Un Nuevo Testigo de Dios, Volumen 2


Capítulo 28

Pruebas externas—tradiciones y mitologías americanas


Al pasar de aquella rama de las antigüedades americanas que trata de la extensión y ubicación de ciudades en ruinas y monumentos de las civilizaciones antiguas de América a la consideración de las tradiciones americanas sobre el origen, migraciones, cosmogonía y religión de los pueblos del hemisferio occidental, de ningún modo dejamos atrás la dificultad de las autoridades divididas y opiniones variadas. No podría esperarse, ni siquiera en una obra extensa sobre el tema, poner orden en el caos que impera en relación con las tradiciones y mitologías americanas; por tanto, no necesito decir nada sobre lo inútil que sería intentar lograrlo en los breves capítulos que he resuelto dedicar a estas tradiciones. Pero debe ser evidente, en lo que respecta a la relación del Libro de Mormón con las tradiciones y mitologías americanas, lo siguiente: que varios de los acontecimientos decisivos descritos en el Libro de Mormón debieron haber dejado una impresión tan indeleble en la mente de los pueblos antiguos de América que habrían de perpetuarse de diversas formas en sus tradiciones. Tales acontecimientos, por ejemplo, como las migraciones jaredita y nefita desde el viejo mundo al hemisferio occidental; y dado que la primera colonia vino directamente desde la Torre de Babel, se espera que trajeran consigo un conocimiento de la creación, la caída del hombre, el diluvio, el rescate de Noé y su familia mediante el arca, y la construcción de la Torre de Babel.

La colonia de Lehi vino desde Jerusalén, trayendo consigo las escrituras judías, que hablan con claridad sobre la creación, el diluvio, el rescate de Noé, la construcción de Babel y la confusión de lenguas, por lo tanto, se espera también que ellos tuvieran conocimiento de estos principales acontecimientos en la historia de la humanidad hasta este último evento, y también conocimiento de los principales eventos en la historia de Israel hasta el tiempo de la partida de la colonia de Lehi desde Jerusalén—seiscientos años a. C. Es una expectativa razonable, digo, que estas cosas habrían de perpetuarse en las tradiciones y mitologías americanas. ¿Se encuentran rastros de ellas allí?

Asimismo, en cuanto a las señales dadas en el continente americano del nacimiento del Mesías; y ciertamente en cuanto a las señales de su crucifixión, presenciadas por los terribles cataclismos que se produjeron en el hemisferio occidental durante tres horas, seguidos por tres días de espantosa oscuridad. También se hallaría algún vestigio en sus tradiciones del advenimiento personal del Mesías en el continente americano ante los sobrevivientes de esos eventos. Del mismo modo, quedaría el recuerdo de la edad dorada de paz y abundancia que siguió al advenimiento del Mesías, y la promesa de su retorno en algún momento futuro—alguna memoria de todo esto, con toda probabilidad, se perpetuaría en las tradiciones nativas. Y aunque tanto las tradiciones como las mitologías puedan considerarse como aguas turbias que, como espejos hechos añicos en mil fragmentos, distorsionan en formas fantásticas los objetos en sus márgenes, aún existe en ellas una base de verdad; y las tradiciones y mitologías americanas pueden aportar algo valioso como evidencia de la veracidad del Libro de Mormón. Seguramente estaríamos profundamente decepcionados si este no fuera el caso, pues los hechos históricos a los que se refiere el Libro de Mormón son tan impresionantes que vivirían en las tradiciones del pueblo, sin importar lo que haya sido de sus registros escritos. Como señaló H. H. Bancroft:

“Todo rastro de las circunstancias que dan origen a una tradición pronto se pierde, aunque la tradición misma, en formas curiosamente modificadas, se conserva por largo tiempo. Las conmociones naturales, como inundaciones y terremotos, hambrunas, guerras, migraciones tribales, naturalmente dejan una impresión en la mente salvaje que no se borra con facilidad, pero la fábula en la que se incorpora el registro puede haber asumido una forma tan cambiada e infantil que hoy la pasamos por alto como si no tuviera valor histórico, buscando información solo en una historia aparentemente más coherente, la cual pudo haber tenido su origen en una fecha reciente a partir de circunstancias muy triviales. Pero las tradiciones de los salvajes, sin valor por sí solas para tiempos más remotos que una o dos generaciones, comienzan a asumir importancia cuando los eventos narrados han sido establecidos de otro modo mediante los registros de alguna nación contemporánea, arrojando luz indirecta sobre la historia que eran incapaces de revelar por sí mismas.”

