El poder de la oración familiar

Conferencia General Abril 1982logo pdf
El poder de la oración familiar
por John H. Groberg
del Primer Quórum de los Setenta

John H. GrobergMis queridos hermanos, me encomiendo a vuestra fe y oraciones al hablaros en esta ocasión de un tema de importancia vital para nuestra felicidad y éxito en la vida: me refiero al valor y al poder de la oración familiar.

Nuestro Padre Celestial desea que tengamos familias unidas por fuertes lazos de afecto e interés mutuos, y uno de los recursos más eficaces que El nos ha proporcionado para lograrlo es la oración familiar.

Todos, solteros o casados, o sea cual fuere nuestro estado civil, somos partes integrantes de una familia, de una manera o de otra; y gran parte de nuestra felicidad en la vida tiene lugar a medida que vamos reconociendo esa relación familiar y fortaleciéndole en la debida forma.

Venimos a esta tierra con una misión: la de aprender a amarnos y servirnos los unos a los otros.  Por eso, con el fin de que nos perfeccionemos en esto, Dios nos pone en unidades familiares porque sabe que el seno de la familia es la mejor  escuela para aprender a superar el egoísmo, vencer el orgullo, sacrificarnos por los demás hacer de la y felicidad, del espíritu servicial, así como de la humildad y del amor, la esencia misma de nuestro carácter.

Cuando nos damos cuenta de que los amigos y los conocidos pasan por nuestra vida y se van, en tanto que nuestra familia permanece para siempre, y de que somos eternamente «guardas de nuestros hermanos», empezamos a ver con mayor claridad la gran ayuda que necesitamos. ¡Cuánto debiéramos agradecer a Dios la oportunidad de orar en familia!

Escuchemos detenidamente la admonición del Salvador:

«Orad al Padre en vuestras familia, siempre en mi nombre, para que sean bendecidas vuestras esposas y vuestros hijos.» (3 Nefi 18:21.)

¿Vislumbráis el hecho de que si no oramos siempre con nuestros familiares, es probable que ellos no sean bendecidos, o al menos, que no lo sean tan enteramente?  Si los amamos verdaderamente, oraremos constantemente por ellos y con ellos.  No conozco acción alguna que cuente con mayor potencial para unir a nuestras familias, así como para brindar más afecto y guía divina a nuestros hogares, que la constante y ferviente oración familiar.

Pensad en la buena influencia que os atraéis cuando reunís a vuestra familia para dar gracias a Dios por todas sus bendiciones.  Reflexionad en la trascendencia eterna del solo acto de dar gracias al Altísimo día a día por cada miembro de la familia y pedirle que guíe, bendiga y proteja a cada uno de ellos.  Considerad la fortaleza que obtendrán vuestros familiares al derramar cada cual, diariamente, su alma a Dios en amor por unos y por otros.

Por supuesto, nuestras oraciones deben ser mucho más que meras palabras, pues, como lo ha dicho claramente el presidente Romney: «La eficacia de nuestras oraciones dependerá de cuánto nos importe el bienestar de unos y de otros». (Liahona, febrero de 1981, pág. 184.)

Vemos, entonces, que la oración familiar es enteramente eficaz sólo cuando después de elevar una oración de rodillas, nos levantamos sintiendo más amor y comprensión, y velamos en mejor forma los unos por los otros.

Todos anhelamos que en nuestras respectivas familias haya más amor y más unidad; del mismo modo, precisamos apoyo para ayudar a algunos que, acaso cegados por algún capricho, se hayan vuelto rebeldes o necesiten ayuda especial.  Por lo demás, todos deseamos tener una mayor certidumbre de la guía y la orientación divinas.

Os prometo que si oráis constante y fervientemente en familia, y que si cada persona toma su turno para orar con sinceridad por los demás, recibiréis inspiración y sabréis lo que debéis hacer individualmente para prestar vuestra ayuda a los demás.  Sí, os repito, por medio de la oración familiar podréis recibir revelación personal y familiar tocante a la manera de amaros y serviros los unos a los otros.

