Conferencia General Octubre 1983
Vivid conforme a vuestra herencia
por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
«Dios le ha dado a la mujer de esta Iglesia una tarea que cumplir en la edificación de Su reino.»
Mis amadas hermanas, es para mí un gran privilegio y honor estar hoy con vosotras. Supongo que ésta es la congregación de mujeres más grande en la historia de la Iglesia. Notamos que el Tabernáculo está totalmente repleto, además de las hermanas reunidas en más de seiscientos centros de estaca que nos acompañan mediante la transmisión por televisión.
Me consta que muchas de vosotras os sentís solas a veces. Algunas de vosotras jóvenes os contáis entre las únicas dos o tres Santos de los Últimos Días en los colegios a los que asistís. Vosotras, hermanas que trabajáis, sois en muchos casos los únicos miembros de la Iglesia en tales lugares. Sabemos de viudas y de hermanas divorciadas que se sienten solas. Pero esta incalculable congregación que participa de esta reunión debería ser testimonio seguro de que no estáis solas. Sois parte de la fraternidad más grande de la tierra, la que tal vez abarque un par de millones de mujeres. Esta vasta congregación incluye mujeres y señoritas desde los diez años en adelante. Me alegra el que se haya incluido a las niñas de diez años. Se trata de una edad maravillosa, en la que una niña que hasta ese momento parecía ser todo brazos, piernas y apetito, comienza a nutrirse de la influencia refinadora que resulta en la belleza y la gracia. Es como los retoños que brotan en la primavera al influjo de la calidez del sol. Es la edad del despertar de poderes mentales y físicos. Es la edad que cual un puente une la infancia y la adolescencia. ¿Sabíais vosotras que el gran profeta e historiador Mormón recibió su llamado concerniente a los registros sagrados cuando tenía apenas diez años de edad? Este libro que tenemos en la actualidad, este maravilloso y sagrado testamento de Cristo, es el resultado de la fidelidad de Mormón en el cumplimiento de esa asignación. Jamás menospreciéis la importancia de los diez años.
Un viejo verso infantil nos dice:
«¿De qué están hechas las niñitas? De azúcar y canela, y de toda cosa buena . . . » Pero lo que es más importante son las promesas del futuro. En ellas se filtrarán las cualidades de generaciones pasadas para transformarlas en el hueso y el tejido, en la mente y el espíritu de generaciones por venir.
A vosotras jovencitas os digo con todas mis fuerzas y convicción, sed dulces, sed buenas, sed fuertes y virtuosas y maravillosas. Considero que el Señor os incluyó a vosotras junto con aquellas de las que habló cuando dijo: «Si no os volvéis . . . como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 18:3).
El dotado autor Channing Pollock deseó, mediante uno de los personajes de una obra, que todos naciéramos ancianos y gradualmente rejuveneciéramos y nos volviéramos más inocentes hasta que ante la muerte hubiéramos llegado a ser como niños pequeños.
Ahora quisiera decir algunas palabras a las adolescentes, vosotras que habéis transpuesto los límites de la niñez y de la primera juventud, para alcanzar la madurez del fin de la adolescencia y el comienzo de ía mayoría de edad.
Para vosotras ésta es sin duda una época para ganar fortaleza, una etapa que demanda disciplina mentai y física, una etapa de preparación. El Señor dijo: «Si estáis preparados no temeréis» (D. y C. 38:30).
Es una etapa de educación. El mundo que os aguarda requerirá lo mejor de vuestros esfuerzos. Este es el momento de capacitaros para las responsabilidades que tendréis que asumir.
La educación es una tradición que nos viene acompañando desde los principios de nuestra historia. Creemos en la necesidad de educar a nuestros jóvenes, tanto a vosotras como a los muchachos.
El presidente Brigham Young dijo: «Sabemos de hermanas entre nosotros que si tuvieran el privilegio de estudiar, llegarían a ser tan buenas en matemáticas y en contabilidad como cualquier hombre». (Journal of Discourses, 13:61.)
