La fe de nuestro pueblo

Conferencia General Octubre 1984logo 4

La fe de nuestro pueblo

élder Phillip T. Sonntag
del Primer Quórum de los Setenta

Phillip T. Sonntag«Se han derramado lágrimas de amor hacia vosotros por los hijos, hijas y ejemplares matrimonios misioneros que habéis enviado para enseñar el evangelio de Jesucristo.»

Muy temprano esta mañana sonó el teléfono y, al contestar, escuché una vocecita que me decía: »Te quiero mucho, abuelito. Espero que des un buen discurso.»

Debo confesar, hermanos y hermanas, que he estado muy intranquilo con respecto a esta asignación, debido quizás a que las palabras que escogí, o mi inhabilidad de expresarme o de poner énfasis en las cosas, no permitirían transmitir los sentimientos de mi corazón. Quisiera compartir mi testimonio con vosotros de que Dios vive; yo sé que Dios vive: que Jesucristo es el Salvador y Redentor del mundo, el Hijo de Dios, el Príncipe de Paz; que José Smith vio lo que dijo que vio, escuchó lo que dijo que escuchó, y que como consecuencia de la visión del Padre y del Hijo, se ha restaurado el Reino de Dios sobre la faz de la tierra. Este es el Reino, a saber, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días, la única Iglesia sobre la faz de la tierra que posee su autoridad. Sé que el Libro de Mormón es verdadero y que contiene la plenitud del evangelio de Jesucristo.

Os testifico que tenemos un profeta viviente a la cabeza de esta gran Iglesia. Lo apoyo con todo mi corazón y alma. Sostengo al presidente Romney y al presidente Hinckley, a los Do ce y a todas las demás Autoridades Generales. Me siento honrado al sentarme en concilio con ellos y agregar mi voz como un testigo especial de la divinidad de esta gran obra.

Hemos tenido el privilegio de trabajar en las islas del Pacifico Sur durante estos últimos meses. Ha sido un privilegio glorioso el trabajar con el presidente Simpson y el presidente Harris en la presidencia de esa área y el sentir la fe y el entusiasmo que existe en esa parte del mundo.

Permitidme compartir con vosotros una experiencia de la fe y el aprecio de los Santos de las islas del mar, por las contribuciones que habéis hecho al fortalecimiento de su vida; por vuestras oraciones y por los hijos, hijas y ejemplares matrimonios misioneros que han sido enviados a esas tierras para enseñarles el mensaje de la restauración. Se han derramado lagrimas de agradecimiento, de fe y de amor, y expresiones de gratitud hacia vosotros por enviar a esos misioneros a enseñarles acerca de Jesucristo y su calllino.

Como resultado de vuestra gran contribución, se esta edificando una nueva capilla en Australia, lejos de la civilización, la primera para la gente nativa. Es una época tan especial para ellos y para los territorios del norte de Australia, que aun el alcalde de Darwin piensa dedicar todo un día para asistir a la dedicación de la capilla. Los matrimonios misioneros han estado muy ocupados preparando a la gente. Un hombre que es dueño de una finca de ovejas del tamaño del estado de Utah, y que estaba firmemente convencido de que el nativo común no era capaz de aprender nada, asistió a un servicio especial. Allí, mientras estaba sentado escuchando a los niñitos aborígenes cantar «Soy un hijo de Dios». Las lagrimas le corrieron por el rostro y al salir de la reunión dijo: «Si no lo hubiera visto, jamas lo hubiera creído.» Esa es la fe, la fortaleza y la bondad de un pueblo que lo hizo posible. Recibid el gran aprecio de un pueblo que no habría podido hacer por si mismo lo que habéis hecho por ellos.

En las islas de Tonga hay unos 300 misioneros, la mayoría de ellos jóvenes y señoritas locales. Los jóvenes lucen camisas blancas, corbatas y sus ta’ovalas; las jóvenes misioneras, ataviadas en vestidos largos, bien peinadas, lucen con orgullo sus placas de identificación, mientras van de casa en casa, en las circunstancias más humildes, enseñando el mensaje del evangelio de Jesucristo. El resplandor de esos rostros morenos, al dar testimonio de la divinidad de la obra, aviva profundamente el alma de los hombres.

Salimos de Ha’apai para ir en barco a una pequeña isla que pocas Autoridades Generales jamas habían visitado. Los miembros nos recibieron en el muelle; nos abrazaron con lagrimas en los ojos. Caminamos hasta la capilla, y a medida que nos acercábamos al edificio que se usa como escuela e iglesia, pudimos escuchar las voces de los niños cantando en su idioma nativo: «Te damos, Señor, nuestras gracias, que mandas de nuevo venir, profetas con tu evangelio.» Entramos en la capilla con un espíritu humilde, donde tanto los miembros como los amigos de la isla se encontraban reunidos para escuchar los mensajes que se habrían de pronunciar.

Era evidente la abundante presencia del espíritu, y al final de la reunión se nos invitó a pasar a la parte de atrás del edificio, donde se nos presentaría una ceremonia especial de bienvenida. Fue un servicio hermoso. Estuvo presente un representante del gobierno, quien dirigió la palabra y agradeció a la Iglesia y a sus Autoridades Generales las tremendas contribuciones en favor de la educación, el fortalecimiento y la edificación de la vida de ese pueblo. No era miembro de la Iglesia, pero había sido conmovido por el Espíritu del Señor. En su más grande tributo nos obsequiaron un inmenso cerdo asado y nos dijeron que les gustaría agasajarnos con regalos, pero que eso era lo mejor que tenían.

Nos llevaron a un festín, a una mesa llena de lo mejor que se producía en la isla. Después del banquete, llevaron el cerdo hasta el barco e insistieron en que lo lleváramos para el viaje. Emprendimos nuestro regreso al barco, y al ir caminando con el oficial de la isla, le dije: «Usted seria un maravilloso miembro de la iglesia.» Respondió: «Estoy listo. Sentí el espíritu; solo me falta dejar un mal habito.» Le recordé que era tan fácil deshacerse del habito hoy como lo sería mañana o la semana entrante, y su respuesta fue: «Tratare, tratare.»

A veces me pregunto si apreciamos lo que hacen por nuestros semejantes las pequeñas contribuciones monetarias que damos a la Iglesia para la edificación del reino. Cuando pienso en las grandes contribuciones en diezmos y de otro tipo que van destinadas a bendecir esa isla, cuando veo los hogares que se han construido gracias al programa de los Servicios de Bienestar cuando su isla fue devastada por un huracán, mi corazón se llena de regocijo por un pueblo que ama al Señor, que esta deseoso de dar de sus propios medios para el progreso del Reino de Dios.

Dios os bendiga, mis queridos hermanos y hermanas, mientras progresáis en esta gran obra, para que recordéis quienes sois, y que podáis compartir libre y alegremente aquello con lo que nuestro Padre Celestial nos ha bendecido: para que compartáis vuestro testimonio de fe con todo el mundo, de que esta obra es verdadera en el nombre de Jesucristo. Amén.

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