Aceptando como razonables estas reflexiones, deseo añadir que al poseer en parte los registros escritos del pueblo entre quienes ocurrieron los acontecimientos tratados por las tradiciones, tenemos en nuestras manos aquello que otorga a estas tradiciones la importancia a la que alude nuestro autor. Y mientras que el registro referido—el Libro de Mormón—les otorga la importancia necesaria a las tradiciones, las tradiciones, a su vez, dan testimonio de la veracidad del registro en muchos aspectos.

Debe recordarse, sin embargo, que tales eran las condiciones existentes entre los lamanitas después de su triunfo en Cumorah, que todo queda confundido y distorsionado en las formas y relaciones más fantásticas por las especulaciones ociosas y vanas imaginaciones de mentes medio o completamente bárbaras, a menudo empeñadas en ocultar o suplantar la verdad con sus fabulosas invenciones.

Los límites de esta obra no permiten nada que se asemeje a una investigación extensa del campo propuesto. Me limitaré simplemente a tomar los hechos y eventos históricos más importantes del Libro de Mormón y buscar su confirmación en las tradiciones y mitos americanos.

I — La Creación

Comienzo con la creación; y selecciono sobre este tema un pasaje del libro de los quichés de Guatemala llamado Popol Vuh, que, a mi entender, demuestra que los antiguos americanos conservaban en sus tradiciones concepciones sobre la creación similares a las halladas en las escrituras judías. Es necesario decir una palabra sobre el Popol Vuh. Se trata de uno de los libros nativos americanos más importantes que ha sido traducido a lenguas modernas. Fue descubierto por el Dr. Scherzer en 1854 entre los manuscritos de Francisco Ximénez, “un padre dominico de gran reputación por su erudición y amor a la verdad”, quien, mientras cumplía con sus deberes como cura en un pequeño pueblo indígena de las tierras altas de Guatemala, tradujo este libro nativo al idioma español. Fue escrito por uno o más quichés en lengua quiché, pero con caracteres romanos, algún tiempo después de que los españoles ocuparan Guatemala. El significado de Popol Vuh es “Libro Nacional” o “Libro del Pueblo”, pero el verdadero “Libro Nacional” original se había perdido, y este fue escrito para reemplazarlo. Sin embargo, el título del libro fue dado por el abate Brasseur de Bourbourg, quien lo tradujo al francés, y por Ximénez, quien lo tradujo al español. Este nombre, dice Max Müller, “no es reclamado por su autor. Él [el autor nativo] dice que escribió cuando el Popol Vuh [es decir, el verdadero libro nacional original de los quichés, y que este libro intentaba reemplazar] ya no se podía ver. Ahora bien, Popol Vuh significa ‘Libro del Pueblo’ y se refería a la literatura tradicional en la que se transmitía, de generación en generación, todo lo conocido sobre la historia antigua de la nación, su religión y ceremonias”. No obstante, Nadaillac afirma que Popol Vuh puede traducirse como “Colección de Hojas”. Al concluir una extensa nota sobre el tema, Bancroft dice: “Parece justificado entonces considerar este documento como lo que Ximénez y su propio contenido declaran que es, a saber: una reproducción de una obra anterior o de un cuerpo de historia tradicional quiché, escrita porque la obra antigua se había perdido y corría peligro de ser olvidada; y escrita por un quiché no mucho tiempo después de la conquista española.”

Como el pasaje que cito proviene del resumen del Popol Vuh hecho por Bancroft, también incluyo su breve explicación del libro:

“De todos los pueblos americanos, los quichés de Guatemala nos han dejado el legado mitológico más rico. Su descripción de la creación, tal como se presenta en el Popol Vuh, que puede llamarse el libro nacional de los quichés, es, en su ruda y extraña elocuencia y originalidad poética, uno de los más raros vestigios del pensamiento aborigen. Aunque obligado a condensarlo un poco al reproducirlo, he procurado dar no solo el contenido, sino también, en la medida de lo posible, el estilo y la fraseología peculiar del original. Es con este cuadro primitivo, cuya sencilla y silenciosa sublimidad es la del pasado inescrutable, que comenzamos.”

