Diciembre de 1980
¡De pronto se me hizo la luz!
David Capron
Cuando tenía dieciocho años y cursaba el último grado de la escuela secundaria, me sentía muy satisfecho con mi vida; tenía muchos buenos amigos, tomaba parte en deportes y esperaba tener gran éxito al comenzar mis estudios en la Universidad de Berkeley, en California, al año siguiente. Ya había recibido de esa institución una carta aprobando mi solicitud de matrícula.
Al participar en un concurso de oratoria del Club de Leones, promediando ya el año escolar, también estaba seguro del éxito que obtendría. Elegí como tema «¿Son las diferencias entre padres e hijos algo real o imaginario?» y lo desarrollé elocuentemente, en la forma que me pareció más atractiva para los jueces. Gané el concurso tras haber llegado a la final con una chica de nombre Karen, que era mormona.
Yo sabía bien que mi victoria se debía al hecho de que había dicho lo que los jueces querían escuchar; pero, interiormente estaba seguro de que el discurso de Karen, basado en la doctrina que enseñaba su iglesia, era mucho más profundo que el mío. Su elocuente alocución me conmovió por la sincera convicción que demostraba, y nos hicimos amigos.
Después que nos conocimos mejor, nuestras conversaciones a menudo se convertían en debates en los que ella defendía la filosofía religiosa y yo abogaba por la ciencia. Esas discusiones sólo servían para hacerla sentir frustrada.
Karen tenía una amiga cuyo nombre era Nese, que aunque escuchaba muchas veces atentamente nuestras discusiones, nunca me dirigía la palabra al encontramos en los corredores del liceo, sino que sólo se limitaba a decirme «Hola». Por ese motivo, nunca me había dicho que ella también era mormona. Pero un día, mientras yo me encontraba estudiando en la biblioteca del liceo, se acercó hasta la mesa donde me encontraba y me preguntó:
―¿Te interrumpo?
En el curso de nuestra conversación mencionó que ella era «de la casa de Israel», a lo que le entendí que era judía.
Durante los meses que estaban de clase continuamos encontrándonos siempre a la misma hora para estudiar en la biblioteca, y en nuestras charlas siempre discutíamos las muchas preguntas que me invadían la mente cada vez que pensaba en la religión. Un día me dijo que su mayor deseo era poder encontrar alguien que no se burlara de sus creencias religiosas. Muchas veces yo le expresaba mi opinión sobre temas como la vida después de la muerte, y luego ella me explicaba su creencia al respecto. La seguridad con que me hablaba me dejaba asombrado.
Más tarde me enteré de que era mormona. A esa altura ya nuestras conversaciones me deleitaban y empecé a reunirme con ella y sus compañeros mormones a la hora del almuerzo; todos eran personas muy agradables; no fumaban, no utilizaban lenguaje profano ni contaban chistes vulgares. Más aún, jamás se burlaban de nadie, sino que demostraban respeto por la manera de ser de los demás. Eran diferentes y me encantaba estar con ellos.
Cuando estaban por finalizar las clases, mi amiga Karen me invitó un día al Baile de Oro y Verde; yo no tenía la menor idea de lo que podía ser, puesto que nunca había asistido a un baile patrocinado por una religión. Y, para colmo, ¡tenía que ponerme traje!
La primera sorpresa fue ver un salón de tipo gimnasio en el edificio de una capilla; pero la escena que contemplé allí me sorprendió más todavía. Jóvenes y adultos se mezclaban, conversando, riendo y hasta bailando unos con otros. Mis otros amigos siempre habían opinado que el tener una buena relación con los mayores era algo «pasado de moda», y por todo el país no se hablaba de otra cosa que de la falta de comunicación entre padres e hijos; sin embargo, las personas que veía allí parecían todas amigas, fueran jóvenes o adultas.
Cuando le hablé a Karen respecto a eso, me dijo que era la Iglesia lo que les hacía ser así; iba pensando en sus palabras mientras recorríamos juntos el edificio, que ella quiso mostrarme. Al llegar a casa esa noche estaba convencido de que los mormones eran personas muy peculiares, aunque no lograba comprender exactamente el porqué; pero, indudablemente, tenían razones de sobra para sentirse orgullosos de sí mismos.
Después de la graduación, tomé un empleo que me alejó de mi nuevo grupo de amigos; trabajaba en una estación de servicio donde no estaba a gusto con mis compañeros por su falta de interés y consideración. Me sentía deprimido, triste y solo.
Una tarde del mes de julio, Nese y una amiga suya fueron hasta la estación; el sólo verlas me levantó el ánimo. Habían ido a invitarme para asistir a una representación que se haría en el predio del Templo de Oakland y en la cual ellas tomarían parte.
