, a los acontecimientos con los que estuvieron relacionados; y probablemente exageraron todo aquello que tendía a ese fin. De ahí que se describieran imperios más grandes, ejércitos más formidables y civilizaciones más imponentes de lo que realmente existía en América en la época de la conquista.
Ocurre lo mismo con los misioneros que acompañaron a las primeras expediciones europeas y con aquellos que los siguieron inmediatamente. Muy probablemente, en ocasiones vieron analogías entre la fe cristiana y algunas de las tradiciones y supersticiones de los nativos, donde no existía ninguna. Algunas tradiciones y ceremonias nativas se parecían tanto a los dogmas y ritos del catolicismo cristiano, que los sacerdotes más celosos llegaron a la conclusión de que el “diablo” había falsificado, en América, ciertas partes de la religión cristiana y las había mezclado con el paganismo nativo, para así lograr más eficazmente la condenación de los indígenas e impedir el avance del cristianismo. Esto condujo a la destrucción de muchos manuscritos aztecas, considerados por algunos sacerdotes como obras de magia, y de otras formas, sospechosas de sustentar la idolatría nativa.
Esta idea impresionó profundamente al primer arzobispo de México, Don Juan de Zumárraga, quien, desde varias ciudades, mandó recoger grandes cantidades de manuscritos nativos para ser destruidos. La colección procedente de Tezcuco fue especialmente grande, ya que —como describe Prescott— Tezcuco era “el gran depósito de los archivos nacionales”. El arzobispo mandó que estos manuscritos fueran apilados en una “montaña” —como la llaman los propios escritores españoles— en la plaza del mercado de Tlatelolco, y reducidos todos a cenizas.
“Los soldados analfabetos no tardaron en imitar el ejemplo de su prelado. Todo mapa o volumen que caía en sus manos era destruido sin contemplaciones: de modo que, cuando los estudiosos de una época posterior y más ilustrada buscaron ansiosamente recuperar algunos de estos monumentos de civilización, casi todos habían desaparecido, y los pocos que sobrevivieron fueron celosamente escondidos por los nativos”.
Así fue como se destruyó material que bien podría haber ayudado enormemente a resolver el misterio que envuelve a los pueblos y la civilización de la antigua América.
Estos registros nativos eran más numerosos de lo que generalmente se cree. Baldwin, al hablar de los pueblos de Centroamérica y México, dice:
“Las ruinas muestran que tenían el arte de la escritura, y que en el sur este arte estaba más desarrollado, más parecido a un sistema fonético de escritura, que lo que encontramos entre los aztecas. Las inscripciones de Palenque, y los caracteres usados en algunos de los libros manuscritos que se han conservado, no son iguales a la escritura pictográfica mexicana. Se sabe que los libros manuscritos eran abundantes entre ellos en las épocas anteriores al período azteca. Las Casas escribió al respecto lo siguiente:
‘Debe saberse que en todas las comunidades de estas tierras, en los reinos de Nueva España y en otros lugares, entre otras profesiones debidamente cubiertas por personas competentes, existía la del cronista e historiador. Estos cronistas conocían el origen de los reinos, y todo lo relacionado con la religión y los dioses, así como con los fundadores de ciudades y pueblos. Registraban la historia de los reyes, sus modos de elección y sucesión; sus labores, acciones, guerras y hechos memorables, buenos y malos; de los hombres virtuosos o héroes de tiempos pasados, sus grandes hazañas, las guerras que habían librado y cómo se habían distinguido; quiénes fueron los primeros pobladores, cuáles fueron sus antiguas costumbres, sus triunfos y derrotas. Sabían, en efecto, todo lo relativo a la historia, y podían dar cuenta de todos los acontecimientos pasados. Nuestros sacerdotes han visto esos libros, y yo mismo los he visto también, aunque muchos fueron quemados por instigación de los frailes, quienes temían que pudieran entorpecer la obra de conversión’.”
