C. G. Octubre 1976
Las tentaciones de Cristo
Por el élder Howard W. Hunter
Del Consejo de los Doce
Hay tiempos en nuestra lucha con la adversidad de la vida mortal, en que nos cansamos, nos debilitamos y somos susceptibles a las tentaciones que aparecen en nuestro camino. En la vida del Señor encontramos una lección al respecto.
Después de su bautismo, Jesús fue guiado por el Espíritu hacia un lugar solitario, en el desierto. Allí permaneció por espacio de cuarenta días y sus noches, preparándose para el ministerio que pronto habría de comenzar. La más grande de las tareas que habría de realizarse en este mundo estaba por llevarse a cabo, y El necesitaba la fortaleza divina. Durante esos días en el desierto decidió ayunar para que su cuerpo mortal pudiera estar completamente sujeto a la divina influencia del Espíritu de su Padre.
Cuando Jesús hubo completado el ayuno de cuarenta días, habiendo estado en comunión con Dios y encontrándose entonces con hambre y debilitado físicamente, fue entregado a las tentaciones del diablo; eso también debía ser parte de su preparación. El mejor momento para el tentador, es cuando nos encontramos exhaustos emocional y físicamente cuando estamos cansados, vulnerables, y menos preparados para resistir sus insidiosas sugerencias. Esa fue una hora de peligro, la clase de momento en el que muchos hombres sucumben a las habilidosas trampas del diablo.
La primera tentación de Satanás a Jesús, fue la de satisfacer su necesidad de comida, la necesidad más básica y apremiante. Fue una tentación de los sentidos, una apelación a los apetitos, y tal vez la más común y peligrosa de las tentaciones del diablo. «Si eres Hijo de Dios», le dijo, «di que estas piedras se conviertan en pan.» Durante las largas semanas de soledad, el Salvador había sido sostenido por la exaltación del Espíritu que acompaña esa meditación, oración y comunión con los cielos. En tal espíritu de devoción, los apetitos físicos habían quedado sujetos y superados; pero en ese momento las demandas de la carne se hacían inevitables.
Pero Satanás no sólo tentó a Jesús para que comiera. Si le hubiera sugerido: «Vete de este desierto y pídele pan al panadero», no habría habido tentación, ya que Jesús tenía intenciones de comer al finalizar su ayuno. Más su tentación consistió en tratar de hacerlo comer en una forma espectacular, haciéndolo utilizar sus poderes divinos para propósitos egoístas. La tentación estaba en la invitación para que convirtiera las piedras en pan, milagrosa e instantáneamente, para no esperar ni posponer la gratificación física. Su respuesta al tentador fue clara como el cristal: «Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4).
Después, vino la segunda tentación. Comprendiendo que había fracasado completamente en tratar de inducir a Jesús a utilizar sus poderes divinos para la gratificación personal y física, y habiendo visto que el Señor dependía totalmente del sostén de la voluntad y el Espíritu de su Padre, Satán fue al otro extremo y lo tentó para que se entregara caprichosamente a la protección de Dios. Llevó a Jesús a la Ciudad Santa, al pináculo del templo desde donde se ven las plazas y las multitudes, y le citó la escritura: «Si eres Hijo de Dios, échate abajo: porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra» (Mat. 4:6).
En ese desafío apareció otra tentación de Satanás sobre el lado humano de la naturaleza mortal: la tentación de realizar una proeza deslumbrante, algo que pudiera llamar la atención de multitudes atentas y asombradas. Sin duda que el saltar de la torre del templo y caer en la explanada sin ser herido sería una verdadera proeza; eso provocaría el reconocimiento popular de la superioridad de Jesús y de que en realidad tenía un mensaje de lo alto. Sería una señal y una maravilla, cuya fama se esparciría como fuego llevado por el viento por toda Judea y que haría que muchos creyeran que el Mesías realmente había llegado. Pero la fe debe preceder al milagro y no a la inversa, Jesús, por supuesto, contestó escritura con escritura, cuando dijo: «Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios» (Mat. 4:7). Una vez más fueron frustrados los propósitos de Satanás, y Cristo salió victorioso.
En su tercera tentación, el diablo desecha la sutileza y las Escrituras, las desviaciones y los disfraces, jugándose todo en una audaz y directa propuesta. Desde la cumbre de una alta montaña, le mostró a Jesús todos los reinos de la tierra y sus glorias, las ciudades, los campos, los ganados, así como todo lo que la naturaleza podía ofrecer. Aun cuando no tenía la autoridad de entregarlos a nadie, Satán se los ofreció a Jesús, quien no había sido más que un modesto carpintero de villa.
Con riqueza esplendor y gloria terrena extendidos delante de ellos, Satanás le dijo: «Todo esto te daré, si postrado me adorares» (Mat. 4:9). En un final y desesperado esfuerzo, volvía a una de sus falsas pero fundamentales propuestas aquélla que dio como resultado que un tercio de las huestes celestiales le siguieran, y con la que continúa dirigiendo sus miserables esfuerzos contra los hijos de los hombres en la tierra. Es el concepto de que todo individuo tiene un precio, de que lo material siempre prevalece, de que «después de todo», con dinero se puede comprar cualquier cosa en este mundo.