Hemos de tener presente que Satanás hará todo lo posible para que no oremos en familia, o cuando menos, para que lo hagamos sólo alguna que otra vez, en forma mecánica y sin sinceridad.  En los tiempos del profeta Daniel, Satanás ejerció su influencia en hombres malvados para que promulgaran un edicto real que prohibía orar.  En nuestra época, sus esfuerzos son al parecer más sutiles, aun cuando también intenta influir en las leyes de los hombres.

Si Satanás logra hacernos pensar que nuestros hijos son demasiado pequeños o muy grandes ya, o si logra que nos irritemos los unos con los otros, o que nos absorban en demasía los programas de la televisión o un sinnúmero de actividades, o que nos veamos envueltos en otros aspectos de la apremiante vida moderna para que no realicemos la oración familiar, habrá efectivamente ganado la batalla en ese sentido, aun cuando muchas de las otras cosas que hagamos sean buenas.

A él le tiene sin cuidado la manera que emplee para detenernos, con tal de hacerlo.  Contestaos las siguientes preguntas: ¿Cuántas veces habéis tenido oración familiar esta semana? ¿Quién va ganando en vuestro hogar?  No permitáis al maligno que consiga lo que quiere, puesto que ciertamente podréis vencerlo con la ayuda de Dios.

Suplico con todo el fervor de mi alma a todas las familias de la Iglesia, y a todas las familias del mundo, que deis a Dios el primer lugar en vuestra vida, y que lo pongáis de manifiesto llevando a cabo vuestras oraciones familiares todas las mañanas y todas las noches.

¡Ah!, si hiciéramos esto, si manifestáramos constante y regularmente a nuestros familiares y a nuestro Dios cuánto les amamos, cuánto les apreciamos, cuánta necesidad tenemos de su ayuda y cuánto dependemos de la protección de El, se verificaría uno de los cambios más favorables jamás vistos en la Iglesia y en el mundo.  ¡No permitáis que cosa alguna os prive de la constante y ferviente oración familiar!  Pensad en lo que enseñáis cuando la realizáis . . . y en seguida, pensad en lo que enseñáis cuando no la realizáis.

Os testifico que existe un poder efectivo en la oración de la familia.  Os testifico que los miembros de ella, al orar juntos, pueden unirse más estrechamente, ayudarse y fortalecerse mutuamente.

Os ilustraré lo que os digo refiriéndoos algo que me sucedió hace años: Era yo joven y fui llamado a la misión a Tonga.  Por una serie de circunstancias inusitadas, como huelgas de barcos, etc., tardé tres meses en llegar a Tonga desde Salt Lake City.  Como fui el único asignado a Tonga en aquella ocasión, hice gran parte del viaje yo solo.

Por fin, en Samoa, el ‘presidente de la misión me embarcó rumbo a Fiji y me aseguró que enviaría un telegrama para que, cuando llegara a Suva, dos élderes me estuviesen esperando y me embarcaran de allí a Tonga.

Aun cuando hacía dos meses y medio que viajaba, en aquel trayecto de varios días a Suva me sentí más angustiado que nunca. ¡Con qué ansiedad anhelaba el momento de ver a aquellos misioneros!

El barco arribó a Suva temprano por la mañana, y al atracar el buque al muelle, yo busqué y busqué con la mirada a los misioneros, pero no estaban allí.  Pasó una hora. . . dos. . . tres, y ni noticias de los élderes.  El capitán me ordenó varias veces que desembarcara, pues pronto levarían el ancla.  Yo le decía una y otra vez que pronto irían dos jóvenes a buscarme. . . pero ellos no llegaban.

Y así, llegó el mediodía, y el capitán, listo para zarpar, me dijo:

-Desembarque.  Su pasaje era sólo hasta aquí.  Yo zarparé pronto, así que . . . baje.

Con mucho miedo empecé a bajar por la pasarela, pero me Cortaron el paso los oficiales de la oficina de inmigración.

-Muéstrenos su visado, su pasaje a su próximo destino y el dinero que trae para su permanencia aquí -me ordenaron.

