El hermano de Jared
Un experto para aprender
por el élder Henry B. Eyring
Del Quórum de los Doce Apóstoles
«Y fue quitado el velo de ante los ojos del hermano de Jared, y vio el dedo del Señor;… y el hermano de Jared cayó delante del Señor, porque fue herido de temor» (Éter 3:6).

Todos llevamos dolorosos recuerdos de haber sido reprendidos por uno de nuestros padres o algún maestro debido a la falta de interés en aprender. Aún llevo en la memoria la imagen de una maestra de alemán, que era tan corta de estatura que podía mirarme directamente a los ojos estando de pie junto a mi pupitre, cuando me dijo: “Du bist ein…”, que traducido significa que ella pensaba que yo era un burro (asno) por no aprender, y que algún día me arrepentiría de ello. En verdad estoy arrepentido, como lo estoy por otros cientos de veces y lugares en que fui lento o incapaz de aprender. Pero más que el remordimiento que siento por no haber aprendido de una maestra de alemán y una profesora de piano, así como de tantos otros educadores, el corazón se me llena de congoja por los días —incluso los meses y los años— en que el Maestro me habría enseñado a utilizar la fe y el arrepentimiento, el Espíritu Santo y la caridad, pero no le presté atención.
Si usted lamenta esas mismas cosas —y me imagino que tendrá algunas— y si añora ser un mejor aprendiz, en la vida del hermano de Jared encontrará solaz y ejemplo a la vez. Inclinémonos con él, al leer en el libro de Éter la descripción de una amonestación que cambió la vida del hermano de Jared y que nos puede ayudar a cambiar la nuestra:
“Y aconteció que a la conclusión de los cuatro años, el Señor vino otra vez al hermano de Jared, y estaba en una nube, y habló con él. Y por el espacio de tres horas habló el Señor con el hermano de Jared, y lo reprendió porque no se había acordado de invocar el nombre del Señor» (Éter 2:14).
En ese triste relato, los números son las claves para el problema del hermano de Jared y para la solución del Maestro: cuatro años y tres horas. El hombre, junto con su caravana de gente y animales, se había demorado cuatro años en un viaje que sabía los llevaría sobre muchas aguas a una tierra prometida. Y el Maestro no tomó un minuto, ni cinco, sino tres horas de Su tiempo para reprenderlo por su indiferencia. ¿Qué nos enseñan esos cuatro años y esas tres horas en cuanto a las barreras y a las puertas de acceso que se nos presentan para el aprendizaje?
Para mí, la importancia de los cuatro años deriva del hecho de que los jareditas se encontraban en un período de inactividad, durante una jornada que dio comienzo con el caos de la torre de Babel, que continuó a través de las tierras desoladas de Asia y que más tarde, después de la amonestación del Señor, los llevaría por las profundidades de los mares huracanados a una tierra elegida sobre todas las demás, todo ello bajo la dirección del Señor. El presidente Spencer W Kimball describió ese drama en un discurso que pronunció en una conferencia general:
“Este libro incomparable debe de intrigar a los navegantes: en él se describe la crónica de viajes sin precedente por tierra, de una longitud, alcance y peligros casi increíbles, y de travesías por el océano para dar la vuelta al mundo, siglos antes de los vikingos, trayectorias repletas de todos los peligros imaginables, incluso tempestades, arrecifes escondidos, huracanes y hasta motines. La primera travesía por el océano de la que se tenga registro ocurrió aproximadamente hace cuarenta siglos, y la llevaron a cabo en embarcaciones marítimas carentes de velas, motores, remos o timones; ocho barcos semejantes al arca de Noé y casi contemporáneos de ella, largos como un árbol, ajustados como un vaso, con los extremos terminados en punta (véase Eter 2:17), con una abertura tapada en la cubierta y otra en el fondo, iluminados con piedras fundidas de la roca (véase Eter 2:20; 3:1), quizás con radio, o alguna otra substancia que aún no hayan vuelto a descubrir los científicos de la actualidad. Livianos, y a semejanza de un ave sobre el agua, esta flota de barcos fue impulsada por los vientos y las corrientes marítimas, llegando a algún punto de la América del Norte, probablemente en la costa oeste” (en “Conference Report”, abril de 1963, págs. 63-64).
