Conferencia General Octubre 1988
El divino Don de la Expiación
por el élder James E. Faust
del Quórum de los Doce Apóstoles
La fe en la resurrección del Salvador debe «ayudarnos a llevar nuestras cargas, a soportar nuestros pesares y también a gustar plenamente del gozo y de la felicidad que podamos encontrar en esta vida».
Queridos hermanos, hermanas y amigos, hace dieciséis años fui llamado para servir como Autoridad General de la Iglesia, y hace exactamente diez años en esta conferencia que fui sostenido como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles. Estos han sido años de cometidos y en muchos casos de dificultades, pero también de logros. Mi esposa y yo hemos tratado de servir al Señor lo mejor posible y hemos viajado por muchas partes en mi ministerio. Esto nos ha dado la oportunidad de expresar nuestro testimonio sobre el Salvador en muchos países.
Debido a que he tenido durante estos años el conocimiento espiritual de que Jesús es el Cristo, hoy día me siento inclinado a testificar sobre Jesús de Nazaret y su misión. Deseo testificar de la mediación, expiación y resurrección del Señor Jesucristo. Hablo de esos acontecimientos trascendentales debido a mi conocimiento espiritual de que Jesús es el Redentor y el Hijo de Dios. También testifico sobre su divinidad y la de los acontecimientos que ocurren en el oficio, el sacerdocio, el llamamiento y la autoridad del sagrado Apostolado, cuya responsabilidad recae en mí y en mis hermanos.
Por medio de la Expiación y de los acontecimientos extraordinarios que la rodearon, el Señor tomó sobre sí todos los terribles pecados individuales y colectivos del genero humano. El resultado maravilloso de este sufrimiento fue que Él redimió de la muerte física tanto a los creyentes y obedientes como a los infieles y desobedientes. (D. y C. 46:13-14; Hechos 24:15; I Cor. 15:22). Toda persona nacida o por nacer es beneficiaria tanto de la mediación como de la expiación del Salvador. (Alma 11:42.) En términos simples, la Expiación es una reconciliación del hombre con Dios. Debido a su transgresión, Adán y Eva, al decidir abandonar su estado de inocencia (2 Nefi 2:23-25), fueron expulsados de la presencia de Dios; esto se conoce entre los cristianos como la Caída, o la transgresión de Adán. Fue una muerte espiritual porque Adán y Eva fueron separados de la presencia de Dios y se les dio la libertad «para obrar por si mismos, y no para que obren sobre ellos» (2 Nefi 2:26). También se les dio el gran poder de la procreación para que pudieran cumplir el mandamiento de multiplicarse y llenar la tierra, y tener gozo en su posteridad (véase Génesis 1:28).
El resto de su posteridad también quedó al margen de la presencia de Dios (véase 2 Nefi 2:22-26). Sin embargo, la posteridad de Adán y Eva era inocente del pecado original, dado que no participó en la transgresión y, por lo tanto, era injusto que toda la humanidad sufriera eternamente por el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva. Era necesario poner en orden esa injusticia y, por lo tanto, se necesitaba el sacrificio expiatorio de Jesús en su función de Salvador y Redentor. Debido al hecho trascendental de la Expiación, es posible que toda alma obtenga el perdón de sus pecados, que estos se limpien y se olviden (véase 2 Nefi 9:6-9; también, James E. Talmage, Los Artículos de Fe, pág. 95). Este perdón, por supuesto, se recibe con la condición de que haya arrepentimiento y rectitud personal.
Existe una diferencia entre la inmortalidad, o existencia eterna, y la vida eterna, que significa tener un lugar en la presencia de Dios. Por medio de Jesucristo, todos los hombres reciben la inmortalidad, justos o injustos, limpios o pecadores. Sin embargo, la vida eterna es «el máximo de todos los dones de Dios». Según nos dice el Señor, obtenemos este gran don «si guardas mis mandamientos y perseveras hasta el fin». Si lo hacemos, Él nos promete: «tendrás la vida eterna» (D. y C. 14:7).