Yo no tenía visado, ni pasaje, ni dinero suficiente, pero les aseguré que los dos jóvenes que pronto llegarían me proporcionarían todo lo necesario. ¡Cuánto oré! … pero ellos no llegaron.

-Suba al barco, entonces -me dijeron con premura.

-A mi barco, no -bramó el capitán.

Recuerdo que, de pie, desde el medio de la pasarela, yo veía, arriba, los brazos cruzados y los ojos feroces del inflexible capitán; y, abajo, los igualmente resueltos rostros y las apretadas mandíbulas de los agentes de la inmigración.  Entonces, miré el mar bajo mis pies. . . debí haber imaginado por cuánto tiempo podría mantenerme a flote, pero me sentía demasiado asustado como para pensar en cosa alguna.

Al final, el capitán resultó ser el más firme; y entre maldiciones, gritos y ruidos, elevaron la pasarela y el barco se hizo a la mar.  Y yo me quedé en las no muy amistosas manos de los oficiales de inmigración.

Hubo una larga discusión entre ellos (casi toda en su idioma, que yo no conocía).  Por fin, uno de los más jóvenes, que parecía más amigable, me explicó que por lo pronto yo debía irme con mis cosas a la «barraca de la aduana», que era el lugar donde ponían lo que no dejaban entrar en el país mientras no se pagaran los correspondientes derechos e impuestos.  Me tranquilizó diciéndome que él también creía que los dos jóvenes que yo esperaba llegarían pronto y que todo saldría bien.

Y se fue la tarde.  Hice todo lo que pude por localizar a los misioneros, pero todo intento fue inútil.  Sé que los misioneros tienen que ser valientes, pero en aquellos momentos yo tenía miedo, cansancio y hambre.

El sol descendía más y más, y parecía que cuanto más bajaba en el horizonte, tanto más decaía mi ánimo.  Sabía que no me encontraba en verdadero peligro ni en la cárcel, pero por las circunstancias, a mí me parecía estarlo.

El fuerte olor del curry, de la copra o médula del coco y del pescado seco, así como las innumerables imágenes, los ruidos y los demás olores típicos de un cálido muelle tropical me parecían tan extraños, ¡tan ajenos a los frescos aromas de mi hogar en Idaho!  Yo tenía nostalgia, no cabía duda; quería llorar, pero sabía que con ello no solucionaría nada.

Por fin, el chirriar de las poleas, el crujir de las grúas y de los cables, los golpes de las cargas al caer y el ruido de las máquinas cesaron.  Los trabajadores del muelle comenzaron a marcharse, y también los agentes de la inmigración, hasta que quedaron sólo algunos vigilantes.  Todo quedó en silencio . . . ¡Cuán solo y desamparado me sentí entonces!

Traté de acostarme en el sucio y desigual suelo de cemento.  Oré para saber qué hacer. . . parecía no haber respuesta.  Contemplé los últimos rayos del sol que, atravesando las nubes, teñían con matices dorados y rojos las aguas del océano y penetraban por los orificios de las paredes de metal de la barraca. ¿Cuánto más durará la luz?, pensé, y luego me pregunté: ¿Qué sucederá cuando mueran esos últimos rayos de luz y llegue la noche?. ¿Habéis deseado alguna vez cerrar los ojos y desaparecer, o que cambie todo lo que os rodea? Pero no, debo tener confianza.  Todo saldrá bien, me dije.  Y de nuevo cerré los ojos en oración, cuando. . . de pronto, me sentí como transportado. No vi nada ni oí nada con los sentidos; pero de un modo muy real, vi a mi familia en el lejano Idaho, de rodillas, en oración, y oí claramente la voz de mi madre que decía: «. . . bendice a John en su misión».