Y ahora el pasaje sobre la creación:

Y el cielo fue formado, y todas sus señales puestas en su ángulo y alineación, y sus límites fijados hacia los cuatro vientos por el Creador y el Formador, y Madre y Padre de la vida y la existencia—él por quien todos se mueven y respiran, el Padre y Conservador de la paz de las naciones y de la civilización de su pueblo—él cuya sabiduría ha proyectado la excelencia de todo lo que hay en la tierra, o en los lagos, o en el mar.

He aquí la primera palabra y el primer discurso. Aún no existía el hombre, ni animal alguno, ni ave, ni pez, ni cangrejo, ni pozo, ni barranco, ni hierba verde, ni árbol alguno; no existía más que el firmamento. La faz de la tierra aún no había aparecido, solo el mar en calma y todo el espacio del cielo. Nada estaba unido, nada se aferraba a otra cosa; nada se equilibraba, nada producía el menor susurro, ningún sonido en el cielo. Nada se mantenía en pie; solo el agua tranquila, solo el mar, sereno y solo dentro de sus límites; nada existía; nada más que inmovilidad y silencio, en la oscuridad, en la noche.

Solos también estaban el Creador, el Formador, el Dominador, la Serpiente Emplumada, los que engendran, los que dan ser, ellos estaban sobre las aguas, como luz creciente. Estaban envueltos en verde y azul; por eso su nombre es Gucumatz. Ved ahora cómo existen los cielos, cómo existe también el Corazón del Cielo; tal es el nombre de Dios; así se le llama. Y hablaron; consultaron entre sí y meditaron; mezclaron sus palabras y su opinión. Y la creación fue ciertamente así: “¡Tierra!”, dijeron, y al instante fue formada; como una nube o una niebla fue su comienzo. Entonces las montañas surgieron sobre el agua como grandes langostas; en un instante las montañas y las llanuras fueron visibles, y aparecieron el ciprés y el pino. Entonces Gucumatz se llenó de alegría, clamando: “Bendita sea tu venida, oh Corazón del Cielo, Hurakán, Rayo. Nuestra obra y nuestro esfuerzo han alcanzado su fin.”

Habiendo aparecido la tierra y su vegetación, fue poblada con diversas formas de vida animal. Y los Hacedores dijeron a los animales: “Pronunciad ahora nuestro nombre, honradnos como vuestro padre y madre; invocad a Hurakán, el Relámpago, el Rayo que golpea, el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, el Creador y Formador, el que engendra y el que da ser, hablad, llamadnos, saludadnos.” Así se dijo a los animales. Pero los animales no pudieron responder; no podían hablar como los hombres; solo podían cacarear, croar, cada uno murmurando según su especie de modo distinto. Esto desagradó a los Creadores, y dijeron a los animales: “En tanto que no podéis alabarnos ni pronunciar nuestros nombres, vuestra carne será humillada; será quebrada con dientes; seréis matados y comidos.”

Nuevamente los dioses deliberaron; decidieron hacer al hombre. Así que hicieron un hombre de barro; y cuando lo hubieron hecho, vieron que no era bueno. Carecía de cohesión, sin consistencia, inmóvil, débil, inútil, acuoso, no podía mover la cabeza, su rostro solo miraba en una dirección; su vista era limitada, no podía mirar hacia atrás; se le había dado lenguaje, pero no tenía inteligencia, así que fue consumido por el agua.

Una vez más hay consejo en el cielo: “Hagamos un ser inteligente que nos adore e invoque.” Se decidió que se haría un hombre de madera y una mujer de un tipo de médula vegetal. Fueron hechos; pero el resultado no fue en modo alguno satisfactorio. Es cierto que se movían perfectamente bien; se multiplicaron y propagaron; poblaron el mundo con hijos e hijas, pequeños hombrecillos de madera semejantes a ellos mismos; pero aun así les faltaba el corazón y la inteligencia; no tenían memoria de su Creador y Formador; llevaban una existencia inútil, vivían como vivían las bestias; olvidaron al Corazón del Cielo. No eran más que un ensayo, un intento de hombres; no tenían sangre, ni sustancia, ni humedad, ni grasa; sus mejillas estaban marchitas, sus pies y manos resecos; su carne languidecía.

