Por el sendero de la Inmortalidad y la Vida Eterna
El Padre y el Hijo
(Una serie de discursos del Presidente Clark de la Primera Presidencia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, difundidos por la Estación Radiodifusora KSL desde el Tabernáculo Mormón en Salt Lake City, Edo de Utah, U.S.A.)
Número 5, (08 de febrero de 1948)
La semana pasada hablamos de la personalidad de Dios y leímos su declaración tocante a que había hecho al hombre a su propia imagen y semejanza; que Jesús era a semejanza del Padre y que el que había visto a Jesús había visto a su Padre.
Esta noche podremos con provecho considerar por un momento o dos la divinamente tierna relación entre Padre e Hijo, relación que, conforme a lo que Jesús mismo nos dijo, no es lógica, si por un lado tenemos un ser que es una esencia espiritual inmensa, nebulosa, sin forma, sin cuerpo, partes y pasiones, y por el otro lado un ser con una personalidad viviente, vibrante, dinámica, con cuerpo, partes y pasiones, con una misión que desempeñar y en verdad cumpliéndola.
Desde el momento en que, sobre las riberas del Jordán, mandó a Juan que lo bautizara para cumplir toda justicia, y el Padre, hablando desde el cielo declaró, al descender el Espíritu Santo sobre la cabeza del Hijo: “Este es mi Hijo Amado, en el cual tengo contentamiento (Mateo 3: 13-17; Marcos 1:9-11; Lucas 3:2123), hasta que sobre la cruz, agonizando, el Hijo exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. (Lucas 23:46), Jesús mantuvo una relación íntima con el Padre, basada en el hecho de que el Padre, igual que el Hijo, era un ser personal. Los hechos del Hijo, sus enseñanzas, sus oraciones, no permiten ninguna otra explicación razonable.
En su gran sermón a los fariseos dentro del templo, Jesús declaró: “No soy solo, sino yo y el que me envió, el Padre. . . si a mí me conocieseis, a mi Padre también conocierais. Yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo. . . como el Padre me enseñó, esto hablo. . . porque yo, lo que a él agrada, hago siempre”. (Juan 8: 16, 19, 26, 28-29).
Más tarde afirmó a los judíos en el templo que no había venido de sí mismo, sino que Dios lo había enviado, que hablaba aquello que vió y oyó de su Padre y concluyó declarándose el Mesías:
Antes que Abraham fuese, yo soy.” (Juan 8:38, 42, 58).
Estando para terminar la última Pascua que celebró con sus apóstoles, él les manifestó:
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie viene al Padre, sino por mí, . . el que me ha visto, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? Yo voy al Padre. (Juan 14:6, 9, 12).
Poco después, sobre el Monte de los Olivos, se expresó así: “He guardado los mandamientos de mi Padre, y estoy en su amor. . . salí del Padre, y he venido al mundo, y voy al Padre”. (Juan 15:10; 16:28).
Y en la gran oración en el Getsemaní, habló de la unidad de aquellos que creían, así como muchas veces había hablado de la unidad de él y el Padre:
“Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos. Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre, en mí, y yo en tí. Que también ellos sean en nosotros una cosa. . . para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa,” (Juan 17:20-22)—uno en propósito, uno en voluntad, uno en fe, uno en obediencia, uno en servicio, uno en rectitud, pero personalidades diferentes.
En la madrugada del día siguiente, hallándose delante de Caifás, el sumo sacerdote quien lo conjuró para que dijese:
. .“¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?, Jesús le dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.” (Marcos 14:61-62; Mateo 26:64).
Cuando estuvo en el Getsemaní, Jesús, dejando a los otros apóstoles, se apartó con Pedro, Santiago y Juan, y rogándoles que se quedaran y velaran, él, con el “alma muy triste hasta la muerte” (Mateo 26:38) se apartó de ellos “como un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró… y estando en agonía, oraba más intensamente: y fué su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44): “Padre mío, si es posible, pasa de mí este vaso; empero, no como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39) .Repitiendo la oración tres veces, y las mismas veces volviendo a Pedro, Santiago y Juan, los encontró durmiendo cada ocasión. “¿Así no habéis podido velar conmigo una hora?” Pero aunque ellos no pudieron velar, descendió un ángel del cielo, para confortarle. (Mateo 26:34-46; Marcos 14:32-42; Lucas 22:40-46; Juan 18:1-2).
Después, sobre la cruz, cuando el último aliento de vida se le escapaba y se le había desvanecido casi toda su fuerza mortal, exclamó en las palabras proferidas por el inspirado Salmista mil años antes: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46-47; Marcos 15: 34-35). Así se dirigió al Padre el Hijo al cegar sus ojos la obscuridad de la muerte.
Todas éstas no son las exclamaciones suplicantes de un alma poderosa, que se hallaba en agonía divina, a una esencia espiritual, inmensa, sin forma, nebulosa, sin cuerpo, sin partes, sin pasiones. Son palabras de un Hijo amante, agobiado por los pecados de los hombres, que derrama su corazón a un Padre divino, quien sabía, quien sufría cuando el Hijo sufría, quien amaba a su Unigénito como sólo Dios puede amar; un Padre que tenía misericordia; un Padre a cuya semejanza era el Hijo, un Padre que podía hablar y responder, que podía dar ayuda y socorro a un Hijo angustiado cual lo había hecho repetidas veces durante la misión del
Hijo sobre la tierra. La persona del Hijo suplicaba de la persona del Padre ayuda, y el Padre dió esa ayuda hasta lo último; no para que fuera menos la agonía mortal del Hijo—ya que la oración en Getsemaní podría dar esta impresión —tal disminución ni se pidió ni se concedió. Solicitó ayuda para cumplir su misión: realizar la gran Expiación por la caída de Adán, y con ello dar a cada uno de los Hijos de Dios que nacen en la tierra el poder para vencer la muerte física y lograr el destino de una resurrección.
Que Dios dé a cada uno de nosotros que andamos por el sendero de la inmortalidad y la vida eterna, el testimonio necesario de que somos hechos a su semejanza y a su imagen, ruego, en el nombre del Hijo. Amén.

