Jesús sabía que si era fiel a su Padre obediente a todo mandamiento heredaría todo lo que el padre tiene, al igual que sucederá con cualquier hijo de Dios. La forma más segura de perder las bendiciones de esta vida y la eternidad, es aceptarlas de acuerdo con los términos de Satanás. Parecería que en ese momento hubiera olvidado que aquel era el hombre que más adelante predicaría: «Porque, ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Mar. 8:36. 37).
Con poder y dignidad, Jesús mandó: «Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás» (Mat. 4:10). Angustiado y derrotado, Satanás se retiró. «Y cuando el diablo hubo acabado toda tentación», agrega Lucas, «se apartó de él por un tiempo.» (Lu. 4: 11.)
Al igual que Jesús, también nosotros recibimos el alivio a las pruebas y los milagros después de pasar por la prueba y la tentación a nuestra fe.
En el transcurso de todas estas tentaciones se encuentra la insidiosa sugerencia de Satanás de que Jesús no era el Hijo de Dios, la duda que implica la utilización del tentador de la palabra «sí». «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». «Si eres
Hijo de Dios, échate abajo». Esto era, por supuesto, el presagio de la tentación desesperada y final que habría de acontecer unos tres años después: «Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mat. 27:40). Pero Jesús soportó pacientemente la estratagema, sabiendo que a su debido tiempo toda rodilla se humillaría y toda lengua confesaría que El es el Cristo.
No era necesario entonces, ni lo será nunca, que El satisfaga la curiosidad de los hombres, y menos de los inicuos. Así como en cada caso hubo una victoria para Jesús, la tragedia de la vida de Lucifer se hace aún más obvia: primero audaz, insultante y tentador; luego, suplicante débil y desesperado; finalmente y por último, el destierro total.
Pero ahora, nos toca a nosotros hacernos las preguntas: ¿Triunfaremos? ¿Resistiremos? ¿Llevaremos la corona del vencedor? Satanás no pudo vencer a Jesús, pero no cree que nos ha perdido a nosotros, sino que continúa tentando, insultando y suplicando por nuestra lealtad. Debemos encontrar fortaleza para la batalla en el hecho de que Jesús salió victorioso no como Dios, sino como hombre. Es importante que recordemos que Jesús tenía la capacidad de pecar, que podría haber sucumbido, que el plan de vida y salvación podría
haber fracasado, pero que El permaneció firme. Si no hubiera existido la posibilidad de que cediera a las tentaciones de Satanás, tampoco habría habido una verdadera prueba ni una genuina victoria como resultado. Si no hubiera tenido la facultad de pecar, se le habría estado negando su libre albedrío. Fue El quien vino a salvaguardar y asegurar el libre albedrío humano, por lo tanto, debía retener la capacidad y la habilidad de pecar si así lo deseaba. Como escribió Pablo: «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Heb. 5:8). Y él fue «tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Heb. 4:15). El era perfecto y sin mancha, no porque debía serlo, sino porque clara y decididamente quiso ser así. Como lo registra Doctrinas y Convenios: «Sufrió tentaciones pero no hizo caso de ellas» (D. y C. 20:22).
¿Qué sucede con nosotros? ¿Vivimos en un mundo de tentaciones que parecen más reales y opresivas que en cualquier otro momento de la historia desde los días de Noé. ¿Nos mantenemos fieles a pesar del mundo? Toda persona debería preguntarse: «¿Me mantengo yo limpio de las manchas del mundo?»
Hablando de las tres tentaciones recibidas por Jesús, dijo un presidente de la Iglesia:
«Clasificadlas, y hallaréis que bajo una de estas tres, casi cada una de las tentaciones que pueden mancharnos, por pequeñas que sean, se nos presentan como: 1 ) la tentación de los apetitos; 2) la de ceder al orgullo, la moda y la vanidad de aquellos que están alienados de las cosas de Dios: y 3) la satisfacción de la pasión o la codicia de las riquezas del mundo, o del poder entre los hombres. ¿Cuando enfrentamos esas tentaciones? Nos acosan en nuestras reuniones sociales, en los casamientos, en la política, en nuestras relaciones de negocios, en la granja, en el establecimiento mercantil; en todas nuestras transacciones de la vida cotidiana, encontramos todas estas insidiosas influencias, y es cuando se manifiestan al estado consciente de cada individuo que la defensa de la verdad debe ejercitarse por sí misma.» (David O. McKay, Conference Report, oct. de 1911, pág. 59.)
¿Es esto sólo para el individuo o puede un grupo de personas resistir las tentaciones de Satanás? Por cierto que el Señor estaría con los santos si se presentaran ante el mundo como una luz que no se puede ocultar, porque están dispuestos a vivir de acuerdo con los principios del evangelio y obedecer los mandamientos de Dios.
Con fe, oración, humildad y las fuentes de fortaleza que nos provee un reino eterno, somos capaces de vivir sin mancha en medio de un mundo de tentaciones. Junto con el salmista cantaremos:
«Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno, porque tu estás conmigo;
Tu vara y tu cayado me infundirán aliento.
Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores;
Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida.
Y en casa de Jehová moraré por largos días.” (Salmos 23:4-6.)
Que éste sea nuestro destino, ruego en el nombre de nuestro Señor y Maestro, Jesucristo. Amén.

























muy inspirador …. gracias por la ayuda …
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