Entonces el Corazón del Cielo se encolerizó; y envió ruina y destrucción sobre aquellos ingratos; llovió sobre ellos día y noche desde el cielo una espesa resina; y la tierra se oscureció. Y los hombres enloquecieron de terror; intentaron subir a los tejados y las casas se derrumbaron; trataron de trepar a los árboles y estos los sacudieron lejos de sus ramas; buscaron esconderse en las cuevas y cavernas de la tierra, pero estas cerraron sus entradas contra ellos. El pájaro Xecotcovach vino a arrancarles los ojos; el Camalotz les cortó la cabeza; el Cotzbalam devoró su carne; y el Tecumbalam rompió y pulverizó sus huesos. Así fueron todos condenados al castigo y a la destrucción, salvo unos pocos que se preservaron como recuerdo de los hombres de madera que habían sido; y estos existen hoy en los bosques como pequeños monos.

Una vez más los dioses están en consejo; en la oscuridad, en la noche de un universo desolado, dialogan entre ellos: ¿de qué haremos al hombre? Y el Creador y el Formador hicieron cuatro hombres perfectos; y completamente de maíz amarillo y blanco fue compuesta su carne. Estos fueron los nombres de los cuatro hombres que fueron hechos: el primero se llamaba Balam-Quitz; el segundo, Balam-Agab; el tercero, Muhucutah; y el cuarto, Iqui-Balam. No tuvieron padre ni madre, ni fueron hechos por los agentes ordinarios de la creación; sino que su venida a la existencia fue un milagro extraordinario realizado por la especial intervención de Aquel que es eminentemente el Creador. En verdad, al fin se hallaron hombres dignos de su origen y destino; en verdad, al fin los dioses contemplaron seres que podían ver con sus ojos, tocar con sus manos y comprender con su corazón. Majestuosos de rostro y robustos de cuerpo, los cuatro padres de nuestra raza se levantaron bajo los rayos blancos de la estrella de la mañana —única luz aún del mundo primitivo—; se alzaron y miraron. Sus grandes ojos claros recorrieron velozmente todo; vieron los bosques y las rocas, los lagos y el mar, las montañas y los valles, y los cielos que estaban sobre todo; y comprendieron todo y lo admiraron sobremanera. Entonces dieron gracias a quienes habían creado el mundo y todo lo que había en él:

“Ofrecemos nuestras gracias, dos veces —sí, en verdad, ¡tres veces! Hemos recibido la vida; hablamos, caminamos, gustamos; oímos y comprendemos; conocemos lo que está cerca y lo que está lejos; vemos todas las cosas, grandes y pequeñas, en todo el cielo y la tierra. ¡Gracias, entonces, Creador y Formador, Padre y Madre de nuestra vida! Hemos sido creados; somos.”

Pero los dioses no estaban del todo complacidos con esto; pensaron que el cielo había ido demasiado lejos; estos hombres eran demasiado perfectos; sabían, comprendían y veían demasiado. Por tanto, hubo nuevamente consejo en el cielo: ¿Qué haremos ahora con el hombre? No es bueno esto que vemos; son como dioses; querrán igualarse a nosotros; ved, conocen todas las cosas, grandes y pequeñas. Reduzcamos ahora su visión, para que solo vean una pequeña parte de la superficie de la tierra y estén contentos. Entonces el Corazón del Cielo exhaló una nube sobre la pupila de los ojos de los hombres, y un velo se posó sobre ella, como cuando se sopla sobre un espejo, así se oscureció el globo ocular; y lo que estaba lejos ya no les era claro, solo lo que estaba cerca.

Luego los cuatro hombres durmieron, y hubo consejo en el cielo: y fueron hechas cuatro mujeres. A Balam-Quitz le fue dada por esposa Caha-Paluma; a Balam-Agab, Chomiha; a Muhucutah, Tzununiha; y a Iqui-Balam, Cakixaha. Ahora bien, las mujeres eran de gran hermosura; y cuando los hombres despertaron, sus corazones se alegraron por causa de las mujeres.