El presidente Joseph Fielding Smith explicó: «Esta diferencia entre la vida eterna, que reciben los fieles, y la inmortalidad, que obtienen tanto los fieles como los infieles, se indica en las palabras del Señor a Moisés: ‘Porque, he aquí, esta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre’ (Moisés 1:39). La conjunción «y» separa claramente las dos ideas. Explica que el Señor da a la gran mayoría, a aquellos que no son obedientes, la bendición de la inmortalidad; y a aquellos que lo sirvan, la bendición de la vida eterna». (Smith, The Way to Perfection, Salt Lake City: The Genealogical Society of Utah, 1946, pág. 329)
Han pasado casi dos mil años desde la maravillosa ocasión en que se conquistó la muerte. Todavía no sabemos cómo pudo el Salvador tomar sobre si y soportar nuestras transgresiones, nuestras necedades, nuestros pesares, nuestros sufrimientos y nuestras cargas. No se puede describir ni entender. Fue casi imposible. La indescriptible agonía en Getsemaní fue tan grande que «era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44). El atormentado lamento que exhaló en la cruz, en su idioma arámico natal: «Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?» que se interpreta como «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34) apenas nos da una idea de su sufrimiento y humillación. No podemos menos que preguntarnos por cuantas de esas preciosas gotas de sangre somos responsables.
Aun cuando los hombres y mujeres nacemos, vivimos por un momento y morimos, por medio de la expiación de Jesucristo todos viviremos después de la muerte. Por medio de la divinidad que nos dio nuestro Creado como un don, podemos llegar a la plenitud como herederos de Dios con poderes, dominios y progreso eternos Pablo dijo que este era un don por la gracia [o gratuito] (véase Romanos 5:15). Debido a la Mediación y a la Expiación resucitaremos sin tener que pasar por la agonía expiatoria por la que pasó el Hijo de Dios.
En el Libro de Mormón, Jacob enseña: » . . . si la carne no se levantara mas, nuestros espíritus tendrían que estar sujetos a ese ángel que cayó de la presencia del Dios Eterno, y se convirtió en el diablo, para no levantarse más» (2 Nefi 9:8).
Los testimonios de aquellos fieles seguidores que vieron, escucharon y tocaron al Señor resucitado permanecen irrefutables hoy día. Después de la crucifixión, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé compraron especias aromáticas para ir a ungirle (Marcos 16:1).
Pero las devotas mujeres no sabían quien quitaría la enorme piedra que cerraba el sepulcro. Cuando llegaron encontraron que ya habían quitado la piedra (véase Marcos 16:3-4). Había ocurrido un gran terremoto y un ángel había quitado la piedra y se había sentado en ella, causando que los guardias temblaran de miedo y se quedaran como muertos (Mateo 28:2-4). El ángel dio instrucciones a las mujeres de dar las nuevas de la resurrección del Señor a los discípulos, asegurándoles que «va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis» (Mateo 28:7). Cuando fueron a decírselo a los discípulos, «Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron» (Mateo 28:9).
Durante los cuarenta días que paso el Salvador con los Apóstoles y otras personas, le escucharon y vieron hacer muchas cosas imposibles de contar. Este ministerio especial transformó al grupo incierto, confuso, dividido y débil de Apóstoles en un conjunto de poderosos testigos del Señor. Marcos registra que el Salvador reprochó a los once «porque no habían creído a los que le habían visto resucitado» (Marcos 16: 14).
Quizás no se debería criticar a los Apóstoles por no haber creído que Jesús, luego de crucificado y enterrado en una tumba, había regresado a la tierra como un ser glorificado; jamas habla sucedido algo similar en la historia humana. Era algo completamente nuevo; era una experiencia diferente del día en que habían visto levantarse a la hija de Jairo (Marcos 5:22-24, 35-43), al joven de Nain (Lucas 7:11-15), o a Lázaro (Juan 11: 1-44). Todos ellos volvieron a morir después; Jesús, sin embargo, se había transformado en un ser resucitado y jamas moriría nuevamente. Y fue así que para los Apóstoles la historia de Magdalena y las otras mujeres que atestiguaron de la resurrección «les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían» (Lucas 24:11). Sobre esta experiencia el presidente McKay dijo:
«El mundo nunca se hubiese conmovido con el testimonio de hombres con mentes tan vacilantes, indecisas y desesperadas como las que poseían los Apóstoles el día de la Crucifixión.
«¿Que hizo cambiar tan súbitamente a esos discípulos en predicadores confiados, valientes y heroicos del Evangelio de Jesucristo? Fue la revelación de que Cristo había resucitado de la tumba, que había guardado sus promesas, que su misión mesiánica se había cumplido. En las palabras de un escritor eminente: ‘Se había puesto el sello final y absoluto de autenticidad en todo lo que había dicho y el sello indeleble de autoridad divina en todas sus enseñanzas. La gloriosa luz de la presencia de su Señor y Salvador resucitado y glorificado había disipado la sombra de la muerte.’
