Las consecuencias si no hubiera habido Expiación


Infinita en la divinidad del elegido

Tad R. Callister
La Expiación Infinita


Infinita en rasgos divinos

La Expiación es infinita en la divinidad del que fue sacrificado. Las Escrituras se refieren al Salvador como el «Dios en el cielo, infinito y eterno» (DyC 20:17; véase también DyC 20:28). Él posee toda pasión loable y atributo divino en una medida ilimita­da; de ahí la mención de su naturaleza infinita.

Resulta patente que el Cristo «tiene todo poder, toda sabidu­ría y todo entendimiento; él comprende todas las cosas» (Alma 26:35); así pues, es omnisciente. Jacob confirmó esta verdad: «no existe nada sin que él lo sepa» (2 Nefi 9:20). Él ha llegado a do­minar todas y cada una de las leyes. Es poliglota; no existe una lengua que le sea extranjera. Conoce la cura de todo virus, toda enfermedad y toda dolencia. Ha creado mundos sin fin. Nada se le escapa. Como declara David: «su entendimiento es infinito» (Salmos 147:5). El élder McConkie se refirió a la conexión en­tre el conocimiento infinito del Salvador y su condición selecta cuando afirmó: «Por su obediencia y devoción a la verdad alcanzó el pináculo de la inteligencia que lo elevó al grado de Dios, como

Señor Omnipotente, mientras estaba aún en su estado preexis­tente (…) y entonces fue elegido para llevar a cabo la Expiación infinita y eterna».1

Del mismo modo que no existen límites a la omnisciencia del Salvador, su amor y su poder carecen de restricciones (Juan 3:16; 15:13; Efesios 3:19; DyC 132:20). John Greenleaf Whittier es­cribió estas líneas perspicaces:

Ando con pies descalzos y callados
Sobre la tierra que pisáis audaces.
No me atrevo a tasar con ningún límite;
ni el amor ni el poder de Dios (…)
No sé dónde Sus islas alcen
Las frondas de palmas al aire;
Sólo sé que ni aun a la deriva
Me saldré de Su amor y Su ternura.2

Uno se pregunta si Milton no penetró el velo cuando escribió estos versos de una agudeza similar:

Sin igual se vio al Hijo de Dios con gloria inefable; en él brilló su Padre, sustancialmente expresado; y en su faz la divina compasión se tornó visible, amor sin fin, gracia sublime?

Las necesidades del hombre, por onerosas que sean, nunca agotarán el amor de Dios. Su reserva de amor es ilimitada.

No solo posee Dios un amor infinito y poderoso; también po­see una «infinita bondad» (2 Nefi 1:10; Mosíah 5:3; Helamán 12:1; Moroni 8:3); demuestra «infinita misericordia» (Mosíah 28:4; véase también 1 Crónicas 16:34); y está lleno de «infini­ta (…) gracia» (Moroni 8:3). Tan amplias y profundas son las virtudes del Señor, que el profeta José enumeró algunas de ellas en su oración dedicatoria en el templo de Kirtland. El profeta José se refirió al Salvador como ese ser sentado en su «trono, con gloria, honra, poder, majestad, fuerza, dominio, verdad, justicia, juicio, misericordia», y entonces, quizá percibiendo la inutilidad de escuchar las virtudes de Dios recitadas ad infinitum, concluyó describiéndolo como en posesión de «un sinfín de plenitud, de eternidad en eternidad» (DyC 109:77; énfasis añadido). Los pro­fetas del Libro de Mormón también reconocieron las cualidades divinas del Salvador. El presidente Ezra Taft Benson señaló, con respecto a Jesucristo, que «en el Libro de Mormón, se le mencio­na con más de cien nombres diferente». A lo que agregó que esos nombres «describen en forma particular Su naturaleza divina».4 Poéticamente, Isaías recurrió a una amplia lista de nombres cuan­do escribió: «y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Isaías 9:6). El era todo eso y mucho más.

Amulek enseñó que «ese gran y postrer sacrificio será (…) in­finito y eterno» porque «será el Hijo de Dios» (Alma 34:14). En consecuencia, es apropiado calificar la Expiación de infinita por­que ello expresa la naturaleza y el carácter del que hizo ese sacri­ficio admirable.

La condescendencia de Dios

Hace años, mi esposa y yo viajamos a Tierra Santa. Cuando ascendíamos en dirección al Campo de los pastores, disfrutamos de las vistas de la ciudad de Belén. Era como si el tiempo se hu­biera detenido. Intentamos imaginar la escena como habría sido dos mil años antes: sin caminos asfaltados, agua corriente, elec­tricidad, centros comerciales… La vida se reducía a lo más ele­mental: toscos refugios para guarecerse de los elementos, un pozo central para sacar agua, transporte a pie, en burro o a caballo. Los días se pasaban trabajando los campos, atendiendo a las ovejas o vendiendo mercancías sencillas. Era difícil creer que estábamos contemplando el lugar en el que nació un Dios.