A pesar de algunas incongruencias en el pasaje anterior, una comparación con el relato de la creación en el Génesis convencerá al lector reflexivo de que la historia quiché de la creación y la del Génesis sin duda tuvieron el mismo origen; y al leerla una y otra vez, como sugiere Max Müller, uno llega a la conclusión de que “algunos rasgos sobresalientes que se destacan más claramente, nos hacen sentir que existía una base de nobles concepciones que ha sido cubierta y distorsionada por un desarrollo posterior de fantasía absurda.” En verdad, como observa además Müller, son tan “sorprendentes” algunas de las coincidencias entre el Antiguo Testamento y los manuscritos quichés, que algunos autores han sospechado que los escritores quichés siguieron más bien las enseñanzas cristianas españolas que la tradición quiché en esa parte de su obra; “pero aun si se admite cierta influencia cristiana,” señala nuestro autor, “queda mucho en estas tradiciones americanas que es tan diferente de cualquier otra cosa en la literatura nacional de otros países que podemos tratarla con seguridad como un producto genuino del suelo intelectual de América.”

A la luz que el Libro de Mormón arroja sobre el tema, sin embargo, no estamos en la necesidad de admitir la “influencia cristiana” a la que alude Müller; es decir, que los nativos hayan adquirido el conocimiento bíblico sobre los hechos de la creación después del advenimiento de los cristianos entre ellos, ya que los jareditas trajeron consigo un conocimiento de la creación tal como la conocían los antediluvianos, y los nefitas trajeron consigo ese mismo relato de la creación, cristalizado en los escritos de Moisés, el cual sin duda quedó permanentemente fijado tanto en los registros escritos como en las tradiciones de los habitantes nativos de América; y que se refleja en este antiguo libro quiché, el Popol Vuh.

Hay una cita de otra autoridad que deseo añadir a la afirmación del profesor Max Müller mencionada anteriormente, relativa a las ideas de creación de los quichés, como “una base de nobles concepciones que ha sido cubierta y distorsionada por un crecimiento posterior de fantasía absurda”. Esa autoridad adicional—aunque la observación que cito se refiere a otro pueblo, los aztecas—se encuentra en la misma línea de pensamiento que la sugerida por el profesor Müller, pero aplicada a toda la religión de los nativos. Se trata de Prescott:

“Al contemplar el sistema religioso de los aztecas, uno se sorprende por su aparente incongruencia, como si una parte de él hubiera emanado de un pueblo relativamente refinado, abierto a influencias gentiles, mientras que el resto respira un espíritu de ferocidad sin mitigación. Naturalmente, sugiere la idea de dos fuentes distintas, y apoya la creencia de que los aztecas heredaron de sus predecesores una fe más suave, sobre la cual fue injertada posteriormente su propia mitología. Esta última pronto se volvió dominante, y dio su tinte oscuro a los credos de las naciones conquistadas—que los mexicanos, al igual que los antiguos romanos, parecen haber incorporado de buena gana a la suya propia, hasta que las mismas supersticiones fúnebres se asentaron en los confines más lejanos de Anáhuac.”

Si los mencionados autores alemán y estadounidense hubieran estado escribiendo con pleno conocimiento de lo que el Libro de Mormón revela sobre este tema, no podrían haber expresado con mayor exactitud lo que aquí han dicho, aunque iluminados solo por los hechos que descubrieron en la religión de los nativos; pues ciertamente el Libro de Mormón nos informa que tanto los jareditas como los nefitas tenían conocimiento del Dios verdadero, y que los últimos, especialmente, poseían un conocimiento completo de la religión suave y gentil enseñada por Jesucristo; religión que, sin embargo, fue subvertida en el mundo occidental y sobrepuesta con supersticiones repulsivas e idolatría horriblemente feroz, acompañada de sacrificios humanos y canibalismo, practicados por los lamanitas o aztecas.

Otro punto de coincidencia [entre las tradiciones nativas americanas y la Biblia] se encuentra en la diosa Cioacoatl, “nuestra señora y madre”; “la primera diosa que dio a luz”; “quien legó el sufrimiento del parto a las mujeres, como tributo de muerte”; “por quien el pecado entró en el mundo”. Tal era el lenguaje notable aplicado por los aztecas a esta deidad venerada. Usualmente era representada con una serpiente cerca de ella; y su nombre significaba “la mujer serpiente”. En todo esto vemos mucho que nos recuerda a la madre de la raza humana, la Eva de las naciones hebreas y sirias.

