Conferencia General Abril 1978
Mujeres de Dios
élder Neal A. Maxwell
De la Presidencia del Primer Quórum de los Setenta
Poco sabemos del porqué de la división de deberes entre el hombre y la mujer, tales como la maternidad y el Sacerdocio; eso fue divinamente determinado en otro tiempo y otro lugar. Nos acostumbramos a enfocar nuestra atención en los hombres de Dios, porque en ellos recaen las responsabilidades del Sacerdocio y el liderato. Pero paralela a esa línea de autoridad, fluye una influencia que refleja la rectitud de las admirables hijas de Dios que han adornado todas las épocas y dispensaciones, incluso la nuestra, y cuya grandeza no se mide en palabras de alabanza. La historia de estas mujeres de Dios es el inédito drama femenino dentro del drama histórico.
Nosotros los hombres, conocemos a las hijas de Dios como madres, hermanas, hijas, amigas. Es la mujer la que ennoblece al hombre, lo enseña y lo inspira. Por vosotras sentimos admiración y afecto, porque vuestra rectitud no depende de vuestro rol como mujeres, ni vuestra bondad es simulada. En la obra del reino, el hombre no puede estar sin la mujer ni la mujer sin el hombre, y entre ellos no cabe lugar para la envidia, no sea que al cambiar o renunciar a nuestros respectivos papeles, desperdiciemos nuestras características femeninas o masculinas.
Así como algunos hombres fueron preordinados antes de la fundación del mundo, también lo fueron algunas mujeres para llevar a cabo determinadas responsabilidades. Fue un plan divino, y no el mero azar, lo que señaló a María como la madre de Jesús. El joven profeta José Smith fue bendecido no sólo con un gran hombre como padre, sino con una madre maravillosa, que tuvo influencia sobre toda una dispensación.
Cuando buscamos el ejemplo máximo de amor y lealtad en las relaciones humanas, ¿no hablamos acaso más de Noemí y Rut, que de David y Jonatán? Y no puede sorprendernos que, por su gran amor hacia sus hijas, Dios haya sido siempre tan insistente con respecto a nuestras obligaciones hacia las viudas.
Una viuda nos enseñó el pago del diezmo con su único centavo. Otra viuda, pobre y afligida con un hijo hambriento, nos enseñó a compartir cuando dio a Elías toda la harina y el aceite que le quedaban. El divino instinto maternal de una egipcia rescató a Moisés de entre los juncos, moldeando así la historia y demostrando que un niño es una bendición, no una carga.
¿Qué anuncio de esperanza ha sobrepasado la conversación que hubo entre María y Elisabet, cuando el niño que aún estaba en el vientre de Elisabet reconoció a la electa del Señor? (Lucas 1:41.)
El relato de la crucifixión en el Calvario nos demuestra la inteligencia innata de la mujer. «Estaban allí muchas mujeres, mirando de lejos…» (Mat. 27:55.) Su presencia era una oración; su permanencia allí era como un himno…
¿Quiénes fueron primero a la tumba del Señor? Dos mujeres. ¿Y quién fue el primer ser mortal que vio al Cristo resucitado? María Magdalena.
Una especial intuición espiritual mantiene viva la esperanza en las hijas de Dios, cuando ya muchas otras personas la han perdido. La caridad de las buenas hijas de Dios no hace despliegues públicos. Ellas no se regocijan cuando otros pierden la senda. Están siempre demasiado ocupadas en servir, como para esperar honores o contar agravios. Como María, la mujer confiadamente medita en los enigmas que turban a otros. Dios confía tanto en la mujer, que la ha puesto a cargo de su máxima creación: sus hijos espirituales.
El hecho de que en la Iglesia de nuestros días se haya asignado el servicio caritativo a las mujeres, no es accidental; mientras que el servicio que rinden algunos hombres en este aspecto parece más impuesto por la obligación, el que prestan las mujeres es completamente natural.
Por ser las hijas de Sión tan especiales, el adversario no ha de cesar en sus intentos de hacerlas caer.
Os rendimos honor, hermanas, por el gozo que halláis en la primera sonrisa de un pequeño, por el oído atento que prestáis al niño que os relata su primer día de escuela; vuestras acciones denotan vuestra generosidad.
La mujer siente antes que nadie el peligro de quienes pretenden forzarla a una militancia con la cual no está de acuerdo. Vosotras consoláis al niño sollozante sin preguntaros si el mundo os está dejando atrás, porque sabéis que en vuestros brazos estáis estrechando el futuro.