Tenéis a vuestro alcance fantásticas oportunidades para capacitar tanto la mente como las manos. Desearéis casaros y tener por compañero a un buen esposo; pero nadie puede predecir el futuro, por lo que debéis prepararos para cualquier circunstancia. No necesitáis ir a una universidad si no lo deseáis. En todas partes hay centros de enseñanza técnica que os brindarán la educación necesaria para estar en condiciones de hacer frente a futuras responsabilidades.
Es de confiar que la mayoría de vosotras se casará, pero la educación que hayáis recibido no habrá sido en vano, sino que será una bendición, ya seáis solteras o casadas.
Conservaos dignas de casaros. Vivimos en una época en la que necesitamos fuerzas para conservar esa dignidad. Pocas han sido las veces en la historia del mundo en que nos hemos visto tan expuestos a ias influencias seductoras que conducen a la degradación, al pecado y ai remordimiento. Los mercaderes de la pornografía y algunos de quienes producen ciertos espectáculos son tan astutos como el infierno mismo con sus engaños. Son capaces de llevaros hasta una encrucijada que sólo produce pena, remordimiento y desengaño.
El Señor dijo: «Deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente»; y después prometió: «Entonces tu confianza se hará fuerte en la presencia de Dios . . . El Espíritu Santo será tu compañero constante . . . tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás» (D. y C. 121:45-46).
Desearía ahora leeros algunos pasajes de una declaración hecha por la Primera Presidencia hace más de cuarenta años: «Cuan gloriosa la mujer que vive una vida casta. Tal mujer camina sin temor bajo la plenitud del sol del mediodía, pues la proteje la firmeza moral. Jamás será alcanzada por los dardos de la calumnia, pues su escudo no ofrece fallas. Su virtud no puede ser cuestionada por ningún acusador justo, pues ella vive por encima de todo reproche. En sus mejillas jamás se dibuja la vergüenza, pues en ella no hay pecado. Es honrada y respetada por toda la humanidad, pues no está al alcance de la censura de nadie. Es amada por el Señor, pues de nada es culpable. La exaltación de la vida eterna aguarda su llegada» (Mensaje de la Primera Presidencia, 3 de octubre de 1942).
Mas si hay entre vosotras alguien que haya tropezado, le hago llegar la seguridad de que hay perdón para la persona que en verdad se arrepiente. Dios perdonará a aquellos que reconocen el error de sus actos y demuestran mediante la bondad de sus vidas la sinceridad de su arrepentimiento.
Ahora quisiera hablarles algunas palabras a las hermanas casadas. Confío en que se hayan casado en la casa del Señor. Nuestro Padre Celestial, que ama a sus hijos, nos provee un privilegio inmensurable: el sellamiento eterno.
Quienes poseáis esta invalorable bendición, vivid dignas de ella. La lealtad es la esencia misma de los votos y los convenios que se hacen en el templo, lealtad al compañero, lealtad a los hijos, lealtad hacia Dios con quien se hace convenio solemne. El jamás será burlado. Gloriosas y maravillosas son las promesas que reciben los que guardan sus convenios y andan en obediencia a los divinos mandamientos. El sentido de responsabilidad que ello trae aparejado endulzará el matrimonio, será una influencia santifícadora para el hogar, dotará de mayor valor a los hijos que nazcan de tal unión y proporcionará paz en las diferentes etapas de la vida y consuelo en el momento de la muerte.
No dejo de reconocer el hecho de que muchas son las mujeres que no han tenido la oportunidad de casarse en el templo, cuyos esposos tal vez no sean miembros de la Iglesia, o quizás no hayan podido reunir los requisitos para entrar en la casa del Señor. A vosotras os digo: Sed pacientes, y orad, controlad toda tendencia a la crítica. Vivid en el hogar la clase de vida que motivará al compañero a ver en vosotras esa bondad, esa virtud y fortaleza que emana del evangelio. Recuerdo una familia que conocí hace 50 años. La esposa era una devota miembro de la Iglesia. Su esposo no era miembro; bebía y fumaba. Ella confiaba, oraba y vivía con sus ojos puestos en el día en que el corazón de su marido fuera conmovido por el Espíritu del Señor. Los años pasaron uno tras otro hasta llegar a más de una década. El ejemplo de esa mujer se basaba en la bondad, en el contentamiento y en la fe. Tras muchos años el hombre empezó a sensibilizarse. Percibió lo que la Iglesia había hecho por su esposa y por sus hijos. Comenzó a cambiar, a ser más humilde. Más tarde se bautizó, liego a servir como presidente de un quorum, como obispo, como misionero y como obrero en un templo.