Cuando uno visualiza esta escena, capta por un efímero ins­tante, aunque sea muy remotamente, la dimensión de lo que las Escrituras llaman «la condescendencia de Dios» (1 Nefi 11:16, 26; véase también 2 Nefi 9:53).5 La palabra condescendencia proviene de los componentes latinos con y descendere, y significa descen­der con. El descenso del Salvador a la condición humana se lo anunció Él personalmente a Nefi en esa primera «Nochebuena»; «He aquí, ha llegado el momento (…) mañana vengo al mundo» (3 Nefi 1:13). ¡Oh, la magnitud de ese sacrificio, de esa condes­cendencia! Esa noche, Dios el Hijo cambió su hogar en los cie­los, con todos sus ornamentos celestiales, por una morada mortal con todos sus elementos primitivos. El, «el Rey del cielo» (Alma 5:50), «el Señor Omnipotente que reina» (Mosíah 3:5), abando­nó un trono para heredar un pesebre. Cambió el dominio de un Dios por la dependencia de un bebé. Renunció a riquezas, poder, dominio y a la plenitud de su gloria ¿y a cambio de qué?: burlas, escarnio, humillación y sometimiento. Era un intercambio sin precedentes, una condescendencia de proporciones inauditas, un descenso de profundidad incalculable. Y así, el gran Jehová, el creador de mundos sin fin, infinito en virtud y poder, hizo su entrada en este mundo vestido con pañales y acostado en un pe­sebre.

Un rastro de divinidad

De cualquier modo, nadie podía enmascarar su naturaleza di­vina. Podía revestirse su espíritu con carne y sangre, cubrir su cuerpo con ropas terrenales, correr el velo del olvido en su mente, pero nadie, nadie en absoluto, podía robarle sus rasgos divinos heredados. No podían ocultarse en su cuerpo mortal. No podían silenciarse. En todo momento, todos los días, sus atributos divi­nos se marcaban en su revestimiento exterior. Se manifestaban en toda sonrisa, en toda mirada, en toda palabra pronunciada. La divinidad se irradiaba en todo pensamiento, en toda acción y en todo acto. En el corto período de treinta y tres años, Él dejó un rastro de divinidad que nadie, salvo un cadáver espiritual, podría negar. Sermón tras sermón, milagro tras milagro, bondad tras bondad, todos testificaron de su origen divino.

Fueron estas cualidades trascendentales las que hicieron que las gentes de Galilea quedaran asombradas por su doctrina. Cuando

Cristo concluía el Sermón del Monte, según las Escrituras, «les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mateo 7:29). Fueron los mencionados rasgos celestiales los que motivaron a los que estaban iluminados espiritualmente a acer­carse a él. «Venid en pos de mí», dijo (Mateo 4:19), y los hom­bres dejaban sus redes, abandonaban sus vidas (sus profesiones), y lo seguían. Era este fulgor espiritual el que causaba que los malva­dos se encogieran ante su presencia cuando un hombre —no, un Dios— los expulsó del templo; cuando el vicio, en todo su abo­minable horror se retiró delante de la grandiosa virtud en todo su esplendor. ¿Sorprende acaso que este Jesús, coronado de espinas, ataviado con una túnica púrpura, azotado y despreciado, oyera a Pilato decir de él, «¡He aquí el hombre!» (Juan 19:5)?

Uno se maravilla ante su divinidad emergente, mientras crecía de la infancia a la niñez, y de la niñez a la edad adulta. ¿Cuáles se­rían sus sentimientos? ¿Cómo sería la vida de un Dios entre mor­tales? ¿Con quién podría hablar de lo que le abrumaba? Cierto es que los cuerpos de otros hombres andaban a su lado, pero ningu­no lo igualaba intelectual ni espiritualmente. Ninguno podía ver y sentir y entender como el veía y entendía. ¿Cómo sería para el Cristo andar por los polvorientos caminos de su propia creación, ver sus obras divinas a través de unos ojos mortales? ¿Cuándo llegó a comprender que los pájaros que deleitaban sus oídos con su música, que las flores que perfumaban el aire, que las colinas y los valles en los que le encantaba correr y jugar, las puestas de sol y las estrellas bajo las cuales él gustaba de admirar y meditar eran sus creaciones? El era su diseñador, su arquitecto, su artífice… Sí, su creador mismo.

No sabemos con exactitud cuándo Cristo fue consciente de su misión divina, pero la conciencia de su identidad divina es­taba germinando a una edad temprana. Con cada aliento y cada día que pasaba, sus cualidades divinas se manifestaban hasta que su cuerpo mortal quedó inmerso en divinidad. Entonces llegó el momento de su misión encomendada. Todo lo que podía re­memorarse ya se había recordado; todos los poderes que podían invocarse ya se habían obtenido. La hora fijada había llegado. El

momento del enfrentamiento, anhelado por largo tiempo, estaba aquí. La divinidad y el mal habían recorrido sus caminos dispa­res. Cristo estaba listo para salvar a sus hijos; irónicamente, ellos «buscaban cómo matarle» (Lucas 22:2). Esta era la hora de la verdad, el clímax. Todo se centraba en el poder del Eterno frente al poder del Maligno.

Infinita en poder 


NOTAS

  1. McConkit, Doctrina mormona,
  2. Whittier, «La bondad eternal» en Sánchez-Eppler, Poesía de John Greenleaf Whittier, 19, 23.
  3. Milton, Paradise Lost, 95—96.
  4. Benson, Sermones y escritos,
  5. Estos comentarios no tienen por objeto sugerir que esta frase no sea sus­ceptible también de otras interpretaciones.
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