Sobre este pasaje, Prescott también añade la siguiente nota:

“Torquemada, no contento con el honesto registro de su predecesor, cuyos manuscritos tenía ante sí, nos dice que la Eva mexicana tuvo dos hijos, Caín y Abel. Los antiguos intérpretes de los Códices Vaticanos y Tellerianos agregan la tradición adicional de que ella trajo el pecado y la tristeza al mundo al arrancar la rosa prohibida (Antiquities of Mexico, vol. VI, explicación de láminas 7, 20); y Veytia recuerda haber visto un mapa tolteca o azteca que representaba un jardín con un solo árbol en el centro, alrededor del cual se enroscaba una serpiente con rostro humano (Historia Antigua, lib. I, cap. 1).”

“Después de esto,” continúa Prescott con sarcasmo, “podemos estar preparados para la confesión deliberada de Lord Kingsborough de que los aztecas tenían un conocimiento claro del Antiguo Testamento y, muy probablemente, del Nuevo, aunque algo corrompido por el tiempo y los jeroglíficos.” No veo razón alguna para el sarcasmo por parte del admirable autor de La Conquista de México, ya que él mismo proporciona mucho del material que justificaría una conclusión similar a la de Kingsborough. La conclusión de Kingsborough aparece en su nota número dos, en la que trata sobre “tradiciones americanas que parecen derivarse de una fuente hebrea”; y como el pasaje referido por Prescott tiene gran valor como evidencia no solo de la posición de su señoría respecto a que los antiguos americanos conocían porciones, al menos, del Antiguo Testamento, sino también como apoyo a la veracidad del Libro de Mormón en varios puntos —que serán señalados más adelante—, lo cito íntegramente:

“No es necesario, en este punto, intentar rastrear más analogías bíblicas en las tradiciones y mitología del Nuevo Mundo, ya que las coincidencias ya mencionadas son lo suficientemente fuertes como para justificar la conclusión de que los indios, en un período muy anterior a la llegada de los españoles a América, estaban familiarizados con al menos una parte del Antiguo Testamento, aunque el tiempo, la superstición, y sobre todo un método tan imperfecto de transmitir a la posteridad la memoria de los acontecimientos pasados como es la pintura, habían corrompido gravemente sus antiguas tradiciones. Cerraremos estas observaciones con el siguiente curioso extracto de Torquemada, del cual podría parecer que incluso el Nuevo Testamento fue conocido por los indios: ‘Otro eclesiástico, llamado fray Diego de Mercado, un padre grave, que fue definidor de esta provincia del Santo Evangelio, y uno de los hombres más ejemplares y penitentes de su tiempo, relata, y autentica esta relación con su firma, que algunos años atrás, conversando con un anciano indio otomí, de más de setenta años, sobre asuntos relacionados con nuestra fe, el indio le dijo que en tiempos antiguos ellos poseían un libro que se transmitía sucesivamente de padre a hijo, en la persona del primogénito, quien tenía el deber de custodiarlo fielmente e instruir a otros en sus doctrinas. Estas doctrinas estaban escritas en dos columnas, y entre columna y columna estaba pintado Cristo crucificado, con semblante de ira. Por tanto, dijeron que Dios estaba ofendido; y por reverencia no pasaban las hojas con las manos, sino con una pequeña varilla que habían hecho para ese propósito, y que guardaban junto con el libro. Al interrogarle el eclesiástico acerca del contenido de ese libro y sus doctrinas, el indio no pudo darle más información, sino que simplemente respondió que, si el libro no se hubiese perdido, él habría visto que la doctrina que el sacerdote les enseñaba y predicaba, y la que contenía el libro, eran la misma; que el libro se había podrido en la tierra, donde lo habían enterrado las personas encargadas de custodiarlo, cuando llegaron los españoles. También le informó que sabían que el mundo había sido destruido por el diluvio, y que solo siete personas se habían salvado en el arca, y que todos los demás habían perecido, junto con los animales y las aves, a excepción de aquellos que fueron preservados en ella. También estaban familiarizados con la embajada del ángel de Nuestra Señora, bajo una figura, relatando que algo muy blanco, como la pluma de un ave, cayó del cielo, y que una virgen se agachó, la recogió, la puso en su pecho y quedó embarazada; pero no sabían decir qué fue lo que dio a luz. Lo que decían sobre el diluvio también está atestiguado en Guatemala por los indios llamados Achíes, quienes afirman que poseían pinturas que registraban ese evento, junto con otros asuntos de la antigüedad, todo lo cual los Hermanos [sacerdotes católicos españoles], con el espíritu y celo con que estaban animados para la destrucción de la idolatría, les quitaron y quemaron, considerándolos sospechosos.