El líder de esa arriesgada trayectoria era el hermano de Jared, (que de otras fuentes sabemos que se llamaba Mahonri Moriáncumer; véase la nota al pie de la página en el artículo de George Reynolds, “The Jaredites”, Juvenile instructor, 1Q de mayo de 1892, pág. 282). Excepto aquellos cuatro años, el registro de su vida manifiesta la fusión de dos elementos: la capacidad para actuar con intrepidez y al mismo tiempo la docilidad. Esa inusitada combinación se manifiesta al comienzo de la historia en que tanto su influencia personal como la dócil relación que tenía con su hermano Jared sirven de antecedente para el relato, mientras el Señor confunde a los que erigen la torre [de Babel]:
“Y como el hermano de Jared era un hombre grande y dotado de mucha fuerza, y altamente favorecido del Señor, Jared, su hermano, le dijo: Suplica al Señor que no nos confunda de modo que no entendamos nuestras palabras.
“Y sucedió que el hermano de Jared suplicó al Señor, y el Señor se compadeció de Jared; por tanto, no confundió el lenguaje de Jared; y Jared y su hermano no fueron confundidos” (Éter 1:34-35).
Una vez que Mahonri Moriáncumer hubo obtenido esa bendición para sí mismo y para su hermano, aceptó el consejo de Jared de volver a orar para que sus amigos no fuesen confundidos, y esa bendición también le fue concedida. Además, aceptó el consejo de pedirle a Dios que los guiara a una tierra prometida y obtuvo dicha bendición. De hecho, recibió algo más que la bendición: fue llamado para dirigir.
“Y ocurrió que el Señor escuchó al hermano de Jared, y se compadeció de él, y le dijo:
“Ve y recoge tus rebaños, macho y hembra de cada especie, y también de las semillas de la tierra, de toda clase; y tus familias; y también tu hermano Jared y su familia; y también tus amigos y sus familias, y los amigos de Jared y sus familias.
“Y cuando hayas hecho esto, irás a la cabeza de ellos al valle que está al norte. Y allí te encontraré, e iré delante de ti a una región que es favorecida sobre todas las regiones de la tierra” (Eter 1:40-42).
Al hombre que supo aceptar el consejo de su hermano, así como el de Dios, se le dio a conocer la razón por la que fue bendecido: “Y así obraré contigo, porque me has suplicado todo este largo tiempo” (Eter 1:43). Aunque Moriáncumer era un hombre grande y dotado de mucha fuerza, el puesto de liderazgo lo recibió en parte debido, más que nada, a la capacidad que tenía de lograr lo que se proponía; además, confiaba en el Maestro, quien le enseñaba constantemente en cuanto a los detalles prácticos del viaje:
“Y ocurrió que el Señor les mandó que salieran para el desierto; sí, a aquella parte donde ningún hombre jamás había estado. Y sucedió que el Señor fue delante de ellos, y les habló mientras estaba en una nube, y les dio instrucciones por dónde habían de viajar.
“Y aconteció que viajaron por el desierto, y construyeron barcos, en los cuales atravesaron muchas aguas, y la mano del Señor los guiaba continuamente” (Éter 2:5-6).
Habiendo sido Moriáncumer un hombre capaz de aceptar el consejo de su hermano, un hombre bendecido por la atención especial que le daba el Maestro debido a sus oraciones fervientes, un hombre que era bastante fuerte para conducir al pueblo y a los rebaños de todas clases a través de las tierras desoladas y los mares, hasta llegar por fin a la orilla del gran océano, ¿cómo es posible que haya plantado su tienda y haya tenido que ser reprendido cuatro años más tarde por haber olvidado al Señor?
Lo conciso de la descripción de aquellos cuatro años es muy revelador:
“Y ahora prosigo mi narración; porque he aquí, aconteció que el Señor condujo a Jared y a sus hermanos hasta ese gran mar que separa las tierras. Y al llegar al mar, plantaron sus tiendas; y dieron al paraje el nombre de Moriáncumer; y vivían en tiendas; y vivieron en tiendas a la orilla del mar por el término de cuatro años” (Éter 2:13).