A menudo, la mujer brinda consuelo cuando su propia necesidad es mayor que la de aquel a quien ayuda, una cualidad similar a la generosidad de Jesucristo en la cruz. Quien en medio de su dolor da consuelo a otros, participa de lo divino.
Doy gracias al Padre porque su Hijo Unigénito no exclamó en desafiante protesta en el Calvario «¡Mi cuerpo es mío!»; y admiro profundamente a las mujeres que rechazan la idea del aborto y rehúsan convertir en tumba su sagrado cuerpo.
Cuando la historia final de la humanidad se revele, ¿hará resonar el tronar del cañón, o el eco de una canción de cuna? ¿Los grandes armisticios hechos por los militares, o la acción pacificadora de la mujer en el hogar? Lo que ocurre en las cunas y en los hogares, ¿tendrá mayor efecto que las grandes resoluciones tomadas en los congresos?
Cuando el paso dc los siglos haya convertido en arena las grandes pirámides, la familia eterna aún permanecerá puesto que es una institución celestial, formada fuera de la esfera telestial. Las hijas de Dios saben esto muy bien.
No es de extrañar entonces, que los hombres de Dios os apoyen en vuestro papel exclusivo, hermanas, porque el acto de abandonar el hogar con el supuesto fin de salvar a la sociedad, es como quitar un tapón del casco de un barco, para remendar la cubierta.
Nosotros, los hombres, os amamos por vuestra nobleza al responder con consideración a nuestra desconsideración, con abnegación a nuestro egoísmo; nos conmovemos ante la elocuencia de vuestro ejemplo: y os agradecemos infinitamente por soportarnos cuando no nos comportamos como es debido, porque vosotras -al igual que Dios nos amáis, no sólo por lo que somos, sino por lo que podemos llegar a ser.
Sentimos una especial admiración por aquellas mujeres solteras que se guardan sin mancha, entre las que se cuentan algunas de las más nobles hijas de Dios. Estas hermanas saben que su Padre las ama distinta e individualmente; eligen buenas carreras, aun cuando no puedan seguir aquella que es la más selecta: la de esposa y madre. Aunque en éste, su segundo estado no logren su mayor deseo, aún así vencen al mundo. Estas hermanas que no pueden mejorar la institución del matrimonio, a menudo hacen grandes contribuciones para mejorar otras instituciones sociales; y no niegan a los demás sus bendiciones, simplemente porque algunas les sean negadas a ellas en esta tierra.
También deseo unirme a mis hermanos en el Sacerdocio para expresar imperecedera gratitud a nuestras compañeras eternas; sabemos que sin vosotras no hay meta que valga la pena alcanzar, ni tampoco la deseamos.
Cuando nos unimos en oración, nos arrodillamos juntos para orar; frente al altar del sagrado templo, también nos arrodillamos juntos; y cuando lleguemos al portal final, donde Jesús mismo esté para recibirnos, si hemos sido fieles, pasaremos juntos ese umbral.
El Profeta puede hablarnos de ese compañerismo. Cuando se sintió abrumado por la magnitud de su llamamiento apostólico, su esposa Camila lo consoló, calmó su angustiada sensación de ineficiencia, y con amorosa paciencia lo convenció de que podría llevar a cabo la tarea que se le había encomendado. Y ciertamente, lo ha hecho, pero con ella a su lado siempre.
Hermanos, notemos cómo tratan a su esposa los profetas, y cómo honran a la mujer, ¡y hagamos nosotros lo mismo!
Para terminar, recordemos que cuando regresemos a nuestro verdadero hogar será con la mutua aprobación de aquellos que reinan en las cortes celestiales. Allá encontraremos una belleza que el ojo mortal jamás ha contemplado; oiremos una música que oídos mortales no han escuchado nunca. No creo que fuera posible tan magnífico regreso al hogar, si no hubiera una Madre Celestial que preparara nuestro recibimiento.
Entretanto, no olvidemos que no existen caminos separados que nos lleven hacia ese hogar celestial, sino uno solo, angosto y estrecho, al final del cual, aun cuando lleguemos empapados en lágrimas, inmediatamente entraremos en la plenitud del gozo. Y de esto testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.

























Que hermoso diiscurso!
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