II — El Diluvio

Paso ahora a llamar la atención sobre las tradiciones indígenas americanas relacionadas con el diluvio, consultando sin embargo, permítaseme decir, aquellos pasajes que más se asemejan al relato de nuestras escrituras hebreas; y sin pretender realizar un estudio exhaustivo de los mitos indígenas del diluvio. Mi propósito se cumple en esto, como en el asunto de las tradiciones sobre la creación, si presento pruebas que, en mi juicio, establecen el hecho de que los indígenas americanos llegaron a estar familiarizados con los hechos de la creación y el diluvio, tal como se hallan en nuestras escrituras judías; y no me interesa aquí en absoluto las variaciones que las tradiciones indígenas hayan dado a las verdades fundamentales.

Lo siguiente es de Prescott:

“Ninguna tradición ha estado más extendida entre las naciones que la del Diluvio. Independientemente de la tradición, de hecho, parecería naturalmente sugerida por la estructura interior de la tierra, y por los lugares elevados en los que se encuentran depositadas sustancias marinas. Era una noción aceptada, bajo alguna forma u otra, tanto por los pueblos más civilizados del Viejo Mundo, como por los bárbaros del nuevo.

“Los aztecas combinan esto con algunas circunstancias particulares de carácter más arbitrario, semejantes a los relatos orientales. Creían que dos personas sobrevivieron al diluvio, un hombre llamado Coxcox y su esposa. Sus cabezas se representan en pinturas antiguas, junto con un bote flotando sobre las aguas, al pie de una montaña. También se muestra una paloma, con el emblema jeroglífico de los idiomas en su pico, que va distribuyendo a los hijos de Coxcox, quienes habían nacido mudos.

“Los pueblos vecinos de Michoacán, habitantes de las mismas altiplanicies de los Andes, tenían una tradición aún más detallada: que el bote en el que escapó Tezpi, su Noé, estaba lleno con varios tipos de animales y aves. Después de algún tiempo, se envió un buitre, pero este se quedó alimentándose de los cuerpos de los gigantes que habían quedado sobre la tierra al retirarse las aguas. Luego se envió el pequeño colibrí, huititzilin, que regresó con una ramita en el pico. La coincidencia de ambos relatos con las narraciones hebreas y caldeas es evidente.”

Este otro pasaje es de Bancroft:

“En Nicaragua, un país donde el idioma principal era un dialecto mexicano, se creía que hacía muchas eras el mundo fue destruido por un diluvio en el cual pereció la mayor parte de la humanidad. Luego, los teotes, o dioses, repoblaron la tierra como al principio.”

Asociada con el gran diluvio de agua, existe una tradición mexicana que presenta algunas analogías con la historia de Noé y su arca. En la mayoría de los manuscritos pintados que se supone se refieren a este acontecimiento, se representa una especie de barco flotando sobre las aguas y que contiene a un hombre y a una mujer. Incluso se dice que los tlaxcaltecas, zapotecas, mixtecos y los pueblos de Michoacán tenían tales imágenes. El hombre es llamado de diversas formas: Coxcox, Teocipactli, Tezpi y Nata; la mujer Xochiquetzal o Nena. La siguiente versión se ha aceptado comúnmente como la forma ordinaria del mito mexicano:

En Atonatiuh, la Edad del Agua, un gran diluvio cubrió toda la faz de la tierra, y sus habitantes fueron transformados en peces. Solo un hombre y una mujer escaparon, salvándose en el tronco hueco de un ahahuete o ciprés de Moctezuma; el nombre del hombre era Coxcox, y el de su esposa Xochiquetzal. Cuando las aguas disminuyeron un poco, su “arca” encalló en el Pico de Colhuacán, el Ararat de México. Allí se multiplicaron, y los hijos comenzaron a reunirse en torno a ellos, hijos que todos nacieron mudos. Entonces vino una paloma y les dio lenguas, innumerables lenguas. Solo quince de los descendientes de Coxcox, que después se convirtieron en cabezas de familia, hablaban el mismo idioma o podían entenderse entre ellos; y de estos quince descienden los toltecas, aztecas y acolhuas.