Es posible imaginar los suspiros de alivio de los viajeros al despojarse de sus cargas, al dejar que los rebaños pacieran en las laderas de la costa, al plantar las tiendas y al darle al lugar el nombre del gran líder que los había llevado a salvo hasta ahí. Las Escrituras no dicen por qué la gente “no se había acordado de invocar el nombre del Señor” (Éter 2:14) durante aquellos años, pero nuestra propia experiencia puede darnos un indicio de ello. Cuando hacemos frente a un desierto o a un mar desconocidos, que para nosotros podrían ser el mudarnos a otro lugar o la enfermedad incurable de un ser querido, nuestro corazón se enternece y suplicamos bendiciones y lloramos cuando las recibimos. Pero cuando es más difícil ver las necesidades o las bendiciones — cuando tenemos plantada nuestra tienda— es fácil olvidar al Maestro y pensar más en lo que quizás hayan contribuido nuestro propio valor y esfuerzos. A veces las personas que nos rodean hacen ese olvido más factible al alabarnos y al atribuirnos la victoria. La mayoría de nosotros pasamos gran parte de nuestra vida en peligros casi tan imperceptibles que el sentido de autosuficiencia aflora y hace que sea difícil aceptar el consejo de los hermanos o el de Dios.
Ninguna reprimenda podría tener un final más feliz que el que tuvo ésta para Moriáncumer; ni tampoco podemos esperar tener un mejor ejemplo. Él se arrepintió.
“Y el hermano de Jared se arrepintió del mal que había cometido, e invocó el nombre del Señor a favor de sus hermanos que estaban con él. Y el Señor le dijo: Os perdonaré vuestros pecados a ti y a tus hermanos; pero no pecaréis más, porque debéis recordar que mi Espíritu no siempre luchará con el hombre; por tanto, si pecáis hasta llegar al colmo, seréis desechados de la presencia del Señor” (Éter 2:15).
El arrepentimiento dio cabida a la docilidad. Moriáncumer volvió a seguir las instrucciones que había recibido previamente para la construcción de los barcos y también resolvió el problema de la falta de aire, según se lo indicó el Señor en detalle. Luego llevó ante el Maestro el problema de la luz. La manera que el Señor dio respuesta a esa pregunta aclara otro aspecto de la docilidad: la buena disposición del alumno de hacer su parte de la tarea.
El Señor conocía las innumerables maneras que podía haber de iluminar los barcos, pero dedicó tiempo a definir el problema, y luego ofreció Su ayuda únicamente después que Moriáncumer hubo ideado una solución. El hermano de Jared hizo todo lo posible por llevarlo a cabo y señaló precisamente lo que al Maestro le quedaba por hacer.
“Y el Señor dijo al hermano de Jared: ¿Qué quieres que yo haga para que tengáis luz en vuestros barcos? Porque he aquí, no podéis tener ventanas, pues serían hechas pedazos; ni llevaréis fuego con vosotros, porque no os dirigiréis por la luz del fuego.
“Pues he aquí, seréis como una ballena en medio del mar; porque las inmensas olas estallarán contra vosotros. No obstante, yo os sacaré otra vez de las profundidades del mar; porque de mi boca han salido los vientos, y también he enviado yo las lluvias y los diluvios.
“Y he aquí, yo os preparo contra todas estas cosas; porque no podéis atravesar este gran mar, a menos que yo os prepare contra las olas del mar, y los vientos que han salido, y los diluvios que vendrán. Por tanto, ¿qué deseas que prepare para vosotros, a fin de que tengáis luz cuando seáis sumergidos en las profundidades del mar?” (Éter 2:23-25).
El hermano de Jared fundió la roca para hacer dieciséis piedras transparentes, y luego, en el monte de Shelem, le pidió al Señor la porción de la solución que él no podía resolver: hacer que las piedras emitieran luz. Pero no lo hizo simplemente como un niño se lo pediría a un padre apresurado o como un estudiante se lo pediría a un maestro que rápidamente va de alumno en alumno. Se tomó tiempo para suplicar perdón; dio gracias por las bendiciones; proclamó su fe en el poder de Dios.