Siempre recordaré aquella noche, en la que oí por primera vez la historia de José Smith y conocí, los orígenes de los Santos de los Últimos Días a quienes tanto admiraba. Al finalizar, todo el público se puso de pie y cantó «El Espíritu de Dios» (Himnos, 128), y yo sentí enormes deseos de saber la letra para poder cantarlo junto con todos los demás. Sentí que aumentaban mi respeto y amor por aquella gente.
Después de terminar, todos fueron saliendo lentamente y yo me quedé un buen rato de pie en el estacionamiento, contemplando el templo. Me pareció oír una voz interior que me decía que algún día había de entrar en aquel edificio.
Cuando llegó la época de empezar las clases nuevamente, Nese se fue a Utah para asistir a la Universidad de Brigham Young, en Provo. Yo me fui a Berkeley, donde empecé a sentirme solo nuevamente. Las cartas de mi amiga me llegaban regularmente, dos o tres veces por semana. En una de las mías le pregunté por qué era mormona; su respuesta vino en un abultado sobre, donde me explicaba detalladamente toda la lucha que había tenido por mantenerse fiel a sus creencias mientras vivía con su familia, que era inactiva en la Iglesia.
Entonces fue cuando pensé que tenía que asistir a la Iglesia, aunque me fue difícil tomar esa decisión, pues no tenía a nadie que me empujara.
El día que fui, estuve a punto de dar vuelta al abrir la puerta de la capilla; pero entré y me senté rápidamente en un banco vacío de la última fila. Me preguntaba si allí también me sentiría solitario, cuando de pronto apareció Karen y fue directamente a saludarme.
―¡Hola, David! ―me dijo sonriendo amistosamente.
Después, me presentó a muchas personas, me mostró el salón de clase adonde debía ir, y permaneció conmigo todo el tiempo que pasé allí.
El estar en una clase a la cual podía presentar mis preguntas y obtener respuestas apropiadas me impresionó favorablemente; más aún, la maestra se quedó después de la clase para saludarme y agradecerme por haber asistido.
— Usted ha hecho la clase más interesante ―me dijo. Y me sentí como en casa.
Me gustaba la Iglesia y creía en muchas de las cosas que enseñaba; pero no sabía si era verdadera; me faltaba ese testimonio espiritual del cual me hablaban siempre los miembros. De todos modos, continué asistiendo a las reuniones.
Un mes más tarde Nese me animó a inscribirme en la Universidad de Brigham Young; me encantó la idea y partí inmediatamente para Provo, a fin de hacer una visita rápida a la institución. Mi amiga la describía como si fuera una posesión personal; mientras lo recorríamos todo, íbamos hablando de religión. Yo estaba otra vez lleno de dudas y preguntas, como en los tiempos en que nos reuníamos en la biblioteca del liceo; era como un rompecabezas que no podía terminar de armar.
Mi mayor piedra de tropiezo era el principio de progreso eterno.
―No puede ser ―decía― ¿Cómo puede el hombre, que fue creado por Dios, pensar que algún día llegará a ser como Dios es?
Repetí esta pregunta una vez más, mientras me encontraba con Nese frente al edificio «José Smith» de la Universidad. Ella meditó por un momento y luego me dijo:
―David, antes de ser creados físicamente, fuimos creados espiritualmente por Dios; somos sus hijos y una parte de nosotros, nuestro espíritu, desciende directamente de Él, porque es nuestro Padre.
¡De pronto se me hizo la luz! Todas las piezas del rompecabezas ocuparon el lugar correspondiente. Primero sonreí levemente; luego mi gesto se convirtió en amplia sonrisa y luego estallé en una risa de fidelidad. Por mi mente pasaron rápidamente muchas cosas que había aprendido de la doctrina.
―¡Claro! ¡Claro! ¡Claro que es verdad! -exclamaba.
Sentía deseos de bailar, de cantar, de echarme a correr. Aquel día, allí, en los escalones de un edificio de la universidad, recibí el testimonio del Espíritu Santo sobre el plan del evangelio. Inmediatamente decidí ser miembro de la Iglesia.
Después de eso, tuve que leer el Libro de Mormón, aprender a orar y escuchar las lecciones de los misioneros; pero mi vida ya había cambiado porque había encontrado la verdad y tenía que cumplir con el propósito de mi existencia. Cinco semanas más tarde fui bautizado.
A los ocho meses se hizo realidad aquella impresión que había tenido de que algún día entraría en el Templo de Oakland, cuando fui a recibir la investidura, una semana antes de salir a una misión.
A mi regreso, Nese y yo nos dispusimos a continuar la jomada eterna que había comenzado con nuestras conversaciones diarias en la biblioteca, y nos casamos en el Templo de Provo.
Cada vez que miro a mi esposa, agradezco al Señor por haber encontrado una joven compañera de liceo con la fe suficiente como para persistir en «alguien que no se burlara de sus creencias religiosas». Ella no sólo me robó el corazón, sino que también cambió mi vida por completo.
