Uno nunca fracasa hasta que deja de tratar. Recordad siempre que el ejemplo que se da en el hogar será un sermón más persuasivo que ninguna otra clase de prédica.
Hago llegar a todas vosotras mis más sinceros y cálidos honores por vuestra dedicación. Siento un profundo respeto por el título «ama de casa».
Recientemente leí lo siguiente en una conocida publicación periodística deblos Estados Unidos:
«El trabajo más creativo del mundo
«Requiere gusto, elegancia, decoración, exposición, educación, transporte, sicología, encanto, artes culinarias, ingenio, literatura, medicina, habilidad mental, arte, horticultura, economía, política, relaciones comunitarias, pediatría, geriatría, mantenimiento, adquisiciones, servicios postales, leyes, contabilidad, religión, dinamismo y administración. Quienquiera que cuente con todas esas facetas, es sin duda alguien muy especial. Se trata de un ama de casa.»
Y ahora una palabra para quienes no se han casado. Sería éste un mundo hermoso si toda joven tuviera el privilegio de casarse con un hombre bueno en quien poder respaldarse con orgullo no sólo en esta vida sino en la venidera, que le perteneciera sólo a ella para amarlo, respetarlo, y apoyarlo.
Pero las cosas no siempre se dan de ese modo. Hay hermanas que por razones inexplicables no tienen la oportunidad de casarse. A vosotras quisiera decir que no paséis el tiempo y gastéis vuestras vidas navegando en el mar de la autoconmiseración. Dios os ha dado talentos de diversos tipos. Os ha dado la capacidad de satisfacer las necesidades de otras personas y llegar a sus corazones con vuestra bondad e interés. Allegaos a alguien necesitado. También de este tipo de personas hay muchas. Incrementad vuestro conocimiento. Refinad la mente y las aptitudes en aquello para lo que tengáis vocación.
Innumerables son las oportunidades que tenéis por delante si estáis preparadas para sacar provecho de ellas. En esta época casi todas las vocaciones honorables están al alcance de la mujer. No penséis que porque sois solteras Dios se ha olvidado de vosotras. El mundo os necesita, la Iglesia os necesita. Muchas son las personas y las causas que requieren de vuestras fuerzas y de vuestra sabiduría y talentos. Orad y no perdáis las esperanzas, pero no os obsesionéis con el afán de encontrar un compañero. Esa obsesión casi siempre conduce a la pérdida del atractivo, o a veces hasta puede debilitar vuestros valores. Vivid el mejor tipo de vida que podáis, y el Señor en su gran sabiduría y en su dimensión eterna dará respuesta a vuestras oraciones.
A aquellas de vosotras que tenéis la necesidad de trabajar aun cuando preferiríais quedaros en el hogar, quisiera deciros algunas palabras. Sé que hay muchas que os encontráis en esta situación. Habéis sido abandonadas o sois divorciadas y con hijos que cuidar. Otras sois viudas con familias por las que velar. Os presento mi profundo respeto por vuestra integridad y espíritu de autosuficiencia. Ruego que el Señor os bendiga con fuerzas y gran capacidad, pues necesitáis ambas cosas. Tenéis tanto la responsabilidad de proveer sustento como la de cuidar un hogar. Sé que es difícil y muchas veces descorazonador. Ruego que el Señor os bendiga con sabiduría especial y con el tremendo talento de proveer por los hijos mediante tiempo, compañía y amor, y con esa guía particular que sólo una madre es capaz de dar. Ruego también que os bendiga con ayuda, la que brinda la familia, los amigos y la Iglesia, la que servirá para aliviar parte del peso de vuestros hombros y brindar consuelo en momentos extremos.