El Señor respetó la solución del hermano de Jared tocando las piedras, y al hacerlo, le fue quitado el velo de los ojos a Moriáncumer y vio el dedo del Señor. Asombrado, a continuación le pidió que se mostrara todo ante él. El Señor no sólo le concedió su súplica, sino que también le mostró una visión de todo el panorama de la historia del mundo. Las cosas que se le mostraron al hermano de Jared fueron tan maravillosas que el registro que contiene su descripción fue sellado hasta que estemos preparados para recibirlo. En un discurso pronunciado en una conferencia general, el presidente Joseph Fielding Smith mencionó la manera que podríamos hacemos dignos de recibir esa bendición:
“El Señor nos ha puesto a prueba como miembros de la Iglesia; nos ha dado el Libro de Mormón, que es la parte menor, para edificar nuestra fe mediante la obediencia a los consejos que contiene; y cuando nosotros, los miembros de la Iglesia, estemos dispuestos a guardar los mandamientos que se nos han dado y demostremos nuestra fe como lo hicieron los nefitas durante un corto período de tiempo, entonces el Señor estará listo para sacar a luz el otro registro y dárnoslo; pero por ahora no estamos en condiciones de recibirlo. ¿Por qué? Porque en este estado probatorio no hemos vivido de acuerdo con los requisitos de leer el registro que se nos dio y seguir sus amonestaciones” (en “Conference Report”, octubre de 1961, pág. 20).
Esa solemne evaluación parece indicar que es preciso que seamos aprendices al igual que Moriáncumer después que se arrepintió. Nuestra negligencia, o carencia de diligencia, en el estudio y el cumplimiento de los mandamientos, podría compararse con la indiferencia que demostraron los jareditas durante aquellos cuatro años.
Si nos esforzamos por ser receptivos para aprender, tal como el hermano de Jared, algún día podremos recibir el mismo tipo de bendiciones espirituales que él recibió. El relato parece sugerir que la barrera principal para lograr esas bendiciones es el hecho de que no somos capaces de sentir el peligro en el que nos encontramos si no recibimos consejo espiritual, si olvidamos acudir al Señor. El relato ilustra también de manera apropiada la puerta por la que debemos pasar para lograr esas bendiciones, la cual es la fe. El tiempo que el Maestro dedicó para reprender y enseñar a Moriáncumer y la manera que lo hizo demuestran claramente la lección de que la oración ferviente siempre se escucha y se contesta.
El presidente Brigham Young desvió nuestra atención de las visiones maravillosas que aparecen en el libro de Éter y la enfocó hacia las lecciones que debemos aprender primero, diciendo:
“Pero si tuviéramos la fe para ir al cementerio y levantar a cientos de muertos, ese hecho solamente no nos haría Santos de los Últimos Días, como tampoco lo haría el que se abriera la visión de nuestra mente como para vislumbrar el dedo del Señor. ¿Cómo se logra eso? El guardar los mandamientos del Señor, andar humildemente ante nuestro Dios, y con los demás, cesar de hacer lo malo y aprender a hacer lo bueno, y a vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios, eso es lo que nos hace Santos de los Últimos Días, ya sea que tengamos visiones o no” (en Journal of Discourses, 3:211).
Esas palabras parecen sugerir que, ya que muy pocos de nosotros tendremos manifestaciones espectaculares como las que tuvo el hermano de Jared, bien podríamos agregar a esa frecuente imagen de Moriáncumer que acude a nuestra mente (la luz enceguecedora de las piedras en la cima de una montaña), la tranquila escena de cuatro años a la bella orilla del mar y la representación de una entrevista que duró tres horas. Las tiendas plantadas cerca del mar podrían ser recordatorios de que nuestra dependencia y gratitud deben ser ilimitadas siempre, y no solamente cuando nos encontremos en tierras desoladas o sepultados en algún enfurecido océano espiritual. Y una entrevista de tres horas, más larga de la que tendríamos con un hijo, hermano o cónyuge, podría recordarnos la accesibilidad, la paciencia y el amor de nuestro Maestro. Y con esa sensación de necesidad, y con esa fe en el carácter accesible de Dios, habremos aprendido una lección crucial del hermano de Jared, el perfecto aprendiz.
Durante toda su vida retuvo esa docilidad, tal como lo demuestra su último acto: aceptó el consejo de su hermano de dar al pueblo un rey, pese a la convicción que tenía de que eso los llevaría al cautiverio. No obstante su magnetismo personal y las visiones del futuro que recibía del cielo, Moriáncumer procuró consejos buenos. Evidentemente, nunca podremos saber tanto acerca del cielo que no podamos aprender el uno del otro. □
























