Agosto de 1984
El servicio cristiano en momentos inoportunos
Por el élder Vaughn J. Featherstone
Del Primer Quorum de los Setenta
Hace poco tiempo asistí a un seminario para presidentes de misión en el que estuvimos reunidos todo el día. Después de concluido el intensivo seminario, tomé un avión para regresar a mi hogar en Salt Lake City después de 17 horas consecutivas de no dormir. Al llegar a casa, inmediatamente me cambié de ropa para ir a acostarme. Había empezado a hablar con mi esposa cuando sonó el teléfono. Se trataba de un amigo mío a quien había conocido desde mis primeros años escolares.
—Hermano Vaughn —me dijo con voz temblorosa—, acabo de hospitalizar nuevamente a mi hija, después de varios ataques epilépticos serios. Como ha dejado de respirar en dos ocasiones, la tienen con oxígeno, pero parece que ya está decayendo aceleradamente.
Le pregunté si le habían dado ya una bendición, a lo cual respondió en seguida:
No, teníamos la esperanza de que tú pudieras hacerlo.
Mi cuerpo estaba agotado y sentí en esos momentos que bien me merecía un descanso y estar al lado de mi esposa, que feliz había esperado mi retorno; de modo que la carne titubeó. No obstante, el espíritu sabía precisamente lo que tenía que hacer, por lo que le dije:
—Joe, estaré allí en 30 minutos — pues eso era lo que nos llevaría llegar al hospital.
Le pedí a mi esposa que me acompañara, a lo cual esta noble mujer asintió en seguida. Nos levantamos, nos cambiamos de ropa y nos dirigimos al hospital. Al llegar a la sala correspondiente, vi a este buen amigo mío, a quien conocía desde hacía más de 46 años, y lo abracé. Encontramos una sala desocupada, y junto con los demás de la familia nos unimos en ferviente oración.
Luego Joe y yo nos dirigimos a la sala de cuidado intensivo y le dimos a su hija una bendición. Al elevar nuestras súplicas al Señor, nos sobrevino una dulce y serena seguridad de que ella estaba en sus manos, a pesar de que en esos momentos yo dudaba que pudiera sobrevivir durante la bendición.
Volví al auto, donde me esperaba mi querida esposa, y regresamos a casa sin sentirnos cansados y exhaustos en lo más mínimo. No está demás mencionar que, a la fecha en que escribo este artículo, la hija de Joe vive; es un verdadero milagro.
Las oportunidades de hacer obras de servicio cristiano no siempre se nos presentan en los momentos más oportunos. Permitidme contaros otra pequeña experiencia. Hace unos dos o tres años había viajado al sur de California, con el objeto de reorganizar una estaca. Al terminar la conferencia y antes de ir al aeropuerto, en donde pensé que podría descansar un poco, se me acercó una mujer de edad madura, y me dijo: —Élder Featherstone, ¿regresa usted esta tarde a Salt Lake?
Le dije que sí. Luego me preguntó si viajaba en el vuelo de las cuatro de la tarde. Cuando asentí de nuevo, agregó: — ¿Podría pedirle un favor?
En cuestión de segundos pensé en el ocupado día que había tenido y que ya mi cuerpo pedía un descanso. También me imaginé que lo que ella deseaba era que le llevara algún paquete a sus familiares y, en vista de que yo generalmente no llevo equipaje para despachar, a menos que tenga una absoluta necesidad, me pregunté si tendría que hacerlo en esta ocasión, y también pensé en lo que tendría que esperar para reclamar el supuesto paquete, o lo que fuera, y en que posiblemente tendría que entregarlo personalmente.
Pero, como siempre, el espíritu expulsó de mí todas esas excusas inválidas y respondí de la manera en que lo haría un líder consagrado al servicio:
—Será un placer ayudarla en lo que me sea posible.
Entonces agregó la buena mujer:
—Mi nieto Felipe vino a pasar conmigo un par de semanas. Ahora debe volver a Salt Lake City. ¿Se lo podría encargar hasta que lleguen a esa ciudad? Tiene dos años y medio y su madre lo estará esperando en el aeropuerto.
Así acordamos reunimos en el aeropuerto de Los Angeles más tarde, en donde me presentó a Felipe. Minutos antes de abordar el avión, me dijo:
—Tome este sobre, pero por favor no » lo abra sino hasta que esté en el avión. Después me enteré por qué me había pedido esto.