«La fe en la resurrección tiene un fundamento indestructible en la evidencia de estos testigos imparciales y asombrados, que no podían dar crédito a sus ojos.» (David O. McKay, Treasures of life, p. 15-16).
Al igual que a los Apóstoles de la antigüedad, este conocimiento y creencia debe transformarnos para que seamos confiados, firmes, valientes y estemos en paz como seguidores del divino Cristo; ha de ayudarnos a llevar nuestras cargas, a soportar nuestros pesares y también a gustar plenamente del gozo y de la felicidad que podamos encontrar en esta vida. Los discípulos que fueron por el camino de Emaús con el Salvador se dijeron: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?» (Lucas 24:32). No es de extrañarse que le suplicaran: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde», y El se sentó «con ellos a la mesa» (Lucas 24:29-30). Los Apóstoles procuraban saborear esos preciosos momentos y sentimiento;
El hecho de que el sepulcro quedara vacío fue el más trascendental de todos los acontecimientos en la historia del mundo, porque dio testimonio de que Jesús no había muerto, sino que la muerte en si había sido conquistada.
En mis viajes por el mundo me ha entristecido ver una y otra vez las legiones de gente inválida, lisiada, deforme y en sufrimiento. ¿Que padre de uno de estos hijos especiales no ha sufrido por el futuro y bienestar de ese hijo? En el conocimiento de que cada uno de nosotros resucitara hay una gran esperanza para todos.
En el Libro de Mormón, Alma promete que luego de la muerte temporal «el espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma. . . y seremos llevados ante Dios. . . y tendremos un vivo conocimiento de toda nuestra culpa» (Alma 11:43).
El Profeta José Smith dijo: «Puedo saborear los principios de vida eterna, y vosotros también. . . sé que cuando os declaro estas palabras de vida eterna, vosotros gustáis de ellas, y sé que las creéis» (Enseñanzas del Profeta José’ Smith, pág. 440). Y así es que el más humilde y nuevo creyente, el niño, el joven o el adulto pueden lograr una convicción personal de la veracidad de la vida eterna.
Juan el Revelador «vio un cielo nuevo y una tierra nueva» y «oyó una gran voz del cielo» (Apocalipsis 21:1, 3). «El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo» (Apocalipsis 21:7). «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá mas llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron» (Apocalipsis 21:4).
No es necesario que nadie dependa continuamente del testimonio de otros con respecto a la mediación, la expiación y la resurrección de Cristo como nuestro Redentor y Salvador; cada uno puede saborear la dulzura de las verdades del evangelio obedeciendo los principios, las ordenanzas y los convenios.
Aunque todavía podemos ir al Jardín de Getsemaní, el Señor Jesús no estará allí, ni tampoco en la tumba. No esta en el camino a Emaús, ni en Galilea, ni en Nazaret ni en Belén. Debemos encontrarlo en nuestro corazón. No obstante, Él nos dejó para siempre el gran Consolador (véase Juan 14:16) y el sempiterno poder del sacerdocio. Sobre este poder, Jacob, el hijo de Lehi. testificó: »Verdaderamente podemos mandar en el nombre de Jesús, y los árboles mismos nos obedecen, o los montes, o las olas del mar» (Jacob 4:7)
Testifico que por medio de la rectitud este poder del sacerdocio y estos dones divinos de la Expiación y la Mediación operan en nuestras vidas. Finalmente, cada uno de nosotros debe saber estas verdades espirituales al seguir el consejo de Jesús: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, y si yo hablo por mi propia cuenta» (Juan 7:17).
Para terminar deseo hacer una humilde declaración y afirmación de que Jesús es el Cristo, nuestro Redentor y el Salvador del mundo y hago esto con toda la solemnidad que me permite mi alma. Este testimonio lo he logrado no sólo por una vida de estudio, o por la razón o la lógica, sino más que nada por revelación personal bajo el espíritu de profecía.
Ruego que el Salvador sane nuestras almas, seque nuestras lagrimas y forje en nosotros un corazón puro. También ruego que encontremos amparo a la sombra de sus brazos abiertos y que sea misericordioso y piadoso con nuestros pecados. Que Él sea un padre para el huérfano y que provea al necesitado e «incline su oído a nuestro clamor», ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