En Michoacán se preservó una tradición según la cual el nombre del Noé mexicano era Tezpi. Con mejor fortuna que la atribuida a Coxcox, él pudo salvarse, en una espaciosa embarcación, no solo con su esposa, sino también con sus hijos, varios animales y una cantidad de grano para uso común. Cuando las aguas comenzaron a descender, envió un buitre para que fuera por la tierra y le trajera noticias cuando apareciera tierra seca. Pero el buitre se alimentó de los cadáveres que yacían por todas partes y nunca regresó. Entonces Tezpi envió otras aves, y entre ellas un colibrí. Y cuando el sol comenzó a cubrir la tierra con nuevo verdor, el colibrí regresó a su antiguo refugio con hojas verdes en el pico. Entonces Tezpi vio que su embarcación había encallado cerca del monte Colhuacán, y desembarcó allí.

Los peruanos tenían varios mitos sobre el diluvio. Uno de ellos relata que toda la faz de la tierra fue transformada por un gran diluvio, acompañado por un eclipse extraordinario del sol que duró cinco días. Todos los seres vivientes fueron destruidos, excepto un hombre, un pastor, con su familia y rebaños. Según otra leyenda peruana, dos hermanos escaparon de un gran diluvio que anegó el mundo, de modo similar, ascendiendo una montaña que flotaba sobre el agua. Cuando las aguas retrocedieron, se encontraron solos en el mundo; y habiendo consumido todas sus provisiones, descendieron a los valles en busca de más alimento.

Esto otro es tomado de las obras de Lord Kingsborough:

Los peruanos conocían el diluvio y creían que el arcoíris era la señal de que la tierra no volvería a ser destruida por el agua. Esto se muestra claramente en el discurso que Mango Capac, el presunto fundador del imperio peruano, dirigió a sus compañeros al contemplar el arcoíris elevándose desde una colina; el cual está registrado así por Balboa en el capítulo noveno de la tercera parte de su Miscellanea Antarctica:

“Siguieron caminando hasta que una montaña, actualmente llamada Guanacauri, se presentó ante su vista. Cierta mañana, contemplaron el arcoíris elevándose sobre la montaña, con un extremo apoyado en ella, y Mango Capac exclamó a sus compañeros: ‘Esta es una señal propicia de que el mundo no volverá a ser destruido por el agua; síganme, subamos a la cima de esta montaña, para desde allí contemplar el lugar destinado a ser nuestra futura morada.’ Después de echar suertes y realizar diversas ceremonias supersticiosas, de esta manera dirigieron su curso hacia la montaña.”

Apenas es necesario señalar que recurrir a los sorteos o echar suertes para sacar presagios o determinar decisiones era una antigua costumbre hebrea, utilizada en las ocasiones más solemnes, así como en las más triviales.

Habiéndose probado en el pasaje citado de la historia de Balboa que los peruanos conocían la historia del arcoíris, tal como se relata en el capítulo 9 del Génesis, puede resultar interesante añadir que, según el relato de un autor anónimo, creían que el arcoíris no solo era una señal pasiva de que la tierra no volvería a ser destruida por un segundo diluvio, sino también un instrumento activo para evitar la repetición de tal catástrofe. Esta curiosa creencia se basaba en la suposición de que, como las aguas del mar (que, al igual que los judíos, ellos creían que rodeaban toda la tierra) tenderían a subir después de lluvias excesivas, la presión de los extremos del arcoíris sobre su superficie impediría que se excediera su nivel adecuado.

Nadaillac llama la atención sobre el hecho de la existencia de una creencia generalizada en un diluvio entre las razas americanas, y comenta que dependemos de escritores para nuestras referencias de estas tradiciones, quienes no siempre estaban libres de sesgos mentales y que obtuvieron su información de individuos que habían estado expuestos a enseñanzas misioneras y que estaban más o menos familiarizados con lo que él llama los mitos y leyendas cristianas. “No obstante estas desventajas,” comenta, “se verá que una creencia generalizada, por ejemplo, en un diluvio, está ampliamente difundida entre las razas americanas, y difícilmente puede atribuirse a enseñanzas cristianas.”

Uno podría continuar citando pasajes de este tipo indefinidamente, pero considero que lo ya expuesto sobre estos temas es suficiente.

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