De manera que, cuando Felipe y yo estábamos a bordo del avión, saqué de mi bolsillo la carta que me había dado su abuelita, la que más o menos decía así: “Querido élder Featherstone: Le agradecemos mucho el que se haya llevado a Felipe de vuelta a Salt Lake City y el que aceptara cuidarlo durante el viaje. Su madre les estará esperando en el aeropuerto, más en caso de que no la encuentre, tenga la bondad de hacer lo siguiente.” Y después de darme una serie de instrucciones, seguía una nota: «La razón por la que no me atrevía pedirle que abriera este sobre en el aeropuerto obedeció a que no tuve valor de rogarle que nos hiciera otro favor más. Ricardo, el hermanito de Felipe, está internado en el Hospital de la Universidad de Utah. Ha sufrido de constantes convulsiones, repetidas veces en un solo día. Los doctores no saben qué hacer, pues han agotado ya todos los medios para curarlo, y el problema aún subsiste. ¿Cree usted que podría, en su ocupado horario, tal vez encontrar un bloquecito de tiempo para ir al hospital y darle una bendición?”
Al llegar a Salt Lake City, nadie nos estaba esperando. Nos paseamos a lo largo de la terminal aérea, pero nadie pareció reconocer a Felipe como su hijo. Abandonamos el aeropuerto y nos dirigimos hacia la calle. Aun cuando he hecho algunas cosas pocos usuales durante mi vida matrimonial, me pregunté cómo reaccionaría mi esposa cuando me viera llegar a casa con un niño de dos años y medio de edad después de volver de una conferencia de estaca.
Me detuve a mirar en todas direcciones y esperamos unos momentos más. De repente apareció su madre en un auto y paró frente a nosotros. Esta buena y amable madre tomó a Felipe y lo puso en el auto, junto con su equipaje, y nos despedimos.
Poco después me encontraba yo en una de las salas pediátricas del Hospital de la Universidad de Utah. Allí había seis niños en sus respectivas cunas. En esos momentos un dependiente terminaba de fregar el piso y, al abandonar éste la sala, me quedé solo con esos seis adorables niños. Busqué la cama de Ricardo, y al acercarme le dije:
—Me llamo Vaughn Featherstone. ¿Adivina con quién acabo de estar?
—¿Con quién? —respondió.
Y yo proseguí: —Acabo de regresar de Los Angeles y me traje a casa a tu hermanito Felipe. Le dije que venía a verte.
Ricardo apenas tenía cuatro años, pero sus ojos se le llenaron de lágrimas, pues extrañaba a su hermanito menor. Continué entonces diciéndole:
—Ricardo, yo soy amigo del presidente Spencer W. Kimball, y él te quiere mucho. Él es un profeta de Dios. Tu abuelita me pidió que te diera una bendición. ¿Sabes lo que quiere decir que te pongan las manos en la cabeza y te den una bendición?
—Sí —contestó.
— ¿Crees en Jesús?
—Sí —respondió de nuevo.
— ¿Sabes que Jesús también te quiere mucho y que Él puede sanarte?
—Sí —volvió a responder.
Entonces le pregunté:
— ¿Te gustaría que te diera una bendición para que puedas ser sanado?
—Sí—dijo.
Procedí, por tanto, a ponerle las manos en la cabeza y le di a este niño una bendición. En esos momentos sucedió algo interesante en esa pequeña sala de pediatría. Los otros niños que estaban allí dejaron de jugar y llorar, y parecía como si estuvieran escuchando atentamente.
Al terminar de bendecir a Ricardo, busqué en mi bolsillo una pequeña piedra delicadamente pulida y acabada que tenía mi nombre grabado y que alguien me había regalado. Se la di a Ricardo para que cuando su madre llegara supiera que yo había estado allí.
A los dos años de esta experiencia, me encontraba de visita en la Estaca Kingsport, Tennesee (E.E.U.U.), en ocasión de una conferencia. Al finalizar ésta, se me acercó una joven madre y me dijo que ella era hija de aquella anciana que me había pedido que llevara a Felipe a Salt Lake City y que después fuera a bendecir a Ricardo al hospital. Luego me preguntó: —¿Supo usted alguna vez cuáles fueron los resultados de esa bendición?
Al decirle que no, compartió conmigo el gran milagro.
—Ricardo dejó de tener convulsiones desde que usted le dio la bendición.