Al implorar mi fiel familia pidiendo al cielo que ayudara al hijo misionero, dado que ellos no podían hacerlo por la distancia que nos separaba, os testifico que descendieron sobre mí los poderes del cielo y me fortalecieron, permitiéndome, por un breve momento, unirme una vez más al círculo familiar en oración . . . y fui uno con mis seres queridos.  Me sentí totalmente envuelto en el amor e interés de mi fiel familia y sentí por un momento lo que «ser llevado al seno de Abraham» podría ser.  Comprendí también que hay otros círculos de amor e interés por nosotros que no están limitados por el tiempo y el espacio, a los cuales todos pertenecemos y de los que podemos sacar renovadas fuerzas.  Dios no nos deja completamente solos ¡nunca jamás!

Derrame copiosísimas lágrimas de gozo al sentir que llegaban’ nuevamente a mi alma la calidez del sentimiento de seguridad, la luz del amor y la fortaleza de la esperanza.  Cuando sentí otra vez el duro cemento debajo de mi cuerpo, ya no tenía miedo, ni pesar ni angustia, sólo profunda gratitud y tranquilidad.

Para terminar el suceso, treinta minutos después divisé al joven de la ‘inmigración, quien me había hablado horas antes, que se dirigía adonde yo estaba y que le seguían los élderes.  Había ocurrido que cuando volvía a su casa, vio, al pasar, a dos jóvenes angloamericanos con camisa blanca y corbata, y les dijo que otro «igual a ellos» estaba en el muelle.  Evidentemente, el telegrama no habría llegado nunca, pero los misioneros le siguieron hasta el muelle, y pronto todo se arregló.  Unas semanas después desembarcaba yo en Tonga, listo para empezar mi misión.

Hermanos, os testifico que hay un gran poder en la amorosa, constante y ferviente oración familiar.  No neguéis esta bendición a vuestra familia; no permitáis que la fortaleza que brinda la oración familiar se os escape de las manos por negligencia.

No importa qué otra herencia dejéis a vuestra familia, dadles la de saber por experiencia que para siempre oraréis por ellos y ellos por vosotros.

Reunid a vuestros familiares y haced que el orar juntos tenga prioridad sobre todo lo demás.  Es probable que resulte raro al principio.  Y, como Satanás no desea que oréis en modo alguno, os hará buscar toda clase de excusas e impedimentos; pero seguid adelante y persistid, y os prometo grandes bendiciones.

Recordad que lo que se nos manda hacer en esta vida sigue el modelo de una vida mejor. ¿Os parece extraño el pensar en que acaso parte del poder de la oración familiar radique en el hecho de que somos parte de una familia celestial que se interesa por nosotros, y que cuando nos unimos a ella, de algún modo experimentamos algo mayor a nosotros?

Pensad en el poder de las miles de oraciones de padres y de abuelos generaciones atrás hasta Jacob, Isaac y Abraham y, aun de tiempos anteriores, suplicando todos ellos esencialmente lo mismo: «Bendice a mis hijos.  Bendice a mis hijos.

Bendice a mis hijos». ¿No os parece oír cómo repercute el eco a través de la eternidad?

Seamos parte de esa influencia grandiosa y buena.

Testifico que el tiempo y el espacio no son barreras que impidan el paso a esa santa influencia, y no importa dónde estemos ni en qué situación nos encontremos: aun en las profundidades del desaliento, lejos de nuestros seres queridos, podremos ser fortalecidos al sentir aquellas amorosas palabras: ,,. . . bendice a John, o a Carlos, o a María en su misión», porque en verdad la vida es una misión.  Estamos aquí para aprender a amarnos y servirnos los unos a los otros, y, repito nuevamente, no podremos lograr esto en la debida forma sino por medio de la constante y ferviente oración familiar.

Testifico que Dios es nuestro Padre, que vive y nos ama, que es el Dador de todo lo que es bueno.  Testifico que Jesús vive y nos ama, que es el Hijo de Dios, el Cristo, el Salvador del mundo, el Cabeza de esta Iglesia; testifico que si oramos al Padre en Su nombre, todo será posible.

Que reunamos a nuestras familias constantemente para orar con fervor los unos por los otros y que, así, en rectitud, seamos sensibles a las necesidades de los demás y les prestemos nuestra ayuda, cumpliendo así con una gran parte de nuestra misión en la vida, ruego humildemente en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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