Percibimos, al menos en cierto grado, la soledad que a menudo debéis sentir, y las frustraciones que debéis experimentar al tratar de superar problemas que a veces os parecen que exceden vuestra capacidad para solucionarlos. A veces necesitáis comida en vuestras mesas. Confiamos en que los obispos acudan con alimentos y otros bienes y servicios como parte del gran programa que el Señor ha proveído en su Iglesia. Pero reconocemos que la mayor necesidad es de comprensión, aprecio y compañía. Trataremos con un poco más de ahínco de cultivar estas virtudes, por lo que insto a cada una de las hermanas que estén en condiciones de hacerlo, a que se alleguen con redoblado interés a aquellas de sus hermanas que se enfrentan a tales circunstancias.
Ahora les hablo a las que trabajan sin ser necesario y que por así hacerlo dejan a sus hijos al cuidado de quienes a menudo son apenas pobres substitutos. Vayan a vosotras unas palabras de advertencia. No hagáis algo de lo que más tarde tendréis que arrepentiros. Si el propósito de esa ocupación diaria es simplemente ganar más dinero para ciertos lujos o para bienes deseables, aunque no indispensables, y como precio de ellos sacrificáis la compañía de vuestros hijos y la oportunidad de criarlos, os daréis cuenta de que habréis perdido la substancia mientras tratabais de aferraros a las sombras.
Para terminar, quisiera dirigirme en general a todas las mujeres de la Iglesia. No conozco ninguna otra doctrina que declare que se hizo una elección antes de venir a la tierra en el sentido de ser varón o hembra. Esa elección la hizo nuestro Padre Celestial en su sabiduría infinita. Me consta que El ama a sus hijas así como a sus hijos. El presidente Lee declaró en una ocasión que el sacerdocio es el poder en el cual Dios obra por medio del hombre. Deseo agregar que la maternidad es el medio por el cual Dios cristaliza su gran plan maestro de preservar su creación. Tanto el sacerdocio como la maternidad son vitales en el plan del Señor; se sirven de complemento mutuo, y ambos son necesarios. Dios nos creó varón y hembra, cada uno con características y aptitudes individuales y singulares. La mujer es la procreadora y la modeladora de los hijos. El hombre es el proveedor y el protector. No hay ley que pueda alterar los sexos. Las legislaciones deben brindar igualdad de oportunidades, igualdad de comprensión y también de privilegios políticos, pero toda legislación que tenga como fin crear un género neutral de lo que Dios creó varón o hembra resultará más en problemas que en beneficios. De ello estoy convencido. Desearía con todo el corazón que empleáramos menos cantidad de tiempo en hablar de derechos y más en hablar de responsabilidades.
Dios ha dado a la mujer de esta Iglesia una tarea que cumplir en la edificación de Su reino. Esta tarea está ligada a todos los aspectos de nuestra multifacética responsabilidad, la cual es: primero, enseñar el evangelio al mundo; segundo, fortalecer la fe y brindar felicidad a los miembros de la Iglesia; y, tercero, llevar adelante la gran obra de la salvación de los muertos.
Esta es una etapa de fortalecimiento, y deseo concluir con las incitantes palabras de Moroni, escritas al dar por terminado el libro que saldría a luz en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos:
«¡Despierta y levántate del polvo, oh Jerusalén; sí, y vístete tus ropas hermosas, oh hija de Sión; y fortalece tus estacas, y extiende tus linderos para siempre, a fin de que ya no seas más confundida, y se cumplan los convenios que el Padre Eterno te ha hecho, oh casa de Israel!
«Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad.» (Moroni 10:31-32.)
Poneos vuestras ropas hermosas, oh hijas de Sión. Vivid conforme a la magnífica herencia que el Señor Dios, nuestro Padre Celestial, os ha conferido. Elevaos por encima del polvo del mundo, amparadas en el conocimiento de que sois hijas de Dios con un derecho divino. Caminad a la luz del sol con la cabeza en alto sabiendo que se os ama y honra, que sois parte de su reino y que hay para vosotras una gran tarea que no puede delegarse a nadie.
Agradecemos a Dios por las maravillosas mujeres de esta Iglesia. Que El plante en vuestros corazones un sentido de orgullo por vuestra capacidad y una convicción de la verdad que será como un timón protector cuando paséis por las tempestades, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























