Advertencia Proclamada contra las Herejías
Por el Presidente J. Ruben Clark Jr.
Primer Consejero de la Primera Presidencia.
Discurso pronunciado el día 30 de septiembre de 1950 en la cuarta sesión de la Conferencia Semestral número 121 de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Me siento muy humilde, hermanos y hermanas, al pararme ante vosotros este día, y es mi deseo más grande que el espíritu que hasta ahora ha estado presente en esta conferencia continúe con nosotros mientras hable yo. Y a ese fin pido humildemente por vuestra fe y oraciones para que pueda yo ser guiado a decir algo que será beneficioso para vosotros y para todos los que están escuchando por radio.
Podría principiar por dar tributo a aquella gran alma que no está con nosotros este día, quien estuvo en la última conferencia, el Presidente Jorge F. Richards. Jamás he conocido un hombre de espíritu más fino, mayor integridad, más devoción, más lealtad de lo que poseyó y practicó el Presidente Jorge F. Richards durante su vida.
El hermano Frank Evans también era un carácter espléndido, un hombre de gran habilidad, un hombre cuyo lugar será difícil llenar.
Estamos reunidos hoy como miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días— y estoy impresionado con ese nombre, La Iglesia de Jesucristo. Quisiera decir algunas palabras hoy tocante la necesidad de recordar nosotros ese nombre y rendir lealtad y obediencia a él.
En el Monte de las Olivas el día antes de su crucifixión, el Señor pronunció un gran discurso a sus Apóstoles, en el cual habló de los tiempos venideros. El Profeta José Smith nos ha dado una traducción revisada de ese gran discurso. En ese discurso habló de los tiempos cuando el anti-Cristo vendría. También habló de la destrucción de Jerusalén y lo que precedería ese evento, aparentemente la destrucción que vino por medio de Tito. Tendréis que leer el discurso con cuidado para entender cuándo Cristo hablaba de un evento y entonces del otro, pero la traducción inspirada os ayudará en vuestro estudio.
En ese tiempo parece que los Apóstoles sintieron, y que después sintieron, que la segunda venida del Salvador estaba cerca. Eso fue hace casi 2,000 años. En aquéllos primeros días de la Iglesia, pronto después de que los Apóstoles principiaron su obra, los que se habían unido a la Iglesia empezaron a apostatar. Hubo varias causas que condujeron a eso, quizás la falta de un conocimiento completo del Evangelio, su asociación y proximidad con las religiones paganas, y otras cosas. Pero en aquel tiempo, Pedro les advirtió de lo que él llamaba “herejías de perdición”, y el Apóstol Pablo, en sus epístolas a Timoteo y a Tito, habló más específicamente de la iniquidad y las transgresiones que estaban entre el pueblo, y amonestó a Timoteo y a Tito advertir al pueblo.
En nuestra propia revelación moderna el Profeta Nefi ha hablado de estos días cuando los hombres adelantarían su propio razonamiento y su propio conocimiento en contra del Evangelio del Señor Jesucristo, y nos advirtió que nos guardásemos de tales doctrinas.
Quiero referirme brevemente a dos o tres herejías antiguas que ahora están presentes entre nosotros. Oiréis entre los intelectuales no infrecuentemente que el Dios del Antiguo Testamento es diferente de el Dios del Nuevo Testamento; que el Dios del Antiguo Testamento ha evolucionado hasta ser el Dios del Nuevo Testamento— una evolución muy repentina si fuera cierto. Esa doctrina tiene su base en lo que conocemos como el marcianismo, que apareció temprano en la Iglesia. Las doctrinas de Marción parecen haber sido fundadas en el odio que tenía él hacia los Judíos y su determinación de destruir la creencia de todo lo que Dios había hecho entre los Judíos, y destruir el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. Cuando se reduce esta doctrina, significa esto: Que Dios es lo que el hombre lo imagina ser; que cree el hombre a su Dios, en lugar de crear Dios al hombre. No se puede promulgar una falsedad más grande que eso.
Otra herejía que apareció en los primeros días era conocida como el arianismo, la cual identificaba como un ser, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Este hombre Arius, aparentemente un residente de Alejandría y miembro de la Iglesia Egipcia, para evitar ese concepto, desarrolló la idea, la doctrina, de que Jesús era solamente un hombre mortal, un hombre de poder y sabiduría excepcional, y con un gran código de ética. Esa era la substancia de la contención. El marcianismo destruía a Dios y el arianismo destruía a Cristo. Estas dos doctrinas falsas sacudieron la primitiva Iglesia Cristiana. La doctrina del arianismo está entre nosotros ahora. En verdad, parece que las iglesias protestantes están tinturadas con ella. Aparentemente, ya no predican la doctrina sencilla de que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, pero al contrario pasan por alto esta grande verdad y hablan de su grandeza, la cual, por supuesto tenía. Quiero advertirnos en contra de la aparición de estas doctrinas porque son un pecado grave.
La tercera cosa que deseo mencionar es la inmoralidad pagana. Entre algunos pueblos antiguos la inmoralidad se había desarrollado hasta tal grado de depravación que en verdad instituyeron la adoración de algunos de sus dioses paganos, prostitutas religiosas, quienes, como parte de la religión, se ofrecieron en los precintos del templo a los que eran socios de esa religión.
