Una Casa de Gloria


Capítulo 13

Privilegios que inspiran y nos coronan


En el templo hacemos convenios con el Señor y se nos dan leyes y mandamientos que gobiernan nuestra vida. Desafortunadamente, las palabras tales como convenios, leyes y mandamientos pueden no tener una connotación positiva en nuestra mente. Algunas veces sentimos que tales palabras son restrictivas, limitativas, autoritarias, destructivas, o inhibidoras. La actitud del Señor es muy diferente. En Doctrina y Convenios Él explica que los “mandamientos” dados a José Smith “inspiraron” al Profeta (D. y C. 20:7). En la sección 51 el Señor “concede” a los de este pueblo el “privilegio de organizarse conforme a [Sus] leyes” (v. 15; énfasis añadido). Más adelante, en la sección 59, el Señor promete que los que son fieles “serán coronados con bendiciones de arriba, sí, y con mandamientos no pocos” (v. 4; énfasis añadido).

En nuestra actitud hacia los mandamientos y las leyes, ¿incluimos las palabras inspirador, privilegio, coronados o bendición7. Dudo que muchos de nosotros hayamos orado: “Señor, por favor, ‘coróname’ con Tus mandamientos y leyes”. ¿Nos emociona recibir “mandamientos no pocos”? Cuando recibimos los mandamientos, ¿son siempre “inspiradores”? Cuando los recibimos rectamente, los convenios, los cuales contienen compromisos que debemos cumplir, son una bendición. ¿Es un privilegio recibirlos? ¿Nos inspiran a una vida más noble?

Con esta actitud, los convenios que hacemos en el templo son más fáciles. No nos molesta, por ejemplo, que no podamos vestirnos con las últimas modas o con vestidos cortos u otro tipo de ropa, por cuanto hemos hecho un convenio diferente con la investidura del templo. Nos enfocaremos más en la inspiración, en la bendición y en el privilegio que nos coronan al usarlos reverentemente de modo que podamos recibir las promesas específicas que el Señor nos otorga a cambio.

UN “CRECIMIENTO SATISFACTORIO” EN TODOS LOS ASPECTOS

Cuando yo era niño, solía comportarme mal. Parece que causaba molestias en cada clase a que asistía. En la primaria se me dio el apodo de “el Santo Terror”. Ningún maestro me quería en su aula, y se me dijo que hubo una celebración cuando finalmente me gradué. No era mal intencionado ni rebelde; simplemente no podía quedarme quieto. Me sentía restringido y confinado, y siempre tenía la necesidad de decir algo a mi compañero más cercano. Recuerdo que un consejero del obispado me sacó de una clase de la Escuela Dominical y me sentó en la silla junto a mi mamá, en una clase de adultos, la cual ella estaba enseñando. Era una clase sobre las relaciones entre padres e hijos.

En la escuela, las cosas no cambiaron casi para nada. Encontré recientemente en el sótano de mi casa algunos formularios de calificaciones escolares de mi infancia. Éstos relatan una historia que recuerdo muy bien. Cada reporte tenía una sección titulada “Desarrollo de carácter y comportamiento”. Esa sección estaba dividida en seis aspectos, cada uno de los cuales tenía una casilla en la cual la maestra indicaba el progreso del alumno. Mi formulario lucía básicamente igual en todos los aspectos: “1. Trabaja bien con los demás: Necesita un mayor progreso. 2. Juega bien con los demás: Necesita un mayor progreso. 3. Muestra autocontrol: Necesita un mayor progreso. 4. Termina su trabajo: Necesita un mayor progreso. 5. No desperdicia el tiempo ni los materiales: Necesita un mayor progreso. 6. Asume responsabilidad hacia la escuela y las reglas de seguridad: Necesita un mayor progreso”.

A menudo la maestra enviaba a los padres algunos comentarios sobre el alumno. Sus comentarios sobre mí usualmente contenían esta frase: “Michael necesita practicar más autocontrol”. Mi maestra del jardín de infantes escribió: “A Michael debemos recordarle a menudo las reglas, lo cual hace que tenga que dedicarle más tiempo que a otros alumnos. Su grado de atención es bajo”. Seis meses más tarde, el comentario final de la maestra antes de que fuese adelantado al primer grado fue: “A Michael todavía deben recordársele las reglas a menudo”.