El encargarme de llevar a Felipe a su hogar y el tener que ir al hospital no era muy conveniente para mí, pero eso es precisamente lo que Jesús habría hecho. En nuestros actos de servicio siempre debemos preguntarnos: «¿Qué haría Jesucristo si estuviera en mi lugar?” Hace poco recibí una llamada telefónica de un íntimo amigo para avisarme que su padre había muerto. Le expresé mis condolencias y le pedí información sobre los servicios fúnebres y una vez que hube revisado mi calendario, le dije: —Me gustaría mucho poder asistir a los servicios para honrar la memoria de tu noble padre y expresar mi pésame a tu madre, mas estoy preparándome para salir de la ciudad en comisión especial, y tengo ya ocupado todo el día. Entonces él agregó:
—Entiendo lo que me dices, y nosotros ya hablamos de eso y pensamos en que tus múltiples responsabilidades te reclamarían y que por ello no podríamos pedirte que hablaras en el funeral, pero mi padre, antes de morir, pensó que si acaso te fuese posible, quizás lo harías.
Es interesante ver cómo inmediatamente todo pareció poder ajustarse en mi calendario, y en seguida le dije:
—Avísale a tu madre que allí estaré. Días después del funeral recibí una carta, de cuyo contenido comparto un párrafo:
«Durante los últimos meses, mi esposo sabía que sus días de permanencia en esta tierra estaban contados, de modo que un día nos pusimos a hablar sobre los arreglos de su funeral. Le pregunté quién deseaba que hablara en el servicio. ‘Realmente me gustaría que hablara el hermano Featherstone’, dijo, ‘pero sé que con lo ocupado que está esto sería imposible’. Así que empezó a mencionar a otros buenos hombres. Sin embargo, cuando supe que usted había aceptado venir, derramé muchas lágrimas de gozo. Se me hacía imposible creer que, con sus múltiples ocupaciones y responsabilidades, encontraría el tiempo para hacerlo.»
Fue en aquel momento que me percaté de lo que esto había significado para ella. En la despedida de la carta, la hermana agregó: «No sé cómo es que el Señor puede serían bondadoso conmigo».
Ahora tanto vosotros como yo comprendemos que no fue el hecho de que Vaughn Featherstone hablara en el funeral lo que llenó el corazón de esta mujer de amor hacia el Señor, sino más bien el cumplimiento del deseo de su agonizante esposo.
Ahora, mis jóvenes amigos, pensad en todas las oportunidades que tendréis de servir en momentos inoportunos. Os garantizo que la mayoría de esas oportunidades de servicio al Señor no se os presentarán precisamente cuando más os convenga. Pensad en algunas de ellas:
Un llamamiento para una misión de 18 meses en medio del curso de vuestra educación, noviazgo o especialización vocacional. O un llamamiento para servir en vuestro barrió cuando tenéis que preocuparos de mantener buenas calificaciones en vuestros estudios y de atender vuestra vida social.
Un discurso en la Iglesia.
Visitas de orientación familiar.
Clases de seminario a tempranas horas de la mañana, Tal es el caso de muchas estacas que las tienen a las 6:00 de la mañana, una hora no muy oportuna.
Una visita a un amigo hospitalizado.
Colaboración en la campaña electoral académica de un amigo.
Auxilio a alguien a quien se le ha desinflado un neumático en la carretera o que tiene otro tipo de problemas con su auto.
Limpieza del jardín, o corte del césped, de una persona necesitada —una viuda o vecina— cuando se tiene todo el día planificado para hacer otras cosas.
Y así podría extenderme mucho más en citar otras oportunidades que puedan muy bien presentársenos en nuestra vida y que generalmente no llegan en un momento oportuno. Vosotros podréis tomar la decisión de estar muy ocupados para hacerlo, pero esta última será generalmente sólo una excusa. El viejo adagio «Si quieres un trabajo finalizado, llama a un hombre ocupado para que lo haga” sigue siendo cierto. Nacimos en esta tierra para servir a nuestro prójimo.
Mis queridos jóvenes amigos, tomad la determinación de serviros mutuamente. Escuchad la voz del Espíritu cuando vuestra carne flaquee, porque en verdad el Maestro ha dicho: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mateo 25:40). Son incontables las bendiciones que se reciben cuando realizamos esos bondadosos actos de amor cristiano en momentos que no parecen ser los más oportunos para nosotros.

























Me gustaría saber por favor, de una cita que acabo de leer en portugués deste hermano, que dice acerca de la Segunda Venida del Salvador. Que el mundo se oscurece, y los fieles perderán la esperanza… Si sabéis de donde procede.. Me gustaría tener en español
Gracias
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por más tenue que sea la luz.
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