Los mismos elementos relacionados con esa doctrina están obrando entre nosotros. Hay un esfuerzo en algunas partes para destruir toda idea de la santidad y la castidad. En algunas partes se enseña que el impulso sexual es como el hambre o la sed y que igualmente debe ser satisfecha. Esa doctrina es del diablo y conducirá a la destrucción a cualquier hombre, o mujer que la defienda y practique.
Ahora, volviendo otra vez al Salvador, dijo él: “Porque, ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? O, ¿qué recompensa dará el hombre por su alma? (Mateo 16:26).
La evidencia del Salvador y de su identidad se ha acumulado por los años, ambos por experiencia de él mismo, y por los testimonios de aquellos que han sido privilegiados a recibir un testimonio y un conocimiento de que él vive. Señalaremos algunos de estos grandes testimonios.
En varias ocasiones el Salvador mismo declaró a los que estaban con él que era la luz del mundo, la luz que resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprenden. Hizo esta declaración a la multitud que había permanecido después que hubiese perdonado y despedido a la mujer que había sido tomada en adulterio. También hizo esta declaración a los que estaban cuando sanó al hombre que había estado ciego desde su nacimiento en el estanque de Siloé. La ha hecho en tiempos modernos, en nuestras revelaciones modernas, repetidas veces, con pequeños cambios: “Yo soy la vida y la luz del mundo.” Cuando estaba en el templo un corto tiempo antes de su crucifixión, cuando hablaba con su Padre, dijo que su alma estaba turbada; ¿Qué diría? Sálvame de esta hora; mas, agregó que era por el propósito de aguantar esta hora que había venido. Pidió al Padre que glorificara Su nombre, y el Padre dijo: “Ya lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”. (Juan 12:28) Parte de la gente pensaba que había sido trueno; otros pensaban que un ángel había hablado. Jesús comprendía.
Siempre ha habido para mí una gran lección en ese incidente. No siempre entendemos al Salvador. No siempre entendemos los mensajes que vienen del cielo. No siempre estamos en armonía. Cuando se presentó al Salvador en este continente, el Padre habló desde el cielo. El pueblo oyó el sonido, pero no entendieron. Habló de nuevo, pero no entendieron. Al fin, la tercera vez, oyeron y supieron lo que decía: “He aquí, mi Muy Amado Hijo.”
Cuando Jesús estaba ante el Sanhedrín la noche antes de la crucifixión, estaban allí Anás y Caifás y los demás de ellos. Al fin preguntaron al Salvador: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Y él les respondió, “Yo soy.” (Marcos 14:61-62)
Acordaréis cuando se le encontró Marta, de la conversación al tiempo de la muerte de Lázaro. Un poco antes de que levantase a Lázaro, el Salvador dijo a Marta, en el curso de su conversación y cerca de su terminación, “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.”
Deseo leeros el testimonio de Juan que se encuentra al principio del evangelio “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el Principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas; y sin él nada de lo que es hecho, fué hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la comprendieron. . . Y aquel Verbo fué hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:1-5 ,14)
Sólo puedo referirme a la gran visión de Esteban y a su testimonio al morirse. Después de que hubiesen crujido los dientes contra él y le hubiesen apedreado, exclamó que veía al hijo de Dios que estaba a la diestra del Padre. Y entonces como dicen las escrituras antes de que “durmió”, de los golpes, imploró a nuestro Padre Celestial que les perdonara.
Entonces refiero a la Primera Visión y su testimonio cuando el Padre y el Hijo vinieron al Profeta José en la visión más gloriosa que jamás ha sido registrada en la historia —dos seres, el uno presentando al otro, y el otro dando las instrucciones. Siempre me alienta el leer lo que está registrado en las Doctrinas y Convenios del tiempo cuando José y Sidney recibieron su visión y otro testimonio más: “El Señor tocó los ojos de nuestros entendimientos,” registran ellos, “y fueron abiertos; y la gloria del Señor brilló alrededor. Y vimos la gloria del Hijo, a la diestra del Padre, y recibimos de su plenitud; y vimos a los santos ángeles, y aquellos que son santificados delante de su trono, adorando a Dios y al Cordero, a quien adoran para siempre jamás. Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, testimonio, el último de todos, es el que nosotros damos de él: ¡Que vive! Porque lo vimos, aún a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar, que él es el unigénito del Padre— Que por él, y mediante él, y de él los mundos son y fueron creados, y los habitantes de ellos son engendrados hijos e hijas para Dios”. (D. & C. 76:19-24).
En el monte de las olivas la noche antes de su crucifixión, inmediatamente antes de entrar en el huerto, Cristo dijo: “Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado”. (Juan 17:3).
Mis queridos hermanos y hermanas, este es el testimonio que tenemos. Este es el testimonio que tenemos que retener. Os doy mi testimonio, nacido del Espíritu, que Jesús es el Cristo; que como dijo Pedro: “En ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”; (Hechos 4:12) que él es el Unigénito del Padre; que la salvación viene en y sólo por medio de él; y os doy mi testimonio de que tenemos el Evangelio Restaurado, que José Smith era un profeta, y que todos los que le han Seguido como Presidentes de la Iglesia son profetas, videntes y reveladores. Os doy este testimonio con la esperanza de que fortalecerá a otros así como al mío, y ruego que las más ricas bendiciones de Dios estén con vosotros, y lo hago en el nombre del Señor, Jesucristo, Amén.¬
