Libros como los que describe aquí Las Casas debieron contener información histórica importante. Los libros más antiguos, pertenecientes a las épocas de Copán y Palenque, probablemente se perdieron por completo mucho antes de su tiempo, en las guerras y revoluciones del período tolteca, o por el mero desgaste del tiempo. Los libros más recientes, que no se perdieron por otras causas, fueron destruidos por el vandalismo azteca y español.
En cuanto a los escritores nativos que surgieron tras la conquista, fueron hombres que aprendieron el idioma español y escribieron sobre la historia de su pueblo, ya sea en español o, si escribían en su propio idioma, usaban el alfabeto español. De ellos se ha dicho —y uno puede aceptar razonablemente esta afirmación— que “la mayoría estaban profundamente imbuidos del espíritu de sus convertidores, y sus escritos, en conjunto, están sujetos a la misma crítica.”
Naturalmente, estos escritores nativos tendrían la tendencia a resaltar lo que glorificara a su país y exaltara el carácter de su civilización; perteneciendo a una raza conquistada —y con el resentimiento del conflicto aún reciente— serían propensos a complacer, para obtener el favor de sus conquistadores; y su celo religioso los impulsaría a encontrar tantas analogías como fuera posible entre su antigua fe y aquella a la que habían sido convertidos. Todo lo cual conduciría a exageraciones en la misma dirección general que la seguida por los primeros escritores españoles.
Pero debido a estas tendencias hacia la exageración, no se sigue que todas las obras de los primeros escritores españoles o nativos sobre América deban ser consideradas como carentes de valor, ni siquiera como de poco valor.
Como lo ha expresado acertadamente H. H. Bancroft:
“¿Rechazamos todos los acontecimientos de la historia griega y romana porque sus historiadores creían que el sol giraba alrededor de la tierra y atribuían los fenómenos ordinarios de la naturaleza a las acciones de dioses imaginarios? (…) Y por último, ¿podemos rechazar las declaraciones de hombres capaces y concienzudos —muchos de los cuales dedicaron sus vidas al estudio del carácter y la historia de los aborígenes, con el sincero deseo de hacer el bien a los nativos— simplemente porque se creían obligados por sus votos sacerdotales y el temor a la Inquisición a extraer conclusiones escriturales de cada tradición nativa? Estas mismas observaciones se aplican a los escritos de los nativos convertidos y educados, influenciados, en gran medida, por sus maestros; quizás más propensos a la exageración por orgullo nacional, pero al mismo tiempo más familiarizados con los jeroglíficos nativos. Calificar todas estas obras como falsificaciones deliberadas, como lo han hecho algunos escritores modernos, es tan absurdo que ni siquiera requiere refutación.”
A esto yo añadiría una protesta contra ese espíritu de escepticismo, tan común en estos mismos escritores modernos, quienes —cuando no califican directamente como falsificaciones los escritos a los que se refiere Bancroft— insisten en desacreditarlos a través de sofismas críticos, hasta tal punto que es como si igualmente los declararan falsificaciones.
Sin duda, la tendencia de los escritores modernos apoya la teoría de que tanto el pueblo como la civilización de América fueron autóctonos, y que esta última no fue de un orden particularmente elevado. En respaldo de esta teoría, no dudan en desacreditar la mayoría de las tradiciones nativas registradas por los primeros escritores, que hablan de migraciones de sus antepasados desde países distantes, de edades doradas de prosperidad y paz, y de una antigua civilización espléndida.
Es difícil determinar siempre qué debe ser más cuestionado: si los escritores a través de quienes nos llegaron las tradiciones de ese glorioso pasado, o aquellos que intentan desmantelar toda su grandeza y presentarnos una América antigua que no habría superado un nivel de salvajismo intermedio.
Quizás, como en tantas otras cuestiones donde están implicados los prejuicios humanos, la verdad se encuentre a igual distancia entre ambos extremos; y aun bajo ese ajuste equilibrado de las afirmaciones conflictivas de las autoridades, estoy seguro de que encontraremos mucho que de manera incidental respaldará las afirmaciones del Libro de Mormón.
