El tiempo pasó, pero parece que yo no cambié mucho. Mi maestra de tercer grado escribió: “Michael debe aprender a ser más considerado con los demás. Él es muy impaciente con el trabajo escrito. Si pudiera calmarse y trabajar más despacio, sus tareas serían más ordenadas”. Casi cada calificación escolar tenía un comentario acerca de mi pobre caligrafía, la cual, hasta el día de hoy, no ha mejorado mucho. Otro maestro, en su comentario final dijo: “Debe mejorar en todos sus hábitos de trabajo”. Después de marcar las casillas “Necesita un mayor progreso”, otro maestro escribió: “Mike todavía interrumpe continuamente en las clases; espero que pueda controlarse el próximo año”

Esto continuó hasta el octavo grado, cuando empecé a controlarme más y mis notas de comportamiento mejoraron.

Mis calificaciones de quinto grado sobresalen de las demás. En la sección de “Desarrollo de carácter y comportamiento”, mi profesor, el señor Burns, marcó cada casilla con “Progreso satisfactorio”. Fue un informe perfecto. En el recuadro para comentarios del profesor, el señor Burns, escribió: “Mike es un buen muchacho en todo aspecto. Estudia mucho, juega mucho. Estoy muy orgulloso de él en todo. Su progreso es claro en todo sentido y estoy seguro de que él está consciente de su crecimiento y que trata de mejorarse cada vez más. En verdad, su caligrafía no es lo que debería ser, pero con un esfuerzo constante y en su debido tiempo Mike hallará crecimiento y satisfacción en este particular. ¡Adelante, Mike!”

Nunca olvidaré al señor Burns. Yo lo amaba. Él fue un héroe en mi niñez. Yo habría hecho cualquier cosa para complacerle. Recuerdo que en forma consciente yo trataba de hacer lo que fuese para ganar su aprobación. En consideración al señor Burns, me sentaba quieto en la clase y no hablaba con ninguno de mis compañeros. Mi amor por ese maestro me hizo observar todas las reglas, controlar mi comportamiento, tratar lo mejor posible de escribir en forma nítida y mostrar un progreso “satisfactorio en todos los aspectos”.

El secreto de la obediencia es el amor. Nos da la fortaleza para mantener nuestros convenios y para tratar aún más arduamente cuando parecemos estar fallando. Nosotros obedecemos a Dios porque lo amamos. Mantenemos nuestros convenios del templo porque lo amamos y porque sabemos que se complace con nuestra diligencia en esforzarnos por vivir la clase de vida que se nos ha enseñado en Su Casa. Él es nuestro héroe y nosotros queremos, más que ninguna otra cosa, complacerle de modo que Él pueda escribir en nuestro informe “Progreso satisfactorio en todos los aspectos”. El saber que Él es nuestro Padre nos ayuda a que nuestro amor fluya con más pureza. No es de extrañar entonces que Satanás desee tanto destruir el conocimiento de que cada uno de nosotros es un hijo o una hija literal de Dios.

“VIVIR MILES DE VECES MÁS RECTAMENTE”

Algunas veces obedecemos las reglas, los mandamientos, normas o convenios del Señor por otras razones más que por amor. Los obedecemos por temor, culpa o el deseo de recibir un reconocimiento. Estas aptitudes traen obediencia pero no una obediencia que perdura. En las Escrituras, la relación del convenio del Señor con Su pueblo es a menudo comparada con el de un novio y su novia. Este tipo de amor es dulce; busca complacer y se concentra en el ser amado. Desea hacer convenios eternos de una devoción duradera. Las canciones de amor en cualquier idioma celebran el poder eterno e inmutable del amor. Seguramente nuestro amor por el Esposo sería lo mismo. En la obra “El Mercader de Venecia”, Shakespeare nos da una hermosa descripción del poder del amor. Aquí Porcia habla a su amado Bassanio:

Vedme aquí, Lord Bassiano, tal como soy.
….Por lo que a mí se refiere,
no alimentaré ningún ambicioso deseo
de ser mejor de lo que soy;
pero por vos quisiera poder triplicarme veinte veces;
quisiera ser mil veces más bella, mil veces más rica;
y en fin, solamente por elevarme más
de lo que vos me estimáis,
quisiera en riquezas, en virtudes,
en hermosura, en amigos,
exceder todo cálculo.
Pero la suma total de mi persona
equivale a cero;
es decir, para expresarme con brevedad
equivale a una joven sin instrucción,
sin saber, sin experiencia,
dichosa ante todo de no ser aún tan vieja que no pueda aún aprender;
más feliz, porque no es tan falta de talento que no pueda aprender;
y dichosa, por encima de todo,
de poder confiar mi espíritu dócil
a los cuidados del vuestro, para que lo dirija
como su dueño, su gobernador, su rey.
Mi persona y lo que me pertenece os son transferidos
y se convierten en vuestros;
no hace más que un instante yo era la soberana
de este espléndido castillo, el ama de mis criados,
la dueña de mí misma.
Y ahora, ahora este castillo, estos criados,
esta persona que soy,
son vuestros, señor.
(Acto III, Escena II, líneas 150-173).

Éste es el espíritu del templo. Nos entregamos libremente a nosotros mismos y todo lo que somos ante el altar, así como Porcia libre y gozosamente se dio enteramente a Bassanio. Como Porcia, deseamos ser mil veces más rectos, más dedicados, e instrumentos más aptos en las manos del Señor. Esa devoción nos brinda la habilidad de mantener nuestros convenios del templo para nosotros y para el Señor. Éstos son los convenios que nos santifican.

En otra hermosa escena de la literatura clásica de Dante, Virgilio responde a un mandamiento de Beatriz con las siguientes palabras: “Vuestro mandamiento me complace tanto que el obedecerlo, si ya estuviese hecho, fuese lento para mi” (La Divina Comedia, Canto II, líneas 78-80). Conociendo de quién son los mandamientos y las leyes que nos comprometemos a obedecer, ¿vacilaría alguno de nosotros en responder a ellos con prontitud?

Las Escrituras nos dan numerosos ejemplos de esta hermosa aptitud hacia los convenios y los mandamientos del Señor. Advierta la dulzura que contienen las siguientes frases de hombres y mujeres del pasado. Cuando el Señor llamó al joven Samuel, su respuesta fue: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Cuando a María se le dijo que sería la madre del Redentor del mundo, su respuesta a Gabriel demostró su verdadero amor: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38). Cuando un ángel le preguntó a Adán por qué ofrecía sacrificios al Señor, él respondió: “No sé, sino que el Señor me lo mandó” (Moisés 5:6). El Señor le preguntó a Isaías; “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”, a lo que Isaías respondió: “Héme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8). En el camino a Damasco, Pablo preguntó: “¿Qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6). El hermoso ejemplo de obediencia de Nefi es bien conocido: “Iré y haré lo que el Señor me ha mandado”, le dijo a su padre, “…sin saber de antemano lo que tendría que hacer” (1 Nefi 3:7; 4:6). No es de sorprendernos que las últimas palabras que se escribieron de Nefi fueran “debo obedecer” (2 Nefi 33:15). Cuando Jesús le dijo a Pedro: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”, Pedro le respondió: “Maestro toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red” (Lucas 5:4-5).

Todos estos ejemplos son reflexiones del gran ejemplo de Jesús mismo. A la edad de doce años, tras enseñar en el templo, le preguntó a su madre: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en ¡os negocios de mi Padreme es necesario estar?” (Lucas 2:49; énfasis añadido). Pero la descripción última de esa actitud hermosa fue la que Él mostró cuando el Padre preguntó: “¿A quién enviaré? Y respondió uno semejante al Hijo del Hombre: Heme aquí; envíame” (Abraham 3:27). Más tarde, cuando se postró en Getsemaní, confirmó Su decisión premortal de la Expiación cuando dijo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).

Cada uno de estos ejemplos muestra una obediencia nacida del amor y de la confianza. En su mayoría, estas personas no siempre entendieron el significado completo o la necesidad de los mandamientos, pero sabían que amaban al Señor y Sus mandamientos eran razón suficiente. Sin duda ellos podían comprometerse a obedecer. Esto no es una obediencia ciega. No creemos en una obediencia ciega en esta Iglesia, pero creemos en una obediencia que confía. La experiencia no demorará en mostrarnos que la obediencia que confía siempre termina siendo una obediencia iluminada, como sucedió con cada una de las personas mencionadas anteriormente. Conforme contemplamos los convenios y mandamientos inspiradores del templo, cultivaremos las actitudes de Porcia, de Virgilio, de los grandes hombres y mujeres de las Escrituras y, sobre todo, el ejemplo de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.